Mi 11 de septiembre - Varios autores - E-Book

Mi 11 de septiembre E-Book

Autores varios

0,0

Beschreibung

El libro relata experiencias de 24 profesionales durante el golpe militar en Chile. Destaca el momento histórico y la lucha por democracia. Subraya el papel de Allende y la resistencia ante la violencia. Testimonio valioso para la memoria colectiva y la búsqueda de justicia e igualdad en la sociedad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 252

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© LOM ediciones Primera edición en LOM, junio 2023Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560017024 ISBN Digital: 9789560017581 RPI: a-281633 Primera edición 2017. Editorial Occidente. Fotografía de portada: Luis Poirot Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. Teléfono: (56-2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de Gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Santiago de Chile

Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria. Salvador Allende 11 de Septiembre de 1973

Introducción

Medio siglo después del golpe de Estado que sufrieron Chile y los chilenos, la memoria es un instrumento poderoso para construir el futuro. Esa es la razón profunda de este libro publicado originalmente en 2017 y que editorial LOM reedita como un aporte a las conmemoraciones del 50° aniversario del golpe, que abrió las puertas a la oprobiosa dictadura civil y militar de 17 años. La perspectiva de lo sucedido en 1973 nos plantea diversos temas que es útil tener en consideración.

Desde el punto de vista de la investigación histórica, cabe detenerse en cuál era el discurso que el presidente Salvador Allende pensaba pronunciar ante el país ese mismo día 11 de septiembre. Testigos y protagonistas de la época coinciden en señalar que el mandatario había decidido convocar a todos los chilenos para que participaran en un plebiscito ratificatorio de su Gobierno. En caso de registrarse un resultado adverso, el presidente estaba resuelto a convocar a nuevas elecciones. Es decir, su propósito era consultar al pueblo, la más alta expresión de la democracia.

Esta situación era, al parecer, el único camino de salida para la profunda crisis que vivía el país cumplidos ya tres años del gobierno de la Unidad Popular (UP). Nada era fácil en ese momento. La mayoría de los diez millones de chilenos, como lo demostró la elección parlamentaria del 4 de marzo de 1973, se vio convocada a definirse ante el ambicioso y, según algunos, utópico proyecto del gobierno de la UP: cambiar el sistema capitalista que imperaba en Chile, con su secuela de injusticias y desigualdad, por un régimen socialista y democrático, al que se llegaría mediante el voto y la decisión libre de las grandes mayorías. En términos gruesos, se trataba de establecer en el país un sistema socialista «a la chilena», diferente al soviético y a otros que requerían la imposición dictatorial de una ideología.

La UP, encabezada por Salvador Allende, se proponía profundizar las conquistas de los trabajadores, conformando un «nuevo estado», en el que el pueblo adquiriera un ejercicio real del poder; mantener en forma irrestricta las libertades públicas, sustituyendo la «represión policial» por la «disciplina social»; ampliar el derecho a voto a todos los mayores de 18 años, incluyendo a los analfabetos; profundizar y extender la reforma agraria ya iniciada por el gobierno de Frei Montalva; establecer relaciones diplomáticas con todos los países del mundo. Respecto a la economía, se proponía crear tres grandes áreas (social, mixta y privada). En la primera se incluiría la nacionalización de la gran minería del cobre y demás productos naturales, junto con estatizar la banca privada y los seguros y eliminar los grandes monopolios. El área mixta combinaría el capital estatal con el privado, y la tercera incluiría a la pequeña y mediana industria, la agricultura no reformada y los servicios no monopólicos.

Este modelo socialista y democrático alarmó a Estados Unidos, que en ese momento era el máximo exponente de la Guerra Fría que dividía al mundo. Era imposible aislar a nuestro pequeño país de la confrontación universal. Washington no creyó jamás en el compromiso de Allende y la UP de conjugar el socialismo con la democracia y decidió no permitir la instalación en el poder del primer presidente marxista en el mundo elegido por el voto universal. Al día siguiente de la elección del 4 de septiembre de 1970, el embajador norteamericano en Santiago, Edward Korry, informó a la Casa Blanca que «Chile votó con calma para tener un estado marxista-leninista, la primera nación del mundo en hacer esta elección libremente… es un hecho triste que Chile haya tomado la ruta del comunismo… esto tendrá un efecto muy profundo en América Latina y el resto del mundo». Esas fueron sus palabras textuales, según consigna en sus memorias Henry Kissinger, por entonces secretario de Estado. El informe provocó la ira del presidente Nixon, quien ordenó hacer «cualquier cosa» para impedir la instalación de un «comunista» en Chile.

Así las cosas, se fue generando en nuestro país un clima de máxima tensión social y política. Pese a los esfuerzos de Estados Unidos y de los grupos más conservadores de la derecha empresarial chilena, las Fuerzas Armadas se mantuvieron firmes en su compromiso de respetar la institucionalidad. Así lo hizo el comandante en jefe del Ejército, general René Schneider, cuya posición le costó la vida. Fue asesinado el 25 de octubre de 1970 por un comando de ultraderecha, nueve días antes de que Salvador Allende asumiera la Presidencia de la República, y casi simultáneamente con la decisión del Congreso Pleno de respetar su primera mayoría relativa obtenida en las urnas.

Fracasados los intentos de impedir la instalación del Gobierno, la Casa Blanca optó por asfixiar a Chile, cumpliendo la orden de Nixon de «hacer aullar de dolor» la economía nacional. Ello desencadenó un brutal desabastecimiento, en particular de los productos esenciales para la vida, con el consiguiente surgimiento de filas interminables para proveerse de alimentos y otros bienes. En los tres años de la UP Estados Unidos bloqueó el 80% de los créditos comerciales a corto plazo, que hasta entonces eran de procedencia norteamericana. Paralelamente, los partidarios de la Unidad Popular, en especial los jóvenes, crearon un clima de adhesión, solidaridad y entusiasmo pocas veces visto en el país. Miles y miles de chilenos se sentían partícipes de la inmensa tarea propuesta por Salvador Allende. El ambiente que ello generaba tal vez sólo se ha visto renacer medio siglo después, en algunos episodios de reciente data.

En los tres años de la Unidad Popular se registraron avances significativos. La participación electoral aumentó desde 1,9 millones de personas en 1970, a 2,5 millones en 1973; el Congreso aprobó por unanimidad la nacionalización del cobre, nuestra principal fuente de divisas; la mayoría de los niños chilenos recibió el prometido medio litro de leche al día; se avanzó significativamente en aumentar la cantidad de jubilados mayores de 60 años; la reforma agraria se convirtió en una realidad; la cesantía disminuyó considerablemente. Todo ello en un clima de respeto riguroso a la libertad de prensa y de opinión. Intentando superar la crisis generada por la escasez de artículos de primera necesidad, se instaló en el país, a principios de 1973, una «economía de guerra», con la creación de miles de Juntas de Abastecimientos y Precios (JAP).

Esta era la situación que vivía el país a mediados de 1973. En un ambiente de aguda polarización y tajante división social, los chilenos fueron alineándose en uno u otro sector. Los partidos políticos que integraban la Unidad Popular también acabaron por discrepar ante las medidas para superar la crisis. El presidente Allende instó a buscar diálogos con todos los sectores y se esforzó por atraer a la clase media y a la Democracia Cristiana, en esa fecha el partido más numeroso e importante. Para ello discutió con sus cercanos la posibilidad de llamar al plebiscito ratificatorio, con el consiguiente compromiso de convocar a nuevas elecciones en caso de ser derrotado. La historia exhibe dramáticas señales del avance de la tragedia.

El jefe del Estado informó personalmente de su decisión al entonces comandante en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, y pocos días después el ministro de Defensa, Orlando Letelier, comunicó oficialmente la decisión presidencial al cuerpo de generales del Ejército. Cuenta la historia que Pinochet pidió encarecidamente al Gobierno postergar el llamado a plebiscito, mientras calculaba cuándo y cómo sumarse al golpe militar en ciernes.

Los síntomas de la crisis eran ya evidentes. Pese a todo, y aunque Chile y el mundo han cambiado radicalmente en este último medio siglo, vale la pena destacar que los problemas y las aspiraciones de la mayoría son muy similares. El presidente Allende, por ejemplo, hablaba de superar la desigualdad de ingresos, subir las pensiones para las personas mayores, bajar el precio de los medicamentos. Chile hoy es otro, pero aquellas demandas esenciales siguen vivas.

Los periodistas que relatan su testimonio en este libro pertenecen a un grupo denominado Mesa de don Camilo, por el padre del periodismo nacional, Camilo Henríquez. Originalmente fueron once, pero al surgir la idea del libro testimonial se amplió a varias mujeres periodistas y a profesionales de dos regiones, Concepción y Aysén. También se invitó a periodistas que vivieron el exilio y que aún residen fuera del país. Fue así como se llegó a la cifra de 23 periodistas más un abogado. En el tiempo transcurrido desde la primera edición en 2017, han fallecido dos importantes autores: Antonio Márquez Allison y Enrique Martini Araya. Mantenemos sus valiosos testimonios y lamentamos su ausencia. Pese a todo, los sentimos a ambos muy presentes en la tarea de combatir la amnesia social. En septiembre de 2017, al presentar la primera edición de este libro bajo el sello de editorial Occidente, la presidenta de entonces, Michelle Bachelet, quiso estar presente y, más aún, escribió un prólogo titulado «Nada ni nadie está olvidado», el que conservamos en la presente edición.

Las víctimas de la dictadura civil-militar que instaló el golpe e impuso un régimen de terrorismo de Estado, no pueden ser olvidadas. Fueron miles los chilenos desaparecidos, torturados, encarcelados, exiliados. Por ellos, por las víctimas directas e indirectas de la dictadura, es clave recuperar la memoria, que permite registrar experiencias de primera fuente que dignifican a los mártires anónimos de la violencia. Sólo mediante la construcción de una paz sostenible en el tiempo será posible consolidar una sociedad democrática en que tengan cabida todos los ciudadanos, sin discriminación alguna.

A tantos chilenos represaliados injustamente por la dictadura es imprescindible sumar las víctimas de un régimen económico-social que Salvador Allende ya quería reemplazar: son los adultos mayores que malviven con pensiones miserables, los enfermos que no son atendidos por un sistema de salud insuficiente, los jóvenes que no reciben una indispensable educación, los profesionales aún endeudados con el pago de sus estudios. Gran parte de estas demandas aspiran a ser atendidas hoy por el gobierno de los nietos de aquellos protagonistas del 11 de septiembre de 1973.

Si la experiencia de Chile bajo Salvador Allende impactó al mundo y marcó en la memoria global lo ocurrido en nuestro país, medio siglo después, bajo la conducción del más joven gobernante del planeta, revive el interés por este rincón del mundo y por su afán de crear los cauces políticos bajo los cuales se deje atrás el orden constitucional ideado por Jaime Guzmán e impuesto por Pinochet. Se observa, desde diversos ámbitos del escenario internacional, cuánto avanzará la búsqueda de nuevas formas de relación entre ciudadanía y poder, una interrogante cada vez con menos respuestas mientras nos adentramos en el siglo XXI.

La tarea es compleja, llena de esperanzas, en una época en que entender el ser común de toda la sociedad, tan impregnada de lo digital, requiere expandir los espacios de libertad y democracia para hombres y mujeres. Hay en ello el afán de poner la mirada en el futuro. Así también lo quiso Allende cuando, frente a la crisis de su tiempo, se propuso buscar en la respuesta de los ciudadanos la marcha que deberíamos seguir. No lo dejaron. La mayor coincidencia entre lo ocurrido hace cincuenta años y el devenir del Chile contemporáneo es el afán por construir mejores días para la patria desde la voz de los ciudadanos y sus demandas.

Esa es la tarea de las nuevas generaciones, a las cuales está dedicado este libro de testimonios.

Leonardo Cáceres Castro – editor Mayo de 2023

El 7 de septiembre de 2017 la entonces presidenta de la República, Michelle Bachelet,encabezó el acto de presentación del libro en el Salón de Honor de la Universidad Central.

La presidenta posa con los periodistas autores del libro.

Nada ni nadie está olvidado

Hay historias que creemos conocer de memoria. Narradas una y otra vez, asumimos que sabemos detalle por detalle qué ocurrió en un día determinado, más aún si ese día, como sucede con el 11 de septiembre de 1973, marcó nuestro devenir como sociedad para siempre.

Y sin embargo, cada año, con cada aniversario del golpe de Estado, con alguna reciente investigación periodística, con el hallazgo de algún historiador, descubrimos nuevos matices, nuevos testimonios, nuevos ángulos para iluminar ese día gris y amargo.

Es lo que sucede con este libro que tienen en sus manos. Escrito por un conjunto de periodistas, y por lo tanto con cierta aproximación común a los hechos de «el once» –casi todos ellos ejercían su oficio en ese momento, ya sea en medios de comunicación o en reparticiones públicas–, esta recopilación de veinticuatro testimonios conmueve, remece y enseña.

Conmueve, porque más allá de cualquier consideración partidista o ideológica, encontramos aquí la vivencia humana de chilenos y chilenas, muchos de ellos muy jóvenes, que nos cuentan qué hicieron ese día, sin dramatizar, sin adjetivar siquiera.

Y son, sin embargo, testimonios dramáticos, en que aparece la sombra ominosa de nuestra democracia demolida hasta los cimientos, la violencia que se desataba sobre la patria, la afrenta, la traición y la cobardía; pero encontramos también la solidaridad elemental de los anónimos, el sentido del humor que nos rescata aún en los peores momentos, la música, la belleza incluso en medio de las lágrimas.

Remece, porque casi podemos oler el miedo y el dolor que invadía nuestra patria en ese día triste. Y enseña, porque aprendemos que, en los instantes más negros, alguien estuvo dispuesto a tender una mano solidaria; a facilitar el asilo político; a hacer una oferta de trabajo cuando todos los horizontes parecían cerrados; a escuchar, a compartir una comida, a tocar un long play de Carole King mientras rugían los Hawker Hunters sobre Santiago.

Conmueve también comprobar que, a pesar de la diversidad enorme de experiencias y relatos que este libro contiene, hay cuestiones que se repiten. La conciencia compartida, por ejemplo, de que nuestra democracia estaba amenazada y al borde del colapso, y la sensación de inevitabilidad del golpe de Estado, nos recuerdan que quizás pudimos y debimos hacer más para preservar el Estado de Derecho (aunque como sabemos hoy, los promotores del golpe no estaban dispuestos a retroceder y habían tomado sus decisiones mucho antes de 1973). Ese era el sentido del llamado a plebiscito del presidente Allende, programado para el mismo martes 11. Quizá esta conciencia compartida sea tan necesaria para el Nunca Más como la memoria, que en estas páginas se conserva, también, de todos aquellos quienes sufrieron la muerte, la tortura, la desaparición forzada y el exilio.

Saber que nada ni nadie está olvidado, como nos demuestra este libro con sus recuerdos llenos de emoción y ternura, es reconfortante y nos ayuda a seguir en el camino de la verdad, la justicia y la reparación. Agradezco a cada uno de los autores y autoras, a través de Leonardo Cáceres, su editor, esta contribución sincera a la construcción de un Chile en el que la memoria orienta, con su luz, la creación de un futuro mejor, más justo y más libre para todos y todas.

Michelle Bachelet Jeria Expresidenta de la República Santiago, agosto de 2017

«¡Tres coloradas, Verónica!»

Por Verónica Ahumada1

Era una mañana gris y fría. Llegué a La Moneda poco antes de las siete, después de recibir una llamada telefónica del periodista Jorge Timossi, Director de la Agencia Prensa Latina, avisándome que la Armada se había sublevado en Valparaíso.

A diario hacía un informe de prensa para el presidente Allende que dejaba a las ocho de la mañana en su despacho. Con letra mayúscula y a doble espacio, para facilitarle su lectura. La pauta de actividades de ese día contemplaba que a las 11 horas, realizaría una visita a la Universidad Técnica del Estado, donde convocaría a un plebiscito.

Había comenzado a trabajar junto a Allende en 1970, en el Comando de la Unidad Popular, en plena campaña electoral. Yo recién había egresado de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Después del triunfo, el presidente electo me dijo que me iría a cubrir sus audiencias a La Moneda. No lo podía creer. Eso sí, me pidió que me titulara. De inmediato pedí fecha para mi examen de grado.

Trabajé primero en la OIR, Oficina de Informaciones y Radiodifusión de la Presidencia. Después me trasladé a una oficina del segundo piso, compartida con el periodista y amigo del presidente, Carlos Jorquera.

Esa mañana del 11 de septiembre La Moneda se percibía silenciosa. Había llegado el personal del repostero del segundo piso, también los ayudantes de los edecanes del presidente. Uno de ellos me advirtió que unos tanques se estaban apostando frente al Palacio. Corrí hacia los ventanales de la fachada principal para cerciorarme. Llamé por el citófono a la residencia de Tomás Moro, de donde me informaron que el presidente ya había salido hacia La Moneda.

Bajé por la escalera de mármol que conducía a la entrada principal, donde estaban los miembros de la Guardia de Palacio. Al recibirlo, Allende me dijo: «Este no es un 29 de junio, Verónica, ¿verdad?»

Se refería al fracaso de un intento de sublevación militar, conocido como el «tanquetazo», encabezado por el coronel Souper. Ese día hablamos por teléfono en cuatro ocasiones con el presidente; él estaba en Tomas Moro y yo le iba describiendo lo que veía.

No abandoné La Moneda, sentí que era mi deber relatar lo que estaba ocurriendo al presidente. En la tarde de ese 29 de junio, ante miles de adherentes desde el balcón de su despacho, durante un encendido discurso, agradeció al general Prats, al teniente Pérez, a cargo de la Guardia de Palacio. Y agregó: «quiero agradecer a una joven periodista que fue instada tres veces a abandonar el Palacio y respondió: ‘me quedo para informar al presidente’. Verónica Ahumada». Fue muy emocionante escucharlo, cuando yo estaba atenta a su discurso para elaborar la nota de prensa. Horas antes, en señal de reconocimiento, me había expresado: «Tres coloradas, Verónica».

Estaba claro que ese 11 de septiembre sería diferente. La Plaza de la Constitución, rodeada de tanques. Los soldados, atrincherados en racimos humanos, disparando ininterrumpidamente. Era una batalla muy desigual. La seguidilla de mensajes sucesivos de hostigamiento con el fin de que el presidente abandonara La Moneda. Se había constituido una Junta Militar a cargo del general Augusto Pinochet. Comprendí que vivíamos minutos cruciales.

Fui testigo del momento en que el presidente despidió a sus tres edecanes. El comandante Roberto Sánchez Celedón, su edecán aéreo, fue quien ofreció un avión al presidente, por orden de la Junta Militar. Como Allende no aceptó, se dio la orden de bombardear La Moneda.

No imaginé que ocurriría de verdad.

Percibí junto a todos los que estábamos en Palacio la gran capacidad de improvisación de Allende. Sus últimos discursos dan cuenta de su profunda sabiduría y conciencia de lo que el país estaba viviendo. La Fuerza Aérea había silenciado las radios Portales y Corporación. A través de Radio Magallanes se dirigió por última vez a los chilenos, en una intervención histórica, convertida hoy en leyenda, desgarrada por la emoción y cimentada en el realismo. Chile, un país, que amaneció ese día con la primavera rota, se estremeció al igual que el resto del mundo.

El presidente Allende siempre estuvo rodeado de los GAP, Grupo de Amigos Personales. Advertí su preocupación de que las seis mujeres que permanecíamos allí pudiésemos salir antes del bombardeo.

Ninguna quería irse. Con un pañuelo blanco, el presidente pidió una tregua para que saliéramos. Nos dirigimos hacia la puerta de Morandé 80. Él mismo la abrió y nos fue despidiendo una a una. El general Ernesto Baeza, jefe del Comando de Infraestructura del Ejército, le había prometido que un jeep nos esperaría en ese sitio.

El presidente Allende se despidió de sus hijas, Isabel y Tati. A todas nos besó con gran cariño. A mí me dijo: «Tienes un papel muy importante, asignado ya en la historia de este país. Y tienes la obligación de salvarte». Entendí que tenía la misión de contar lo sucedido.

El jeep no estaba. Caminamos por calle Moneda hasta el diario La Prensa, que estaba a mitad de cuadra hacia Bandera. Desde ahí vimos que venían los aviones como reconociendo el lugar preciso. Poco después comenzó el bombardeo.

Tengo el recuerdo de haber visto esa mañana al presidente muy entero, sabía que no se iba a rendir y no abandonaría La Moneda. Allí se quedaría hasta las últimas consecuencias. Lo que me costó admitir fue el bombardeo aéreo.

Posteriormente, al llegar a mi casa, me enteré por mi padre que el presidente Allende había muerto. Fue duro.

Salí al exilio, después de pasar por el Ministerio de Defensa, y haber sido interrogada por el SIM y el Estado Mayor. Fueron horas difíciles.

Al regresar a Chile, después de aparecer en las esperadas listas que permitían el ingreso, trabajé en la Comisión Chilena de Derechos Humanos, después en el Comando del NO y en el Partido Socialista, mi Partido.

Regresé a La Moneda en 1990. Lo hice por la puerta principal. Rendí un silencioso homenaje a mis compañeros caídos en 1973. Fui llamada por el Ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa. Posteriormente, trabajé con los ex ministros José Joaquín Brunner, Carlos Mladinic, Jorge Arrate, Osvaldo Puccio, Germán Correa, en el Ministerio del Interior y el ministro Secretario General de la Presidencia, José Antonio Viera-Gallo.

El 11 de septiembre salí de La Moneda en medio de las balas y el bombardeo. Regresé con el triunfo de la democracia y con la esperanza de la lección aprendida. De tantas, la más importante: la del ¡Nunca Más!

1 Periodista. Trabajó en la Oficina de Información y Radiodifusión de la Presidencia de la República. En 1972 se integró a la Oficina de Prensa de la Presidencia. Vivió su exilio en Buenos Aires y Caracas. Más tarde volvió a La Moneda para trabajar como asesora de prensa con ministros de la Secretaría General de Gobierno, Interior y Secretaría General de la Presidencia.

La situación es grave

Por Sergio Campos2

Las nubes cubrían el cielo esa madrugada. El viento gélido de septiembre, que estremecía las hojas de los árboles y golpeaba mi rostro, me hacía recordar que todavía estábamos en invierno. Al traspasar la puerta de radio Corporación, la misma que había cruzado por primera vez hacía tres años, miré el reloj y este marcaba la una en punto de la madrugada. Me habían llamado para que me presentara, porque el intento de golpe militar, que hasta ese momento solo había sido un rumor, era una realidad.

A esa misma hora, el presidente Salvador Allende hacía el último intento frustrado para contactarse con el comandante en jefe del Ejército, general Augusto Pinochet, a quien había designado en el cargo el 23 de agosto de ese año.

Cuando llegué a la radio me estremecí. No era el frío de la noche cerrada, sino que mi instinto, al que a mis veinticuatro años le hacía poco caso, el que me avisaba que en pocas horas más presenciaría uno de los hechos más feroces de la historia de Chile. Al mirar por la ventana, esa misma a través de la cual veía a veces el azul sereno del cielo, sería testigo del horrendo bombardeo a La Moneda y del término abrupto y sangriento del gobierno de un mandatario elegido democráticamente.

Los estudios de CB 114 AM, que habían sido adquiridos en 1970 por el Partido Socialista, se ubicaban en Morandé 25, frente a la Plaza de la Ciudadanía. Esa mañana del 11 de septiembre se respiraba una atmósfera nerviosa en la oficina. Yo estaba, entre otros, con Miguel Ángel San Martín, director de prensa, y Julio Videla, locutor del trasnoche. El senador socialista Erich Schnake, miembro del directorio de la radio, había salido muy temprano de su casa, en calle Sánchez Fontecilla, y cuando se asomó a la sala de redacción, sus ojeras hundidas delataron un largo desvelo. Se había estado contactando en las últimas horas con el secretario general del partido, Carlos Altamirano, y con algunas personas que estaban en la residencia presidencial de Tomás Moro.

El sonido del teléfono nos sobresaltó. Al otro lado de la línea una persona avisaba que nuestra emisora asociada en Valparaíso, CB 134 –radio Porteña AM–, había sido tomada por oficiales de la Marina.

Schnake palideció y tomó el mando del equipo. Más tarde transmitiría mensajes de defensa del gobierno constitucional. Sabíamos que se anticipaba una jornada intensa, quizás una de las más duras de nuestras vidas, y que debíamos entregarnos por entero en esas transmisiones.

Faltaban pocos minutos para las ocho de la mañana cuando sonó el citófono que nos conectaba con La Moneda. Era Allende, que pedía hablar con Schnake. Pudimos escuchar el diálogo, porque el control accionó los altoparlantes: «Les llamo para informarles que la situación es grave. Se ha sublevado la Armada en Valparaíso, hay movimiento de tropas en Santiago y me dicen que también en Los Andes». Schnake fijó la vista en el ventanal y contestó con voz firme: «presidente, estamos a su disposición».

El presidente nos pidió que nos quedáramos en la radio. «No tienen que exponerse». Como hombre visionario proyectó que la situación se tornaría difícil, grave. Fue el único capaz de advertir lo que ocurriría en el país y lo anticipó en su discurso: «Seguro, muchos chilenos serán masacrados». Nos comunicó que les solicitaría a los funcionarios que se encontraban en La Moneda que salieran del edificio, en especial a las mujeres. Cuando terminó la conversación con el senador, el mandatario habló a la ciudadanía remarcando que esperaba una respuesta positiva de los militares: «Tengo la certeza de que los soldados sabrán cumplir con su obligación». Serían cinco en total las intervenciones del presidente esa fría mañana.

Bombardearon la planta transmisora que estaba en La Florida. No nos amilanamos y seguimos transmitiendo por FM, aunque con muy baja cobertura.

Muy temprano habían despegado del aeropuerto Carriel Sur de Concepción cuatro aviones caza Hawker Hunter con la misión de silenciar las emisoras de Santiago que rechazaban el golpe militar. Radios Corporación, Portales, Nacional, Luis Emilio Recabarren, Candelaria y Magallanes, que formaban parte de la cadena La Voz de la Patria.

Enrique Gutiérrez, subdirector de radio Corporación, comenzó a informar a los auditores que habían intentado acallar la emisora: Aviones de la Fuerza Aérea de Chile han atacado la planta transmisora de radio Corporación. Esto está indicando que todas las fábricas deben ponerse en pie de combate. Esto está indicando que todos los sindicatos deben ponerse en contacto por los cordones industriales, con la Central Única de Trabajadores, y prepararse para lo que venga.

Lo importante en estos momentos, camaradas, es que pase lo que pase, el pueblo debe estar unido. Cada fábrica, cada fundo, cada población, deben convertirse en baluartes del pueblo. Hay que guardar la calma y serenidad, pero eso no quita que se esté preparado para lo que venga. Hay que mantener la cabeza muy fría y el corazón ardiente. Esta es una transmisión especial para todo Chile, la planta transmisora de radio Corporación ha sido atacada por un avión de combate. Este avión de combate disparó ráfagas de ametralladora en contra de nuestras antenas con la intención de acallar nuestra voz. Esto no fue posible (…)

El primer mensaje de Allende lo repetimos varias veces. Le pedíamos a la gente que lo escuchara. En una transmisión de unos cuarenta y cinco minutos hicimos hincapié en que el Gobierno era legítimo, que había sido elegido por el pueblo. Mi voz sonó fuerte a través del micrófono: Llamamos a todos los soldados, clases y suboficiales a rebelarse en contra de las órdenes que sean al margen de la Constitución y la ley, entregadas por oficiales golpistas, sediciosos y reaccionarios. Hay un Gobierno constitucionalmente elegido, presidente de ese gobierno es el doctor Salvador Allende. Él es el presidente de los chilenos, la máxima autoridad de nuestro país. Los trabajadores lo dijeron una vez… Paremos el golpe, ¡el pueblo unido jamás será vencido!

Horas más tarde, antes de que nos silenciaran las transmisiones en FM, escuchamos las instrucciones que había entregado la Junta Militar en orden a que «todas las estaciones de radiodifusión de la provincia de Santiago deben de inmediato silenciar hasta nuevo aviso la totalidad de sus transmisiones en onda larga, en onda corta y frecuencia modulada». Se indicaba que «el país continuará siendo informado exclusivamente a través de red de radiodifusión de las Fuerzas Armadas, las que permanecerán transmitiendo en forma continuada hasta nuevo aviso».

Ataque con cohetes.

Desde los ventanales de la radio, en el segundo piso, teníamos una vista privilegiada de La Moneda. Desde temprano sentimos el ruido sordo de los aviones de combate que sobrevolaban Santiago. Durante la mañana los tanques fueron copando los alrededores del Palacio de Gobierno. Jóvenes que integraban el Grupo de Amigos del presidente (GAP) se encontraban apostados en los balcones defendiendo el símbolo de la democracia. Poco antes del bombardeo, vimos salir a un grupo de personas con los brazos en alto hacia la calle Morandé.

Pasadas las once de la mañana observamos cómo cambiaba la historia. Dos aviones de guerra lanzaron cohetes Sura P-3 a La Moneda. El bombardeo fue espantoso, recuerdo que me estremeció las entrañas. Nunca más he vuelto a sentir ese desorden en el corazón. La emisora estaba inserta en el edificio del Banco del Estado y cerca de ahí algunos grupos de personas resistían. Los soldados disparaban a diestra y siniestra. En las ventanas de la radio se hacían sentir las balas de guerra.

En situaciones límite el hombre saca fuerzas que desconoce. Estábamos desgarrados, pero continuábamos transmitiendo por frecuencia modulada. No sabíamos qué había pasado con Allende ni con los dirigentes de la Unidad Popular (UP). Veíamos pasar soldados con pañuelos naranjas y amarillos en el cuello. Desconocíamos cuáles eran leales al presidente. Al final del día comprendimos que todos eran golpistas.