Mi adorado enemigo - Brenda Novak - E-Book
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Mi adorado enemigo E-Book

Brenda Novak

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Beschreibung

Rebecca Wells deseaba desesperadamente dejar atrás su mala reputación. Por fin estaba intentando acabar con su rivalidad con el perfecto Josh Hill, una rivalidad que había empezado hacía veinticuatro años cuando, siendo ella una niña, los Hill se habían mudado a la casa de enfrente. El guapo y popular ranchero era el chico de oro del pueblo… y el hijo que el padre de Rebecca siempre había deseado. Pero por mucho que su padre insistiera en que firmaran una tregua, a Rebecca le resultaba muy difícil olvidarse del resentimiento que sentía hacia Josh. Se negaba a admitir que el hombre al que le encantaba odiar era el mismo al que odiaría amar.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Brenda Novak

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mi adorado enemigo, n.º 4 - mayo 2018

Título original: A Husband of Her Own

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-571-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

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Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

–¿Que quieres qué? –Rebecca Wells se incorporó de la encimera donde estaba apoyada y sujetó el teléfono con fuerza, segura de que no había oído bien.

Eran las nueve menos veinte de la mañana y tenía que estar trabajando a las nueve, pero aquella llamada de teléfono pasó a ser prioritaria y atraer toda su atención.

–Creo que deberíamos esperar a finales de enero –le respondió su prometido, Buddy, un tanto indeciso, como temiendo que ella no se lo tomara demasiado bien.

Seguramente porque la última vez Rebecca también perdió los estribos. Ya era la segunda vez que él retrasaba la fecha de la boda.

–Faltan casi cuatro meses para finales de enero, Buddy –dijo ella, sintiéndose inmediatamente orgullosa de la serenidad de su voz al hablar.

Lástima que Delaney se hubiera casado y ya no viviera con ella. Rebecca estaba segura de que, de haberla oído, su mejor amiga la habría aplaudido.

–No es tanto tiempo, cariño –insistió Buddy–. ¿Qué son unos meses más? Eso no cambiará nada a la larga, ¿no?

Claro que cambiaba. Lo cambiaba todo. Rebecca estaba contando los días que le faltaban para abandonar de una vez por todas y para siempre su pueblo natal. Quería irse a vivir a Nebraska con Buddy definitivamente y olvidarse de Dundee. No quería volver a oír a la señora Whittle murmurar cada vez que pasaba a su lado:

–Pobre alcalde Wells. ¿Quién iba a pensar que tendría que cargar con una hija como ésta?

Ni tampoco volver a ver a la señora Reese frunciendo el ceño, sentada en la peluquería donde Rebecca trabajaba, recordando la ocasión en la que Rebecca le había teñido el pelo de azul a propósito. Ni que la señora Millie, la tía de Delaney, le recordara constantemente la vez que se escapó con Billy Red, el jefe de una pandilla de moteros que pasó en una ocasión por el pueblo.

Pensándolo bien, a Rebecca no le importaba recordarlo. Billy Red era un hombre peligroso, temerario e increíblemente atractivo. Solo que a los tres días la dejó plantada; eso fue lo más humillante. Todo el pueblo asumió que ni siquiera un hombre como él era capaz de domesticar a Rebecca Wells. No se dieron cuenta de que, comparada con Billy, Rebecca era una santa.

Rebecca estiró el cuello para aliviar parte de la tensión que se había apoderado de todo su cuerpo.

Tenía que relajarse si no quería estropearlo todo. La última vez que hizo sentir a Buddy toda la fuerza de su desencanto, él pasó más de una semana sin llamarla.

–¿Ahora voy a tener que explicar a todo el pueblo que no me caso para mi cumpleaños porque tu tía abuela no puede venir a la boda hasta después de Navidad? –dijo ella.

Rebecca se sintió orgullosa de nuevo a pesar de su consternación. Acababa de lograr emitir otro argumento razonable en tono tranquilo y sereno, sin alzar la voz, otro de los objetivos que se había propuesto. Como dejar de fumar. La semana anterior decidió dejar de fumar definitivamente, pero en aquel momento un cigarrillo parecía imprescindible para mantener la calma.

–¿Estás diciendo que mi tía abuela no es razón suficiente para esperar? –preguntó él–. Para mí es muy importante, Rebecca.

Rebecca tenía unas cuantas cosas que decir sobre la importancia relativa de la asistencia de una lejana tía abuela, pero se las calló. Abrió un cajón de la cocina, sacó los parches de nicotina y se puso uno en el brazo.

–Creerán que te has echado atrás.

–No me he echado atrás. Además, nos conocimos hace solo nueve meses. ¿Y cuántas veces nos hemos visto? –preguntó él–. No más de cinco o seis. La gente entiende que una relación a distancia necesita más tiempo porque va más lenta.

Pero la suya no había ido despacio. Casi desde que en enero se conocieron por Internet habían hablado de casarse.

Aunque Rebecca temía que la relación se estaba desvaneciendo con la misma rapidez, y no entendía por qué. Cierto que ella tenía mucho genio, pero dudaba que Buddy encontrara algo mucho mejor. Con apenas un metro sesenta y cinco de estatura y más de treinta kilos de sobrepeso, el pelo rubio y los tiernos ojos azules que no lograban disimular las cicatrices del acné juvenil ni el tamaño de su nariz. Desde luego a ella no le haría volver la cabeza por la calle, teniendo en cuenta que ella medía casi un metro ochenta y le llevaba cinco años.

Precisamente eran las diferencias de carácter lo que Rebecca consideraba un factor positivo en su relación. Buddy no se inmutaba por nada. En una escala de uno a diez, la intensidad de sus emociones estaba por debajo de uno, y evitaba a toda costa cualquier tipo de confrontación. Rebecca, por su parte, nunca había eludido una discusión. Ni tampoco una pelea. Hasta hoy.

«Tranquilízate», se estaba convirtiendo rápidamente en el mantra que se repetía una y otra vez para sus adentros.

–No entiendo el motivo –dijo ella–. ¿Te estás arrepintiendo?

–No… bueno, no. Es que… no veo que haya ninguna necesidad de precipitar las cosas –continuó él.

–No estamos precipitando nada –respondió ella con una calma que la maravilló–. Solo llevaríamos a cabo nuestros planes. ¿Por qué no le enseñamos el vídeo a tu tía cuando venga a vernos? Además, las bodas no son para tanto. Será más agradable conocerla en un ambiente más relajado.

–No es solo ella.

–Has dicho que no te estabas arrepintiendo. Al menos, eso es lo que creo. Después has dicho «no», un «no», que no sé muy bien cómo interpretar. Supongo que significa que te estás arrepintiendo, o…

–Yo no he dicho eso –dijo él–. Además, si esperamos tendremos más dinero ahorrado, y yo más días de vacaciones.

–¿Y yo qué? –Rebecca se pegó un segundo parche de nicotina en el otro brazo–. Ya he avisado en la peluquería, y hay una chica nueva a la que tengo que empezar a formar en unas semanas. Además, me caduca el contrato de alquiler.

–¿Por qué no hablas con el casero para que te deje quedarte unos meses más?

¿No la estaba escuchando? ¡Ella no quería seguir allí! No quería ver el destello en los ojos de su padre cuando le dijera que se había pospuesto la boda por tercera vez. Y desde luego tampoco quería decírselo a sus tres hermanas, tres doñas perfectas casadas y con hijos a las que, solo con verlas, Rebecca sabía que nunca estaría a la altura. Ni a todos los clientes del Honky Tonk, el bar del pueblo y centro de diversión de los fines de semana en Dundee. No quería ser el blanco de todas las burlas. Otra vez no.

–Las invitaciones ya están en la imprenta –dijo ella.

–Seguro que puedes cancelarlas si llamas enseguida.

–Seguro, sí. Aunque también podemos olvidarnos de la boda y casarnos en Las Vegas.

–¿Las Vegas? –la voz de Buddy subió un par de tonos, pero Rebecca continuó.

–Sí. Podemos tomar el primer avión a Las Vegas y casarnos. Olvidarnos del pastel, las flores y todos los invitados.

–Rebecca, mi madre me mataría.

–¿Por qué? Mis padres son los que ya han gastado un montón de dinero.

Sus padres estaban tan encantados de ver por fin casada a su hija, que prometieron pagarle el mismo tipo de bodorrio por todo lo alto que habían pagado a sus hermanas, a pesar de que Rebecca ya había cumplido los treinta y uno. Cuando Rebecca mencionó el precio del vestido a su padre, la vena de la frente de su progenitor se hinchó por un momento, pero solo hasta que su madre acalló rápidamente cualquier comentario negativo con una de sus mágicas miradas de advertencia. En ese momento, su padre asintió sin decir nada y se alejó, y desde entonces no había vuelto hablar del coste de la boda.

–¿Lo ves? –dijo Buddy–. No podemos largarnos. Tus padres se pondrían furiosos.

–Hay cosas como la comida, el local y el fotógrafo que se pueden cancelar. El resto lo pagaré poco a poco.

–¿Y el recuerdo de tu padre acompañándote hasta el altar?

–No creo que a mis padres les importe mucho la boda. Ellos solo quieren que sea feliz.

–Puede, pero yo soy hijo único y mi padre murió cuando tenía ocho años. Es totalmente comprensible que mi madre quiera hacer las cosas de forma más tradicional.

Rebecca empezaba a estar desesperada. Buddy tenía respuesta para todo, aunque eran respuestas que ella no alcanzaba a comprender. Dos personas locamente enamoradas querían estar juntas lo antes posible, y no posponían la boda por una tía abuela.

Era la única vez que a una pareja se le permitía ser egoísta.

O a lo mejor se estaba dejando llevar por la emoción del momento. Quizá no lo veía como todo el mundo. No sería la primera vez.

–Vale –dijo ella, decidiendo reponerse y pasar al control de daños–. ¿Qué tal si me voy a vivir contigo hasta la boda? –sugirió–. Así todos contentos.

–No, no lo creo. A mi familia no le gustaría.

–¿A tu familia? ¿Y a ti, Buddy?

Buddy enseguida percibió la irritación en su voz.

–No es necesario que te pongas así, Beck. Tranquilízate, por favor.

¿Que se tranquilizara? ¿Más todavía?

–¿Qué quieres que diga? –preguntó ella–. La idea no me hace mucha gracia.

De hecho, las burbujas de ira iban ascendiendo inexorablemente hacia la superficie, y Rebecca temió no ser capaz de seguir conteniéndolas. Peor aún, apenas podía recordar por qué era tan importante hacerlo. Si Buddy no la amaba, nada del mundo cambiaría esa realidad. Y no podía amarla si ponía los deseos y sentimientos de los demás por delante de los suyos.

–Intenta entenderlo –dijo él.

Rebecca se pellizcó el puente de la nariz.

–Quiero saber qué ocurre.

–No ocurre nada. Quiero que mi tía venga a la boda, nada más.

–¿Y mi familia? Han enrollado cientos de pergaminos con la tontería de poema que elegimos.

–Lo usaremos –le aseguró él, y tras una breve pausa añadió–: en su momento.

–En su momento –repitió ella, con la sensación de que la tabla de salvación que iba a rescatarla de Dundee se hundía un poco más en el mar.

–Tengo que colgar –dijo Buddy.

–¡Espera! Quiero arreglarlo. Reconozco que estoy enfadada, pero creo que tengo razones para estarlo.

Silencio.

–¿Buddy? Respóndeme, por favor. No solo podemos tener conversaciones agradables. Ni siquiera es realista.

Nada.

–¿Y si una de mis tías no puede venir en enero? ¿Volveremos a posponerla? No podemos contentar a todo el mundo.

–Ya hablaremos en otro momento, ¿vale?

Era evidente que Buddy no quería continuar con la conversación.

–¿Por qué?

–Porque para entonces estarás más tranquila.

–O quizá no. ¿No podemos seguir hablando? Me siento frustrada, y decepcionada, y…

–Seguiría hablando contigo si creyera que iba a servir de algo –dijo él–. Venga, Beck. Solo te pido unos meses más. No tenemos prisa.

Buddy no lo entendía, y Rebecca sabía que no podía explicárselo sin mencionar su pasado. Algo que no quería hacer. Iba a trasladarse a Nebraska para empezar una nueva vida, para empezar desde cero.

–Creía que estábamos enamorados –dijo ella.

–Estamos enamorados. Y estaremos igual de enamorados en enero.

¿Cómo podía responder a eso sin admitir que la espera le parecía bien?

–Supongo.

–Al menos yo seguiré enamorado de ti –añadió él.

Rebecca sintió que se hinchaba por dentro. No quería esperar más, pero si eso hacía feliz a Buddy, ¿cómo podía negarse?

–Está bien –dijo por fin.

–Fantástico –dijo él–. Sabía que lo entenderías. Eres la mejor, cielo, ¿lo sabías? Oye, han llamado a la puerta, tengo que colgar. Hasta luego.

Rebecca se dejó caer en una silla de la cocina y empezó a quitarse los parches de nicotina de los brazos.

–Vale.

La comunicación se cortó con un chasquido y Rebecca permaneció sentada y sumida en un fuerte estupor durante unos segundos, mientras esperaba recuperar el equilibrio emocional. Sí, debía sentirse orgullosa de sí misma. Había reaccionado fantásticamente, manteniéndose calmada en todo momento, y sin perder los estribos. Pero era difícil ponerse a dar saltos de alegría cuando Buddy había vuelto a posponer la boda. Ahora ella tendría que comunicárselo a su familia y sus amigos, hablar con su jefe y con su casero. Y tendría que soportar todos los comentarios sarcásticos y las burlas que iba a tener que escuchar en el Honky Tonk.

Apoyando la barbilla en la palma de la mano, Rebecca miró por la ventana y se dijo que todo se arreglaría. Tampoco sería la primera vez que todo el pueblo se reía de ella a sus espaldas. A la gente le encantaba contar una y otra vez las locuras que había hecho a lo largo de los años, incluso las que se remontaban a su infancia. Pero ella siempre conseguía sonreír al escucharlos, y continuaría haciéndolo. Lo importante, por supuesto, era que nadie se diera cuenta de lo mucho que le dolía.

2

 

 

 

 

 

–Me ha llamado Martha. Dice que querías que viniera a cenar para hablar conmigo de algo –dijo Rebecca dejando las llaves del coche en la encimera y sentándose en un taburete en mitad de la enorme cocina blanca de sus padres.

Su madre, con un delantal de cerezas sobre el vestido al más puro estilo años cincuenta, estaba cortando cebollas en la isla central y levantó la cabeza frunciendo el ceño.

–¿Quién es Martha? –hizo una mueca al comprender–. Oh, te refieres a Greta.

–Todas tenemos un poco de Martha Stewart –le aseguró Rebecca a su madre–, aunque algunas de mis hermanas se han quedado con un poco más de lo que les correspondía.

–No hay nada malo en ser una buena ama de casa –respondió su madre.

–Estaría de acuerdo contigo –Rebecca jugueteó con la fruta fresca del frutero–, pero Greta me dejó bizqueando cuando se puso a reciclar y se empeñó en hacer cosas con los restos del papel higiénico. La presentación no lo es todo. Hay cosas que tienen que ser prácticas –añadió dando un mordisco a una manzana–. ¿Qué querías decirme?

Su madre recogió las cebollas cortadas en un plato.

–Solo que he encontrado unas velas perfumadas de vainilla que serían perfectas para la boda.

La forma en que su madre la miró y después apartó los ojos para concentrarse de nuevo en su tarea sugería que tenía algo más que decir. Pero la mención de la boda fue suficiente para que Rebecca se sintiera de lo más incómodo. Por la mañana había llamado a la imprenta de Boise para cancelar momentáneamente las invitaciones, pero todavía no lo había mencionado a nadie más. Después, al recibir la llamada de su hermana para invitarla a cenar a casa de sus padres, pensó que sería el mejor momento de comunicar a sus padres el nuevo cambio de fecha, pero su madre estaba cortando muchas cebollas, y seguramente no sería la única invitada a la cena.

–¿Quién más viene a cenar?

–Greta y las niñas.

–¿Y Randy?

–Tiene guardia.

Con una población de apenas mil quinientos habitantes, Dundee solo contaba con dos bomberos, y Randy, el marido de Greta, era uno de ellos.

–Qué pena –dijo Rebecca, sin esforzarse en ocultar su sarcasmo.

–Ese no es un tono muy adecuado para hablar de Randy –la reprendió su madre–. Es tu cuñado.

También había sido el mejor amigo de Josh Hill en su época de instituto. Aunque sus padres tampoco entendían su opinión de Josh. Desde que la familia de Josh Hill se mudó a vivir en la casa frente a la suya, hacía veinticuatro años, sus padres lo adoraban. Sobre todo su padre. Desde el principio, si Josh se metía en una pelea o hacía novillos para ir a cazar ranas, su padre decía:

–Está hecho todo un muchachote, ¿verdad? evidente –había un orgullo en su voz. Si lo sorprendían con las manos por debajo de la blusa de Lula Jane o metiéndole la lengua hasta la garganta a Betty Carlisle debajo de las gradas del campo de béisbol, al padre de Rebecca no se le ocurría hacer ningún comentario sobre promiscuidad ni tonterías por el estilo. Al contrario, le guiñaba un ojo, y dándole una palmadita en la nalga, le decía que era un fantástico jugador de fútbol.

Probablemente a Rebecca el doble rasero no le habría preocupado si su padre no hubiera deseado tan desesperadamente tener un hijo varón. Pero lo sabía, como también sabía que, siendo la más pequeña de la familia, ella fue la última esperanza de que Doyle Wells tuviera un hijo varón.

La sospecha de que sus padres preferían al hijo de los vecinos a su propia hija menor pronto convirtió a Josh en una auténtica cruz de la existencia de Rebecca. Ésta, decidida a demostrar que era tan buena como él, si no más, se lanzó a una competición contra él que carecía totalmente de sentido. Si Josh se subía a un árbol, ella subía a otro más alto. Una vez ella se cayó y él corrió a ayudarla, pero aquello no consiguió poner punto final a la rivalidad que sentía hacia él, sino que la agudizó todavía más. Si Josh saltaba una valla, o atravesaba un arroyo camino del colegio empapándose toda la ropa, Rebecca tenía que demostrar que era capaz de hacer lo mismo, o más.

Aunque su padre siempre reaccionaba de muchas maneras excepto con orgullo, Rebecca tuvo algunos momentos de gloria. Como el día del noveno cumpleaños de Josh, cuando le regalaron su primera bicicleta de dos ruedas, Rebecca lo retó a una carrera alrededor de la manzana y ganó. Aquel día, el padre de Rebecca sonreía radiante, todo lo contrario que el padre de Josh.

Pero toda su voluntad no podía competir con el tamaño y fuerza de Josh, y Rebecca tuvo que buscar otras actividades para demostrar su valía. Si Josh se presentaba a delegado de curso en el instituto, Rebecca se presentaba contra él, y perdía. Si Josh se apuntaba al club de debate, Rebecca le retaba y gracias a su labia mordaz normalmente ganaba.

Afortunadamente, una vez terminado el instituto, Josh fue a la Universidad de Utah y ella a una escuela de masajes en Iowa antes de dejarlo para dedicarse a la peluquería. Cuando volvieron a Dundee, cada uno siguió con su vida, sin que hubiera ningún tipo de relación entre ellos.

Hasta aquella cálida noche de agosto del verano anterior. Rebecca no podía explicar lo ocurrido. Ni siquiera quería pensar en ello. Solo tenía que reconocer que Josh había cambiado mucho desde los ocho años. Ahora, con metro noventa y cinco de estatura y noventa kilos de peso, era todo músculo y estaba duro como las piedras, algo que ella sabía de primera mano porque tuvo el placer de explorar casi cada centímetro de su cuerpo.

–¿Vas a contestarme o no? –insistió su madre.

Con tan interesante recuerdo, a Rebecca se le había secado la boca y ya no se acordaba de qué estaban hablando.

–¿Qué?

–Te he preguntado por qué no te cae bien tu cuñado.

Rebecca se encogió de hombros.

–No tiene que caerme bien. Yo no estoy casada con él –respondió lavando unas hojas de ensalada.

Rebecca echó las hojas lavadas en una ensaladera que sacó de uno de los armarios. Al igual que todo lo demás, el fregadero, la encimera, los electrodomésticos y las baldosas del suelo, los armarios eran tan blancos que el reflejo del sol del atardecer que se colaba por las ventanas casi la cegaba.

Su madre echó la cebolla cortada en una sartén y añadió una cucharada de mantequilla.

–Pero es un hombre fantástico. ¿Qué es lo que no te gusta de él?

–Nada. Olvídalo –dijo Rebecca.

–Ahora que has sacado el tema, me gustaría saberlo.

–Los recuerdos que tenemos del instituto no son de lo más agradable.

–¿Qué recuerdos?

La mayoría tenían más que ver con Josh Hill que con Randy, pero Randy estaba siempre con Josh, lo que significaba que iba incluido en el lote.

–Tuvimos algunos encontronazos –dijo ella vagamente.

–¿Porque era amigo de Josh Hill?

–Puede –dijo Rebecca, temiendo no ser capaz de atajar una conversación que derivaba peligrosamente hacia Josh.

–Así que no estamos hablando de Randy, en realidad estamos hablando de Josh.

–No, no estoy hablando de Josh. En ningún momento he hablado de él –respondió Rebecca.

Su madre sacó una espátula del cajón y empezó a remover la cebolla.

–Pues ya va siendo hora de que lo hagas –dijo su madre–. Siempre he querido entender el por qué de vuestra enemistad. En esta familia apreciamos mucho a Josh, y a su hermano mayor también. Y sus padres son buenos amigos.

Rebecca suspiró.

–Lo sé, pero ya es muy tarde para mejorar la relación entre Josh y yo, así que olvídalo.

–Puede, pero quiero que entierres el hacha de una vez.

–¿Bromeas? –dijo Rebecca–. Además, ¿para qué molestarme? Nos encontramos muchas veces por el pueblo, pero solo de pasada. Podemos vivir así indefinidamente. No hay razón para cambiar nada.

–Ahora sí. Pronto os veréis algo más que solo de pasada.

Rebecca empezó a confirmar sus sospechas de que tras la invitación de sus padres a cenar había algo más.

–Eso suena muy específico. ¿Cuándo?

–Tus hermanas están preparando una fiesta para nuestro aniversario de boda. Es dentro de dos semanas.

El olor a cebolla se hizo casi insoportable.

–Sabía que no me invitabas solo para hablar de velas –dijo Rebecca sacando un par de tallos de apio de la nevera–. ¿Qué tiene que ver esa fiesta con Josh y conmigo? –preguntó mientras cortaba el apio en tiras–. Los dos somos adultos. Podemos asistir a la misma celebración sin montar una escena.

Su madre la miró menos optimista.

–¿Como en la boda de Delia?

–O sea que es por eso. Me culpas de lo que pasó en la boda de Delia. Ya te lo dije, yo no tuve la culpa.

–¿Entonces quién la tuvo? –quiso saber su madre–. No querrás echarle la culpa a Josh. Le pusiste la zancadilla.

–No le puse ninguna zancadilla, él creyó que se la iba a poner, y por eso se cayó –Rebecca lo había dicho un montón de veces, pero nadie la creía.

–El caso es que se cayó en la tarta y tiró toda la mesa de la comida por el suelo –dijo su madre, con una mueca de dolor al recordarlo.

–Ya te lo he dicho, la culpa fue suya. Cuando pasó por mi lado, creyó que le iba a hacer la zancadilla y se cayó él solito, yo ni lo toqué.

–Puede, pero cuando fuiste a apartarte de él caíste de bruces en la fuente de ponche y pusiste a tu pobre hermana perdida. Estaba tan pegajosa que tuvo que perderse el final de la fiesta para ducharse y cambiarse de ropa. Cuando se fueron de luna de miel, tenía los ojos hinchados y la nariz roja de tanto llorar. Por no hablar del peinado y el vestido, que quedaron hechos un asco.

–Vale, la parte del ponche quizá fue culpa mía –reconoció Rebecca–. Al caer Josh se sujetó a mí, pero yo solo intenté esquivarlo.

–Mejor que te hubieras caído tú a duchar a la pobre novia en ponche. A Delia no le hizo ninguna gracia…

En ese momento la puerta se abrió de par en par y su padre entró desde el garaje, con el maletín en la mano. Su madre se interrumpió. Con más de metro noventa de estatura, de carácter autoritario, fuerte vozarrón y apabullante seguridad en sí mismo, su sola presencia exigía respeto, algo que no quedaba al margen del hecho de que fuera el alcalde de Dundee desde que Rebecca estudiaba en el instituto.

–¿Te lo ha dicho? –quiso saber el hombre en cuanto vio a Rebecca.

Su madre le dirigió una de sus famosas miradas de advertencia y se aclaró la garganta.

–Bueno, Doyle, precisamente iba a…

–¿Decirme qué? –la interrumpió Rebecca, mirando a su padre directamente a los ojos.

Por mucho que la censurara, Rebecca no pensaba acobardarse ante él como todo el mundo. Y desde luego no pensaba utilizar a su madre como mensajero.

–Que no estás invitada a nuestro aniversario a menos que te comportes como una persona adulta y responsable –le soltó su padre a bocajarro–. Ya estoy harto de esta historia entre Josh Hill y tú. No permitiré que vuelvas a ponerme en ridículo.

Y con eso el alcalde de Dundee salió de la cocina con la cabeza muy alta y dando un portazo.

Rebecca dejó el cuchillo que acababa de lavar en el fregadero.

–No todo el mundo ve a Josh Hill con los mismos ojos que tú, papá –gritó ella tras él.

–Tú debes de ser la única –gritó su padre desde el pasillo–. Todo el pueblo sabe que Josh es un joven ambicioso con un futuro muy prometedor. Ya lo verás.

–¿Y yo no? ¿Es eso lo que estás insinuando? –lo desafió Rebecca, furiosa por tener que oír la misma cantinela por enésima vez.

Su padre no respondió. No era necesario. Aunque a Rebecca le encantaba su profesión, sabía que a los ojos de sus padres, incluso una buena peluquera como ella, no podía compararse con un criador de caballos de pura raza como Josh.

De todos modos, a ojos de su padre Rebecca no había podido competir con Josh desde los siete años. Y tampoco podía competir con él ahora. Ni siquiera sabía por qué continuaba intentándolo.

Después de terminar de preparar la ensalada, la dejó en la mesa y recogió sus llaves.

–¿Adónde vas? –preguntó su madre, alarmada–. ¿No te quedas a cenar?

Rebecca imaginó la llegada de su hermana y sus sobrinos, y se imaginó sentada a la mesa frente a su padre.

–No, papá ya se ha ocupado de lo que me quería decir. Estoy avisada –dijo y se dirigió hacia la puerta.

–¿Rebecca?

Rebecca se detuvo.

–Tu padre no quería decirlo así, cielo –dijo su madre.

–Oh, ya lo creo que quería –dijo Rebecca.

Había muchas cosas de las que Rebecca no estaba segura. Por qué Buddy había vuelto a retrasar la fecha de la boda, por qué ella no encajaba dentro de su propia familia, ni por qué una noche del verano anterior se fue con Josh a su casa, ni siquiera por qué había empezado a bailar con él. Pero de lo que no tenía la menor duda era del significado de las palabras de su padre.

Era algo que la atormentaba desde hacía muchos años.

 

 

A la caída de la tarde, Rebecca se sentó en el escalón del porche de atrás de su casa y encendió un cigarrillo. Aunque había conseguido no fumar el día anterior a pesar de la llamada de Buddy, la visita a casa de sus padres había sido suficiente para terminar con su firme determinación de dejar de fumar. ¿Qué más daba? No podía cambiar. Incluso si se hacía monja, los ciudadanos respetables de Dundee encontrarían algo para criticarla, su padre el primero.

Por lo menos le quedaba el consuelo de haberse ganado su reputación a pulso, pensó con sarcasmo. Todavía recordaba llenar la taquilla del instituto de Josh de tijeretas y otros bichos, escribir Josh es un rollo con pintura en la acera delante de su casa y decir a todo el mundo que tenía un miembro viril de apenas siete centímetros, sin añadir que obtuvo la información diez años atrás en el típico reto infantil de «yo te lo enseño si tú me lo enseñas».

Aunque, contrariamente a lo que todos creían, Josh no era una pobre víctima inocente. Para vengarse, el joven le echó silicona en la cerradura de la taquilla, con lo que ella no pudo presentar un trabajo de lengua y suspendió el trimestre. En otra ocasión, Randy y él le quitaron unas bragas de la bolsa de gimnasia y las izaron a lo más alto del palo de la bandera. Y más adelante, Josh se ofreció a darle una medida más actualizada de su miembro viril, algo a lo que ella se había negado, por supuesto.

En fin, nada de aquello importaría cuando se fuera a vivir a Nebraska, se dijo. Aunque ahora ese razonamiento no tenía la misma fuerza que antes porque ya no estaba segura de ir a Nebraska. Buddy había dejado varios mensajes en su contestador, pero Rebecca no estaba de humor para llamarlo. Solo quería quedarse sentada en el escalón, fumando cigarrillo tras cigarrillo, y viendo las polillas revolotear alrededor de la luz. Ya había llegado el otoño. Las hojas empezaban a cambiar de color, los días eran más cortos, y a ella siempre le había encantado el aire fresco de la montaña. ¿Sería igual en Nebraska? Solo había estado allí una vez, la primavera pasada…

Cuando se fuera echaría de menos el otoño de Idaho. Y también a Delaney.

Haciéndose con el auricular inalámbrico del teléfono que había sacado con ella, Rebecca marcó el número del rancho donde ahora vivía su mejor amiga con su marido, Conner Armstrong.

–Vuelves a fumar –dijo Delaney casi en cuanto la oyó–. Prometiste dejarlo definitivamente.

–Sí, es verdad, pero eso fue antes de ir a casa de mis padres. Da gracias de que solo esté fumando.

–¿Qué ha pasado?

–Nada nuevo –dijo Rebecca tras dar una larga calada al pitillo y expulsar el humo a la vez que lo apagaba–. ¿Qué tal el embarazo?

–El médico dice que estoy bien.

–Me alegro. Cuesta creer que estés casi a punto de dar a luz. Estos últimos meses han pasado volando.

De hecho, más que volando, teniendo en cuenta que, cuando Delaney conoció a Conner, Rebecca y Buddy ya estaba prometidos. Delaney iba a tener un hijo, y Rebecca trataba de armarse de valor para comunicar a todo el mundo que la boda se había retrasado otra vez.

–Sí. Oye, el lunes quiero ir de compras y tú no trabajas. ¿Me acompañas?

El teléfono de Rebecca emitió un pitido interrumpido avisando que tenía una llamada en espera.

–Espera un momento –dijo, y puso la tecla intermitente–. ¿Diga?

–¿Rebecca?

Era su padre. Rebecca se incorporó y sacó otro cigarrillo del paquete, sabiendo instintivamente que lo necesitaba.

–¿Sí?

–Acabo de hablar con Josh Hill y le he pedido que declaréis una tregua.

Rebecca quedó inmóvil un momento y después se metió el cigarrillo en la boca y buscó el mechero.

–No se te habrá ocurrido –dijo, hablando sin soltar el pitillo.

–Por supuesto que sí –confirmó el padre, y tras un momento añadió–: ¿Estas fumando otra vez? Creía que lo habías dejado.

Rebecca dejó caer el cenicero en el regazo y rápidamente se quitó el cigarrillo de la boca.

–Sí.

–Eso espero. Es un hábito repugnante.

–¿Para qué has llamado a Josh? No hay motivo para pedir ninguna tregua –dijo ella–. Lo que pasó en la boda de Delia fue un accidente. Hace años que no nos hacemos nada queriendo.

Excepto la noche que bailó con él en el Honky Tonk y después fue a su casa. Aquella noche se hicieron unas cuantas cosas el uno al otro más que queriendo, y seguramente se habrían hecho mucho más de no haber sido interrumpidos bruscamente. Pero aquella noche no contaba. Magrearse frenética y desesperadamente no estaba en la misma categoría que sus relaciones anteriores.

–Ya me he cansado de estar sobre ascuas cada vez que estáis los dos en la misma habitación –contestó su padre.

–¿Eso le has dicho? –Rebecca jugueteaba nerviosa con el mechero, abriendo la tapa y cerrándola sin poder dar crédito a lo que estaba oyendo.

–Eso le he dicho. Y me ha dicho que está de acuerdo. ¿Qué dices tú?

Qué poco costaba hablar, pensó Rebecca. ¿Por qué no dejar que su padre pensara que su intervención lo había solucionado todo?

–Está bien. Acepto la tregua.

–Genial –era evidente que su padre se sentía muy orgulloso de su logro–. Ya le he dicho que podría convencerte.

–Lo has hecho estupendamente, papá. ¿Algo más? –preguntó ella, deseando colgar y sin tener que pensar en todo aquel asunto.

–Sí, una cosa más –dijo su padre–. Como gesto de buena fe, mañana va a pasarse por la peluquería a cortarse el pelo.

A Rebecca le entró un ataque de tos, como si acabara de tragarse un mosquito.

–Pero siempre se lo corta en la barbería.

–Mañana no. Mañana se lo cortarás tú. Estará allí a las diez en punto. Buenas noches.

–Pe… pero mañana es sábado. El día de más trabajo. No me queda ni un solo hueco libre –protestó ella.

–Ya lo creo que sí. El de las diez en punto –dijo su padre sin ocultar su satisfacción–. Era el mío y se lo he cedido. Hasta mañana, Rebecca –dijo y colgó.

Rebecca sintió cómo se le desplomaba el corazón hasta el suelo. Estupefacta, permaneció en el porche a oscuras parpadeando, sin saber qué pensar.

–¿Era Buddy? –preguntó Delaney en cuanto contactó de nuevo con ella.

–Era mi padre.

–¿Y?

–Mañana tengo que cortarle el pelo a Josh Hill.

Tras un breve silencio, Delaney habló:

–Me tomas el pelo, ¿no? Dudo mucho que Josh se ponga en tus manos cuando vayas armada con un par de tijeras.

Rebecca se mordió el labio y suspiró. Sin pensar, entró de nuevo en la casa.

–Supongo que mañana lo sabremos.