Mi nuevo estilo - Liz Fielding - E-Book

Mi nuevo estilo E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Su caballero italiano Angelica Amery estaba dispuesta a comenzar una nueva vida en Milán, pero al llegar descubrió que había sido víctima de una estafa y se encontró sin casa, sin dinero y sin apenas hablar italiano. Entró en un café buscando refugio y allí conoció al enigmático y enloquecedoramente atractivo Dante Vettori, quien acudió enseguida en su rescate. ¿Qué otra cosa podía hacer Dante? Se sentía responsable de Geli, incluso antes de conocerla a fondo y de ceder a la atracción que ardía entre ellos. Pero aquella extravagante chica inglesa iba a poner patas arriba su ya complicada vida, haciéndole ver que era él quien necesitaba ser rescatado.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Liz Fielding

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mi nuevo estilo, n.º 2579 - octubre 2015

Título original: Vettori’s Damsel in Distress

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7285-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

«La vida es como un helado en un día de calor. Disfrútalo antes de que se derrita».

El libro de los helados de Rosie

ERA tarde y una llovizna de aguanieve caía sobre Milán cuando Geli salió del metro en Porta Garibaldi. Su idea había sido tomar un taxi para el corto trayecto, pero para rematar su mala suerte no había ninguno a la vista.

La promesa de la primavera se respiraba en el aire al marcharse de Longbourne, y Geli había dado por hecho que en Italia haría más calor. Si hubiera tenido el buen juicio de comprobar el parte meteorológico se habría puesto unas prendas térmicas en vez de un conjunto de encaje bajo el vestido, unos leotardos sobre los pantys negros y algo mucho más grueso que una gargantilla de encaje alrededor del cuello.

No era el atuendo más apropiado para viajar, pero ella iba a Milán, la capital europea de la moda, donde la gente no llevaba zapatillas deportivas a menos que fuera a correr y donde las mujeres policía calzaban altos tacones.

Decidida a causar buena impresión había pasado por alto que Milán se encontraba en el norte de Italia, región montañosa, fría y con aguanieve.

Según la información descargada de Internet, su apartamento se encontraba a menos de diez minutos andando del metro. Podría arreglárselas con un poco de aguanieve sin perder la compostura.

Después de orientarse con el plano, se caló la capucha del abrigo, se colgó al hombro el bolso de piel y agarró el mango de la maleta con ruedas.

Nuevo país. Nuevo comienzo. Nueva vida.

A diferencia de sus hermanas, felizmente casadas y con la vida resuelta gracias a su próspero negocio de helados, ella se estaba arrojando de cabeza a lo desconocido.

Sin más que un pequeño diccionario de italiano y un montón de ideas, estaba decidida a aprovechar cualquier experiencia que la vida le brindase. Y la creciente sensación de aprensión que la acompañaba mientras cruzaba el puente situado sobre las vías era una reacción perfectamente natural. Al fin y al cabo, era la benjamina de la familia y aquella era la primera vez que salía al mundo.

En realidad, había estado ya en Italia, pero fue con un viaje de estudios y en compañía de sus amigos y compañeros de clase. En aquella nueva ocasión se encontraba sola, sin el apoyo de su familia ni unas manos cariñosas que la sujetaran para no…

–Scusi!

–Lo siento… quiero decir… scusi –tiró de la maleta para permitir el paso a un apresurado viandante y al levantar la mirada no pudo por menos que ahogar un gemido.

A pesar del aguanieve que le azotaba el rostro, la embargó la emoción al contemplar el arte urbano bajo las farolas, unas soleadas y alegres escenas tropicales que iluminaban el triste cemento, y recordar por qué había elegido Italia, Milán… e Isola.

Se había enamorado de aquel enclave de artistas, músicos y diseñadores en cuanto vio las fotos en una revista. Era el lugar idóneo para extender sus alas, explorar su pasión por la moda, buscar nuevas formas de hacer arte y, tal vez, tener una aventura. Nada serio ni permanente, solo para divertirse.

Veinte minutos después, con el rostro congelado, el aguanieve filtrándose en una capucha diseñada para el glamour más que para proteger de las inclemencias climatológicas y totalmente perdida, no quedaba ni rastro de su entusiasmo inicial.

Se imaginaba a su hermana mayor, Elle, sacudiendo la cabeza y recriminándola por no haber esperado un taxi.

¿Cómo iba a esperar un taxi? ¡Aquella era su gran aventura! Y en el plano todo le había parecido muy fácil. Había contado las esquinas, comprobado el nombre de la calle y girado a la derecha. Su apartamento debería estar allí, delante de ella, en la esquina.

Pero no estaba.

En lugar del edificio de cinco plantas pintado de rosa, situado al comienzo de una calle de bonitas casas con vistas al mercado bisemanal, se encontraba ante una alta valla de madera que rodeaba una zona de obras.

No había motivos para alarmarse. Seguramente había pasado de largo. Había un par de estrechos callejones que le habían parecido demasiado pequeños para aparecer en el plano, pero era obvio que se había equivocado.

Volvió sobre sus pasos, recontó las bocacalles y se internó en una por la que apenas cabría un Fiat 500. El callejón terminaba en un pequeño patio lleno de cajas e iluminado por una débil bombilla sobre lo que parecía la puerta trasera de una tienda. Algo se movió en la oscuridad, una caja cayó y Geli retrocedió rápidamente. Las pocas personas que transitaban por la calle principal caminaban con la cabeza gacha y los tímidos intentos de Geli por llamar la atención de alguna se perdieron en el viento que arreciaba. Era el momento de echarle otro vistazo al plano. Se refugió en la puerta de un comercio cerrado y buscó en su bolso la linterna que le había dado su intrépido cuñado como regalo de despedida. Geli le había recordado que se iba a una de las urbes más importantes del mundo y no a la jungla, pero la respuesta del experto explorador fue que poca diferencia había entre una y otra.

En ese momento, algo mojado y peludo le rozó la pierna y le hizo soltar un chillido.

Un punto para el explorador.

Se tranquilizó al oír un débil maullido y alumbró con la linterna un gatito, empapado y temblando en la puerta.

–Hola, bonito –alargó el brazo, pero el animal retrocedió asustado–. Eres muy pequeño para estar fuera tú solo en una noche como esta.

La pobre criatura, que debía de tener más frío que ella, se mostró de acuerdo con un maullido lastimero. Geli había comprado un sándwich de queso en el avión, pero los nervios y la excitación le impidieron comer y se lo había guardado intacto en el bolso. Lo sacó y le ofreció un trozo al gatito, que se lo zampó ávidamente.

Geli le dio otro trozo y volvió a concentrarse en el plano. En algún punto se había equivocado de calle y se había internado en el distrito comercial, cerrado a esas horas, pero por su vida que no sabía dónde se había extraviado.

No podía llamar a la signora Franco, su casera. Su inglés era tan escaso como el italiano de Geli. Lo que necesitaba era uno de los famosos bares o cafés de Isola, un lugar cálido y seco con gente que conociera la zona. Se preparó para enfrentarse a lo que ya comenzaba a ser una auténtica nevada y echó a andar.

Oyó al gatito maullar tras ella y suspiró. Había unas cuantas luces encendidas en los pisos superiores, pero abajo estaba todo apagado y cerrado. El pobre animal era demasiado pequeño para sobrevivir una noche así a la intemperie. Y ella tal vez estuviera en un país extranjero, pero seguía siendo la misma.

El gato se encogió aterrorizado cuando Geli se agachó y lo agarró para meterlo en uno de los grandes bolsillos del abrigo. Al día siguiente volvería a aquel lugar en busca de alguien que pudiera ocuparse de él, pero en aquel momento sus prioridades eran otras. Tenía que poner a prueba su italiano. Había memorizado la pregunta y podía farfullar «Dov’è via Pepone?» sin dificultad. Lo difícil sería entender las respuestas.

Guardó la linterna y el inservible plano en el bolso y, partiendo de nuevo desde la estación, caminó en línea recta en vez de girar.

En las fotos que había visto era verano, se celebraban conciertos de jazz al aire libre, cada martes se organizaban almuerzos colectivos en el parque donde la gente compartía la comida y reforzaba los lazos de la comunidad. Las terrazas de los modernos cafés estaban llenas y animadas. Todo era perfecto e idílico.

Pero ella se había equivocado al escoger el día y la época del año.

Entonces oyó música, como si alguien hubiera abierto brevemente una puerta, y corrió hacia la esquina. Al otro extremo de una plaza las luces salían de una ventana empañada.

Era el Café Rosa, famoso por sus cócteles, el jazz y las obras que exhibían en sus paredes los pintores del barrio. Invadida por un inmenso alivio, cruzó la plaza y abrió la puerta.

Al instante se vio envuelta por una ola de calor, un delicioso olor a comida y la animada música que tocaba un grupo en un pequeño escenario y que se mezclaba con los silbidos de vapor que despedía la cafetera. Mesas de todas las formas y tamaños estaban ocupadas por gente que comía, bebía y charlaba animadamente, y un hombre alto y moreno estaba apoyado en la barra hablando con la camarera.

Unos cuantos clientes se habían girado hacia ella al abrirse la puerta. Las conversaciones se desvanecieron y lo único que se oyó fue el rasgueo de un bajo.

El hombre de la barra también se había girado, a medias, y Geli se sintió embargada por una inexplicable e instantánea atracción hacia aquel hombre de quien nada sabía y a quien nunca había visto.

Por unos instantes hasta se olvidó de respirar. Era como si alguien le hubiera dado al «pause» y la escena se hubiese congelado. Los colores apagados se reflejaban en el acero, las luces arrancaban destellos de las botellas y los vasos de detrás de la barra y el rostro de Geli se reflejaba como una imagen espectral tras el anuncio que había en un espejo. Y Míster Italia mirándola fijamente con unos ojos que prometían toda clase de placeres y una boca que no le iba a la zaga.

No era su espeso pelo oscuro ni sus pómulos sensualmente marcados los que la mantenían paralizada. Eran aquellos ojos de un intenso color chocolate. Si hubieran aparecido en un folleto turístico, las mujeres de medio mundo habrían reservado sus vacaciones en Italia.

El hombre se irguió, atrayendo la atención hacia el pelo que se le rizaba en el cuello, sus anchos hombros y los fuertes antebrazos que revelaba su camisa arremangada.

–Signora… –murmuró mientras se apartaba para dejarle sitio en la barra.

Su voz, profunda y arrebatadoramente varonil, dejó sin aliento a Angelica. Pero afortunadamente una mujer rubia y atlética le sirvió un espresso a aquel dios italiano y se giró hacia ella.

–Sta nevicando? E brutto tempo.

¿Cómo?

Demasiado para el curso básico de italiano que había descargado en su iPod, de modo que hizo lo único que podía hacer y se quitó la capucha. La gente retomó sus conversaciones y Geli obligó a sus piernas a moverse hacia la barra.

–Cosa prendi, signora?

Al menos aquello lo entendía.

–Eh… Vorrai un espresso… s’il vous plait –respondió en una mezcla de inglés, italiano y francés–. No… quiero decir… –maldición.

La rubia sonrió.

–Tranquila. Te entiendo –dijo con un marcado acento australiano.

–Oh, gracias a Dios que eres inglesa. ¡No! Lo siento, quiero decir, australiana…

Teniendo a un hombre tan arrebatadoramente sexy a su lado, con uno de sus poderosos muslos casi rozándole la cadera, era imposible dar la imagen de una mujer de mundo, desenvuelta y sofisticada, con la que quería conquistar Milán.

–¿Qué tal si salgo, doy una vuelta a la manzana y vuelvo a intentarlo?

La camarera le sonrió.

–Ni se te ocurra. Enseguida te sirvo el espresso. ¿Acabas de llegar a Isola?

–A Isola, a Milán y a Italia. Aprendí un poco de italiano cuando pasé un mes en la Toscana, hace años, pero estudié francés en la escuela y parece que es la lengua que se activa por defecto en mi cerebro cuando me invade el pánico.

Su cerebro estaba demasiado ocupado babeando por Míster Italia como para que le importasen un bledo los idiomas.

–Date una semana. ¿Te pongo algo más?

–¿Un extra de direcciones? –preguntó esperanzada, intentando ignorar que no era solo su cabeza, sino todo su cuerpo, lo que respondía al bombardeo de hormonas que recibía del hombre que se hallaba sentado a su lado. Hacía lo posible por no mirarlo, pero ¿la estaría mirando él?

–¿Te has perdido, signorina? –le preguntó él con la voz y el acento más sensuales que Geli había oído en su vida. Un estremecimiento que nada tenía que ver con la nieve que le chorreaba del pelo le recorrió la espalda y los pechos.

Respiró hondo e intentó recordar por qué estaba allí.

–No exactamente –sacó del bolso la hoja con las direcciones, la colocó en la barra con el plano hacia arriba y se giró hacia él para explicarle lo sucedido. Pero cuando se encontró con su mirada y el sensual arqueo de su ceja se quedó sin palabras.

–¿Entonces? –la apremió él.

Sin duda estaba acostumbrado a ejercer aquel efecto en las mujeres. Con su pose relajada y sus penetrantes ojos, irradiaba un aura tan peligrosa como irresistible.

Su primer día en Isola y Geli ya se imaginaba lo que podría hacer con Míster Italia Y por la forma en que la miraba él debía de estar imaginando lo mismo con ella.

¿Habría sido así para su madre la primera vez? ¿Una mirada de un fornido jornalero en la feria anual del pueblo había bastado para conquistarla?

–Sé exactamente dónde estoy, signor –dijo, mirando fijamente aquellos ojos oscuros de depredador. Para recalcarlo, se quitó el fino guante de piel que de poco le había servido para calentarse la mano y señaló la plaza con la punta de una uña carmesí.

–No –repuso él. Sin apartar la mirada de sus ojos, le rodeó la mano con sus largos dedos y la desplazó un par de centímetros hacia la derecha–. Estás aquí.

El tacto de su mano era deliciosamente cálido contra la fría piel de Geli, a quien le costó mantener la compostura cuando por dentro era como un volcán a punto de entrar en erupción.

–¿En serio? –preguntó, reprimiendo la necesidad de tragar saliva.

Estaba acostumbrada a que la gente la mirase. Desde los nueve años había sido el centro de atención y siempre se había deleitado con el interés que suscitaba en los hombres.

Pero la mirada de aquel hombre era distinta. Intensa, penetrante y abrasadora. Temiendo que el charco de nieve que se derretía a sus pies se transformara en un chorro de vapor, se volvió hacia el plano.

No le sirvió de nada. La mano del hombre seguía cubriéndole la suya, y Geli se sorprendió imaginando cómo sería tener sus largos y fuertes dedos, desprovistos de anillo, pegados a la piel de sus pechos.

Bajo las capas del abrigo, el vestido y el sujetador, se le endurecieron los pezones y un deseo irrefrenable se propagó hacia la parte inferior de su anatomía. Tuvo que morderse el labio inferior para no gemir.

«Respira, maldita sea».

Carraspeó disimuladamente y confió en aparentar más serenidad de la que sentía.

–Todas las plazas son iguales en un plano. Por desgracia, ninguna de ellas era mi destino.

–Y aquí estás.

Y allí estaba, hundiéndose en unos ojos tan oscuros como el espresso de su taza.

Todo se difuminó a su alrededor. Las etiquetas de las botellas, el ruido de la cubertería, las notas del bajo… Todos sus sentidos se concentraron en los dedos que le rodeaban la mano y los oscuros ojos que reflejaban su imagen. Por unos instantes todo permaneció inmóvil, hasta que él se apartó bruscamente y usó la mano con que le había cubierto la suya para agarrar su espresso y vaciarlo de un trago.

Había sido él el primero en apartar la mirada, pero, extrañamente, Geli no experimentó la sensación triunfal acostumbrada. Por primera vez en su vida no le pareció una victoria.

–¿Adónde vas, signorina? –preguntó él, colocando otra vez la taza en el platillo.

–Aquí –miró el papel, pero la tinta se había corrido y una mancha ocultaba el nombre de la calle.

–Dile la dirección y Dante te la indicará –la animó la camarera mientras le servía un espresso–. Se conoce Isola como la palma de su mano.

–¿Dante? –repitió ella–. ¿Como el del infierno? –no era de extrañar que al mirarlo le hirviera la sangre en las venas–. ¿O quizá tu madre siente debilidad por los pintores prerrafaelitas?

–¿Vas a visitar a alguien? –preguntó él, ignorando la pregunta.

–No –Geli se reprendió a sí misma por intentar hacerse la graciosa. Dante debía de estar harto de oír tonterías sobre su nombre–. He venido por trabajo. He alquilado un apartamento por un año. Me llamo Geli Amery –se presentó, ofreciéndole la mano sin pensar en las consecuencias.

Él se la estrechó.

–Dante Vettori –pronunciado con el sensual acento italiano su nombre era una sinfonía de seducción–. ¿Tu nombre es Jelly? –arqueó una ceja con expresión divertida–. ¿Como esa intragable gelatina con la que los ingleses castigan a los niños en las fiestas de cumpleaños?

De acuerdo, quizá se lo había buscado al hacerle ese estúpido comentario sobre el infierno, pero él no era el único acostumbrado a oír tonterías sobre su nombre.

–Geli es el diminutivo de Angelica… como angelica archangelica, que me han dicho que es una planta muy bonita –le sonrió–. Quizá conozcas su tallo escarchado. Los ingleses lo usan para decorar las tartas y pasteles con que castigan a los niños en las fiestas de cumpleaños.

Él soltó una carcajada cálida y profunda que rodeó sus ojos de arrugas, realzó sus pómulos, ensanchó su boca y despertó en Geli el deseo de lamerle el labio inferior...

En un intento por recuperar el control de sus órganos vitales, agarró su espresso y lo vació de un trago imitando al hombre. No contaba, sin embargo, con lo caliente que estaría y el café le abrasó la garganta.

–Pensaba tomar un taxi… –tenía calcinadas las cuerdas vocales y la voz le salió como un patético chillido–. Por desgracia, no había ninguno en Porta Garibaldi, y la información del apartamento decía que Via Pepone solo estaba a diez minutos andando.

–Los taxis siempre escasean cuando hay mal tiempo –dijo la camarera mientras Dante examinaba con el ceño fruncido la foto de la casa–. Bienvenida a Isola, Geli. Me llamo Lisa Vettori… soy de la rama australiana de la familia. Dante es mi primo, y, aunque nadie lo diría al verlo a ese lado de la barra sin mover un dedo, el Café Rosa es suyo.

–Te pago muy bien para poder quedarme a este lado de la barra –le recordó él sin levantar la mirada.

–Pues aprovéchate mientras puedas, socio. El martes tengo que estar en Melbourne para probarme un vestido de dama de honor. Como no muevas el trasero y encuentres a una sustituta para el domingo, serás tú quien tenga que ponerse a servir copas –frotó la barra con un trapo para limpiar una mancha inexistente–. ¿Tienes algún trabajo esperándote, Geli?

–¿Trabajo?

–Has dicho que estabas aquí por trabajo. ¿Has trabajado alguna vez en un bar? Solo sería un…

–Si has estado viajando todo el día debes de tener hambre –dijo Dante, interrumpiendo a su prima a mitad de frase–. Tomaremos el risotto, Lisa.

Sin esperar respuesta, se dirigió hacia una mesa para dos situada en un rincón tranquilo llevando consigo la información del apartamento y, lo más importante, el plano.

Capítulo 2

«No hay nada mejor que un amigo cuando estás en apuros… salvo un amigo con un helado».

El libro de los helados de Rosie

GELI se quedó inmóvil, demasiado sorprendida para reaccionar. Una cosa era flirtear un poco, pero la actitud de aquel hombre rayaba en la arrogancia.

Dante retiró una silla y esperó a que lo acompañara.

Arrogante era decir poco. ¿De verdad creía que iba a seguirlo sin más?

–¿Angelica?

Nadie la llamaba por su nombre completo, pero la forma en que lo pronunció, con una «g» tan suave que le provocó la misma sensación que el chocolate derretido en su lengua, hizo que su cuerpo desoyera las órdenes que le gritaba su cabeza y avanzara hacia él como si tirase de una cuerda.

–Dame tu abrigo –le dijo él–. Lo colgaré para que se seque.

Geli tragó saliva. Era tarde y debería ponerse en camino, pero para ello necesitaba indicaciones precisas y no se le ocurría mejor manera de conseguirlas. Soltó el bolso en la silla, dejó un guante en la mesa y empezó a quitarse el otro.

La prenda se había calentado y se aferraba a su piel, y, mientras se lo quitaba dedo a dedo, Geli descubrió que había más de una manera de tener el control.

Una cuerda tenía dos extremos, y era Dante quien estaba siendo arrastrado mientras ella revelaba lentamente su mano con un tirón involuntariamente provocador.

Dejó el guante junto a su pareja y, sin apartar los ojos de Dante, empezó a desabrocharse los botones que sujetaban el abrigo a la cintura. Eran una docena y empezó por el inferior. Uno, dos, tres… La mirada de Dante no vaciló ni un segundo, hasta que las capas de terciopelo, cachemira y ante cortadas al bies y curvadas alrededor de las pantorrillas se abrieron para revelar el minivestido negro escotado que le llegaba por encima de las rodillas.

Esperó un instante y se giró para dejar que el abrigo se deslizara por sus hombros y que fuera él quien lo agarrase.

Un arqueo de ceja mientras le daba las gracias debería dejarle claro que el siguiente paso le correspondía darlo a él. Geli estaba más que dispuesta para aceptar cualquier cosa que le ofreciera, pero cuando lo miró por encima del hombro se olvidó por completo de su plan de seducción.

Estaba tan cerca de ella que sintió el calor de su aliento en la mejilla. Lo único que se le pasó a Geli por la cabeza fue la fantasía de cubrir la escasa distancia que separaba sus bocas y atrapar aquel suculento labio inferior entre los suyos.

El estrépito de los cubiertos procedente de la barra hizo añicos el momento, y Dante miró el abrigo como si se preguntara de dónde demonios había salido.

–Lo colgaré junto al radiador para que se seque.