Mi vida con Potlach - Inma Luna - E-Book

Mi vida con Potlach E-Book

Inma Luna

0,0
5,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras una grave crisis, Luis decide aplicarse una terapia propia consistente en cuadricular su vida y desvincularse del resto de los seres humanos con el fin de mantenerse a salvo. Pero el destino es incontrolable y tozudo y, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, Luis se ve envuelto en una relación con una adolescente cajera de supermercado que le descubre cómo a veces la felicidad llega por los caminos más insospechados. Mi vida con Potlach es el diario de un hombre que va cerrando puertas que la vida se empeña en volver a abrir.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Mi vida con Potlach

Inma Luna

 

9 de septiembre

Tomo té y me sienta bien.

Hasta ahora prefería el café: respirarlo, beberlo, espirarlo.

Café.

El té está caliente y algo áspero. Parece que a su paso me arrancara láminas diminutas del paladar. Me las trago junto con el líquido verdoso. Lo noto, me hace bien. No dejo que se enfríe en el vaso de plástico. Necesito apreciarlo, advertir que me hiere, mínimamente, pero me hiere.

En estos días apenas siento nada. Todo es tan plácido que es como la muerte de suave.

El doctor Espinosa se llama Miguel.

Sonia acaba de salir por la puerta y ya está anocheciendo. Se va la luz más pronto porque es casi otoño. Cada vez más pronto.

Miguel Espinosa me trajo un cuaderno, me trajo un boli de tinta líquida, negro, de punta finísima.

—Escribe —dice Miguel Espinosa—. Escribe lo que sea, Luis, suéltalo todo.

El boli casi araña el papel, de tan fino. Las palabras se ven ordenadas y serias, parece que saben lo que dicen. En este instante puedo dar la impresión de ser feliz. Si respiro despacio, y me paro a escuchar el silencio, noto la paz, parezco feliz mientras lo pongo todo por escrito.

—A lo mejor te duele —dice el doctor.

Aquí no duele nada, Miguel, aquí todo es muy fácil. Espinosa me seda para que la punta de mi boli se vaya deslizando así, como la seda, y mi cansancio dulce solo sabe pintar letras redondas y ajustadas. Sonia se acaba de marchar, nos hemos duchado juntos. Estoy tan limpio y blando que podría dormirme para siempre, como si nada.

Puedo acostarme ahora mismo. Si quiero me acuesto y nadie me molesta. Pero, aunque agotado, aunque relajado, no me duermo. Los brazos, las piernas, la espalda reposan en la cama, se adhieren al colchón y puedo cerrar los ojos, permanecer inmóvil muchas horas, pero no estoy dormido. O quizás sí, tal vez a veces me duerma sin saberlo, porque las horas pasan muy deprisa.

Es buena idea la de escribir, estoy seguro. Mejor que contestar preguntas para las que nunca tengo respuesta, mejor que seguir esforzándome en desplazar los miedos cuando atenazan. Mejor escribir, contar «sin orden ni concierto», dice Miguel, «lo que vaya saliendo».

Ahora lo que sale es decir que hoy estaba muy triste, que resulté patético suplicándole a Sonia que me llevase a casa, como un niño. Todavía no hace un mes que duermo sin ella y, sin embargo, me parece que aquello ocurrió en otra vida, que yo siempre he vivido aquí en esta habitación tan fresca y blanca, con este olor que se ha instalado ya en mi piel.

«Sonia, sácame de aquí, llévame contigo», le he dicho. Y he llorado agarrado a su brazo.

Ella suspira, mira para otro lado, a la tele, colgada sobre nuestras cabezas. Me besa en el pelo.

Después, me ha acompañado al baño, se ha desnudado conmigo y ha dejado que el agua empapara nuestro abrazo y nos consolase.

Me gustaría pensar que me quiere también ahora, también así, pero a veces su gesto se crispa cuando la toco, sin darse ella cuenta, sin querer. Sus ojos están más duros cuando entra por la puerta y su mirada se desvía de vez en cuando hacia la muñeca en la que lleva el reloj. No obstante, sé que cuento con ella, eso es algo sobre lo que no puedo albergar dudas.

No hemos hablado mientras estábamos llenándonos de agua. Sonia tenía la piel de gallina y el pelo pegado en la frente. Creo que yo seguía llorando, aunque ya no me daba cuenta. La he mordido en el hombro y apenas se ha quejado, solo quería recordar su sabor. La he besado en la boca y ella se ha retirado un poco antes de que acabase el beso. Me hubiese gustado penetrarla, pero no puedo. Miguel me había advertido de los efectos secundarios de la medicación.

Acaban de servirme la cena: crema de salmón y tortilla de la huerta. De postre, un yogur de fresa.

Esta noche en la tele ponen una serie que me gusta sobre abogados. Voy a cenar y después me tumbaré en la cama a verla. Espero no quedarme dormido antes del final, cuando se resuelve el caso.

Ahora iba a escribir aquí algo de lo que haré mañana, pero mañana no sé lo que haré.

10 de septiembre

He estado esperando el atardecer. Será mejor escribir a esta hora para poder contar lo que ha ocurrido durante el día. Llevo largo rato sentado en el sillón que hay frente a la ventana.Trato de leer, pero me resulta difícil concentrarme. Sonia me trajo algunos libros, los he ojeado. No termino de leer ninguno, me aburren.

Hoy he cogido Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll. El libro comienza con una fotografía a doble página del autor y su familia. Él, su mujer y sus tres hijos rubios. Böll mira a la cámara con gesto de resignada amabilidad, su mujer le mira a él con absoluta entrega, diría que siente un cierto agradecimiento por poder participar de su presencia, como si pensara que no se lo merece. Los niños son únicamente tres niños. Muy rubios, ya lo he dicho. Me pregunto si el escritor habría elegido esta foto para abrir con ella el libro. Más bien parece una foto para colocar sobre la repisa de una chimenea. En mi opinión, los escritores no deberían tener familia y, en caso de que así fuera, tendrían que ocultarlo a sus lectores, eso les resta intelectualidad y, para mí, pierden interés.

No obstante he leído hasta la página 25, sin enterarme de mucho, la verdad. Ha sido casi al final de mi lectura cuando algo ha llamado mi atención. Resulta que el protagonista de la novela tiene el don de percibir olores por teléfono. De repente he notado como si alguna pieza encajara dentro de mi cabeza. Creo que yo también poseo esa capacidad desde hace algún tiempo. No lo he comentado con nadie y tampoco creo que ahora sea el momento adecuado para hacerlo. Hasta hoy ni siquiera yo mismo era del todo consciente, se trata de una de esas cosas que te parece sentir, pero rechazas por ilógica y eso que, últimamente, mi percepción de lo lógico y de lo ilógico tampoco se adapta con exactitud a lo establecido.

El caso es que al hablar por el móvil, en los últimos meses, y yo pensaba que era pura coincidencia, percibía aromas que no sabía muy bien de dónde emanaban. Ahora lo he comprendido, pertenecían a mis interlocutores. ¡Dios!, ha sido como una revelación, como un clic de ajuste.

El señor Schiner, en la novela de Böll, percibía un hedor a pastillas de esencia de violetas. A mí algunas personas me huelen por teléfono a caramelos de menta, otras, a perro mojado.

He pasado tiempo pensando en todo esto, tenía muchas ganas de ponerlo por escrito, quizá para que resultase más real, pero he esperado hasta el atardecer por pura disciplina.

Al margen de este descubrimiento, que me ha alegrado la tarde, los avances no han sido muchos. Me refiero a mi evolución, al descuento de los días que me quedan aquí.

Por la mañana he bajado al gimnasio a practicar ejercicio. Llevaba algunos años sin apenas moverme y es grato recuperar la sensación de esfuerzo físico, destilar un sudor que parece nacer de mi mismo fondo, escuchar cómo retumba el pálpito de la sangre en las sienes.

Hoy, Lucas, el entrenador, un chico de veintitantos, ha puesto freno a mi entusiasmo gimnástico. «Calma, Luis, no tan rápido», me ha advertido con un tono pausado, como el de un cura, «pequeños y suaves movimientos. Quiere a tu cuerpo, trátalo bien, siéntelo».

Sonaba a consejo budista, y aún más en su voz.

No le he hecho caso y he seguido a lo mío, machacándome, haciéndome sufrir. Claro que así siento mi cuerpo, es el único modo.

Después he tenido terapia. No estaba Espinosa; por lo que me han contado se ha marchado a un congreso de psicopatología en Valencia y no regresará hasta dentro de una semana. A ver si aprende algo. Es broma, no desconfío de él, pero quiero que finalice de una vez por todas su diagnóstico y me diga cuándo podré salir de aquí.

Así que la terapia ha corrido a cargo de la ínclita doctora Tía Buena Galán. Me desarma su timidez. No entiendo que una profesional de su categoría, que es mucha (me lo ha dicho Sonia, que tiene controlados a todos los facultativos que me rondan gracias a la red), inicie las sesiones con ese ligero rubor y la voz un tanto temblorosa. A medida que avanzamos en la conversación se va relajando y aumenta su firmeza, pero los inicios no dejan de parecerme deliciosos.

Creo que hoy me ha aplicado un test sobre la ansiedad. Todo esto también lo he aprendido de mi mujer. Cuando Sonia me visita, me pregunta sobre las terapias que me están aplicando, yo se las describo y ella toma nota en una libreta para luego empaparse en internet y darme toda clase de informaciones en el siguiente encuentro. Me resulta entretenido, y es como jugar con ventaja frente a los psiquiatras.

Ahora sé, o intuyo, o intuimos Sonia y yo, que me están aplicando una terapia cognitiva conductual, que consiste en buscar la colaboración del paciente a través de métodos de conducta combinados con los emocionales para, básicamente, reestructurar el modo de interpretación subjetivo de la realidad.

Esto significa que pretenden conseguir que yo vea la realidad de otra forma.

Me hace gracia eso de modificar la visión subjetiva de la vida. Se ve que ellos tienen en sus manos la visión objetiva y me la quieren insuflar.

Sonia me dice que confíe, no obstante, así que yo confío.

La doctora Tía Buena Galán ha intentado hoy baremar mi nivel de pensamiento catastrofista. Es decir, quería saber si me preocupa que a mí o a mis seres queridos les ocurra algo terrible sin que nada lo pueda remediar. Si me asusto cuando suena el teléfono, si me preocupa el hecho de que mi mujer conduzca, si creo que me van a avisar de la residencia para decirme que mi madre se ha tirado por la ventana. En fin, ese tipo de angustias.

Pues no, doctora Tía Buena, nunca he tenido pensamientos relacionados con la anticipación de desgracias, así que punto menos para usted, punto menos para mí y nuevo retraso en el diagnóstico.

Estuve tentado, por supuesto, de seguirle el juego y dramatizar para hacerla feliz, pero le prometí a Sonia no volver a jugar más con esas cosas después de haber realizado un test para Espinosa en el que marqué las crucecitas sin leer ni uno solo de los enunciados.

Cuando se lo conté a Sonia me encontraba de muy buen humor y me reí explicándoselo. Ella, sin embargo, se molestó muchísimo, me recordó el dineral que nos está costando la clínica y me preguntó si realmente tenía ganas de curarme o no. Además me llamó crío, inmaduro, imbécil y no sé qué más.

La doctora Tía Buena se quedó bastante decepcionada con mis respuestas. Sin embargo, al final de la conversación me pareció apreciar que había tenido una idea porque, de pronto, su frente se desarrugó y en su cara surgió una mínima sonrisa, que camufló con una tosecilla falsa. Creo que se le ha ocurrido alguna alternativa y tengo la sensación de que, a partir de ahora, las cosas van a avanzar mucho más rápidamente.

Seguro que lo primero que ha hecho, nada más abandonar la sala de terapia, ha sido llamar a Espinosa para comunicarle su corazonada.

Estoy impaciente por saber qué van a hacer ahora conmigo.

11 de septiembre

Hoy es el cumpleaños de Sonia. Cumple 36. La he felicitado por teléfono. No ha venido a verme. He sido yo quien ha insistido en que no lo hiciera. Ya es bastante jodido para ella tener a su marido en un puñetero manicomio como para verse obligada también a «celebrar» su cumpleaños en este deprimente entorno.

Ella quería venir, pero me ha comentado que algunos de sus compañeros le habían propuesto salir a tomar algo y, por supuesto, le he dicho que saliese con ellos y que, si se daba la oportunidad, se corriese una buena juerga.

Desde que empezó todo esto ha tenido mucha paciencia conmigo, aunque me haya portado a veces como un auténtico cabrón.

A toro pasado es muy fácil decir que las cosas se veían venir. Tal vez el día en el que verdaderamente se aprecia el cambio es solo un pequeño detalle el que nos pone en alerta, el que nos muestra la evidencia de las cosas.

Luego sí, es sencillo, luego pensamos —o la gente nos lo dice—, joder, claro, se veía venir... Pero es mentira, no se ve.

No estamos preparados para lo inesperado, para el derrumbe. No seguimos el proceso porque los detalles que cambian son mínimos, son imperceptibles.

O puede que no.

Quizá lo vemos, pero somos muy capaces de darle a todo visos de normalidad, lo necesitamos, es nuestra defensa.

Cogemos la pieza que no encaja en el puzle, la limamos, la ablandamos con un poco de saliva, o de lágrimas, la introducimos, como sea, entre las colindantes y hacemos como que no nos damos cuenta de que no se acopla como debiera.

Algo así tuvo que hacer Sonia.

Eso fue al principio, cuando era posible que el paisaje siguiera pareciendo el mismo, que no se apreciase la chapuza. Cuando se despertaba a media noche y la cama era toda para ella, cuando mi tono de voz se elevaba considerablemente por encima de lo habitual, cuando...

Sonia acopló la pieza para que todo siguiera en su sitio. O al menos lo pareciese.

Ahora está conmigo. Así lo siento. Ella tiene la fuerza que a mí me falta. Y me la da.

Hoy es su cumpleaños y quiero que se divierta, quiero que sea feliz, que se ría.

Sin embargo, a cada rato, miro hacia la puerta con la esperanza estúpida de que haya cambiado de opinión en el último momento.

12 de septiembre

Hoy no me encuentro bien.

Al final Sonia no vino.

La doctora Galán ha decidido que es mejor que hoy tampoco reciba visitas.

Han aumentado mi medicación. Creo que anoche tuve una crisis. No me acuerdo de nada.

Tampoco recuerdo si he comido.

Es tarde.

Voy a dormir.

 

(Creía que dormiría, pero no).

Me he acostado, me duele la cabeza. Intento no pensar, aunque no lo consigo. Sin embargo no me pregunten qué es lo que pienso porque no lo sé. Lo lamento. Hasta ahora mis pensamientos han sido siempre simples y ordenados, enunciados con toda lógica como si mantuviese una conversación precisa. Ahora soy incapaz. Recuerdo cosas que ni siquiera sé si han sucedido, y me pierdo buscando los acontecimientos más cercanos. Qué ocurrió anoche, por ejemplo, no lo puedo decir.

Sé, por lo que aquí escribí, que esperaba la llegada improbable de Sonia. Me parece además que la llamé al móvil a última hora y creo..., ¡eso es!, ahora lo recuerdo, que percibí un olor muy poco familiar. Quizás el olor de otro hombre. Ahora estoy seguro. Era eso, el olor de otro hombre encima de Sonia.

No soy celoso. No soy estúpido. Si me lo planteo, ni siquiera culparía a mi mujer por acostarse con otro el día de su cumpleaños.

Es posible, sin embargo, que aquel olor me atravesase de mala manera y estando como estoy, con esta incomprensible fragilidad mental, me atacasen todos los fantasmas. Después del olor no hay nada más en mi cabeza. Al menos nada lógico. Puede que algunas caras, algunos gritos (probablemente míos) y, luego, abrir los ojos, frío y oscuridad. Y cerrarlos de nuevo, aterrado, tanto de lo que hay fuera como de lo que hay dentro.

El miedo es largo y negro. Compruebo que aparece en el abdomen y trepa a la garganta, se agarra a los oídos, nubla los ojos. El miedo zumba en la cabeza y encoge cada músculo, aprieta y rasga, retuerce y tapona los sentidos. No está muy claro, por ahora, el objeto de mi miedo, la causa es abstracta y mutante.

Ha oscurecido. Me han quitado el móvil, como a un adolescente.

13 de septiembre

De nuevo sin Sonia.

Esta mañana tuve terapia con Galán y cree que es mejor que, por ahora, permanezca tranquilo. Tranquilo quiere decir solo. Hemos estado hablando sobre mis crisis. Creo que el cambio de terapia no será tan evidente como yo imaginaba. Ella me hace preguntas, yo intento responderlas. Ella anota. En fin... Esperaba un giro radical.

Nada es como esperamos.

Me ha preguntado por la primera crisis. No había hablado de ello desde que ingresé. Aunque parezca extraño, todavía no me lo habían preguntado.

Se sabe la fecha. En algún lugar está escrito: Finales de julio, primera crisis.

Lo sé porque varias veces han hablado de ello, pero nadie me había preguntado cómo empezó.

Hoy Galán me ha hecho cerrar los ojos y recrearlo todo.

«Procura darme todos los detalles, Luis, todo lo que recuerdes, por nimio que pueda parecerte».

La situación me ha recordado a las declaraciones policiales de las películas. Cualquier pista, por pequeña que sea, puede llevarnos hasta el asesino.

Así que me esforcé. Me puse en situación y, sin abrir los ojos, me fui sumergiendo en el recuerdo de la primera vez, como si fuese la vida de otro.

Acababa de regresar de Burgos, había ido a ver a mi madre, o a lo que quedaba de ella. Me habían telefoneando de la residencia el lunes anterior avisándome de que Maruja se había caído y se había hecho un esguince. Aplacé la visita hasta el viernes porque me resultaba imposible dejar en manos de los becarios el proyecto de la nueva intranet. Era el peor momento. Finales de julio, con la plantilla al mínimo. Los que no estaban de vacaciones, estaban a punto de cogerlas, y teníamos que dejarlo todo listo para cuando se reanudase la actividad, en el mes de septiembre. Llevaba tiempo enfrascado en la nueva red. Las cosas se habían torcido varias veces y el trabajo no terminaba de salir adelante. La universidad había invertido mucho dinero en la actualización, aunque yo estaba convencido de que no habían elegido las herramientas adecuadas para ponerla en marcha.

Salí hacia Burgos desde el campus, sin pasar por casa. Por la mañana había metido las cosas necesarias en el maletero del coche, pero aun así se me hizo de noche por el camino. Cuando me encontré en la puerta de la residencia me di cuenta de que no me acordaba de cómo había llegado hasta allí, ni si había llenado el depósito de gasolina o había escuchado algún cd por el camino, nada. Me ocurría a menudo cuando iba del trabajo a casa, pero me preocupó un poco haber hecho un trayecto tan largo de manera casi inconsciente.

Hacía frío. No llevaba chaqueta. Miré el termómetro del coche, marcaba 7 grados. A eso de las ocho de la tarde había salido de Madrid con cerca de 30º. No sabía qué hacer. En la residencia solo se veían encendidas algunas luces en la planta baja y un par de ellas más en la segunda. Eran las once de la noche. Seguramente los viejos dormían desde hacía horas o al menos estaban en sus camas, a oscuras, quietecitos, insomnes y vigilados.

Me parecía tan absurdo entrar como marcharme al hotel a dormir. Miraba desde el aparcamiento el edificio sin decidirme. De repente sentí hambre. Mi madre seguiría allí por la mañana. Puse rumbo al centro, cené en el bar del hotel y me fui a la cama.

«Los huéspedes están desayunando», me advirtieron cuando pregunté por Maruja a la mañana siguiente. Tuve que sentarme a esperar en el vestíbulo del «Hotel Residencia Prímula».

Para matar el tiempo me puse a observar a la recepcionista. Era una mujer bastante joven, pero parecía que llevase allí miles de años. Su apatía hacía que encajase en la sala como un mueble más, un mueble neutro y grisáceo, como todos los que decoraban aquella recepción. Mientras, entraba un sol azul por los grandes ventanales, que resaltaba la blancura del suelo y de las paredes. La mujer contestó un par de llamadas telefónicas con idéntica desgana, después revisó unos cuantos papeles y los distribuyó en dos carpetas. Cuando acabó con esa tarea se quedó mirando hacia la puerta, inmóvil, vacía, como quien no espera nada.

Empezaba a ponerme nervioso. Sin nada que hacer, sin nada para leer, con un paisaje tan vacío que contemplar... Me levanté y me puse a pasear de un lado a otro. La recepcionista no se daba por aludida. No se escuchaba ningún ruido, solo una melodía de piano a volumen muy bajo que salía de algunos rincones del techo, seguramente hilo musical. Nada hacía pensar que hubiese gente viviendo allí.

Aunque la temperatura era fresca, comencé a sudar y a respirar con un poco de agitación. Entonces la recepcionista reaccionó mínimamente y me ofreció un vaso de agua.

—¡No quiero agua, quiero ver a mi madre, joder! —respondí.

—Los huéspedes están desayunando —notificó el disco rayado de la mujer.

Salí furioso del edificio e intenté cerrar con un portazo, pero el diseño de la puerta me lo impidió. Solo logré hacerme daño en la muñeca mientras la puerta se juntaba con absoluta delicadeza y sin hacer ningún ruido.

La temperatura de la mañana me enfrió el sudor de golpe y me tranquilizó casi de forma instantánea. Aspiré dos largas bocanadas de aire y las expulsé esperando ver nubecillas de vapor saliendo de mi boca, pero el frío no era para tanto. Casi se me olvida que estábamos en julio.

Sintiéndome más relajado se me ocurrió dar un paseo por los alrededores de la residencia. El paraje era bonito, hasta ese momento no me había fijado. Rodeé los jardines de Prímula y encontré en la parte de atrás un frondoso bosque de pinos. Olía como el otoño. Pegado al bosque se encontraba un pequeño patio que ofrecía una imagen mucho menos aséptica de la residencia, con cubos de basura, hierros oxidados, algunas sábanas tendidas, toallas con agujeros, bayetas amarillas... Giré la cabeza. No quería ver eso. Crucé hacia el bosque y di unos pasos precavidos sobre la tierra roja. Tenía una estúpida sensación de miedo. Desde allí me giré y eché un vistazo al edificio. Las ventanas traseras eran muy pequeñas y todas tenían rejas, nada que ver con el moderno aspecto de la fachada principal. De pronto sentí un escalofrío y di un involuntario paso hacia atrás, golpeándome la cabeza contra el tronco de un árbol. Me parecía que en cada ventana había un par de viejos ojos que me requerían. Eché a correr hacia la puerta de entrada con el espanto en el rostro. La recepcionista me dijo que mi madre ya «se encontraba» en su habitación y que podía pasar a verla. Me recompuse avergonzado y cogí el ascensor.

La habitación de mi madre tenía la puerta entreabierta. Asomé un poco la cabeza. La vi de espaldas, sentada en una butaca, mirando hacia la ventana con la pierna en alto. Su pelo rojo brillaba, las puntas reposaban con tranquilidad sobre su cuello. Siempre me sobrecogía lo hermosa que era. Me parecía increíble que esa mujer, a punto de cumplir los 70 años, conservara tal elegancia. Ella me presintió.

—Pasa, amor —dijo sin volverse.

Entré intimidado. Era todo tan triste...

—Hola mamá.

—Vamos, mi vida, no digas tonterías, siéntate a mi lado.

Me agaché para besarla. Olía a mi madre, pero no sabía quién era esa mujer.

—¿A qué has venido?

—He venido a verte, me dijeron que te habías caído.

—¿Caído? Nada de eso. He estado muy ocupada últimamente, no paran de llegar solicitudes y se trata de misiones complejas. ¿Cómo estás tú? ¿Qué tal te ha ido por... Berlín?

—Mamá, vengo de Madrid, soy Luis, tu hijo.

—No me hables como si fuera imbécil. Esta vez no voy a salir corriendo.

Me quedé en silencio. Mi madre me observaba con la mirada perdida, era como si pudiera ver a través de mí. Continuó hablando, al tiempo que movía un poco las manos sobre la falda.

—Tenemos cosas que resolver antes de emprender el viaje. Espero que hayas traído de Alemania todo lo que te pedí.

—Sí, mamá, todo.

—Deja ya ese cuento de mamá, aquí nadie te conoce. Puedes dejar de fingir..., el ojo del alba habló con el Kraemer..., espera —susurró. Y mirando al techo empezó a cantar muy bajito:

 

ist jemand da, wenn dein flügel bricht

der ihn für dich schient, der dich beschützt

der für dich wacht, dich auf wolken trägt

für dich die sterne zählt, wenn du schläfst

 

Nunca había escuchado a mi madre cantar en alemán. Lo hacía con tanta dulzura que parecía que se iba a desmayar de un momento a otro. Me puse de pie y me asomé a la ventana enrejada. Allí, abajo, estaba el bosquecillo, inmóvil y frío como un óleo. Me pregunté qué hacía allí. Qué sentido tenía ir a ver a una madre que no me reconocía, una madre cuya mente viajaba por un mundo ilusorio.

—Luis —oí.

Me giré emocionado, pero su rostro parecía no haber pronunciado jamás mi nombre.

—¿Qué? —pregunté esperanzado.

Ella se había perdido ya en el estampado de su vestido.

Regresé a Madrid esa misma tarde. Había tenido oportunidad de hablar con el médico de la residencia. El estado físico de mi madre era extraordinariamente bueno. No tenía hipertensión, ni colesterol, ni sobrepeso, ninguna alteración cardíaca ni problemas renales. Incluso el esguince parecía ser una buena señal de la fortaleza de sus huesos, ninguno de los cuales se había roto con la caída. En fin, todo eran buenas noticias. Aquella mujer perdida en el abismo de su confusión podría continuar viviendo así un buen montón de años.

El calor sofocante me recibió en la ciudad nada más abandonar el fresco refugio de mi coche. Estaba muy cansado, pero no me apetecía volver a casa todavía. Llamé a Sonia desde el móvil y le dije que salía en ese momento de Burgos, que no me esperase levantada. Entré en un bar y pedí una cocacola light.

La imagen de Maruja flotaba sobre los cubitos de hielo de mi vaso. Los ojos claros y acuosos, la sutileza de las manchas que salpicaban su frente y sus mejillas, las manos largas y lentas sobre su regazo.

Cuando por fin llegué a casa encontré a Sonia en la cama, dormía. Me desnudé y me acosté junto a ella. Se me vino a la cabeza un pensamiento extraño.

—¿Extraño? —me ha preguntado la doctora Galán.

Continúo.

—Deseé que el cuerpo de Sonia estuviese dotado de un gran marsupio para poder meterme dentro, para quedarme ahí, a salvo, para siempre.

Me pegué a su espalda buscando calor. El frío de Burgos se me había quedado dentro y lo notaba como un picudo jirón de hielo en el estómago. Fue en ese instante cuando percibí que algo se quebraba en mi cabeza. Sentí el crujido, cómo se fraccionaba..., y me eché a llorar.

Lo que sigue es lo que me ha contado Sonia porque yo no recuerdo nada más de esa noche. Nada más salvo el olor a perro mojado.

—¿Qué te contó Sonia?

Me contó que el ladrido de un perro la despertó. Me buscó a su lado, pero la cama estaba vacía. Tenía la sensación de haberme oído llegar aunque ahora dudaba. Se tranquilizó al ver mi ropa tirada en el suelo y pensó que estaría en el baño. Volvió a oír al perro. Demasiado cerca, como si estuviese dentro de la casa. Me llamó y la respuesta fue un nuevo ladrido. Se asustó. Sentada en la cama pronunció mi nombre de nuevo y escuchó claramente el jadeo de un animal.

Sonia no se atrevía a levantarse. Siguió escuchando sin moverse. No se oyó nada más.

Al fin salió del dormitorio. La puerta de la calle estaba abierta y sobre el parquet de la entrada estaba yo, desnudo, abrazado a un enorme perro negro, dice que nos balanceábamos juntos en una especie de trance.

Cuando el perro la vio se dirigió hacia ella sentándose a sus pies mientras que yo continué mi vaivén de rodillas con la nada entre los brazos.

Sonia se quedó inmóvil un buen rato, sin poder digerir lo que estaba contemplando, como si fuera un sueño o una rara película, como una escena ajena que no le concernía. Su mente le impelía a ir hacia mí, pero no le acompañaban las fuerzas.

Tiritando logró por fin saltar por encima del perro y fue a cerrar la puerta de la calle, pensó estúpidamente que estando dentro, en casa, la escena se recompondría recuperando la lógica.

Cuando se dio la vuelta, yo me había levantado del suelo y la miraba fijamente, el perro también nos observaba a ambos. Formábamos, supongo, un triángulo de confusión.

Ella tomó aire y se acercó a mí, iba a cogerme del brazo cuando, al parecer, yo solté un gruñido que la volvió a dejar petrificada. Sonia se echó a llorar entonces.

—Y tú, ¿no recuerdas absolutamente nada de todo aquello?

—Nada.

—¿Ni siquiera retazos?, aunque sean cosas inconexas, nos podrían ayudar.

Otra vez me sentía en medio de una investigación. La Galán es una detective a la búsqueda del origen de mi perdición. No obstante, pensando en Sonia y en lo que me dijo sobre la cantidad de dinero que nos está costando la clínica, intenté yo también indagar en las pistas.

—Recuerdo con mucha nitidez el hielo flotando en la cocacola que me tomé antes de volver a casa. Veía la cara de mi madre, una y otra vez, repetida en todos los cubitos. Creo que la volví a ver en sueños, cuando estaba abrazado a Sonia y también creo que soñé (o imaginé) que ella era la reencarnación de Matahari.

—¿Matahari?

—Bueno, es una tontería. Ella me habló de el ojo del alba y me cantó en alemán, quizá por eso, bueno, es una estupidez...

—No, no. Continúa, por favor. ¿Por qué crees que saliste de casa aquella noche?

—Eso sí que no lo sé. Supongo que lo hice en sueños, sonámbulo o algo así.

—¿Alguna vez te habías levantado en sueños?

—Que yo sepa, no.

Seguimos hablando durante una media hora más aunque creo que no sacamos mucho en claro. Me preguntó por mi trabajo, por el estrés que podía suponer para mí el proyecto en el que estaba trabajando. Es fácil avanzar por ahí. Quiero decir que es muy sencillo concluir que esta crisis proviene de un estado de ansiedad y agotamiento provocado por mi trabajo. De hecho ese fue el primer diagnóstico de mi médico. No le dio mayor importancia. Me recetó ansiolíticos y antidepresivos y me recomendó descanso.

16 de septiembre

Ya respiro con calma. Se han ido las palpitaciones y los sudores que he padecido todos estos días, desde la última crisis.

Esta tarde, por fin, han dejado venir a Sonia.

Ha llegado pronto. Yo acababa de terminar de comer.

Está preciosa. Traía el pelo recogido en un moño con el pasador de mariposas que le compré en Bruselas y un traje de lino de color crudo que le hace parecer aún más ligera y suave de lo que es.

Estaba preocupada aunque no quiere que yo lo note. Siento que me observa cuando no la estoy mirando y, cuando lo hago, enseguida desvía los ojos. Le he preguntado por su trabajo, no me ha contado gran cosa. Solo ha dicho que la investigación está un poco estancada.

Yo sé lo que ocurre. Su trabajo no puede continuar si ella no realiza una etnografía que le supondría pasar al menos un año viajando por diferentes zonas rurales de España y ahora no lo puede hacer, mi situación se lo impide. He cambiado de tema.

Le he detallado algunos de mis avances con la doctora Galán, la he notado un poco escéptica. Sé que prefiere a Espinosa. De hecho, si estoy en esta clínica es porque él es el jefe del equipo médico. Mi suegro lo conocía de un congreso en el que coincidieron y nos lo recomendó, sin duda alguna, después de mi segunda crisis.

De todos modos, he querido mostrarme positivo ante Sonia, positivo y tranquilo para que vea que estamos en el buen camino y que muy pronto saldré de aquí y volveré a casa con ella. Ha asentido con una leve sonrisa a lo que yo le contaba, aunque algunas veces me daba la sensación de que estaba pensando en otra cosa.

Después del teatral episodio que relaté a la doctora no ocurrió nada raro en bastante tiempo. El médico me diagnosticó estrés. Comentó, así como de pasada, que había sufrido «una especie de brote psicótico», que no era motivo de preocupación por el momento. No, por favor, no. ¿Motivo de preocupación un brote psicótico? Claro, el estrés es algo cotidiano, algo que está en boca de todos y que casi todo el mundo padece. ¿En qué trabaja usted? Soy informático, trabajo en la universidad. ¿Cuántas horas al día? Pues..., eso nunca se sabe, ahora estoy con un proyecto... Doce, quince..., depende. No me diga más: estrés. Sí, bueno, no le digo que no, es un comportamiento un poco extremo lo de salir a la calle de madrugada, desnudo, recoger a un perro callejero, llevárselo a casa, pasar horas en trance, no reconocer a su mujer y, luego, no recordar nada de aquello. ¿Tuvo quizá un día especialmente duro? ¿Cómo? ¿Que venía de ver a su madre, demente, ingresada en una clínica? Hombre, demente no, clínica tampoco... Bueno, bueno, llámelo como quiera, eso es motivo más que suficiente para experimentar un episodio de este tipo. Le voy a recetar unos ansiolíticos, unos antidepresivos y unos relajantes, todo muy flojito, no se preocupe y descanse, sobre todo, descanse. Le prepararé los papeles de la baja. ¿Baja? No, no, imposible, imposible, ahora no puedo coger una baja. Sonia me apretó la muñeca reprobando mi respuesta. Tengo que dejar terminado el proyecto antes de que llegue agosto. Pues me temo que eso va a ser imposible. Ahora necesita reposo. El médico sonrió: por prescripción facultativa, ya sabe lo que significa eso.

No tuve más remedio que aceptar la baja porque la medicación me dejaba noqueado durante todo el día. Me hubiese resultado imposible ir a trabajar en esas condiciones y, además, al mes de julio solo le quedaba una semana. Decidimos anular el viaje a Croacia que teníamos previsto para la primera quincena del mes de agosto y nos fuimos directamente a la casa del campo.

Cuando compramos esa casa no estábamos viviendo un buen momento. El trabajo quizás, el aburrimiento mutuo lo más seguro, nos habían ido convirtiendo en una de esas parejas que sigue por seguir, como me reprochaba Sonia en muchas de nuestras discusiones.

La casa azul nos salvó en ese trance. Aunque parezca ridículo, de repente, un proyecto común te puede devolver un poco de ilusión y la vida se hace menos penosa o, al menos, te lo parece.

Fue Sonia quien tuvo la idea, una especie de iluminación, decía ella, cuando encontró la casa a la vuelta de una visita a no sé qué excavaciones.

Desde luego su color era de lo más llamativo, pero no tenía a la vista ningún cartel que hiciese suponer que se encontraba en venta. Sonia siempre cuenta cuando habla con alguien acerca de la casa, que no sabe por qué frenó delante de ella y se quedó absorta ante su encanto. No es que fuera muy grande ni demasiado singular, pero el color, ese azul que le recordaba a los cielos del atardecer en aquel viaje que hicimos a Finlandia y que no había vuelto a ver en ningún otro lugar, ese azul como iluminado y vivo, la invadió de tal forma que se acercó hasta el centro del pueblo y entró en el bar para preguntar si alguien conocía al dueño. Ya estaba dispuesta a comprarla.

Pues efectivamente la casa estaba en venta y solo tardamos un mes en obtener el crédito y tener en nuestras manos la escritura de compra. Ahora quedaba trabajo por hacer y los dos nos entusiasmamos con la idea de reformarla con nuestras propias manos. Lo habíamos visto tantas veces en el cine... Una pareja feliz compartiendo las tareas de limpieza, lijado, pintura..., martillando, atornillando, cambiando bombillas, quitando telarañas, ajustando ventanas...

Pero resulta que la vida no tiene mucho que ver con las películas y a los dos días de empezar la tarea nos dimos cuenta de que o llamábamos enseguida a una cuadrilla de profesionales o terminaríamos tirándonos el uno a otro por una de las hermosas barandillas de hierro forjado que decoraban los balcones.

Hacía ya cuatro años que pasábamos la mitad del verano en la casa azul. Prácticamente nos lo impusimos como lugar de reencuentro cuando la compramos, fue una especie de renovación de votos matrimoniales, como decía Sonia de cachondeo, pero hasta ese momento lo habíamos cumplido. Aprovechábamos esas dos semanas para relajarnos juntos y, aunque en realidad no conversábamos mucho, la idea de permanecer fuera de nuestras rutinas nos proporcionaba una reconfortante sensación de seguridad, allí estábamos a resguardo de las inclemencias.

Este verano llegamos a la casa a principios de agosto con la intención tácita de olvidar todo lo desagradable. El perro iba con nosotros. Después de aquella madrugada ninguno de los dos tuvo corazón para devolverlo a la calle, había compartido una escena tan extraña y dramática que se convirtió de golpe en un miembro de la familia.

La verdad es que no fui demasiado cuidadoso con la medicación y dejaba de tomarme las pastillas en cuanto me encontraba mejor.

Una mañana Sonia salió a comprar el pan y el periódico y cuando volvió me encontró sentado en el porche, a pleno sol, con la mirada extraviada.

—Luis, ¿qué pasa, te encuentras mal?

—Verás, Sonia, siéntate, quiero decirte una cosa.

—Vámonos dentro, que hace mucho calor aquí.

—¡Que te sientes, hostias, que quiero hablar contigo! —grité, y Sonia se sentó un poco asustada.

—Vale, vale, Luis, tranquilo, dime qué pasa.

—¿Qué pasa?, ¿qué pasa? Pasa que todo es una puta mierda, que estoy hasta los cojones de ti, de mi trabajo, de mi madre y hasta de mí mismo, que me largo.

—A ver, espera un momento, ¿te has tomado las pastillas?

—¿Tú estás sorda o gilipollas? Te estoy hablando de la vida, de la mierda de vida que llevamos y me sales con las pastillas. ¡Vete a tomar por culo!

Me marché y por lo visto estuve tres días desaparecido. La policía me encontró a unos 30 kilómetros de la casa, desorientado y con síntomas de deshidratación. No recordaba cómo había llegado hasta allí. Todavía no lo recuerdo. Sí recuerdo la rabia, la intensidad de la rabia que sentí hacia Sonia, como si ella fuese el motivo primigenio de toda mi desgracia. Por eso tuve que salir corriendo de allí porque si no, no sé qué le hubiera hecho.

Regresamos a Madrid para visitar a un especialista. Esta vez el diagnóstico no fue tan superficial. El médico propuso ingresarme unos días en una clínica para hacerme pruebas y ponerme la medicación adecuada. En ello estamos.

17 de septiembre

No entiendo.

Está todo borroso.

Sólo sé que participo de lo que ocurre. Que estoy en el mismísimo centro.

Tal vez podría vivir una vida completamente diferente a esta. Una vida que ahora solo puedo imaginar.

Puedo salir y cambiar. Dejarlo todo y buscar. Buscar un lugar en el que estar. En el que existir como soy ahora, con estas nuevas manos grandes y mi gran corazón. Con Sonia. Metido en ella para siempre, evitando así las grietas que están apareciendo en mis membranas.

He pensado que podría encontrar el futuro. Quizá ser un payaso. Un payaso como Schiner, partiendo del fracaso, partiendo de estar así, tirado sobre el piso, así, desnudo como si me acabaran de parir, como si Sonia me hubiese sacado de su útero. Entonces, ahora, volver allí, ser una parte suya para evitar el infierno de verla partir.

Escucho ruido de sirenas y noto piedrecillas punzantes que golpean mi frente.

Espinosa volvió y no confía en mí. Quiere darme pastillas pequeñas y rojas. Escupí. Me pincharon. Pasé frío otra vez toda la noche. O todo el día. A quién le importa la hora de la luz.

20 de septiembre

Han pasado horas que, según parece, se han convertido en días. Espinosa marca la fecha en mi cuaderno porque no puedo concentrarme demasiado en los números, en los calendarios, en los tiempos. En algún sitio leí que hasta que no se alcanza la edad de 40 ó 50 años no se tiene una medida cierta del tiempo. De cualquier forma, de qué certeza hablamos, quién señala los pasos, la razón de ser de las agujas, de los números rojos de un reloj. Dicen que prometer a un niño de corta edad que le vas a regalar una bicicleta por su cumpleaños es tan absurdo como decirle que se la darás dentro de un siglo o que no se la vas a dar nunca porque para los niños el ahora es la eternidad. En cierto modo así me siento yo, sumido en un ahora eterno que no va hacia adelante y tampoco hacia atrás. Un ahora que me atraviesa el ombligo y me deja pinchado entre las paredes de esta habitación que es mi mundo.

Estoy pensando mucho en Sonia. Vino a verme. Ayer, anteayer, el mes pasado quizá, puede que mañana..., pero no ahora. Ahora no está y siento que su ausencia tiene un espacio corpóreo y seco, es casi opaca su ausencia, su distancia.

No pienso con claridad, dice mi médico, pero no debo preocuparme. Es parte del proceso. Me anima a que siga escribiendo aunque no sepa muy bien lo que digo. Yo sé lo que digo, lo que quiero decir, decir que estoy solo y blanco, que el aire entra por mi nariz como si fuese viento y levanta remolinos dentro de mi cabeza, me aturulla y veo a Sonia y a mi madre, que me increpan ahí metidas con voces que no les corresponden. Sé que esto es una forma de locura y a ratos me divierto contemplando mi extravío, otras veces me entra el miedo y tengo que recogerme en un ovillo como lo haría un gusano.

Esta confusión no procede solo de dentro. Sé que las pastillas colaboran, que permiten que el absurdo cobre sentido, que el dolor se vuelva una lana delgada que pueda apartar un poco de mis ojos, que se mitigue sensiblemente y me lleve a pensamientos insensatos, que se convierta en una trampa.

Se lo contaba a Espinosa un día del pasado, que cierro los ojos y veo cómo nace un río, un caudal poderoso en mi entrecejo. El agua corre y me refresca, me alivia una quemazón de la que no había sido consciente hasta entonces. El río está en mí, pero yo puedo contemplarlo desde fuera. Me siento dichoso por un momento. Me fijo en las pequeñas crestas blancas que se van levantando, quizá debido a algunas piedras que albergo dentro de la frente o a mis propias arrugas. Me acerco más, meto una mano y escarbo, hurgo en el río que va por mi cabeza. Entonces logro sacar algo del fondo, algo duro y terrible que hace saltar a la corriente. Tiro de ello con todas mis fuerzas y me encuentro con la cabeza de mi padre entre las manos, ahí sí me asusto y quiero salir de esa irritante ensoñación, me esfuerzo al máximo para intentar hundir de nuevo la cabeza de mi padre en el agua, sudo, grito, el agua me cubre a mí y soy yo quien ya no puede respirar, quien se ahoga. Yo me hundo y los ojos de mi padre me miran con desdén desde su cabeza flotante.

Como es lógico, con el relato de esta fantasía desperté de inmediato el interés de Espinosa por mi padre. Mi padre está muerto, le dije. Muerto y enterrado, puntualicé, echando mano de ese lugar común con el que tratamos de dar a entender que nos hemos olvidado a propósito de esa persona y que no queremos tocar el tema. Cabe imaginar que mi médico no se dio por aludido. Mi negativa aumentó su curiosidad profesional e insistió en el tema intentando avanzar por un camino distinto pero francamente ingenuo, casi zafio.

—¿Qué recuerdos tienes de tu infancia, Luis?

No, Espinosa, no me decepcione.

No había nada que hablar de ese tema. Esto era cierto aunque mi doctor no me creyera. Esta es la verdad. No tengo mucho que contar acerca de mi padre, es decir, no tengo una historia que contar, unos hechos. Sobre mi padre tengo percepciones. Solo ideas vagas de sensaciones, de pérdidas, de cosas que no hubo, que no fueron, pero son trazos sueltos, brochazos, espaldas.

Lo dicho, prácticamente nada que contar, nada que se pueda relatar en frases que contengan sujeto y predicado, en frases con verbos que supongan acciones.

He dejado de leer. No sé qué habrá pasado con aquel payaso de Böhl, no sé si seguirá inmóvil entre las páginas a la espera de mi regreso, no sé si le merece la pena. Ahora me mareo con la lectura. Tampoco veo la tele. Prefiero la ventana y su inmóvil paisaje enmarcado. Recuerdo a Maruja en su ventana. Contacto con ella. De cristal a cristal, de una locura a otra.

Me han traído la cena. Huele a pescado. Huele un poco a mujer y me excita. Mi pene, sin embargo, descansa lacio.

21 de septiembre

No estoy aislado. Puedo, si quiero, moverme libremente por la clínica. Mi habitación no está cerrada pero, lógicamente, no tengo ni la más mínima intención de conocer a ninguno de los habitantes de este aprisco.

Los pocos días que he bajado al gimnasio siempre he advertido que quería estar solo y únicamente he coincidido en la sala con el entrenador. Sin embargo, tampoco voy a negar que tengo cierta curiosidad por mis vecinos. Al ser este un dispensario de lujo no llegan hasta mí ruidos ni aromas que puedan incomodarme. No se escuchan gritos, no huele a vómitos ni orines como podría llevarnos a pensar el hecho de estar encerrados en un manicomio. Os ha hecho gracia, ¿eh? Claro, nadie pronunciaría esa palabra por estos lares. Joder, parece que fuéramos unos pijos, gente rica que solo precisa un poco de reposo, pildoritas y terapia.

Así que es mortalmente aburrido y supone un esfuerzo inútil aguzar el oído, alertar el olfato para intentar averiguar qué clase de imbécil se retuerce en la cama de al lado, cuáles serán sus cuitas, qué estúpidas pesadillas le causarán desasosiego, si alguien le visita o si ha habido que requisarle los objetos punzantes para evitar que se arranque de cuajo alguna víscera.

No es algo nuevo. Siempre he evitado mantener relaciones amistosas con mis vecinos y siempre, al mismo tiempo, me ha gustado observar algunas cosas de sus vidas, detalles que suponía que ellos no estaban interesados en mostrar. Algunas veces Sonia me había sorprendido espiando, pegado a la pared de nuestra casa, cuando alguien levantaba la voz en el piso de al lado. Se reía de esas bobadas mías.

Ella, sin embargo, era mucho más sociable. Yo, para complacerla, a veces accedía a relacionarme con la gente que ella apreciaba.

En cierta ocasión hicimos amistad con una pareja que vivía en el C. Nosotros vivíamos en el A. La mujer era muy baja y muy delgada, parecía una niña con la cara marchita. Llevaba el pelo teñido de color berenjena. Me resultaba de alguna forma atractiva, quizá por su menudez, aunque era demasiado expresiva para mi gusto. Hablaba en voz muy alta, movía excesivamente las manos y hacía un ruidito desagradable con la boca, como si se quitase hebras de entre los dientes, aspirando.

Empezó a entrar en casa con demasiada frecuencia, incluso cuando Sonia no estaba, y se apoyaba en la encimera de la cocina con los codos mientras yo preparaba la comida. Me contaba cosas vacías y yo asentía sin escucharla. Al rato de estar allí, su marido llamaba a la puerta y se la llevaba bromeando como quien arrastra a un niño. Un par de veces a la semana interpretaban esa comedieta. En fin, a mí no me hacían gracia.

Extrañamente, poco después nos invitaron a ir de viaje con ellos a Nueva Orleans y Sonia les contestó que sí, sin ni siquiera consultarlo conmigo. Me daba cierta pereza. Así que, de alguna forma, me alegré de que Sonia tomase la decisión por mí. Bueno, no me importaba ir con la berenjenita y su marido. Podía ser divertido.

Pero no lo fue. No lo fue en absoluto. La única y gigantesca maleta de nuestros vecinos no llegó a su destino. Tuvimos que soportar interminables quejas y lloriqueos de la mujer que no paraba de hacer referencia a su carencia de bragas. Era ridículo, podía comprar ropa interior en cualquier tienda, pero ella no dejaba de penar por sus bragas, detallándonos cómo se veía obligada a lavarlas en el cuarto de baño con jabón de olor. Su marido asentía de manera adiestrada y sonreía levantando las cejas. Era un sinsentido.

Yo no podía dejar de imaginar sus minúsculas braguitas sucias, ligeramente teñidas de marrón entre las piernas y empecé a evitar cualquier cercanía física con ella porque tenía la impresión de que exhalaba mal olor. Ese olor a chumino, que normalmente me excita, figurado en ella me provocaba accesos de auténtica repugnancia.

Otro día discutieron. Ella daba voces en un recorrido nocturno por la calle Bourbon. Iba medio borracha y se cabreó porque su marido le miraba las tetas a otra. Aquella mujer me causaba un profundo desprecio.

23 de septiembre

Esta mañana ha venido Sonia. Era temprano. De hecho me ha dicho que, al llegar, ha tenido que quedarse un rato fuera porque estaba terminando mi terapia. No la esperaba. Y menos a esa hora. Había estado hablando con la doctora Galán. Pasando un par de test y haciendo listados. Hoy me sentía especialmente bien, rellenando con buena letra todas las casillas, intentando poner un poco de orden en mi mente.

Me decía la doctora que, aunque no lo creamos, la serenidad es el estado natural de la mente y que, al verse alterada por cualquier trastorno, su objetivo es volver a la calma, así que solo tenemos que ir allanándole el camino. Me ha parecido una estupenda metáfora esa del camino, trillada, es cierto, pero efectiva. Hoy, esta mañana, mi camino me sorprendía por lo luminoso y lo bien trazado. Me encontraba con fuerzas y con ganas de emprender esa marcha y alcanzar el objetivo calmo en el que pudiera descansar.

Pensando en eso estaba cuando Sonia ha abierto la puerta con precaución, asomándose primero discretamente. De ese modo veía su cabeza y su cabello suelto, mientras el cuerpo quedaba escorado al otro lado de la puerta.

Sonrío. Sonríe sin enseñar los dientes, una media sonrisa.

—¿Cómo vas?

—Mejor —he contestado poniendo carita de bueno.

—Me alegro —ha dicho. Y yo he pensado que no lo parecía, aunque seguramente sí, se alegraba.

—Estabas en terapia, ¿no? Me han dicho que esperase. ¿Cómo ha ido?

Sonia me ha dicho estas palabras hace unas horas. Pero no era eso lo que estaba diciendo. Todo esto era relleno. Relleno como el diálogo de un burdo telefilme. Relleno como el queso crema en un dátil de un paleto ágape. Relleno que me iba haciendo trizas mientras veía sus ojos explorar las esquinas del techo de mi habitación.

—¿Qué pasa? —le he preguntado directamente al centro de su cara, a su nariz.

Ha bajado la vista hasta los pantalones vaqueros que vestía, paseándola de la ingle a la rodilla antes de contestar. Supongo que llevaba escrita la respuesta en algún papelito amarillo pegado por dentro de su frente y le costaba localizarlo.

—Luis —ha dicho.

Ha pronunciado mi nombre y en esa única y cortísima palabra he podido leer todo el mensaje. En mi nombre sin puntos suspensivos, en mi nombre sin dos puntos, en mi nombre sin coma. En mi nombre como un definitivo punto final.

Entonces he notado, súbitamente, que se cerraban todos mis canales. He dejado de oír, de ver, de oler, de respirar.

Cuando he vuelto a la vida, tumbado en mi cama, la habitación estaba vacía. Se ha hecho de noche y escribo como quien pasa los dedos por una cáscara de nuez, sintiendo el placer extraño de recorrer mi mente que prosigue buscando el camino de la calma, como si la luz no hubiese terminado de apagarse.

24 de septiembre

Me ha dicho Espinosa que las visitas de Sonia me siguen alterando, que no son convenientes y que damos pasos hacia atrás. Nada de eso. Yo sé que no. Es más, yo sé que he dado un salto de gigante. He adivinado lo que le gusta a la abuelita y he obtenido el premio. Así avanzo en mi camino alfombrado. Dice el doctor que Sonia ha llamado interesándose por mi síncope de ayer. Supongo que se siente culpable por haber pronunciado de ese modo mi nombre. Ella no sabe cuánto bien me hizo, cuánto me iluminó.

Había pensado en contarles a los médicos mis impresiones porque podrían ver en ellas un progreso, pero noté a Miguel tan impermeable que no me pareció buen momento. Si tuviese algún amigo le habría llamado, tengo que admitir que no se me ocurrió ninguno.

Barajo la posibilidad de haberme equivocado. Mejor diría la remota posibilidad. Entonces digo, pienso, que debería hablar con ella. Dejar que se explique. Solo por si acaso. Tal vez, quizá, mañana intente telefonearla, si me dejan.

Me ha visto también otro médico. este era uno de los de verdad, un médico con fonendoscopio. Me han llevado al dispensario, a ese lugar en el que ya he estado un par de veces y que me trae malos recuerdos.