Mi vida en el aneto - Antonio Pulido Ortega - E-Book

Mi vida en el aneto E-Book

Antonio Pulido Ortega

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Beschreibung

Nació en Barcelona el 13 de marzo de 1971. Amante de los deportes y las montañas, practicante aficionado, aunque ha ascendido a picos muy importantes. Siempre le gustó escribir, pero nunca se había decidido a hacerlo público. En su canal de YouTube, antoniopulido71, puedes ver muchos videos de sus ascensiones, incluso la que le llevó a escribir esta novela. La encontrarás en el vídeo titulado: Aneto con mi mujer.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Antonio Pulido Ortega

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

Diseño de cubierta: Rubén García

Supervisión de corrección: Celia Jiménez

ISBN: 978-84-1068-221-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PRÓLOGO

Lucía

Cuántas veces he subido una montaña con mi padre sin saber realmente por qué lo hacía. Siempre me he considerado deportista y siempre me ha gustado la montaña, la naturaleza en general, pero es cierto que me costaba entender con tan solo cuatro, cinco o incluso siete u ocho años porque mi padre decidía invertir un domingo subiendo «hasta la cumbre» de cualquier pico con su hija.

He llegado a madrugar y desear que lloviese fuera para cancelar el plan, también reconozco que llegaba a ser tan grande la gratitud que veía en él que me esforzaba e incluso me obligaba a acompañarle a la montaña por verle disfrutar y emocionarse a mi lado.

Al nacer mi hermano, los planes de domingo se convirtieron en el plan familiar por excelencia, reconozco que llegó a ser muy divertido compartir esa afición con ellos tres.

Con los años empecé a valorar lo que de pequeña, a simple vista, parecía que no hacía. No sé disfrutar de unas vacaciones sin tener la montaña presente y eso es gracias a él y a todo lo que llegó a enseñarme.

Llegué a aprender tanto que gracias a esos momentos pudimos actuar como actuamos. Las ocho de la tarde y ni una señal de mis padres. Tanto mi hermano como yo éramos muy conscientes de los tiempos aproximados que mis padres seguirían al realizar la excursión.

Me entró miedo, una sensación inexplicable, entre un nudo en la garganta y un constante retortijón en la tripa de solo imaginarme lo que podía haber pasado, algo que muchas veces piensas pero que te parece imposible que pueda pasar por todas las veces que hemos afrontado situaciones o retos parecidos en la montaña. Pero ese, ese fue especial, mágico e increíble.

.

Antonio

Mowgli, Tarzan, Kilian… y de muchas más maneras me han llamado desde pequeño, desde que tenía tres años y subí mi primera montaña hasta hoy, día que no puedo estar más agradecido de cada una de las montañas que he hecho.

Mis compañeros de clase se iban a la playa, tenían una casa en el pueblo o se quedaban en casa todos los fines de semana, en cambio, nosotros cogíamos nuestras mochilas, nos levantábamos antes de que saliera el sol y nos íbamos a «hacer una montaña».

A cualquier padre que le digas que su hijo de cinco años va a pasar cinco días durmiendo en refugios y haciendo una ruta de +100km por la montaña no se lo creería. Había días que yo no entendía como alguien de mi familia iba a tener ganas de madrugar para ir a andar por la montaña en lugar de quedarnos en la piscina del camping, pero la sensación que nos enseñó mi padre al conseguir hacer una cima no hay dinero en el mundo que la iguale, esos abrazos al llegar, el llorar de alegría, de miedo e incluso de sufrimiento.

Desde pequeño, gracias a lo que te enseña subir una montaña, he podido aprender todo lo que quería inculcarnos mi padre a mí y a mi hermana al subir montañas. La disciplina que tienes que tener de haber quedado a las seis y tiene que ser a las seis, el respeto que le tienes a la naturaleza y a cualquier persona que la rodea, el sufrimiento que tienes que pasar hasta conseguir tus objetivos, en este caso llegar a la cima, y, por desgracia, una de las cosas que me enseñó mi padre es que una excursión no acaba en la cima, sino en el coche.

A las dos de la tarde, mi hermana y yo estábamos en casa muy contentos escuchando que mis padres ya habían hecho cima y alucinamos con el nivel y los «cojones» que tenía mi madre porque había llegado la cima del Aneto.

Llegaron las ocho de la tarde y no teníamos noticias de mis padres, fue tan grande la sensación que sentí en mi cuerpo de miedo, de ponerme en el peor de los escenarios posibles, que acabamos llamando al refugio para ver si sabían algo de ellos. Gracias a esa llamada mi madre fue rescatada y volvió a nacer.

1. TODO PASA POR ALGO

No sé por qué voy a escribir esto, quizás porque lo necesito, quizás porque me gusta escribir, quizás para dejarles un recuerdo a mis hijos, para que nunca olviden lo que una vez pasamos. O quizás porque lo que necesito es escribirlo para intentar olvidar los malos recuerdos que tengo muchas noches. Una enfermera me dijo una vez que debería ir a un psicólogo para tratarme por todo lo que yo había pasado. Aunque no lo hice, siempre me he considerado muy fuerte mentalmente, pero si creo que quizás me ayude el poder expresarlo en un papel.

Dicen que todo pasa por algo, que las casualidades no existen. Eso dicen. Pues yo os aseguro que es así.

La historia que os voy a contar pasó el 22 de octubre del 2017, aunque en realidad empezó a pasar mucho antes. ¿Dios existe? ¿El karma existe? Os aseguro que sí, llámalo Dios, llámalo X o llámalo como quieras, pero algo hay. También dicen que el sexo femenino es más fuerte que el masculino, que las mujeres son las que paren porque los hombres no soportaríamos el dolor; que una madre sería capaz de levantar un coche si debajo está atrapado su hijo. Yo no sé si serán más fuertes, pero os aseguro que yo no hubiese soportado lo que soportó mi mujer, mi Loli, mi Vida, ese día. Quizás fue por las ganas de decirle a sus hijos: «Yo también he subido el Aneto», o quizás fue porque es verdad lo que yo digo, que cada uno tenemos una estrella y el día que esa estrella se apague te vas para el otro barrio y da igual lo que estés haciendo. Se apaga tu estrella y te vas. Da igual si estás sentado en tu sofá o si estás bajando del Aneto, se apaga tu estrella y adiós. Pero mi Vida luchó contra su estrella y no dejó que se apagara. Tal vez no dejó que se apagara porque sabía que yo no superaría el sentimiento de culpabilidad que me quedaría. Haría que, en lo que me quedase de vida, no volviera a sonreír con sinceridad. Da igual el motivo, lo que sé es que doy gracias a Dios cada día.

Como ya os he dicho, esta historia empezó mucho antes. Quizás empezó el día que subí por primera vez una montaña, el Pedraforca, y sentí esa sensación única de estar en la cima, que hizo que me enamorara de las montañas y no dejara de subir a lo más alto de ellas para sentir esa sensación que no se puede explicar. Esa sensación que cada persona siente cuando alcanza la cumbre, esa sensación que he querido transmitirles a mis hijos y a mi Vida. «Cinco días caminando ¿para qué?, si con una excursión de un día ya es bastante», eso fue lo que me contestó mi hijo cuando le dije que ese verano íbamos a hacer Cavalls del Vent, una ruta circular por la Serra del Cadí, noventa kilómetros con cinco mil metros de desnivel.

«Tú tranquilo, vamos a hacerla y cuando acabemos ya me dirás si te ha gustado». Al acabar la travesía me dijo: «Papá, cuando quieras la hacemos otra vez, me ha encantado». La misma respuesta que tuvieron mi hija y mi mujer cuando les pregunté, al acabarla, cómo se lo habían pasado.

Yo creo que después de lo que vivimos en esos cinco días, compañerismo, tranquilidad, sufrimiento, alegría y naturaleza en su estado más puro, se enamoraron profundamente de lo que es la montaña. Quizás fue la montaña la que se enamoró de ellos y hace que cada cierto tiempo vayan a visitarla. O quizás ese día empezó dos años antes, a finales de octubre de 2015, cuando le dije a mi mujer que me quería separar, que no aguantaba más y ella se puso a llorar, hablamos y decidí darle otra oportunidad. A partir de ese día empezó a hacer, más si cabe, todo lo posible para que yo fuese más feliz y estuviese más orgulloso de ella. Bueno, es lo que yo creo, porque nunca lo hemos hablado. Se apuntó al gimnasio, ella que la única asignatura que suspendía de niña era gimnasia, ella que jamás había hecho deporte. Empezó a ponerse en forma para poder acompañarme a mis montañas. Quizás ya tenía en mente poder subir el Aneto, no importa el motivo, el caso es que empezó a ponerse en forma, como jamás yo hubiese imaginado.

He subido el Aneto unas cuantas veces, no sé, siete, ocho, nueve... Tendría que pensar mucho para saberlas, aunque tengo vídeos de cada una de ellas. ¿Si ya has subido una montaña, por qué la vuelves a subir? Porque la montaña es la misma, pero las circunstancias y las personas que te acompañan siempre son distintas. Y os aseguro que de cada vez que lo he subido podría escribir varios capítulos de un libro imaginario, que algún día me gustaría hacerlo realidad. Porque anécdotas tengo unas cuantas. Como la que me pasó la primera vez que lo subí con mi amigo Toni. Él fue quien me inyectó el virus de subir montañas, de hecho, con el subí mi primera montaña, el Pedraforca.

El día que subí el Aneto con Toni nos equivocamos, salimos tan pronto del Refugio de la Renclusa que nos pasamos de largo el Portillón Superior. Cuando nos dimos cuenta que no íbamos bien me dijo:

—Nos hemos equivocado, nos damos la vuelta y ya subiremos otro día.

Se me quedó cara de tonto, y le contesté:

—¿Pero qué dices Toni?, si con la hora que es —serían las siete de la mañana, empezaba a salir el sol— nos da tiempo a bajar al refugio, desayunar otra vez y volver a subir.

Yo sabía que estábamos muy fuertes, que era julio, que hay muchas horas de luz, y simplemente bajamos hasta el punto en el que nos habíamos equivocado, cogimos el camino bueno, empezamos a adelantar gente y nos plantamos en la cima a las diez y media de la mañana. No olvidaré esa primera vez porque pasé varias veces el Paso de Mahoma.

La primera vez lo pasé ayudando a mi amigo. Al regresar de la cima y pasar de nuevo el Paso de Mahoma había un padre con su hijo, los habíamos conocido la noche anterior, cenando en el refugio. Me puse a hablar con ellos y me dijo el padre:

—Hasta aquí nuestra aventura.

—¿Cómo? ¿No vais a pasar el Paso de Mahoma y tocar la cruz?

—No, no me atrevo con el niño.

Su hijo tendría unos catorce años, me quedé mirando al niño y le dije:

—¿No quieres pasar y tocar la cruz?

—Sí, sí que quiero.

—Pues venga que yo te paso, que eso no es nada.

El padre me dijo:

—¿Enserio, nos ayudarías a pasarlo?

—Pues claro.

Y lo pasé por segunda vez.

Siempre que he subido el Aneto he ayudado a gente a pasarlo. Excepto cuando he visto que la otra persona no quiere, simplemente no quiere. Como cuando lo subí con mi hija, que al llegar al Paso de Mahoma había una chica llorando, me acerqué sin saber por qué, simplemente por ofrecerle mi ayuda:

—¿Por qué lloras? ¿Quieres pasarlo? Yo te ayudo.

—No. Le tengo pánico y no quiero pasarlo, estoy orgullosa de haber llegado hasta aquí.

Le insistí en ayudarle a pasarlo, hasta que mi hija me dijo: «Papa, déjala si no quiere, no quiere, ya está». Mi hija se enfadó, porque me decía: «No insistas, ¿y si le pasa algo al pasarlo contigo? No te lo perdonarías nunca».

He ayudado a mucha gente a pasarlo, pero siempre que la otra persona quisiera dejarse ayudar. Ese día mi hija me lo enseñó.

El día que lo subí con mi hijo, cuando él tenía solo ocho años, un grupo de gente que nunca lo había subido, al llegar a la cima, le dijeron a mi hijo si se podían hacer una foto con él, porque jamás imaginaron encontrarse allí a un niño tan pequeño. A mucha gente le emociona ver a un crío tan pequeño en la cima del Aneto y, también, a mucha otra gente le causa pavor e incluso me han llegado a decir que si estoy loco por llevar a mis hijos a sitios así. Yo pienso que si los padres de Kilian Jornet hubieran pensado igual y no hubiesen llevado a Kilian con cinco años a su primer tres mil, ni con siete años hubiesen hecho la travesía de los Pirineos durante cuarenta días, Kilian no sería quien es hoy en día. Si yo no hubiese llevado a mis hijos a los sitios que los he llevado estoy seguro que no serían como son hoy en día. Como os he dicho, tengo anécdotas para escribir varios capítulos de mi libro imaginario.