Miedo a amar - Sophia Ruston - E-Book

Miedo a amar E-Book

Sophia Ruston

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Beschreibung

Daphne Fairchild ha cometido un desliz que compromete su reputación, así que no tiene más remedio que aceptar el matrimonio de conveniencia que han concertado para ella. Además, está deseando escapar de la tiranía de un padre odioso y cruel. Lord Radcliffe decide que el matrimonio con una rica heredera de provincias es lo que necesita para salvar el patrimonio familiar, acechado por los acreedores, siempre que logre hacerle entender a su nueva esposa que el amor no entra en sus planes. Parece que los dos están de acuerdo en mantener una convivencia sin sobresaltos, hasta que Michael empieza a descubrir sus sentimientos y todo toma un nuevo rumbo. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Sophia Ruston

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Miedo a amar, n.º 130 - agosto 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.

I.S.B.N.: 978-84-687-8677-3

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

Londres, 1804

Tenía que hablar con su padre. En el colegio le habían dicho que si no pagaba, aquel año sería el último. Con catorce años, aunque no fuera un estudiante modelo, aquella escuela era más un hogar para él que su propia casa y eso se debía, en gran parte, a sus amigos. Michael no tuvo que preguntar al mayordomo dónde se encontraba su padre. Sabía que lo hallaría en el estudio. En cuanto entró, se vio ahogado por el olor a cerrado y a alcohol. Lo encontró sentado delante de la chimenea, con una botella en una mano y en la otra, un medallón que estaba contemplando. Sabía lo que estaba mirando: el retrato en miniatura de su madre. Aquella pieza siempre había estado ahí, como si fuera ya parte de su mano.

—Padre, tenemos que hablar.

Al no obtener contestación, se acercó y se paró delante de él. Pudo ver que tenía la mirada vidriosa. Su padre ya estaba borracho, como de costumbre.

—Tengo que pagar el colegio. Hablaría con el administrador, pero como hace tiempo que no recibe su salario, ha renunciado. Padre, tenemos que hacer algo.

El barón levantó la cabeza y su mirada confusa reparó en él.

—Esos ojos… ¿Candace?

Michael se armó de paciencia y le habló como si intentase razonar con un niño.

—Lo sé, tengo los ojos verdes de mamá, pero soy Michael, tu hijo, y necesito ayuda.

—Yo la maté —volvió a beber de la botella de licor y sus ojos se llenaron de lágrimas al mirar el retrato—. Murió por mi culpa, no la supe amar como debía.

La paciencia de Michael se esfumó; por eso evitaba ver a su padre cuanto podía. No sabía exactamente cómo había muerto su madre, pero estaba seguro de que su padre no la había matado. Sin embargo, el barón se sentía el único culpable. La baronesa había muerto cuando él tenía tres años, y había perdido a su padre también al mismo tiempo.

—Será mejor que te lleve a la cama.

Soy un estúpido por intentar apartarte de tu realidad, se dijo Michael. Agarró a su padre del brazo, tan delgado que apenas pesaba, le quitó la botella y lo llevó a su alcoba. En cuanto su cabeza se posó la almohada, el barón se quedó dormido.

Michael le quitó el medallón que sujetaba en la mano y contempló a la mujer morena de sonrisa triste.

—Te lo llevaste contigo, madre.

Dejó la pieza en la mesilla y, en ese momento, mirando el lamentable estado de su padre, se prometió que no sería igual que él: no se enamoraría jamás, no se dejaría dominar por los sentimientos.

No necesitaba ayuda, podría salir del aprieto él solo. Estaba seguro de que si lo consultaba con sus amigos, estos le prestarían dinero, pero no quería recibir ayuda de nadie. Sabía jugar a las cartas y, con la cabeza fría, podría ganar algo de dinero. Todavía era demasiado joven para que le dejasen participar, pero en cuanto pudiera, jugaría. Mientras tanto, tenía que buscar una manera de conseguir fondos. Al bajar las escaleras, se fijó en el jarrón de la entrada. Podía ir vendiendo los artículos de decoración de la casa en tiendas de segunda mano, aunque no creía que le dieran mucho por aquellas piezas ya que él no era el dueño, y no podía acudir a su padre para que le diera su consentimiento: lo había intentado hacía un momento y no había conseguido nada. Debía dar a su padre por perdido. Al menos, nadie daría aviso de los objetos robados, deshacerse de artículos de valor como la vajilla no causaría muchos problemas. Llamó al viejo mayordomo; había empezado a trabajar para su abuelo y sabía que podía confiar en él.

—¿Crees que podríamos vender la plata con facilidad?

—Podría encargarme.

—Bien, iremos vendiendo los artículos de valor de la casa según vayamos necesitando dinero.

Era una medida temporal y no sabía por cuánto tiempo podrían mantenerse así.

Capítulo 1

Septiembre de 1815

Michael Radcliffe, barón de Castel, desmontó de su caballo, agotado. Acababa de llegar a Northumberland desde Escocia, donde se había casado su buen amigo Alexander. Algo que él haría también pronto, si aquella visita salía bien, ya que allí conocería a la que podría llegar a convertirse en su esposa. La casa que tenía delante era modesta, bastante pequeña y se encontraba aislada. No había visto ninguna otra en el camino desde hacía por lo menos una hora. No le parecía una propiedad acorde con su dueño. En cambio, se hallaba en armonía con el clima de la zona, tenía un aspecto frío y robusto.

—Señor, llevaré el caballo al establo—informó el mozo a la vez que sujetaba las riendas de Balio—. ¿Necesita algún trato especial?

—No, dele únicamente de beber, comió hace no mucho. Déjelo descansar, se lo merece —palmeó el cuello del animal.

Subió las escaleras que llevaban a la puerta principal y, antes de que llamase, esta se abrió. El mayordomo lo saludó.

—Buenos días, ¿a quién debo anunciar?

—Soy lord Castel.

—Bienvenido, milord, le estábamos esperando —le invitó a pasar y tomó su abrigo—. Ahora mismo voy a buscar a la señorita Fairchild.

Le hizo pasar a una salita en tonos azules y, cuando el mayordomo se fue, Michael se dejó caer sobre la otomana. Dentro de unos minutos conocería por fin a la señorita Fairchild. ¿Cómo sería? Ni siquiera conocía su nombre. Solo sabía su edad, dieciocho años, que era nieta de un conde e hija de un comerciante. Y que estaba implicada en un escándalo…, por eso su padre le había ofrecido aquella desorbitada cantidad a cambio de que se casara con ella. Él necesitaba ese dinero. El barón, al morir, le había dejado una gran cantidad de deudas. Solo faltaba que ella aceptase aquel matrimonio.

—Señorita Fairchild, lord Castel la espera en el salón azul.

Daphne dejó caer el libro sobre su regazo, sobresaltada.

—¿Ya está aquí?

—Sí, señorita —contestó su mayordomo, Wilson, dando un paso dentro de la biblioteca.

—¿Ha ido a buscar a mi madre?

—No se encuentra en casa. Salió hace más de una hora, al pueblo.

¿Qué podía hacer? No debía recibir a un hombre sin carabina. Aunque si lo hacía, nadie se enteraría. Se encontraba lejos de la civilización y su reputación ya no podía estar peor. Pero aun así, estaba nerviosa. ¿Cómo sería? ¿Le agradaría? Qué bobadas, pensó, ¿qué importaba si se gustaban o no? Lo que le interesaba a él era su dinero y a ella, la idea de dejar aquel destierro y no tener que ocultarse más.

—Bien, ahora voy.

Se levantó, dejó el libro en su lugar y respiró hondo. Se dirigió hacia el salón, pero se detuvo en el pasillo para comprobar su aspecto. Resopló ante la imagen que le devolvía el espejo. Su pelo era irremediablemente liso y lacio. Cada vez que su doncella le hacía algún peinado, este apenas le duraba, pues sus cabellos resbalaban y tendía a aplanarse. Normalmente recurría a un sencillo y tirante recogido para que le aguantase más y, en caso de deshacerse, pudiera rehacerlo sin tener que recurrir a la doncella. Lo malo era que aquel moño la favorecía muy poco. Además, llevaba puesto un vestido viejo que utilizaba para trabajar en el jardín. Le quedaba grande y estaba sucio. Pensó en ir a cambiarse, pero luego renunció a la idea. Recordó que aquel hombre solo se casaba con ella por el dinero, independientemente de cuál fuera su aspecto. Tomó aire y abrió la puerta del salón azul sin hacer ruido.

Al principio pensó que la habitación estaba vacía, pero una cabeza que asomaba por la otomana le permitió localizar a su ocupante. Aquel hombre tenía el pelo corto, aunque lo suficientemente largo para tenerlo revuelto. Los rayos de sol que entraban por la ventana le daban reflejos rojizos y dorados a su cabello. Inexplicablemente, Daphne experimentó el deseo de pasar la mano por su despeinado cabello. Él debió de notar su presencia, ya que giró la cabeza y, al verla, se irguió de golpe cuan alto era, ¡y qué alto! Era delgado, pero con hombros anchos. No era tan alto como su primo Tom, que medía un metro noventa, pero al lado de ella, que medía poco más de un metro cincuenta, parecía un gigante. Recordando los modales que tan bien le había inculcado su institutriz desde pequeña, hizo la reverencia de rigor.

—Lord Castel, es un honor recibir su visita.

Cuando volvió a mirarlo pudo notar el gran desconcierto del caballero.

—Disculpad, pero vos sois…

—Daphne Fairchild.

—La hija mayor, supongo.

—En efecto.

Michael siguió mirándola, desconcertado. Siendo la hija de un rico comerciante, se esperaba otra cosa. Había descartado la posibilidad de que fuera una belleza, pero estaba anonadado al ver que la dama ni siquiera vestía con ropa a medida, y que no iba limpia y arreglada. Con aquel vestido enorme y manchado, no podía distinguir su silueta, y el severo peinado que lucía la hacía parecer una ama de llaves. Si no supiera de buena fuente que su padre poseía una gran fortuna, pensaría que lo habían engañado. Ciertamente, a primera vista no parecía la mujer superficial que se había imaginado, dispuesta a casarse con un noble para tapar su escándanlo y subir un escalón social.

Para disimular su asombro, tomó su mano y se inclinó ante ella.

—Mucho gusto, señorita Fairchild.

—¿Le gustaría una taza de té, milord?

—No, gracias.

Se sentaron uno lejos del otro y permanecieron en silencio.

—¿Está sola?

—En estos momentos sí. Mi madre salió al pueblo hace una hora. ¿Va a hospedarse aquí?

—Su padre ya lo organizó para que así fuera.

—Ahora entiendo por qué mi madre arregló la habitación de invitados con tanto esmero.

—Si ya está lista, me gustaría descansar, si no le importa. He tenido un largo y duro viaje.

—Oh, sí, claro. Por supuesto.

Michael se levantó después de ella y, cuando la tuvo a su lado, se fijó en que no le llegaba ni a la altura de los hombros. Salieron del salón y apareció el mayordomo al instante.

—Wilson, acompañe a lord Castel a sus aposentos, por favor —antes de que se fueran, añadió—: Si lo prefiere, pueden llevarle la cena a su cuarto.

—Le estaría muy agradecido.

Él siguió al robusto mayordomo por las escaleras, y este lo guio hasta una espaciosa y acogedora habitación. No se sorprendió al ver sus pertenencias ya al pie de la cama. Parecía que el señor Fairchild llevaba su servicio igual de bien que sus negocios.

—¿Desea algo más, milord?

—No, gracias.

En cuanto estuvo solo, se despojó apresuradamente de su ropa, la dejó caer sobre una silla cercana y se desplomó en la mullida cama. Cerró los ojos, rendido.

—¡Qué fastidio haberme perdido su llegada! —comentó su madre en la cena.

Tenía el cabello castaño, del mismo color que los ojos. Las dos eran de la misma estatura, pero al contrario que su hija, tenía unos quilos de más. Comía más de lo debido para llenar el vacío de su matrimonio.

—¿Cómo es? —preguntó con curiosidad—. Tu padre me dijo que era joven, ¿es apuesto?

«Sí, mucho», estuvo a punto de contestar Daphne, pero se contuvo delante de su madre. Además, desde su gran desengaño, había decidido no prestarle atención a los hombres.

—Supongo, no me fijé mucho.

—Pero ¿cómo es? —insistió.

—Alto, moreno —aunque más bien pelirrojo, de un color indefinible y maravilloso—, ojos verdes —de un impresionante verde, igual que la hierba en primavera.

—Parece apuesto —comentó su madre antes de tomar un largo trago de vino.

—Sí, seguramente las mujeres lo consideren así —resopló ella—. Su aspecto me trae sin cuidado. Lo importante es lo que oculta, no lo que muestra. Estoy dispuesta a casarme con él, pero antes necesito saber si no tiene planeado encerrarme en una casa de campo durante el resto de mi vida. Habiéndolo escogido padre, no me extrañaría que esa fuera su intención.

—No puedes ser exigente. Ahora no tienes mucho donde elegir y esperemos que a tus hermanas no les pase lo mismo, que no se vean salpicadas por tu error.

Daphne tragó con dificultad. Otra vez se sentía completamente estúpida y atrapada por la culpabilidad, recordando lo ingenua que había sido.

Había pasado toda su vida en York, en la propiedad de su padre, protegida del exterior hasta que apareció Henry. Nunca había conocido a un caballero como él. Vestido a la última moda y con unos modales impecablemente galantes. Se quedó aturdida ante sus regalos y cumplidos. La había visitado cada día y en las reuniones del pueblo no se separaba de ella ni un segundo. A las tres semanas, ya le había declarado su amor eterno y le pidió matrimonio. Ella se sentía halagada, aunque confundida: no sabía si sentía lo mismo por él, pero pensó que no podría encontrar un hombre más atento.

Así que, cuando le pidió que se fugasen para casarse, aludiendo a que su padre se negaría a la unión, ya que era el hijo un vicario, ella aceptó, ilusionada ante la idea de alejarse de su manipulador padre y salir de aquel pueblo. Cuál fue su sorpresa cuando su padre los alcanzó a mitad del camino a Escocia. Pensó que tendría que arrastrarla para que volviera con él, pero desgraciadamente, pronto se dio cuenta de que no hacía falta.

—¿Habéis consumado la relación? —preguntó su padre, muy tranquilo cuando se apearon del carruaje.

—No —se apresuró a contestar ella, totalmente avergonzada.

—Sí —mintió Henry, a la vez.

Daphne lo miró desconcertada. No sabía que su caballero pudiera mentir con tanta facilidad.

—Entonces buena suerte, muchacho, porque no pienso darte ni un penique.

—¿Qué? —exclamó Henry con tanta violencia que ella dio un paso atrás, asustada.

—Ya me has oído. Solo voy a darle la dote a un marido que obtenga mi consentimiento. Si has deshonrado a mi hija, te obligaré a reparar su honor, pero ni loco os daré mi dinero. Por lo que a mí respecta, como si vivís en la indigencia… Me es indiferente, es vuestro problema.

—En tal caso, no tenemos por qué casarnos, su virtud está intacta.

—¿Es cierto Daphne?

—Sí —afirmó Daphne con voz trémula mientras comenzaba a llorar, al comprender que el amor que su compañero de huida había asegurado sentir por ella era totalmente falso.

Henry subió de inmediato a su carruaje y se marchó a toda velocidad, dejándola destrozada, en mitad del camino, con su padre fulminándola con la mirada.

—No creí que fueras tan estúpida —fue lo único que comentó.

Capítulo 2

A la mañana siguiente se decantó por un vestido de mañana de muselina rosa. A petición de su madre, dejó que la doncella le hiciera uno de esos elaborados recogidos que a ella le duraban pocas horas y bajó al comedor.

—Buenos días —la saludó una voz masculina.

Se sobresaltó, ya que estaba acostumbrada a desayunar sola. Su madre, que llevaba poco tiempo allí con ella, desayunaba siempre en la cama. Daphne se fijó en que su invitado estaba más guapo que el día anterior, si cabe, de pie ante su plato.

—Veo que le han traído ya el desayuno —se sentó en frente de él.

—Sí, espero que no le importe que haya empezado. Me desperté con hambre y no sabía a qué hora se suelen levantar.

—Oh, no importa. Me preocupaba que no tuviese qué comer. Yo suelo levantarme a esta hora y como desayuno siempre lo mismo, no sé si la cocinera tendría algo para usted.

—Ella misma me ha preguntado que quería y al punto me ha traído un café, unas tostadas y beicon.

—Bien.

Permanecieron unos minutos en silencio, parecía que lord Castel no volvería a tocar su plato hasta que ella tuviese el suyo. Cuando le trajeron su taza de chocolate y sus scones con mantequilla y mermelada, volvió a comer. Lo hicieron en un incómodo silencio, roto solo por el ruido de sus cubiertos. Daphne era muy tímida y si él no empezaba una conversación, ella no lo haría. Cuando lo miró de reojo, comprobó que ya había acabado.

—Creo que será mejor que seamos francos y directos. Seguro que ninguno de los dos quiere perder el tiempo.

—Por supuesto, milord.

—Usted sabe por qué estoy aquí, ¿no?

—Mi padre me informó de todo en una carta.

—Y…

¿Iba a tener que decirlo?, se preguntó disgustada. Al parecer sí.

—Le prometió una cantidad de dinero, aparte de mi dote, si se casaba conmigo, pero usted decidió conocerme primero antes de tomar una decisión.

Todo esto lo dijo sin levantar la mirada de la mesa, se moriría de vergüenza si tuviese que mirarlo a la cara.

—Más que nada, antes de tomar ninguna decisión quería saber su opinión.

—¿Mi opinión? —ahora lo miraba con los ojos abiertos como platos, desconcertada.

—Claro, esto nos incumbe a los dos. Necesito saber que ambos sabemos que es un matrimonio de conveniencia.

—Por supuesto.

—Yo obtengo dinero y usted…

—Libertad —susurró y, al notar su asombro, añadió—: Porque me daría libertad, ¿verdad? No me encerrará en su casa de campo…, ¿o sí?

—Por supuesto que no. Es libre de vivir en cualquiera de mis propiedades. Podrá tener una vida social e ir y venir haciendo lo que quiera. Eso a mí no me incumbe, lo que implica que tampoco a usted lo que haga yo. Tendrá total libertad en ese aspecto.

—¿Total libertad? —no lo entendía, ¿qué marido le daba esa libertad a su esposa? ¿Le habría entendido bien?—. Pero seguiré teniendo… —¿cómo decirlo?— mis obligaciones. Quiero decir…

—Como he dicho, sería un matrimonio de conveniencia; ni siquiera tendrá que compartir el lecho conmigo.

Ella se ruborizó hasta la punta de las orejas, nadie había mencionado aquello con tanta ligereza en su presencia.

—Pero… ¿no desea hijos? —consiguió preguntar a duras penas.

—Sinceramente, no. Por lo menos por ahora. Quizás en un futuro lejano, siempre que usted quiera, claro.

—Yo…

Parecía que se había quedado sin palabras. Normal. Cualquier dama como ella estaría escandalizada ante aquel tema, pero a Michael no le importaba. Quería dejar las cosas claras desde el principio.

—Aún no lo sé —dijo al fin.

Seguía sin mirarlo a los ojos y apretaba la servilleta entre sus manos con fuerza. Se la veía muy nerviosa y escandalizada, cosa que le sorprendió un poco, ya que si se había fugado con un hombre, habrían mantenido algún tipo de intimidad. Eso le llevaba a la siguiente cuestión.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—¿Se refiere a mi destierro?

Por fin lo miraba directamente. Tenía unos ojos curiosos, de un azul celeste muy claro que contribuían a darle el aspecto de un hada, pensó Michael. Era pequeña y con aquel vestido él podía distinguir su figura: delgada pero con curvas en los lugares precisos. Tenía el cabello negro y recogido, con varios mechones sueltos rozando su rostro y cuello, de una manera que resaltaba su angulosa y dulce cara, con pómulos altos, cejas arqueadas, nariz pequeña, encantadoras pecas color canela y unos apetitosos labios en forma de arco. En seguida se sacudió mentalmente aquellos pensamientos. No debía sentir ningún tipo de atracción por su futura mujer.

—Llevo ocho meses aquí.

—¿Ocho meses?

—Mmm, desde el incidente.

—Entiendo, supongo que no quiere hablar del incidente.

—No —dijo ella apretando los labios para después acabarse su scone en dos mordiscos.

—Si ha terminado, me gustaría dar un paseo. Así podríamos relajarnos y hablar de este tema con más tranquilidad.

Ella asintió. Él se levantó y le retiró la silla, un gesto que pareció sorprenderla. No sabía si era por el gesto en sí o porque lo hubiese hecho él, claro que al no haber ningún lacayo cerca…

—Disponen de muy poco servicio, por lo que veo.

—Sí, esta casa se encontraba vacía hasta mi llegada. Wilson es el hermano de nuestro mayordomo de York. La cocinera es su mujer, y también están sus dos hijas y su hijo. Mi padre contrató a toda la familia para asegurarse su silencio. Les amenazó con que si contaban algo de mi presencia aquí, los despediría a todos. Supuestamente estoy viajando por el continente con mi tía.

—¿Su tía lleva ocho meses fuera?

—Sí, se fue un día antes de mi incidente. Mi padre dijo a todo el mundo que me había reunido con ella en Dover. También avisó a mi tía por carta, por si alguien preguntaba por mí.

—Entonces dispone de una buena coartada.

—No tan buena, porque alguien nos vio en el camino y se extendió el rumor. Con mi viaje ese rumor no resulta muy creíble, pero, como dice mi padre, la duda está ahí.

—¿Y cómo, supuestamente, nos hemos conocido usted y yo?

—Mi tía, según anunciaba en su última carta, vuelve mañana, y vendrá directamente aquí. Como mi padre lo conoció a usted en Londres, se podría decir que lo invitó a cazar. Por aquí hay un coto de caza. Usted se encontraba aquí cuando llegué de mi viaje y nos conocimos.

—Vuestro padre lo tiene todo muy bien calculado.

—Sí, así es él.

Estaban paseando por un pequeño jardín de la parte trasera de la casa. Era un lugar muy acogedor, tranquilo y hermoso.

—¿Quién cuida el jardín?

—Yo misma.

—¿Hace usted todo el trabajo?