Miguel Mañara: Edición comentada - Oscar V. Milosz - E-Book

Miguel Mañara: Edición comentada E-Book

Oscar V. Milosz

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Beschreibung

Don Miguel Mañara de Leca, noble sevillano del siglo XVII, dotado de gran "don de gentes", fortuna y atractivo, adquiere una gran fama en la ciudad por sus innumerables conquistas y aventuras amorosas. Pero, a pesar de tener a su disposición todas las mujeres que quiere, está insatisfecho. Será a partir de su encuentro con Jerónima Carrillo, una joven doncella, cuando descubrirá lo que su corazón realmente quiere, se case con ella y comience una nueva vida. Sin embargo, al poco tiempo, Jerónima muere, y la experiencia del dolor obliga a Miguel a llegar hasta el fondo de su deseo. De este modo, se acabará haciendo fraile y morirá en olor de santidad.Al igual que sucede con La Divina Comedia, la relación de Franco Nembrini con el Miguel Mañara de Milosz, obra basada en el personaje histórico que inspiró el mito de don Juan, viene de lejos. Desde hace casi cuarenta años Nembrini ha usado este texto como referencia en sus clases de religión de bachillerato. Lejos de una aproximación al mismo de carácter estético o académico, Nembrini nos introduce en él de forma apasionada, mostrando cómo en los distintos acontecimientos de la vida de Mañara se representa el drama de todo hombre.

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Oscar V. Milosz y Franco Nembrini

Miguel Mañara

Edición comentada

Traducción de Ricardo Sánchez Buendía

Corrección y adaptación a la edición española de Carmen Giussani

Título original: Miguel Mañara commentato da Franco Nembrini

© Edición original: Centocanti S.R.L. Bergamo, 2014

© Ediciones Encuentro S.A., Madrid, 2019

© De la traducción: Ricardo Sánchez Buendía

© Imagen de cubierta: Gabriele Dell’Otto, 2014

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección 100XUNO, nº 60

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN Epub: 978-84-9055-995-6

Depósito Legal: M-27182-2019

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Nota de lectura

¡Ay!, ¿Cómo colmar este abismo de la vida?

Primer cuadro

¿Por qué no he descubierto antes que tenía un corazón bueno?

Segundo cuadro

Ahora sabemos que Él es el Hijo del Dios vivo

Tercer cuadro

¿Qué buscáis aquí?

Cuarto cuadro

Levántate y anda

Quinto cuadro

Solo Él es

Sexto cuadro

Primer cuadro

Segundo cuadro

Tercer cuadro

Cuarto cuadro

Quinto cuadro

Sexto cuadro

Breve nota biográfica sobre el personaje histórico del venerable don Miguel Mañara Vicentelo de Leca

Nota de lectura

Podría tomar prestadas las palabras de Hermann el inválido, el santo monje del siglo XI, que en el prefacio de uno de sus textos sobre los astrolabios escribió: «Hermann, el último de los pobres de Cristo y de los filósofos aficionados, discípulo más torpe que un asno o que una babosa… decidió, movido por el ruego de muchos amigos escribir este tratado…»1.

Mi situación no es distinta. ¿Con qué valor yo, el último en llegar, profesor de provincias, me atrevo a comentar una obra que tantos, mucho más autorizados que yo, ya han comentado en numerosas ocasiones?

Son dos los factores que me animan a acometer esta empresa que, a primera vista, parece presuntuosa. El primero es la larga frecuentación, de más de cuarenta años, de este texto. Lo escuché explicado por don Luigi Giussani las primeras veces, cuando con dieciséis años me fascinó la experiencia que en ese momento en Italia se llamaba Gioventù Studentesca y que pasaría a ser más tarde Comunión y Liberación. Empecé a leerlo en mis clases de religión cuando me convertí en profesor de instituto en el año 1976, y fue una cita fija durante las vacaciones y encuentros de GS de Bérgamo en los siguientes años.

En tiempos más recientes, he vuelto a leerlo a los alumnos de La Traccia, el colegio del que soy director, y me he dado cuenta de que, hoy como entonces, habla al corazón de todos, quizás porque los chicos de hoy en día no son tan distintos, en el fondo, de aquellos de hace cuarenta años, y solo esperan a alguien que les revelen a ellos mismos, como dice don Miguel en un pasaje clave de la obra: «Ah, ¿por qué no he descubierto antes que tenía un corazón bueno?».

Las lecturas realizadas en La Traccia han tenido cierta relevancia y hermanos y amigos mayores, ya fuera del colegio, me pidieron «¿y nosotros qué?». Así nació un ciclo de seis encuentros2, uno por cada uno de los seis cuadros de la obra de Milosz. Alguien grabó estos encuentros, otros transcribieron las grabaciones, otros se tomaron la molestia de limpiar el texto para editarlo, muchos insistieron en que lo publicase (amenazándome en caso contrario con hacer circular las burdas transcripciones repletas de expresiones dialectales, frases dejadas a medias y fórmulas que diría poco urbanas…). Al final, le presenté el borrador a algunos amigos más sabios y cultos que yo, y ellos me dijeron que podía valer la pena publicarlo —he aquí el segundo elemento que me ha animado—, así que me decidí a hacerlo.

Con la esperanza y el deseo de que pueda ayudar a alguien —pienso sobre todo en los chicos, pero no solo en ellos, porque el corazón del hombre es el mismo tanto a los veinte como a los cincuenta años, aunque a mi edad quizás es más fácil enterrarlo bajo un cúmulo de vanidad y cinismo— a descubrir o redescubrir que la vida es de verdad «un deseo de abrazar las infinitas posibilidades». Y que un encuentro afectivamente significativo —la mujer para el hombre, el hombre para la mujer, la Iglesia en cuanto que compañía vocacional, en sus distintas formas— es la ocasión y la circunstancia, el signo, mediante el cual este deseo puede ser abrazado por el Único capaz de iluminar y satisfacer dicho deseo infinito de manera adecuada.

Con una observación final. Entre un encuentro y otro, un amigo me envió estas líneas:

Durante la cena nos preguntaste qué pensábamos sobre el encuentro y cómo organizar la última sesión. Yo intervine diciendo que dada la belleza del trabajo que estamos haciendo juntos, tenía miedo de extraviar por el camino tanta riqueza; entonces te pedí ayuda para no ocurriera. A posteriori, creo que fue una tontería, pero me alegro de haber sacado el tema, porque te brindó la oportunidad de remarcar algo importante que está en el texto mismo del Miguel Mañara. Cuando Miguel va a ver al abad, este en un momento dado del diálogo le dice: «No te dediques a inventar oraciones», lo cual, si he entendido bien, quiere decir algo así: ya está todo lo que necesitas; no debes inventarte nada, sino solo seguir Aquel que ha sabido alcanzarte. Esto vale también para nosotros: el trabajo sobre Miguel Mañara, como todo lo que nos ocurre, es la ocasión para considerar con una conciencia más profunda la propuesta que es el cristianismo. Por eso nos ayuda a ver cuán grande es una mirada cristiana, por lo tanto verdaderamente humana, sobre la vida.

En definitiva, este amigo me pedía que siguiéramos viéndonos, ya sea para releer el Miguel Mañara o para afrontar algún otro tema. Pero yo me negué en rotundo, porque el signo de que el trabajo que os propongo es útil es que os lanza a asumir vuestras circunstancias para aprender en la experiencia lo que el Señor os tiene preparado.

Franco Nembrini

¡Ay!, ¿Cómo colmar este abismo de la vida?

Primer cuadro

Es realmente una tarea ardua para mí leer en público este texto, porque el Miguel Mañara es el libro que, junto con las obras de Dante, tengo en mi mesilla de noche desde hace una vida. Tanto es así que, si me dijesen que acabaría en una isla desierta y solo puedo llevarme dos libros, el primero sería sin duda la Divina Comedia, pero como segunda opción me vería en apuros a la hora de elegir entre la Biblia y el Miguel Mañara. Al final, elegiría la Biblia, pero quizás solo porque el que nos ocupa me lo sé de memoria, y podría rescribirlo sin problemas. Y dado que es una lectura que me ha acompañado a lo largo de toda mi vida, cada palabra para mí se ha hecho literalmente carne, lágrimas y sangre. Así que me cuesta mucho hablar sobre ello, porque supone poner delante de vosotros todo lo que soy, poner al descubierto toda la trama de relaciones, acontecimientos y experiencias que me han ido conformando.

Por eso, os pido que afrontéis esta labor que empieza hoy con la misma valentía que me exige a mí proponérosla. Porque este es realmente un texto que, si uno no es de piedra, no le deja como antes; no saldremos de aquí igual que cuando entramos. Para ello es preciso tener una gran apertura, una verdadera disponibilidad, ganas de entender, una curiosidad viva y, sobre todo, ternura por uno mismo. Esto es, una profunda ternura por uno mismo es lo que necesitamos para abordar una tarea como esta.

En primer lugar, ¿qué clase de obra es el Miguel Mañara? Es un texto teatral del escritor lituano Oscar Vladislav Milosz que, tomando pretexto de la historia de don Miguel Mañara Vicentelo de Leca, noble español que vivió en Sevilla en el siglo XVI3, la «contamina» de alguna manera con la figura de don Juan, uno de los arquetipos más célebres de toda la literatura europea4. Es una obra teatral, más bien breve, creada para ser interpretada en un par de horas. Bastaría una velada para leerlo entero, pero estoy encantado de repartir su lectura en seis encuentros para poder disfrutarlo con calma, explorando una serie de nexos de esta obra con otros autores para mí muy queridos, por ejemplo, Leopardi y Dante…

Seis encuentros, uno por cada uno de los seis cuadros que componen la obra. Seis cuadros que recorren la historia de una conversión, seis etapas de la vida particular de don Miguel, aunque su drama es el mismo que cada uno de nosotros, por el mismo hecho de vivir, debe afrontar cada día. Lo que quiero decir es que uno, después de haber leído el libro, no queda con un amigo y le pregunta: «¿Por dónde andas tú? ¿En qué punto estás? Yo, más o menos, he superado el primero; ya queda atrás el primer cuadro; he armado muchos líos, pero ahora he sentado cabeza, tengo novia y ya voy por el segundo cuadro…». «Pues yo voy por delante. Me he casado, mi mujer aún no ha muerto, pero vamos a ver quién de los dos muere primero…». No, no funciona así.

El pasaje que vamos a leer representa algo que se juega a diario, porque para un cristiano la vida es un recorrido que se juega momento por momento. Toda la intensidad de nuestra pregunta humana, la intensidad dramática de la existencia y las preguntas que surgen de los infortunios de la vida, de las heridas de la vida, de nuestros errores y pecados, en fin, de todo el mal y de todo el bien que tenemos delante, acrecienta la súplica a Cristo: «¡Sálvame!». Nuestra vida necesita ser salvada momento por momento, tiene que ser rescatada del sepulcro, debe abrirse una y otra vez ante el presentimiento del bien, debe ir aclarándose dentro de una relación misteriosa para gozar de la belleza y de la santidad posibles en esta vida. La vida cristiana tiene que responder a su fin último y esto se juega en cada instante, día tras día.

Es cierto que cada cual puede ver reflejada con mayor intensidad su historia personal en una u otra de estas páginas, porque una obra responde a las preguntas que le hacemos; y las preguntas que yo hago con cincuenta y nueve años no serán las mismas que las de un adolescente o un joven. Cada uno reescribe de alguna manera este texto con su propia vida. Este es el prodigio, la magia, el descubrimiento que acontece con cada obra de arte que sea verdadera, que diga algo verdadero: de algún modo, siempre la reescribimos con nuestra vida y nuestras palabras. Lo cual no quiere decir que en un momento dado las cuestiones que se plantean en el primer cuadro estén resueltas de una vez por todas; que se queden atrás, porque uno se encuentra en una circunstancia similar a las del segundo o tercer cuadro. En distinta forma y medida, todas estas cuestiones nos acompañan a lo largo de nuestra vida, todas nos piden que decidamos de nuevo, día tras día.

Aclarado esto, quiero introducir la lectura del primer cuadro del Miguel Mañara con una poesía de Leopardi. Se titula Al conde Carlo Pepoli5 y, normalmente, no aparece en las antologías escolásticas italianas. Si alguien no tiene una edición completa de los Cantos de Leopardi, normalmente, no la encuentra. Sin embargo, yo empiezo mis clases en el colegio partiendo siempre de allí; antes de hablar de Leopardi, leo esta poesía suya; después empezamos a ver quién es Leopardi y por qué escribe lo que escribe. He pensado que también puede ser útil leerla esta noche porque creo que nos puede ayudar, porque el lenguaje de Milosz es complejo, utiliza imágenes y metáforas que es necesario saber interpretar, mientras que aquí Leopardi expresa de una manera muy clara, lúcida y detallada, la misma cuestión que aparece en el primer cuadro del Miguel Mañara. El drama es el mismo y la pregunta que se plantea la misma. Pero mirarlos desde el punto de vista de la compostura del lirismo de Leopardi ayuda mucho a entrar más tarde en el lenguaje de Milosz, tan lleno de imágenes y de efectos teatrales.

En este poema Leopardi plantea en términos absolutamente claros una pregunta: amigo mío, «¿en qué esperanzas vas sustentando tu corazón?». El autor la escribe con ocasión del cumpleaños de un amigo. Leopardi acude a la fiesta —en el primer cuadro, Miguel, el protagonista, celebra su fiesta de cumpleaños— llevando consigo como regalo este poema epistolar, con el que se dirige al amigo en estos términos:

Este afanoso y trabajado sueño

que nosotros llamamos vida, ¿cómo lo soportas

Pepoli mío? ¿De qué esperanzas el corazón

vas sustentando?

Amigo mío, ¿qué es lo que de verdad te mantiene vivo? ¿Cómo puedes llevar el peso de la vida y del tiempo que pasa? «¿Cómo se puede vivir de verdad?», podríamos decir con una expresión sintética de don Giussani, que tantas veces nos ha recordado6 Julián Carrón en estos tiempos.

¿En qué pensamientos, en qué obras

o agradables o molestas ocupas

el ocio que te dejaron los abuelos remotos,

grave y fatigosa herencia?

¿Cómo aprovechas el tiempo tu vida? Este importante y fatigoso legado que tus padres te han dejado en herencia, el tiempo de tu vida, ¿cómo lo ocupas? ¿Con qué tareas, ya sean «agradables o molestas», lo llenas? ¿Qué haces todo el día? Porque

Es toda,

en cualquier estado humano, ocio la vida,

si aquel obrar, aquel afanarse que a digno

objeto no conduce, o que a lo pretendido

llegar no puede nunca, bien merece

llamarse ocio.

Si es justo llamar ocioso al tiempo cuando carece de un ideal o tiene un ideal inalcanzable; si es justo llamar «ocio» a nuestro afán cotidiano cuando carece de un objetivo; si el tiempo es ocioso cuando no tiene un ideal y todo nuestro quehacer cotidiano es incapaz de alcanzar su objetivo —y en este sentido es tiempo desperdiciado, tiempo perdido, tiempo inútil—, entonces la vida «es toda, en cualquier estado humano, ocio».

Después Leopardi explica que

La hueste laboriosa

que cavar tierra o cuidar grey y plantas

ve la aurora apacible y ve el ocaso,

si ociosa la llamaras, pues su vida

es por salvar la vida, y en sí misma

la vida para el hombre nada vale,

hablarás con verdad.

En este sentido, si llamásemos ociosa la jornada de los campesinos que trabajan de sol a sol, diríamos bien porque su vida es un ir tirando, sin una meta más allá del pasar de los días.

A continuación, enumera una serie de trabajos en los que uno emplea verdaderamente toda su energía, su tiempo, sus fatigas y sudores; pero todo es inútil.

Noches y días

pasa en ocio el marino; ocio el perenne

sudar [del obrero] en el taller, ocio las guardias

son del guerrero [del soldado], el peligrar del arma;

y el mercader avaro en ocio vive:

pues nunca para sí ni para otro

la bella dicha que solo anhela [este «solo» es gigantesco]

la natura mortal, nadie consigue

por desvelo o sudor, guardia o peligro.

¿Por qué me atrevo a decir que la humanidad desperdicia su tiempo en cualquiera de sus ocupaciones? Porque «nadie» con su cansancio, con el sudor de su frente, con sus desvelos y peligros consigue «ni para sí ni para otro [ni siquiera para tu mujer o para tus hijos, tampoco para tus amigos] la bella dicha»: nuestro único, «solo», verdadero ideal. La naturaleza mortal tiende solo a «la bella dicha», a la felicidad.

Mas al crudo deseo con que siempre

desde que el mundo existe a los mortales

suspirar por la dicha en vano hizo,

Repite el concepto, lo corrobora, porque este es el punto candente de la experiencia humana: desde siempre, desde que empezó a existir, el hombre añora ser dichoso, anhela la beatitud, la felicidad, pero todo esfuerzo por conseguirla es vano. Desea inútilmente. Más adelante, encontraremos otras correspondencias decisivas. Por ahora, solo señalo la expresión que aquí emplea Leopardi «esser beati» (ser dichosos), que nos remite a la Beatrice de Dante; porque esto es lo que la mujer tendría que ser para el hombre, la posibilidad de ser beato, de ser dichoso. De esta manera, ya introducimos el tema del texto que nos ocupa. Por eso,

De medicina preparado había

en la vida infeliz naturaleza

necesidades varias, que de acciones

e ideas precisaran, y así lleno,

pues gozoso no puede, el día fuese

para la estirpe humana, y agitado

y confuso el deseo, el pecho menos

oprimir le pudiera. […]

Irónicamente dice: por suerte la naturaleza, ha preparado como una especie de medicina para esta enfermedad «necesidades varias» (abrigarse, comer, cobijarse, dormir, ocuparse de los hijos, ganar un sueldo, ir de vacaciones…) a las que tenemos que atender y que precisan de nuestros brazos y de nuestra mente —«que de acciones e ideas precisaran»—, de nuestra preocupación, trabajo y cansancio; de manera que, ya que no puede ser feliz, la jornada transcurra al menos ocupada en los quehaceres, que son «medicina» para nuestra infelicidad. Pero, en cierto sentido, todo este afanarse es una traición al único y verdadero deseo que llevamos dentro. Así que —¡esto es un pasaje simplemente maravilloso!— «confuso el deseo», una vez confundidos acerca de nuestro verdadero deseo, perdidos en atender a las distintas necesidades que la naturaleza nos impone, extraviamos el alcance del único deseo verdadero que tenemos y paliamos nuestro sufrimiento.

Por tanto, Leopardi se dirige a su amigo conde, un señorito que ni siquiera necesita trabajar para comer, y le dice:

Mas los que nuestra vida a mano ajena

atender confiamos, más gravosa

necesidad que atender nadie puede

salvo nosotros, no sin tedio o pena

cumplir debemos:

Pero nosotros que confiamos a otros la necesidad de atender a las urgencias materiales, nosotros sabemos bien de qué se trata:

necesidad, digo,

de consumir la vida: ímproba, invicta

necesidad, de la que ni tesoros,

ni copioso ganado, o pingües campos,

La necesidad de «consumir la vida», de encontrar algo con lo que llenar el tiempo que pasa. Necesidad «ímproba, invicta», porque en el fondo no hay nada que colme la falta de sentido que amarga nuestros días; «ni copioso ganado, o pingües campos»: no será la riqueza, la cuenta corriente, lo que posees, lo que llenará ese vacío.

ni el aula puede, ni purpúreo manto

librar a los humanos.

Ni la cultura («el aula»), ni el poder («purpúreo manto») pueden librarnos de esta necesidad.

Y llegamos al corazón de la argumentación de Leopardi, a los versos que nos centran de lleno en el tema del primer cuadro de Milosz. Habla de los jóvenes, en particular, y dice así:

de ademanes y andar [el baile, la discoteca] y en vano estudio

de coches y de caballos [ahora la moto, el coche…], de repletas

salas [buena compañía] y parques [los jardines, donde se «paseaba» con las chicas], y ruidosas plazas,

juegos y cenas y envidiados bailes

noche y día transcurre; y de sus labios

la risa no se aparta;

Habla tanto de los jóvenes de ayer como de los de hoy, satisfechos, siempre riéndose, siempre corriendo de una diversión a otra. Pero no sirve de nada:

¡ay!, en su pecho,

el hondo pecho, grave, firme, inmóvil

como columna adamantina, se asienta

tedio inmortal, contra el que nada puede

vigor de juventud,

Aunque tengáis veinte años, seáis jóvenes, guapos y fuertes, el problema no cambia ni un ápice. También en vuestro corazón, en lo más hondo [en el «hondo pecho», quiere decir, en lo íntimo, en la entraña del corazón], firme «como columna adamantina» [como una columna de diamante, el material más duro que existe], «se asienta tedio inmortal». Es una imagen tan rotunda, tan fuerte, que parece ver al tedio personificado, sentado en un trono en lo más hondo del corazón de cada uno. «Contra el que nada puede vigor de juventud»: contra él nada puede la actividad febril de la juventud, siempre corriendo de acá para allá, de una diversión a otra.

Acto seguido viene la gran y terrible afirmación que intentaremos comprender en toda la historia de Miguel Mañara:

y no lo mueve

dulce palabra de rosado labio,

ni la mirada tierna, estremecida,

de dos negras pupilas, la mirada,

lo más digno del cielo entre mortales.

Ciertamente, la experiencia amorosa es la más digna del cielo porque nada nos hace más semejantes a Dios que el amor. Pero ni siquiera la mujer más excelsa, la más hermosa de la tierra, constituye el objeto adecuado al deseo humano. La mujer suscita en el hombre una nostalgia por algo más grande que ella; la belleza de la mujer remite a algo que está más allá. Su gracia, el atractivo que nace de ella es un signo: suscita y enciende el deseo, pero no es suficiente para cumplirlo. «Quid animo satis?».¿Qué puede colmar de verdad el corazón humano? Por eso —prosigue Leopardi— muchos van dando vueltas por el mundo con la esperanza de que, cambiando las circunstancias, las cosas puedan cambiar; pensando que se deba a ciertas circunstancias el tedio, la melancolía, el dolor que la vida conlleva. Bastaría, por tanto, cambiar de circunstancias y el dolor se resolvería. Cambio de trabajo, cambio de país, cambio de mujer, me doy vueltas por el mundo y el problema estaría resuelto.

Sin embargo, ese tedio lo llevas clavado dentro y te lo llevas a todas partes; vayas a donde vayas, se sienta en la proa de tu barco y te asalta, te persigue:

Ay, más se asienta

la negra cuita en la alta proa, y bajo

cualquier clima, cualquier cielo, clama en vano

felicidad, mientras reina en él tristeza.

Después, habla de los que creen resolver el problema de su condición humana con la violencia (estos versos también los saltamos) y al final, en una estrofa espectacular, dice:

Mil veces más

afortunado aquel que la pasajera

virtud del caro imaginar no pierde

con el correr de los años; al que eterna

la juventud del alma otorgó el hado;

¿Qué desea el poeta para su amigo, al que quiere? ¿Cuál es el mejor augurio que brota de esta situación contradictoria, de este grito? Leopardi dice: dicho esto, ¿quién será afortunado en la vida? ¡Aquel que consiga conservar este grito, este anhelo, esta esperanza, esta «eterna juventud del alma»! Porque «la juventud es una actitud del alma», como aprendí hace años de don Giussani: «Se es joven cuando uno no se acomoda, sino que está en tensión frente a la realidad, con avidez por aprender lo que esta nos sugiere sobre nuestro destino, de forma que la realidad suscite las preguntas que constituyen el corazón del hombre y que son reflejo del destino en nosotros y esperan ‘una respuesta que afecta a toda la vida’. Si la juventud es la acumulación progresiva de todo lo que es verdadero, bueno y bello, entonces […] no termina nunca»7. Leopardi le desea al amigo no perder «la virtud del caro imaginar»: los sueños, o mejor, la esperanza de encontrar una respuesta a ese deseo, de no terminar como tantos que a una edad se convierten en cínicos, que creen que estas cosas son ilusiones de jóvenes, que de mayor hay que ocuparse de cosas más serias, ganar dinero, hacer carrera…

que en la edad inmóvil y cansada,

al igual que solía en la verde edad,

en su honda mente la natura embellece

la muerte y da vida el desierto. A ti

te otorgue tanta ventura el cielo […]

Quien conserva este grito a lo largo de su vida, quien de adulto, de mayor, consigue vivir a la altura de su deseo como solía hacer cuando era joven, este ve revivir el desierto de su vida, de él se ha de decir que ha vivido humanamente. ¡Qué sentido de la amistad hay que tener para formular este augurio: «Amigo mío, ¿de qué esperanzas vas sustentando tu corazón?».

Miguel también celebra su cumpleaños con unos «amigos». Yo os deseo que tengáis un amigo como Leopardi y no como los amigos de Mañara. Ahora veremos de qué tipo de amistad se trata.

La escena se sitúa en Sevilla, en el año de gracia de 1656. Castillo de don Jaime en la campiña sevillana. Banquete en una sala profusamente iluminada. Casi todos los invitados están ya en estado de embriaguez. Don Jaime, un anciano bajo y regordete, con fisonomía casi animal, está de pie en una silla y reprende con voz ronca a los camareros y criados.

DON JAIME: ¡Por las llagas de Cristo! ¡Veo que estáis dejando morir de sed a don Miguel Vicentelo de Leca, caballero de Calatrava, y mi huésped! Dios no quiera que os obligue, bribones con morro de Cuaresma, a empacharos con carne negra o con grasa amarilla, o a ahogaros en vino. Estamos —si Nuestro Señor Baco no me induce a error— en la estación más santa del año, entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Ramos. Por lo tanto, truhanes, ayunad, por todos los diablos, hasta que el ayuno católico os agujeree la piel con sus largos dientes podridos, que no son más que vuestros mismos huesos de hijos de perra. ¡Por Mahoma! Quiero que el servicio sea como cuando se organizan grandes juergas y borracheras; si no os enviaré a ayunar hasta el día del juicio final, en la antesala del señor arzobispo, hombre recatado y archiavaro. ¡Venga, traed vino, más vino! ¡Si no, maldición, me pongo a blasfemar, hasta que os condenéis todos! (Traen el vino) Y si después aparece en la puerta la Santísima Inquisición, manos a las espadas, canallas, manos a las espadas y listos para hacer explotar ¡diablos! Porque...

Y lo interrumpen. Blasfemo, uno que justo porque está «en la estación más santa del año, entre el Miércoles de Ceniza y el Domingo de Ramos» se jacta burlarse de todo y de todos, y en primer lugar de la Iglesia, del cristianismo, de sus ritos, prohibiciones, consejos. Quiere ser el anticristo, pero en realidad es un miserable, un pobre hombre, y don Miguel le saca los colores públicamente.

DON MIGUEL: Siéntate, maldito charlatán, y deja ya de fanfarronear. ¡Todos conocemos tu verborrea de loco! Yo, creo ser enemigo de Cristo y no osaría — ¡por mi honor!— meterle mano, en un Viernes Santo, a una criada sorprendida en el pasillo oscuro que lleva de la despensa a la cantina.

Un hipócrita, uno que cuando está rodeado de ese grupo de así llamados «amigos» se dedica a fanfarronear, que se cree que lo sabe todo y que pasa de todo y de todos; uno que en realidad, a la hora de la verdad, está atento a no pasarse, no se atreve demasiado (porque si, por casualidad, al final resulta que Dios existe de verdad y la moral católica tiene razón… nunca se sabe). Entonces don Jaime, escuchando lo que le dice don Miguel, vuelve:

DON JAIME: ¡Ah, malvado, ven aquí, cerca de mi corazón! Que te dé un gran beso sonoro. ¡Tú eres el maestro de todos nosotros! ¡Qué somos nosotros! ¡Pequeños miserables! ¡Qué somos nosotros frente a ti! Pero ¡qué digo! Frente a tu sombra. ¡Tú sí que eres verdaderamente eso que yo llamo un malvado! ¡Y qué guapo está esta noche! ¡Leonor, Blanca, Lorenza, y tú, Inés, y tú, Cecilia, y todas vosotras! ¡Pero fijaos bien! ¿Habéis contemplado alguna vez, zorras, frente más noble, boca más hermosa, ojos más ardientes? ¡Y ese encaje de seda de Venecia, y ese chaleco! ¡Por Baco! ¡Es el rey de los chalecos! ¡Esa espada, ese traje! Dime, hijito mío, ¿cuántas duquesas tienes sobre la conciencia?

Por el tono y el modo con que se refieren a las mujeres, se entiende qué consideración tienen de ellas: zorras.

MUCHAS VOCES: ¡Sí, sí! ¿Cuántas duquesas?

DON MIGUEL: Seis.

DON JAIME: ¿Cuántas marquesas de alto rango?

DON MIGUEL: Siete, ocho o nueve, si el dios Eros no me confunde.

DON JAIME: ¿Y muchachas nobles y ricas?

DON MIGUEL: De sesenta a cien. He perdido la cuenta.

DON JAIME: ¿Y mujeres de la vida?

DON MIGUEL: Hubo una que me amó con verdadero amor y que murió de desesperación.

De repente el tono cambia. Porque Miguel, ante este inventario horrendo de sus delitos, en realidad no les está escuchando, no está rindiendo cuentas ante ellos, sino ante sí mismo, está cayendo en la cuenta del horror de su propia vida. Los otros no entienden y continúan glorificando sus fechorías.

TODOS: ¡Gloria a Mañara! ¡Gloria a Mañara en el más profundo de los infiernos!

Pero Miguel ya va por otro camino y arranca su gran confesión:

DON MIGUEL: Veo con placer, caballeros, que todos me apreciáis mucho; estoy conmovido por el sincero deseo que demostráis de ver mi carne y mi espíritu quemarse en una nueva llama, en otro lugar, lejos de aquí. Os juro por mi honor y por la cabeza del obispo de Roma que vuestro infierno no existe, que nunca jamás ha ardido sino en la cabeza de un mesías loco o de un mal monje.

Es una profesión de racionalismo y ateísmo en toda regla, una actitud frente a la vida y a la realidad: «Yo no creo en Dios y nunca me ha importado nada de vuestra moral, de vuestro catolicismo; todo lo que decís es únicamente fruto de la mente de un mesías loco o un invento de la Iglesia, de los curas que nos han tomado el pelo».

Pero el problema no es si los curas tienen o no razón, es otro. El problema es que mi experiencia misma me acusa, me pone delante de los ojos el vacío que he cosechado. El verdadero problema lo introduce ese poderoso «sin embargo» que da paso al corazón de la confesión de Miguel. Vale, Dios no existe y la Iglesia dice un montón de tonterías, ¿entonces cuál es el problema?

Sin embargo, nosotros sabemos que existen, en el espacio vacío de Dios, mundos iluminados por una alegría más ardiente que la nuestra, tierras inexploradas, hermosísimas, lejanas, muy lejos de esta en la que nos encontramos. Elegid, os ruego, uno de estos lejanos y encantadores planetas, y enviadme allá, esta misma noche, a través de la voraz boca de la tumba. Porque el tiempo pasa lento, terriblemente lento, caballeros, y estoy extrañamente harto de esta perra vida. No alcanzar a Dios es, sin lugar a dudas, una minucia, pero perder a Satanás supone un gran dolor y un inmenso aburrimiento sin duda alguna.

¡Extraordinaria afirmación! El problema que surge en la vida —espero que resulte claro que no estoy diciendo ninguna herejía…— no viene de Dios; viene de la realidad. El verdadero problema humano es cómo vivir de verdad, cómo afrontar la realidad de todos los días, amar y estudiar, sufrir y trabajar. El problema es responder al desafío de Pavese: «La vida del hombre se desarrolla allá abajo entre las casas, en los campos. En el fuego del hogar y en la cama. Y cada día que amanece nos pone delante las mismas fatigas y las mismas carencias. Y al final todo es hastío. Hay borrascas que renuevan los campos —no son ni la muerte ni los grandes dolores los que nos desaniman, sino esta fatiga interminable, este esfuerzo por mantenerse vivo hora tras hora, saber del mal de otros, del mal mezquino, molesto como mosca de verano— este es el vivir que corta las alas, Melete»8. Desde el impacto con la realidad, con la experiencia de belleza y de dolor, brota el sentido del Misterio, el deseo de Dios, el grito a Aquel que hace las cosas y las mantiene en el ser, el anhelo de un significado. Todo surge de lo que acontece, como dijo don Giussani con una fórmula que me ha fulgurado: «Todo se ha desarrollado para mí en la más absoluta normalidad, y solo las cosas que sucedían, mientras sucedían, me suscitaban asombro, ya que era Dios quien las obraba haciendo de ellas la trama de una historia que acontecía, y acontece, ante mis ojos»9. ¡En pocas líneas cuatro veces el verbo «suceder, acontecer»! Estar delante de lo que sucede, dejarse sorprender por lo que acontece, perseguir el sentido de lo que sucede: he aquí el secreto de la vida, el camino para vivir hasta el final de manera verdaderamente humana. «La única condición para ser siempre verdaderamente religiosos, es decir, hombres (no para ser más piadosos, ¡sino hombres!), es vivir siempre la realidad intensamente», nos ha recordado Julián Carrón10. No por casualidad, creo, don Giussani ha definido siempre la educación como «introducción a la realidad total»11.

Y así le sucede a don Miguel. Ha corrido detrás de todas las chicas que se cruzaban por su camino, arrastrado por el atractivo poderoso de la realidad, pero permanece fiel a su corazón, a su más íntimo deseo, y se da cuenta de que ese modo de tratar las personas, ese modo de perseguir la realidad no le ha llevado a ningún lado, más que a experimentar «un gran dolor y un inmenso aburrimiento». Y entonces brota en él el deseo ardiente de otra cosa, de algo más grande, más verdadero que aquello que ha vivido hasta ese momento: «tierras inexploradas, hermosísimas», iluminadas por «una alegría más ardiente» de la que ha vivido hasta ahora. Mejor sería morir que seguir bajo el yugo de este aburrimiento, que dejarse vivir, mientras la vida transcurre lenta e inútil. Mejor sería la muerte que una vida en la que, no solo no he alcanzado a Dios —¡qué importa eso!— sino en la que, sobre todo, he perdido a Satanás. No alcanzar a Dios sería nada; el problema es que tampoco el mal, el renegar de Dios, del infinito, no sirve de nada, tan solo me ha procurado «un gran dolor y un inmenso aburrimiento». El aburrimiento, este sentimiento de vacío que inunda los días y la vida entera: son las mismas palabras de Leopardi. Aquí pronunciadas como un grito descompuesto, en la lírica de Leopardi de manera extremadamente compuesta; pero expresan la misma pregunta, el mismo drama.

He arrastrado al Amor al fango y a la muerte, convirtiéndolo en placer; fui un traidor, un blasfemo, un verdugo, he hecho todo lo que puede hacer un hombre miserable. ¡Y ya veis! He perdido a Satanás. Y ahora solo me queda la hierba amarga del aburrimiento. He servido a Venus con rabia; poco después con maldad y desagrado. Y hoy, aburrido, le torcería el cuello. No es la vanidad la que habla por mi boca, ni tampoco mi actitud es la de un verdugo insensible. He sufrido, he sufrido mucho. La angustia ha dejado en mí una huella, los celos me han hablado al oído, la piedad se ha agarrado a mí como un nudo en la garganta. Más aún, de mis placeres, estos fueron los menos mentirosos.

Veo que mi confesión os sorprende; oigo risas entre vosotros. Sabed que jamás nadie ha cometido un acto verdaderamente innoble si no ha llorado después por su víctima.

Terrible admisión de alguien que se pone frente al propio mal, lo mira y lo asume conscientemente. La confesión de Miguel no expresa una inconsciencia brutal, es un alarido, un grito que, aunque va en dirección contraria a la adecuada, manifiesta un desesperado intento de existir, de ser. Miguel es consciente del dolor que procura a otros, de sus víctimas, del mal que comete.

Cierto que en mi juventud yo también he buscado, como vosotros, el gozo miserable, la extranjera inquieta que entrega su vida sin decir su nombre.

Sigue otra adversativa, otro «pero» gigantesco. Sí, es verdad, de joven creí alcanzar superficialmente esa alegría, tan mezquina, tan pasajera, tan fugaz. Pero después… Y con este «pero» toma verdaderamente distancia, definitiva, abismal, de esa panda de borrachos que le rodea.

Pero enseguida, nació en mí el deseo de seguir lo que vosotros jamás conoceréis: el amor inmenso, tenebroso y dulce. Más de una vez creí haberlo aferrado, y, sin embargo, no era más que un fantasma de llama. Lo abrazaba, le juraba ternura eterna, y él me quemaba los labios, cubriendo mi cabeza con mi propia ceniza. Y, cuando volvía a abrir los ojos, aparecía el amanecer horrible de la soledad, el largo, larguísimo día de la soledad, con un corazón pobre entre las manos, un pobre, pobre, y dulce corazón ligero como el pájaro en invierno. Y una tarde la lujuria de ojos viles y frente baja, se sentó a mi lado y me contempló en silencio, como se mira a los muertos.

En un momento dado, me di cuenta de que buscaba otra cosa. Confundido por la satisfacción, confundido por el instinto, confundido por la lujuria, mintiéndome a mí mismo y por tanto viéndome traicionado, traicionado y abandonado por aquello en lo que confiaba, sin embargo yo buscaba una gota de alegría, una pizca de satisfacción, un hilo de felicidad.

Nunca he entendido bien si el «pobre corazón» del que habla —«ligero como el pájaro en invierno», que tiembla pero no muere, que sigue latiendo aunque esté miserablemente reducido, que nunca acaba del todo de piar— es el corazón del propio don Miguel o el corazón de quien lo ha amado, o creyó amarle; que sea este o aquel poco importa: queda la soledad, la tristeza, el sentimiento de traición. Cuando el amor por una mujer queda reducido a lujuria, cuando la relación de un hombre con una mujer no es más que eso, verdaderamente uno está ya muerto: «la lujuria me contempló en silencio, como se mira a los muertos».

Cualquier relación puede decaer de este modo, puede reducirse a puro instinto, sin horizonte, sin finalidad, sin tarea, sin verdadero deseo, sin posibilidad de caminar juntos: simple y momentánea satisfacción. No podemos dejar de pensar en Dante perdido en la selva oscura: «Es tan amarga [esa relación] que poco más lo es la muerte». «Me contempló en silencio, como se mira a los muertos», le hace eco Milosz. Vivir así es como estar ya muerto en vida.

De una belleza nueva, de un nuevo dolor, de un nuevo bien que sacie pronto para saborear mejor el vino del nuevo mal, de una nueva vida, de un infinito de nuevas vidas, ¡de eso es de lo que tengo necesidad, caballeros: simplemente de eso, y de nada más!

«Un infinito de nuevas vidas». Por algo infinito, eso buscamos viviendo en este mundo, porque solo esto podría saciar la amplitud de nuestro deseo humano. Me viene a la cabeza Leopardi, «todo es poco y pequeño para la capacidad del alma»12. Deseamos un infinito, por menos de esto no podemos vivir. ¿Entonces?

¡Ay! ¿Cómo colmar este abismo de la vida? ¿Qué puedo hacer? El deseo está siempre presente, más fuerte, más angustioso que nunca. Es como un incendio marino que con su llama llega a alcanzar lo más negro y profundo de la nada universal. ¡Es un deseo de abrazar las infinitas posibilidades!

El aburrimiento se clava en lo hondo del corazón como «columna adamantina» que nada consigue mover; porque nada resulta adecuado a la infinitud del deseo humano, que está siempre ahí, más angustioso que nunca. Es más, ¡ojalá esté siempre ahí aguijoneando nuestro día a día! La suerte de Miguel es justamente esta, que nunca ha renegado del «deseo de abrazar las infinitas posibilidades».

¡Ay señores! ¿Qué es lo que hacemos aquí? ¿Qué es lo que podemos ganar?

¿Qué hacemos aquí, esta noche? ¿Qué hacemos aquí, en nuestra vida y en esta tierra? ¿Qué hacemos aquí en nuestra circunstancia concreta? ¿Qué ganamos estando aquí esta noche, o mañana cuando nos ponemos a estudiar o a trabajar?

Siguen tres consideraciones tremendas, lapidarias, fulminantes. La primera:

¡Ay de mí! ¡Qué breve es esta vida para la ciencia!

¿Qué es la vida explicada por la ciencia? ¿Qué dice la ciencia, aquí entendida como sinónimo de materialismo, de la vida del hombre? Solo es capaz de decir cuándo empieza nuestra vida y cuándo acaba. La vida sería un instante de apariencia destinada a volverse cenizas. El materialismo no sabe decir nada más sobre la vida.

La segunda:

Por otro lado, este pobre mundo no tendría capacidad de alimentar mis oscuros deseos, los de un amo como yo, con armas;

Oímos el eco de la pregunta apremiante de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?» (Lc 9,25).

La última de las tres invectivas es terrible:

las buenas obras no me interesan, vosotros sabéis que los hombres actúan como perros sarnosos, como fétidos estercoleros; y ciertamente también sabéis que un rey no es nadie cuando Dios se ha alejado de él.

¿Para qué hacer obras buenas? ¿Para quién hacer el bien? ¿Por los hombres que somos malos, que somos hipócritas, basura? ¿Por qué debería valer la pena ser buenos?

DON ALFONSO: ¡Qué bien predica nuestro sapientísimo doctor de Belcebú! ¡Qué gestos, qué voz, qué fuego! Pero a ninguna conclusión ha llegado. ¡Fijaos con qué pasión este tipo tan negativo y endurecido nos muestra un nuevo paraíso! Me gustaría saber, por todos los cuernos del diablo, qué es lo que espera de nosotros y de sí mismo. ¿Qué haremos? Y tú, hijo mío, ¿qué harás?

DON MIGUEL: Vosotros os burlaréis de Dios, como antes, y Mañara se burlará de vosotros, igual que antes, señores.