Miguela - Moira Sona - E-Book

Miguela E-Book

Moira Sona

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Beschreibung

Miguela era una joven adolescente de inusitada belleza y arrolladora personalidad, nacida en el verde monte santiagueño a principios del mil novecientos. Ella y su abuela convivían en un ranchito en contacto y armonía con la naturaleza, donde aprendió a amar esa tierra llena de peligros y secretos. Su otra pasión eran los libros que la transportaban a otros lugares, otras historias y a las maravillas que sabía que había más allá de su Santiago. También sentía una particular fascinación por el tren que se perdía en el misterioso horizonte. Y de sus sueños más alocados, imaginando a dónde iba y qué traería el tren, apareció él: Mike, el rubio irlandés que irrumpe en su mundo cambiándole la vida para siempre, transformándola en otra mujer. Con él conoció el amor total y también el dolor. "Ela" se hace fuerte, poderosa y vengativa ante los sucesos descontrolados que devendrían. Él transformó su mundo bucólico en un valle de dolor pero a la vez de fuerza revitalizadora engrandeciéndola. El recuerdo constante de ese amor que nunca pudo olvidar la convirtió en una de las mujeres más poderosas del país. Sus muchas vivencias la llevarían a transformar todo su mundo.

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MOIRA SONA

Miguela

Sona, Moira Miguela / Moira Sona. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4332-5

1. Novelas. I. Título. CDD A863.9282

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de Contenido

UNO - SELVA

DOS - LA ABUELA VICTORIA Y SUS MISTERIOS

TRES - MIGUELA

CUATRO - ENCUENTRO

CINCO - ENAMORADA

SEIS - VICTORIA

SIETE - LOS MULLVILLE

OCHO - ATRACCIÓN

NUEVE - NORITA

DIEZ - AGRADECIMIENTO

ONCE - EL BAILE

DOCE - MERCEDES

TRECE - CONSUMADO

CATORCE - MIKE

QUINCE - SANTIAGO DEL ESTERO

DIECISÉIS - DOLOR

DIECISIETE - LA VISITA

DIECIOCHO - REALIDAD

DIECINUEVE - ADIÓS

VEINTE - DESOLACIÓN

VEINTIUNO - FANTASMA

VEINTIDÓS - SANTA BRÍGIDA

VEINTITRÉS - ADAPTACIÓN

VEINTICUATRO - ENTERA

VEINTICINCO - McMAHON DESDE EL PASADO

VEINTISÉIS - SIN VUELTA ATRÁS

VEINTISIETE - BÚSQUEDA

VEINTIOCHO - REVELACIONES

VEINTINUEVE - ESCLARECIDO

TREINTA - DESDE EL PAGO

TREINTA Y UNO - REMEMBRANZAS

TREINTA Y DOS - OTROS RUMBOS

TREINTA Y TRES - MIENTRAS TANTO...

TREINTA Y CUATRO - CIPRIANO MARTÍNEZ PÁEZ

TREINTA Y CINCO - LONDRES

TREINTA Y SEIS - DESESPERACIÓN

TREINTA Y SIETE - LA PAMPERA

TREINTA Y OCHO - LA JUANA

TREINTA Y NUEVE - NEBLINA Y SOL

CUARENTA - REGRESO

CUARENTA Y UNO - VENGANZA

CUARENTA Y DOS - EN PRIMERA PLANA

CUARENTA Y TRES - AFRODITA

CUARENTA Y CUATRO - FRENTE A FRENTE

CUARENTA Y CINCO - CON LOS PIES EN LA TIERRA

CUARENTA Y SEIS - DE VUELTA AL PAGO

CUARENTA Y SIETE - SAN MIGUEL

CUARENTA Y OCHO - SORPRESA

CUARENTA Y NUEVE - RETROSPECTIVA Y TRABAJO

CINCUENTA - DESDE BUENOS AIRES

CINCUENTA Y UNO - PUESTA EN MARCHA

CINCUENTA Y DOS - EPIDEMIA Y MÁS

CINCUENTA Y TRES - PÁNICO

CINCUENTA Y CUATRO - SECRETO REVELADO

CINCUENTA Y CINCO - RESIGNACIÓN

CINCUENTA Y SEIS - REMORDIMIENTO

CINCUENTA Y SIETE - REENCUENTRO

CINCUENTA Y OCHO - CERRANDO CÍRCULOS

CINCUENTA Y NUEVE - MANOS A LA OBRA

SESENTA - BODA EN LA JUANA

A mi abuela Victoria, maravillosa fuente de inspiración.

UNO

SELVA

La lampalagua gorda y brillosa enroscada a un costado del camino alzó su cabeza. Advirtió su presencia. Ella se acercaba.

Quieta, una sola con la selva esperaba atenta... y sus miradas se encontraron.

Los hipnóticos ojos verdes se clavaron en Miguela quien caminaba decidida por la angosta senda, hecha de transitarla no más, que era ese tajo ondeante en el monte. Ella le devolvió la mirada tranquilamente, sin detener su marcha, sus negros ojos rasgados se encontraron con los de la boa como al pasar, como si fuesen viejas conocidas que se debían respeto y nada más.

Era un encuentro bastante común que solía repetirse de tanto recorrer esas picadas, esos parajes verdes llenos de vida salvaje, de ahí su indiferencia para con el obeso reptil, bastante inofensivo para los humanos.

Así y todo, sus sentidos debían estar bien alertas para poder sobrevivir en esa geografía inhóspita y peligrosa que era el monte caliente de Santiago del Estero.

Sus pies descalzos tocaban el polvo tibio y una rama reseca raspó suavemente su rostro.

Miguela era una niña muy madura para su edad, eso se veía en las formas de su cuerpo, ya listo para convertirse en mujer; su trenza oscura, brillosa caía y se movía ondulante al ritmo de su paso, rozando suavemente su espalda más abajo de su cintura, muy afinada ya.

Llevaba en una mano las alpargatitas que cuidaba como un tesoro, en la otra apretaba contra su cuerpo el librito. Alpargatas nuevas y libro eran regalos que había comprado la abuela para ella en ese viaje que había realizado a La Banda.

Miguela quería acercarse al recodo del camino donde seguramente la esperaba Francisca, que para ella era su amiga Pancha a secas.

Su pensamiento giraba en torno a los últimos acontecimientos. Era sabido que don Thomas había movido cielo y tierra para conseguir que volviese el maestro Ramón. Pera ya lo había solucionado.

Por fin el maestro Ramón estaba nuevamente en la escuelita de La Juana. No era tarea fácil llegar a la estancia desde la ciudad.

En Santiago del Estero se podía pasar de una sequía a una inundación en un abrir y cerrar de ojos, y esto último fue lo que retuvo al maestro Ramón más tiempo del esperado, la bajante de las lluvias del norte desbordaron el río y quedó varado unos días del otro lado.

Miguela, o Ela, como también la llamaban en el monte, quería saber todo. Ávida por aprender, le gustaba ir a clases, disfrutaba de la lectura, tenía facilidad para las matemáticas y la apasionaban tanto las novelas de amor como las ciencias.

Estar tanto tiempo sin ir a la escuelita solía ponerla de pésimo humor y a la abuela en el rancho se lo hacía notar.

Lo único que la alegraba cuando no se dictaban clases era llegarse corriendo a la casona de La Juana a visitar a las doñitas. Allá se mareaba de felicidad con tantos libros lindos que había en esa biblioteca gigante, todos a su disposición.

El tren solía llegar a El Monte cargado de libros y revistas de todo tipo, muchos de ellos estaban escritos en inglés ya que el señor de La Juana y propietario, don Thomas Mullville se hacía traer el material de lectura desde Londres.

Cuando le comenzaban a arder los ojos de tanto leer se sentaba junto a las doñitas y mientras les cebaba unos amargos con yuyos del monte, conversaban acerca de todo un poco.

Se sentía querida por las doñitas y por todos en ese lugar.

—¡Miguela...! –el grito la sacó de sus pensamientos.

Allá estaba su amiga Pancha que la esperaba para continuar el camino juntas.

Ir a la escuela con su amiga Pancha conversando por el camino era indiscutiblemente uno de sus mayores placeres, comparado solo con ir de visita a La Juana.

La Juana generaba en ella una atracción casi irresistible desde muy pequeña, todo era lindo, misterioso, las muchachas que trabajaban ahí la mimaban y ni hablar de las doñitas... Allí siempre había alguna sorpresa para ella.

Doña Annie y doña Marie eran las señoras del lugar, hermanas del señor, ese sí que le daba un poco de miedo, aunque... ahora no tanto, lo llamaban el patrón o Míster Thomas Mullville o don Thomas y sus hermanas lo llamaban simplemente Thomas.

Don Thomas la miraba con esos ojos increíblemente celestes e intensos que asustaban, pero eso era antes cuando era pequeña, ahora podía sostener su mirada con confianza. Al pasar los años, se dio cuenta de que su mirada era una extraña forma de decir, “te cuido”.

Don Thomas solía recorrer el campo montado en su mula blanca, a veces solían coincidir ambos por allí en sus andares y paseos y se encontraban en esa espesura verde que era el monte, al verla, él sofrenaba un poco la marcha del animal para observarla pensativo, era hombre muy serio.

Cuando Ela lo veía levantaba la mano para saludarlo y le agregaba una cálida sonrisa al mismo. Él hacía un imperceptible movimiento con su cabeza que solo ella reconocía y entendía.

Siempre se preguntó por qué una mula blanca, pensaba que le hubiese quedado mejor montar un caballo, más imponente tal vez...

La escuelita estaba dentro de una estancia llamada La Juana que abarcaba más de veinticinco mil hectáreas de campo y monte selvático ubicado cerca uno de los ríos más importantes de Santiago, el río Dulce.

Más que estancia era un gran latifundio inglés, aunque en realidad, su dueño era más irlandés que inglés.

Desparramado en esas tierras había: hacienda, peonada, leñadores, estación de trenes, obreros y empleados del ferrocarril, un pueblito llamado El Monte que aprovisionaba a toda la estancia y que le daba gran movimiento y vida, nativos que hablaban dialectos quechua mezclado con español, selva que iba perdiendo sus grandes árboles y arbustos autóctonos como el quebrachos colorados, palo borracho, mistol, algarrobo, guayacán, lapacho y otros.

Nunca le había quedado claro a Miguela si talaban los árboles para preparar los durmientes o si talaban los árboles para preparar los durmientes para llevarse los árboles.

Así era su Santiago querido. Monte caluroso, animales salvajes, serpientes, arañas gigantes, pájaros bochincheros, polvo, más calor... y la chacarera.

Siempre le había parecido un poquito extraño, peculiar, el comportamiento de la gente de la casona, notaba una deferencia especial para con ella y para con la abuela también. Las doñitas y don Thomas siempre estaban atentos a todo, pero especialmente a ella. Solía preguntarse por qué solo a ella, de todos los niños de la escuelita. A ella la invitaban a la casona, a ella solían hacerle regalos, y esto era desde que tenía uso de razón. Ella percibía que era un trato más amable, miradas más cálidas tal vez, sin llegar a la exageración tampoco.

En fin, así eran las cuestiones por esos lugares y a su edad no se meditaban mucho las cosas, más, teniendo en cuenta que ya se acercaba su cumpleaños y las doñitas le habían prometido torta y regalo.

Al llegar a la escuelita se encontraron Pancha y ella, con los demás gurises, hijos casi todos de la paisanada de La Juana. Algunos de ellos eran nativos que se acercaban desde sus ranchitos situados en medio del monte selvático, tierras pertenecientes a la misma estancia, otros gurisitos eran de las muchachas del servicio de la casona, algunas de ellas eran esposas de los mismos peones que se encargaban de la hacienda y la caballada. Concurrían también los niños de los obreros ferroviarios, como era el caso de Pancha y sus muchos hermanos y también los hijos de los poquitos comerciantes que había en El Monte, el pueblito de la misma estancia que se encontraba lejos de la escuelita, pero cerca del ferrocarril. El Monte había nacido a partir de la estación de trenes que poseía la misma estancia y así se fue transformando de a poco en un pueblito.

Ela era buena estudiante, leía todo lo que le llegaba a las manos, sin tener mucho orden, ni preferencias, ni temas especiales.

Le gustaba mucho cuando las doñitas le regalaban revistas de todo tipo, los figurines con moldes para hacerse vestidos ya podía manejarlos casi que a la perfección. También quedaba atrapada con los libros: cuentos y novelas que devoraba ávidamente. Otro material de lectura que despertaba mucho su curiosidad era aquella gran cantidad de viejos periódicos, casi de descarte en la casona de la estancia, pero que a ella le acercaban el mundo.

Miguela hablaba quechua santiagueño así como su abuela Victoria y su tío lo hablaban. Muchas personas del lugar eran nativos de comunidades originarias de esas tierras, el origen de sus lenguas era predominantemente el quechua.

Increíblemente, también estaba comprendiendo las conversaciones del señor, las doñitas y algunas visitas de ellos en inglés, y lo entendía más que muy bien aunque no era su intención escuchar.

A veces, se sorprendía a sí misma traduciéndose sus propios pensamientos distraídamente en un casi, casi perfecto inglés.

El tiempo que pasaba en la casona planchando y realizando otras tareas favorecieron su aprendizaje del idioma, pero no sólo del inglés, también se hablaba francés en esa casa, las doñitas Annie y Marie, si bien eran de sangre celta eran muy afrancesadas ya que su mamá había sido una parisina hecha y derecha y ellas habían viajado asiduamente y estudiado mucho tiempo allá.

La mezcla de sangre irlandesa y francesa se hacía notar en cada detalle de ese lugar, especialmente con las doñitas que a su vez incorporaron las costumbres argentinas más típicas, como el mate, infusión que se cebaba a la mañana bien temprano cuyo recipiente para hacerlo –el mate– solía ser una pieza única por su originalidad e intrincado tallado artesanal, trabajados magníficamente con oro, plata y alpaca.

Don Thomas también había hecho propias desde un primer momento las costumbres de la vida de campo con todos sus detalles. Vestía como un gaucho argentino sin descuidar ningún detalle; su rastra de monedas de oro y plata en la cintura y su facón tallado –también en oro y plata– cruzado en la espalda era su mayor orgullo, como buen gaucho que era. Seguía todas las tradiciones camperas típicas como por ejemplo los juegos ecuestres: domas, carrera de caballos en todas sus variantes, el pato y el polo. También era famoso en la región por organizar gigantescos asados con cuero para toda la peonada varias veces al año, como el Día de la Patria, el Día de la Independencia, el Día de la Tradición y cuando la ocasión así lo requería o a él se le antojaba.

Ela se preguntaba qué hacían dos damas tan finas y un caballero como don Thomas viviendo en estos lugares tan agrestes y alejado de todo, absolutamente de todo el buen vivir. Porque ella sabía que allá afuera, en el mundo, había más.

El mismo maestro Ramón se sorprendía de sus progresos en los estudios. En realidad, era la alumna que más tiempo había concurrido a lo largo de los años y lo hacía con una asistencia perfecta.

Sus compañeros, algunos mayores que ella, hijos de la peonada, iban obligados por don Thomas.

—Hay que ir a la escuela para saber leer, escribir y conocer de números para manejar dinero el día de mañana y para que nadie los embrome –solía decirles él sermoneándolos.

Eran unos cuantos los niños que no se acercaban a la escuela, eran un poco temerosos de lo que no conocían y tal vez, no les parecía muy necesaria la educación.

En la escuelita, Ela ayudaba al maestro con las tareas de los niños más pequeños que asistían. El maestro Ramón le solía comentar que la mayoría de estos niños solo tendrían lo que ahí mismo se les brindaba en cuestión de educación, algunos tal vez no saldrían del monte santiagueño.

—Por eso Miguelita, hay que ayudar a estos gurisitos, que aprovechen lo que les brinda don Thomas acá.

Era muy común salir al exterior de la escuelita y estudiar debajo de los árboles escuchando el canto de los pájaros y los sonidos familiares de la selva.

En algunas ocasiones había podido ver desde lejos a don Thomas observando las clases desde su mula blanca.

Miguela nunca había conocido a su mamá y nunca le hablaron mucho de ella, ni el tío, ni la abuela Victoria, por más que ella preguntara. Y ella no era tonta, algún misterio había, se daba cuenta, más ahora que estaba grandecita y podía sacar conclusiones de lo que sucedía a su alrededor.

Varias veces pescó a don Thomas y a su abuela hablando de una manera que le resultó extraña, no supo bien qué era, pero algo había.

Miguela escuchó una vez que su mamá había trabajado en La Juana, pero cuando peguntaba más intensamente nadie quería hablar, nada se decía relacionado con ella: extraño. Y si preguntaba por su papá menos todavía, ni abrían la boca. Nadie le quería contar nada. “Se pensaban que era tonta...”.

Pero a pesar de todos los misterios era una jovencita muy feliz. Así transcurría su infancia casi finalizada ya en este, su amado rincón de Santiago del Estero.

Miguela era una extrovertida jovencita de la selva un poco salvaje. Curiosamente, por el contexto donde vivía, era abierta, amigable, muy chispeante e inteligente, adelantada en muchos aspectos a su época, tanto para sus edad como por su condición social y económica, muy atenta a lo que ocurría a sus alrededor, no se le escapaba nada y si bien eran pobres, eso nunca la condicionó para ser feliz.

DOS

LA ABUELA VICTORIA Y SUS MISTERIOS

La abuela era todo un personaje del lugar: era curandera, partera, consejera espiritual, hasta parecía que vaticinaba el futuro porque siempre terminaba sus frases con un “se lo dije mi niña”.

Entre sus tareas como curandera, que eran varias, se destacaban algunas en especial como por ejemplo la de solucionar los problemas de empacho y también la de lograr un final feliz al mal de amores y, como para rematar su currículum, la abuela también era una excelente cocinera especializada en hierbas aromáticas y frutos del monte que solo ella conocía.

La abuela tenía su ranchito en medio del monte santiagueño, al lado del ranchito había una higuera, y con los higos hacía dulces. A veces, el árbol se explotaba de tantos frutos, eran sumamente deliciosos. El dulce se comía a las cucharadas o con pan calentito recién sacado del horno de barro.

El agua se extraía de un pozo algo alejado del rancho, no todos tenían su propio pozo de agua y las vecinas cercanas solían compartir esos momentos para sacar agua e intercambiar chimentos varios.

El agua era un tesoro muy valioso en Santiago del Estero si no vivías cerca de algún río, así que reunirse en torno a él eran preciados momentos.

La abuela era malhumorada y no sabía demostrar afecto pero la amaba con toda el alma, ella lo sabía y eso le bastaba. Rezongaba tanto como cocinaba. No había yuyo o fruto silvestre que se salvara de su olla.

Detrás del rancho había un horno de barro y allí iban a parar los chivitos, cerdos, pollos y demás bichos comestibles que podían llegar a tener. Sin olvidar los más deliciosos panes horneados que cualquier ser humano haya podido degustar.

Era un clásico la leche de burra para tomar al natural o la de cabra con la que hacía deliciosos quesos y hasta de yegua tomaban también si se descuidaba la pobre.

Los dulces de frutas variadas eran un capítulo aparte; dulce de higos, de zapallo, de naranja... ¡Y el arrope...! Riquísimo jarabe que se obtenía del hervor de los frutos del piquillín, con lo que se endulzaba todo.

Miguela siempre fue muy inquieta, curiosa, aventurera y una gran compañía para la abuela Victoria. Ya con sus quince años era, además de una gran compinche, una pequeña con objetivos claros, siempre buscando la forma de traer unos pesitos más al rancho.

Trabajaba realizando diferentes tareas en La Juana; ayudaba en los quehaceres domésticos lavando ropa y cortinados, encerando pisos, planchando, atendiendo a los invitados cuando, muy de vez en cuando, se realizaban reuniones sociales. Mismos quehaceres que supo realizar la abuela antaño pero, si en La Juana surgía la necesidad de apoyo logístico extra, ella siempre estaba lista y al pie del cañón.

Era indudable que entre la abuela y los Mullville había una relación especial de entendimiento mutuo.

Los Mullville vivían bastante aislados y de forma austera, pero cada tanto recibían visitas importantes de algunos lugares de Santiago, de provincias vecinas como Córdoba o del mismísimo Buenos Aires. Entonces las doñitas tenían más trabajo del cotidiano y pedían refuerzos, era ahí donde entraba en acción Ela para realizar algunos trabajos domésticos o para ayudar en la cocina. Así lo habían hecho su abuela Victoria y parece que su madre Norita también.

—Allá en La Juana dicen las muchachas que soy igualita a mi mami. ¿Es verdad eso abuela?

—¡Qué me salió preguntona la muchachita! –contestaba la abuela cuando ella volvía a la carga con los interrogatorios acerca de algunas dudas a las que no le daban respuestas.

Los Mullville habían llegado en forma un poco misteriosa a Santiago del Estero desde Buenos Aires, nadie sabía mucho, lo cierto era que eran adinerados e influyentes y eran propietarios de una gran extensión de tierras.

En la casona Ela se sentía a gusto. Era definitivamente una niña mimada de los señores y a pesar de que su condición en la casa era la de empleada doméstica esporádica, siempre se hacían un ratito para ella. Casi que sospechaba que solían llamarla más para conversar que para realizar las tareas de la casa.

A las doñitas les gustaba compartir tiempo con ella, estaban bastante solitarias y no salían casi nunca de La Juana. Don Thomas no participaba mucho de las conversaciones, pero escuchaba. Ela era muy consciente de su presencia, atento a cada palabra que ella decía. Ya lo conocía muy bien. Él se sentaba en su escritorio a “trabajar”, pero ella sabía que desde allá no se perdía ni una palabra de la conversación que se desarrollaba entre las mujeres, aunque estuviese de espaldas.

Pero lo más sorprendente de todo era que él demostraba un interés por la abuela que no lograba disimular y que ella no podía entender.

En las ocasiones en que participaba de algún intercambio oral rumbeaba la conversación dando varios vericuetos hasta llegar a la salud de la abuela Victoria y la del tío Edu. Se traslucía su preocupación por ellos. Las doñitas eran como una especie de voz cantante de don Thomas. Solían preguntarle a Ela si la abuela necesitaba esto, o aquello, o lo de más allá.

La abuela también había trabajado en La Juana en su juventud, pero ya no se acercaba tanto, cada vez menos. Solo si las doñitas necesitaban algo especial o si estaban enfermas.

También preguntaban seguido por el tío Eduardo y por cómo le iba con su almacén, que si tenía novia, que si no le hacía falta algo, en fin.

La doñitas le parecían a Ela verdaderamente preocupadas por su familia, a la vez, muy curiosas y queribles.

Miguela había escuchado por ahí que su mamá también supo trabajar en La Juana, pero no hablaban acerca de ella, lo hacían a escondidas, como si fuese pecado decirlo en voz alta.

Don Thomas solía sentarse en la galería exterior que daba al monte con los dos perros a sus pies, si la veía pasar la invitaba a acercarse, comenzaba pidiéndole que le cebara unos amargos, no era muy expresivo, pero ella supuso siempre que por la actitud reiterativa del pedido eran de su agrado, y ahí entablaba una conversación al mejor estilo “don Thomas”.

La primera pregunta que le lanzaba era: – ¿Cómo le está yendo en los estudios m’hija?

A lo que ella contestaba narrando algunas de las clases del maestro Ramón y contándole acerca de su gusto por la lectura y las ciencias.

—¿Sabe usted don Thomas que según el maestro Ramón venimos del mono?

—¿Quién viene del mono? Yo no –contestaba el hombre haciéndose el que no sabía de qué le hablaban.

—Todos los humanos venimos de los monos, según la teoría de Darwin –aseveraba ella contundente–. Y usted también.

Don Thomas disfrutaba de estas conversaciones con la niña, se la notaba apasionada de las ciencias, luego giraba la conversación y comenzaba a preguntar cosas intrascendentes acerca de la familia para luego ya profundizar un poquito más en temas acerca de la abuela.

Siempre la abuela Victoria.

Miguela al principio se decía, “¿Cómo puede ser que este hombre me pregunte siempre por la abuela?”. Pero a medida que el tiempo iba pasando se fue acostumbrando a esta especial relación con la familia Mullville hasta naturalizarla por completo.

En realidad, la abuela Victoria era un personaje del lugar, brillaba con luz propia, a pesar de su mal genio y carácter poco afable, que parecían no molestar a sus “pacientes”.

Ella era sabia, justa, fuerte, ella era donde ir si había problemas. Siempre tenía una palabra de aliento, de paz, de sermón, un té con el yuyo justo, siempre adecuado a la problemática que aquejara al doliente y dependiendo de la situación que se evacuara.

Era una mujer muy bella, y a pesar de ser abuela, era joven. Se notaba a las claras la fuerza de sus rasgos nativos, cabello y ojos negros, generosas curvas. Tan bella como fuerte. La vida le había dado también sabiduría.

Ella era una “adelantada” a su manera, conocía bien los mundos por los que transitaba su vida a pesar de que no pasaba de los cuarenta y cinco años de edad. Tanto la gente de su comunidad, como la paisanada de los alrededores, la habían elevado a una categoría de chamana del lugar.

Sumamente supersticiosa, una lechuza en vuelo o un búho en un árbol podían llegar a tener significados catastróficos varios que Ela jamás creyó y por eso la abuela solía enojarse tanto con ella, lo que provocaba su risa divertida.

También era una fiel devota Católica Apostólica Romana y en algún punto se le contradecían tantos poderes opuestos, pero ella parecía no considerarlo así, ni siquiera estorbarle.

La abuela también había trabajado cuando jovencita en La Juana, haciendo las mismas tareas que ella. Tuvo dos hijos; su mamá Norita a la que Ela no conoció y su tío Eduardo que era el almacenero de El Monte.

Miguela adoraba a su tío Eduardo, Edu le decía todo el mundo, especialmente las “chinas” del lugar quienes estaban todas enamoradas de él.

A Ela le encantaban sus increíbles ojos verde muy intenso con vetas azules y doradas que contrastaban sobre su piel morena. Era insoportablemente buen mozo y carismático.

El tío Edu le había contado que Norita también había tenido su mismo color de ojos multicolor, extraños. Los lugareños los llamaban zarcos. Ella había sido una morena muy bonita, suave, dulce y buena.

—Te le pareces mucho, salvo en lo de dulce y buena –solía bromear él.

—Cuénteme más de ella tío –le solía pedir, pero él hasta ahí llegaba.

—No me acuerdo mucho –podía ser una de sus respuestas.

Su tío Eduardo era la simpatía total y a ella siempre le decían que era igualito a su mamá.

De todos estos temas con la abuela casi que no se podía hablar, era fuerte pero se notaba que guardaba adentro muchos dolores. Lo curioso era que la abuela jamás se había casado ni había tenido pareja que se le conociese. No había un abuelo ni vivo ni muerto. Tampoco quería contar mucho cuando se le preguntaba algo acerca de eso.

Un día ella se había enterado, de boca de una vieja chismosa, que la abuela, hacía unos cuantos años –después de haber tenido ya a su mamá y al tío Edu– había estado nuevamente embarazada pero había perdido ese último bebé al nacer. Por supuesto que ella siempre se preguntó: ¿Quién era el papá de ese bebé, de su mamá que no conoció y del tío Edu? O sea, su abuelo. ¿Y quién era su propio papá? Alguien tenía que ser, algún hombre debía haber en esta familia.

Esto se lo había preguntado una vez su tío Edu y él se hizo el tonto.

Ela se estaba dando cuenta que el tío sabía más de lo que contaba y se daba cuenta también que era el más bocón de todos.

A él lo podría interrogar más profundamente en algún momento. Ela estaba llena de preguntas a las que no le encontraba las respuestas. La abuela Victoria era de pocas palabras y de no contestarlas.

TRES

MIGUELA

Ela era decididamente una joven inteligente, suspicaz, consciente de que las personas de los alrededores respetaban mucho a la abuela, al tío y hasta a ella también, más de lo que ella se merecía. ¿Por qué? No tenía respuesta.

En líneas generales, Miguela era una muchachita feliz, disfrutaba de todo lo que la rodeaba, amaba su Santiago del Estero, amaba su monte, amaba la selva entera palpitante de vida, amaba a su abuela, a su tío y a sus amigos.

La selva agreste, el monte inhóspito, el peligro que acechaba en cualquier lugar, el calor, lo primitivo, todo era maravilloso y era su mundo.

Pero había algo que últimamente la atraía, con lo que soñaba y se dejaba llevar volando con su imaginación. El ferrocarril y esas largas vías y sus trenes. ¿De dónde venían y hacia dónde iban?

Le gustaba mucho llegarse caminando hasta donde pasaban las vías del tren, se sentaba descalza en la hierba y observaba todo los movimientos a su alrededor, a veces la acompañaba Pancha, su amiga.

Este lugar ejercía en Ela una atracción casi mágica, las larguísimas líneas de los rieles de las vías despertaban su imaginación y su curiosidad... hasta dónde llegaban... a quién podían traer... cosas maravillosas podían suceder con la llegada o la partida de un tren.

El movimiento era incesante; como hormigas los hombres trabajaban armando ese entramado de durmientes y rieles, entre gritos y órdenes en español y en inglés. Le encantaba escucharlos y más cuando se entremezclaba con vocablos quechuas, era maravilloso como sonaba ese coro casi cosmopolita en medio de la selva santiagueña.

Con Pancha solían mirar el incesante movimiento de los hombres que trabajaban en las tierras de don Thomas bajo las órdenes de sus jefes, los cuales solían ser ingleses, irlandeses y hasta algún alemán hubo también. El ferrocarril era una de las cosas más modernas que había visto en su corta vida.

Don Thomas era un hombre moderno, con ideas de progreso, siempre tenía metas muy claras que se imponía cumplir, se notaba su pensamiento europeo en todo, hombre culto que sabía muy bien qué hacer y cómo hacerlo.

Ela solía verlo reunido con señores importantes por lo que se veía, hablaban de negocios y muy concentrados, ella comprendía bastante lo que decían, como las palabras “banco”, “Inglaterra”, “comercio” y la que menos le gustaba como sonaba era “desmonte”. Pero si había algo de bueno en esto era que mucha más gente, tanto paisanos como también muchachos de las comunidades de nativos habían accedido a diferentes puestos de trabajo a lo largo de todo el tendido del ferrocarril, supervisados siempre por ingenieros que eran contratados generalmente fuera del país, aunque algunos venían desde Buenos Aires. Estos últimos solían hacer las veces de traductores.

Muchas muchachas de los alrededores también eran contratadas en las viviendas cercanas al ferrocarril ya que los señores ingenieros, capataces, traductores, operarios necesitaban de servicios domésticos básicos como lavado y planchado de su ropa, aseo de la vivienda, compra de víveres, cocinarles aunque sea algo sencillo y tal vez, algún otro servicio más.

Así iba pasando el tiempo en el calor de Santiago, todo parecía madurar más rápido, las arañas eran más grandes, las flores desplegaban colores más intensos y el aroma que exudaban era un elixir a los sentidos, la vegetación parecía moverse sola dada la cantidad de criaturas salvajes que habitaban en ella.

Así de rápido también maduraba y crecía Miguela, cada día más hermosa, su cuerpo iba tomando la forma de un higo dulce y jugoso.

Ya a sus quince años, pronta a cumplir dieciséis, los hombres la miraban como si fuese un exquisito fruto de la naturaleza.

Sus ojos eran muy negros, como espejos que reflejaban todo, dando así la sensación de lanzar destellos, si ella estaba al sol parecían rayos de sol, y en la noche parecían rayos de luna. Su boca tentadora era del color del fruto del piquillín y su figura mostraba ya todas las curvas habidas y por haber que un cuerpo femenino podía ser capaz de contener.

Ela tenía los rasgos claros, bien definidos de una nativa de sangre quechua con la increíble elegancia natural, fineza e inequívoca superioridad innata de una mujer exótica, algo en ella era diferente y la hacían diferente de las demás, tal vez había otra cosa, más allá de la fuerza de su personalidad. Siempre alegre, chispeante y conversadora, era un canto a la alegría de vivir.

La abuela Victoria solía llevarla desde muy chiquita a los bailes, muy comunes en el campo, generalmente eran los que realizaban para toda la peonada don Thomas y las doñitas en La Juana. En alguna que otra ocasión también se acercaban a los bailes en El Monte. Siempre eran acompañadas por el tío Edu.

En el caso de los bailes de don Thomas, el hombre solía excusarse diciendo que la peonada debía tener momentos de esparcimiento. Pero el mundo de La Juana y alrededores sabía que a él le encantaban los bailes, la chacarera, el asado y el vino tinto.

Miguela se bailaba todas las chacareras juntas casi, no dejaba ninguna para después. De más está decir que causaba gran revuelo entre la paisanada su presencia, no había muchacho que no quedase prendado a sus embrujos naturales y quién se resistiese a esos encantos. Era admirada y codiciada, pero muy respetada por la peonada de los alrededores.

A la abuela le encantaba que todos quedaran embobados con su Miguela, pero siempre le andaba detrás como perro guardián. Lo que no le gustaba mucho era la mirada del Rosendo, hombre de origen nativo, indiscutiblemente poco querido por esos lugares, siempre buscando pelea; resentido, hosco, desterrado por sus hermanos, quienes por el contrario poseían un espíritu pacífico y sin maldad.

—Ándese con cuidado m´hija, que hay hombres que son más peligrosos que un puma cebado –le decía la abuela y aclaraba luego–. Aunque no todos son tan malos, solo hay que saber mirar.

—Sí abuela, usted me va a elegir el candidato –le replicaba ella irónica y sonriendo porque la abuela realmente parecía un perro guardián.

Pero de verdad, no le gustaba para nada esa forma que tenía el Rosendo de mirar a su Miguela. Ella sabía muy bien de esas cosas.

Miguela tenía algo que la hacía diferente, algo que los demás no tenían, iba más allá de ser muy inteligente. Fue llamativa desde pequeña, como si fuese especial: carismática, alegre, optimista, segura. Ávida por conocer todo, una niña que se destacaba del resto. Una jovencita de delicados rasgos étnicos, muy humilde de origen, pero llamativamente bien plantada frente a la vida. Sus ojos negros con destellos brillantes hablaban de otros lugares, de otros misteriosos, de otros genes infiltrados en su sangre...

Una noche en un baile dado en La Juana, mientras Ela bailaba girando y revoloteando la falda junto a los demás bailarines en medio de la pista, de reojo pudo observaba a don Thomas acercándose a la abuela, mirándola... ¿Con dulzura?

No era la primera vez que Ela veía que don Thomas se acercaba a la abuela y con disimulo conversaban.

Las doñitas también lo solían hacer y no es que tuviese algo de malo, sólo que no daba con las costumbres y seguía picándole la curiosidad por saber de qué hablaban. ¿Qué podía tener que conversar don Thomas con la abuela? Era muy amplia la diferencia social por más buena gente que fuesen los Mullville. Algo no encajaba. Tan zonza no era.

Otro día había sucedido que iba llegando al rancho de la abuela y vio a don Thomas que salía de él, cuando entró le preguntó a la abuela:

—¿Qué hacía acá don Thomas abuela?

—Está pensando en su futuro, m’hija... –contestó algo cortante la abuela Victoria como si el tema se hubiese terminado ahí no más.

—¿Qué? ¿Por qué piensa en mi futuro don Thomas? –retrucó Ela desconfiada.

—¡No sea maleducada Miguela González, cállese y vaya a buscar agua!

La abuela era gruñona y de pocas palabras pero a veces se pasaba.

Ela había ido entonces a buscar agua al pozo bastante inquieta, no estaba segura de haber comprendido bien lo que había escuchado.

Regresó al rancho con el agua y volvió a salir, tenía que saber, y como conocía a la abuela muy bien, sabía también, que no se le podía sacar nada si ella no quería.

Pero había alguien a quién recurrir para saciar su curiosidad.

Necesitaba al hablador de la familia, el que largaba los chimentos con el menor esfuerzo posible y ese era nada más ni nada menos que el tío Edu, a quien le gustaba conversar bastante en cuanto le cebaban unos buenos amargos y lo sonsacaban un poco, especialmente si era Ela quien que lo visitaba en el almacén.

Ahí se le ocurrió: iría a buscar a Pancha para que la acompañase a El Monte, al almacén del tío Edu, al único que se le podría sacar unas palabras era al dulce, lindo y buen tío Edu, su padrino y hermano menor de su mamá.

Salió corriendo, pero para esto era necesario sacarse las alpargatitas, no fuese cosa que se le arruinasen, debía guardarlos para ir a misa, a la escuela o a los bailes.

No fue necesario llegarse hasta el rancho de Pancha, se la encontró por el camino.

—¿A dónde vas Panchi, al pueblo? –preguntó Miguela sin siquiera saludar, respondiéndose sola y saltando de alegría al verla de casualidad.

—¡Hola Elita! –contestó Pancha con alegría también al ver a su amiga.

—Voy a El Monte, a ver al tío Edu –dijo Miguela esperando que ella también fuese por el mismo camino.

—Te acompaño, voy hasta las vías –contestó Pancha.

Era así como le decían, era más corto que decir: “hasta el ferrocarril donde trabaja mi papá, mi abuelo y mis hermanos”.

—Dale vamos, después sigo sola, cuando vuelva te paso a buscar y regresamos juntas.

Siguieron caminando las dos, conversando alegremente, riéndose de cualquier cosa, superponiendo los temas como lo que eran, dos adolescentes.

Nada les preocupaba a esa edad, ni se acordaban de los comentarios que habían escuchado en el pozo de agua esa mañana; la noche anterior un viejo puma herido o viejo ya, cebado con los animales de granja, había atacado a las cabras del Ismael, no las mató pero hubiese sido mejor, las desgarró muy feo, la mula le hizo frente a las patadas pero también sufrió las consecuencias aunque logró ahuyentarlo. Estos animales cuando se acostumbraban a acercarse a los humanos eran muy peligrosos.

Habían salido algunos hombres a cazarlo pero no lo encontraron, se estaba poniendo feo... un puma cebado era mala señal.

Así y todo, ellas continuaron su camino parloteando como si nada pasara y nada las preocupara. A pesar de las dudas y preguntas que cotidianamente se hacía Ela, a pesar del puma, a pesar de los peligros que solía haber por ahí (según le exageraba la abuela), seguía alegremente su camino, disfrutando de la caminata y la charla con su amiga. Estas cosas eran sumamente comunes en Santiago, los peligros eran parte de la vida diaria.

Así distraídas llegaron a las cercanías del ruidoso lugar lleno de actividad ferroviaria, lugar donde había un tumulto de gente que trabajaba, gritaba, martillaba, movía pesadas herramientas, se podía observar la modernidad, el mundo había llegado un poco a sus pagos, al lugar que ella quería.

Ela se preguntaba hacia dónde llevaría el tren, qué lugares, qué destinos, qué recorridos misteriosos haría. Pero hasta allí llegaron sus profundos pensamientos...

Antes de haber visto algo, Miguela intuyó, percibió, fue atraída por la más deliciosa de las sensaciones jamás experimentadas con anterioridad. Supo que algo le estaba por suceder.

Levantó la vista hacia un punto específico, algo la llamaba desde allá... y lo vio. Estaba de pie con las piernas abiertas dando órdenes sobre una locomotora.

Y lo vio, lo vio por primera vez allá arriba, como un vikingo sobre su drakar, elevado allá en la proa, un guerrero poderoso en el Valhala, casi Odín, dirigiendo a los humanos, absolutamente rubio y dorado bajo el sol de Santiago, era un dios del Olimpo; cuerpo perfecto, rostro perfecto, hermoso. Comenzaban a aparecérsele todos los dioses y guerreros de los cuentos y novelas que había leído.

Sí, era un hombre hermoso, si es que puede decir eso de un hombre. Ajeno él a los simples mortales que lo escuchaban, que le obedecían, que lo miraban con la boca abierta como ella... podía llegar a ser Apolo, Thor... o en este caso podríamos decir... Dagda, dios de los celtas.

Su camisa blanca abierta por el calor dejaba entrever un cuerpo duro, esculpido en bronce y mojado en transpiración por el esfuerzo y la alta temperatura.

Ela se quedó ahí, mirando hacia arriba...

El calor pudo influir, la alta temperatura suele jugar malas pasadas, lo cierto es que su corazón comenzó a latir como loco y un mareo tonto intentaba paralizarla. No se podía explicar a sí misma lo que le sucedió en esos momentos.

Ela se sintió atrapada, poseída, feliz, torpe, desquiciada, nerviosa.

Enamorada.

Sí señores, puede pasar el quedar atorado para siempre con una sola mirada... y fue lo que pasó, y de ahí en más el tiempo se dividiría en dos bloques fundamentales a saber: antes del rubio y después del rubio.

El calor ardiente de Santiago no favorecía el momento, la confundía, es que esa situación la envolvió completamente. Tardó un rato en entender qué cosa le estaba pasando.

Nunca en su vida había visto algo tan lindo, no podía dejar de mirarlo, el deseo de acercarse era casi incontrolable, pero también sintió algo de vergüenza de su propio pensamiento, tenía ganas de tocarlo con suavidad pasando la mano por su piel mojada y no sabía, no entendía cómo, así de pronto quería acercarse y sin saber ni a qué, tal vez a mirarlo y sentir sobre su propia piel la mirada de ese hombre.

¿Qué se hacía en casos así?

Supo que algo le había pasado, que quedó prendada como en un embrujo, que le echaron algún gualicho de los que preparaba la abuela, de esos que eran para enamorar, ella que no creía nada de eso, sintió ganas de reírse por un ratito, nerviosa. Pero ese hombre era el brujo y también supo que le iba a costar desprenderse de esa imagen, que esto era para siempre, que no iba a dejar de pensar en él.

Que le iba a cambiar el mundo, su mundo...

Que alto y lejos estaba...

Comenzó a recuperarse, lentamente tomó el control de sus pensamientos, pero quedó atontada, hechizada, no encontraba las palabras que definieran sus sentimientos, la sensación era de felicidad y no sabía por qué.

Lo vio y en un segundo sucedió todo.

CUATRO

ENCUENTRO

Pancha hablaba de algo a su lado. Ni sabía que le dijo. La interrumpió sin escucharla y a los gritos, saltando y sacudiéndola, comenzó el interrogatorio acerca de quién era el rubio de la locomotora, cómo se llamaba, qué hacía, de dónde salió, etc... Panchi miró por un segundo sin comprender lo que decía su amiga, dirigió su mirada hacia donde le indicaba Ela y luego se volvieron a mirar, tentadas de emoción comenzaron a reír las dos juntas, Ela de nervios, Panchi de lo que le acababa de descubrir a su amiga.

La adolescencia fue, es y será universal.

—¡Por favor Panchita, decime que sabes quién es el que está allá arriba! –le preguntó exaltada señalando hacia la locomotora.

—No sé bien Elita, pero podría ser uno de los ingenieros supongo –le contestó ella riéndose y tratando de focalizar la vista sobre el “motivo” de interés de su amiga.

—Es perfecto –decretó Ela.

Acá llegó otro griterío de las dos adolescentes provocado por el nerviosismo del tema que las acuciaba en ese momento.

—Podría ser algún jefecito, o algunos de los traductores –continuaba especulando Pancha–. Sí, tiene más pinta de ser algún jefecito que traductor, seguramente o tal vez un ingeniero...

Panchi se reía a carcajadas mientras observaba a su amiga que no sacaba los ojos del rubio ese.

—¡Ela, lo vas a ojear! –le dijo muerta de risa Pancha y contagiándosela a Ela.

—Quiero saber quién es, cómo se llama, qué hace –continuaba Ela–. Quiero saber todo.

“Ese hombre es inalcanzable y no precisamente porque está allá arriba...”, pensó Panchi para sí aunque siguió bromeando con su amiga.

—Puede ser uno de los ingleses también, le voy a preguntar a mis hermanos Ela, cuando vuelvas de lo del tío Edu te cuento todo lo que pueda averiguar.

—¡Me muero de amor! –gritaba Ela, alejándose y saludándola con la mano mientras Pancha disfrutaba de la reacción que la visión del supuesto “inglesito” ocasionó en su amiga.

Sin ganas de dejar de mirar hacia arriba y con el corazón palpitando con fuerza, Ela le tiró un beso a Pancha y ella se lo devolvió exageradamente fuerte, era un momento único en sus vidas, no era una zoncera, se saludaron y quedaron en encontrarse cuando volviese de El Monte, no era tan lejos, unos kilómetros hacia el norte, por un caminito que era más bien una huella de caballos y carros, serpenteante entre el monte santiagueño, muy conocido y caminado por ella.

Miguela trató de concentrarse en lo que le quería preguntar al tío Eduardo.

De pronto, le estaba costando organizar sus pensamientos y focalizarse en esos temas, había quedado medio atontada, de eso estaba segura. Es que lo que la tenía preocupada esa mañana, ahora parecía una pavada. Igual, ya había decidido ir a lo del tío y volvería rapidito. “¿Cómo se llamaría el rubio? Seguro que dieciséis como ella no tenía, en realidad todavía no los tenía pero ya casi casi los cumplía, unos meses faltaban... pero... ¿De dónde vendría? ¿Cómo se llamaría?... Cómo llegar hasta él... ¡Dios Santo, debía volver rápido! ¿Pero cómo podría acercársele? Ela se repetía en su cabeza la imagen del rubio desconocido. No lograba dejar de pensar en él.

Ya iba llegando a El Monte y trató con fuerza de concentrarse en lo que la traía de visita. “¿Por qué no querían hablar de su mamá? ¿Por qué la abuela tenía hijos pero no estaba casada, tan temerosa de Dios que era ella? ¿Por qué don Thomas era amable con ella y la abuela, luego se hacía el recio pero en realidad ella sentía su afecto, su aprecio, por decirlo de alguna manera? ¿Por qué, de qué hablaban con la abuela? Los vio varias veces. ¿Por qué hablaba de su educación? ¿Qué le interesaba a él su educación? ¡Cómo no averiguó el nombre del rubio ahí mismo!”. Temas variados y de importancia capital daban vuelta en su cabeza.

Era tan, pero tan lindo ese hombre del tren que ya quería volver y verlo, mirarlo nuevamente y todavía no había llegado, estaba medio loca pero loca de felicidad, fuese lo que fuese que sentía en esos momentos, eso la hacía sentir súper exaltada.

Ya estaba urdiendo la forma de volverlo a ver, debía verlo nuevamente, no existía otra posibilidad, no había otra opción y todavía no había llegado a lo del tío.

Comenzó a apurar la marcha, quería llegar pero sus preguntas destinadas al tío quedaron en un segundo plano en su cerebro, igual, el tío era tan divertido que disfrutaba mucho de su compañía, era un tío un poco chiquilín pero muy inteligente.

Mientras así pensaba Ela continuaba su caminata en un estado de ánimo muy diferente del que tenía cuando había amanecido, los acontecimientos de hacía un ratito la trastocaron totalmente. “Creo que estoy enamorada, me muero de amor”, “¿Pero cómo puede ser si ni lo conozco y ya me hace tan feliz?” se decía.

Allá comenzó a ver, por fin, el almacén del tío Edu, se llamaba “Almacén de Ramos Generales González”. Estaba ubicado en una esquina formando ochava, sus veredas eran angostas y arboladas y sus calles muy polvorosas. Solía ser escasa la lluvia a veces por esos lugares del norte de Argentina.

Le decían “Lo de González” y allí iban a aprovisionarse de lo que hiciese falta todos los habitantes del pueblito de El Monte, los de La Juana y la gente del ferrocarril. No había nada que el tío Edu no tuviese: herramientas de todo tipo y uso, ropa de trabajo, calzado, telas finas para las damas, granos para sembrar, azúcar, yerba, té, café, bebidas espirituosas variadas, papas a granel, revistas, libros. En fin, la lista era larga.

También traía artículos variados a pedido de las doñitas, ellas se hacían traer muchas cosas desde Buenos Aires: vestidos de moda, champan, vinos franceses y otras delicadeces de Europa que llegaban a la estancia en tren.

Con la llegada del ferrocarril hacía ya unos años, era un poco más fácil traer de la gran ciudad libros, diarios, revistas, máquinas de coser, y otras modernidades.

La cuestión era que el tío Edu estaba aprovechando muy bien la llegada del tren y como no era ningún zonzo para los números, le estaba yendo prósperamente.

Otra pregunta que le rondaba la cabeza a Ela era esa, “¿Por qué, a cuenta de qué don Thomas le había puesto el almacén al tío? ¿Eran socios?”. Era cierto que el tío era muy hábil con los números y ser carismático lo beneficiaba mucho (especialmente con las damas).

Empleado no se notaba que fuese, él manejaba todo a su gusto, no le parecía muy lógico, pero tal vez don Thomas necesitaba alguien así, alguien en quien confiar que se hiciese cargo del almacén y se encargara de toda la logística.

—¡Ave María Bendita...! ¡Buenos día a mi sobrina favorita! –gritó desde atrás del mostrador haciéndole el mismo chiste viejo, ya que ella era su única sobrina.

—¡Hola tío gritón! ¿Cómo le va?

El tío Edu la recibió como siempre, con una sonrisa de oreja a oreja, sus dientes tan perfectos y blancos sobre su piel morena se robaban el protagonismo por un ratito. Apenas la vio corrió a calentar el agua para unos amargos, él le ponía yuyitos que hacían de sus mates una infusión deliciosa.

Era muy buen mozo, las chinitas solteras, comprometidas o casadas morían por él. Miguela sabía que muchas vecinas iban a comprar a su almacén sólo para verlo, y él sonreía. No largaba nada cuando ella le quería sonsacar información de sus cuestiones de polleras. Solo sonreía pícaro. Era muy reservado con sus amoríos, nada comentaba, “segurísimo que no habla porque son casadas” se decía riendo Ela. Conocía muy bien al tío Edu, las muchachas lo solicitaban bastante en los bailes.

Con el tío Edu se parecían mucho y en muchas cosas; eran alegres, extrovertidos, les gustaba leer a los dos, eran grandes autodidactas, muy sensibles, reaccionaban juntos y por cosas idénticas, eran justicieros, podían conversar incansablemente de temas variados. Eran los dos sumamente atractivos, poseían una sensualidad innata que generaba una inmediata atracción natural, como de imán. Ela, tan jovencita y ya poseía también ese “don” que a la abuela la volvía loca de preocupación. La abuela lo sabía todo y eso la alteraba, veía cuando los paisanos la miraban de esa forma, y Ela solo se reía. A los dos les gustaba bailar la chacarera hasta que les dolían los pies, él y la abuela le enseñaron a bailar, y lo mejor de todo, bailar la chacarera descalza y con el cabello al viento.

Conversaron bastante, Ela sabía que se podía confiar en él. Lo encaró con firmeza y sus argumentos parecieron ser comprendidos por él.

—Tiene razón mi Elita, hay muchas cosas que no sabes y que debes saber por más que la abuela no quiera.

—Es que ella se cree que voy a ser pequeña siempre y me trata como a una niña. No sé nada de mi mamá, ni de mi papá. ¿Por qué? Salvo que yo haya salido de un zapallo de la quinta de la abuela –con rostro de pícara y haciéndose la inocente hizo reír a carcajadas al tío Edu.

—Creo que tienes edad y madurez suficiente como para saber Elita. La abuela piensa que siempre serás pequeña. Y si preguntas te cuento, antes de que alguien más te cuente mal. Pero no quiero que le digas a la abuela, ella también sufrió bastante ya, a ella también le pasaron cosas. No quiero que sufra más. Primero quiero decirte que tu mamá fue la mujercita más dulce, bonita y bondadosa que conocí. Le pasó lo que a todos nos gustaría que nos pase: se enamoró.

—¿De quién tío Edu, de mi papá? –preguntó ansiosa Ela pronta a escuchar una revelación.

—De ese amor, que fue correspondido le aclaro, nació usted –contestó despacio el tío con delicadeza y pasando al “usted” en un pestañeo.

El tío Edu hablaba contando con mucho cuidado la historia y eludiendo un poco la pregunta inicial de Ela, mientras le alcanzaba un mate y hacía una pausa para atender a un cliente.

Ela reconoció al cliente, era el Rosendo, el peón de la estancia quien estaba muy concentrado mirando los lazos y los rebenques colgados a un costado.

—¡Cuénteme tío! ¿Quién era mi papá? ¿Cómo se llamaba? ¿Me podés contar?

Cuando Ela se ponía ansiosa lo único que lograba era mezclar una y otra vez los tú, los vos y los che.

—Ela, él se enamoró de tu mamá, estaba loco por ella, pero las cosas no salieron como les hubiese gustado, él era el hijo de un amigo de don Thomas. Solían venir de paseo y a hacer negocios por estos pagos. Era una familia de mucho abolengo, tradicional. Tu padre era muy joven también y no los dejaron continuar juntos. Norita se asustó mucho cuando descubrió que estaba embarazada y sin Amílcar ya.

—¿Mi papá se llamaba Amílcar? Bueno, al menos voy sabiendo su nombre. ¿Y qué sucedió? ¿Cómo que no los dejaron estar juntos? Debió superar todo para estar con ella... –Ela no dejaba de preguntar, y a la vez se dijo: “cómo no vine y lo encaré antes al tío, es una máquina de hablar”.

—Era de un pueblo de la provincia de Buenos Aires y le aviso muchacha que no voy a decir nada más, él ya estará casado, debe ser un señor mayor ya seguramente, no sé qué edad tendría ahora, no sé si vive o no porque nunca más escuché nombrarlo en La Juana.

—Pobre mamita mía, qué triste habrá estado, qué complicado todo... –dijo pensativa y algo dolida– ¿Y el apellido, cómo era?

—Bueno basta ya, no se me complique la vida con viejas historias, la abuela la quiere mucho, ella ya sufrió bastante así que dejemos las cosas así –y cambiando de tema dijo–. Y ya le podría decir a esa vieja gruñona que acepte mi ayuda, a mí me está yendo bastante bien, y si ella no quiere, me la acepta usted, ya podrías dejar de andar descalza por todos lados, mira las alpargatitas que me llegaron y también telas de muchos colores –trató de cambiar de tema el tío Edu y se la llevó por los pasillos hasta donde estaba los nuevos rollos de telas de todo tipo.

—Me cambió de tema tío, pero bueno, ya me contaste bastante. ¡Se lo agradezco tío! Y no, ni ella ni yo necesitamos ayuda, pero... ¡Sí, me encantarían alpargatitas nuevas y un corte de tela para un vestido! –dijo Ela, ya recobrando sus espíritu impetuoso y llenando su cabeza de una dorada imagen.

Ela, como buena mujercita que era, se perdió entre los cortes de tela por un rato.

Antes de irse conversó largo y tendido de varios temas; de la abuela, de La Juana y sus dueños, del desmonte, de los cambios que trajo el ferrocarril y la gente que con él venía.

Hablando de ferrocarril... Ela se levantó, le dio un beso apurado a su tío y se marchó, prometiéndose mutuamente verse pronto.

Miguela partió de regreso con sus alpargatitas nuevas en la mano junto con su nueva tela de color amarillo muy suave, tornasolada, cuando la movía su color giraba suavemente hacia el dorado, hermoso corte para un vestido de falda amplia. Para la abuela, que también había ligado, llevaba un corte en color azul noche. “¡Qué lindas se verían bailando la chacarera!” pensó feliz Ela.

Contenta nuevamente y con muchos pensamientos extraños en su cabeza, lo saludó desde el camino revoleando la mano aparatosamente, tenía un remolino en su cuerpo, mezcla de sorpresa, curiosidad, excitación pero nada que la hiciese sentir mal.

Ya era un poco tarde, no se dio cuenta de la hora, se le pasó volando el tiempo, aunque le quedaron más preguntas por hacer que quedarían para otra vez, ahora iba a apurar el paso, porque seguramente Pancha no la iba a poder esperar en el ferrocarril tanto tiempo, aunque debió confesarse a sí misma que estaba apurada por otra cosa.

Si dejaban de trabajar en el tendido de las vías la gente partiría del lugar, cada uno a su hogar hasta el otro día, y eso no debía pasar, ella quería volver a verlo ya.

No podía estar tan concentrada así en sus pensamientos y en esos extraños sentimientos que la poseyeron de esa forma tan deliciosa –no debió– porque nunca intuyó la presencia del viejo y cebado puma herido en la noche anterior que la estaba acechando desesperado, dolorido, con hambre y tal vez, asustado.

Miguela caminaba rápido deshaciendo su camino, ansiosa por llegar a las vías donde estaba el bullicioso gentío trabajando. Apretaba el paquetito que le hizo el tío Edu fuertemente, tal vez por la ansiedad y los nervios que le daba volver a ver a ese hombre increíble.

El tío Edu también le había hecho otro paquete con algunas cosas para la abuela; un cepillo para el cabello, un corte de tela más sencillo para confeccionarse un batón floreado que ella le eligió y...

Fue ahí cuando sintió el escalofriante rugido que salió de detrás de unos arbustos a un costado del camino. Gritó y saltó hacia un lado, a la vez que vio el colgajo de piel sangrante que tenía sobre su frente, era el puma más grande que había visto en su vida –y eso que había visto varios– el animal enloquecido de dolor y asustado saltó lanzándose hacia ella con sus fauces abiertas dispuesto a destrozarla.

Todo se desarrolló muy rápido, el animal la arrojó al suelo y sintió un intenso ardor en su espalda mientras rodaba por la tierra en una nube de polvo que no le permitía ver nada.

Podía respirar el aliento desagradable del viejo animal y escuchar los rugidos roncos muy cerca de su rostro... y de pronto los gritos de un hombre que se mezclaban con ellos.

Sintió que se lo arrancaban de encima, giró sobre su propio cuerpo rápidamente para alejarse de él, trató de levantarse y pudo hacerlo a medias, estaba completamente atontada, dolorida y desorientada por la sorpresa.

Intentó alejarse un poco, su instinto de conservación se lo pedía, cayó de rodillas en el borde del camino y pudo ver al Rosendo, el peón rebelde de La Juana, un buen amigo de la discordia, que siempre tenía problemas con los capataces por pretender más que el resto de la peonada, que lo único que hacía era no trabajar, alterar el orden y buscar problemas donde no los había. Pero acá estaba, sacándola del apuro. También recordó que lo acababa de ver en el almacén del tío. Era también propenso a desenvainar rápido su facón, en este caso Miguela agradeció al Cielo por ello.

El puma supo de su inferioridad en ese momento, retrocedió lentamente agazapado mirando fieramente al Rosendo, éste le devolvió la mirada y levantó más el facón para intimidarlo, se miraron por unos segundos y rápidamente el felino dio la vuelta y desapareció en la espesura del monte.

El Rosendo envainó lentamente el facón en su espalda mirando a Miguela y se le acercó despacio, con un gesto que a ella no le gustó, trató de ponerse de pie, comprobó que no tenía nada roto y se enderezó, comenzó a darle las gracias por salvarla.

—Gracias señor –dijo titubeante, dolorida, asustada, desorientada.

Realmente la había salvado de morir devorada o destrozada por el animal. Pero no le pudo ni agradecer mucho más porque el hombre se acercó a ella con el mismo gesto que tenía segundos atrás el animal. Sintió los dedos del hombre apretando con fuerza sus brazos y la mirada que vio la asustó más que el mismo viejo felino, su aliento era desagradable.

El Rosendo ni hablaba, con verlo daba miedo.

Su vestidito color cielo comenzó a desgarrarse por las manos del hombre dejando a la vista sus senos. El Rosendo intentaba arrastrarla hacia su caballo, el cual ni siquiera había visto a un costado del camino, tironeó con fuerza para zafar de él pero le resultaba absolutamente imposible por su inferioridad física y el dolor intenso que sintió en su espalda, sin contar con que estaba entrando en pánico, su reacción fue gritar y gritar más que en el momento en que la sorprendió al puma, mientras su “salvador” intentaba taparle la boca.

Lo que pasó después fue increíble, superaba su frondosa imaginación.

No podía entender de dónde salió el rubio de la locomotora, saltó sobre el Rosendo, lo arrancó literalmente de encima de ella y lo desparramó en el suelo polvoroso.

El Rosendo no se lo esperaba, no lo vio venir, pero se levantó rápidamente y se preparó para hacerle frente. Ambos hombres se trenzaron en una lucha cuerpo a cuerpo, hasta que el Rosendo logró sacar su famoso facón nuevamente.