Mira quién habla - Francesca Buoninconti - E-Book

Mira quién habla E-Book

Francesca Buoninconti

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Beschreibung

A menudo se dice que los animales no tienen voz, pero en realidad son grandes conversadores. En nuestro jardín y en las selvas tropicales, en los parques de nuestra ciudades y en las profundidades del océano, y en cualquier lugar donde haya vida animal, hay mensajes de todo tipo flotando en el ambiente. Hay animales que informan cantando, como los pájaros; y otros que, como las ballenas, entonan dialectos transmitidos de generación en generación; los hay que se comunican con bailes pintorescos, los que ejecutan pasos de claqué como Fred Astaire e, incluso, los que prefieren el estilo inimitable de Michael Jackson. Y, por supuesto, hay animales que se expresan mediante colores, poses, olores, señales misteriosas y zumbidos. Además, como ocurre entre los humanos, también hay animales que mienten más que hablan, es el caso de algunos insectos, pájaros y primates. En este barullo de mensajes codificados, lanzados a propios y extraños, ¿qué susurran y qué se dicen los representantes del reino animal? ¿Los pájaros cantan cada vez que abren el pico o más bien muestran a las hembras su potencia física? ¿Y los peces son realmente tan ingenuos? ¿Por qué cambian de color en realidad los camaleones? ¿Por qué las gacelas comienzan a saltar cuando descubren a un depredador, en lugar de huir a toda velocidad? ¿Los delfines se llaman por su nombre entre ellos? ¿Cuándo hablan más claro los elefantes? Y, quizá lo más curioso, ¿los animales que emiten mensajes falsos son conscientes de ello o lo hacen sin verdadera intención? Si al menos una vez en tu vida te has hecho alguna de estas preguntas, Mira quién habla. Cosas que dicen los animales es el libro que estabas buscando.

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Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN. MENSAJES EN CÓDIGO

PRIMERA PARTE. LA APARIENCIA TAMBIÉN CUENTA

Grandes bailarines

Ni lo intentes

La importancia del color

Campeones del camuflaje

Dance me to the end of love

SEGUNDA PARTE. ÚVULAS, OREJAS Y VIOLINES

Melodía con la sexta rémige

Los secretos del canto de los pájaros

Más allá del sonido

Patos y canarios con aletas

No solo rugidos

¿Cómo hace el cocodrilo?

Mudo como un pez, insistente como una cigarra

TERCERA PARTE. NARICES SUPERFINAS, TOQUES SUAVES

Olores bestiales

Fragancias letales

Olor de casa

EPÍLOGO. CUESTIÓN DE VIBRACIONES

AGRADECIMIENTOS

CRÉDITOS

A Pietro Greco,maestro insustituible,gigante de la comunicación de la ciencia;eternamente agradecida.

«Todo el problema de la vida es este: cómo romper la propia soledad, cómo comunicarme con los otros.»

Cesare Pavese, El oficio de vivir: diario (1935-1950)

Prólogo

Fueron los pájaros. Si queréis saber por qué he escrito un libro sobre la comunicación animal os diré que, para mí, «la respuesta al sentido de la vida, el universo y todo lo demás» es esta: los pájaros. Ellos fueron los que despertaron mi interés sobre la comunicación animal. No sabría decir cuál fue el momento exacto, pero estoy segura de que en las primerísimas excursiones de avistamiento de aves ya me rondaban algunas preguntas por la cabeza: ¿por qué los somormujos se intercambian algas y plantas acuáticas mientras bailan? ¿Por qué los bailes de todas las anátidas son tan parecidos? ¿Por qué cantan los pájaros? ¿Es puro instinto o tienen que aprender a cantar? ¿Y qué se dicen? Buscando la respuesta a estas dudas, hace unos diez años, fue cuando comencé a estudiar y descubrir cada vez más cosas sobre la comunicación animal.

Lo curioso es que desde entonces mi trabajo ha cambiado y ya no me dedico a la investigación científica, sino a darla a conocer. A los que hacemos este trabajo se nos pide que contemos anécdotas, pero también que expliquemos, desmintamos ciertas afirmaciones y aclaremos dudas, y que además lo hagamos dominando distintas técnicas, utilizando un lenguaje apropiado para el contexto y el público, manteniendo en todo momento un equilibrio dinámico entre el rigor científico y el disfrute de la lectura. Espero que en este libro encontréis un buen equilibrio que os lleve a descubrir qué se dicen los animales, cómo lo hacen y por qué.

En estas páginas no solo he tratado de abarcar las estratagemas conocidas, y no tan conocidas, que utilizan los animales para comunicarse mediante señales visuales, auditivas, químicas y táctiles, sino también de contar la historia de esta rama de la ciencia, o al menos algunos momentos clave, y todo ello teniendo en cuenta que la comunicación animal está relacionada con la etología, la anatomía de los animales, la genética, el desarrollo embrionario, además de con ciertas nociones de física y química, y con todo lo que sabemos sobre la evolución.

Así que, no, no pretendo ser exhaustiva. Y no solo porque la materia sea vastísima, sino porque todas las especies animales se comunican (estamos hablando de cerca de 1.400.000 especies de animales conocidas), y lo hacen de formas muy distintas. Muchas veces se trata de formas que nosotros no conseguimos «leer» o descifrar, porque a los animales simplemente les resultan más acordes así, y así es como debe ser. Tampoco hay que olvidar que no contamos con un conocimiento completo sobre cómo funciona la comunicación en cada una de las especies. Pero esta es la mejor parte, porque quiere decir que aún tenemos que hacernos más preguntas, ser curiosos, descubrir e investigar.

Seamos sinceros, el Homo sapiens es una especie que no se calla ni un minuto. Y si lo hace, sigue comunicándose con gestos, las expresiones del rostro o la postura. Hasta con la colonia que hayamos querido ponernos. Nos comunicamos siempre, con personas distintas, y nos da igual que estén cerca o lejos. Nos comunicamos con idiomas diferentes, con teléfonos y aplicaciones, utilizando un elaborado sistema de gestos, expresiones, fonemas y palabras que vamos encadenando para formar oraciones que siguen unas reglas gramaticales muy concretas que aprendemos con mucho esfuerzo en el colegio. Sin embargo, aun cuando la frase que hemos formulado sea correcta y los emoticonos estén bien, siempre puede producirse algún malentendido. La expresión del rostro o el tono que hemos usado pueden transmitir emociones distintas, y podríamos hablar cuando no debemos y meter la pata, por lo que las incomprensiones acechan constantemente a la vuelta de la esquina. Nos ha pasado a todos. Y si no os ha pasado nunca, bueno…, lo más seguro es que no os hayáis dado cuenta.

¿Y los animales? ¿Las aves, los peces, los insectos, los anfibios y los mamíferos tienen las mismas dificultades que nosotros a la hora de comunicarse? ¿Saben mentir? ¿Y cómo reconocen a sus congéneres? Por ejemplo, cuando una abeja vuelve a la colmena o una avispa social al avispero, ¿cómo pueden saber las demás que no son unas intrusas? Si se dice que los peces son mudos, ¿cómo hablan entre ellos? ¿Por qué cantan los pájaros? Y cuando los oímos, ¿seguro que lo que están haciendo es cantar? Podríamos seguir así indefinidamente, pero todo se reduce a una sola pregunta: ¿los animales son capaces de comunicarse?

Los científicos se lo preguntan desde siempre, y la cuestión terminó por despertar la curiosidad de uno de los mejores naturalistas de la historia, Charles Darwin, que el 26 de noviembre de 1872 publicó La expresión de las emociones en el hombre y en los animales. Al igual que sus obras anteriores, esta también se convirtió inmediatamente en un superventas, con más de 5.200 copias vendidas1. Darwin reconoce que cada postura y expresión facial posee un significado distinto y puede asociarse a una emoción o estado de ánimo, y lo mismo se puede aplicar a muchos animales; es más, hay una «naturaleza universal» de las expresiones, por lo que muchas expresiones animales se parecen a las humanas, y viceversa. «Jóvenes y viejos de razas muy distintas, ya sean hombres o animales, expresan el mismo estado de ánimo con los mismos movimientos […]. El que algunas expresiones sean idénticas en especies distintas aunque afines […] resulta un poco más comprensible si se admite que descienden de un antepasado común.» No obstante, por más que el naturalista inglés, padre de la teoría de la evolución, lograra desmentir la inmutabilidad de las especies, siguió siendo víctima de otra idea dominante de la época: la comunicación de los animales es inseparable de sus emociones. Dicho de otro modo, según Darwin, nos animales no tienen un verdadero sistema de comunicación como lo entendemos hoy, sino que las voces y posturas que asumen vienen dictadas por sus emociones. Por ejemplo, un mirlo que ve acercarse a un depredador escapa por «miedo», y el susto es lo que le hace emitir su típico chillido, con lo que advierte «involuntariamente» a los pájaros cercanos.

Actualmente sabemos que la realidad es muy distinta de como la interpretaba Charles Darwin, pero hemos necesitado tiempo para descubrirlo, y sobre todo para distinguir lo que es comunicación y lo que no. Pongamos un ejemplo sencillo: ruborizarse es un comportamiento humano que transmite a quien nos ve una serie de indicaciones sobre nuestro estado de ánimo. Sin embargo, cuando nos ponemos rojos no estamos comunicando, puesto que no lo hemos hecho voluntariamente, sino que simplemente estamos transmitiendo una información sobre nuestro estado de ánimo de un modo espontáneo e involuntario. Por lo tanto, entre aviso y comunicación hay una única distinción, la intencionalidad (pero, cuidado, no hay que confundir la intencionalidad animal con la humana, como veremos). Lo mismo vale para los animales: si hay intención, hay comunicación, pero los científicos pudieron llegar a esta conclusión tras muchos razonamientos, estudios e investigaciones.

De hecho, el libro de Darwin cayó rápidamente en el olvido después de su publicación y habría que esperar al nacimiento de la etología para que volviera a retomarse el hilo, y más concretamente hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el estudio del comportamiento animal asumieran la forma de una disciplina científica gracias a Konrad Lorenz, Nikolaas Tinbergen y Karl von Frisch, que recibirían el premio Nobel en 1973. Con inteligentes experimentos, este gran equipo definió de un modo claro, entre los años cincuenta y sesenta, los conceptos de «instinto», «comportamiento innato y adquirido» y «estímulo», al tiempo que puso las bases para el estudio de la comunicación animal: qué lenguajes son innatos y cuáles son adquiridos, en qué medida y momentos, qué señales desencadenan una respuesta, qué hace de estímulo, etc.

De esta forma comienza el estudio de la comunicación animal: Karl von Frisch se concentra en el estudio de la comunicación de las abejas y su «baile»; mientras que Nikolaas Tinbergen define lo que es un estímulo y elabora cuatro preguntas que se pueden aplicar en el estudio de cualquier comportamiento, incluida la comunicación. Para Tinberger, el primer paso es entender el mecanismo fisiológico y, por consiguiente, cuáles son los estímulos que provocan una respuesta; luego hay que entender la ontogénesis del comportamiento, es decir, si varía con el tiempo y cómo lo hace, cuál es su función, para qué sirve y en qué medida puede ser útil para la supervivencia o la reproducción del individuo, y, por último, cómo ha evolucionado dicho comportamiento.

Por lo tanto, hace poco más de medio siglo que se busca la respuesta para la verdadera pregunta: «Los animales se comunican, ¿sí o no?». Y como siempre ocurre en el campo de la investigación científica, encontrar la respuesta no es tan fácil. Retomemos el ejemplo de Darwin. Un mirlo, supongamos que un macho, está posado en una rama cuando ve llegar a un gavilán, su depredador. Entonces escapa, pero al volar también emite un grito de alarma, un sonido que viaja en el aire. ¿Por qué lo hace? ¿No sería mejor escapar en silencio sin llamar la atención? Obviamente, la respuesta más sencilla sería sí. Sin embargo, el mirlo emite su conocido grito de alarma y lo hace porque tiene unos destinatarios muy concretos, sus congéneres, que también escaparán. Pero que quede bien claro, cuando el mirlo emite su reclamo de alarma no lo hace solo por generosidad: si hay más pájaros que alcen el vuelo, cabe la posibilidad de que el depredador se abalance sobre otro. Es un beneficio para él.

Este ejemplo ya nos aclara muchas cosas sobre la comunicación. Hay un emisor, el mirlo macho, que envía un mensaje a través de un medio, en este caso, el aire. El mensaje está codificado, pues el reclamo de alarma siempre será el mismo y no cambiará con el tiempo. Y hay al menos un receptor, un destinatario de su misma especie que es capaz de recibir el mensaje y reaccionar, es decir, escapar. Se trata, por tanto, de un destinatario que modifica su comportamiento y obtiene un beneficio de la información recibida.

Así pues, el mirlo no emite su grito de alarma tan solo por miedo, como pensaba Darwin. Si bien es cierto que en los avisos de alarma hay sin duda un componente relativo a una emoción, no es ese el motivo por el que el animal emite este tipo de señal. De hecho, si nuestro mirlo supiera que está totalmente solo, al ver a un depredador escaparía en silencio, sin lanzar ningún grito.

La diferencia entre ambos comportamientos no es casual y nos dice dos cosas: primero, el comportamiento cambia si hay un público, una audiencia; y, segundo, la comunicación se dirige a unos destinatarios, y por tanto es intencional. En pocas palabras, los etólogos han tenido que demostrar que en la comunicación animal hay intencionalidad al enviar un «mensaje» y que dicho mensaje desencadena una «reacción», una respuesta; y que esto no solo es así en situaciones de peligro, sino en cualquier contexto.

Por consiguiente, los animales se comunican, se intercambian mensajes de modo intencional. Dichos mensajes pueden ser de muchos tipos: visuales, auditivos, olfativos o táctiles —que no solo se transmiten tocando, sino también por medio de vibraciones—, e incluso pueden ser señales eléctricas. El tipo de mensaje depende del ambiente en el que se vive: por ejemplo, si se vive en la oscuridad y se es ciego, el cambiar de color no tiene ningún sentido, por lo que concentrarse en las señales visuales no es que sea muy buena idea; pero si se vive en la oscuridad y se tiene muy buena vista, sería perfecto emitir luz, como hacen las luciérnagas. De modo que el tipo de mensaje depende del hábitat de una especie, pero también de su preadaptación, por así decirlo. Si se tiene una laringe y un par de orejas, un sonido sería una señal ideal para comunicarse; y si se carece de orejas pero se tiene una buena nariz, podrían ser más adecuadas las señales olfativas.

Como decía Gianni Rodari, estudiar la comunicación animal es «un acto de imaginación», ya que los humanos no vemos los rayos ultravioletas, no oímos infrasonidos ni ultrasonidos, ni tenemos un olfato particularmente desarrollado, y por eso hay muchos aspectos de la comunicación animal que aún no entendemos. Pero la capacidad de comunicarse eficazmente con otros individuos juega un papel fundamental en la vida de todos los animales. Es más, se trata de una capacidad que a nosotros nos resulta muy útil a la hora de clasificar a los individuos de una determinada especie, o a lo mejor para ahuyentar a uno que nos pueda hacer daño. Como veremos, muchos de los remedios útiles para alejar a los insectos perjudiciales para la agricultura se basan precisamente en los olores y engaños olfativos. Estudiar la comunicación animal también nos ofrece un nuevo punto de vista sobre la evolución, y a veces hasta puede ser útil para distinguir entre las distintas especies, ya que cada especie tiene su propia «voz» hecha de sonidos o señales visuales u olfativas.

Al igual que nosotros, los animales se comunican de muchas formas y en muchas situaciones distintas: para reconocerse, resolver conflictos y delimitar el territorio, y defenderlo de los enemigos haciendo intuir su presencia. Luego están todas las comunicaciones relativas al ámbito sexual: se comunican para indicar la disponibilidad a una pareja o para cortejarla, a veces con verdaderos bailes rituales; se comunican para formar una familia y cuidar de la prole, y hasta los más jóvenes son unos magníficos comunicadores, capaces de hacer saber a sus padres cuánta hambre tienen y cuánto les ruge el estómago. En las especies gregarias es fundamental mantener buenas relaciones con el grupo, conservar su cohesión, reforzar los vínculos y hasta informar a los demás de que se ha encontrado una fuente de alimento que se puede compartir, comunicarse con el grupo para permanecer unidos en los desplazamientos, sincronizar las operaciones de caza o incluso determinar los giros de una bandada. O, como en el caso del mirlo, para avisar a los congéneres de la presencia de un peligro. Por otra parte, también hay señales de «autocomunicación», como es el caso de la ecolocalización que utilizan los murciélagos y cetáceos (y alguno más), que son capaces de emitir una señal, una onda sonora, que al rebotar les devuelve información sobre el ambiente que los rodea.

En todos estos casos se trata de comunicación entre individuos de la misma especie, es decir, comunicación intraespecífica. Pero siempre hay alguna excepción que confirma la regla. Los pájaros, por ejemplo, entienden bien la voz de alarma de muchas otras especies, aparte de la suya. Desde luego, esto es más ventajoso, porque así tienen más posibilidades de saber cuándo corren peligro y conseguir escapar. Otro ejemplo de comunicación interespecífica son los comportamientos de acoso (conjunto de comportamientos agresivos y amenazadores), que todos los animales entienden. Hasta las flores (y aquí estamos en un reino distinto) presentan las «guías del néctar»: marcas o gradaciones de color en los pétalos, invisibles para el ojo humano pero visibles en el espectro ultravioleta, que ayudan a las abejas y otros insectos polinizadores a encontrar el néctar, con lo que se mancharán con el polen que luego llevarán a otra flor. De esta forma, las guías del néctar no solo aumentan las posibilidades de alimentación de las abejas, sino también las de la polinización de las flores. Por lo tanto, la comunicación puede ser intraespecífica o interespecífica, y tiene lugar en muchísimas situaciones. En definitiva, podríamos decir que los animales se comunican para vivir y sobrevivir.

A estas alturas quedará claro: en la base de la comunicación hay un beneficio mutuo. Ambas partes deben beneficiarse, de lo contrario es muy poco probable que se desarrolle un sistema de comunicación. Y para que haya un beneficio mutuo, la señal debe ser honesta: que comunique la verdad sobre el estado de salud, la edad, la ubicación del remitente o sus intenciones. Por ejemplo, la calidad del plumaje es una señal honesta: el color y su brillo dependen a menudo, entre otras cosas, de la dieta (los individuos que comen bien tienen un plumaje de colores más vivos). Además, si el plumaje está sano y no desgastado, significa que el animal no tiene parásitos en el plumaje (o tiene pocos), por lo que en realidad está sano. Ser vistoso y llamativo, en el caso de los machos de colores vivos, por ejemplo, también es una gran desventaja: significa ser más visible y vulnerable al ataque de un depredador. Pero si todavía está vivo, significa que tienes los medios y vitalidad para poder escapar de los depredadores: en este sentido, el plumaje es un signo honesto de la salud de un individuo.

Hablando de vistoso plumaje, por ejemplo, la cola larga y colorida del pavo real macho, según Amotz Zahavi2, representaba un hándicap, un coste que asumir, forjado por la selección sexual: la cola del pavo real es larga y colorida y llama la atención de los depredadores, es una carga al caminar y todo ese armatoste dificulta la huida. Por lo tanto, solo un pavo real macho saludable, fuerte y con buenos genes tendrá una cola larga y podrá sobrevivir escapando de los depredadores. La cola, según Zahavi, es por lo tanto una señal honesta de la «calidad» genética y el estado físico del macho.

Hoy sabemos que la hipótesis de Amotz Zahavi es parcialmente cierta, al menos en el caso del pavo real: su cola no solo no compromete las prestaciones locomotoras en términos de gasto metabólico, sino que incluso representa una ventaja. En primer lugar, porque la que nosotros llamamos «cola» está formada por unas 150 o 200 plumas secundarias, de hasta 1,5 m de largo, que salen de la región de la espalda que corresponde a la escápula y revisten la verdadera cola, que consta de 20 plumas cortas de color marrón llamadas timoneras. Cuando el pavo levanta la verdadera cola, también se levantan las plumas de revestimiento y se abre el abanico. En el periodo de reproducción, cuando la cola está totalmente desarrollada, el gasto metabólico de la locomoción es incluso menor que durante el resto del año, cuando se pierde la cola3. La cola del pavo real seguiría siendo una señal honesta, en la que la hembra basa su elección, pero el precio de esta señal podría ser otro: no el peso y volumen de la cola, sino quizás la mayor visibilidad o las energías que es necesario invertir para desarrollar y mantener una cola tan llamativa.

En última instancia, enviar una señal tiene un coste, muchas veces muy alto porque puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte frente a un depredador. Por lo tanto, por regla general, la comunicación animal se basa en señales honestas: no se desperdicia energía en comunicar algo que no es cierto. Pero como veremos, cada regla tiene su excepción.

Ahora que ya tenemos claro cómo funciona la comunicación, para qué sirve y por qué es útil estudiarla, todavía nos queda un punto fundamental por aclarar: ¿qué es una señal?

Antes que nada, tenemos que recordar una sutil diferencia, la que hay entre las señales propiamente dichas y los estímulos o cues4, como los definió en 1939 el padre de la etología, el austríaco Konrad Lorenz.

Los estímulos son señales involuntarias que dan información al receptor, a menudo ofreciéndole una ventaja. El dióxido de carbono que exhalamos al respirar es un estímulo, pues hace que los mosquitos puedan encontrarnos y alimentarse. También son estímulos el enrojecimiento de las mejillas ante una emoción fuerte, el cabello cano y las arrugas del rostro, puesto que revelan el bochorno que nos gustaría ocultar o la edad de una persona. Son estímulos sobre los que no tenemos ningún control, es decir, que no podemos regular voluntariamente, ya que no podemos decidir cuándo ruborizarnos, impedir que nos salgan canas ni regular la cantidad de dióxido de carbono que expulsamos.

En cambio, las señales propiamente dichas quedan sometidas al control del emisor, que puede modularlas y regularlas con precisión. Pensemos, por ejemplo, en los sonidos, variables por intensidad, altura, frecuencia, etc., o en la comunicación olfativa que utilizan tantos insectos y mamíferos para marcar el territorio. Lo que es más importante, las señales suponen una ventaja tanto para el emisor como para el destinatario. Las señales se han modelado a lo largo de la evolución para modificar el comportamiento de los demás y aún hoy siguen sometidas a una fortísima presión selectiva.

En definitiva, lo que distingue a las señales de los estímulos es que estos últimos no han evolucionado para comunicar y obtener una respuesta, mientras que las primeras se han forjado en el curso de la evolución precisamente con el objetivo de recibir una respuesta y modificar el comportamiento ajeno. Desde luego, un sistema de comunicación tan rico y variado no ha podido aparecer de un día para otro. Y así es, las señales también han avanzado y evolucionado (es más, han coevolucionado) hasta llegar a perfeccionarse en función de la especie y el ambiente en el que se vive. Pero ¿cómo? Para la ciencia ha sido una aventura el tratar de entender el origen y la evolución de la compleja comunicación animal.

Como hemos visto, para que una señal se desarrolle y mantenga en el tiempo, el emisor y el receptor han tenido que «preadaptarse». Por ejemplo, para emitir una señal fónica se necesitan órganos como la laringe, las cuerdas vocales, un sistema respiratorio y una boca para hacer resonar la emisión sonora, mientras que el receptor deberá tener un aparato de recepción acústica (esencialmente, oído) para captar el mensaje. Y lo mismo ocurre para las señales de colores: se necesitan luz y ojos para percibirlas. De manera que podríamos decir que cada señal necesita su preadaptación. Pero con esto no basta. Para desarrollarse y fijarse en el tiempo, una señal tiene que capturar de algún modo la atención del receptor, tal vez aprovechando una preferencia innata, un sistema sensorial preexistente que se haya desarrollado para otros fines.

Esta idea, conocida como hipótesis de «explotación sensorial», la propuso Michael J. Ryan en 19905. Según Ryan, el receptor tiene unas preferencias latentes que puede utilizar el emisor para crear nuevas señales, sobre todo en cuanto a la selección sexual. Pensemos en los guérridos, más conocidos como zapateros o patinadores, que con sus patas tan largas son capaces de deslizarse por el agua gracias a la tensión superficial. Pues bien, los zapateros aprovechan las vibraciones del agua para saber si hay presas cerca. En la temporada de reproducción, los machos utilizan este mismo sistema sensorial, desarrollado para alimentarse, a fin de comunicarse con las hembras y cortejarlas. Podríamos decir que las conquistan a través del estómago. Y eso mismo hacen los gallos con la técnica que se conoce como tidbitting (del inglés tidbit, ‘exquisitez’): picotean por el suelo recogiendo, o casi siempre fingiendo que recogen, un suculento bocado para después volver a soltarlo al tiempo que emiten un chasquido ritmado. Es como si dijeran: «Oye, gallinita guapa, mira este precioso bocado que estoy comiendo». De esta forma llaman la atención de la gallina aprovechando gestos y sonidos que son típicos de la alimentación.

Pero no es suficiente con que un emisor encuentre la forma de aprovechar un sentido y una preferencia de un congénere para cualquier tipo de comunicación, ni tampoco que el destinatario responda. Para que una señal se desarrolle y mantenga en el tiempo, y que surta siempre el mismo efecto, ha de pasar por un proceso que le otorgue un carácter ritual, es decir, ha de convertirse en una especie de código unívoco. Por ejemplo, el grito de alarma del mirlo siempre es el mismo, es decir, está codificado, se ha cristalizado en el tiempo y desde hace milenios lo comprenden todos los congéneres, y no solo ellos. Lo mismo nos ocurre a nosotros: nuestro idioma está codificado, pues sigue unas reglas gramaticales y fonéticas precisas. Si un chico le dijera a una chica «et roquie» en vez de «te quiero», no tendría el mismo efecto, eso seguro. Por lo tanto, se necesita paciencia, tiempo y muchos ensayos. Además, la señal no tiene por qué ser necesariamente nueva, sino que también puede ser una simplificación o exageración de un comportamiento preexistente, como una postura o la repetición de un gesto o una nota. Pero eso sí, hay que enfatizarlo, estereotiparlo y repetirlo a menudo, de tal forma que llegue a alcanzar la máxima posibilidad de recibir una respuesta del receptor. Y el receptor, por su parte, debe conservar el recuerdo de esa comunicación. Por último, para que se seleccione una nueva señal, esta ha de respetar las reglas de la selección natural, es decir, tiene que suponer tanto para el emisor como para el receptor una ventaja sobre los demás, ya sea para huir de un depredador como para alimentarse, reproducirse, criar a la prole o vivir en sociedad. Por eso, la señal y la respuesta se someten a un proceso de coevolución: cada señal tiene su respuesta.

Con todo, también hay que decir que a una señal no siempre le corresponde una respuesta inmediata, sobre todo cuando se habla del cortejo: en muchas especies, el destinatario del mensaje se toma todo el tiempo que necesita para valorarla y responder, y esto les ha complicado bastante la vida a los científicos. Por ejemplo, ¿habéis observado alguna vez el cortejo de una tórtola turca (Streptopelia decaocto)? El esforzado macho de la tórtola turca puede pasarse horas y horas coqueteando antes de ganarse el corazón de su tórtola: arrulla, se infla para hacerse más grande, se inclina varias veces, da varias carreritas con la cola abierta en abanico barriendo el suelo y la picotea con ternura. Prácticamente, hace de todo, y aun así se pasa mucho tiempo sumido en el limbo de la expectación. Si alguna vez le habéis mandado un wasap al chico o la chica que os gustaba y os habéis quedado mirando las dos rayitas azules que confirman la lectura del mensaje de cortejo durante varios minutos a la espera de una respuesta, ya os podéis imaginar el estado de ánimo del pobre señor Streptopelia.

Y no es que la tórtola hembra se esté haciendo la difícil, sino que el ritual del cortejo del macho está diseñado para inducir un comportamiento reproductivo en la hembra: el estímulo visual y sonoro del macho que la corteja activa los centros hipotalámicos de la candidata, cuya hipófisis comienza a producir gonadotropinas, estas estimulan los ovarios, que a su vez segregan estrógenos y, bajo la influencia de estas hormonas, comienza a desarrollarse el canal reproductor femenino. Al cabo de un día aproximadamente, puede que la espera y perseverancia del macho se vean recompensadas: si la hembra accede, la pareja elegirá un lugar para la nidificación y comenzará a construir el nido. Pero, que quede claro: el cortejo del macho no ha terminado, pues tendrá que continuar durante la construcción del nido y el apareamiento.

Tras esta breve inmersión en las fatigas amorosas de las tórtolas, tenemos que detenernos en otro aspecto. Aun antes de que una señal adquiera su carácter ritual, se repita y perfeccione, pueda captarla el receptor y se transmita a las generaciones sucesivas, tendrá que «nacer» como señal, de forma que no nos queda más remedio que plantearnos cómo nace una señal, ¿cómo se convierten en una señal un sonido o una postura? Algunos sonidos, cantos o exhibiciones (entendiendo exhibición como cualquier demostración, postura o baile) son tan elaborados o extraños que es difícil entender cómo pudo surgir esa precisa secuencia de notas o pasos. Sin embargo, vemos como en especies distintas, si bien estrechamente emparentadas, esas exhibiciones se manifiestan a menudo de un modo similar, con pequeñas variantes, lo que nos ayuda a reconstruir, al menos parcialmente, la historia de su evolución. Así, las posturas de amenaza de muchos ungulados prevén que se muestren las «armas», cuernos o astas, de una forma muy parecida. Y, si nos fijamos bien, algunos de los movimientos de las posturas de amenaza o de los bailes de cortejo de otros animales proceden de movimientos que se realizan en otras circunstancias, como el acicalamiento del plumaje que asoma en algunos rituales de cortejo. Aunque ahora la limpieza del plumaje sea una señal bien codificada, al principio era un simple comportamiento de sustitución y, por tanto, un comportamiento totalmente inadecuado y fuera de lugar en este contexto. Si el objetivo es aparearse, el limpiarse las plumas o el pelaje puede que no sea la mejor idea si no se tiene una librea perfecta, y además, al distraerse el animal, corre el riesgo de que otro le quite a su posible pareja. Pero si este comportamiento se engloba en el ritual de cortejo y se codifica, puede servir para que la hembra compruebe el plumaje del pretendiente, saber hasta qué punto está limpio y sin parásitos, y deducir su estado de salud.

A veces, las respuestas neurovegetativas, como la piloerección (cuando se erizan los pelos o las plumas), también pueden convertirse en una señal o parte de ella. Así, el señor Streptopelia inflará las plumas para parecer más grande y sano y mostrar su plumaje ante la hembra. En este caso será una acción voluntaria que no está ligada a una emoción, es decir, las plumas se inflarán de modo estándar, y no en función del deseo que pueda tener el macho de reproducirse ni de la respuesta afirmativa o negativa de la hembra. De manera que, la piloerección, que originalmente era involuntaria, se convierte en una acción intencionada, parte de una señal estilizada y estereotipada, con lo que se pierde la información relativa al estado emocional del emisor. Tanto es así que, ya en 19576, Desmond Morris planteó que las señales altamente ritualizadas podrían haber evolucionado precisamente porque esconden este tipo de información: con una señal ritualizada, el emisor manipula al receptor sin desvelar demasiado sobre sí mismo.

Comunicar es realmente complicado, y sin embargo es una operación necesaria para todos los seres vivos, sin excepciones. Hasta las células se comunican, pues vivir también quiere decir comunicarse. Estamos hechos de mensajes, señales químicas, respiraciones que se transforman en palabras, sonidos y melodías que nacen en nuestro interior y nos llegan al oído activándonos el cerebro y provocando una respuesta en nosotros. Y esto vale para todos los seres vivos.

Una sola señal puede transmitir varios mensajes al mismo tiempo, ya que puede desvelar la identidad, la ubicación, la posición, el género sexual y la edad del emisor. Y la misma señal puede asumir distintos significados en función del contexto. El rugido del león es una señal social. En el interior de la manada, refuerza la cohesión del grupo y atrae a las leonas. Fuera del grupo, resulta útil para marcar el territorio, reafirmar el estado de salud del león y mantener alejadas a las manadas cercanas.

Las señales evolucionan y coevolucionan, se seleccionan en el tiempo y difieren entre especies. En este proceso, la genética es tan importante como el aprendizaje: muchos aspectos fundamentales de la comunicación se aprenden durante las primeras fases de vida y en ocasiones la experiencia puede llegar a modificar profundamente un «rasgo» básico que se ha heredado genéticamente.

Por último, también se pueden combinar varias señales para conseguir un significado diferente. Si una cebra hembra adopta una expresión amenazadora al tiempo que muestra sus cuartos traseros delante de un semental, su expresión no será interpretada como una amenaza, sino como una señal que indica su disposición al apareamiento.

Combinar varias señales es una buena elección por muchos motivos. El emisor no tiene que inventar señales nuevas y el receptor no tiene que aprender otras. Solo hay que sumar las dos y ya está, es cuestión de economía. Y lo mismo puede decirse de las señales que van emparejadas. Normalmente, la comunicación no sigue una única vía: no se da solo a través de la vista, el sonido, el tacto o el olfato. Por eso, las señales acústicas suelen ir emparejadas con posturas concretas, al igual que en determinadas exhibiciones también se pueden producir sonidos. Así, en el caso del abanico del pavo real, la pava no solo prestará atención al tamaño de la cola, el número de ocelos, y por tanto de plumas, y a su brillo y simetría, sino que al mismo tiempo oirá una melodía (de 22 a 28 Hz) que producen las plumas, que como las cuerdas de una lira vibran y resuenan mientras el macho… se pavonea7. Pero el destinatario de una señal, ¿cómo puede estar seguro de que el emisor no le está mintiendo?, ¿cómo puede saber que no le está tendiendo una trampa, tal vez mortal?, ¿cómo se superan estas resistencias para poder fiarse del emisor? Es un verdadero dilema, desde luego, pero hay que recordar que toda comunicación se basa en un gran supuesto: la fiabilidad de la señal.

Teniendo en cuenta que poner en práctica las señales suele ser costoso, al emisor le conviene ser honesto: un pájaro no cantará al azar, ya que esto equivaldría a correr inútilmente el riesgo de que lo atrape un depredador. Por otra parte, para que una señal se seleccione y permanezca a lo largo de la evolución tiene que ser fiable, pues de lo contrario se perdería la ventaja mutua en la que se basa la comunicación animal. Dos ruiseñores, por ejemplo, no cantarán con el mismo vigor, y así la hembra podrá elegir a la pareja que considere mejor. En general, los cantos de cualquier especie resultan costosos a la hora de producirlos, y son señales honestas que informan sobre la talla y la salud del individuo. Por eso se puede confiar en un emisor con razonable seguridad: en la comunicación animal se impone el principio de la honestidad.

No obstante, toda regla tiene su excepción y, como se suele decir, no es oro todo lo que reluce. Entre los animales también hay tramposos, especies o individuos que mienten o fingen ser lo que no son. Si una sencilla conversación entre humanos puede tomar un giro inesperado, la comunicación animal también puede resultar complicada y costarle cara al destinatario del mensaje.

Richard Dawkins y John Krebs fueron los primeros que, en 1978, pusieron en entredicho la indefectible honestidad de la señal8. De hecho, hay muchos casos de señales engañosas, en las que los intereses del emisor no coinciden con los del destinatario o son completamente opuestos. Se trata de una comunicación en un único sentido, en la que el emisor ofrece adrede una información equivocada a fin de manipular por su propio interés el comportamiento de uno o varios destinatarios, es decir, no se trata de informar al otro, sino de influir en él y «manipularlo». Evolutivamente hablando, lo que se produce en estos casos es una guerra sin cuartel entre el que consigue engañar y el que descubre el engaño, una «competición» entre huésped y parásito, presa y depredador, que pasa principalmente por la comunicación.

Hay especies que han basado su estrategia reproductiva en el engaño y el subterfugio, y han evolucionado de forma que puedan manipular el comportamiento del receptor exclusivamente por su propio interés personal. Hay machos «cenizos», si se les puede llamar así, que se rodean de machos atractivos para llamar la atención de una posible pareja. Los hay que para conseguir alimento gratis alertan a todo el grupo fingiendo que un depredador está a punto de llegar. También están los que fingen ser lo que no son y por medio de sonidos, olores o cambiando el aspecto logran mimetizarse y engañar al prójimo. Y los que quieren reproducirse a toda costa, que de vez en cuando también pueden fingir, como los gallos que se ponen a picotear cuando no tienen nada que ofrecerle a la futura pareja, aunque primero se aseguran de que la hembra esté lo suficientemente lejos como para no poder descubrir el engaño, es decir, que no vean que no hay maíz que picotear9. En cualquier caso, está claro que, para que el engaño funcione, su frecuencia ha de ser menor que las comunicaciones honestas del mismo tipo, pues de lo contrario se les descubriría enseguida.

Así que sí, en la comunicación animal hay trampas y embustes, verdaderas mentiras con todas sus letras. Los animales también saben mentir, y muchas veces, cuando se trata de reproducirse o alimentarse, no se paran ante nada. En el amor y en la mesa todo vale, y los animales en muchos casos demuestran tener una inteligencia social que no es tan distinta de la nuestra. Bienvenidos a un mundo de honestos, mentirosos, egoístas y fanfarrones.

1. K. Francis, Charles Darwin and The Origin of Species, Greenwood Publishing Group, Westport (CT) 2007.

2. A. Zahavi, «Mate Selection-A Selection for a Handicap», en Journal of Theoretical Biology, 1975, 53, pp. 205-214.

3. N. K. Thavarajah et al., «The Peacock Train Does Not Handicap Cursorial Locomotor Performance», en Scientific Reports, 2016, 6, doi.org/10.1038/srep36512.

4. M. E. Laidre y R. A. Johnstone, «Animal Signals», en Current Biology, 2013, 23, pp. 829-833, doi.org/10.1016/j.cub.2013.07.070.

5. M. J. Ryan, Sexual Selection, Sensory Systems and Sensory Exploitation, http://biology.nekhbet.com/ss_textbook.pdf; M. J. Ryan et al., «Sexual Selection for Sensory Exploitation in the Frog Physalaemus pustulosus», en Nature, 1990, 343, pp. 66-67.

6. D. Morris, «“Typical Intensity” and Its Relation to the Problem ofRitualisation», en Behaviour, 1957, 11, pp. 1-12, doi.org/10.1163/156853956X00057.

7. R. Dakin et al., «Biomechanics of the Peacock’s Display: How Feather Structure and Resonance Influence Multimodal Signaling», en PLoS One, 2016, doi.org/10.1371/journal.pone.0152759.

8. R. Dawkins y J. R. Krebs, «Animal Signals: Information or Manipulation?», en J. R. Krebs y N. B. Davies (a cargo de), Behavioural Ecology, Blackwell Scientific Publications, Oxford, 1978, pp. 282-309; M. S. Dawkins y T. Guilford, «The Corruption of Honest Signalling», en Animal Behaviour, 1991, 41, pp. 865-873.

9. M. Gyger y P. Marler, «Food Calling in the Domestic Fowl, Gallus gallus: The Role of External Referents and Deception», en Animal Behaviour, 1988, 36, pp. 358-365, doi.org/10.1016/S0003-3472(88)80006-X.

Capítulo 1

Grandes bailarines

Saben cantar maravillosamente, surcar el cielo o alejarse con un fuerte batir de alas. Pueden lanzarse en picado a cientos de kilómetros por hora, como el halcón peregrino, o tirarse al agua y nadar mucho tiempo aguantando la respiración. Consiguen recorrer decenas de miles de kilómetros volando durante las migraciones, desafiando a las tormentas y sobrevolando los picos más altos del mundo. Tienen plumajes coloridos y vistosos y, como si no bastara, también saben bailar. Cuando la evolución repartía todo tipo de gracias, los pájaros estaban allí, en primera fila, para recogerlas todas. Y a los comunes mortales no nos queda más que admirar tan delicada belleza y elegancia.

Aunque hay quienes se les acercan mucho. ¿Os acordáis de las magníficas actuaciones de claqué de Ginger Rogers y Fred Astaire, que a principios de los años treinta conquistaron Estados Unidos y luego el mundo? Podría sorprenderos, pero hay pájaros que bailan claqué. No es broma, el claqué existe en la naturaleza desde mucho antes de llegar a Hollywood.

La Ginger Rogers y el Fred Astaire de las aves se esconden entre los estríldidos del género Uraeginthus, un grupo muy limitado de pequeños volátiles africanos, de vientre cerúleo o violáceo y zona dorsal pardusca, que se hallan emparentados con los diamantes mandarines (Taeniopygia guttata). Pese a la vivacidad del plumaje y su gracia, a estos pájaros les ha tocado un nombre realmente ridículo en inglés: cordon bleu. Sí, como el filete con jamón y queso. Pero, más allá del nombre, para el azulito coroniazul (Uraeginthus cyanocephalus), de unos 10 cm, cuando quiere conquistar a una hembra no hay nada mejor que ponerse a bailar claqué. A nuestros ojos, el cortejo de estos estríldidos podría parecer una serie de banales saltitos, pero si estudiamos su baile a cámara lenta, con un equipo capaz de grabar las imágenes a más de 300 fotogramas por segundo, se nota que cada salto comporta una gran maestría. Cuando un macho quiere cortejar a una hembra, se posa junto a ella en la misma rama, levanta el pico con un poco de material para construir el nido y comienza a cantar y a dar saltitos. En cada salto golpea la rama con las patas unas tres o cuatro veces, y esto lo hace cada 65 ms, con lo que repite este paso de claqué de 25 a 50 veces por segundo, al tiempo que coordina el baile con el canto, como en un musical10. Y la hembra responde cantando y bailando con el macho. Así, los dos bailarines danzan en pareja y, al golpear la rama con las patas, ambos producen sonidos no vocales11, igual que hacemos nosotros al bailar claqué con zapatos de punta y tacón reforzados. Esta señal, que ha evolucionado varias veces y de modo independiente en la familia de los estríldidos12, es multimodal, es decir, implica sobre todo el plano visual, con el baile y los colores del plumaje, pero también el acústico, con el canto y el ritmo de los pasos. Por otra parte, la presencia de público añade un elemento extra: como bailarines expertos, los azulitos coroniazules, tanto machos como hembras, aumentan el número de actuaciones ante el público. Pero no se trata de llamar la atención de los curiosos, sino de recordarle a su pareja que ya están comprometidos. Es una comunicación dirigida a su otra mitad13. Para el azulito coroniazul, la monogamia es un asunto muy serio.

Esos pajaritos azulados africanos no son los únicos que recuerdan a los bailarines humanos. En la otra parte del océano Atlántico, entre los bosques de Centroamérica y la parte septentrional de Sudamérica, habita otro de los mejores bailarines emplumados, el saltarín cabecirrojo (Ceratopipra mentalis), de la familia de los pípridos. Para entender por qué este paseriforme de unos 10 cm se ha hecho tan famoso tenemos que dar un paso atrás y catapultarnos a los legendarios años ochenta.

Es el 25 de marzo de 1983 y el cantante estadounidense Michael Jackson acaba de lanzar otro sencillo destinado a dejar huella en la historia de la música, Billie Jean. Con una chaqueta negra, pantalones acortados, calcetines blancos y guantes con pedrería en la mano izquierda, Michael Jackson sube al escenario de los premios Emmy en el Civic Auditorium de Pasadena (California) durante el Motown 25: Yesterday, Today, Forever y por primera vez hace el moonwalk, deslizándose hacia atrás como si estuviera desafiando a la fuerza de la gravedad, dando la impresión de que hay una cinta de correr escondida en el suelo. El moonwalk (literalmente, ‘paseo por la Luna’) se hace inmediatamente famoso y consagra al ídolo. El propio Fred Astaire, después de ver la actuación que retransmitió la NBC (National Broadcasting Company), lo definió «el mayor bailarín de todos los tiempos», y dicho por él, que un poco de ego sí que tenía, no era una mera adulación.

Seis años más tarde, Gary Stiles y Alexander F. Skutch desvelaron en A Guide to the Birds of Costa Rica que un pequeño paseriforme tropical, que no pesaba más de 15 g, utilizaba «un deslizamiento hacia atrás con las patas extendidas»14 para conquistar a la hembra. Así, el macho del saltarín cabecirrojo se convirtió para todos en «el pájaro que hace el moonwalk».

Los machos de esta especie, con el plumaje negro aterciopelado, la cabeza de un rojo brillante y las patas con plumas amarillas, tienen su propia forma de cortejar a las hembras, que son de color verde oliva. Actúan en un verdadero escenario: cada uno tiene el suyo, separado del de los demás machos, a los que no pierde de vista ni un momento. Los saltarines cabecirrojos solo necesitan una ramita desnuda para exhibirse: se dirigen a ella en un vuelo en forma de S y, haciendo vibrar la cola, hacen un moonwalk deslizándose hacia atrás con imperceptibles saltitos, luego se dan media vuelta y repiten el mismo paso. A veces, también lateralmente15. Una y otra vez, pasan bajo la mirada de las hembras que están allí para juzgar la exhibición y elegir al mejor bailarín. Este tipo de cortejo en el que un cierto número de machos se distribuye por una zona común manteniéndose en contacto visual y auditivo y se exhibe en un ritual ante las hembras que luego eligen a su pareja recibe el nombre de arena o lek (del sueco, ‘juego’). Así se le llama tanto al área elegida, el palco o escenario, como el sistema de cortejo, que está mucho más extendido de lo que cabría esperar, puesto que no solo lo practican los pájaros, sino también algunos mamíferos, anfibios, peces e insectos.

Entre los expertos de la arena hay un grupo de famosos bailarines emplumados que habitan los bosques fluviales de Nueva Guinea. Este es el hogar de una numerosísima familia de aves que cuentan con un plumaje vistoso y vaporoso, a menudo con plumas iridiscentes: son las paradisíacas, más conocidas como aves del paraíso, entre las que se encuentran unos bailarines transformistas excepcionales, las aves del paraíso de Pennant16, del género Parotia. Son seis especies (de 25 a 45 cm) cuyos machos son capaces de realizar bailes muy ritualizados y complejos con un «tutú».

Las hembras de las aves del paraíso de Pennant tienen un plumaje pardo mimético, mientras que los machos son muy oscuros, de un negro intenso, y en la frente, la nuca y la garganta tienen unas plumas con una estructura que las hace parecer iridiscentes, de un color metalizado que va desde el verde azulado hasta el bronce: es un color estructural, es decir, que se debe a la textura microscópica de las plumas. Detrás de cada ojo, el macho tiene tres plumas modificadas, alargadas, finas y con una punta plana y ancha, como pestañas muy largas, de ahí que se las conozca como las «aves del paraíso de las seis plumas». Los machos bailan para cortejar a las hembras: sus bailes son la forma más fácil y eficaz de exhibirse para que las hembras puedan valorar su prestancia física y la calidad de su plumaje. Sin embargo, el baile de estas aves no es en absoluto sencillo, sino que se trata de una verdadera coreografía con varias poses: sin dejar espacio al azar o la improvisación, cada paso está meticulosamente estudiado y se ejecuta siguiendo una secuencia precisa.

Lo primero que hacen es preparar el escenario. Los machos del ave del paraíso de Pennant (Parotia sefilata) escogen con mucho cuidado el pequeño trozo de tierra que hará las veces de escenario y lo preparan con esmero, para lo que quitan las ramitas, raíces, flores y hojas que hayan podido caer al suelo. Y muchas veces, no os lo creeréis, cogen una hoja o una ramita con el pico y se ponen a barrer. Allanan el suelo y eliminan cualquier obstáculo que pueda hacerles tropezar y arruinar el espectáculo y los consiguientes beneficios sexuales. Incluso llegan a alisar la rama «de la primera fila», suspendida sobre el escenario, en la que se posará la hembra para juzgarlos, como para desempolvarle el sillón.

Una vez que todo está preparado, esperan, y en cuanto llega una hembra empieza el espectáculo. El macho comienza la exhibición con una profunda inclinación y luego gira la cabeza y mira fijamente a la hembra con unos ojos tan azules como el lapislázuli, hasta que los ojos le cambian repentinamente de color, pasando al amarillo, y empieza el baile. El macho mueve la cabeza haciendo vibrar las seis larguísimas plumas y «se pone el tutú»: a los lados del cuello y la región dorsal se le abren unas plumas negras, alargadas y deshilachadas que forman un verdadero abanico alrededor del cuerpo, como el tutú de una bailarina de ballet. Entonces, con su nueva falda, el macho empieza a balancearse por el escenario: unos pasos a la izquierda y luego a la derecha, y así varias veces. Es una fase del baile que, más que recordar al Lago de los cisnes, le hace parecer borracho. En cualquier caso, visto desde la posición privilegiada de la hembra, el macho bailarín se ha convertido en un círculo de plumas negras con una franja iridiscente en la nuca y seis hipnóticos puntos negros que se mueven alrededor de la circunferencia del círculo, que conforman la parte final de las seis plumas que salen de detrás de los ojos. Entonces empieza a mover la cabeza lateralmente, hace brillar las plumas del pecho y de vez en cuando se inclina rápidamente sobre las patas al tiempo que extiende y arruga el tutú empujando hacia arriba las plumas iridiscentes que le cubren la zona de la garganta. Así, visto desde arriba, el hipnótico círculo negro que la hembra está observando se rasga con una mancha de luz intermitente. Y si hace bien todo este baile, la hembra quedará fascinada y accederá al apareamiento.

También es muy particular la coreografía del ave del paraíso soberbia (Lophorina superba). El macho de esta especie también es negro, pero del negro más tan intenso que quepa imaginar: en 2018 se descubrió que sus plumas oscuras, debido a la estructura que tienen, logran absorber el 99,95 % de la luz directa17. Sin embargo, este «agujero negro» emplumado tiene unos brillantísimos puntos de luz: dos lunares sobre la cabeza y la zona de la garganta, ambos de un azul iridiscente.

Después de preparar cuidadosamente el escenario, el macho empieza a llamar la atención de las hembras de los alrededores con su canto, abriendo el pico para enseñar su interior amarillísimo y sacando pecho. Cuando llega la hembra, el macho comienza el baile: cierra el pico y levanta algunas plumas de la espalda y el pecho formando un disco alrededor de la cabeza. Visto de frente, se convierte en una especie de óvalo negro con dos lunares y una franja de azul luminoso. Entonces, el bailarín empieza a saltar a derecha e izquierda con las alas extendidas a lo largo del cuerpo y la cola recta, levantada y abierta en abanico, acercándose cada vez más a la hembra mientras produce un chasquido con las alas18. Las hembras, extremadamente exigentes, valoran unas 15 o 20 exhibiciones antes de elegir a un macho19.

Describir todas las coreografías sería imposible. Hay unas 40 especies de aves del paraíso que realizan otros tantos bailes o variaciones de los mismos. Muchas veces es tan difícil estudiar a estas aves y sus coreografías que tienen que pasar muchos años antes de que nos demos cuenta de que la que creíamos que era una sola especie con un único baile, en realidad son dos especies tan parecidas que parecen idénticas, pero cuyo baile difiere en algunos detalles mínimos. Esto fue lo que ocurrió con el ave del paraíso de Vogelkop (Lophorina niedda), que durante mucho tiempo se consideró una subespecie de la Lophorina superba y no se elevó al rango de especie hasta 2018, precisamente a causa de las variantes de su exhibición amorosa20.

Con todo, no es necesario que nos vayamos tan lejos para encontrar algunos de los bailes más románticos de la naturaleza: el somormujo lavanco (Podiceps cristatus) nos ofreceun apasionado tango subacuático. Se trata de unas aves acuáticas de unos 40 cm, pertenecientes a la familia de los podicipédidos, que se encuentran en casi todos los lagos de llanura de Europa. Estos grandes buceadores se alimentan principalmente de peces que engullen enteros, con las escamas y las espinas que luego regurgitan en una pequeña bola seca llamada egagrópilas. Descritas así, puede que no parezcan muy atractivas, pero estas aves de silueta elegantísima se exhiben en un baile nupcial magnífico, realzado por la majestuosidad de su pose y los colores del plumaje.

Baile de cortejo del macho del ave del paraíso de Pennant

El somormujo lavanco tiene el vientre y la parte delantera del cuello de un color blanco inmaculado, los flancos pardos y la espalda marrón negruzca. El pico afilado y con forma de daga se le une al ojo, rojo brillante, por una fina línea negra y la cabeza está rodeada por una corona de plumas pardas y negras. En primavera, durante la temporada reproductiva, el tango que bailan los somormujos debajo del agua ofrece momentos inolvidables. El telón se abre cuando el macho lanza unos graznidos para llamar la atención de la hembra y, cuando esta muestra interés, da inicio el baile. La pareja se observa por turnos: uno se sumerge y emerge de vez en cuando para observar al otro, que mientras tanto se exhibe con la «postura del gato», con el cuello replegado y las alas levantadas, y se desplaza por el agua empujándose con las patas de dedos lobulados. Tras la primera aproximación comienza una fase más compleja, en la que ambos se acercan. Entonces, el macho suele levantarse casi por completo del agua, con la «pose del pingüino», para después ponerse a la altura de la hembra. Los dos se miran fijamente, estiran el cuello parduzco, emiten reclamos y empiezan una larguísima fase en la que mueven la cabeza como diciendo «no». De vez en cuando, se estiran y se limpian y alisan una o dos plumas de la espalda en unas breves sesiones de acicalamiento. Esta fase puede ser realmente larga: durante decenas de minutos, los dos somormujos están concentradísimos en su baile sin prestar atención a lo que ocurre a su alrededor. Finalmente, si todos los pasos se han llevado a cabo correctamente, la pareja sella su pacto de amor: nadan el uno al lado del otro, se sumergen y recogen algas o plantas acuáticas del fondo del lago. Luego, una vez que emergen con el material vegetal en el pico, corren el uno hacia el otro, estirados e inclinados sobre la superficie del agua, y cuando ya están cerca, se yerguen con la pose del pingüino para mostrarse mutuamente el «botín» en una especie de baile de hierbas o weed dance. Y así se quedan, erguidos sobre el agua el uno frente al otro, creando espuma y burbujas al mover las patas. Sacuden la cabeza y muestran con orgullo el pequeño manojo de algas como si fuera una rosa roja de las que usan los bailarines de tango, lo sacuden hasta deshacerlo y a menudo se lo intercambian: este gesto es el sello de su promesa de monogamia, una especie de «anillo de compromiso».

Muchos somormujos realizan complejos rituales de cortejo, bailes que cambian ligeramente en función de la especie. Por ejemplo, para el zampullín cuellirrojo (Podiceps auritus), una especie que nidifica en latitudes más altas, desde Norteamérica hasta Asia, y que transcurre el invierno en el noreste de Italia, la weed dance termina con una carrera o weed rush21: después de presentarse el manojo de hierbas o algas, los zampullines no se quedan frente a frente, sino que salen corriendo unas decenas de metros, el uno al lado del otro, sobre la superficie del agua. La carrera más espectacular, pero sin vegetales en el pico, es la de los achichiliques, el occidental (Aechmophorus occidentalis) y el de Clark (Aechmophorus clarkii), dos especies norteamericanas que comienzan su ritual de cortejo del siguiente modo: en posición de firmes, con el cuello erguido y a la vista, los dos empiezan a emitir una serie de reclamos roncos mirándose a los ojos; en esta fase, el contacto visual parece ser una parte importante de la complicada coreografía. Luego, la pareja se acerca con la cabeza gacha, moviéndola y salpicándose con el pico. Y entonces empieza una carrera en el agua: moviendo las patas a toda velocidad, a un ritmo de 16 a 20 pasos por segundo, los dos achichiliques emergen completamente levantando el cuello y el pico como si quisieran tocar el cielo, con las alas erguidas por detrás de la espalda pero no extendidas, y corren uno al lado del otro sobre la superficie del agua enseñando el pecho blanco y reluciente entre un montón de salpicaduras. Recorren así unos 20 m antes de zambullirse en el agua de cabeza y deslizarse bajo la superficie. El siguiente paso será el «baile de las algas». A veces, otros individuos se unen a la carrera en el agua, por lo que se pueden ver tríos corriendo, y en ciertas ocasiones hasta podemos ver a dos machos, que probablemente están intentando demostrar su capacidad física a las hembras que aún no han encontrado pareja22.

Otra variante mucho más compleja de este tango acuático, pero esta vez sin rosa roja ni algas en el pico, es la que realiza el primo sudamericano de nuestro zampullín común, el macá tobiano (Podiceps gallardoi). Completamente blanco, excepto la espalda oscura, y con una franja negra que le recorre la garganta, las mejillas y la cabeza, de la que le sale un mechón pardo, el macá tobiano es el verdadero campeón del tango. Al fin y al cabo lleva sangre argentina, y no hay un lugar más romántico para bailar el tango que en los lagos de origen volcánico de las estepas de la Patagonia, entre los 500 y los 1.000 m de altitud.

Pese a habitar en un lugar tan remoto y no haber sido descubierto y catalogado como especie por derecho propio hasta 1974, el macá tobiano es una de las especies que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) ha declarado en peligro crítico de extinción debido a la amenaza que suponen las especies exóticas invasoras (principalmente, el visón americano, que depreda los huevos y los polluelos) y el cambio climático, que modifica los niveles de agua del lago. ¿Y qué tiene que ver el nivel del agua? Bueno, el caso es que no puede haber ni demasiada agua, ni demasiado poca, puesto que se necesita el equilibrio adecuado para que el milenrama, una planta acuática del género Myriophyllum, de la familia Haloragaceae, emerja de la superficie del lago y sostenga el nido que el macá tobiano construye en ella. Por lo tanto, el éxito reproductivo de colonias enteras depende del nivel del agua de los lagos y de estas plantas: si hay demasiada agua, los nidos, con todos los huevos y polluelos, se hunden o se vuelcan por la fuerza del viento o las corrientes. Así, mientras que hace 40 años, en la década de 1980, se contaban entre 3.000 y 5.000 individuos, actualmente solo quedan entre 650 y 80023.

Pero volvamos a nuestro tango argentino: el baile del macá tobiano es una sucesión apasionada de movimientos, a menudo bruscos e impulsivos. La postura del gato es mucho más evidente y coreográfica, con las alas más abiertas, y mientras uno se inclina y se infla abriendo las alas, el otro se zambulle de forma extraña, doblando el cuello hacia atrás hasta tocarse la espalda con la cabeza, como si cogiera carrerilla antes de sumergirse. Después de esta fase, los movimientos de cabeza también llaman la atención: los dos se colocan pecho con pecho y se turnan para doblar la cabeza y el cuello hacia atrás hasta tocarse la espalda con la nuca, y luego, como un muelle, vuelven a erguirse. Y todo esto lo hacen por turnos y tan rápido que parece que se han vuelto locos. Después, pecho con pecho, se levantan sobre el agua, asumen la pose del pingüino y, como dos tangueros profesionales, giran la cabeza a derecha e izquierda varias veces con una sincronía perfecta, moviéndose con los dedos lobulados de las patas.

El «tango» de cortejo del somormujo lavanco

Con los ejemplos de los podicipédidos (somormujos, zampullines y macaes) y las aves del paraíso ya os habréis dado cuenta: los bailes de cortejo dentro de un mismo grupo, género o familia comparten ciertos elementos que, aun realizándose de forma ligeramente distinta o en secuencias distintas, son muy parecidos entre sí. Konrad Lorenz ya observó estas similitudes al estudiar el ritual de cortejo de algunos patos de superficie, como el ánade real (Anas platyrhynchos), el ánade friso (Mareca strepera) y la cerceta común (Anas crecca)24