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Miles de millones de animales viajeros atraviesan de punta a punta nuestro planeta. Pequeños o grandes, solos o en grupo, viajan decenas de miles de kilómetros en vuelo, caminando o nadando, enfrentándose a dificultades y peligros, que muchas veces les cuesta la vida. Libro destinado a todos los públicos, con alcance divulgativo pero bien informado y con calidad científica. En 14 capítulos el libro describe la inmensa variedad de migraciones que anualmente y de manera cíclica realizan las distintas especies de animales, y se centra en los mecanismos genéticos y de aprendizaje condicionado que permiten su navegación para arribar cada año en fechas concretas a los lugares que les permiten reproducirse en condiciones adecuadas. Al describir las migraciones como parte de un mecanismo ecológico global, la autora incide en que la paulatina degradación de los ecosistemas (contaminación, calentamiento global, escasez de lluvias, destrucción de las cadenas tróficas, etc.) está obligando a los animales a variar sus hábitos migratorios condicionando seriamente sus posibilidades de supervivencia a medio plazo.
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Seitenzahl: 319
Veröffentlichungsjahr: 2021
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INTRODUCCIÓN. DE VIAJES, BRÚJULAS Y RELOJES
PRIMERA PARTE. UNA VIDA EN VUELO
Capítulo 1. La promesa del retorno
Capítulo 2. ¿Dónde van las aves cuando migran?
Capítulo 3. Cuestión de generaciones
Capítulo 4. Más allá de la oscuridad
SEGUNDA PARTE. LOS CAMINOS DEL AGUA
Capítulo 5. La atracción magnética de las playas
Capítulo 6. En las rutas de los gigantes
Capítulo 7. Dando vueltas por el océano
Capítulo 8. El olor de casa
TERCERA PARTE. UNA LARGA MARCHA
Capítulo 9. Entre los hielos de la Antártida
Capítulo 10. El círculo de la vida
Capítulo 11. La ola verde
Capítulo 12. Paseos nocturnos
Capítulo 13. Capítulo 1. Rituales navideños
Capítulo 14. ¿Dónde van las migraciones?
AGRADECIMIENTOS
CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES
CRÉDITOS
Es el amanecer de una calurosa jornada de mediados de junio. Detrás del altiplano calcáreo de las Murgia, en la Basilicata, sale el sol. Arde el aire, ilumina con los mil colores del oro los campos cultivados de trigo, despierta esmirriadas amapolas y pinta los Sassi de Matera con un rosa reluciente, que se esfuma en el amarillo. La ciudad aún duerme, pero el chillido de las golondrinas ya resuena entre las casas y abajo en los barrancos.
Las embajadoras de la primavera pasan como flechas entre las callejas estrechas, pavimentadas con piedras pulidas por las continuas pisadas. Juegan al escondite entre los muros porosos donde, aquí y allá, trepan las plantas de alcaparras. Bajan al valle y se deslizan en vuelo rasante sobre la corriente impetuosa del río Gravina, con el pico abierto, para recoger un poco de agua y saciar la sed. Luego remontan y vuelven a cazar insectos, moscas y mosquitos. Con el pico repleto de manjares alados de seis patas, vuelan al nido, donde las esperan las crías vociferantes. Dentro de algunas horas, cuando el aire esté más caliente, volando sobre los campos de trigo recién cosechados, en busca de saltamontes, alacranes cebolleros y libélulas, estarán los cernícalos primilla. Pequeñas y elegantes aves con el dorso rojo ladrillo y garras pálidas, afiladas como cuchillos.
Los unos y las otras han llegado a Europa a principios de la primavera, algunos un poco antes, otras un poco después. Han encontrado a su pareja y el nido abandonado a finales del verano pasado. Los cernícalos, más rústicos, para formar una familia han elegido las grietas de los muros calcáreos, los recovecos de los monumentos y las cavidades debajo de las tejas. Las golondrinas, más precisas, han restaurado la vieja morada, empastando con la saliva granitos de tierra y pajitas de gramíneas, para reparar algunas brechas y nivelar el borde del nido. Luego han recogido las plumas más suaves para recubrir el interior y hacerlo mullido y acogedor para los huevos y las futuras crías. Ahora, al principio del verano, toda la atención está concentrada en los recién nacidos.
Pero a fines de agosto, cuando los jóvenes cernícalos sean totalmente autónomos y también las pequeñas golondrinas hayan emprendido el vuelo, será tiempo de volver a partir. A la caída de la tarde los cernícalos se reunirán en un gran dormitorio, un pino marítimo en el centro de Matera. Lo mismo harán las golondrinas, quizás en las inmediaciones de algún cañaveral o sobre los cables de las líneas eléctricas y telefónicas delante de los graneros o los garajes en los que han empollado. Luego, en uno de los últimos días de agosto o de los primeros de septiembre, dejarán Italia para volver al profundo Sur, más allá del Sahara, donde pasarán todo el invierno. Y al final del invierno, volverán a empezar: regresarán a Europa, se reproducirán y partirán de nuevo hacia África. Así cada año, durante toda la vida, en un viaje infinito: la migración.
Pero no solo las golondrinas y los cernícalos. Nuestro planeta es atravesado por miles de millones de animales migratorios en viaje: aves, mamíferos marinos, terrestres y voladores, peces, anfibios, reptiles, insectos y otros invertebrados. Migran tanto los gigantes del mundo, las ballenas, como algunas de las criaturas más gráciles: las mariposas. Pequeños o grandes, solos o en grupo, recorren miles de kilómetros cada año, afrontando dificultades y peligros, en recorridos traicioneros que les cuestan la vida. Todo para reproducirse y encontrar suficiente alimento. Pero, ¿cómo hacen para alcanzar su destino?, ¿cómo se orientan y cómo consiguen volver cada año exactamente al lugar en que han nacido? Y, sobre todo, ¿por qué migran?
A estas y otras preguntas la naturaleza curiosa del hombre ha buscado desde siempre una respuesta. Pero las primeras hipótesis formuladas eran, como poco, fantasiosas.
Ya en el siglo IV a. C., Aristóteles se había percatado de la ausencia de las golondrinas en invierno y de su regreso en primavera. Pero el pensador griego, a pesar de su sagacidad y el enciclopédico trabajo de la Historia animalium, nunca logró resolver el misterio. Y, para decirlo todo, ni siquiera se acercó.
En aquel tiempo la convicción más común era que las aves volaban hasta la luna, para luego volver a la Tierra en primavera. O bien que, posándose entre las frondas de los árboles en otoño, al caer las hojas, se despojaban de las plumas, convirtiéndose en ramas. O aun, según Aristóteles, los petirrojos, acabado el invierno, se transformaban en colirrojos: el color rojizo del pecho se habría trasladado a la cola, y viceversa. Pero la explicación más extraña y, al mismo tiempo, más duradera, concierne precisamente a la migración de las golondrinas. Según Aristóteles, al final del verano, las golondrinas se posaban en los cañaverales de los lagos, perdían el plumaje y se transformaban en ranas. Transcurrían el invierno bajo la forma de anfibios y luego resurgían del agua en primavera de nuevo con las alas de un azul reluciente.
Ahora esta hipótesis nos hace sonreír, pero hasta el siglo XVIII incluso científicos como Linneo y Cuvier estaban dispuestos a jurar sobre la veracidad de esta teoría, basándose en pruebas aplastantes: los relatos de un puñado de pescadores, que habían visto a las golondrinas entumecidas y aún vivas bajo la superficie helada de un lago. Pero lo único cierto de toda esta historia es que antes de migrar hacia África en pequeños grupos de cuatro o cinco, las golondrinas se reúnen a miles posándose en los cañaverales para transcurrir la noche juntas y volver a partir al alba.
Sin embargo, Aristóteles no se interesó solo por las aves migratorias. También tenía una teoría sobre los atunes rojos: en invierno estos peces se escondían en aguas gélidas y profundísimas, para acercarse a las costas en primavera. Plinio el Viejo, en cambio, algunos siglos después, en su Naturalis historia, describe la migración de las grullas, una especie que en aquella época era cazada. Admira la formación en V de la bandada, adecuada para cortar el aire, pero también aquí la ciencia raya en la fantasía. Según Plinio en la bandada hay un «centinela» que tiene la tarea de advertir a sus compañeras de un eventual peligro, cuando se detienen para descansar, y mantenerlas despiertas en vuelo. El centinela, pues, está obligado a llevar una piedra en la pata: si se duerme, la dejará caer y las otras grullas descubrirán que no ha se ha mantenido fiel a su compromiso.
Habrá que esperar otros mil años para tener nociones más precisas, al menos sobre la migración de las aves. Cuando Federico II de Suabia en su De arte venandi cum avibus —un verdadero tratado sobre la cetrería, con más de 500 ilustraciones— describirá unas 80 especies de aves, el comportamiento de las bandadas, los calendarios de la migración y algunos detalles del plumaje y el vuelo.
Pero solo desde fines del siglo XIX, llegarán las primeras respuestas de la ciencia sobre el fenómeno migratorio como respuesta a la pregunta más importante: ¿por qué los migradores emprenden un viaje tan largo y peligroso?, ¿no sería mejor permanecer siempre en el mismo sitio?
La mayor parte de los animales migradores vive en lugares que tienen estaciones definidas. Y muy a menudo precisamente la alternancia de las estaciones y de los ciclos productivos hace que las áreas favorables y ricas en comida en invierno, no lo sean para reproducirse en verano. Y viceversa. En la práctica, el mejor sitio para nutrirse no es el mejor para traer al mundo a la nueva generación o simplemente sobrevivir. Así los migradores están obligados a desplazarse para evitar el calor o el frío extremo, encontrar las condiciones ideales para la reproducción, y tener suficiente comida para sí mismos y para la prole.
Por ejemplo, las aves migratorias que llegan a Europa en primavera disfrutan de dos grandes ventajas. La primera es que en nuestras latitudes en ese período se verifica una explosión de flores, frutos e insectos. La segunda es que las jornadas se alargan: hay, por tanto, más horas de luz disponibles para buscar el alimento. Y esto quiere decir emplear menos energías para procurarse de comer y sacar adelante incluso más de una nidada. Quedándose en África, en cambio, no tendrían toda esta abundancia. Cuando acaba el verano y sobreviene el invierno, prefieren volver a África donde encontrarán una nueva primavera. Y lo mismo vale para muchas otras especies, que migran a otros continentes.
Se viaja, en consecuencia, porque los beneficios derivados de la llegada al destino superan los costes: podemos decir que los migradores prefieren ir al encuentro de una muerte probable, para escapar de una muerte segura.
A veces, además, la migración es obligatoria porque las condiciones ideales para la reproducción se hallan en ambientes diametralmente opuestos a aquellos en los que viven. Pensemos en las tortugas marinas que transcurren la vida en el océano, pero nidifican en las playas, en seco. O en los salmones que, desde el mar, deben remontar los ríos para desovar.
En resumen, los migradores están obligados toda la vida (o una sola vez, como los salmones y otros) a ir y volver. Se desplazan cíclica y repetidamente, siempre a lo largo de las mismas rutas, generación tras generación, entre un punto de partida y uno de llegada bien definidos. En efecto, la migración no es un fenómeno que se defina en base a la distancia recorrida, a las fronteras superadas o al tiempo empleado en el desplazamiento. Es sencillamente un movimiento pendular, estacional y cíclico, de un área de reproducción a una donde esencialmente se transcurre el resto del tiempo.
Aún no se sabe cuándo se les ocurrió a los primeros migradores ir arriba y abajo por el planeta. El origen de las migraciones se pierde en la noche de los tiempos. Según las teorías más acreditadas, el fenómeno migratorio se habría desarrollado en el Neógeno, el período geológico iniciado hace unos 25 millones y concluido hace unos dos millones y medio de años, y se habría afinado en las sucesivas fases glaciales del Cuaternario. Y desde el último período glacial o glaciación Würm, que comenzó hace unos 110.000 años y finalizó hace unos 12.000 años, con los últimos asentamientos climatológicos, las rutas se habrían mantenido en general idénticas. De manera general, pero no del todo, porque aún hoy están en evolución. En efecto, también los migradores deben afrontar los recientes cambios climáticos, que están transformando la faz del mundo. Así a menudo están obligados a modificar su zona de asentamiento o sus rutas, o bien —engañados por la temperatura— parten con anticipación, o con retraso. Y esto tiene graves repercusiones en su supervivencia.
Pero podemos decir que el fenómeno migratorio muy probablemente ha aparecido gradualmente, por etapas, y que, por tanto, los antepasados de los actuales migradores eran animales sedentarios. Por algún motivo —climático o alimentario—, algunas poblaciones habrían empezado a desplazarse, persiguiendo las condiciones más favorables, y la selección natural los habría favorecido.
Ciertamente, la clase animal sobre la que se ha indagado más son las aves. Fundamentalmente porque son miles de especies, muy asimilables por comportamiento, fáciles de ver, de observar y de criar para ser estudiadas. A pesar de todo, aún no se ha conseguido entender en qué zona del mundo residían los antepasados estables de las actuales aves migratorias. Y al respecto existen dos teorías contrapuestas. Según algunos científicos, habrían vivido en los trópicos, desplazando luego gradualmente sus zonas de asentamiento hacia el norte, quizá a continuación del final del período glacial. Otros, en cambio, piensan que sucedió exactamente lo contrario: los antepasados habrían vivido en climas templados, desplazándose gradualmente hacia el sur.
Esta última teoría es sostenida por estudiosos como Benjamin Winger y Richard Ree de la Universidad Chicago, que han recorrido la historia evolutiva de los emberícidos —una familia de pequeños paseriformes que comprende migradores y no migradores—, concentrándose en las especies americanas. De acuerdo con los resultados1, esta familia sería originaria de Norteamérica. Luego, quizás para huir de la estación fría, habría empezado a desplazarse cada vez más al sur, hasta Sudamérica. Y, así, habrían surgido, por un lado, las actuales especies migratorias que vuelan durante miles de kilómetros entre los dos continentes y, por otro, las actuales poblaciones estables.
Obviamente esto puede valer para las aves: muchas especies migratorias logran convertirse en estables o viceversa en pocas generaciones, cosa que implica un ajuste de la base genética. Pero no vale en absoluto, por ejemplo, para las tortugas marinas. Según el célebre herpetólogo, o especialista en réptiles, estadounidense Archie Carr, en la migración emprendida por las tortugas verdes (Chelonia mydas) de Brasil a la isla de Ascensión para desovar, estaría implicada la deriva de los continentes. En un estudio publicado en Nature2 Carr sostenía que hace millones de años, cuando los antepasados de las tortugas verdes estaban desarrollando sus esquemas migratorios, África y la América Meridional estaban mucho más cerca que ahora. Y algunas poblaciones se alimentaban en Sudamérica y se reproducían en las playas africanas. Durante la gradual separación de los dos continentes, a principios del Cenozoico, estos reptiles marinos se encontraron con que debían migrar cada vez más lejos, usando quizás la isla de Ascensión primero como etapa intermedia y luego como meta definitiva. Pero la teoría no ha sido validada y la migración de las tortugas verdes aún sigue envuelta en el misterio.
Por tanto, de cuándo y cómo han comenzado las migraciones no sabemos mucho, aún está todo por descubrir y confirmar. Pero hay muchísimas otras preguntas a las que hemos encontrado respuestas bastante satisfactorias.
¿Cómo hacen los migradores para saber cuándo es el momento de partir? ¿O cómo hacen para seguir el rumbo, para orientarse? No tienen navegadores como Google Maps, ni brújulas ni relojes… o quizá sí. Tienen algo muy similar, sistemas extraordinarios perfeccionados en el curso de la evolución y a lo largo de las sucesivas generaciones.
Muchos viajan solos o en pequeños grupos y viajar en compañía es de gran ayuda: reduce la posibilidad de ser atacados por los predadores. La hoja de ruta, en cambio, es regulada principalmente por el ciclo circadiano y por el anual, pero también por la temperatura y por otros factores hormonales, todos conectados entre sí. Por ejemplo, la actividad de la epífisis, una glándula endocrina presente en el cerebro de todos los vertebrados, es sensible al fotoperíodo. Cosa fundamental, porque la epífisis produce la melatonina, que regula el ritmo circadiano sueño-vigilia e influye sobre la actividad de los ovarios. Otra glándula, la hipófisis, en cambio, produce hormonas de importancia crucial para el crecimiento corporal, la reproducción y el funcionamiento del metabolismo; como las gonadotropinas y la prolactina, hormona implicada, entre otras cosas, en las migraciones de anfibios como las salamandras y los tritones. También la actividad de la hipófisis es regulada por los estímulos luminosos, en consecuencia, por el alargamiento y acortamiento del fotoperíodo, además de las variaciones de temperatura.
Por tanto, gracias a los estímulos hormonales, controlados por la alternancia de las estaciones y por la duración de las horas de luz, los migradores saben cuándo es el momento de partir. Pero también saben cómo llegar a destino. Y el lugar de destino, la mayoría de las veces, es la playa, el río, el arbusto o la zona marítima en que han nacido. Tienen, por tanto, una excelente capacidad de volver a casa, de reconocerla entre mil: un proceso llamado en inglés «homing». Lo cual quiere decir que memorizan algunos factores, como el olor y la posición en el campo magnético terrestre, pero también algunos elementos visuales que distinguen —en las inmediaciones— su casa. Y lo hacen de recién nacidos. Es decir, tienen una especie de imprinting [‘huella’, ‘grabación’] sobre el lugar de nacimiento. Un poco como nosotros, los humanos: cuando vemos la puerta de casa estamos seguros de que hemos llegado, porque la hemos memorizado visualmente. Así como conocemos bien el olor de casa. Pero si un día, al llegar a nuestro rellano, encontráramos una nueva puerta tendríamos ciertamente un momento de vacilación. Lo mismo ocurre a muchos migradores: si se desplazan algunas referencias visuales en los alrededores, se encuentran descolocados y continúan verificando qué es lo que no funciona. Sucede incluso con las avispas excavadoras, que no son migrantes, pero tienen una sorprendente capacidad de homing.
Los migradores, pues, conocen las coordenadas de casa, su aspecto y su olor. Pero llegar siguiendo la mejor ruta, perfeccionada en años de evolución, es otra historia.
Podemos hacer una primera gran distinción, entre quien viaja solo y quien viaja en grupo. Los migradores solitarios, como muchas aves, no aprenden el recorrido a seguir. Sus rutas están determinadas genéticamente: la dirección y la distancia que recorrer en cada etapa están escritas en los genes. En pocas palabras, saben cuándo deben girar de manera innata. Otros, en cambio, deben aprender el rumbo correcto o lo hacen poco después del nacimiento, en el primer viaje, junto con sus padres.
En general, para orientarse durante el largo viaje, los migradores utilizan diversas referencias. Principalmente el sol, las estrellas y el campo magnético terrestre. Solo uno de estos o todos a la vez. Por tanto, solo cuando llegan a los alrededores de casa, se confían a la vista y el olfato. Un poco como nosotros, los humanos: cuando llegamos a una calle nueva y buscamos el número que nos han indicado lo hacemos con la vista, pero hasta aquel momento nos hemos orientado de otras maneras. O aún, nos percatamos de que hemos llegado a una panadería por el delicioso perfume de pan recién horneado.
Otras veces, durante el viaje, sobre todo las aves, utilizan la memoria visual incluso como una especie de double check [‘doble control’]. El rumbo es continuamente controlado mediante una serie de referencias visuales: no solo cadenas montañosas y otros elementos naturales, sino también construcciones antrópicas. Las aves migratorias que nidifican en Europa, por citar un caso, se sirven de este modo la autopista Milán-Nápoles A1.
Quien migra de día, en ambientes donde el sol es visible, en la mayor parte de los casos se orienta gracias a una brújula solar. Pero esto significa que debe tener en cuenta el movimiento aparente del sol y ajustar el tiro. Si un animal debiera partir hacia el norte al amanecer, cuando el sol está en el horizonte, su dirección sería determinada por un ángulo de 90º respecto de la perpendicular del astro. Pero durante el transcurso de la jornada, el sol cambia de posición por efecto del movimiento de rotación de la Tierra: se desplaza aparentemente 15º por hora. Por eso si el animal continuara manteniendo un ángulo de 90º con el sol, llegaría a otra parte. Pero los migradores que se fían de la brújula solar, como las mariposas monarca, están totalmente en condiciones de corregir el rumbo teniendo en cuenta esta variable y calibran la brújula en base al ciclo día-noche. En efecto, solo conociendo la hora del día pueden orientarse correctamente.
En cambio, quien viaja de noche utiliza la bóveda celeste, como la mayor parte de las aves migratorias, maestras en este arte. A partir de 1970, una serie de científicos, como Gwinner, Sauer, Emlen3 y Wilitschko4, pusieron a prueba las habilidades de estas volátiles con unos planetarios artificiales. Y descubrieron que se orientaban con las constelaciones, como expertos marineros. Si el planetario era rotado 180º, las aves se orientaban precisamente en la dirección opuesta. Si se hacía girar el cielo en torno a Betelgeuse, en la constelación de Orión, en vez de en torno a la estrella polar, Betelgeuse se convertía en su norte. Pero si se apagaban las constelaciones circumpolares cercanas a la estrella polar, como la Osa mayor, la Osa menor, Draco, Cefeo y Casiopea, ya no conseguían orientarse. Lo cual significa que las aves no memorizan la disposición de las estrellas —aquello que llamamos constelaciones—, sino que se orientan en base al movimiento de los astros en torno a un centro. Por tanto, no saben que se llama estrella polar, sino que la estrella que indica el Norte es aquella en torno a la que rotan todas las constelaciones. Y lo aprenden en las primeras semanas de vida, en las noches de verano, cuando aún están encaramadas en el nido, sencillamente observando con el pico hacia arriba el movimiento aparente de la bóveda celeste.
Además, las aves y otros migradores, como las tortugas marinas, se basan en el campo magnético terrestre, que en general es utilizado sobre todo en condiciones de escasa luminosidad: bajo el agua o de noche5. En efecto, podríamos decir que la Tierra se comporta como un gran imán, un dipolo, con dos polos magnéticos ligeramente distanciados de los polos geográficos. Las líneas de fuerza magnéticas generadas por los dos polos constituyen justamente el campo magnético terrestre, responsable de las auroras boreales y de la alineación al norte de la aguja de nuestras brújulas. Pero las tortugas marinas saben hacerlo incluso mejor que nuestras brújulas. No solo consiguen definir la dirección norte, sino que también están en condiciones de estimar la latitud.
En efecto, el campo magnético terrestre no es uniforme en el espacio. Es más fuerte en los polos y más débil en el ecuador, y estos reptiles saben percibir las variaciones de intensidad. También son capaces de detectar el ángulo de inclinación del campo magnético y de estimar, por tanto, la latitud en que se encuentran. Así consiguen elaborar un verdadero mapa: cada punto del globo es individualizado de manera unívoca por la pareja de valores intensidad-inclinación.
Sea donde fuere que se dirijan, con una brújula magnética, solar o con las estrellas, sin duda, los migradores saben cómo llegar. En vuelo, a nado o en marcha no tiene importancia: es tiempo de migrar.
1. Benjamin M. Winger et al., «Temperate origins of long-distance seasonal migration in New World songbirds», en Proceedings of the National Academy of Sciences, 2014, 111 (33), pp. 12115-12120.
2. Archie Carr y Patrick J. Coleman, «Seafloor spreading theory and the odyssey of the green turtle», en Nature, 1974, 249, pp. 128-130.
3. Stephen T. Emlen, «Celestial rotation: Its importance in the development of migratory orientation», en Science, 1970, 170, pp. 1198-1201; Id., «The ontogenetic development of orientation capabilities», Animal Orientation and Navigation, pp. 191-210. NASA SP-262, U.S. Gov. Print. Office, Washington D. C., 1972.
4. Peter Bertold, La migrazione degli uccelli. Un panorama attuale, Bollati Boringhieri, Turín, 2003, pp. 204-206.
5. Susanne Åkesson y Anders Hedenström, «How migrants get there: migratory performance and orientation», en BioScience, 2007, 57, pp. 123-133.
Al final del invierno millones de aves migratorias emprenden, a toda prisa, un viaje largo y peligroso, en dirección al norte. Parten del Sur del planeta. De África, donde han pasado la estación fría, para llegar en primavera a Europa, o a Rusia, incluso a Siberia: a esa región definida como Paleártico. De América del Sur o de Centro América hacia los territorios estadounidenses y canadienses. O aún, del Sudeste asiático para alcanzar Asia continental o más allá, hasta el círculo polar ártico.
Muchas de ellas son pequeñas paseriformes, que pesan poco más de 10 gramos y recorren incluso más de 10.000 kilómetros en vuelo. Otras aves tienen pesos y dimensiones considerables: son ocas, rapaces, grullas, cigüeñas o aves pelágicas. Pero todas tienen el mismo objetivo, mantener una promesa, la «promesa del retorno»6: llegar cada año al lugar en que han nacido, para nidificar a su vez. Luego, al final de la temporada reproductiva, partirán de nuevo, esta vez con más calma y en dirección al sur, para volver a los lugares en los que pasarán el invierno: los cuarteles de invernada.
La migración de las aves es probablemente uno de los sucesos más llamativos y estudiados desde siempre. Y precisamente por esto, lleva aún consigo los residuos de algunos sesgos antropocéntricos. Desde Aristóteles ha sido considerado un fenómeno estacional, que se verifica en primavera y en otoño. Las estaciones de referencia son las del mundo occidental, o sea, las boreales, comunes al hemisferio donde ha nacido la ciencia moderna, es decir, de marzo a junio y de septiembre a noviembre. Aunque en realidad hay especies que llegan ya en febrero a los cuarteles de reproducción o vuelven a partir en agosto. En una visión eurocéntrica, la migración prenupcial, observable en primavera y dirigida hacia el norte, es definida «de retorno» ya que las aves vuelven a Europa para nidificar. En cambio, la migración otoñal, posnupcial, orientada hacia el sur, es llamada «de ida», porque justamente las aves dejan Europa. Pero solo en nuestras latitudes esta empresa titánica es observable en estos períodos: la verdad es que las aves migratorias transcurren casi todo el año en viaje. Prácticamente la vida entera.
Ese es el caso del carricero políglota (Acrocephalus palustris): un pequeño paseriforme que se reproduce en Europa, en zonas pantanosas y densos cañaverales, pero que pasa el invierno en el sur de África, entre la provincia del Cabo y Zambia. ¿Cuánto emplea en subir y bajar entre los dos continentes? Nada menos que 9 meses, de los 12 del año. Por lo demás, debe recorrer entre 20.000 y 25.000 kilómetros entre ida y vuelta; nada mal para un puñado de plumas que pesa unos 13 gramos. Pero hay más: en llegar a Europa tarda 3 meses, mientras que, para regresar al África meridional, después de la temporada de reproducción, emplea justo el doble de tiempo, 6 meses. Sin embargo, el trayecto es más o menos el mismo. Entonces, ¿a qué se debe esta diferencia? La respuesta es sencilla: en primavera, en la migración prenupcial, tiene prisa. No hay tiempo para distraerse, para descansar un poco más, es preciso ser rápidos, volar veloces y hacer paradas breves, solo si son estrictamente necesarias. Llegar primero significa tener la posibilidad de elegir el mejor territorio para nidificar, con más recursos alimentarios o en posición estratégica. Significa tener más posibilidadesde conquistar una pareja. En resumen, hay motivos válidos para apresurarse. Y es a causa de esta precipitación que la migración de retorno puede durar incluso solo un tercio de la de ida. En efecto, cuando la temporada de reproducción ha concluido, no hay ninguna urgencia de llegar a los cuarteles de invernada. Por tanto, en la migración posnupcial las paradas pueden durar más y se puede ir con (relativa) comodidad: siempre estamos hablando de uno de los viajes más largos, imprevisibles y peligrosos que afrontar.
Bien mirado, además, hay quien es más susceptible a esta urgencia en la migración prerreproductiva, y son generalmente los machos. En algunos casos, pues, machos y hembras —o también jóvenes y adultos— de la misma especie no migran juntos y no viajan con el mismo calendario. Es decir, realizan una migración diferencial. En primavera, generalmente, se apresuran los machos: necesitan llegar lo antes posible para conquistar y defender el territorio. Las hembras llegan un poco después. En cambio, al término de la temporada de reproducción son las hembras las que parten primero, mientras que los machos permanecen en la zona reproductiva durante varios días aún, protegiendo todo lo posible su territorio. Y esta diferencia de llegada y partida es tan evidente que el pinzón, ya desde los tiempos de Linneo, ha merecido el nombre de Fringilla coelebs. Donde ese coelebs significa ‘soltero’, visto que al final del verano las hembras parten antes, abandonando a los machos.
La protoginia, o sea, la migración anticipada de las hembras al final del período reproductivo, es menos evidente respecto de la protandria, es decir, la prisa de los machos en primavera. Pero, ¿cómo hacen los machos para llegar antes que las hembras a los cuarteles reproductivos? No vuelan más rápido, ni utilizan atajos. Simplemente hacen trampa: viajan menos. En efecto, sus cuarteles de invernada están más cerca de los reproductivos, mientras que las mujeres invernan más lejos. En la práctica, las aves que realizan una migración diferencial se distribuyen en los cuarteles de invernada en tres franjas, en base al sexo y a la edad. Los machos adultos ocupan la franja más al norte, y, por tanto, más cercana a la zona de asentamiento reproductivo; siguen luego las hembras adultas y los machos jóvenes, que ocupan una franja intermedia; y, por último, la parte más al sur y más alejada es ocupada por las hembras jóvenes. Por eso los machos adultos son los que menos viajan en total y, en consecuencia, consiguen llegar antes y pueden volver a partir más tarde. En resumen, tienen sus truquitos.
En la introducción hemos aclarado que la migración es, en general, un movimiento estacional, periódico y repetido en el tiempo, entre dos áreas diversas en las que se desarrollan funciones vitales diferentes. Y que, en un principio, no se define en base a la distancia recorrida. Pero toda regla tiene su excepción. En efecto, las aves migratorias sí que pueden ser distinguidas en dos grandes grupos precisamente en relación con los kilómetros recorridos. Esto es así porque la población migratoria por excelencia, las aves, está constituida por miles de especies y, por tanto, se ha intentado agrupar, en diversos estudios, aquellas con características ecológicas similares. Por eso, se distinguen los migradores de largo y de corto recorrido. Los migradores de largo recorrido son aves que recorren entre 5.000 y 15.000 kilómetros en cada migración, volando incluso entre 100 y 200 kilómetros diarios. A este grupo de atletas extraordinarios pertenecen las especies que pasan el invierno al sur del Sahara: los llamados transaharianos, como las ya citadas golondrinas y los carriceros políglotas. Pero las fuera de serie de esta categoría son las aves pelágicas, que machacan hasta 300 kilómetros diarios, y un pequeño paseriforme europeo que consigue hacer lo mismo: la collalba gris (Oenanthe oenanthe). En italiano recibe el gracioso nombre de «culbianco», pero este pajarillo de cola manchada de blanco y de un peso de 25 gramos, realiza un viaje que parece increíble. Desde el África subsahariana, donde transcurre el invierno, una parte de la población prosigue hacia el este para ir a nidificar en Siberia y en Alaska, atravesando primero Medio Oriente y luego el estrecho de Bering. Mientras la otra parte llega a Europa y aquí se divide de nuevo en dos. Hay quien se queda a nidificar en Europa del norte y quien se dirige al oeste y llega a Groenlandia, superando en vuelo ese brazo de 3.500 kilómetros del océano Atlántico que separa la gigantesca isla de la Europa continental7. La collalba no toma atajos y recorre en vuelo más de 30.000 kilómetros entre ida y vuelta.
La vida de los migradores de corto recorrido es un poco más fácil: recorren solamente entre 3.000 y 5.000 kilómetros por trayecto y como máximo hacen unos cincuenta al día. Un caso es representado por aquellos que nidifican en el Paleártico y pasan el invierno entre el sur de Europa y el norte de África, sin superar el Sahara. Como el colirrojo tizón (Phoenicurus ochruros), la tarabilla africana (Saxicola torquatus) y el famoso petirrojo europeo (Erithacus rubecula).
Si habéis notado que en invierno los petirrojos abundan en vuestros jardines, en los parques municipales, e incluso en las publicidades navideñas, mientras que en verano parecen casi desaparecer, os habréis planteado algunas preguntas.
El petirrojo, como sus primos antes citados, nidifica preferentemente en la Europa noroccidental y pasa el invierno en la cuenca mediterránea, Italia incluida. He aquí porqué en invierno es tan abundante. Luego, al final de la estación fría, sucede lo impensable. La mayor parte de los petirrojos que ha transcurrido el invierno en Italia vuelve a partir hacia el norte para nidificar. Pero muchos otros se quedan, continúan disfrutando del verano italiano y nidifican en Italia. ¿Cómo es eso? Además de ser migradores de corto recorrido son también migradores parciales. Es decir, pertenecen a una categoría de aves muy particular, en que una parte de la población migra y otra es estable. Así, si las condiciones ambientales cambian, en cada ocasión se puede elegir la estrategia más adecuada: quedarse o partir. Lo mismo ha sucedido con el común y corriente mirlo (Turdus merula), convertido en general en estable en nuestras latitudes. En la práctica, en el patrimonio genético de estas especies está custodiado el secreto de la migración. Tanto que más del 60% de las aves europeas son migradores parciales y, si no lo son, con toda probabilidad llevan en su genotipo la información genética necesaria para serlo.
En este viaje a lo largo y a lo ancho de los cielos, las aves consiguen tener una precisión temporal asombrosa. Algunas son tan precisas en las fechas de partida o en la llegada a la meta que han merecido el apelativo de «aves calendario». Piénsese en el archibebe oscuro (Tringa erytropus), ave acuática de pico y patas larguísimas, que pasa el invierno entre África y Medio Oriente y nidifica en el Europa del Norte, incluso en Siberia: durante 24 años consecutivos ha llegado a Helsinki, en Finlandia, entre el 1 y el 8 de mayo. O también la curruca mosquitera (Sylvia borin) —un pequeño paseriforme que pasa el invierno en el África tropical y nidifica en Europa— a la que se ha visto llegar a Europa central durante 38 años seguidos el primero de mayo8. Día más, día menos.
A pesar de esta extrema precisión, no hay una única señal que dé inicio a la migración. Más bien son una serie de factores ambientales y hormonales, a menudo dependientes entre sí, que desencadenan la Zugunruhe. Una palabra alemana compuesta por Zug (‘movimiento’) y Unruhe (‘ansia’), citada incluso en la serie televisiva estadounidense Héroes9, y traducible como ‘inquietud migratoria’. La Zugunruhe es un comportamiento intranquilo, bien visible si se impide que un ave migre: si se tiene a un migrador enjaulado, cuando debería estar en viaje, pasará toda la noche agitando las alas y hasta intentará volar manteniendo el rumbo correcto.
Pero, ¿estamos en condiciones de identificar el momento preciso en que, como en un efecto dominó, empieza la serie de acontecimientos fisiológicos que da inicio a la migración? No del todo. Lo que sabemos, como hemos dicho antes, es que algunas de las hormonas fundamentales para regular los estímulos migratorios son producidas por hipófisis y epífisis, dos glándulas sensibles al fotoperíodo. Por eso podríamos decir que la clave está en los solsticios; en el día más breve y en el día más largo del año. Es en mitad de lo que para nosotros es el invierno boreal (el 21-22 de diciembre, según el año) cuando las horas de luz empiezan a aumentar y dan el pistoletazo de salida a las reacciones hormonales y fisiológicas, que concluirán con la migración prerreproductiva. Así como es al principio del verano boreal (el 20-21 de junio) cuando las jornadas, como se suele decir, comienzan a acortarse, advirtiendo de la llegada del invierno. En el hemisferio austral las estaciones se invierten: el verano comienza el 21 de diciembre; y el invierno el 21 de junio. En un ciclo que se repite cada año.
Sean migradores de corto o largo recorrido, parciales u obligados, sean o no puntuales como un reloj suizo, para afrontar el viaje migratorio y mantener la famosa promesa del retorno, las aves migratorias necesitan una estrategia. Todas, sin exclusión. Es preciso aprovisionarse de las justas reservas energéticas, entrenar los pectorales para un largo vuelo, calcular y adecuar el rumbo a seguir, huir de los predadores, esquivar los peligros y acaso detenerse a descansar de vez en cuando. Por suerte, casi todos estos cálculos están fiados al patrimonio genético, formado por millones de años de evolución.
Ante todo, es necesario hacer acopio de las reservas energéticas suficientes para afrontar el viaje, como cuando paramos a repostar en la gasolinera, antes de partir. Las aves entran así en una fase llamada de «hiperfagia»: comen más y más a menudo, a veces incluso cambiando completamente el tipo de alimentación. Y en este campo los pequeños paseriformes son imbatibles. Muchos insectívoros se convierten en frugívoros, privilegian frutos y bayas que favorecen la lipogénesis —es decir, la producción de grasa— como las del saúco. Otros, como los ya citados carriceros, continúan siendo insectívoros, pero prefieren cazar especies distintas de lo habitual, como los pulgones (los llamados «piojos de las plantas») que se nutren directamente de la savia azucarada, y que, por tanto, tienen el mismo efecto que el saúco. En resumen, se someten a una dieta hipercalórica, de resultados asombrosos. En unas dos semanas consiguen reunir las reservas justas para afrontar la migración, aumentando entre un 30 y 50% su peso. ¿Dónde almacenan ese exceso de masa corporal? Tienen nuestro mismo problema: toda esta grasa se deposita en el abdomen, en las caderas, el pecho y debajo de la garganta. Pero la cura adelgazante será el propio viaje: quemarán es grasa, literalmente, como carburante durante el trayecto. Y si se engorda para hacer acopio energía, es preciso también aumentar la masa muscular. Por tanto, antes de partir es fundamental hinchar los pectorales para lograr sostenerse en vuelo. Así, como si fueran al gimnasio, los pequeños paseriformes entrenan los músculos batiendo las alas estando quietos o en breves vuelos. Y al final de todos estos preparativos serán unos verdaderos atletas obesos, como los luchadores de sumo.
Cambian la forma física, su dieta, pero sobre todo alteran completamente su ritmo vital. Parecen cogidos por un repentino insomnio: muchos pequeños paseriformes, que normalmente son aves diurnas, viajan de noche y reposan de día. No han enloquecido. Migrar de noche es parte de una estrategia de vital importancia. Los ayuda a ahorrar energías por la termorregulación: volar bajo el sol ardiente haría subir la temperatura de estas pequeñas volátiles hasta las estrellas. Y, además, de este modo consiguen evitar a sus predadores: las rapaces. Estas, como muchas otras grandes aves migratorias —ocas, grullas y cigüeñas— prefieren, con mucho, migrar de día. ¿Por qué? Pesan mucho, llegan incluso a varios kilos, y el vuelo nocturno —típico de los paseriformes— sería un dispendio energético demasiado costoso para ellas. En las horas de luz, en cambio, pueden aprovechar las corrientes ascensionales del aire caliente. Como hábiles pilotos de parapente, estas grandes volátiles ganan altura haciéndose transportar hacia arriba por la fluctuación térmica y, cuando esta acaba, se deslizan incluso kilómetros con las alas extendidas hasta alcanzar la corriente siguiente. Y vuelven a comenzar.
