Mis padres me vuelven loco - Pete Johnson - E-Book

Mis padres me vuelven loco E-Book

Pete Johnson

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Beschreibung

Desde que mi padre se ha convertido en amo de casa todo va fatal. Hace comidas repugnantes, monta desastres con la colada y encima espera que yo mismo limpie mi habitación con mi propio trapo (¡qué ilusión!). Y lo peor de todo es que ha decidido que ahora yo soy su mejor amigo y no para de hablar conmigo. Hay que solucionar esto urgentemente, pero ¿cómo? ¡VUELVE LOUIS EL RISAS EN LA DESTERNILLANTE CONTINUACIÓN DE CÓMO ENTRENAR A TUS PADRES!

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Seitenzahl: 184

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Índice

Papá se pone superrollo

Fuego a primera hora de la mañana

Una carta envenenada

Trasplante de cerebro urgente

Una idea genial

Importante: no debo meterme el dedo en la nariz

Una cita con la mujer elefante

Un descanso

Un momento de pánico

El veto de Maddy

Mi amigo imaginario

Soy un empollón (temporalmente)

Maddy al rescate

Descubierto

Menudo lío

Una catástrofe ultrasecreta

El ganador eres tú

Una experiencia superasquerosa

El relevo

Fugitivo

Un mensaje urgente

La doble vida de mi padre

Intergaláctico por fin

Créditos

Lunes, 18 de noviembre
4.30 p. m.

Las paredes de mi dormitorio han sido invadidas… por mensajes en post-its. Y, encima, todo lo que dicen es superdesagradable, tipo:

LOUIS, ¿POR QUÉ TENGO QUE HACERTE LA CAMA?

¿CUÁNTO TARDAS TÚ EN HACERLA?

LOUIS, NO DEJES TODO TIRADO POR EL SUELO PARA QUE LO RECOJA YO. HAZLO TÚ MISMO.

LOUIS, BAJA TU TAZA A LA COCINA. NO LA DEJES EN LA REPISA DE LA VENTANA PARA QUE ME ENCARGUE YO.

—Papá ha hecho exactamente lo mismo conmigo —gimió Elliot, el enano de mi hermano—. Es como si ya no fuera mi cuarto.

Mamá solía entrar en mi habitación para limpiar un poco de vez en cuando y no me importaba nada. De hecho, me parecía estupendo que ordenara como le diera la gana.

Pero cuando mi padre perdió su trabajo y a mi madre le ofrecieron un puesto a tiempo completo en la inmobiliaria, decidieron hacer un intercambio.

Hoy es el primer día de papá como amo de casa, y la verdad es que ha tenido un comienzo devastador. ¿Te puedes creer que ni siquiera se ha molestado en bajar mis tazas sucias a la cocina? Para que luego digan que yo soy vago. Se dedicó a refunfuñar sin ton ni son y a colgar notas arrogantes por todas partes.

—Me he enfadado un montón cuando he entrado en mi cuarto —dijo Elliot—. He corrido al piso de abajo y he gritado: «¡Papá, estás siendo superrollo!».

—No me lo creo.

—Bueno, pensé en hacerlo, pero luego he decidido esperarte.

Asentí y le dije:

—No es sano que nuestras jóvenes y vulnerables mentes se expongan a tanto mangoneo. Papá tiene suerte de que no llame a la Línea de Atención al Menor. Hemos de detenerle, y lo haremos… cuando recoja mi habitación. —Elliot me miró estupefacto—. Hay que obedecer a los post-its —añadí.

Con un movimiento magistral, cogí las montañas de cosas que había en el suelo y las tiré debajo de la cama. Elliot soltó una risita. Luego fui arrancando todas las notas y las escondí también debajo de la cama.

Elliot se tronchaba de risa.

—Perfecto, y ahora, a por papá —anuncié.

—Sí, vamos a pedirle explicaciones —repuso Elliot entusiasmado.

Bajamos juntos las escaleras. Enseguida descubrimos que papá estaba pasando la aspiradora, y con tanta pasión que daba angustia verle pegando golpes por todos los rincones de la casa. Cuando nos detectó, apagó de inmediato.

—Pasar la aspiradora es más cansado de lo que parece, ¿sabéis? Pero muy divertido, eso sí. ¿Qué tal va todo?

—Fatal —contesté.

Elliot y yo le rodeamos, ambos con la cara muy seria.

—¿Y qué puede ir tan mal? —preguntó papá con una sonrisa.

Llevaba de un humor excelente desde primera hora de la mañana, cuando nos había dado la matraca con lo afortunado que era por haber escapado de su monótona rutina. Odiaba tener que bajarle de la nube, pero es importante hablar las cosas.

—Papá, ¿qué te parecería si de repente te colgara notitas por todo el dormitorio?

—Pero yo no os estoy pidiendo que limpiéis mi cuarto —respondió—. Y simplemente os he dado un par de sugerencias cordiales…

—¿Cordiales? —repetimos Elliot y yo, incrédulos.

—Chicos, solo me preguntaba si os parecería bien ayudarme con la limpieza.

—Ni hablar —solté inmediatamente.

—Ah, pero es que ahora la cosa se pone interesante —dijo él.

—Lo dudo mucho —murmuré.

—Hasta ahora no teníais los bártulos necesarios…

—Papá, no estamos en el ejército —objeté.

—… Pero aquí están —anunció, y entonces nos hizo entrega de dos trapos verdes gigantes, del tamaño de una funda de almohada—. Vuestros propios trapos —sonrió—. Uno para cada uno.

—¿En serio? —dije entre dientes.

—Oh, sí. He ido especialmente a comprároslos.

Algunos padres colman a sus hijos de regalos tipo videojuegos, tebeos, entradas para el fútbol… Mi padre, en cambio, nos compra trapos para limpiar.

—Ya nada puede impedir que me echéis una mano.

—Mamá nunca nos pidió que limpiáramos —intervino Elliot.

—Pero vuestra madre ahora se ha incorporado cien por cien al mundo laboral y yo me quedo a cargo de la casa. Y yo voy a organizar las cosas de manera diferente; a partir de ahora, mantener vuestros dormitorios limpios y ordenados será vuestra propia responsabilidad. Sin embargo, siempre estaré disponible para ayudaros y daros consejos.

—Nos mimas demasiado —musité.

—Creo que formaremos un gran equipo —replicó, y volvió a la aspiradora.

Elliot fulminó con la mirada el extraño utensilio que llevaba en la mano.

—¿Qué vamos a hacer con esto?

—Perderlo lo antes posible. No te preocupes, dentro de un par de días se le habrá olvidado por completo —le consolé.

8.05 p. m.

Antes, papá solía llegar a casa arrastrándose alrededor de las seis y se tiraba en el sofá, con el ordenador portátil en el regazo, para terminar de hacer cosas de la oficina. Después de cenar casi siempre se quedaba dormido en el sofá con la boca abierta.

Esta tarde, en cambio, ha estado revoloteando en zapatillas y le ha preparado a mamá una taza de té.

Ella no se ha tirado en el sofá y ni siquiera ha comentado qué tal ha ido el día en el trabajo. Estaba demasiado ocupada paseándose por la casa y admirando todo lo que había hecho papá.

—Chicos, mirad qué limpias están las ventanas —canturreó.

—Vale, sí, las estamos mirando —dije—. ¿Y qué?

Luego se sentó en la cocina a comentar lo maravilloso que era que alguien le hiciera la cena, ¡para variar!

—Bueno, a partir de ahora, la cocina es mi territorio, mi pequeño reino —anunció papá—. Vas a dejármelo todo a mí, Jessica. ¿Te parece bien?

—No te lo pienso discutir, desde luego —contestó mamá.

Papá, entonces, trajo su estofado de verduras y nos sirvió unas raciones enormes.

—¡A comer! —exclamó—. He hecho tanto que podéis repetir.

—¡Puagh! —gritó Elliot, escupiendo su primer bocado mesa a través.

—Debería haber traído paraguas —bromeé.

—Elliot, esa no es manera de comportarse en la mesa —empezó mamá.

—Pero está asquero…

—Ni una palabra más —le interrumpió mi madre ferozmente.

—Puede que no haya pillado el sabor del todo —comentó papá.

—¿Qué sabor? —le murmuré a Elliot.

No sabía a nada, aparte de a calcetines malolientes, quizá.

—Venga, comed, chicos —dijo mamá—. Llena mucho.

—Prefiero comerme los mocos antes que el estofado de papá —me susurró mi hermano.

—¿Sabes qué? —musité—. Creo que yo también preferiría comerme tus mocos.

8.15 p. m.

—Quiero despedir a papá —me acaba de informar Elliot.

—¿Después de un día?

—Sí, se le da fatal. Yo ya lo sospechaba. Los padres no están hechos para ser madres.

8.35 p. m.

Me he pasado siglos —o sea, como veinte minutos enteritos— tratando de escribir la redacción para la clase de Historia. Pero ahora no solo me duele el brazo, sino también el cerebro, así que he tenido que parar por el bien de mi salud.

El problema es que ya la voy a entregar tarde, ¿sabes? Y encima el profesor de Historia —el señor Beach, más conocido como Cabeza de Bicho, porque da más miedo que Godzilla— también es el director del colegio. Hoy le he explicado con delicadeza que mi redacción podía retrasarse un pelín, e inmediatamente apretó los dientes como un bulldog furibundo y me espetó:

—Quiero que me entregues la redacción personalmente a primera hora de la mañana del martes, y espero, por tu propio bien, que sea buena.

No tengo ni la más mínima esperanza de que sea buena. Ni siquiera regular. Aunque, en realidad, no es culpa mía. Yo trato de prestar atención en sus clases, pero la voz de Cabeza de Bicho transmite algo que manda a mis oídos directamente a dormir.

Mirando las cosas por el lado bueno, he conseguido escribir doce líneas. Si las miramos por un lado no tan bueno, las doce líneas componen toda mi redacción. Como se suele decir, mejor dejar a la gente con ganas de más. Y quizá incluso esté mejor de lo que pienso.

8.40 p. m.

No, no lo creo.

8.41 p. m.

Hay algo que debes saber sobre mi relación con el colegio.

No nos llevamos bien.

Nunca me ha gustado, nunca he encajado, pero estoy condenado a asistir. Los profesores se pasan el día encima de mí, y si les preguntaras, te dirían: «Louis es poco competente y extremadamente vago».

Pero no lo soy. Bueno, vago no soy, porque todas las noches estudio durante horas. Lo único es que estudio una asignatura a la que el colegio no dedica ni un solo segundo: el humor.

Todo lo que tengo de malo en el cole lo tengo de bueno contando chistes.

Y mi sueño, mi única ambición, es ser humorista. Pero primero me tienen que descubrir. Y para eso se necesita un agente.

Aunque yo ya lo tengo.

Maddy va a otro colegio distinto al mío. Nos conocimos en el Club de Teatro, ya que a ella también le encanta actuar. Pero, por desgracia, se pone tan nerviosa cada vez que sale a un escenario que ha tenido que renunciar a su sueño de convertirse en una actriz mundialmente famosa. Así que, en lugar de eso, ha decidido hacerse agente.

Soy su primer cliente y ya me ha ayudado a aparecer en un programa de televisión que se llama Chavales con talento. Es en un canal por cable, o sea, que igual aún no lo has visto, pero créeme, mola un montón.

Cada semana hay doce concursantes y los espectadores votan al que consideran ganador. Estos van a la gran final, el espectáculo de todos los ganadores. Y el que gane ahí, obtendrá su propio programa especial de Navidad de media hora.

Bueno, pues yo fui al programa a contar chistes. ¡Tenía tantas ganas de resultar vencedor!… Pero quedé segundo. Me ganó un loro. Una humillación, ya lo sé. Me hundí por completo hasta que decidieron que uno de los finalistas también fuera admitido a la gran final…

¡Y me escogieron a mí!

Así que cualquier día de estos nos van a llamar para darnos la fecha de la gran final y entonces… Bueno, Maddy está convencida de que esta vez seré el vencedor absoluto. Eso significa, pues, que tendré mi propio programa de televisión en Navidad y que después de eso ya no podré volver al colegio. Estaré demasiado ocupado viajando por el mundo, haciendo reír a la gente y, en general, llevando la vida de una estrella de fama internacional.

9.10 p. m.

Una cosa más que debería haberte dicho sobre Maddy es que no solo es mi agente y amiga, sino que ahora acaba de convertirse en mi novia. Todavía no hemos tenido ninguna cita, pero es que en este tema hay que ir poco a poco, ¿no?

Aunque creo que ya es hora de ponerse a ello.

9.25 p. m.

Acabo de llamar a Maddy, que enseguida me ha preguntado, muy emocionada:

—¿Ya te han llamado de Chavales…?

—No, aún no, pero, Maddy, esto…, te llamaba para preguntarte cuándo te apetece que quedemos para… —aquí bajé la voz sin saber muy bien por qué— nuestra primera cita…

—Bueno, pues, eh…, ¿tú cuándo crees que…? —replicó un poco nerviosa.

—He dejado libre toda mi agenda para ti —contesté (oí a alguien decir esta frase en un programa de la tele y me pareció que sonaba guay)—. Tú solo menciona hora y lugar y allí estaré. En persona.

Intentaba mostrarme muy tranqui, pero en realidad mi corazón iba a mil por hora.

—¿Qué tal el viernes por la noche? —sugirió ella.

—Anotado está. ¿Te gustaría ir a Luigi’s?

—Solo si pagamos a medias, es muy caro.

—Maddy, el dinero nunca es problema cuando salgo con una chica. —¿Qué, mola o no mola eso? Y para que quedara bien claro, añadí—: Invito yo.

Después de colgar, mi corazón seguía palpitando a toda pastilla. Ha llegado la hora de la verdad.

Martes, 19 de noviembre
7.25 a. m.

Elliot me ha despertado entrando en mi habitación como un torbellino y gritando a pleno pulmón:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Cómo mola!

—¿De qué estás hablando? —le pregunté, pero en ese momento oí el sonido de la alarma de incendios y salté de la cama.

Nos encontramos con mamá y su cara de sueño en el rellano de la escalera.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está papá?

Justo en ese instante, mi padre salió escopetado de la cocina.

—¡Hola a todos! —chilló—. Siento haber interrumpido vuestro descanso, pero no hay nada por lo que preocuparse.

—¿Entonces por qué se ha disparado la alarma? —le espetó Elliot.

—He tenido un pequeñísimo accidente. Pensé en sorprenderos con unos cruasanes calientes para desayunar, pero los he metido en la tostadora y…

—Ay, papá… —comenzó Elliot.

—¡Qué bonito detalle! —canturreó mamá mientras el humo iba trepando por las escaleras—. Y no ha pasado nada.

Una vez que papá hubo vuelto corriendo a la cocina, Elliot murmuró:

—Odio los cruasanes y…

—No digas eso —le interrumpió mamá—. A tu padre esto no le resulta nada fácil.

—Ni a nosotros, que tenemos que comernos su comida —replicó mi hermano, que acto seguido volvió a bajar por las escaleras marcando cada paso y, al rato, exclamó indignado—: ¡Mamá, no queda leche!

—¡No es problema de tu madre! —gritó papá a continuación—. Ya estoy en ello —añadió mientras salía a toda prisa de casa.

9.00 a. m.

Cabeza de Bicho se mueve como una pantera. No me refiero a que camine a cuatro patas (cosa que me encantaría), pero no notas que está cerca hasta que sientes su aliento cálido sobre la nuca.

Llevaba en el colegio una millonésima de segundo cuando percibí un chorro de aire caliente. Me di la vuelta y ahí estaba Cabeza de Bicho, mirándome con odio.

—Espero que hayas traído la redacción —me gruñó.

Excavé en las profundidades de mi mochila y saqué mi cuaderno de Historia.

—Aquí está —dije, y para relajar un poco la tensión del ambiente añadí—: Que la disfrute.

Pero Cabeza de Bicho no me dedicó ni el boceto de una sonrisa. Se limitó a deslizarse sigilosamente por el pasillo con mi cuaderno bajo el brazo.

9.05 a. m.

¿Sabes lo que me gustaría? Que en el colegio aún tuviéramos que colorear. Se me daba superbién. Supongo que alcancé la cúspide de mis habilidades demasiado pronto, ya que ahora se me da todo fatal. Mientras yo ande por ahí, nadie tiene que preocuparse por ser el último de la clase.

3.20 p. m.

Estábamos en la última asignatura del día —Matemáticas— cuando la secretaria del colegio irrumpió en el aula. Se cree superimportante y siempre anda pavoneándose con la nariz bien alta. El caso es que le susurró algo al profesor. Ojalá, deseé, que las tuberías hubieran explotado y nos tuviésemos que quedar en casa un mes entero.

Pero no: el profesor anunció que Cabeza de Bicho (él no lo llamó así, claro) quería verme inmediatamente. Me marché al son de cuchicheos tipo «Oooooh, ¿quién está metido en un buen lío?».

Cabeza de Bicho, seguramente, habría leído mi redacción (imposible que tardase mucho, ¿no?), pero ¿por qué no escribía algún comentario desagradable en el papel y punto, como un profesor normal? ¿Por qué tenía que molestarse en verme?

La secretaria me acompañó hasta la guarida de Cabeza de Bicho y luego se marchó con paso enérgico. Llamé a la puerta y no oí nada. Pero como era un hombre anciano y posiblemente un poco sordo, volví a llamar, esta vez con más fuerza, y después di varios golpecitos muy seguidos. Eso tenía que oírlo, digo yo…

Efectivamente. En ese momento la puerta se abrió con tanta violencia que casi se descuelga de las bisagras. Se quedó ahí de pie, echando fuego por la boca.

—¿Se puede saber qué haces?

Vaya pregunta más absurda, pero se lo expliqué con mucha paciencia.

—Estoy llamando a la puerta porque usted ha dicho que quería verme… Claro, que si ha cambiado de idea puedo marcharme —sugerí, y a continuación añadí con entusiasmo—: No me sentiría ofendido.

—Te veré cuando quiera verte. De momento, me esperarás aquí fuera hasta que yo te diga —replicó Cabeza de Bicho.

O sea, que me estaba echando la bronca por ir a verle… cuando él mismo había pedido que fuera a verle.

Te lo digo en serio, querido diario, los adultos están chiflados.

3.35 p. m.

Acaba de sonar el timbre. Las clases han terminado, así que, en teoría, podría irme a casa. Es hora de largarse.

3.45 p. m.

Pero no: aquí sigo, sí, en la puerta del despacho de Cabeza de Bicho. Odio tener que esperar. Así que para que nos animemos un poco, aquí va un chiste. Un chiste educativo, además.

En la antigüedad, cuando un caballero moría en batalla, ¿qué ponían en su tumba? «Oxídate en paz».

Este me encanta. ¿Quieres que te cuente otro? Lo siento, no hay tiempo. Cabeza de Bicho, a través de la puerta, acaba de gritarme «Ya puedes entrar».

Tengo la horrible sensación de que no voy a disfrutar de lo que viene ahora.

4.25 p. m.

Y no disfruté, no.

Cabeza de Bicho ni me saludó ni me preguntó si me quería sentar, lo cual no demuestra demasiada buena educación, ¿no? Solo se dedicó a regañarme.

—Si no le abro la puerta de inmediato, es por una razón. ¿Por qué cree usted que puede ser, caballero?

—¿Porque estaba durmiendo la siesta?

Esa no era la respuesta correcta.

—Porque estaba muy ocupado atendiendo una llamada de teléfono.

A mí me parecía estupendo, pero, vamos, él se comportaba como si yo fuera a verle por voluntad propia y estuviera allí por gusto.

Se levantó. Es un hombre tirando a alto con gafas gruesas, cejas negras, algo que le sale de las orejas y que parece brócoli y barba de color mostaza donde suele llevar los restos de la última comida.

—¿Qué nota crees que has sacado? —me preguntó, inclinándose sobre mí mientras yo reflexionaba sobre mi respuesta.

—No muy buena, seguramente, porque la redacción se me quedó un poco corta. Aunque como sé que está usted muy ocupado —añadí, desesperado—, opté por escribir algo corto… pero de calidad.

—¿De calidad? —tronó, logrando que un trocito de huevo pasara de su barba a mi pelo—. Es lamentable, pero claro, como enseguida saltarás a la fama, no tiene demasiada importancia. Te ruego que me disculpes por hacerte perder el tiempo.

NO, NO FUE ASÍ. No dijo nada de esto último, pero me habría gustado tanto… En lugar de eso, me soltó un rollo infinito sobre cómo había caído en una «rutina de vagancia e indisciplina» de la que él se había empeñado en sacarme. Lo peor de todo, no obstante, aún no había llegado. Porque fue entonces cuando me entregó una carta confidencial que solo —insistió— podían leer mis padres.

Por supuesto, la leí en cuanto salí del colegio. Y más que enfadarme, me sentí dolido.

Cabeza de Bicho me ponía como el chico más problemático del mundo. Y yo no soy así en absoluto. Es solo que… Bueno, hubo un humorista que dijo lo siguiente: «Cada vez que haces reír a alguien, le regalas unas pequeñas vacaciones». Y eso es justo lo que yo quiero hacer: darles a mis compañeros unas pequeñas vacaciones, sacarles de la grisura de nuestra vida escolar. No es mal objetivo, ¿no? Muchas gracias por estar de acuerdo conmigo.

El caso es que la carta terminaba diciendo que Cabeza de Bicho quería hablar con mis padres sobre mi futuro y les pedía que concertaran una cita con su secretaria.

¿Y ahora qué se suponía que debía hacer yo?

Llamé a Maddy de inmediato y ella, de inmediato, me preguntó:

—Si tus padres ven la carta, ¿se enfadarán tanto como para no dejarte ir a…?

Se hizo un silencio momentáneo mientras el horror de sus palabras nos calaba. Si mis padres me impedían acudir a Chavales con talento, puede que no consiguiera otra oportunidad, lo cual supondría que nunca saltaría a la fama como estrella del humor.

—He decidido que no voy a molestar a mis padres con esa carta —le dije—. Total, solo va a preocuparles. En realidad es todo un detalle por mi parte.

—Un detallazo —coincidió Maddy.

—Aunque ¿conseguiré salirme con la mía? —repliqué.

Después de un par de segundos —su capacidad cerebral es alucinante—, Maddy respondió:

—El colegio ha mandado una carta porque es confidencial. Así que no les avisarán por teléfono a menos que…

—¿Sí?

—Si el colegio no obtiene contestación, llamará a tus padres para preguntarles si han leído la carta.

—Con lo que el colegio debería recibir contestación cuanto antes —añadí yo.

—Ya estoy en ello —dijo Maddy.

8.00 p. m.

—Esta noche cenaremos sano y ligero —anunció papá con orgullo antes de servirnos unos huevos revueltos con pinta de natillas aguadas.

—¡Se necesita una cuchara para comerse esto! —se quejó Elliot.

—Eso no importa —se apresuró a apuntar mamá, aunque luego le dijo a papá en voz baja—: Le has puesto demasiada leche; a mí me pasa muy a menudo.

En los huevos revueltos nadaban champiñones y patatas requemadas, y en el centro de la mesa había un bol con una lechuga de aspecto tristísimo. De postre nos esperaban unos trozos mal cortados de fruta medio pasada.

—¿Qué tal si mañana pedimos comida a domicilio? —sugirió Elliot alegremente.

8.30 p. m.

Maddy ha aparecido con mi carta para Cabeza de Bicho.

Decidimos que era demasiado arriesgado comentarla dentro de casa, así que nos fuimos a dar un paseo.