Monterosso mon amour - Ilja Leonard Pfeijffer - E-Book

Monterosso mon amour E-Book

Ilja Leonard Pfeijffer

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Beschreibung

¿Basta con aceptar las cosas como son para sentirse satisfecho? Carmen, lectora empedernida, aún no lo tiene claro. Tras una vida decepcionante viajando por el mundo como mujer florero de un diplomático fracasado, trata de dotar sus días de sentido ejerciendo de voluntaria en una biblioteca pública. El recuerdo fortuito de unas vacaciones que pasó en el Mediterráneo cuando era adolescente, en las que descubrió el amor, la lleva a embarcarse en un viaje a Italia para poner el broche final a una historia incompleta y, así, dar forma literaria a su pasado. Magistral novela sobre la importancia de la fabulación, ya sea en las páginas de un libro o en la propia biografía, «Monterosso mon amour» es una auténtica oda a los letraheridos que hacen de su vida literatura. «Ilja Leonard Pfeijffer lleva a su protagonista a la costa italiana para reconstruir su gran momento juvenil. Monterosso mon amour es una una nouvelle de breve y grata lectura». Sergio Vila-Sanjuán, La Vanguardia Cultura/s «Un libro de apenas un centenar de páginas que, sin embargo, contiene más verdad y emoción que muchas sagas de mil. Una joya literaria que toca el alma sin necesidad de alzar la voz, un artefacto literario perfecto». David Lorao, Artículo14 «Monterosso mon amour es una hermosa y breve novela sobre la búsqueda del sentido de la vida, sobre la culpa, sobre la deformación que sufren los recuerdos, y muestra la pericia narrativa y la capacidad de asombrar y emocionar de un Pfeijffer que es también poeta». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Un relato maravilloso, narrado con un afán incontenible de contar historias profundas y llenas de sentido del humor». Mercurio de Múnich

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Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ILJA LEONARD PFEIJFFER

MONTEROSSO

MON AMOUR

TRADUCCIÓN DEL NEERLANDÉS

DE GONZALO FERNÁNDEZ GÓMEZ

ACANTILADO

BARCELONA2025

CONTENIDO

1—2—3—4—5—6—7—8—9—10—11—12—13—14—15—16—17—18—19—20—21—22

1

¿Bastaría con empezar a aceptar las cosas como son para que la insatisfacción se tornara en satisfacción? Carmen ha observado que, de un tiempo a esta parte, cada vez se sorprende con más frecuencia planteándose preguntas imposibles de ese tipo en momentos perdidos del día, cuando está sola en casa o mientras ordena su escritorio en la biblioteca entre una reunión y otra. A veces, después de pagar a la asistenta y despedirse de ella, cuando se deja caer cansada en el sofá para tomarse su jerez de media mañana—como si fuera ella la que ha estado trabajando—, empieza a devanarse los sesos sin venir a cuento sobre, por ejemplo, la cuestión de si acomodarse a las circunstancias es una estrategia de supervivencia de la que se deriven ventajas evolutivas. La semana pasada, cuando una de sus amigas del club de lectura mencionó a Anna Karénina, le vino a la cabeza la famosa frase de apertura de esa novela, según la cual todas las familias felices son iguales, pero cada familia infeliz lo es a su manera, de tal modo que se perdió gran parte del debate, pues no pudo evitar preguntarse si dicha afirmación tenía algún fundamento y acabó enredándose en divagaciones sobre la medida en que la felicidad y la infelicidad se pueden considerar asuntos de familia. Y ayer, cuando estaba archivando las solicitudes de subvención, se acordó de Nietzsche, en quien no había vuelto a pensar desde sus años locos en Ámsterdam, y de aquel adagio—al menos, si no le fallaba la memoria y era efectivamente Nietzsche quien había dicho eso—cuya esencia venía a ser que quien tiene un objetivo en la vida es capaz de soportar casi cualquier cosa.

Pero ¿qué es un momento perdido? Eso es lo que se pregunta ahora. Porque, si el tiempo acaba barriendo todos los momentos vividos como papelitos de confeti el día después de la fiesta y, se mire como se mire, es imposible rescatar instante alguno del insondable pozo del pasado, ¿cómo pueden ser unos momentos más perdidos que otros? Cada hora que pasa somos una hora más viejos, tanto si rebosamos vitalidad para hacer planes de futuro como si nos consumimos de melancolía por todo lo que ya ha quedado atrás, y la consecuencia inevitable es que cada vez tenemos menos futuro al que mirar con ilusión y más pasado al que volver la vista con pesadumbre. Cuando la gente habla de momentos perdidos se refiere a momentos que no contribuyen a la consecución de los objetivos que se haya planteado cada uno, pero si nos olvidamos de todo ese rollo de los objetivos, la distinción entre tiempo bien empleado y tiempo perdido carece por completo de sentido. ¿O se refieren tal vez a esos momentos en que nos dejamos mecer por el perezoso vaivén de pensamientos aleatorios? En tal caso, Carmen ha de admitir que su vida, cada vez en mayor medida, se puede considerar una vida perdida.

Cuando ya está a punto de servirse una segunda copa, se lo piensa mejor y, decidida a no dejarse llevar por esos impulsos, le pone el tapón a la botella y la devuelve al mueble de debajo de la escalera, donde guarda sus existencias de jerez. A continuación, como si de un acto heroico se tratara, se dirige a la cocina y pone a calentar la tetera con agua suficiente para varias tazas de té.

2

Se siente vieja porque le gusta leer. Según ella, el hecho de que sus intereses personales y las obsesiones del mundo sigan líneas cada vez más divergentes es culpa del mundo, pero tampoco es tonta y, aunque a veces finge cierta ingenuidad—sobre todo ante Rob, porque sabe que a él le gusta sentirse responsable de ella y porque adoptar esa actitud, en general, facilita mucho las cosas—, cuando lo piensa seriamente, se da perfecta cuenta de que dos de los síntomas típicos del repudiado envejecimiento consisten precisamente en repudiar el envejecimiento y reprocharle al mundo que no se detenga. Es ella quien tiene cada vez más dificultad para seguir el ritmo de los cambios, pero se hace la interesante convenciéndose a sí misma de que si no está al día es porque no le gusta el rumbo que ha tomado la historia.

Nada más formular mentalmente ese pensamiento, sin embargo, se apresura a añadir una acotación a su monólogo interior: no es cierto que ya no esté al día—por favor, cómo se le ocurre pensar una cosa así—, la cuestión es, sencillamente, que cada vez siente menos necesidad de soliviantarse por cada minucia. Está al día porque lee el único periódico vespertino que queda en Holanda, el periódico de la intelectualidad. En realidad, ella preferiría leer un periódico matutino porque, por la mañana, cuando aún tienes todo el día por delante, las noticias parecen más livianas que a la luz melancólica del crepúsculo, pero Rob es un hombre muy apegado a sus costumbres y lo conoce demasiado bien como para saber que le daría un disgusto si le propusiera cambiar la suscripción del periódico. Carmen está siempre al tanto de las reseñas de libros, por su trabajo en la biblioteca, y también lee, con cierto sentido del deber, las noticias nacionales e internacionales, aunque si antes, durante sus años locos en Ámsterdam, se ponía hecha un basilisco con cualquier injusticia que sufrieran las mujeres, ahora experimenta la alienante sensación de que ya poco pueden importarle a ella los derroteros que tome el mundo y el preocupante futuro—al menos teóricamente—que esboza todos los días el periódico. Ella prefiere leer libros, libros de verdad en los que se flirtea con las grandes preguntas que ella misma se plantea con creciente frecuencia y en los que la actualidad no tiene la fea costumbre de imponer en todo momento su molesta presencia, como un smartphone reclamando continuamente nuestra atención. Libros, en definitiva, que cuentan una historia.

Y muy en especial eso último. Porque Carmen tiene hambre de historias. Cuando lee una novela que cautiva su imaginación, a veces tiene la impresión de sustraerse al paso del tiempo. En esos términos lo expresó una vez en el club de lectura, aunque no fue capaz de explicar bien lo que quería decir. La idea guarda relación con el recuerdo de sus primeras vacaciones en el Mediterráneo—hace ya mucho tiempo, con sus padres, en la pequeña localidad italiana de Monterosso—y su emoción al descubrir que el agua era tan clara que se veía el fondo. En las buenas novelas, las aguas del ser humano adquieren tal nitidez que alcanzamos a ver las emociones en toda su profundidad. Quien se sumerge en el agua olvida las rugosidades de la superficie y, mientras bucea, se encuentra en un mundo tridimensional. Eso mismo es lo que se experimenta cuando nos sumergimos bajo el mareante oleaje del tiempo y olvidamos la superficialidad de las preocupaciones cotidianas, siempre expuestas a los caprichosos cambios de dirección del viento. ¿Suena pomposo? Le da igual cómo suene, porque es la verdad. Últimamente, cada vez le apetece menos autocensurarse por miedo a la impresión que pueda causar en los demás, de lo cual se siente orgullosa. Más vale tarde que nunca. A Carmen le gusta nadar. Bajo la superficie del agua fue donde recibió su primer beso, en Monterosso, hace muchos años, y aún recuerda como si fuera ayer la nitidez y la profundidad del mar. La única razón por la que volvió a salir a la superficie a tomar aire fue la falta de fantasía de la realidad, que no sólo se negó a darle branquias, sino que además le impuso la autoridad de unos padres incapaces de comprender que aquellas vacaciones deberían haber durado eternamente. Ahora, su vida transcurre en esa misma realidad carente de fantasía y echa de menos las profundidades del mar, pero a Rob no le gusta nadar. Su marido sólo lee ensayos, si es que alguna vez lee, porque, aunque no tiene nada que hacer, no quiere desperdiciar el tiempo explorando el mundo de las emociones si, con el mismo esfuerzo, se puede formar opiniones. Por lo demás, como según él ya han viajado bastante a lo largo de su vida, casi nunca van de vacaciones. Y así es como están las cosas.

A Carmen no le importa que una historia termine bien o mal, con tal de que llegue a un final lógico. Los finales abiertos—esas historias en las que toda la maraña de hechos e ideas, acciones y consecuencias, características y desarrollo de personajes no conduce a nada—le resultan irritantes, porque eso ya lo conoce de la vida cotidiana. Para ella, las historias son una forma de darle coherencia al mundo y a los inverosímiles giros argumentales de nuestras vidas. En vez de una copia fiel de la absurda realidad—eso que en el lenguaje burocrático de la embajada llamaban «copia conforme al original»—, lo que ella quiere es un constructo artificial, una visión alternativa que muestre lo elegante que sería la vida si todos nuestros actos tuvieran significado y avanzaran en una dirección concreta, aunque fuera para acabar precipitándonos al abismo. La realidad es informe y carece de sentido. Por eso, para comprender nuestro papel en este mundo, tenemos que sumergirnos en historias que den significado a las cosas y pongan orden en el caos. La naturaleza crea meros cuerpos que sólo gracias a las historias que contamos se transforman en seres humanos.

Carmen es muy consciente de que su afición a la lectura es una forma de escapismo. O, mejor dicho, una forma de compensación. Cuando lee, vive las vidas de personajes ficticios y se aferra a sus historias de la misma forma que un proscrito se aferra a sus recuerdos más preciados. Aunque tampoco quiere darle a la cosa más dramatismo del necesario.

3

Desde que le concedieron a Rob la jubilación anticipada, viven en una confortable vivienda en el atractivo municipio holandés de L***—una localidad de tamaño medio—, con tiendas de delicatessen a la vuelta de la esquina y un empleado que se ocupa del jardín. Carmen trabaja unas horas por semana en la biblioteca pública del mencionado municipio, donde se encarga de la organización de eventos culturales. Sus tareas consisten fundamentalmente en pedir subvenciones e invitar a escritores que ella misma, en su papel de anfitriona, recibe el día de la conferencia con una taza de café. Siempre intenta incluir en el programa a algún músico local que complemente al autor y le dé al evento un toque de originalidad, lo cual resulta unas veces mejor que otras. Las matinales de lectura de cuentos para niños son un éxito y a veces recibe elogios enternecedores al respecto. Su serie de conferencias inclusivas para debutantes, el segundo miércoles de cada mes, también atrae cada vez a más público, de lo cual está muy orgullosa. La tradicional Semana del Libro, que se celebra todos los años en marzo, y la Semana del Libro Infantil y Juvenil, a principios de octubre, son, como es natural, periodos especialmente ajetreados para ella. El hecho de no cobrar nada por su trabajo tiene la ventaja de que puede tomarse ciertas libertades. Además, la cultura es importante. Para adelantarse a la eventualidad de que otros empiecen a llamarla así, ella misma se define como «bibliomamá», etiqueta que—a veces con cierta retranca—les ponen a las madres que colaboran como voluntarias en la biblioteca. La ironía está en que ella no tiene hijos.

Aunque eso no quiere decir que no lo intentaran. Cuando Carmen y Rob se casaron, los dos daban más o menos por hecho que tarde o temprano llegarían los hijos. Por aquel entonces, Carmen aún tenía su tienda en Ámsterdam. La había abierto durante sus estudios de filología neerlandesa con Vera, una compañera de curso, y por eso le pusieron de nombre Cave, con un perrito como logotipo. Pero después, en vista de que todo el mundo lo pronunciaba como «cueva» en inglés, rebautizaron la tienda como The Cave. Era una librería especializada en literatura feminista. Cuando Vera decidió que había llegado el momento de dedicarse a otras cosas, Carmen compró su parte y siguió explotando el negocio durante varios años sin cambiarle el nombre. Lo del perro no lo entendía nadie, pero tampoco se molestó en quitarlo. Aunque leía los libros que vendía—o, mejor dicho, vendía los libros que leía—y, sobre todo en aquella época, se consideraba sin ninguna reserva una feminista militante, la vituperable convención patriarcal de fundar una familia le resultaba muy romántica en el sentido más vintage del término. Conocía las teorías del feminismo, pero quien aplica la teoría literalmente en su vida privada, acaba sin vida y acaba sin nada. Además, si hubiera seguido al pie de la letra los dictados del manual, no se habría podido casar con Rob, lo cual habría sido una pena. Al menos, eso pensaba entonces, porque Rob se parecía a todas las estrellas de cine de las que habría colgado pósters en su habitación si no hubiera sido feminista.

En cualquier caso, lo cierto es que le habría gustado tener hijos. El médico de cabecera la remitió a un especialista que estudió con ellos varias opciones, pero poco después admitieron a Rob en Asuntos Exteriores y, dada la perspectiva de una vida con múltiples cambios de residencia y largos periodos en destinos exóticos, el hecho de no tener hijos empezó a parecerles una ventaja o, en todo caso, un obstáculo menos. Carmen vendió The Cave. Sacrificó lo poco que era suyo—que no por ser poco era menos preciado—en favor de la carrera de su marido. Pero no se arrepiente de aquella decisión, y los días que, a pesar de todo, siente alguna forma de arrepentimiento, se dice a sí misma que no tiene derecho a protestar, porque cuando dio aquel paso sabía muy bien lo que hacía. Ella no fue una víctima más de las convenciones culturales, sino que, concienciada como estaba de la causa y los ideales feministas, había optado libremente por acompañar a su apuesto marido al extranjero.

Cuando piensa en aquellos días, Carmen se sorprende de la vitalidad y la despreocupación de las que hacía gala. Todavía quiere a Rob a su manera, pero aún recuerda la fe ciega que tenía en él y el jubiloso optimismo con el que daba por supuesto que estaban destinados a vivir aventuras juntos. La idea de dedicar los mejores años de su vida a viajar con él por el mundo en representación del servicio diplomático del Reino de los Países Bajos le resultaba sumamente estimulante. Pero cuando las expectativas son tan desmesuradas, la realidad sólo puede ser un fiasco. De hecho, la realidad acabó defraudando hasta las expectativas que en aquel momento podían considerarse realistas. Ahora, cuando el marido de Carmen vuelve la mirada atrás desde la predecible monotonía de su jubilación anticipada, lo que ve a sus espaldas es la estela de una carrera diplomática decepcionante. A ella, por su parte, le queda sobre todo el recuerdo de incontables partidos de tenis con las mujeres de otros miembros del cuerpo diplomático y la afición al vino de jerez. En todos los países a los que fueron intentó involucrarse en algún proyecto local, como la acogida de gatos vagabundos o la gestión financiera del club de acuarela, pero cuando una se tiene que mudar a la fuerza cada cinco años y se ve obligada a empezar una y otra vez de cero con la tarea de prender una llama ficticia de ilusión en viviendas oficiales decoradas de la forma más sobria posible con fondos del tesoro público holandés, llega tarde o temprano a la conclusión de que cualquier esfuerzo, por definición, es en vano. Ella misma acabó siendo un gato vagabundo. Su vida estaba coloreada con acuarelas. Su época en Ámsterdam se convirtió de manera retrospectiva en la era mítica de sus años locos.

Además, nunca enviaron a Rob a un destino romántico como Roma o a París. Lo mandaban de un lugar anodino a otro, como si en el Ministerio de Asuntos Exteriores de La Haya hubiera un funcionario cuya única tarea consistía en echar por tierra todas las ilusiones de Carmen. En Cotonú, tras ascender por la pirámide jerárquica y alcanzar la categoría de segundo de a bordo, Rob empezó a abrigar secretamente la esperanza de que poco después le ofrecieran el puesto de embajador. Más tarde, en Wellington, cuando también llegó a segundo de a bordo, manifestó en voz alta su deseo de ser nombrado embajador. Y cuando, tras cinco años más como segundo de a bordo en Lima, reunió el valor suficiente para solicitar de forma explícita el ascenso, le dieron a entender que el nombramiento como embajador ya no era un automatismo como antiguamente, que hoy en día también se tenía en cuenta la hoja de servicios y que, en su caso, a la vista de sus evaluaciones periódicas, no había lugar para la promoción. Ser el segundo hombre de la embajada era lo máximo a lo que podía aspirar, pero, si quería negociar un arreglo para jubilarse por anticipado, el ministerio lo comprendería y respetaría su decisión. Aunque Carmen sigue considerando una deshonra que la carrera de su marido no terminara a causa de un escándalo, ya fuera por falta de integridad profesional, cobro irregular de dietas o un affaire