Mora. Confesión travestí - María Maratea - E-Book

Mora. Confesión travestí E-Book

María Maratea

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"Lo que más inquieta a los hombres de estar con chicas como nosotras es que, tarde o temprano, nos van a meter la mano en la entrepierna. Saben que detrás de esa mujer hay un hombre pero, cautivados por la máscara, es más fácil de enfrentar. Siento que soy una diosa cuando voy por la calle y se dan vuelta para mirarme. Me gritan: yegua, potra, divina. Y me río de los que se ríen porque sé que algo les pasa. Yo los vi, en mi cama. Tipos que al principio se reían: los escuché pidiéndome por favor. También se acercan hombres y mujeres buscando una falsa amistad para sentirse modernos y exóticos, sólo por decir: Yo tengo un amigo travesti. Como si dijeran: En casa tengo una pantera negra..." Que un hombre se apellide Mora no llama particularmente la atención. Que una mujer se llame Mora, tampoco. Pero que un hombre apellidado Mora se convierta en una mujer llamada Mora, sí. Y esta es su historia, desde el día en que fue encontrado en el armario de un hotel, recién nacido, y llegó al orfanato del cual saldría años después adoptado por un matrimonio de Barrio Norte. Esta es la historia de un adolescente obeso sometido a crueles internaciones y tratamientos psiquiátricos, que busca contra viento y marea su identidad, y empieza a encontrarla en un par de zapatos taco aguja, unas medias de red, una minifalda ceñida y unas inyecciones de silicona industrial aplicadas a su pecho plano. Esta es la historia de Mora, travesti, pantera negra, trabajadora del sexo en Buenos Aires.

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Índice
Prólogo a la segunda edición
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Epílogo
Acerca de la autora

Mora

Confesión travestí

María Maratea

Maratea, María

Mora, confesión travestí / María Maratea ; coordinación general de José Marcelo Caballero. - 1a ed revisada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Petricor, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-47563-5-0

1. Travestismo. 2. Discriminación Social. I. Caballero, José Marcelo, coord. II. Título.

CDD 305.4

© María Maratea, 2021

Dirección editorial: Marcelo Caballero

Diseño de tapa: Grupo Editorial

Imagen de tapa: Canva

Armado edición electrónica: Pampia Grupo Editor

Avenida Juan B. Alberdi 872, C.A.B.A., Argentina

Libro de edición argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

“Este asunto está ahora y para siempre en tus manos, nene”

Indio Solari

Prólogo a la segunda edición

Con el título “Mora. Una confesión”, este libro fue publicado por editorial Planeta en el año 2003. Dieciocho años después, debido al interés que el mismo sigue suscitando, se publica esta segunda edición como “Mora. Confesión travestí”, título que siempre creí más justo.

Surge la idea de reeditarlo, por las tantas satisfacciones que me ha dado durante todos estos años y que aún, me sigue brindando, trascendiendo los límites de la relación libro – lector.

Punto de inflexión en el testimonio literario, este libro ha sido disparador para la inspiración de la escritura de muchos otros, siendo también elegido, como material de estudio en crónica urbana, marginalidad y estilo, dentro del ámbito académico.

Si bien, desde entonces, hubo en el mundo y en particular en nuestro país, una serie de avances inclusivos a nivel social, que posibilitaron la ampliación de horizontes en las actividades independientemente de las diversas condiciones de género, la esencia no ha cambiado.

Cambian los tiempos, cambian las ideas, cambian las escenografías, las formas, los estilos.

Lo que no cambia es el deseo.

Por eso, aquí, una vez más, Mora, en esta confesión íntima, narrada con su voz.

María Maratea

Buenos Aires - Argentina

Enero, 2021

1

Diez bucal, veinte bucal anal, treinta completo en el coche, cuarenta completo en hotel, cincuenta pareja en el coche.

Tengo que hacer muy rápido: bichar al tipo cómo habla, cómo mira, qué ropa tiene puesta. Si tiene el traje atrás, hace algún deporte y se cambia en la oficina: tiene plata. Si tiene celular y agenda es organizado, no es un “pichi”. Algunos tienen anillos con un rubí o alguna piedra; a ésos les puedo pedir un poco más.

Miro que no haya alguien escondido atrás porque me pueden violar o pegar. Me pueden matar.

Preguntan: cuánto calzás, te anda, venís bien.

La transa, nunca con la cabeza adentro de la ventanilla. Un metro de distancia, las piernas en tensión y el cuerpo atento. Si acepta subo, pero antes de cerrar miro que la puerta tenga manija del lado de adentro, controlo las trabas y dónde está el encendido del auto para, cualquier cosa, revolear la llave.

¿Está dura la calle?, es lo primero que dicen cuando ya estoy arriba. Y mientras los enfilo hacia un lugar oscuro les hablo de cualquier cosa para romper el hielo. Si me gusta, le miro la mano a ver si tiene alianza. Mi sueño es casarme y dejar todo esto.

Son escapadas. Está el que viene caliente porque la noviecita le dijo que no; el que se quiere vengar de su mujer porque le gasta la plata; el estresado; el gerente que tuvo un día agotador; el que tiene que hacer tiempo; el que se le pinchó el levante; el tachero insomne; el que busca nuevas experiencias; el viejo verde; el merquero que no se le para; el camionero solitario.

Algunos traen consolador.

Tienen entre diecisiete y ochenta años.

Me tocan, me manosean, me la ponen en el culo. Me dicen que soy una diosa y me terminan chupando la pija.

2

Dejé de jugar a la pelota. Empecé a jugar al elástico con las nenas. En la escuela, si algún chico me cargaba lo tiraba al piso y le saltaba en la panza hasta vaciarle el aire. No me interesaban las chicas. Los nenes tampoco. Me gustaban los de tercer año de la secundaria, si pasaban los dieciséis, mejor.

Llegaba a casa a las cinco y media de la tarde. El micro me dejaba en la puerta. Me abría el portero. La llave me la dieron recién a los trece.

Hasta las ocho de la noche estaba solo. Papá y mamá trabajaban, a la abuela la habían internado en un geriátrico, mis hermanas, Belén y María, después del colegio estudiaban inglés y francés. La mucama se iba a las cinco.

A veces miraba los dibujitos de la Pantera Rosa, pero lo que más me divertía era encerrarme en el dormitorio de mis padres y abrir el placard. Salía olor a piel, a cuero, a naftalina. De la puerta derecha colgaban las corbatas de papá, de la izquierda los cinturones y pañuelos de seda de mamá. Me sentaba en el borde. Acariciaba los tapados de zorro, de visón, de nutria.

Vaciaba las cajas de zapatos de ella. Tenía de todos los colores pero siempre me probaba los clásicos negros. Me ponía la peluca corte carré rubio ceniza. Me miraba en el espejo.

Abría el frasco de perfume Opium color terracota: olor a mamá.

Después, ordenaba todo y esperaba a Fabio.

Fabio es un muchacho grande y responsable, ya tiene dieciséis, decía mamá. Y Fabio, mi primo, con el propósito de cuidarme, comenzó a venir a casa todas las tardes.

Estaba empecinado en enseñarme a escribir. Yo lo esperaba sentado a la mesa del comedor, con hojas y lápices de colores. Cuando llegaba, me levantaba a upa y me sentaba sobre sus rodillas. Colocaba el lápiz entre mis dedos y su mano, pálida y huesuda, iba guiando la mía. Yo tiraba los lápices al piso. Me quedaba juntándolos debajo de la mesa, esperando que él viniera a buscarme. Le pedía que me besara las manos. Él decía que, por lo chicas, parecían de mujer.

Quería que pronunciara bien la doble erre:

–A ver, decí: carro.

–Caggo.

–No, no, a ver ésta: pe-rro.

–Pe-ggo.

–El perro corre a la perra.

–El peggo cogge a la pegga.

–Muy bien: el perro coje a la perra; a ver, repetí.

Esa tarde, estábamos solos como siempre y se cortó la luz. Me agarró de la mano. Fuimos al baño. Cerró la puerta con llave. Se bajó el pantalón, se sentó en el inodoro sobre el tapete de plush rojo y empujó mi cabeza. Cuando terminó, puso su mano abierta sobre mi boca. Clavándome los dedos. Dijo:

–Ahora, tragatelá.

Lo hicimos hasta que cumplí los trece. Siempre igual. Si no era en el baño de casa, era en las duchas de Gimnasia y Esgrima de donde los dos, éramos socios. Los fines de semana, mientras yo jugaba al básquet, oteaba la pista de atletismo que rodeaba la cancha por el piso superior. Veía correr sus piernas peludas, su short naranja.

Esperaba la hora de encontrarnos en los vestuarios.

En verano, el balneario de Punta Mogotes era ideal. Íbamos al baño con la excusa de ducharnos y lo hacíamos allí, en los cuadriláteros, entre la cortina de plástico y los azulejos espejados mientras, al lado, algún hombre se bañaba.

También lo hicimos en el auto de papá camino a Mar del Plata. Mamá y papá adelante, él y yo atrás. Tapado con una manta por el frío de la noche apoyé mi cabeza sobre sus piernas.

Después, que las compras, que ir a buscar el pan, que cargar nafta. Papá le prestaba el auto. Nos perdíamos en el bosque Peralta Ramos.

Me quedaba todo el día con la cabeza al sol para insolarme y no salir a cenar con la familia. Inventaba cualquier cosa para que él me cuidara.

El día que me enteré de que estaba saliendo con una amiga de mi hermana, me la jugué. Le dije que iba a contar todo. Fue en la playa de Punta Mogotes. Eran como las cinco de la tarde. Mamá, papá y mis hermanas ya se habían ido para la casa. Hizo un pozo en la arena y me enterró hasta el cuello. Agarró un puñado del suelo y me lo metió en la boca. Más tarde me arrastró al mar, hasta donde yo no podía hacer pie. Me tenía abrazado de espaldas a él, me bajó la malla, se frotaba contra mi cuerpo. Me pidió que se la apretara con la mano y la sacudiera: Si contás algo, te ahogo, decía, mientras empujaba mi cabeza debajo del agua.

Algo había salido mal.

Lloré de rabia. De celos.

Fabio dejó de ir a casa. Ya no llamaba ni preguntaba por mí. Sólo nos veíamos en algunas reuniones familiares, pero él siempre estaba acompañado por una hembra. Fueron varias, todas bien formadas, esculturales.

Cuando andaba cerca de los veinticinco anunció su casamiento y su partida hacia Norteamérica con Mara, una curvilínea unos años menor que él. Una chica sumisa, lo que se dice buena, con un parecido exacto a mi tía.

El día del casamiento no fui. Me hice el enfermo y me quedé en casa haciendo fuerza para que no se casaran.

Pero al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la familia los despidió en el Aeropuerto de Ezeiza.

3

Un día decidí que quería ser mujer. Fue a los veintiséis años, cuando todavía trabajaba en el Banco.

Con mi amigo Martín Sanguinetti, empezamos a frecuentar La Jaula, un boliche under de la noche porteña.Allí vi, por primera vez, travestis de verdad. Me fascinaron. Eran amazonas. Seducían. Intimidaban.

Nos hicimos habitués. Había un show de strippers y convencimos al dueño de que nosotros teníamos que ser los presentadores. Íbamos a estar a prueba un par de semanas.

Cosimos unos vestidos con retazos de gasa. Fuimos a Once y en el revoltijo de una zapatería conseguimos en oferta tacos altos número cuarenta y tres. Compramos un par de pelucas, unas tangas y dos corpiños que rellenamos con lana. Nos afeitamos las piernas y las axilas. Los brazos los taparíamos con guantes largos. Decidimos llamarnos: “Las Kinder: dos sabores y una sorpresa”. Martín eligió llamarse Karen. Yo, Mora, mi apellido. Siempre me gustó. Nos divertíamos tanto arriba del escenario tratando de hacer un sketch cómico, que Martín se tentaba de risa y no podía parar. Quedé elegido yo. Me encantaba hacer eso. De a poco, ya no sólo presentaba a los strippers, sino que, además, monté mi propio show: bailaba salsa, cantaba boleros, hacía subir a la gente para que cantara conmigo.

A Martín lo contrataron como encargado de relaciones públicas. Él era muy diplomático, muy seductor. Lo conocí una noche en un boliche gay. Aunque era dos años menor que yo, nos hicimos muy amigos. Una de las personas más sinceras que conocí. No dejaba de hablar de su primer novio, a los dieciséis, de quien todavía seguía enamorado. Hasta que el tipo, un abogado que rondaba los cuarenta, director de Minoridad y Familia, apareció un día por televisión diciendo que parejas de homosexuales y travestis no podían adoptar hijos. Martín no lo podía creer. Sintió tanto asco que no lo nombró más. Después, deprimido por tanta hipocresía se fue a vivir a España. Hace años que no sé nada de él.

En el boliche trabajábamos de jueves a domingo. Yo ganaba cincuenta pesos por noche. Ya hacía cuatro años que vivía solo en el departamento que papá había comprado para mí. Mis hermanas también tenían uno cada una: María en Recoleta y Belén en Barrio Norte. A mí me tocó el de Las Cañitas, en Luis María Campos y Chenaut, a diez cuadras del de mis padres.

Seguía en el Banco. Estaba fisurado.

Caía al boliche alrededor de las nueve con la mochila llena de medias, bombachas, corpiños, vestidos, pelucas, maquillajes. Como siempre iba en taxi, una noche probé ir vestido, ya, desde casa. Elegí un solero minifalda rojo, bien ajustado, escote en v. Me puse la peluca platinada con flequillo, medias de lycra color piel y sandalias rosa con plataforma de acrílico. Un par de collares y unos anillos. Me maquillé: base clara, colorete, delineador negro, sombra bordó y mucho rimmel. Los labios carmín.

Pero tenía que vencer el primer obstáculo: el portero. Él estaba acostumbrado a verme en traje o en jogging y con el pelo corto y negro.

Ahora o nunca, me dije. Agarré la carterita roja, el bolso con los maquillajes y salí. En el ascensor, bajando los doce pisos, pedía por favor que Rogelio no estuviera. Hacía calor. La transpiración me chorreaba por debajo de la peluca. Todavía no tenía buenos maquillajes. Sentía que la cara se me iba derritiendo. Lo vi parado en la puerta con una escoba en la mano. Tomé envión con la frente alta. Se quedó duro. Me miraba las piernas. No me había reconocido.

–Qué dice Rogelio, ¿cómo anda? –dije con la voz acorde a la ropa.

Se le cayó la mandíbula.

–Ho-ho-hola. Qué tal, qué tal, –decía mientras me miraba de arriba abajo.

No entendía nada. Y dijo otras cosas que yo tampoco entendí, si estaba más nervioso que él. Al final, desde ese día, me empezó a saludar más simpático que antes. Es como todo, uno siempre se termina acostumbrando a cualquier cosa. Lo más difícil es la primera vez; después, ya está.

Un día tuve una discusión con mamá. Fue cuando la encontré en mi departamento descolgando las cortinas para lavarlas. Le dije que se fuera. No quería que se metiera en mi vida. No quería que ella revisara mi ropa. Por suerte se ofendió y no volvió a aparecer. Como no quería vivir cerca de ellos, le dije a papá que ese departamento era muy grande para mí. Pude convencerlo de que lo vendiera y que comprara éste donde vivo ahora, acá, en San Telmo.

Al tiempo, en la sucursal, faltó plata de mi caja. Le dije al gerente que no había problema, que lo descontara de mi sueldo o de mi aguinaldo pero que no dudara de mí. Yo creía haberme ganado su confianza. Durante siete años me había desempeñado en forma eficiente en control de resúmenes de cuentas, emisión de plazos fijos, asistencia de legales. Pero era muy difícil hacerle entender que el raro no robaba. Renuncié.

Seguí sólo con el boliche.

Dejé de ir al gimnasio, me estaba poniendo muy patovica. Había echado un lomo impresionante. Empecé a hacer dieta. Me dejé crecer el pelo. Me entré a depilar las piernas y las axilas con cera y a pasarme crema depilatoria por los brazos. A darle forma a mis cejas y a afeitarme la cara dos veces por día. A cuidarme las manos y los pies. A comprar en la perfumería esmalte para uñas.

Llegaba al boliche ya vestido de mujer. No perdía tiempo en el camarín. Me quedaba dando vueltas por ahí antes del show. Noté que se me acercaban los tipos que a mí me gustaban: chongos, no maricas. Ese era el “yeite”.

Lo que más inquieta a estos hombres de estar con chicas como nosotras es que, tarde o temprano, nos van a meter la mano en la entrepierna. Saben que detrás de esa mujer hay un hombre, pero cautivados por la máscara es más fácil de enfrentar.

Siento que soy una diosa cuando voy por la calle y se dan vuelta para mirarme. Me gritan: yegua, potra, divina. Y me río de los que se ríen porque sé que algo les pasa. Yo los vi, en mi cama. Tipos que al principio se reían: los escuché pidiéndome por favor.

También se acercan hombres y mujeres buscando una falsa amistad para sentirse modernos y exóticos, sólo por decir yo tengo un amigo travesti, como si dijeran en casa tengo una pantera negra ¿querés venir a verla?

El boliche empezó a decaer hasta que en el 97 cerró.

Recorrí la noche de Buenos Aires pidiendo trabajo, pero nada. Me estaba quedando sin plata. En la alacena: un paquete de arroz, otro de polenta y media botella de aceite. Pensé: así no es vida.

Me decidí.

Esta vez fueron el vestido y los zapatos de leopardo. Y con mi pelo, que ya casi por los hombros, había pintado de rojo.

Llegué a la esquina de Paseo Colón y Cochabamba. Las piernas me temblaban. Lo único que sabía era que había que cobrar antes.

Paró un auto:

–¿Cuánto cobrás?