Morir por cesar el llanto - Gloria Ruiz - E-Book

Morir por cesar el llanto E-Book

Gloria Ruiz

0,0

Beschreibung

Gloria Ruiz vuelve a la narrativa con una novela corta en la que pueden encontrarse todos los rasgos de su novelística: protagonistas femeninas en un trasfondo rural de la España de posguerra caracterizado por la represión de las emociones y la dureza de vivir para los perdedores. La protagonista de 'Morir por cesar el llanto' es Adana, una mujer que intenta sobrevivir a la pena de un marido y un hijo desaparecidos y a la que ni la aparición de Arturo ni la de un muchacho que la ayudó, único superviviente a su vez de una historia trágica, consigue hacer olvidar. Cuando parece que las cosas van a enderezarse para Adana, el pasado vuelve a reclamar su cuota de sufrimiento y deparan una final conmovedor. Esta novela corta está ambientada en Madrid y en un lugar del norte que la autora no define. Es una historia de silencios, de esperas, de pequeñas alegrías y largas decepciones, una historia emotiva que revela la brutalidad de una guerra que nunca parecía acabar del todo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 74

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Morir por cesar el llanto

Gloria Ruiz

EL DESVELO EDICIONES

Primera edición, septiembre de 2021

Edición digital, agosto de 2022

© de la obra, Gloria Ruiz, 2021

© del diseño de la colección, Bleak House, 2021

© de la presente edición, El Desvelo Ediciones, 2021

ISBN: 978-84-123544-9-2

ISBN epub: 978-84-125842-6-4

Deposito Legal: SA 435-2021

Colección Miranda & Próspero

El Desvelo Ediciones

Paseo de Canalejas, 13

39004 – Santander (Cantabria)

www.eldesvelo.es

[email protected]

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Para Guillermo López Vizcaino, Gui

Todo se ha perdido entre la densa niebla que desdibuja el paisaje hasta esconderlo definitivamente. El sabor a salitre de la mar ocupa su boca mientras sus pies se hunden en la arena entorpeciendo una marcha lenta y angustiosa; no mira hacia adelante, su cabeza girada sigue entre la niebla pretendiendo ver, mirar otra vez, la estela perdida del barco que despidió con sonrisas y pañuelo al viento.

En el tren escucha al marido, te voy a limpiar la cara, la tienes llena de carbonilla. (Aquellos trenes de aquellos años siempre nos pintaban el rostro de tiznones). Renqueante y cansino el tren avanza, pita, se estremece y, a veces, se para. La gente se baja o sube en las distintas estaciones, llevan prisa y frío, sus vestidos pobres solamente cubren sus vergüenzas sin procurar que el gélido ambiente deje de penetrar en sus huesos. Las mujeres llevan pañuelos sobre la cabeza y atados a la barbilla, faldas largas hasta los tobillos, blusas desteñidas con chaquetas que tuvieron mejores tiempos; sus manos aprietan cestas que, seguramente, cobijen algunas berzas y otros productos de huerta, algún trozo de tocino y, extraordinariamente, una vuelta de chorizo sin olvidar algo de harina de maíz que les hace soñar con los tortos que podrán dar a sus hijos.

Son muchas las mujeres que frecuentan los trenes, todas en busca de algo para comer; en los pueblos negocian y cuando no es con dinero permutan con otros géneros que han llevado desde casa. Poco a poco los hogares se van quedando sin los recuerdos y las herencias, lo dan por bueno mientras puedan seguir mitigando la hambruna que les asola.

Adana se deja limpiar la cara y se deja besar por el marido, casi a escondidas, que no está bien visto. Diego escudriña el rostro por si hay más tiznones, estás reluciente, le dice sonriendo; ella asiente y vuelve la cara hacia la ventanilla. Se ha hecho oscuro y el tren se va vaciando, muchas mujeres se tiran en marcha aprovechando que el tren aminora y llegan a destino. Ellas no pasarán por los andenes comunes, nadie revisará sus cestas ni les confiscarán nada; aún quedan muchos peligros que sortear y su camino hasta los hogares no será fácil. Si otean a la Guardia Civil ya tienen dispuestos diversos lugares donde esconder las viandas. Tienen costumbre de lucha y les sobra brío, volverán a por ellas en mejor ocasión o sus hombres las acarrearán escondidas en los carros cuando vayan a buscar leña.

En la estación, la patrulla sigue ejerciendo su labor de control. Muestran sus salvoconductos y pasan. Por la calle ven niños ateridos, solos… Adana los mira con infinita conmiseración y se afirma en la decisión de haber enviado a Felipe lejos. La mar sin olvido le ocupa los ojos, la mente, el corazón, pero retiene las lágrimas, las domeña con ira contenida, mientras piensa que sólo es una solución temporal, que pronto terminará el martirio que vive. Ha sido fácil pasar, comenta Diego, tal y como habíamos previsto, si no llevas cesta apenas te hacen caso. Adana asiente con la cabeza albergada sobre la zamarra del marido. Apresuran la marcha, el frío les hace casi correr apretados uno al otro; la idea de la casa próxima consuela su desventura, encenderán un fuego, tomarán un buen vaso de leche caliente…

Adana no se atreve a preguntar sobre el tiempo que faltará para saber noticias de Felipe, no quiere intranquilizar más a su marido y sigue faenando en la cocina resuelta a no dejarse vencer por el desaliento. A veces la pena la ahoga y tiene que llorar y llorar mucho y sola. Hay angustias que no quiere repartir, bastante es que sufra ella, no debe aumentar la intranquilidad de Diego que volverá del frente como suele hacerlo, con besos y sonrisas. No necesita Adana preguntar, él relata cuanto sabe sobre cómo va la Guerra; le dice lo que han hecho. Los dos frentes están tan cercanos que, en ocasiones, le parece todo irreal como irreal siente ir a la guerra en tranvía, como cuando iba a su trabajo en la imprenta. Válgame el cielo, que ya sé que no se dice, pero yo en mis entresijos así me expreso. Los tranvías van llenos de obreros que van a luchar, a defender cada metro cuadrado de la tierra de Madrid; ¿cuándo no fue de todos la sierra? Traidores que mil muertes merecen, que por quitar nos quitan hasta los hijos porque sin ellos mi hijo estaría aquí, no hubiéramos tenido que enviarlo tan lejos ni tan a la ventura; que sí, que yo sé dónde está esa tierra a la que ha ido, que en los mapas la he visto, pero ¿qué es un mapa? Un trozo de papel y nada más, los camaradas nos dijeron. Hablábamos todos, hay que evacuar a los niños, si no lo hacemos morirán muchos y de maneras diversas, que yo lo entiendo, ¿qué padre no lo comprende? En los últimos tiempos apenas teníamos con qué alimentar a la criatura, eso sin contar con el sobresalto que le causaban las bombas, tan próximas, tan al lado. Estoy seguro de que hemos hecho lo mejor, con hambre y metralla no se cría un hijo, pero ¿qué será de Adana? Sé que finge y que no quiere hablar del niño, todo por no aumentar mi dolor, pero no es difícil adivinar su pena tras las escasas sonrisas que me dedica, como si todo fuera como siempre, como si Felipe anduviera jugando en el patio de la casa. Tan deprisa como hubimos de ir hasta aquella mar hermana, no había más posibilidades, era el último embarque; de noche, el crío medio dormido preguntó a dónde vamos y su madre le contestaba apretándole contra ella, de viaje, mi amor, e irás solito, después iremos nosotros cuando acabemos todos nuestros trabajos; el niño se durmió y abrió los ojos justo ante la mar, empezando a amanecer. Sus ojos se llenaron de curiosidad, nunca había visto un barco tan grande; pocas cosas había visto la criatura, tan chico como es. Muchos niños en fila, de la mano de sus padres, en ocasiones solo de la madre o del padre; para entonces ya muchas criaturas eran huérfanos, muchos hombres se quedaron en los frentes, muertos defendiendo la causa que los llevó a luchar, otros se morían despacio en cárceles de las que una buena parte de ellos no saldrían jamás. La fila era larga, se visaban papeles, se recogía al niño… Las madres les despedían con abrazos y besos y recomendaciones. Adana y Diego llegaron hasta la mujer con la que mantuvieron una breve conversación y le hicieron entrega de un envoltorio pequeño. La mujer miró y lo introdujo en un bolsillo grande que tenía la bata que portaba. La despedida de Felipe fue como la de todos, los padres sonreían y el niño se aventuró de la mano de aquella cuidadora, caminando con alegría hasta llegar al barco. La sorpresa era muy grande y aquel rebaño infantil no podía sustraerse a la magia que en ellos despertaba sentirse dueños de semejante prodigio. Felipe alzó el brazo para despedir a sus padres, allí todo eran despedidas y nadie se permitía lágrimas ni lamentos.

Adana rememora la marcha hacia el norte. Aún le duelen sus huesos de aquel viaje en camión con unos pocos enseres que llevaba, ropita del niño y algo para comer que fue repartido con los demás que, como ellos, huían en busca de la salvación de sus hijos. Para ellos, los críos, fue una excursión inesperada, sus pocos años no les permitían pensar en nada que no fuese la alegría de marchar por tierras desconocidas y contemplar asombrados lo distinto que era todo. Fue tremendo circular por las devastadas carreteras, orillar más de un vacío en el que inesperadamente desaparecía la calzada y habían de circular por prados hasta reencontrar el camino, nuevamente liso, sin más inconvenientes. Eso, hasta llegar a la mar por la que se habían ido Felipe y el resto de los niños. Regresar en tren no dejó de ser un descanso, aunque ensombrecido por la pérdida temporal del hijo.

Se adentró en la habitación de Felipe, quería ordenar su ropa y, mientras lo hacía se la acercaba a la cara para oler al hijo, besar los restos de su colonia, aspirar con deleite sus sudores penúltimos; no lavaría esas prendas, faltaba tiempo para su regreso y sabía que volvería a ese rito recién inaugurado de dejarse inundar por aquellas huellas del respirar de Felipe.