Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
G.K. Chesterton, autor de novelas como El hombre que fue jueves y creador del famoso detective Padre Brown, fue ante todo un periodista que escribió miles de artículos para distintos medios. Su colaboración más longeva —de 1905 hasta su muerte en 1936— fue en el semanario gráfico The Illustrated London News. En sus artículos, que eran verdaderos ensayos, habló de sus contemporáneos con una visión que hoy sigue resultando fresca y reveladora. Ya escribiera de educación, prisiones, elecciones, moda, turismo, teatro, ritos sociales o historia, hizo siempre gala de un tono combativo, pero alegre y burlón. Apostó por el hombre común frente al experto; por la tradición y la costumbre arraigada frente a la moda caprichosa y pasajera; por la alegría de un mundo material que se nos dona y tiene un significado positivo frente al pesimismo filosófico que todo niega o duda. Presentamos el quinto volumen de la serie en colaboración con el Club Chesterton de la Universidad San Pablo CEU (Fundación Cultural Ángel Herrera Oria) donde encontremos nuevamente todo el ingenio, la rapidez, profundidad y buen humor del autor inglés, cuyos textos de 1910 se nos presentan quizá más variados y sosegados que otros años –este fue el año en el que Chesterton se mudó al campo abandonando Londres, lo cual implica que podía pensarla mejor–, aunque mantengan siempre la misma maravillosa base: el sentido común.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 447
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
G. K. Chesterton
Muchos vicios y algunas virtudes
Artículos 1910
Edición de Pablo Gutiérrez Carreras y María Isabel Abradelo de Usera
Traducción de Miguel Ángel Romero Ramírez
© Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2023
© De la edición: Pablo Gutiérrez Carreras y María Isabel Abradelo de Usera
© De la traducción e introducción: Miguel Ángel Romero Ramírez
Revisión de María Isabel Abradelo de Usera
La traducción de la obra procede de la recopilación de G. K. Chesterton: Collected Works vol. XXVIII, Ignatius Press, 1990. Se han conservado las notas al pie de página de dicha edición, a las que se han añadido las del traductor.
Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
Colección Nuevo Ensayo, nº 114
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN EPUB: 978-84-1339-464-0
ISBN: 978-84-1339-131-1
Depósito Legal: M-76-2023
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Introducción
Artículos (1910)
Índice de nombres
Índice temático
Introducción
Tal vez el mejor crítico de Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) haya sido su hermano Cecil Edward (1879-1918). No es de extrañar, pues los dos se habían entrenado desde su niñez en la dialéctica de la conversación y la disputa. Además, el círculo más cercano que los rodeaba no era menor: los picantes Hilaire Belloc y Ada Jones. Todos ellos periodistas (con trazas de poetas, filósofos, teólogos, novelistas, historiadores, políticos y un largo etcétera) tenían la mirada incisiva, las palabras afiladas, la paradoja oportuna y la pluma siempre desenvainada; eran, para decirlo en una palabra, críticos, de todo y de todos. Pues bien, una de las frases más orientativas para comprender el sentido de la obra chestertoniana la escribió Cecil al afirmar que Gilbert «es principalmente un portavoz. El predicador de un claro mensaje para su tiempo. Él usa todo el poder de su capacidad literaria para conducir su época hacia un fin determinado»1. Chesterton se presenta con una tarea, tiene algo en mente que hacer, una labor que cumplir: un mensaje que dejar. No es raro, por eso, que Gilbert, con tan solo cinco años, se alegrara profundamente cuando naciera Cecil y exclamara: «¡Qué bien!, ahora siempre tendré público»2. Él quería un auditorio porque tenía un mensaje. Pero, primero, el público debía estar citado, y el joven Gilbert en su Cuaderno de Notas tiene la invitación registrada:
Invitación
Gilbert Chesterton
tiene el gusto
de invitar a la humanidad
a tomar el té
el 25 de diciembre de 1896.
Plaza de la humanidad, la Tierra, el Cosmos3
¿Qué dijo ese día? No lo sabemos a ciencia cierta. Puede ser que ni siquiera él al principio lo supiera. Tenía claro al menos que tenía algo que decir, aunque lo que no sabía muy bien en esos días era su contenido. Él mismo escribe en una de sus poesías de juventud: «pero si me preguntas qué es, no lo sé; es un rastro de pasos en la nieve; es una linterna alumbrando un camino; es una puerta abierta»4. Pero él ya estaba in statu pupillari en su propia escuela. Lo que sabemos con seguridad de esos primeros años del joven Gilbert es que se los pasó leyendo, pensando y escribiendo. A propósito, leía hasta en las comidas; en una carta inédita a Frances —su novia, la única que le ponía orden— le escribe: «Comí mientras leía el ensayo de Renan sobre san Francisco de Asís […] Pero recordé que tú me habías dicho que es mejor no leer mientras se come. No me acuerdo la razón. Entonces, dejé mi lectura y me puse a debatir con Cecil sobre el ideal doméstico de los franceses»5. Y en esa época —como en toda su vida— escribía a granel: «durante media hora escribo palabras sobre un trozo de papel, palabras que no son examinadas ni escogidas, palabras en las que vierto la sangre del alma, como la sangre del cuerpo surge de una herida»6. Le escribe también a Frances: «¿Sabes que tengo una serie de ensayos cortos, escritos como ejercicios, sobre los primeros diez temas discutidos en Noctes Ambrosianae de Wilson?». Chesterton se estaba entrenando. Ahí escribe, como van saliendo, su religión personal, sus pasiones y sus anhelos, sus iras y sus desacuerdos, su gratitud hacia Dios y hacia los hombres, el grito de su indignación, sus ociosas alegorías, su sofisticado humor y las alegrías que emergen de la sagrada embriaguez de su existencia7.
Pasado el tiempo, Chesterton comenzará a organizar su mente, a estructurar sus ideas y a fundamentar su filosofía, su mensaje o su «herejía propia»8. De hecho, en una carta lo confirma: «Antes derramaba un torrente de nociones como si fuera el Niágara y me importaba muy poco adónde me conducían, así como a las cataratas no les importa adónde va su espuma. Ahora, solemnemente y con sentimientos de indescriptible ventura, tomo nota de cualquier cosa que se me ocurra. Cultivo las ideas como si fueran coles. Tengo un ‘método’ como cualquier asno lo tiene. Mi regla: anotar cada idea que se me ocurra sobre lo que esté leyendo». Sus ocupaciones son, como él mismo dice, muy «básicas» y «comunes», pero las más necesarias: «todo se divide entre la comida y la filosofía […] La mayor parte del tiempo me la paso comiendo, durmiendo y escribiendo cosas sobre Dios».
Insatisfecho de la filosofía de su tiempo, no buscaba solo refugio en Dickens, Scott, Shakespeare y Maculay, sino una salida con Whitman, Stevenson, Newman y Browning, por mencionar algunos. Pero, sobre todo, porque se estaba preparando para combatir a Shaw, Tolstoi, Kipling y a tantos MPs. Tenía viva conciencia de que estaba llamado a desempeñar una determinada misión: «Dios me hizo como un árbol, o un cerdo, o una ostra: para realizar cierta función»9. En efecto, alrededor de 1900, después de sus poemas recogidos en El caballero salvaje y otros poemas, se puede ir viendo que Chesterton está aún más seguro de su mensaje. Así es como podemos comprender mejor los títulos de sus libros de esta primera década del siglo XX: si ya conocía su doctrina, podía entonces llamar a su primera colección de artículos El defensor (1901), dado que tenía cosas por las que abogar; o titular un libro Herejes (1905) porque había gente que se equivocaba o disentía de su doctrina; o llamar a otro texto Ortodoxia (1908) para mostrar qué era lo que de verdad pensaba; y nombrar un escrito como Lo que está mal en el mundo (1910) porque la familiaridad con el bien le permitía ver lo que iba mal. Todo esto ya da una idea de que tenía una enseñanza, una visión sobre las cosas, una cierta doctrina sobre Dios, el mundo y el hombre. Por cierto, aunque es verdad que se pueda citar eventualmente a Chesterton, admirar sus frases paradójicas y lapidarias, sus juegos de palabras o su elaborado estilo, resultaría una traición hacer abstracción del fondo de su mensaje.
Sabemos que G. K. Chesterton, desde sus primeras publicaciones a comienzos del siglo XX hasta sus últimos días en 1936, se muestra, sin duda alguna, en cada una de sus palabras como un pensador consistente con una clara visión personal sobre las cosas y sin ninguna variación de estilo. «Tengo opiniones que expresar que estoy seguro de que son consistentes […] Yo estoyen lo cierto acerca del Cosmos, y Schopenhauer y Cía. se equivocan»10. En este caso, Cecil nos da otra preciosa pista: «La clave para comprender los méritos y defectos del señor Chesterton debe encontrarse en el impulso combativo y divulgativo que está en la base de casi todos sus trabajos. Él no es un artista que busca el instrumento más perfecto para la propia expresión, sino un soldado que combate en la forma más efectiva. Realiza su cruzada en verso; y también la predica en prosa»11.
Así las cosas, ¿qué está en el fondo de sus escritos —y especialmente en los presentes artículos que ahora nos congregan—, qué hay en la base a pesar de que hable de la muerte de Eduardo VII, de los mince-pies, del cometa Halley, de personajes dramáticos disfrazados de pájaros, o de chinos actuando como orientales? Digamos, en primer lugar, con respecto al impulso combativo, que si «el estilo es el sacramento del pensamiento» como escribió Wordsworth, entonces podemos sostener que en los presentes artículos se puede percibir muy bien su estilo de musicalidad combativa y polémica. Chesterton es un espadachín danzante, es un panfletista en verso, un cruzado que canta sus gestas. Tal vez ahí se encuentren las raíces profundas de su escritura. Siempre había cosas con que discordaba. Él, con su aspecto singular —gordo, enorme, bigotudo, con capa, sombrero y bastón— con exterior bohemio y dócil, pero boxeador en el fondo —o mejor, de sumo— impartía aquí y allá sus golpes con perspicacia agridulce. Decir que el periodismo de Chesterton es combativo resulta casi una verdad de Perogrullo «que a la mano cerrada llamaba puño». De hecho, debo confesarlo, durante la traducción de estos artículos, muchas veces me detenía no solo para echar alguna risotada (lo que es normal), sino para crujir los dedos, hacer barra y celebrar a Chesterton por el punch line y el golpetazo tremendo que le había dado a algún adversario: como las patadas que le da a Rockefeller, ¿por qué será que este tipo le cae tan mal? En fin, muchas veces terminaba de traducir un artículo y pensaba en una suerte de comentario entusiasmado con un travieso guiño de camaradería: «¡GK, cómo le has dado de duro, no lo dejaste ni respirar en el cuadrilátero!».
Con este espíritu de contradiccióny su dialéctica se puede comprender que se le llame «paradójico», no solo por hacer brillantes paradojas, sino también por una constante puesta en escena de tesis y antítesis exageradas, llevadas al extremo, pero que al final muestran en la aparente aporía una posibilidad que resulta respetuosa con el sentido común y la inteligencia más sensata. Por eso, no era él solo «un hombre de ingenio» a lo Beerbohm o a lo Wilde; era un hombre con un mensaje, tal vez se pueda decir —con este matiz— que era «un hombre de ideas» a lo Belloc, y de buenas ideas. Hay que añadir, además, que aunque Chesterton escribiera la mayoría de las veces con un espíritu siempre jocoso y lúdico, este joie de vivre no reducía en nada la seriedad de la verdad que iba planteando en sus artículos, como tampoco una cierta agresividad y alguna amargura en sus ataques, como se puede apreciar en los artículos de diciembre del presente año, 1910. No hace falta ser trágico ni mefistofélico para resultar más verdadero o impactante, como reconocería Jerome K. Jerome, pues lo cómico se sienta al lado de la verdad, y esta siempre es combativa. Es más, como dijo Herman Hesse, la vida coloca lo risible junto con lo más grave y profundo. Y es ahí cuando lo verdadero parece una invención ridícula como la realidad del hipopótamo: oportunamente irreverente. O en palabras de Chesterton: «Buscamos la verdad, pero cabe la posibilidad de que busquemos instintivamente las verdades más estrambóticas»12. Chesterton escribe con una jovialidad propia de lo siempre nuevo y desbordante, lleno de vitalidad y vigor, en un presente jeu d’esprit.
Los artículos periodísticos muestran a Chesterton en su máxima expresión como un autor combativo. Se puede decir, incluso, que su sed de controversias muchas veces le llevaba a un juego dialéctico que por mantener su punto de vista y para realizar argumentos ad absurdum llevaba a su oponente a un punto que él mismo había defendido y atacado anteriormente. Por ejemplo, en el presente año del Illustrated, a veces defiende a la naturaleza y la trata de hermana menor, otras veces la trata de tímida y solapada; en general defiende a ultranza la tradición, pero en uno de los presentes artículos la iguala con la traición. Puede ser que haya finalmente una conexión interna, pero todo iba for the argument’s sake del momento. Aunque se puede decir que era enteramente coherente en su conjunto, sus imágenes a veces se pueden encontrar contradictorias. Con todo, se le puede perdonar estos deslices, porque en realidad —su única excusa— todos los temas y todas las cosas daban lugar para alguna batalla, sea cuerpo a cuerpo, o para darse de espaldas. Los artículos de Chesterton, la verdad sea dicha, se relacionan con cualquier cosa que pueda apoyar o pueda combatir a rajatabla. Nunca resulta neutro. Chesterton mete baza, como suele decirse, en el tema semanal, en un constante tengo algo que deciros, con el perdón de la palabra. Y es que pulula mucha necedad. El problema no es no-pensar, con esto al menos no se le hace daño a nadie, como los animales no tienen responsabilidad moral; el problema es el pensar-mal: tener razón, pero utilizarla en detrimento. Porque si hay algo más rudo que el bruto y el ignorante, es el idiota. Chesterton se presenta, en última instancia, como un combatiente contra la estupidez más brava, esta es, la que causa injusticia. Cecil lo confirma: «¿Cuál es la esencia del ataque del señor Chesterton al pensamiento moderno? En pocas palabras, el escepticismo de los inteligentes…»13.
Con todo, su misión se basaba en un terreno más profundo. Existe en Chesterton un fuerte impulso divulgativo, y este es el segundo aspecto.Hay que preguntarse de igual manera ¿qué es lo que divulga?, ¿de qué es un propagandista? Más aún, ¿qué hay de fondo en todas sus minucias periodísticas que parecen que hablan de todo y de nada al mismo tiempo? Es difícil decirlo, de entrada. De hecho, hay algunos artículos que rozan el nivel de lo críptico, comentando muchas cosas en tan solo tres páginas: defiende un dicho antiguo, opina sobre la tarta de cerezas, comenta la revolución gloriosa, critica el sufragismo y recuerda, al final, un cuento de hadas. En efecto, tal como el mismo Chesterton afirma de la literatura victoriana —pues siempre lo bueno que él reconoce de otros se puede predicar asimismo de él—, conforme uno va avanzando en su lectura «parece estar seccionando un pastel de pasas o un queso Gruyere: mientras el cuchillo va profundizando en su interior, va topándose con frutos o agujeros»14. A propósito, ya es de sobra conocido que traducir a Chesterton es una labor titánica y dificilísima. No solo por su estilo característico: sus juegos de palabras y malabarismos lógicos, su inglés sofisticado y barroco —desbordado de una fantasía verbal impresionante (aliteraciones, retruécanos, calambures)—, sus párrafos enormes, sus frases interminables llenas de punto y comas, por no mencionar su ritmo oral impreso en la tinta escrita; sino, principalmente, porque nos separa de él una diferencia temporal de casi cien años, y al leerlo nos encontramos con una infinidad de temas secundarios y demasiadas referencias a personajes menores y a problemáticas típicas de su cultura británica.
Entonces, ¿qué se esconde detrás de esos múltiples rostros que constituyen sus escritos y que da forma a sus temas? ¿Acaso pasa aquí lo que sucedía en El hombre que fue Jueves con Domingo y sus múltiples facetas? Es una pregunta legítima: la de si hay una unidad en la diversidad. Escuchemos una vez más a su brillante hermano que nos saca del atolladero: «El señor Chesterton exploró como nadie las posibilidades del detectivismo filosófico […] ¿Por qué el universo no puede ser el personaje principal de una historia detectivesca? Después de todo, la esencia de una historia de detectives es que ciertos hechos se saben mientras que su explicación está escondida. Y, cuando uno lo piensa, esta es precisamente la esencia de nuestro conocimiento del universo […] El criminal que el señor Chesterton buscaba era: Dios»15.
¿Acaso Chesterton no confirma esto al decir que toda su vida era una historia de detectives? En el último párrafo de su Autobiografía escribió antes de morir: «Esta historia, por tanto, solo puede acabar como una historia de detectives […] Miles de historias totalmente diferentes, con problemas totalmente distintos, han acabado en el mismo punto y con los problemas resueltos. Para mí, mi final es mi principio»16. Así las cosas, como pasa en El hombre que fue Jueves, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su mensaje tiene esa base circular de un ir y venir de Dios y hacia Dios. Escribe en Ortodoxia: «No lo llamaré mi sistema filosófico, porque no es obra mía. Es obra de Dios y de la humanidad; y yo soy obra suya»17.Dios era a quien buscaba y a quien, al mismo tiempo, como una de las grandes paradojas cristianas, testimoniaba. Hacia Él y para la humanidad se dirigen los miles de historias y problemas que trataba en sus escritos. Se puede afirmar que sus artículos configuran unas dichosas digresiones, pero no excursos laterales, sino rodeos esenciales —si puede decirse así—: como un giro de tuerca para apretar bien, unas vueltas de taladro para profundizar, un irse por las ramas para llegar al fruto. Parecen derroteros laberínticos, pero, en realidad, son caminos que llevan a Roma. En efecto, al ver en retrospectiva sus primeros artículos, afirma el joven Gilbert: «No puedo eludir el tema de Dios. Tanto si hablo de los cerdos como de la teoría del binomio, estoy hablando de él. Si resulta que el cristianismo es verdad, esto es, si Dios es el verdadero Dios del universo, su defensa implicaría por tanto hablar de todas y cada una de las cosas […] Nada puede resultar irrelevante el supuesto de que el cristianismo sea verdadero. Los zulúes, la jardinería, las carnicerías, los manicomios, las criadas y la Revolución francesa, todos estos temas no solamente tienen que ver con el Dios cristiano, sino que deben estar relacionados con Él»18.
Y, con todo, sus artículos casi nunca hablan explícitamente de Dios. Ian Boyd reconoce que Chesterton «rara vez escribió acerca de temas directamente religiosos, pero en los acontecimientos de la vida ordinaria o en un pedazo de tiza o en una calle de la ciudad, encontró el misterio religioso central»19. Aunque Dios era su combate y su lucha, como su alegría y mensaje, sin embargo, el camino histórico, la vida cristiana y las minucias del día a día hacia Él eran los que iban haciendo el tejido de sus textos. Las mismas palabras de Chesterton podrían ser las que dijo Syme frente a Domingo (metáfora de Dios) en una suerte de oración dicha antes de morir: «Yo te agradezco, no solo el vino y la hospitalidad que me has dado, sino mis hermosas aventuras y radiosos combates. Pero te quisiera conocer. Mi alma y mi corazón se sienten tan dichosos y quietos como este dorado jardín, pero mi razón está llorando: yo quisiera conocer, yo quiero conocer»20.
Cierta vez, Swinburne, en un momento devoto, llamó a su Hacedor «El misterio de muchos rostros»; y así, también, Chesterton conoció al menos algo: conoció una faceta de Dios, que es al fin lo que manifiesta el intríngulis de su novela El hombre que fue Jueves. Hay que prestar atención a la poesía inicial del libro —es una lástima que en la clásica traducción al español de Alfonso Reyes no aparezca— en la que Chesterton patentiza su pesadilla de juventud, donde «una nube oscura había sobre nuestra alma joven», pero al final «por la paz de Dios» había encontrado «cosas fundamentales: un matrimonio y un credo»21. Las cosas fundamentales: el amor y la verdad. Además de decirle a su amigo Bentley que por fin se habían resuelto las ansiedades del amor que en la etapa juvenil suelen doler tanto, le comunica que ya tenía también una idea consolidada, una apreciación particular sobre Dios y el mundo.
Por cierto, su Autobiografía (1936)nos ofrece una preciosa clave sobre el contenido de su doctrina que aglutina toda su vida y en la que convergen la felicidad infantil y las cavilaciones difíciles de su juventud: «es la idea principal de mi vida; no diré que es la doctrina que he enseñado siempre, sino la que siempre me habría gustado enseñar. Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido»22. Fue su maestría: «Porque nadie más se especializa en ese estado místico en el que la flor amarilla del diente de león es asombrosa por inesperada e inmerecida»23. No es tarea de este prólogo explicar su doctrina del agradecimiento24, sino patentar que había una intención de fondo que estructuraba todo el contenido de su obra. En última instancia, lo que sobresale de su intimidad filosófica y de su contacto con Dios, es el rumiar, en la vida interior, los contenidos que le otorga su mirada atenta en torno a la realidad; es esa perspectiva cuasi-divina que le da su hábito de divulgador o de apóstol de minucias sagradas. Reconoce en una de sus cartas a Frances: «Preguntas con cierta inocencia por qué mis cartas tratan sobre ti y no sobre mí. La respuesta es obvia: tengo el instinto periodístico de escribir sobre algún tema realmente interesante». Y no se perderá, por tanto, en la multiplicidad caótica de las ideas y los temas, pues su pluma tenía cierta unidad, dado que aquella germinaba y crecía en el jardín del cristianismo, porque «las flores crecen mejor, e incluso más grandes, en un jardín, y en pleno campo se marchitan y mueren»25.
Había, entonces, unidad en la multiplicidad. Y así fue el año de 1910. Este es el tiempo durante el cual Chesterton publicará su cuidadoso estudio de William Blake; publicaráuna recopilación de artículos escritos para el Daily News en Alarmas y digresiones; y publicará su magnífico ensayo de crítica social conocido como Lo que está mal en el mundo, el cual para algunos configura una trilogía redonda con Herejes (1905) y Ortodoxia (1908). Asimismo, durante este año se estaban gestando otras cosas que publicará al año siguiente: su magnífico poema épico La balada del caballo blanco;la recopilación de prólogos a la obra de uno de los mejores escritores ingleses: Apreciaciones y crítica a los trabajos de Dickens; y la primera recopilación de los misterios de su rechoncho detective: La inocencia del padre Brown. Pero, sobre todo, 1910 es el año en que GKC escribe para el Illustrated London News alrededor de 50 brillantes artículos.
Como es sabido, en 1910, Chesterton ya no escribe artículos en el ambiente «calmo» y «citadino» de la calle de los periodistas: Fleet Street. Ahora los escribe en el «frenético bullicio» del campo en Beaconsfield. Un año fue suficiente para recoger su impactante experiencia en un artículo decembrino que coincidía con el adviento navideño26. Ahí recoge su nueva experiencia en su anhelada villa. La imagen básicamente es la siguiente. Mientras que en casa están los amigos tranquilos y barrigones, fumando y tomando cerveza, por el jardín muchos niños corretean gritando «¡tío Gilbert!» para que se ponga de nuevo el disfraz, que haga otra presentación de su teatro de juguete, que pesque bollos con la boca y les haga una demostración con su cuchillo. Entonces, surge algún problema infantil sobre si un chiquillo debiera apropiarse del collar de su hermana por esta haberle pellizcado en Littlehampton, entonces Chesterton intenta resolver el problema según principios de la más elevada moralidad, pero se acuerda de golpe que no ha escrito el artículo para el periódico, y que solo le queda una hora para hacerlo. Entonces, a paso de elefante entra en la casa, le dice al primero que se encuentra (de seguro es el jardinero que sale de la cocina con una taza de té humeante) que telefonee a algún sitio pidiendo un mensajero. Se encierra en su estudio y aunque al principio quisiera arrancarse el cabello pensando sobre qué escribirá, se sienta por fin inspiradísimo y escribe sin parar. Los puños golpean su puerta, se escucha a alguien llorar, una pelota rompe su ventana. Después de un minuto de silencio, se escucha la risa estruendosa de Chesterton por un buen chiste o algún juego de palabras que se le ha ocurrido. Pero, en seguida, el mensajero toca el timbre, Frances golpea la puerta, el jardinero sube de rato en rato para anunciar que el mensajero se aburre, el lápiz avanza tambaleando y escribiendo las palabras más sinceras y apresuradas del mundo. Entonces, al citar a Shakespeare de memoria —porque no tiene tiempo de consultar el libro, ni se acuerda dónde lo ha dejado—, escribe «fantásticas raíces retorcíanse en lo alto» en vez de «asomaban antiguas raíces», así que la Elegía de Gray queda trastocada, para alegría de muchos y rabia de los puristas. Luego Chesterton envía su original y vuelve a la atención sobre el collar, el pellizco, los títeres, el disfraz y los bollos. Y Belloc le pide otra ronda de cervezas.
En efecto, 1910 es el primer año en que Chesterton vive de lleno en Overroads, Beaconsfield. Se había mudado de Overstrand Mansions, Battersea, a finales de 1909. Y no es que Frances hubiera cometido una equivocación al separar a Chesterton de la vida bohemia y caótica de Fleet Street, como creía Ada Jones, ni que, de lo contrario, su esposo hubiera muerto de exceso de trabajo, de quesos y de cerveza. La verdad es que, si se mira bien la cosa, Chesterton también quería mudarse. Pues este era el sitio del que un año después de casarse, Frances y Gilbert, montándose en un tren que no sabían adónde los llevaría, pudieron afirmar luego de su visita que Beaconsfield era la clase de sitio donde querían establecer su hogar algún día, como el mismo escritor reconoce en su Autobiografía27. Además, desde allí, su visión podía expandirse, pues, como escribe, estar fuera de Londres implicaba pensar mejor sobre su gente y sus problemas. Uno va al campo no para pensar sobre los árboles, sino para ver sobre ese paisaje un rostro personal más detallado. Con todo, aunque se creyera que ahora Chesterton tenía más tiempo para escribir, resultaba que tenía menos, dado que no solamente sus amigos londinenses lo visitaban con asiduidad, sino que al tener jardín y una casa grande, más gente cabía dentro. Es allí cuando tiene que escribir sus artículos en las más frenéticas condiciones. Ahora no se encuentra en The George o en Ye Olde Cheshire Cheese para que a un tiro de piedra en Fleet Street, o a un minuto en cab pueda entregar sus artículos unos segundos antes de terminar el proceso de edición.
Esta imagen me recuerda mucho el anuncio general que siempre encabezaba sus artículos en The Illustrated London News: una sensación de relumbrón y tranquilidad; de unidad en la diversidad. Las brillantes piezas semanales, que Chesterton escribió con constancia homilética en medio del relumbrón de imágenes, noticias y propagandas del The Illustrated London News, venían encabezadas siempre con este anuncio: «Our Note Book» («Nuestro cuaderno» o «Cuaderno de apuntes», según otras traducciones). Este título eterno para sus innominados artículos, seguido de un «by G. K. Chesterton», resulta muy significativo. El título iba ilustrado a lo grande —pues esta era la misión fundamental del Illustrated— en una de las primeras páginas del periódico. Por cierto, era una página entera solo para las letras chestertonianas. En el centro se encuentra un largo banco en el que está escrito «Our Note Book», sentado está un joven escritor, y alrededor del asiento se encuentra una multitud shakesperiana. Lo más significativo es que se puede apreciar al escritor exultando de inspiración y alegría al untar su pluma en la tinta mientras que se le ocurren fantásticas ideas que en seguida va a anotar en su libreta, todo lo cual se puede apreciar por el brillo de sus ojos y su desenvoltura: su posición es cómoda y abierta, su capa se extiende por todo el asiento. Él se encuentra en su oasis popular, a sus anchas en el enorme asiento de plaza, dispuesto solo para él, su traje y su tintero. Mientras tanto, las personas que lo rodean (damas, laudistas, soldados, diablos, bufones, pintores, niños), como si se tratara de las mejores musas humanas, lo miran, le soplan ideas y lo ignoran.
Sus lectores lo leyeron y lo leemos agradecidos. Por cierto, creo con firmeza en lo que sostiene Hans Urs von Balthasar en su brillante obra sobre la misión de santa Teresita, que pocas cosas pueden fecundar y rejuvenecer a la humanidad como una inyección de pensamiento enérgico y revitalizador, cultivado en la filosofía y en la teología, y que redunde en la vida entendida como misión tras la verdad y su testimonio diario. Es verdad que Chesterton no ha dejado escuela, en sentido estricto, pero en sus artículos está encarnada su mirada, con la que nosotros como discípulos podemos poco a poco ir familiarizándonos; en efecto, él nos ha dejado su escuela en sus textos. Estos son más que un recuerdo en tinta, pues configuran para nosotros una influencia actual y real. ¿Habrá que encontrar conceptos? No es suficiente. Hace falta entrar en su corazón y en su mente. Y nos topamos con que, en los artículos presentes, nos recomienda esto: comer muchos buñuelos en Navidad y luego andar a cuatro patas como un burro… Pero, en el fondo, se encuentra el gozo de la vida y de la alegría del cristianismo. Al leer podemos lenta y progresivamente, y sobre todo con mucho cuidado y atención, irnos adentrando en su espíritu, y podemos ir dejando que se vayan dibujando o asimilando los contornos de su actitud frente a la vida y sus cosas.
Y así es el libro que tenemos entre manos. Acaso, el periodismo chestertoniano sea eso: una constante mirada exigente sobre el pasar de los días, un ímpetu por denunciar y mostrar a partir de una reflexión sincera el quid de la situación concreta y su verdad profunda. Y siempre de base: Dios. De hecho, un buen periodista es, de algún modo, un filósofo de la calle (de Fleet Street, en este caso) viviendo con nosotros, sintiendo con nosotros, padeciendo con nosotros las vicisitudes de nuestro tiempo. De modo que Chesterton no quiso ningún aislamiento metafísico con sus letras, pues así tampoco lo quiso el Verbo encarnado: la palabra de Dios, que es también logos eterno y concreto. En los artículos esto se muestra de forma palpable. Se ha dicho que el artículo periodístico una vez leído muere: read and perish, puesto que en general, los artículos periodísticos —o las columnas de opinión— tienden a ser endémicos y efímeros: situados en un entorno concreto, para un público en especial y para un día fechado.Con todo, resulta mejor esta descripción que la amenaza académica, publish or perish, que no recae sobre el objeto, sino sobre el sujeto —el angustiado docente investigador—. Sin embargo, el periodismo chestertoniano no cumplió esas muertes prematuras: sus escritos no están en el cementerio de las letras. Chesterton desmitifica este paradigma o, más que él, sus lectores lo rompen. No solamente sus artículos se han convertido en monumentos grabados en la piedra para leer, estudiar y disfrutar con atención en nuestros días, sino que muestran verdades que permanecen todavía hoy vigentes. Chesterton, como ha escrito Aidan Mackey,es un profeta para el siglo XXI, y esto es verdad; pero también, porque una verdad dicha, como sea o cuando sea dicha, tiene la validez de lo perenne. Este es el auténtico periodismo filosófico, porque tal como reconoció W. R. Titterton: «el periodismo falla cuando no relaciona la noticia del momento, o el comentario inmediato de la noticia, con la verdad eterna. G. K. Chesterton nunca falló en este sentido»28.
Así las cosas, la misión de Chesterton se delinea en una perspectiva clara en cada uno de sus artículos, a tal punto que no se vuelve simple arena del tiempo, archivos del pasado, contenido para los anticuarios, sino que sus letras se vuelven perennes y, por tanto, contemporáneas. Tal vez Chesterton mismo pensaba que su propio camino de pensamiento, lo que configuraba su estilo, no iba más allá que una vocación personal, y aunque era muy sincero y serio en su planteamiento de la verdad, se tomaba a sí mismo de modo lúdico. Sus escritos configuran una respuesta, sí, individual, y aunque lo eran, él fue trazando una mirada que por sincera se volvía universal y que se podría mentar como una doctrina (al menos, en el sentido más genuino de una enseñanza) o, también, como una filosofía, esto es, un modo de acercarse a la verdad. Se puede decir que su vehemencia por su comprensión, su obediencia a su consciencia y a la verdad como él la había interiorizado, muestra un camino, y este camino es enseñanza eterna.
La figura de Chesterton parece ganar hoy en grandeza y dimensión, y no solo porque él siga comiendo y (principalmente) tomando cerveza en el banquete celestial, sino porque sus lectores crecen y la edición de sus libros continúa. Esto lo testimonia esta empresa que con constancia anual va presentando los artículos de Chesterton, la cual llegará, Dios mediante, hasta el año de la muerte del escritor. Por cierto, en 1910 es coronado George F. Ernest como rey de Inglaterra. En la extensa edición conmemorativa de 1935 del The Illustrated London News del jubileo de plata del reinado de Jorge V, varios escritores resumieron los avances que se habían hecho en los diversos ámbitos del saber. A Chesterton le correspondió hablar sobre los escritores británicos de ese periodo. Es significativo que ahí, precisamente un año antes de su muerte, se le conmemorara al mismo Chesterton con una gran foto en medio de su artículo —por lo común, en las otras ediciones, se ponía alguna imagen atravesada que no tenía nada que ver con el tema de la columna de GKC— y debajo pusieran: «G. K. Chesterton: retrato de la gran figura literaria y brillante ensayista que por más de treinta años ha escrito ‘Our Note Book’ en The Illustrated London News». Chesterton, a pesar de ciertos olvidos enciclopedistas, nunca ha resultado extraño al lector común. Por eso, es muy grato poder responder afirmativamente a la pregunta que planteaba Cecil en el último párrafo de su libro sobre su hermano Gilbert: «¿Será un escritor contemporáneo para nuestros hijos?». ¡Lo es! Porque tal como profetizaba Cecil: «Si él vive será por virtud de aquellas partes de su trabajo que tratan sobre cosas eternas»29.
Miguel Ángel Romero Ramírez30
Artículos (1910)
1 de enero, 1910
La Navidad y el movimiento progresista
Tengo en mis manos el número de Navidad, formidable y bien presentado, de un periódico que me envían amablemente cada semana, titulado Christian Commonwealth, descrito en la primera página como «El órgano del movimiento progresista en religión y en ética social». Nunca he sabido bien en qué consiste el progreso, solo sé que es algo así como un policía que siempre le está diciendo a la gente que se mueva sin decirles a donde ir. Con todo, no negaré que este número de Navidad del órgano del movimiento progresista está lleno de cosas muy interesantes. Solo que, a pesar de la considerable exhibición de la palabra «Navidad» impresa en su portada, me parecen asuntos sumamente in-navideños. En una página se hace una defensa de la ciencia cristiana; en otra, un repaso sobre la eugenesia; después, artículos interesantes sobre el espiritismo y los médiums; luego, una diatriba realizada por una enérgica sufragista; casi al final, un excelente artículo del señor Edward Carpenter31 sobre la adoración pagana del Sol; y, por último, pero no menos importante, una página dedicada especialmente a mis viejos amigos: los Reformadores de Alimentos.
Puede ser que yo sea un anticuado, pero, para mí, la anterior lista de cosas no me huele en absoluto a Navidad divertida. Ciertamente no huelo mince-pies32cuando pienso en la señora Eddy33, en el señor Podmore34, en Sir Francis Galton35 o incluso en el señor Edward Carpenter. Si estas cuatro personas se reunieran a cenar con Bob Cratchit36 en Nochebuena, no creo que se lanzarana la comida (ni se lanzarían la comida) con el debido grado de alegría. Y este es un buen ejemplo que soporta la curiosa verdad que sugerí la semana pasada: el fracaso práctico de los intelectuales modernos en darse cuenta de las cualidades del ambiente y del espíritu de los temas de los que ellos tanto hablan. La Navidad es, como poco, un estado de ánimo y ellos no saben expresarlo. La cena de Nochebuena para los Reformadores de Alimentos (como se muestra en ese periódico) es lo siguiente: falso ganso, falsa gallina, salchichas de nueces, falsa chuleta de pescado, castaña salada; y un pudin de Navidad que debe de hacerse con sebo de nuez y con «guisos vegetales en la marmita, y carne de lentejas, todo lo cual se puede encontrar en una tienda de comida sana». No es difícil apuntar que el falso ganso y la falsa chuleta de pescado son unos platos muy apropiados para la falsa Navidad. Con todo, aquí hay una verdad más profunda, que se puede expresar con mayor suavidad. La gente «de mente abierta» siempre nos dice que la creencia no se limita a ciertas formas, sino también a cierto espíritu. A lo cual yo digo: «muy bien, traigan la bebida espirituosa; y pónganmela en la copa37. Si la religión es solamente una cuestión de gusto, llamen al camarero, y déjenme degustar mi religión. Sabré si sabe bien o mal». Y, después, los académicos de la nueva teología me traen algo que parece ganso y, en realidad, sabe a judías a medio cocer.
La raza humana ha supuesto, hasta ahora, que la Navidad consiste en ciertos hechos y principios fijos. También es común saber que el pudin de Navidad consiste en unos ingredientes definidos y tradicionales. La persona progresista, en cambio, vuelve y nos dice entusiasmada: «¿Por qué limitar tu alma elevada a los simples ingredientes de grosellas, harina y huevos? Elige cualquier cosa, no importa qué, que el cosmos haya desarrollado. Cada ladrillo de la calle es un pudin potencial. Los venenos son solo errores en el camino de búsqueda del pudin. Haz universal tu pudin de Navidad con los materiales más cósmicos, como lo es el espíritu de la Navidad. Hazlo de pegamento, de hollín, de desperdicios, de betún, de bazofia, de harapos, de huesos, de basura, de curanderos espirituales, de matrimonios higiénicos, de pesimismo oriental, de tazas de té voladoras, de ateos prusianos, de salchichas de frutos secos… Y así tu pudin de Navidad será mayor, más extenso y más místico». A lo cual yo responderé: «está bien, siempre y cuando sepa a pudin de Navidad». Pero no es así. No entiendo ni haría dogmas sobre las potencialidades de la higiene o de los desperdicios; pero de lo que sí estoy seguro es del sabor del pudin de Navidad… y del sabor de la Navidad.
Esto es justo lo que he sostenido acerca de la anarquía imaginativa de estetas como Aubrey Beardsley38. Mientras que el artista sea juzgado por la anatomía y la proporción, el crítico estará obligado a calificar algunas de sus figuras como buenas y otras como fútiles. Pero supongamos que él diga: «Si estiro la pierna de un hombre más y más hasta volverla un espagueti, si le pego unos ojos como pasas de Corinto en un rostro inexpresivo, no me propongo representar la anatomía y la proporción; solo tengo la intención de expresar el espíritu interior del romance artúrico». Entonces nuestra respuesta es fácil: «con eso, en todo caso, no has expresado ciertamente nada». Una figura de Beardsley como el cuerpo de Arturo es solo una cosa imposible. Es impensable como su alma. Y, con todo, la anatomía de tales ilustraciones es más correcta que su psicología. Así pasa con esos vagos reformadores de los sentimientos con relación a las festividades del cristianismo. Siempre están explicando que el espíritu es más que la letra y que el cuerpo es menos que el alma.
A propósito, un mal hábito que tienen los pedantes es explicarle a un hombre por qué hace tal cosa, asunto que el mismo hombre podría definir muy bien y, además, de forma bastante distinta a la explicación del pedante. Si me agacho y me pongo a cuatro patas para buscar una moneda de seis peniques, pasará un biólogo y me dirá que hago eso, en realidad, porque mis remotos ancestros eran cuadrúpedos. Admito que él lo sabe todo acerca de la biología, incluso que sabe mucho sobre mis ancestros; pero sé, también, que está equivocado, porque no sabe nada sobre la moneda de seis peniques. Si me subo a un árbol para bajar a un gato que se ha perdido, no me convence nada la explicación de un perdido antropólogo que me dice que lo hago porque yo soy esencialmente arbóreo y bárbaro. Yo sí sé por qué estoy haciendo eso. Y lo sé porque soy amigable y, en cierto modo, demasiado civilizado. Los científicos solo podrán conjeturar sobre lo que el hombre común conoce muy bien: cuánto dinero lleva y las particularidades de su gato. La religión es una de estas cosas, y todas las festividades y formalidades que se enraízan en la religión. Y luego llega un hombre diciéndome que si celebro la Navidad no estoy guardando ninguna celebración cristiana, sino una festividad pagana. Es exactamente como si me dijera que yo no me siento profundamente enfadado, sino que solo estoy un poco triste. Pues yo sé muy bien cómo me siento, y por qué estoy sintiendo esto. Y sé que este es el caso de los gatos, de los seis peniques, del enfado y del día de Navidad. Cuando un estudioso me dice que el 25 de diciembre, en realidad, estoy astronómicamente adorando al sol, le respondo que no. Estoy practicando una religión personal, un gusto mío que (correcto o equivocado) no es para nada astronómico. Si dice que el culto de la Navidad y el culto de Apolo son lo mismo, le respondo que son totalmente diferentes; y lo debo de saber muy bien porque he practicado ambos cultos. Creí en Apolo cuando era muy pequeño; y creo en la Navidad ahora que soy muy, muy grande.
No tomemos con tan fácil resignación las pobres «verdades» de élite como esa que dice que la Navidad es pagana en sus orígenes. Debemos saber qué quiere decir eso. Si mal no entiendo, tal vez solo signifique esto: que los primitivos escandinavos tenían una festividad especial en el invierno. Pues sí, ¿qué más podían hacer los escandinavos, especialmente en el invierno? Por supuesto que encendían un leño inmenso en la estación del frío, pero ¿qué esperaban los académicos? ¿Que prendieran un tronco en verano? Muchas tribus han adorado al sol o (más probablemente) han comparado algún dios o héroe con el sol. Así como tantas veces un poeta ha comparado a su mujer con el sol. De este modo, tal vez hablando sobre el solsticio de invierno, se puede decir que la Navidad es un cierto tipo de adoración al sol. Aunque a todo lo cual se puede dar una respuesta sencilla: se experimenta de forma muy diferente. Si las personas profesan sentir «el espíritu» tras los símbolos, la primera cosa que espero de ellas es que sepan distinguir la adoración al sol de seguir una estrella.
8 de enero, 1910
El supuesto declive de la Navidad
Que la celebración de la Navidad está desapareciendo es un simple engaño. Es un espejismo algo natural y, tal vez, necesario; pues surge de una situación recurrente en la psicología humana, como, por ejemplo, la constante sorpresa que experimentan los mayores ante los amoríos de los jóvenes. El pudin de Navidad todavía es del mismo tamaño que tenía cuando yo era un bebé; solo que yo, a mi vez, he adquirido el contorno de un pudin bastante mayor. Sin embargo, el engaño no surge por trivialidades como el tiempo y el espacio; es también una noble ilusión, enraizada en algo heroico del espíritu humano. Pues el hombre siempre piensa que sus objetos amados están constantemente en peligro, sitiados por todos sus enemigos y a punto de romperse. Y una de las formas más comunes de representación de este caballeresco peligro es la extrema ancianidad y un aire de eclipse final, como en la súplica de Príamo39 o en la muerte de Arturo. Este sentimiento, afable y honorable, es tan común en reformadores y niveladores40 como en los tories. Gladstone pasó sus últimos años a la cabeza del gabinete de los radicales bregando por un cambio profundo; con todo, se expresó su popularidad con el título del Anciano Patriarca. Aun cuando defendiera principalmente la innovación, casi se vanagloriaba de ser un anacrónico. Walt Whitman, un verdadero gran hombre, intentó liberarse del pasado casi hasta llegar al punto de la locura y la obscenidad. Quiso vivir en un informe y bárbaro presente. Porque su poesía debía ser completamente original, abandonó el ritmo y, algunos dirían, que también abandonó la razón. Pero cuando quiso expresar (en un buen poema) el ideal por el que luchaba se vio forzado a dar la misma nota de antigüedad y pathos. Le llamó «La Vieja Causa», como si fuera un jacobita.
Hay algunos, es verdad, que señalan el supuesto declive de Yule41 sin ninguna tristeza, antes bien con un placer filosófico. Hay algunos que estarían muy contentos el día de Navidad, si no hubiera nadie celebrándola. No solamente hay muchos Scrooge y similares, sino también hedonistas, neopaganos y adoradores de un placer emancipado. Con todo, de todos estos sujetos anti navideños, personalmente prefiero a Scrooge; él tiene al menos más sentido del humor. Como sea, hay muchas personas en nuestros días que atacan la Navidad, no solo porque esta sea una satisfacción, sino porque es una gratificación definida y especialmente programada. No objetan, por decirlo así, a que sea una fiesta, sino que no sea una fiesta movible. Tales críticos sugieren que la felicidad debe siempre surgir espontáneamente; y que no debe estar concentrada artificialmente en ningún tiempo ni lugar. Se entristecen cuando ven al tío ya mayor corriendo alrededor de la habitación a cuatro patas, emitiendo sonidos que piensa que son los ruidos naturales de un oso. Pero ellos objetan (lo explican con mucho cuidado) que ese señor está bajo coacción social; y aclaran que no se oponen propiamente a la ligereza y extravagancia propia de los tíos. Dejen, dicen ellos, que la felicidad brote en la humanidad, momentánea y naturalmente como una mariposa. Permitan al tío urbanita que camine por Cheapside con sus propios asuntos; y esperen hasta que el instinto natural lo lleve a una verdadera felicidad, se tire al suelo a cuatro patas y haga sonidos de oso. No obliguen a los canosos banqueros y a los políticos a abrir los crackers42 y a utilizar gorros de colores para una ocasión ritual. Más bien déjenlos hasta que el instante exquisito llegue a ellos accidentalmente. Dejen que se pueda escuchar al banquero abriendo los crackers a las once y media en una mañana de mayo. Dejen que el estadista saque del bolsillo del frac un gorro de colores en mitad de una perorata sobre la reforma arancelaria, y se lo ponga en la cabeza con la pura emoción del momento.
Este es el posible, e incluso el escenario atractivo, por el que los hedonistas emancipados sustituirían fiestas como la Navidad. Pero este programa se basa (como muchas otras ideologías modernas) en un curioso y primario error sobre la naturaleza humana. Es muy dudoso si, dejado enteramente a sí mismo y a sus conocidos del club, el tío de la ciudad actuaría como un oso de un fin de año a otro; incluso no se sigue, de ninguna manera, que porque alguna vez se le fuerce a este señor a actuar así no disfrute de esta atmósfera infantil y fantástica. La misma frase que usamos cuando decimos que un niño «nos hace reír» contiene la idea de una cierta coerción. El hombre que baila solo, como un hada solitaria, es tan raro como el hombre que lo aprende todo por sí mismo. La mayoría de los seres humanos necesitan instituciones para distinguirse, y también necesitan instituciones que les hagan disfrutar. Por paradójico que suene, el ser humano comúnmente rehúye el disfrute, da un paso atrás en el momento en que empieza a sentir algo hilarante; porque sabe que eso significa perder la dignidad y cierta modestia acartonada. Para superar esta primera reticencia del juerguista, los humanos han creado festivales coercitivos tales como el día de Navidad.
La verdad de fondo de casi todas las instituciones humanas, desde el matrimonio hasta el ritual del té, es el hecho de que las personas deben estar obligadas para hacerse justicia a sí mismas. En tales casos, la coerción es un tipo de estímulo; y, en cambio, la anarquía (o una supuesta «libertad») es realmente opresiva, porque el ambiente no anima a nadie. Si todos vamos a la deriva en el aire, como burbujas completamente dispersas, si nadie sabe cuánto tiempo alguien estará a menos de un metro o a una yarda de él, el resultado práctico será que nadie tendrá el coraje de comenzar una conversación con nadie. Es muy penoso tener que comenzar una frase en un amigable susurro y tener que gritar la última parte porque la otra persona está flotando muy lejos en el éter libre e informe. Las personas deben estar sujetas entre ellas para hablar: sea durante veinte minutos para un baile o durante cuarenta años en un matrimonio; o para una hora en una comida o para tres horas en la cena de Navidad. Pero si se va a sacar algo de la relación, debe ser una relación segura, en la medida de lo posible; y esto es verdad de todo placer y de todo esfuerzo. El anarquista dice que un hombre no debe hablar hasta que se sienta inclinado a hacerlo; pero esto solo puede significar que el hombre modesto no hablará nunca. Debe sacársele a la fuerza, si es preciso. El anarquista dice que los hombres no deben hacer fiesta a menos que se pongan de acuerdo: esto significaría, en todo caso, que las mujeres nunca harían fiestas. Igualmente, se las debe obligar. El anarquista dice que ningún hombre debería trabajar a menos que él lo desee. Así las cosas, ningún hombre saludable trabajaría; porque creo que este hombre pensaría en otras ocupaciones mucho más entretenidas. La filosofía anárquica se equivoca completamente porque ignora el hecho psicológico del rechazo inicial que se tiene incluso hacia las cosas deseables. Si hay dos cosas divinas y gloriosas en este mundo son el desayuno inglés y un chapuzón en el mar. Pero no he conocido a ningún valiente y honorable hombre que niegue que detesta levantarse de la cama y sumergirse en agua fría. Las formas y los ritos del día de Navidad están ahí para dar el último empujón a las personas que tienen miedo de celebrar las fiestas. Papá Noel existe para sacarnos de la cama y hacernos compartir comidas demasiado buenas para llamarlas desayunos. Existe para sacarnos de las casetas vestuarios hacia la felicidad embriagadora del mar.
15 de enero, 1910
Educación y ética
Muchos hombres eminentes que han sido muy racionales sobre muchas cosas, sin embargo, se han vuelto locos al tratar asuntos relacionados con la educación. Esto es verdaderamente nefasto, porque la educación es uno de esos puntos esenciales sobre los cuales hay que ser razonable y moderado. Es más necesario ser sensato sobre la educación que sobre el Imperio, los presupuestos, los congresistas, incluso sobre la amenaza alemana o la socialista. Y esto es por una sencilla razón. Los hombres no se vuelven locos en masa, sino individualmente; y la educación es una de esas cosas sobre las que lo individual ejerce un poder directo y despótico. Si tengo obsesión con los impuestos, solo puedo votar. Pero si tengo una obsesión educativa, puedo aprobarla unánimemente y aplicarla a Tommy. Esto no ocurre en ningún otro caso de opinión política: ninguna otra teoría pública puede ser aplicada particularmente. Puedes querer disparar a quemarropa a los alemanes, como piensa un socialista distinguido que conozco. Pero la naturaleza no te da cada día a un individuo alemán para que le dispares con una pistola de bolsillo. En cambio, la naturaleza te da un niño todo el día para que le dispares con una teoría de pacotilla. Puedo vagar una tarde, muy pensativo, entre árboles y cuestas de Buckinghamshire, soñando tiernamente sobre qué debería hacer con los peers43. Pero nadie me da un peer, atado de pies y manos para hacer con él lo que quiera. Ahora bien, la naturaleza sí da innumerables niños, atados de pies y manos, a innumerables personas para que hagan con ellos lo que quieran. Todos los ingleses tienen algo que ver con los peers; pero esto es muy distinto a que cada inglés trate con cada uno de los peers. Por tanto, sostengo que si hay una cosa que un ser humano debe tratar con cuidado y precaución es la educación. Y, aun así, es muy cierto que algunos de los hombres más sabios han hablado de la educación con mucha confusión y estupidez. Rousseau tenía razón en lo que decía sobre la humanidad, porque pensó mucho sobre ella. Pero fue verdaderamente pueril al hablar de la niñez. Herbert Spencer, en su sistema moral tomado como un todo, escribió de un modo remilgado y prosaico hasta llegar al Metodismo. Pero en su sistema habló de la guardería de un modo osado y rayando en lo absurdo. Quería que los pobres niños aprendieran solo por «experiencia» y con castigos que les impartiera la naturaleza. Si un niño se cae en una hoguera y es reducido a una delicada y ligera ceniza, Spencer sugiere (muy ciertamente) que el niño no lo hará de nuevo. Ni hará ninguna otra cosa más.