Mujer comprada - Julia James - E-Book

Mujer comprada E-Book

Julia James

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Beschreibung

Cuatro años atrás, Sophie había amado a Nikos Kazandros con todo su corazón. Lo que no había imaginado era que Nikos le robase la virginidad y después la abandonara… Ahora, necesitada de dinero, recurrió a un trabajo que jamás habría considerado de no ser por encontrarse en una situación desesperada. Pero todo salió mal desde la primera noche, cuando se encontró con Nikos accidentalmente. Nikos se escandalizó al ver cómo se ganaba la vida Sophie y decidió poner fin a aquello. Pero la única forma de conseguirlo era no perderla de vista y pagar por pasar tiempo con ella…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Julia James. Todos los derechos reservados. MUJER COMPRADA, N.º 2042 - diciembre 2010 Título original: Penniless and Purchased Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9308-4 Editor responsable: Luis Pugni

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Mujer comprada

Julia James

Capítulo 1

Sophie, muy quieta y sin parpadear, se miró en el alto espejo de los servicios del hotel. Su imagen le devolvió la misma inexpresiva mirada.

Llevaba un vestido de noche escotado y ceñido. La rubia melena peinada hacia un lado y cayéndole por un hombro. Los ojos muy pintados y las pestañas cargadas de rímel. El cutis grasiento por el maquillaje. La boca pegajosa por el carmín de labios rojo. Pendientes enormes colgándole de los lóbulos de las orejas.

«¡Ésa no soy yo!»

Un grito procedente de lo más profundo de su ser. De un lugar enterrado. De una tumba.

La tumba de la mujer que había sido.

Que no volvería a ser.

–Disculpe…

Una voz cortante, impaciente, pidiéndole que se apartara. Y así lo hizo, al tiempo que notó la expresión de desdén en los ojos de la mujer que ocupó su puesto delante del espejo.

Sophie sabía el motivo del desdén de la mujer y el estómago le dio un vuelco. Tenía la garganta seca y se sirvió un vaso de agua de una jarra que había encima de una cómoda. Se miró en el espejo por última vez. Después, tras respirar hondo, agarró el bolso y salió de los servicios.

Caminó con la espalda muy derecha y los pies sobre unos tacones tan altos que le balanceaban el cuerpo a pesar de la rigidez de los músculos de sus piernas, pero continuó…

Al otro lado del vestíbulo del hotel, en el bar, su cliente la estaba esperando.

Nikos Kazandros miró a su alrededor. La enorme y lujosamente decorada sala de fiestas estaba suavemente iluminada, rebosante de gente ruidosa. Era la clase de lugar que Nikos evitaba a toda costa, lleno de hedonistas en busca de entretenimiento que, invariablemente, incluía alguna que otra raya blanca y el uso de dormitorios.

Pero su acompañante no mostró la misma desgana que él.

–Vamos, Nik. ¡Esta fiesta va a ser sensacional!

Georgias estaba algo ebrio. Como el padre de Georgias era amigo del suyo desde hacía mucho tiempo, le habían encomendado la tarea de cuidar del influenciable joven de veintidós años durante su breve paso por Londres. Para él, asistir a un espectáculo y luego una cena habría sido suficiente, pero Georgias quería fiesta. No obstante, le daría como máximo una hora ahí y se aseguraría de que no tomase nada más que alcohol como estimulante.

Por supuesto, las drogas no eran la única tentación en aquel lugar, lleno de chicas guapas y hombres adinerados.

En ese momento, una rubia se les acercó para invitarles a bailar. Nikos permitió a Georgias aceptar la invitación y rechazó con un movimiento de cabeza otra invitación a bailar de una morena. La morena giró sobre sus talones y se alejó. Él se quedó apoyado contra la pared con una expresión cínica en los labios mientras contaba los minutos a la espera de que llegara el momento de poder agarrar a Georgias y marcharse de allí a toda prisa.

Las chicas así no le atraían, chicas cuyo interés en los hombres no pasaba del tamaño de sus cuentas bancarias. En su opinión, la única virtud de esas mujeres era su sinceridad al respecto.

Una sombra cruzó su rostro momentáneamente. No, algunas ni siquiera podían presumir de esa virtud ya que ocultaban su verdadero interés…

No, no iba a pensar en ello. Había cometido un error, había sido un estúpido, pero se había dado cuenta a tiempo… justo a tiempo. Durante un momento, su mirada adquirió una expresión desolada que, inmediatamente, fue reemplazada por un endurecimiento de sus rasgos faciales, marcados por unos pómulos prominentes bajo unos ojos oscuros y de largas pestañas.

Otra chica se le acercó y él la rechazó. Volvió la mirada a la gente que bailaba con el fin de no perder de vista a Georgias; pero, al hacerlo, sus ojos se posaron en un punto al extremo opuesto de la sala.

El mundo y el tiempo parecieron detenerse.

Sólo un recuerdo.

Un cruel recuerdo vivo en su memoria.

Como un zombi, comenzó a caminar hacia delante. Su rostro una máscara, su pulso insensible.

Hacia el único ser humano que no había querido volver a encontrarse en la vida, pero que estaba allí, de pie, al otro lado de la sala, mirándole con expresión de perplejidad absoluta.

Durante un momento, fue como si un cuchillo le atravesara las entrañas. Su mirada se desvió hacia el hombre que la acompañaba.

¿Pero qué demonios…? Lo reconoció, pero no con placer. Cosmo Dimistris se encontraba a sus anchas en fiestas como ésa y entre la clase de mujeres que las frecuentaban. Volvió los ojos de nuevo hacia la acompañante de Cosmo, su proximidad a éste le explicaba exactamente lo que estaba haciendo ahí.

La riqueza de Cosmo le explicaba exactamente por qué ella estaba ahí. Así que aún jugando a lo mismo… aún merodeando alrededor de hombres ricos.

Seguía conmocionado, pero ahora lograba controlar su estado. Canalizarlo. Concentrarse. Dirigirlo.

Dirigirlo hacia la única persona respecto a la que se había equivocado. Su único error. Sophie Granton.

Sophie se quedó petrificada. ¡No, no podía ser! ¡No podía ser él, ahí, en ese momento!

Pero era él. Nikos Kazandros.

Le resultó imposible apartar los ojos de él, de los esculpidos rasgos de su semblante, de los negros cabellos y de esos ojos tan oscuros como la noche. No podía dejar de mirar ese esbelto y musculoso cuerpo de un metro ochenta y pico, sus largas piernas y la gracia felina de sus movimientos.

Nikos Kazandros, emergiendo del pasado, la hizo olvidarse de todo lo demás, excepto de él. Y se olvidó del hombre con el que estaba, cuya compañía había sido como una maldición durante toda la tarde.

Habían tomado unas copas en el bar del hotel y, a continuación, habían ido a una cena en la que él no había hecho más que presumir de su riqueza mientras ella, con una permanente y falsa sonrisa, le había hecho preguntas halagadoras como si realmente le importara. Después habían acabado en esa fiesta en la que tenía la sensación de llevar horas. Le dolía la cabeza y tenía el cuerpo revuelto por lo que estaba haciendo y el motivo por el que lo hacía.

Y ahora…

Nikos Kazandros.

¿Cómo podía ser él? ¿Cómo? ¿En un sitio como ése?

Nada más llegar a aquel lujoso ático se había dado cuenta de que tanto la música como el alcohol y las drogas circulaban libremente, y los hombres estaban todos cortados por el mismo patrón que su acompañante; y las mujeres… las mujeres tenían el mismo aspecto que presentaba ella misma…

Ver a Nikos Kazandros ahí, en una fiesta así…

Entonces recordó una noche en Covent Garden, una noche de gala, los hombres vestidos de esmoquin y las mujeres con trajes de noche de diseño y joyas; en el escenario, el mejor tenor y la mejor soprano del mundo. Nikos, vestido de etiqueta, inmaculado, irresistible; ella sentada a su lado, temblando, temblando de anhelo por él… Nikos mirándola con una expresión que había hecho que el corazón le diera un vuelco…

Al acercarse, Nikos recibió el impacto del aspecto de ella. Ojos llenos de pintura, cabello peinado con laca, labios escarlata, vestido de mal gusto. Sintió asco. Sophie Granton había cambiado mucho en cuatro años.

¡Cómo podía haber llegado tan bajo!

Pero lo sabía. La chica que había creído que era nunca había existido. Había sido un producto de su imaginación. Una ilusión. Una ilusión que se había quebrado cuando Sophie Granton reveló lo que quería realmente.

«A mí no, sino el dinero de Kazandros. Para salvar las arcas de la familia».

Llegó hasta ella y la miró de arriba abajo. No vio ya sorpresa en su rostro, sino carencia de expresión. Entonces, volvió la cabeza hacia el hombre que iba con ella.

–Cosmo…

–Nik…

Se hizo una pausa. Por fin, el otro hombre, con voz aceitosa y burlona, dijo hablando en su lengua nativa:

–Vaya, es realmente una sorpresa encontrarte aquí, Nik. ¿Por fin has decidido divertirte un poco? ¿Has venido acompañado o te vas a servir de lo que se ofrece por aquí? Debo admitir que algunas de las chicas que hay aquí son más guapas que la que he traído conmigo. Tú, como has venido solo, puedes elegir.

Nikos notó cómo Cosmo paseaba la mirada glotonamente por la estancia, pero al mismo tiempo agarrando la muñeca de Sophie posesivamente, marcando su propiedad. Y volvió a sentir asco.

Mientras los calientes y gordos dedos de Cosmo se cerraban sobre su muñeca, Sophie tragó saliva. Llevaba todo el tiempo tratando de evitar el contacto físico; pero ahora, tras la aparición de Nikos Kazandros, casi lo agradecía. Y también agradecía no haber podido comprender lo que ambos hombres se habían dicho.

Al enterarse de que el hombre con el que iba a salir aquella tarde tenía un nombre griego, le había parecido que el destino quería burlarse de ella. Había sentido amargura y asco, y el asco había vuelto a apoderarse de ella al encontrarse con ese hombre en el bar del hotel hacía tres horas. A pesar de ser griego, Cosmo Dimistris no podía ser más diferente del único griego que había conocido: más bajo que ella con tacones, obeso, ojos lascivos y manos con dedos cortos y gordos y palmas húmedas.

Bien, ¿qué otra cosa podía haber esperado? Si un hombre tenía que pagar a una mujer para que le acompañara una tarde, no podía ser un adonis, ¿no?

En contra de su voluntad, sus ojos se clavaron en el hombre que tenía de frente, y el contraste con su acompañante no pudo ser más cruel. ¡No, no había cambiado! ¡No había cambiado en absoluto durante aquellos cuatro largos y agonizantes años! Seguía siendo el hombre más irresistible que había conocido en su vida. Incluso en ese momento, con esa expresión condescendiente con que la miraba.

Sí, sabía lo que él veía y, durante un terrible momento, sintió su desdén como una bofetada. Entonces, la expresión de desprecio desapareció cuando volvió de nuevo el rostro hacia Cosmo Dimistris.

–Estoy cuidando de Georgias Panotis, el hijo de Anatole Panotis –respondió él en tono tenso–. El chaval es todavía bastante inocente –con un gesto con la cabeza, Nikos indicó a Georgias, que estaba bailando con una chica con más melena que vestido.

Cosmo lanzó una brusca carcajada.

–¿Vas a estropearle la diversión?

–¿Como la tuya? –inquirió Nikos con voz afilada; una vez más, volviendo los ojos hacia la mujer que iba a proporcionarle «diversión» a Cosmo Dimistris esa noche.

Nikos sintió una súbita ira cuya procedencia desconocía y le dieron ganas de apartar la mano de Cosmo de la muñeca de ella y decirle que fuera a divertirse a otra parte. Pero se controló. Sophie Granton no se merecía ni un segundo más de su tiempo. Ni entonces ni ahora.

Volvió a mirarla por última vez. No vio expresión en los ojos de ella. Cuatro años atrás, casi había logrado burlarse de él por completo. Bien, ahora no iba a engañar a nadie. Ahora podía mirarla con impunidad y con la única expresión que ella se merecía. Hizo una mueca de desdén mientras paseaba los ojos por su cuerpo. La expresión de ella permaneció vacua, y eso le encolerizó. No se había mostrado así cuando se deshizo de ella…

Lágrimas, sollozos, ruegos, abrazos…

Nikos salió de su ensimismamiento al oír la voz de Cosmo otra vez.

–Hablando de diversión… necesito un poco de polvo blanco –Cosmo soltó la muñeca de Sophie y cambió al inglés–. Espérame justo aquí, muñeca.

Angustiada, Sophie le vio alejarse. ¿Adónde había ido? El pánico se apoderó de ella. No era posible, no podía quedarse allí frente a Nikos Kazandros. Fue a marcharse, pero demasiado tarde. Una sola palabra la detuvo:

–Sophie.

Una sola palabra le hizo revivir el pasado…

Capítulo 2

En la tarde de primavera soleada, Sophie caminaba a través de Holland Park después de bajarse del autobús en Kensington High Street. Le encantaba ese paseo, sobre todo en aquella época del año. Los compases de la sinfonía Primavera de Schumann trinaron en su cabeza bajo el reverdecer de los árboles y el dulce aroma del aire.

Aceleró el paso. Quería darle a su padre la buena noticia: la habían elegido entre las solistas que iban a tocar en el concierto de la universidad el mes siguiente. Pensó en el repertorio: las dos piezas de Chopin eran relativamente fáciles, pero la de Liszt era terrible. En fin, tendría que ensayar. Desgraciadamente, no iban a comprar el piano nuevo que su padre le había prometido por su cumpleaños, pero el que tenía era adecuado.

Frunció el ceño ligeramente. No era propio de su padre ahorrar en nada que tuviera que ver con sus estudios de música. Desde que empezó a estudiar piano de pequeña, su padre había pagado sin rechistar todo lo que había tenido que ver con el desarrollo de su habilidad musical. Por supuesto, ella sabía que no era un genio y lo aceptaba, se conformaba con tener talento y dedicación, como amateur, no como profesional. Además, era consciente de la privilegiada posición en la que se encontraba al no tener que trabajar para ganarse la vida. Y cuando terminara sus estudios, continuaría con la música sin tener que preocuparse de ganar dinero con ella. Tocaría por placer, el suyo y, esperaba, el de otros.

A su padre le encantaba oírla tocar. Sonrió. Quizá fuera su más dedicado admirador, pero no tenía oído para la música.

–¡No, papá, ése no es Bach, es Handel! –se oyó decir a sí misma riendo afectuosamente en el recuerdo.

–Lo que tú digas, Sophie, cariño, lo que tú digas –le había replicado su padre indulgentemente.

Sí, su padre la trataba con indulgencia y ella lo sabía. Pero aunque sabía que era la niña de sus ojos, no se aprovechaba de ello. Además, sabía por qué su padre la mimaba tanto.

Ella era todo lo que su padre tenía. Casi no recordaba a su madre, sólo se acordaba de oírla cantar mientras ella se dormía.

«Por eso te gusta la música«, le decía su padre una y otra vez. «Tu maravillosa madre te inculcó el gusto por la música». Después, su padre suspiraba y a ella le invadía una profunda tristeza.

Quería que su padre estuviera orgulloso de ella, quería verle sonreír. Y entonces volvió a arrugársele el ceño. Durante los últimos meses, a su padre le costaba bastante sonreír. No era que estuviese enfadado, más bien parecía… preocupado. Como si tuviera mucho en lo que pensar.

Le había preguntado al respecto en una ocasión, pero su padre sólo le había contestado:

–Ah, no es nada, sólo el mercado… el mercado.

La situación mejorará pronto. Siempre pasa. Es cuestión de ciclos.

Había estado preocupada por él durante un tiempo, pero la proximidad de los exámenes había distraído su atención. Al acabar los exámenes habían sido las vacaciones, y había ido a Viena en una excursión organizada por la universidad. Aunque su padre había parpadeado al enterarse del precio del viaje, le había dado un cheque inmediatamente.

El viaje a Viena había sido tan maravilloso como había imaginado, igual que la excursión a Salzburgo, por la que había tenido que pagar aparte y había sido muy cara. Pero había merecido la pena. Como regalo, le había comprado a su padre una enorme caja de bombones Mozartkugeln; él le había dado las gracias, pero seguía dando la impresión de estar preocupado. La había escuchado mientras contaba las anécdotas del viaje, pero con expresión ausente. Después, se había ido a su estudio.

–Tengo que hacer unas llamadas telefónicas, cielo –le había dicho, y ella no había vuelto a verle en toda la tarde.

Era extraño que su padre evitara su compañía y, al día siguiente durante el desayuno, armándose de valor, le había preguntado si no le iban bien las cosas.

–Vamos, cariño, no quiero que te preocupen cosas por las que no te tienes que preocupar –le había contestado su padre con firmeza–. Los negocios tienen sus momentos buenos y malos, nada más. A todo el mundo le está afectando la recesión económica. Eso es todo.

Y eso había sido todo lo que le había sacado a su padre; aunque no era de extrañar, su padre jamás hablaba de negocios con ella. Ni siquiera sabía a qué se dedicaba su empresa, Granton plc. Sabía que tenía algo que ver con la propiedad, las finanzas y cosas por el estilo; y a pesar de que, a veces, creía que debería mostrar más interés, le importaba poco, y también sabía que su padre no quería que se interesara por esas cosas. Su padre la mimaba mucho y, además, estaba algo chapado a la antigua: prefería que hiciera algo artístico, como la música, a dedicarse a los negocios.

Por fin salió del parque. Las calles eran tranquilas en esa zona y respiró profundamente, deleitándose en el espectáculo de los almendros en flor mientras se acercaba a su casa.

Abrió la puerta con su llave, dejó sus bolsas encima del mueble del recibidor y se miró al espejo: pelo largo, rubio y algo revuelto, rostro ovalado, ojos azul grisáceo, poco maquillaje, pendientes de gitana que hacían juego con la falda suelta.

Como tenía las manos pegajosas de ir en los autobuses, se metió en el cuarto de baño del piso bajo para lavárselas; después, subió las escaleras. Tenía el ático de la casa para ella sola, un regalo de su padre por su decimotercer cumpleaños y el sueño de cualquier adolescente.

Pero se detuvo en el descansillo del primer piso al oír la voz de su padre, que parecía proceder del cuarto de estar.

Sonriendo, se apartó de las escaleras y se dirigió hacia allí. Al llegar, abrió las puertas de par en par y entró como un vendaval.

–¡Papá! ¡No esperaba que estuvieras en casa ya! Yo…

Pero calló bruscamente. Su padre no estaba solo…

Era fantástico. Era más alto que su padre y que ella. Y delgado. Llevaba un traje de exquisito corte; sin duda alguna, diseño italiano, igual que la camisa y la corbata. Pero no era la ropa de ese hombre lo que la hizo contener la respiración mientras su pulso se aceleraba. No, era el cuerpo debajo del traje. Y la cara. Una cara de marcada mandíbula, pómulos prominentes y, sobre todo, unos ojos oscuros de largas pestañas que la estaban mirando y la hacían sentir…

–Sophie, cielo, deja que te presente a nuestro invitado.

La voz de su padre la hizo parpadear, pero su mirada seguía fija en ese hombre de pie en el centro de la estancia. Un hombre de quitar la respiración. Un hombre como para morirse. No parecía capaz de dejar de mirarle.

Ese hombre la había dejado sin habla.

–Éste es Nikos Kazandros. Ésta es mi hija, Sophie.

Nikos Kazandros. Le dio vueltas en la cabeza al nombre. Debía de ser griego. Nikos Kazandros. Lo repitió una y otra vez mentalmente mientras apenas era consciente de las palabras de presentación de su padre. Después, se oyó a sí misma saludar educadamente y, como en sueños, le dio la mano a aquel hombre.

La palma y los dedos de la mano de él estaban fríos y eran fuertes, y la hicieron sentir una vibración en todo el cuerpo. Retiró la mano por fin, pero continuó mirándolo fijamente.

Entonces, su padre volvió a hablar:

–Mi hija es estudiante, señor Kazandros, pero tengo la suerte de que haya preferido seguir viviendo aquí y no en una residencia de estudiantes –su padre lanzó una queda carcajada.

Los negros ojos de Nikos Kazandros se posaron en ella otra vez, dejándola de nuevo sin respiración.

–¿Qué es lo que estudia? –preguntó Nikos, dirigiéndose directamente a ella. Esa voz profunda y con ligero acento extranjero volvió a confundirla. Y esos ojos, esos ojos fijos en ella, tan oscuros, tan oscuros…

–Música –respondió Sophie con voz entrecortada.

–¿Música? ¿Qué instrumento?

–Piano –respondió ella, que parecía incapaz de pronunciar más de una palabra a modo de respuesta.

–Seguro que Sophie tocará algo después de la cena –dijo Edward Granton.

Los ojos de Sophie volaron hacia su padre.

–¿Se va a quedar a cenar el señor Kazandros?

–Su padre ha tenido la amabilidad de invitarme –murmuró Nikos Kazandros con voz suave–. Espero que no le moleste.

–¡No, no, claro que no! No, no, en absoluto –contestó ella con voz aún quebrada. Después, sonrió–. ¡Será estupendo!