Mujercitas - Louisa May Alcott - E-Book

Mujercitas E-Book

Louisa May Alcott

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Beschreibung

Eran cuatro hermanas, cuatro muchachas, cuatro personalidades muy distintas. Meg, la mayor, tenía unos modales serenos de señorita; Jo, la segunda, nunca estaba quieta y soñaba con una carrera de gran escritora. La dulce Beth, delicada como una flor, era la consentida de todos, y siempre pensaba en los demás. Por último Amy, la más pequeña, prestaba demasiada atención a su aspecto y se quejaba más que las demás por las cosas que no tenían. Una colección de clásicos dirigidos especialmente a niños y niñas a partir de 7 años. Mujercitas, Moby Dick, La isla del tesoro, Colmillo Blanco… Una adaptación de las historias clásicas más emocionantes, para leer y releer una y otra vez.

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Título original: Piccole donne

© 2013 Edizioni EL, San Dorligo della Valle (Trieste), www.edizioniel.com

Texto: Beatrice Masini

Ilustraciones: Sara Not

Dirección de arte: Francesca Leoneschi

Proyecto gráfico: Andrea Cavallini / theWorldofDOT

Traducción: Ana Belén Valverde Elices

© 2019 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano

ISBN: 978-84-1330-906-4

IBIC: YBCS / BISAC: JUV007000

EDICIONES DEL LABERINTO, S. L.

www.edicioneslaberinto.es

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/> ; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

1

Antes y después de Navidad

Eran cuatro hermanas, cuatro muchachas, cuatro personalidades muy distintas.

Meg, la mayor, con dieciséis años, era muy bonita, con ojos grandes, manos muy cuidadas, unos modales serenos de señorita. Jo, la segunda, quince años, era el chicazo de la casa: tenía un larguísimo y brillante cabello castaño, modales francos y bruscos, nunca estaba quieta y soñaba con una carrera de gran escritora. Beth, trece años, la más dulce, siempre estaba algo enferma; delicada como una frágil flor, era la consentida de todos, y siempre pensaba en los demás. Por último Amy, la más pequeña y la más guapa de todas, cabello rubio y rizado, prestaba mucha atención a su aspecto, tal vez demasiada, y se quejaba más que las demás por los vestidos sencillos que llevaban y por las cosas que no tenían.

Por lo demás, la vida en casa de los March no era fácil. El padre, el reverendo March, había marchado con el ejército a causa de la guerra de Secesión estadounidense, decidido a llevar consuelo a los soldados lejos de casa. La familia, que un tiempo atrás había sido muy adinerada, ahora vivía con sobriedad, reduciendo gastos, con la ayuda de la vieja Hannah, cocinera y sirvienta. La señora March a menudo no estaba en casa: se encargaba de los pobres de la ciudad, llevándoles comida, mantas, ropa usada y, sobre todo, el consuelo de su cariñosa presencia.

Era una mujer dulce y estricta, que vestía con sencillez y siempre tenía una tierna sonrisa. Todas sus hijas querían parecerse a ella, y complacer en eso a su padre, que quería que crecieran prestando atención al prójimo, dedicadas y generosas, como a menudo repetía en las cariñosas cartas que escribía desde el frente, llamándolas con ternura sus «mujercitas». Y esa Navidad se tendrían que conformar con una carta, porque el padre no regresaría durante bastante tiempo aún. A pocos días de la festividad, las hermanas estaban con un ánimo muy melancólico por este motivo, pero también porque, como todas las jovencitas, no podían evitar fantasear sobre los regalos que, sabían bien, no iban a recibir.

—La Navidad no es Navidad sin regalos —murmuró Jo, tumbada en la alfombra del salón.

—Es tan terrible ser pobres —añadió Meg, mirándose su viejo vestido.

—Y no es justo que algunas chicas tengan muchas cosas bonitas y otras nada —dijo Amy suspirando.

—Pero nosotras tenemos a mamá, a papá y nos queremos —dijo Beth, tranquilamente.

—Claro, ¡eso es! —exclamó Meg—. ¿Por qué no renunciamos a hacernos regalos entre nosotras y se los hacemos solo a mamá?

Después de discutir un poco se acordó: un par de guantes de Meg, unas zapatillas de Jo, unos pañuelos con el dobladillo bordado de Beth y un bote de agua de colonia de Amy. Todo cosas sencillas, útiles y a la vez elegantes. Poco después la madre estaba de vuelta, muerta de frío y cubierta de nieve. Enseguida las chicas se reunieron a su alrededor y leyeron juntas la carta que acaba de llegar del padre, donde les recomendaba que fueran cariñosas y altruistas. Todo lo mejor y un beso a las niñas, decía la carta. Pienso en ellas todos los días y rezo por ellas todas las noches, y las siento siempre cerca. Esperar un año para volverlas a ver será largo, pero recuerda a cada una que mientras se espera, se puede trabajar y procurar que estos días oscuros no pasen en vano. La carta terminaba recordando a todas que hay que luchar contra el enemigo más grande, el que cada uno lleva dentro y es diferente para cada uno de nosotros.

Al finalizar la lectura cuatro pares de ojos estaban llenos de lágrimas.

—Mi peor enemigo —dijo Amy, con remordimiento— es mi egoísmo: pienso demasiado en mí misma.

—Yo me canso de trabajar, y me miro demasiado a menudo al espejo —observó Meg—. Intentaré cambiar, si puedo.

—Yo me esforzaré para ser menos chicazo y más mujercita como quiere papá —dijo Jo.

Beth no dijo nada, pero siguió tejiendo un calcetín destinado a los soldados: ella era así, silenciosa y trabajadora.