Mujeres bajo el sol - María Verónica Iribarren - E-Book

Mujeres bajo el sol E-Book

María Verónica Iribarren

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Beschreibung

El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Y cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento. Debo decir que María Verónica tiene excelente puntería. Los cuentos de María Verónica se quedan en la emoción y la memoria del cautivado lector que, seguro, no querrá llegar al punto final del último cuento para no terminar con la fantasía. Doy la bienvenida a este libro que llega a engrosar la buena literatura chilena y que, seguro, estimulará las mentes de muchísimos lectores. Ana María Güiraldes, escritora. En estos cuentos hay una escritura de la pausa, del corazón y de la cabeza. En estos cuentos hay vida, observación y realidad. En estos cuentos hay distancia, profundidad, deseo y convicción. En estos cuentos hay tramas que se abren, que se agitan y que nos devuelven el rostro del espejo. En estas tramas hay intimidad y fuerza. Mucha fuerza. En Mujeres bajo el sol, María Verónica Iribarren confirma y desarma verdades con la agudeza que da el trabajo, la disciplina y la buena memoria. Montserrat Martorell, periodista.

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Mujeres bajo el solAutora: María Verónica IribarrenIlustración de portada: “Las bañistas”, Samantha Cotton, 2022. Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, [email protected] Edicion electrónica: Sergio Cruz Primera edición: noviembre, 2022. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2022-A-8923 ISBN: Nº 978-956-338-610-3 eISBN: Nº 978-956-338-611-0

A la Memé, que me dejó sus cuentos de luna y estrellas.

Presentación

A mis hijos siempre les dije que estaré celebrando la vida pasados los cien años, lo que creí firmemente hasta hace muy poco.

Una mezcla de pérdidas grandes y pequeñas, experiencias propias y ajenas, han ido destiñendo esa afirmación que hoy me parece algo soberbia. Tuve que esforzarme para reconocer con temor lo incierto que es el futuro. No hablo del futuro que se aprecia con calma y reflexión, sino ese instante que borra de golpe lo que creemos inamovible y arrasa hasta con las buenas intenciones. Ese que está a la vuelta de la esquina y del que nos salvamos por un segundo, un centímetro, una gota.

Por eso decidí escuchar, a pesar de mi pudor, la insistencia de mi marido, mis amigas y mis hijos de que juntara algunos cuentos y los publicara antes de que se perdieran entre el cerro de papeles, notas y desorden de mi escritorio. Sin saber por dónde empezar, tuve una señal clarísima una tarde de domingo al ver su nombre en el diario. Mi querida profesora Ana María Güiraldes daba un taller literario. Habían pasado más de treinta años, pero el entusiasmo apareció intacto junto a los recuerdos de esa gran mesa de su comedor, donde varios leíamos a tropezones nuestros intentos por escribir. Ella fue quien grabó en mi memoria el mundo que se expande al crear y la valentía de ponerlo en palabras. Más que nada, Ana María me enseñó a aprender, disfrutar el camino y perseverar cuando se hace tortuoso.

En marzo de 2021, me sumé nuevamente al taller de Ana María y, de paso, incorporé también a mi paciente caballero que escuchó mis cuentos con los ojos cerrados y los oídos atentos, dando su opinión con la cautela que habita en el cariño. Disfruté su escuchar sereno, que me regaló la satisfacción de repasar y limar los rincones ásperos, con las herramientas que cosechaba del taller.

Acompañada de mi abuela materna, contadora de cuentos de estrellas y luna, fui deshilachando algo que ocurre en mi mente, pero que se desliza y fluye gracias a las emociones que me toman por sorpresa. A mi abuela la percibo en las noches claras, cuando la luna me despierta frente al mar para que salga a la terraza donde, tarde o temprano, comienza a macerar un cuento entre una y otra ola. Sé que es ella, la Memé, que viaja en mis venas y en mis palabras desde otro mundo, prendiendo luces para guiarme. En ella anclé mi promesa de publicar algunos cuentos antes de cumplir sesenta años; su complicidad fue el motor que me empujó a seguir adelante y buscar una editorial que apareció en el momento preciso. Mi abuela es muy eficiente, incluso desde el otro mundo.

María Eugenia Lorenzini P. y su Editorial Forja me acogieron con gentileza, sin apurar mi paso lento y temeroso. Creo que comprendieron la distancia que existe para estos cuentos, entre las carpetas resguardadas de todo, en mi computador y este escenario impreso. Ahora entiendo que era necesario para comenzar otro ciclo, habiendo cumplido mi promesa.

No puedo dejar de agradecer el enorme privilegio de tener la salud, la familia, los amigos y la paz para sentarme a escribir. El profundo dolor de otra guerra más en el planeta me remece y recuerda la importancia de ver a otros con los ojos y el corazón abiertos, y de reconocer con admiración la sabiduría y fortaleza de las mujeres y también los hombres que luchan por la paz.

Prólogo

Los cuentos de María Verónica

El destino de un cuento, como si fuera una flecha, es producir un impacto en el lector. Y cuando más cerca del corazón del lector se clave, mejor será el cuento.

Debo decir que María Verónica tiene excelente puntería.

Ella sabe que un buen cuento trasmite de la realidad lo que puede ser visto, oído, gustado y tocado. Es decir, sabe que el escritor debe trabajar con los sentidos para llegar en forma eficaz al lector. Esta narración, que es el cuento, no relata tan solo los hechos de una acción; también es necesario convencer por medio de las emociones. Por otra parte, no hay que decirle las cosas al exigente lector, hay que mostrárselas con las palabras. En lugar de leer, el lector debe ver. Y, como si esto fuera poco, hay que recordar que la ficción es el arte de contar lo que parece real, o sea, no debemos dejar a un lado la realidad. En la medida de que un cuento resulte verosímil, mejor cuento es.

“El texto debe tener la capacidad de mostrar un mundo, de ser un espejo en el que el lector vea y se vea”, asegura el escritor argentino Mempo Giardinelli.

Y María Verónica cumple con ese concepto. Hay una sensibilidad que arde en su forma de contar. Escribe desde distintas ópticas, normalmente desde una emoción o una situación, y a veces le basta el trampolín inquietante de una palabra que se abre para entregarnos su germen. Luego de ser sacudidos por tal manifestación, la autora despliega frente a nosotros un escenario que imita al mundo y sus secretos. Y es ahí, en la revelación de una emoción, situación o palabra, cuando entendemos su proceso creador. Reconocemos ese fluir mental en medio de un ensimismamiento donde la mirada, temores, esperanzas, lo que sabe y, por encima de todo, lo que intuye sobre las cosas y la vida, se van vaciando línea a línea hasta llegar al punto final y salir del cuento en un estado de ensoñación.

“Nunca sé lo que pienso sobre algo, hasta que leo lo que he escrito al respecto”, dijo Faulkner.

De este modo tan misterioso, se forma una obra que transciende al escritor y se independiza de él. Es como si lo que se quiere contar viniera empujando desde adentro, abriéndose camino a pesar de todas las resistencias que se tengan, hasta caer de bruces en las páginas.

Así nacen los cuentos de María Verónica. Y así quedan en la emoción y la memoria del cautivado lector que, seguro, no querrá llegar al punto final del último cuento para no terminar con la fantasía.

Doy la bienvenida a este libro que llega a engrosar la buena literatura chilena y que, seguro, estimulará las mentes de muchísimos lectores.

Ana María Güiraldes, escritora.

Amelia

La vi cruzar la calle sin apuro e indiferente, tal como yo la recordaba. Quise gritarle, detener el auto y bajarme como el idiota que fui, rogarle una vez más que volviera. Lo hice tantas veces, pero cuento solo las ocasiones en que ella aceptó, rendida a mi absurda idolatría. En los ojos de Amelia, habitaba una distancia inmedible; parecía estar siempre alimentando una guerra entre su desfachatez y mi torpe deseo de complacerla. Sabía bien que en las mañanas esperaba sentir su respiración en mi cuello mientras me afeitaba, que llamaría su nombre al llegar a casa en ese lenguaje bobalicón que aparecía solo para ella.

Fue ese viaje lo que nos separó. Sí, el viaje y el cambio de casa que, aun siendo apenas unos metros calle arriba, creo que a ella le pareció una tierra lejana, donde nuestro pequeño universo desaparecería. ¿Cómo pudiste, Amelia? Recuerdo bien el día de mi regreso a nuestra casa nueva, el frío de tu ausencia, la búsqueda y la angustia. Fueron horas de desvelo, inventando la suavidad de tu cabeza acurrucada en mi hombro, tus ojos casi cerrados en un gesto inviolable de placer. Fue una noche eterna y vacía, buscando tu tibieza. Pensé que volverías casi levitando, como lo habías hecho antes. Que te meterías a la cama sigilosa, y yo me haría el dormido contando los segundos hasta sentir tu cariño en mi espalda. En la mañana, estarías bañada de sol, estirando ese cuello tuyo sobre la almohada, impasible, dejando que los rayos te despertaran sin apuro. Pero no volviste, ni esa noche, ni la siguiente, y en tu búsqueda perdí de vista mi imagen patética en el espejo.

Pareciera que ser abandonado es mi especialidad. Cecilia también siguió sus sueños y, sin mayor explicación, anunció que se iba a Madrid en unos días. La habían aceptado para el magíster que comenzaba en más de tres meses.

–Quiero aprovechar de viajar, despejarme. Tú me entiendes, Rai. ¿No?

Claro que la entendía y no me preocupó demasiado. Hacía tiempo ya que habíamos dejado de sorprendernos y la indiferencia nos golpeaba sutil, intentando pasar camuflada entre las gotas de lluvia. Pero su ritmo a destiempo carcomió la belleza hasta hacernos insensibles a la derrota. Inevitable o no, no estaba preparado para este silencio tan aplastante. Me inquietaba, me seguía aferrado a mi sombra, y cuando osaba enfrentarlo, me parecía quedar detenido en el infinito de esa burbuja que definí, después de mucho rumiar, como soledad. Así, sin ninguna consideración, simplemente soledad.

Esta mañana ha venido mi hermana Ana María a dejar a mi cuidado, por seis meses, a su perro Zeus. Quiere volver al campo, intentar abrir su consulta y recorrer los pueblos en una suerte de “dentistas sin fronteras”. Nunca he entendido su afán por helarse, entre húmedas paredes mal ventiladas de algún consultorio de tercera, y menos que quisiera hacerlo en una camioneta adaptada para recibir a los pacientes muertos de miedo y muchas veces también de dolor.

–Te va a hacer bien la compañía, Raimundo. Zeus es puro amor, tú lo conoces. Además, no lo dejaría con nadie más. Ahora que estás trabajando en la casa vas a ver que este perro es especial. Como tú.

Como tú ¿qué?,pensé. Como tú, fue abandonado. Como tú, conoce la soledad y el silencio. Como tú, no sabe llorar.

–No me vendas más la idea, Anita. Ya te dije que sí. –Mirando a Zeus, agregué–: ¡Vamos, Zeus! Entra a la casa para que tu “mamá” me dé el listado de indicaciones que seguro tiene en alguna parte.

Ana María me miró sonriente y sacó dos hojas de su chaqueta. Me abrazó con un cariño intenso que rozó algo aún sin cicatrizar. Sentí la tensión en la garganta y la humedad en los ojos. Estuve a segundos de abrir el paso a la marea que ardía en mi pecho, pero mi nuevo compañero se encargó de distraer la ola con saltos, vueltas y ladridos, además de la histérica cola de insistente alegría. Horas más tarde, Ana María cerraba la puerta y el pobre perro insistía en seguirla, gimiendo por la partida de su ama. Me esforcé en acariciarlo, le traje comida y agua, pero nada parecía consolar su desconcierto. Esa noche, lo subí a mi cama y me tendí junto a él, a ver las noticias en el televisor. Traté de ignorar su mirada de niño, pero no pude, me vi en el espejo de sus ojos suplicantes. Recordé la voz infantil que inventé para Amelia, pero no fue necesaria, al parecer a Zeus le bastaba con que yo lo acariciara en silencio. Al día siguiente, muy temprano, me convertí en su mejor amigo y él en mi gran aliado.

Hoy la he vuelto a ver. De regreso del parque con Zeus, que sacaba media cabeza por la ventana del auto. La vi estirando sus brazos y levantando el trasero en medio de la calle desierta. Escuché ese sonido tan familiar: Amelia me llamaba. Me detuve. Me miró desafiante y volvió a maullar. Nos reconocimos en un tiempo modificado en sus formas, carente de las garras de la manipulación. Estacioné en la vereda y bajé. Ella se acercó a paso rápido y, como si su ausencia pudiera borrarse de un plumazo, restregó en mi tobillo todo su cuerpo, desde la cabeza hasta la cola, deslizando un tímido maullido.

–No hace falta, Amelia. Sé que disfrutas tu libertad.

No, eso no era cierto, pensé. Si la iba a dejar ir para siempre, al menos debía ser honesto.

–Lo siento, Cecilia… ¡Perdón! Amelia, pero la verdad, es que ya no te quiero.

Abuelas

–¿Dónde anda Max? Ese niño es un ángel, Isabel. Ni se le oye en la casa –comentó doña Blanca con ambas manos sobre el pecho en un derroche de dramatismo–. Esta mañana me dio un beso y salió corriendo a buscar algo al pueblo en su bicicleta, y desde entonces no lo he visto.

–De ángel nada, mamá –le contestó Isabel–. Maximiliano te dio un beso porque le debes haber dado algo de mesada y ya me contaron que tuvieron que ir a buscarlo a la casa de los Hidalgo y traerlo a tirones para almorzar. Cada verano se hace más difícil seguirle la pista y, francamente, no me siento capaz… Ha sido un año muy duro para mí.

–Ma-xi-mi-lia-no… ¿Por qué le pusieron ese nombre tan grande? Le queda como poncho al pobre. Nunca entendí ese afán por colgarle tanto peso a un niño. Puro ego de los padres diría tu papá, pero yo creo que es moda.

A doña Blanca le inquietó acercarse a la intimidad que asomaba desde la mirada triste de su hija, pero era una experta en esquivar los silencios y confesiones. Tan transparente era su habilidad para eludir que lo hacía en forma automática.

Isabel apoyó ambos codos en la mesa y juntó las manos, una dentro de la otra, haciendo un puño apretado que puso sobre su boca, reteniendo la rabia que recorría toda su historia. Una vez más había cometido el mismo error. Una vez más pensó que, por esa vez, podría ser diferente. Una vez más se equivocó. La mamá nunca va a cambiar, pensó.

Y tenía razón. Blanca nunca quiso ver las infidelidades de su marido, ni consolarse por la muerte de su hijo Adrián, menos aún reconocer la homosexualidad de Fernando, el mayor. De Marisa, ni hablar; de los tres hermanos vivos, era la que más dramas reportaba, pero Blanca sabía distinguir a lo lejos esos problemas, preparaba la mueca como puchero de niña mañosa, besando la frente de su hija Marisa, suspirando un “pobrecita”, y desaparecía por algo, siempre urgente e irremplazable. Con Isabel, era distinto. Consideraba que la joven tenía más que suficiente para ser feliz. Se sentía orgullosa de su actuar de madre responsable que le había solucionado la vida.

Madre e hija conocían la historia que las unía en ese oscuro secreto, y ambas cuidaban el camino, apagando cualquier luz que despertara el monstruo de las cuentas por saldar. Dos lados de una historia jamás contada, donde Blanca era la heroína que rescató de la vergüenza a su hija.

–Voy a bajar a la playa, mamá. Maximiliano fue con los Hidalgo y voy a juntarme con ellos donde siempre…

Isabel logró detenerse antes de invitarla, como lo hacía tan a menudo. No quería volver a arrepentirse de tener a Blanca toda una tarde mirando el mar como si oliera mal, víctima de un silencio incómodo, para que las emociones bien custodiadas no se rozaran. Tomó su bolso, se puso los anteojos de sol y el sombrero de paja frente al espejo, pero no se miró. No quiso verse. Hacía tiempo ya que no podía enfrentar esa imagen enrostrándole su cobardía.

Isabel conocía el pequeño pueblo costero desde niña y, cada vez que recorría sus calles hoy pavimentadas, volvía al olor de la tierra mojada en vacaciones de invierno, el humo de las chimeneas, la libertad tan añorada por meses en la ciudad que se abría amplia y generosa en ese lugar. Allí, durante la adolescencia, sus padres estuvieron demasiado ocupados atendiendo amistades, en atardeceres de tertulias bien organizadas que los mantenían vigentes en la resbalosa escala social. Luego vino el silencio y la distancia, la repentina muerte de su hermano Adrián que dejó a toda la familia sumida en una sombra gris que aún permanecía vigilante en los rincones de la casa, y en la negación de la pena que, como un hoyo negro, se tragaba todas las intenciones de Isabel por acoger o ser acogida. Solo Max –Maximiliano–, con apenas doce años, se libró del pulso tenso, recorriendo descalzo la distancia entre la playa y la casa de su abuela. Llevaba en la mirada una chispa deliciosa que Isabel reconocía y adoraba. Su hijo tenía el sello que doña Blanca jamás lograría borrar y eso le daba espacio a Isabel para revivir, en cada gesto de su hijo, la ternura de ese amor adolescente y a escondidas. Pedro vivía en las cejas pronunciadas de Maximiliano, en la libertad atávica de su personalidad, en los cuentos que inventaba con tanto entusiasmo y en la forma de conquistar con su espontánea simpatía.