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Carlos Salem sobre Mujeres con gato: "A punto de cumplir diez años cumpliendo el sueño de escribir despierto, creí que había llegado el momento de ordenar en mi desorden vital todos los relatos de amor que no he querido perder por el camino. No he dejado de escribirlos, ni de sentir debilidad por los relatos de amor que no sean ñoños ni insulten la inteligencia de quien lee. Hay mucha poesía y mucho humor, porque el amor, sin esos dos ingredientes, es gimnasia sin ganas, un trabajo mecánico. ¿Es que hay algo más surrealista que un enamorado? Creo que no. En fin, que estas son, en estos primeros diez años como escritor, todas mis jodidas historias de amor. Espero que las disfruten tanto como yo al vivirlas o verlas vivir. Pero sobre todo, al escribirlas".
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Veröffentlichungsjahr: 2016
Textos
Carlos Salem Sola
Diseño e ilustracion de portada
Cristina Reina
diseño y maquetación
Cristina Reina
Fotografía
Laura Muñoz
Número de edición
Segunda Edición
Fecha de edición
Diciembre 2016
Edición digital
Abril, 2019
Edición
MueveTuLengua
isbn
978-84-17284-43-5
Ya lo he contado más de una vez.
Hace ya tiempo, durante una noche de borrachera, un dudoso amigo —que también escribía—, decidió que debía machacarme verbalmente.
Tal vez porque yo acababa de publicar mi segunda novela. Y él no.
Como ignoré la provocación, tomó aire y volvió a la carga, acusándome de sostener «una pose literaria de pseudo-macarrismo neobukowskiano».
Eso me dijo.
Y no le pegué ni nada.
Siempre he pensado que si alguien suelta una frase tan enrevesada a las cuatro de la madrugada, es porque la vida ya le ha golpeado demasiado.
Pero no se conformaba y, tras tomar aire, gritó para que lo oyera todo el local:
—¡Tú nunca serás capaz de escribir una jodida historia de amor, Carlos Salem!
Yo pedí otro tercio de cerveza, porque si vas a pegarle un botellazo a alguien, es mejor que el recipiente esté lleno.
Luego di un fuerte golpe con el puño sobre la barra y grité:
—¡Yo también puedo escribir una jodida historia de amor!
Y me bebí de dos largos tragos el tercio de cerveza. Ligera de peso la botella, opté por no estrellarla contra su cabeza.
Me olvidé del asunto. Sobre todo cuando recordé que una novia o esposa frustrada le gritaba algo parecido a Chinaski en un relato. Mi dudoso amigo no era original ni siquiera para insultar.
Poco después, cuando organizaba mi primera colección de relatos, me sorprendió comprobar que la mayoría de ellos, mis preferidos, eran historias de amor.
De amor cutre o sutil.
De amor canalla o romántico. Casi siempre surrealista.
Nació así un libro que se tituló Yo también puedo escribir una jodida historia de amor, que tuvo una excelente acogida y hasta fue finalista de un premio al mejor libro de relatos del año.
Pero seguí escribiendo. Novelas. Poemas. Y relatos.
La narrativa corta nunca fue para mí una pista de pruebas ni un gimnasio para ejercitar mi prosa. El relato tiene una entidad propia, una exigencia, un aquí y ahora, que no perdona. Cuando en una entrevista me preguntan si prefiero el relato a la novela o viceversa, ignoro la inutilidad de la pregunta y trato de que la repuesta sea cierta.
Una novela es una pelea por el título, aunque sea el de campeón de tu barrio. Y para ganarla, hay que llegar en pie hasta el final.
Un relato es una pelea de callejón. Y dura tan poco, que si andas mal de reflejos, te ha tumbado antes de que armes tu guardia.
Cuando este volumen se publique, faltarán unos meses (pocos) para que se cumplan diez años desde que empecé a publicar.
No he dejado de escribir relatos, ni de sentir debilidad por los relatos de amor, a los que impongo dos condiciones: que no sean ñoños, ni insulten la inteligencia de quien lee.
Por eso este libro, que incluye –revisadas- las mejores historias de aquel, y muchas más que han ido surgiendo en este tiempo.
Hay mucha poesía y mucho humor, porque el amor, sin esos dos ingredientes, es gimnasia sin ganas, un trabajo mecánico.
¿Es que hay algo más surrealista que un enamorado?
Creo que no. Por eso, entre las nuevas historias, se repite un personaje muy querido para mí, un tal Sotanovsky, pariente lejano del protagonista de Un Jamón calibre 45, y por lo tanto alter ego inesperado del que escribe.
Detrás de su absurdo cotidiano, los amores de Sotanovsky son como los de todos nosotros: sublimes y ridículos y necesariamente necesarios.
A punto de cumplir diez años cumpliendo el sueño de escribir despierto, creí que había llegado el momento de ordenar en mi desorden vital todos los relatos de amor que no he querido perder por el camino.
El título es un homenaje a un proyecto de libro que probablemente nunca escriba, porque las mejores ideas hay que dejar que lluevan y no ordeñarlas, o eso creo. Prefiero una docena de microrrelatos que me siguen haciendo sonreír cuando los leo, y seguir admirando, absorto, el misterio de las mujeres con gato.
Por cierto: cuando publiqué aquella primera colección, mi venganza fue no decirle nada al amigo criticón, para que no pudiera pavonearse diciendo que yo había escrito gracias a él. Como soporta el alcohol mucho peor que yo, no recuerda el desafío.
Y mi venganza es que siga sin saberlo.
Puede que lo invite a alguna presentación de esta antología personal y definitiva.
Y no le diré nada.
Eso es casi mejor que romperle una botella de cerveza en la cabeza.
Solo casi.
En fin, que estas son, en estos primeros diez años como escritor, todas mis jodidas historias de amor.
Espero que las disfruten tanto como yo al vivirlas o verlas vivir.
Pero sobre todo, al escribirlas.
Carlos Salem
Madrid, 2016
Manual de instrucciones insuficientes
Boceto de una obra de mayores pretensiones, iniciada por el ex periodista y ex escritor al que -por haber olvidado su nombre en el taburete de algún bar de Madrid- sus escasos amigos llaman «el Poe», tras conocer a Angélica de la Guarda y enamorarse de ella.
Angélica, obviamente, era una mujer con gato.
El por qué el estudio sobre las misteriosas relaciones entre las mujeres con gato y sus gatos no alcanzó una mayor extensión y profundidad epistemológica, se comprende, de modo implícito, al leer mi novela El hijo pequeño de Dios, aunque esta última afirmación puede ser, en sí misma, una burda estratagema para que compres la citada novela.
Estas instrucciones insuficientes, en cambio, se entienden por sí mismas.
O no se entienden. Como las mujeres con gato.
Te equivocas
Tienen secretos en común, códigos que exceden los tópicos, sonrisas que siempre te dejarán fuera de su curva.
Y no me vengas con el cuento de la soledad y las compañías que no exigen nada más que un plato de pienso y un laguito de leche; no me cuentes la teoría banal sobre el privilegio de castrarlos como si nos castraran a nosotros, para que no nos maten las dudas en cualquier tejado ajeno.
Sabes que no, que es otra cosa lo que ocurre entre las mujeres y sus gatos.
Puedes pasarte medio siglo de tu vida intentando conocerlas y, tal vez, al ver afilarse alguna madrugada en la que te sientas absurdamente inmortal, creas que has logrado ver algo bajo las faldas de ese misterio de mujer con gato.
Te equivocas.
Y lo sabes.
Los gatos también.
Por eso sonríen así.
Equipaje de caricias
Las mujeres con gato viajan con ellos, aunque crean que los han dejado de guardia en sus pisos, al cuidado de sus plantas y macetas, custodios de los peluches y muñecos que certifican que siguen siendo niñas.
Los gatos no pagan billete de tren, porque basta verlos para saber que cuando vamos, ellos están de vuelta. De allí que ellas crean que los han dejado en casa, olvidando que una mujer con gato es mucho más que una asociación felina.
Pero si en mitad del trayecto, una mujer con gato (que cree viajar sin él), siente la necesidad de acariciar lo que deja atrás, allí está el lomo del gato, en la memoria, para que la caricia no deje más un leve surco de ausencia.
En los pisos temporalmente vacíos, los gatos centinelas recogen recuerdos felices para que las mujeres con gato, al volver, tropiecen con ellos y recuerden que ya están en casa.
Y los recuerdos, cuando ellas los levantan del suelo, ronronean.
Aunque no puedas verlo
Hay mujeres con gato que no tienen gato.
Pero lo tendrán.
O llevan, caminando a su ritmo, dos huellas más atrás, un gato intangible que se funde con su sombra, y que se encrespa cuando ve que están a punto de pisar la baldosa floja que espera en el camino de toda mujer, con o sin gato.
Las hay que no han conocido aún a ese felino de brumas que, más que perseguirlas, las protege, acaso porque la noche se come las sombras a lametazos y el gato, discreto, se deja lamer.
Hay mujeres que miman gatos hechos de suspiros, y con nuevos suspiros los amasan cuando cualquier otra presencia en su cama sería un dolor o una derrota.
Y una mujer con gato, aunque a veces pueda olvidarlo, es invencible.
Tu gato de los domingos
Las mujeres con gato no lo son impunemente, y acaban adquiriendo el carácter de los seres de los cuales son mascotas.
Así, saben pasar del bufido al ronroneo en una fracción de segundo, y reclaman su independencia para acariciar cuando y como quieren, pero se dejan consentir en ciertas tardes de domingo, cuando las penas son garúa que no empapa pero moja por dentro.
Nunca creas que podrás domesticarlas, no tienen alma de peluche sino pequeñas garras que, cuando te tocan, te recuerdan que eres vulnerable, aunque mientras duran esos momentos, sientas que ni el tiempo te puede matar.
Kafka in love
Una mujer con gato que dejaba pasar -por miedo- cualquier amor que no fuera imposible, se hartó de la sonrisa burlona de su felino.
Y lo cambió por tres canarios.
Uno se escapó de la jaula y voló por la ventana.
Otro murió de tristeza.
El tercer canario anda suelto por el piso, juega durante horas con un ovillo de lana, y cuando ella se olvida de ponerle el alpiste, maúlla.
Por las noches, duerme a los pies de su cama.
Y cuando ella murmura, dormida, el nombre de algún amante perdido, el canario sonríe, burlón.
Eso sí: el tapizado del sofá permanece intacto.
Simbiosis
Las mujeres con gato vaticinan el cambio de estaciones por la velocidad con que cae el pelo de sus felinos compañeros.
Trío
Ignoro qué hora es, algún momento entre el asombro de la noche y las dudas matinales.
En la habitación, los tres permanecemos despiertos para ignorar al amanecer. Yo sigo en su cama, el gato reina en una esquina del colchón y ella busca algo por el cuarto, desnuda y en puntas de pie.
El gato repite su caminar y no podría decir cuál de los dos es más felino, quién enseñó a quién esa forma de andar sobre tacones de aire.
Ella se exhibe y mi sexo lo agradece, pero al mismo tiempo es una niña que anda de puntillas porque cree que así podrá volar y puede; será siempre una muchacha golpeada e invicta, a la que nadie podrá derrotar, salvo ella misma.
Desaparece escaleras abajo y adivino que tras las ventanas cerradas de la buhardilla, la mañana comienza a cavar sus trincheras.
Cava bien, la mañana, en mi confianza, y me pregunto cuántas veces habrá bailado ella este ballet doméstico de mujer con gato, para unos ojos de paso con ganas de quedarse.
Interrogo mentalmente al gato, que se limita a mirarme burlón y sonríe con desprecio. Aparto la mirada y la fijo en el trozo del suelo en el que empieza o acaba la escalera de caracol, que hace honor a su nombre por la lentitud babosa con que tarda en devolvérmela.
La cabeza de ella asoma, el gesto entre el pudor y la picardía. Me basta con ver sus hombros para saber que ha subido como bajó, gatunamente en puntas de pie.
El gato ya no la imita, sólo me mira con ojos fijos y rasgados.
Ella trae algo, nunca recordaré qué es, y lo lleva al otro extremo del cuarto. Le digo que me encanta verla andar así y me responde que así es como camina cuando está a solas con su gato, o me invento esa respuesta, maldito titiritero manco, para convertir en futuro texto un momento-tatuaje que no querré borrarme.
Y sonrío, convencido de que no importa cuántas veces haya caminado así, importa que esta noche ella danza para mí, y su sonrisa augura que tal vez habrá más noches y el amanecer se retira, derrotado.
El gato me mira, comprende que comprendo.
Y me guiña un ojo.