Mujeres de la Mafia - Lynda La Plante - E-Book

Mujeres de la Mafia E-Book

Lynda La Plante

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CUANDO LA VENGANZA ES EL ÚNICO CAMINO, NO HAY LÍMITES NI REGLAS Mientras en Palermo se lleva a cabo el mayor juicio en la historia de la Mafia, don Roberto Luciano aprovecha la boda de su nieta para anunciar su decisión de testificar contra su despiadado enemigo, el hombre que le arrebató a su hijo mayor. Pero antes de cumplir su amenaza, don Roberto y todos sus herederos varones son brutalmente asesinados. Solo las mujeres de la familia sobreviven. Y lejos de rendirse, juran venganza. En un mundo dominado por hombres, descubrirán que la astucia femenina y la violencia pueden ser una combinación letal. Con una trama electrizante que transita entre las lujosas mansiones sicilianas, los suburbios peligrosos de Nueva York, monasterios ocultos y salones de alta costura, esta apasionante novela de Lynda LaPlante se posiciona a la altura de clásicos del género como El Padrino.

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Seitenzahl: 874

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Lynda La Plante

Mujeres de la Mafia

 

Saga

Mujeres de la Mafia

 

Author: Lynda La Plante

Original title: Bella Mafia

Original language: English

 

Copyright 2025

 

Copyright © Lynda La Plante, 1987. Originally published in the English language in the UK by Simon & Schuster UK Ltd.

 

ISBN: 9788727202969

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para Jeanne F. Bernkopf.

PRÓLOGO

A las diez de la noche del segundo día del aplazamiento del juicio a la mafia más importante de la historia, uno de los principales abogados de la acusación, Giuliano Emanuel, recibió una llamada telefónica en su despacho. Era Mario Domino, un antiguo contrincante de los primeros días de ejercicio profesional de Emanuel en los tribunales.

Domino no se anduvo con rodeos. Anunció que quería mantener una entrevista en privado con Emanuel, y que si podían celebrarla enseguida, le resultaría ventajoso a éste.

—Estoy aparcado delante de tu oficina. Por favor, di a los guardias de seguridad que voy a entrar. —El teléfono del automóvil quedó mudo.

Emanuel colgó lentamente, pensando que no tenía otra opción. Advirtió a los guardias de la inminente visita y regresó a su escritorio.

El juicio, que debía ser el exorcismo del poder con que la mafia asfixiaba Sicilia, había sido retrasado casi antes de comenzar. Sobre una carpeta abierta encima del escritorio de Emanuel se veía la morbosa causa de aquel aplazamiento, una fotografía en blanco y negro del testigo crucial de Emanuel para la fiscalía. Había sido asesinado. El cadáver mutilado de Lenny Cavataio había producido el efecto deseado y todos los testigos habían ido retirando sus acusaciones contra el preso más importante, don Paul Carolla. La fiscalía era consciente de que podían morir muchos más antes de que se pudiera llevar a Carolla al tribunal.

Domino entró sólo unos minutos después de la llamada y los dos viejos amigos se saludaron con un efusivo abrazo. Domino lo prolongó para susurrar unas palabras al oído de Emanuel.

—Confío en ti, Giuliano. Quiera Dios que no traiciones mi confianza.

Tras rechazar la invitación a beber algo, Domino se sentó y abrió su maletín.

—Es de crucial importancia que nadie oiga esta conversación.

—Mario, te aseguro que puedes hablar con absoluta libertad. Revisamos el despacho todos los días. —Observó a Domino extraer un gran sobre de papel manila del maletín, abrirlo y sacar de él una fotografía.

—Si reconoces a este hombre, asiente con la cabeza. No quiero mencionar su nombre. Nunca se está seguro del todo.

Emanuel miró la fotografía en blanco y negro, y el pelo de la nuca se le erizó. Era don Roberto Luciano, Il Papa, el verdadero «Jefe de Jefes», un líder del pasado, de la época en que la mafia era considerada una fuerza para gente pobre, incapaz de luchar por sus derechos. Había formado parte de la organización durante más de cincuenta años y nadie sabía si seguía en ella. Pero en Palermo se le continuaba honrando, incluso reverenciando.

—Sé quién es —asintió Emanuel, devolviendo la fotografía a Domino.

—Es muy amigo mío y he actuado en representación suya en muchas ocasiones. Desea conocerte, pero es consciente del peligro que correría su familia si eso se supiera.

Emanuel sintió la boca seca y tragó saliva.

—¿Por qué desea conocerme este cliente tuyo? —preguntó.

—Te lo dirá él mismo. Creo que resultará beneficioso para ti, si es que puedes garantizarle absoluta seguridad a él y a su familia.

Los dos hombres se estrecharon la mano en señal de acuerdo. El cliente de Domino fijaría el lugar de encuentro. Emanuel debía esperar una llamada y hacer exactamente lo que se le indicara. Si se apartaba de lo acordado, el encuentro no se celebraría.

 

La llamada llegó dos noches después. Emanuel debía salir de su casa de inmediato y dirigirse en coche a un depósito situado en el puerto, dejar el automóvil allí y caminar hasta el final del Muelle 3, donde le recogerían. Solo.

Emanuel obedeció. Con un nudo en el estómago, aguardó en el muelle durante casi media hora. Por fin, un hombre pareció surgir de la nada, moviéndose en silencio, y le indicó que le siguiera. Otro hombre se deslizó detrás de ellos. Un tercer individuo los esperaba en un coche, cerca de allí, con el motor encendido. Cachearon a Emanuel para comprobar si llevaba armas antes de permitirle subir al coche, y se dirigieron a la ciudad en un total silencio.

El pequeño restaurante San Lorenzo parecía cerrado, pues estaba a oscuras. Con los nervios destrozados, Emanuel siguió a sus dos acompañantes por entre las mesas hasta una arcada. Los dos sujetos se hicieron a un lado y le indicaron con un ademán que subiera por la estrecha escalera que había ante ellos, cubierta por una alfombra de goma.

Arriba aguardaba un hombre canoso de unos sesenta y tantos años. Con un leve asentimiento de cabeza, ordenó a Emanuel que levantara los brazos y le palpó el cuerpo. Satisfecho, le indicó con un movimiento que le siguiera hasta el rellano siguiente, desde donde entraron a un comedor elegante y pequeño, decorado con cortinas rojas.

No había nadie más en la habitación, pero la mesa estaba servida para tres personas. El hombre canoso hizo sentar a Emanuel, le sirvió una copa de vino y salió.

Quince minutos después, Emanuel oyó unos pasos silenciosos y lentos por la escalera. Se abrió la puerta y entró Domino, que saludó a Emanuel con una inclinación de cabeza y se sentó. Sin decir una palabra, cogió la botella de vino, examinó la etiqueta y se sirvió una copa.

Cuando acabó de llenar la copa, las cortinas se corrieron y apareció un camarero con una bandeja con comida variada y platos de plata, que depositó con movimientos lentos sobre una mesita con ruedas. Emanuel miró el reloj, luego a Domino, y en el instante en que se disponía a hablar, las cortinas volvieron a abrirse y don Roberto Luciano entró en la habitación.

La fotografía no transmitía la fuerza de aquel hombre; incluso a los setenta años, resultaba impresionante. Medía más de un metro ochenta y se mantenía muy erguido. Su cabello blanco enmarcaba un rostro de ojos oscuros y párpados pesados, tenía una nariz levemente aguileña. El camarero se apresuró a quitar el abrigo de pelo de camello de los hombros de Luciano. Llevaba un traje de hilo de color tostado claro, una camisa beige y una corbata de seda azul sobre la que resplandecía un alfiler de brillantes.

Luciano se acercó primero a Domino, puso las manos en los hombros de su amigo y le besó en la mejilla. Luego se volvió hacia Emanuel, con la mano derecha extendida, y le estrechó la mano con un firme apretón.

Luciano parecía ansioso de que Emanuel aprobara el menú. Mientras comían el marisco con pasta, Luciano murmuró algunas palabras de aprobación. La cena transcurrió con una conversación trivial y cortés. Luciano felicitó a Emanuel por el modo en que había resuelto algunos casos y habló sobre un amigo común con Domino, mientras Emanuel aprovechaba para estudiar más de cerca a il Papa.

Las manos grandes y fuertes de Luciano se movían de un modo casi hipnótico. Alrededor del dedo meñique de la mano izquierda llevaba un anillo con un círculo y una luna hechos en oro sobre la piedra azul. Tenía las uñas cuadradas y las llevaba muy arregladas. No eran las manos de un anciano.

El camarero sirvió coñac en unas copas redondas y desapareció detrás de las cortinas mientras los hombres encendían unos puros. Emanuel oyó girar una llave en la cerradura. Se irguió, alarmado, pero Luciano le tranquilizó apoyándole una mano sobre el brazo.

—Es sólo una precaución. Me disculpo por tanta teatralidad, pero me hace sentir más seguro.

El anciano que había palpado a Emanuel entró desde la escalera e hizo un gesto a Luciano con la cabeza. Aquella puerta también quedó cerrada con llave cuando el individuo desapareció.

Luciano sacó un reloj de bolsillo, miró la hora y volvió a guardarlo. Luego se levantó de la mesa y fue a sentarse a un cómodo sillón, de respaldo alto y orejeras. Cruzó sus piernas largas y se retrepó sobre los almohadones de terciopelo rojo.

—Debe de tener usted alguna idea de por qué le pedí este encuentro. Estoy dispuesto a ser su testigo principal para la acusación, con la condición de que proteja a mi familia. Deberán disponer de casas seguras y guardias armados. Tiene que darme su palabra de que lo hará, pues sólo entonces le proporcionaré más pruebas, que le aseguro que significarán la sentencia de muerte de Paul Carolla. —Luciano hablaba con la seguridad de un hombre acostumbrado a que sus órdenes se cumplieran.

Domino sacudió la ceniza de su puro con un dedo.

—¿Podrías conseguir la protección que se te pide sin divulgar el nombre de mi cliente? Es fundamental que nadie conozca su identidad hasta el momento en que tenga que subir al estrado. No es sólo para su protección, sino también para la tuya. ¿Tienes posibilidades de organizar un sistema de seguridad así?

Emanuel era consciente de que no podía hacer una promesa de aquel tipo por su cuenta, pero había jurado solemnemente que la conversación de aquella noche permanecería en secreto. Tosió antes de hablar para aclararse la garganta, que tenía bloqueada.

—Signor Luciano, garantizarle seguridad a usted y a su familia va a requerir negociaciones con los jueces y los jefes de la policía, y es evidente que el tiempo nos es de suma importancia. ¿Cuándo podré examinar las pruebas que está usted dispuesto a proporcionar?

Luciano rió con un sonido profundo y gutural y luego sacudió la cabeza.

—¿Cree usted que poseo documentos? ¿Papeles que puedo darle? No, no. Yo mismo soy las pruebas, yo. Fechas desde 1928, todas registradas, pero no en un papel, aquí, en mi cabeza. —Se golpeó la sien con el dedo y se inclinó hacia Emanuel, hablando ahora con voz fría—. Vamos, amigo mío, ¿cree usted que pondría algo en un papel para dar más peso a mi ofrecimiento? ¿Por quién me toma? Tiene ante usted a un hombre de setenta años que no estaría vivo si hubiera escrito las cosas.

Emanuel insistió.

—Debe usted comprenderlo desde mi punto de vista. El gobierno exigirá alguna prueba concreta antes de desembolsar los fondos para una vigilancia completa, guardias las veinticuatro horas del día, casas protegidas... para un hombre cuyo nombre no puedo divulgar.

Los oscuros ojos relampaguearon, pero una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Luciano.

—Le llevé a Lenny Cavataio. Si la protección que le otorgaron a él es la que debo esperar, amigo mío, no hay trato.

—Eso fue mala suerte.

Luciano hizo una mueca burlona y se inclinó hacia delante.

—Nadie puede entrar en mi propiedad, pero en el juzgado soy vulnerable. Al reunirme con usted, soy vulnerable. Lenny Cavataio era el testigo más valioso que tenían ustedes contra Carolla y le dejaron morir como a un animal. Pero mi familia es mi vida; mis hijos son mi sangre. Necesitarán su protección más que yo.

Los nervios de Emanuel comenzaron a evidenciarse.

—Lo comprendo, signor, pero debe usted darme algo que pruebe sin duda alguna que tengo un testigo que merece protección.

Luciano cerró los ojos y caviló unos instantes; luego se inclinó hacia delante y habló en voz baja.

—Paul Castellano, jefe de la familia Gambino, y su chófer, Thomas Bilotti, fueron muertos a tiros delante del restaurante Sparks Steak House de Nueva York. Ninguno de los dos estaba armado, ni nadie protegía a Castellano. Sin embargo, hasta aquel momento, siempre había estado protegido, aislado por sus hombres. Estaba perdiendo la vista, ya no comprendía el mundo en que había sido criado. Se había negado a consentir que sus compañías de distribución de alimentos se usaran como pantalla para envíos de drogas. No estaba preparado para correr los riesgos de meterse con drogas, y el principal importador de heroína a los Estados Unidos era Paul Carolla. Tengo pruebas que le demostrarán que fue Paul Carolla quien ordenó asesinarlos. —Los ojos de Luciano eran dos estrechas ranuras. Ladeó la cabeza, como diciendo: «¿Le basta con eso?».

Pero Emanuel sabía que no era suficiente. Lo que le daba Luciano eran pruebas que cualquiera podía dar. Emanuel se puso de pie y se acercó al gran sillón rojo.

—Lo lamento, pero no me basta para asegurarle su protección.

Luciano levantó la vista hacia él y luego la dirigió a Domino. Al cabo de un momento, él también se puso de pie y colocó la mano sobre el hombro de Emanuel. La manaza parecía un peso muerto. Un absoluto silencio reinaba en el comedor. Emanuel tenía miedo de aquel hombre, y el alivio que sintió cuando levantó la mano de su hombro le hizo ahogar un jadeo.

—Lenny Cavataio hizo declaraciones sobre la muerte de un joven siciliano. Cavataio estaba dispuesto a subir al estrado y acusar a Paul Carolla de ser el instigador de ese asesinato. —Los ojos no parpadearon y se mantuvieron fijos en Emanuel mientras el anciano susurraba—: Ese muchacho era mi hijo mayor.

La voz suave y culta no revelaba en absoluto los sentimientos de don Roberto Luciano. Siguió hablando.

—Bien, amigo mío, no estoy dispuesto a continuar hablando. De usted depende. Me dice que el tiempo es crucial, que así sea, entonces. Tiene dos semanas. Esperaré noticias suyas a través de Domino. He dispuesto todo para el casamiento de mi nieta, que va a celebrarse el catorce de febrero, dentro de dos semanas. Será la primera vez en muchos años que se reúna la familia: mis hijos, mis nietos. Si puede garantizarme la protección que necesito, será más fácil con toda la familia bajo un mismo techo. El peligro que corren mis seres queridos es evidente y lo será todavía más cuando yo suba al estrado, si es que lo hago. Mis hijos seguramente no aprobarán mi decisión, pero ya la he tomado y no voy a retroceder. Gracias por venir a encontrarse conmigo. Ha sido una velada muy agradable.

La puerta se abrió aparentemente sin que nadie lo hubiera hecho y el anciano desapareció, dejando tras de sí el aroma dulce de las limas frescas. Domino apuró el contenido de su copa.

—No subestimes lo que te está ofreciendo. Harás carrera subido a su espalda. Te convertirás en un hombre muy famoso o en un cadáver.

—Quiere protección para su familia —replicó Emanuel, agriamente—. ¿Y la mía? Mira como están las cosas, que se han negado a darme dos escoltas las veinticuatro horas del día. Ni que hubiera pedido un ejército, y eso es lo que va a necesitar Luciano, un ejército.

—Entonces consíguelo. Aumenta tu propia seguridad, porque te advierto que si llega a saberse que Luciano es tu testigo, no vivirá para llegar al estrado. Créeme, estoy en contra de esta locura.

Emanuel estaba abrumado, pero tenía que lanzar un último disparo a Domino.

—¿Por qué? Dame una sola razón por la que lo hace.

—Te lo ha dicho: por su hijo, por Michael Luciano.

—¿Nada más?

Emanuel no estaba preparado para el arrebato de ira que enrojeció las mejillas de Domino.

—Paul Carolla se encargó de que Michael Luciano entrara en contacto con la heroína mientras estudiaba en los Estados Unidos. Luego, una vez que se convirtió en adicto, le enviaron de vuelta y le mostraron como una prostituta apedreada a su padre, que le adoraba. Carolla hizo eso a un muchacho sano porque el padre del chico no quería traficar con drogas. —Domino cerró el puño—. Pero el Don nunca cedió. Aquí tienes las pruebas; el hombre que estaba en esta habitación ahora es uno de los más respetados exportadores legales de productos de Sicilia, y ha pagado el precio. Lo ha pagado con la vida de su hijo.

Domino hizo una pausa, sacudió un pañuelo de seda y se secó la boca antes de continuar.

—Michael era hijo de su padre y luchó para salvarse. En el momento de su muerte, se había curado de su adicción. Pero los asesinos le inyectaron heroína suficiente para matar a cinco hombres, y ni siquiera eso les bastó. Le torturaron y le golpearon hasta el punto de que ni el encargado de la funeraria pudo recomponer sus facciones. Don Roberto lleva todo eso en su corazón. Se culpa a sí mismo por ese cuerpo mutilado, por las terribles cosas que le hicieron a su apuesto hijo.

Emanuel observó a Domino secarse los ojos. Hablaba como si la tragedia acabara de ocurrir.

—¿Por qué, si Luciano sabía todo esto, ha esperado tanto? Su hijo murió hace más de veinte años.

Domino le dirigió una mirada cargada de desdén.

—Porque tiene dos hijos más.

—Y sin embargo, ahora, después de todos estos años, está dispuesto a poner en peligro su vida y la seguridad de su familia. No lo entiendo.

Domino guardó el pañuelo y sonrió, pero sus ojos tenían una mirada helada.

—No eres uno de nosotros, no podrías comprenderlo. Llámalo venganza, llámalo el final de una vendetta, pero te garantizo que Paul Carolla está acabado si Luciano sube al estrado. ¿Capich’?

Domino se despidió y la puerta se abrió otra vez como por arte de magia. Los dos hombres que habían traído a Emanuel a la reunión le aguardaban.

• • •

Cuando Emanuel volvió a su piso encontró a uno de sus guardias lavando —otra vez— la entrada principal. El paño con el que el hombre limpiaba la puerta tenía manchas rojas. Emanuel suspiró. Una o dos veces a la semana le clavaban un gato muerto en la puerta, con las tripas colgando y las patas abiertas, como crucificado.

—¿Otro gato? Si siguen así, no va a quedar ni uno en el barrio.

El guardia se encogió de hombros.

—Este es diferente —dijo.

Emanuel lo miró. Ya ni siquiera sentía asco.

—¿De veras?

—Sí, es el suyo.

UNO

Sofía Luciano observaba la carretera, sentada junto a su esposo, Constantino; sabía que en unos instantes llegarían a la cima de la colina desde donde podrían ver la extensa Villa Rivera.

El hijo mayor de don Roberto Luciano, Constantino, tenía unas facciones atractivas y un cabello negro azulado, que recordaban a su padre en la juventud. Pero sólo lo recordaban vagamente, pues había una timidez y una docilidad en él que se hacían más evidentes cuando hablaba, ya que sufría de un leve tartamudeo. Sofía esperaba que él informara a sus hijos de que habían llegado «a casa». Le molestaba que su marido se refiriera siempre a la mansión de su padre como «su casa», cuando hacía ocho años que vivían en Roma, pero no dijo nada.

Debajo de ellos, resplandeciendo bajo el sol de febrero, Villa Rivera parecía bañada por una luz dorada que se desparramaba por encima del techo de tejas, la piscina y las pistas de tenis. Unas cortinas blancas revoloteaban en los postigos pintados, agitadas por la brisa de la galería.

Constantino detuvo el coche en la cima de la colina. Desde allí se veía el toldo rayado de la marquesina, que ya había sido armada para la boda. Constantino observó detenidamente la casa mientras sus dos hijos, impacientes, le pedían que se apresurara.

—¿Ocurre algo? —quiso saber Sofía.

—Deben de ser obreros, ¿los ves? En el tejado y alrededor de las verjas.

Sofía se protegió los ojos con la mano y miró.

—Estará lleno de gente, querido. Ya sabes que mamá querrá sólo lo mejor.

 

Graziella Luciano aguardaba en el porche. Se había recogido el cabello gris en un moño, y el vestido hecho a medida disimulaba su exceso de peso. El rostro, sin maquillaje alguno, seguía, a los sesenta y cinco años, terso y liso. Dominaba su excitación y su emoción, y parecía casi severa, pero sus ojos azules estaban alertas, observando atentamente.

Los guardias estaban abriendo las verjas de hierro forjado, de tres metros y medio de altura. Al ver subir el coche de Constantino por el largo sendero de la entrada, Graziella saludó con la mano, al tiempo que ordenaba al florista separar los ramos de flores un poco más y le recordaba que debía terminarlo todo antes de las cinco.

Los niños bajaron corriendo del coche y se arrojaron a los brazos de su abuela. El rostro de la anciana se suavizó y sus ojos azul celeste se humedecieron con lágrimas de emoción cuando los abrazó con fuerza. Constantino se acercó con los brazos abiertos, para besar a su madre. Ella sonrió y le acarició la cara afectuosamente.

—¿Estás bien?

—Mamá, me viste hace apenas un mes. ¿Crees que he cambiado?

Graziella cogió del brazo a su hijo y sonrió a su nuera. Sofía le envió un beso con las puntas de los dedos y dio instrucciones a la mucama para que tuviera cuidado con el traje de novia, que estaba envuelto en sábanas para que no se ensuciara. Cuando Sofía se acercó a ella, Graziella le acarició la mejilla.

—Habéis estado fuera mucho tiempo. Os echaba de menos.

El coche estaba atestado de maletas. Graziella ordenó a uno de los hombres que lo descargara y subiera el equipaje a la habitación.

Sin mostrar intención de ayudar, Constantino preguntó por su padre. Graziella le respondió que estaba en la ciudad, pero regresaría a las cinco. Luego se volvió hacia sus adorados nietos y les dijo que si corrían a su cuarto era posible que encontraran algo bajo las almohadas.

 

Sofía oía a los niños en la habitación de abajo. Hubiera preferido tenerlos en el mismo piso en que se encontraba ella, pero sabía que era mejor no contradecir las disposiciones de Graziella. Comenzó a deshacer las maletas, que ya estaban cuidadosamente colocadas al pie de la cama.

La habitación estaba llena de flores frescas, perfectamente arregladas, igual que el cuarto, aunque el gusto de Graziella le parecía a Sofía algo anticuado y austero. Muchos de los pesados y labrados muebles procedían de la casa de la familia de Graziella, de cuyos antepasados se murmuraba que habían sido aristócratas con título. En la casa no había ninguna fotografía de aquellos misteriosos parientes, y Graziella no tenía aspecto de siciliana. De joven había sido muy rubia y tenía irnos penetrantes ojos azules, rasgos que sólo su primogénito había heredado.

Sofía abrió los cierres de su maleta, molesta consigo misma por no poder impedir recordar a Michael Luciano cada vez que iba a aquella casa. Aunque no había una sola fotografía de los misteriosos familiares de Graziella, el rostro de su hijo muerto estaba en todas partes. Con los años, Sofía se había aprendido deliberadamente dónde estaba colocada cada foto enmarcada en plata, de manera que nunca la cogiera desprevenida su visión, que nunca sufriera un sobresalto al verle.

En aquel momento entró Constantino, y ello hizo a Sofía enojarse todavía más consigo misma. Detestaba que la sorprendieran hablando para sí.

Él cerró la puerta y la miró sonriendo. Su atractivo cuerpo acostumbraba estar oculto bajo sus ropas perfectamente cortadas y confeccionadas, pero ahora estaba descalza y sólo vestía una enagua de seda. Siempre le excitaba verla así.

—¿Necesitas ayuda?

—No, procura sólo que los niños no alboroten demasiado.

—Mamá está con ellos; les ha comprado unos muñecos nuevos de Action Men.

—Los malcría. —Sofía examinó el vestido que pensaba ponerse para la boda.

—Los quiere.

Sofía sonrió.

—Y yo te quiero a ti.

Él se acercó a ella, pero Sofía le esquivó, riendo.

—No, déjame deshacer las maletas. Tu padre estará a punto de llegar.

Constantino la cogió en brazos y le besó el cuello.

—Suéltate el pelo.

—No, déjame hacer lo que tengo que hacer.

Él la soltó y se tumbó en la cama.

—La casa va a estar llena de gente y, ¿sabes una cosa?, van a usar el cuarto de Michael.

Sofía casi dejó caer una percha.

—¿Qué?

Constantino se puso los brazos detrás de la cabeza y sonrió.

—Sí, el novio va a ocupar la habitación de Michael.

—Espero que la hayan ventilado. Lleva cerrada años enteros.

—Cuando subía espié un poco. Han guardado casi todas las cosas de Michael. En realidad, era ridículo que lo mantuvieran cerrado, con tanta gente en la casa. ¿Sabes?, será la primera vez en no sé cuánto tiempo que estaremos todos juntos. Quizá sirva para exorcizar unos cuantos fantasmas.

—¿Te refieres a Michael? —Sofía deseó haberse mordido la lengua.

—¿Michael? No, no estaba pensando en Michael. Sé que Filippo y su mujer se sienten dejados de lado porque no participan más en el negocio, pero con la boda Teresa estará sin duda más contenta.

—Seguro que sí, aunque todo se ha arreglado muy rápido. ¿Hay alguna razón?

—Es lo que quería papá.

—Comprendo. Y papá siempre consigue lo que quiere. A veces Teresa me da lástima.

—¿Por qué?

—Filippo puede ser muy guapo, pero sigue siendo un niño y se comporta como tal.

Vio el rostro de su esposo en el espejo y advirtió en él la súbita expresión de rabia que siempre le inundaba cuando ella decía alguna palabra contra su querida familia.

—¿Dónde está don Roberto? —preguntó.

Él bajó de la cama.

—Mamá me ha dicho que se ha retrasado por unos asuntos que tenía en la ciudad. Debería llegar a las c-cinco. —Se metió las manos en los bolsillos y frunció el entrecejo—. Está pasando algo. He intentado ponerme en c-c-contacto con papá. Va a vender algunas de las empresas, no tiene sentido.

Sofía notó su tartamudeo y le miró. Casi nunca hablaba de negocios con ella, pero Sofía sabía que había estado preocupado últimamente.

—Bueno, ahora vas a tener ocasión de hablar con él.

Él asintió y cambió de tema.

—¿Encuentras bien a mamá?

—Sí. ¿Por qué? ¿Tú no?

Antes de que él pudiera responder, oyeron el ruido de la bocina de un coche. Sofía se dirigió a la ventana.

—Son Filippo y Teresa. Casi chocan contra las flores de mamá.

—Será mejor q-q-que baje —dijo Constantino, pero se quedó allí, con las manos hundidas en los bolsillos.

Sofía se acercó a él y cruzó los brazos alrededor de su cuerpo.

—Tu madre está bien. Quizás un poco nerviosa. Éste es un gran acontecimiento y tiene mucho en que pensar.

Él apoyó la cabeza contra la nuca de Sofía.

—Siempre hueles muy bien, ¿sabes? A veces te miro cuando no te das cuenta y no puedo creer que seas mía.

Ella deslizó sus dedos por el pelo de Constantino y le cogió el rostro entre las manos.

—Si quieres, te espero aquí y me suelto el pelo...

Él se apartó al oír otro bocinazo.

—No, será mejor que te vistas. Mamá querrá que estés abajo.

Salió rápidamente y le oyó llamar a su hermano. Desde la ventana del dormitorio, observó bajar del automóvil a su cuñada Teresa Luciano. El chófer ya estaba bajando las maletas desparejas de su equipaje.

Teresa llamó a su marido, pero él no le prestó atención, pues corría a saludar a Graziella. Era tan apuesto como un actor de cine, pero no se preocupaba por su atuendo; vestía una cazadora de cuero y una camiseta, y tenía el pelo largo. Sofía observó que llevaba unas botas camperas con tacón.

Filippo vivía en Nueva York desde hacía años y casi no había vuelto de visita a su casa, de modo que no era extraño que su madre se alegrara tanto de verle. Estaba tan contenta que olvidó por completo a su nuera y a su nieta, la novia.

Rosa Luciano seguía recogiendo sus cosas de la parte trasera del Rolls Royce. El chófer le sostuvo la puerta abierta cuando descendió, y Sofía, que hacía años que no la veía, se sorprendió de lo atractiva que se había puesto la muchacha. Rosa había heredado los ojos oscuros de su padre y su pelo negro y rizado.

Teresa era mayor que Filippo y, a los ojos de Sofía, parecía ahora más que nunca una maestra solterona. Su rostro adusto, la nariz afilada y la boca tensa acentuaban su mal humor mientras trataba de organizar el equipaje y a su hija, y aguardaba que Graziella le diera la bienvenida. A Sofía le divirtió ver lo nerviosa que estaba su cuñada, cuando ésta hizo un gesto avergonzado hacia su arrugada falda y su chaqueta.

—Tía Sofía... tía Sofía... —Rosa Luciano entró corriendo en la habitación—. ¿Puedo ver el vestido? ¿Puedo verlo?

Sofía se apartó enseguida de la ventana.

—¿Puedes esperar a que esté planchado? Quiero que lo veas cuando esté perfecto... Pero Rosa, te has puesto preciosa. Déjame verte de cerca.

Rosa sonrió, encantada, y movió la cabeza.

—Deberías esperar un poco, hasta que se vayan las arrugas. Nos hemos retrasado horas en el aeropuerto, y luego mamá y papá han discutido todo el viaje porque papá insistió en conducir y a mamá casi le da un infarto...

Sofía la besó en los labios.

—Cuando se es joven como tú, y se está a punto de casarse, no hay arrugas. Vienen con la edad, querida mía, y tú estás preciosa como...

Rosa la abrazó con fuerza.

—Ay, tía Sofía, soy tan feliz que no sé qué hacer conmigo misma. ¿Has visto mi anillo?

Sofía hizo todas las exclamaciones adecuadas mientras examinaba el anillo de esmeraldas y brillantes. Rosa iba a casarse con el sobrino de don Roberto, un muchacho de su misma edad, apenas veinte años. Sofía sabía que él no podía permitirse comprar aquel anillo; il Papa, el mismísimo Don, lo había comprado, como había comprado también el anillo de compromiso de Sofía. Bastaba una mirada para darse cuenta de que era valiosísimo.

Rosa se tumbó en la cama.

—¿Sabes, tía Sofía?, a veces tengo que pellizcarme para creer que todo esto sucede de verdad. Hace dos meses no sabía que Emilio existía. Vino a Nueva York para atender unos negocios del abuelo y nos conocimos... fue amor a primera vista, se me declaró en la segunda salida. Fue tan romántico.

—Tu madre debe de estar muy contenta.

Rosa se irguió y esbozó una sonrisa torcida.

—¿Me lo preguntas o lo afirmas? Cualquiera creería que la que se casa es mamá, por el alboroto que arma. Hasta me empezó a contar las verdades de la vida, a traerme libros sobre los órganos reproductores y a controlar si mis periodos eran regulares. Al final, le dije: «Mamá, voy a casarme, no a parir».

Justo en ese momento, entró Teresa en la habitación. Frunció los labios.

—¿No deberías deshacer las maletas, Rosa? Tienes que llevar todo lo que tengas para planchar abajo a la cocina y dárselo a Adina.

Rosa se levantó de un salto y guiñó un ojo a Sofía al tiempo que salía de la habitación. Teresa suspiró y cruzó la habitación hasta donde estaba Sofía. Se besaron.

—Nunca sale andando de un cuarto. Es tan torpe. Espero que no hayas hecho un vestido con cola, tropezará con sus propios pies.

Sofía rió y le aseguró que el vestido sería perfecto.

—¿Puedo verlo? —preguntó Teresa.

—Mamá ha decidido que las mujeres pasáramos la velada solas mientras los hombres salen. Entonces podremos ver el vestido.

Teresa se subió las gruesas gafas al hueso de la nariz.

—Estás muy bien, tan delgada como siempre. ¿Cómo están los niños? Me enteré de que pasan mucho tiempo aquí. ¿Y Constantino?

—Bueno... muy ocupado. ¿Y tú?

Teresa pasó por alto la pregunta y prosiguió:

—Qué raro que don Roberto no haya estado aquí para recibirnos. Siempre lo hace. ¿Estaba cuando llegaste tú?

—No, sólo estaba mamá.

—Tiene muy buen aspecto.

—Sí, a mí también me lo ha parecido.

—Claro, tú la ves con más frecuencia que nosotros. —Los ojos miopes de Teresa recorrieron la habitación, observándolo todo, la ropa en las perchas y los zapatos cuidadosamente ordenados.

—Supongo que verás más a mamá, ahora que se casa Rosa. ¿Vivirá aquí?

Teresa sonrió, sin poder ocultar su satisfacción.

—Sí, creo que sí. Don Roberto lo trata como a un hijo. —Ya casi había salido de la habitación, cuando se detuvo y cerró la puerta—. No es una boda arreglada. Se aman.

—Sí, Rosa me lo ha dicho.

Teresa nunca había sabido del todo cuántos miembros de la familia conocían los antecedentes de su propio casamiento. Nunca había sabido por qué el Don la había elegido, pero nunca había objetado nada. La primera vez que vio a su apuesto marido le quiso más que a ninguna otra cosa en el mundo, salvo concebir un hijo. Rosa era su única hija, pero con la boda inminente, confiaba en que Filippo y ella dejaran ya de sentirse los parientes pobres.

—Estamos en el piso de arriba —se quejó Teresa—. Es muy incómodo, puesto que tenemos que ayudar a Rosa a vestirse. Pensé que ocuparíamos la habitación de debajo de la tuya, en el cuarto grande de los huéspedes.

—Mamá ha puesto a los niños ahí. Así podemos vigilarlos y oírlos si se despiertan por la noche.

—Sí, me lo ha dicho. Bueno, voy a deshacer las maletas, aunque no me llevará mucho tiempo. Veo que has traído un ropero entero. Quizá pudieras prestarme algo, si mi traje no es lo suficientemente elegante.

—Puedes elegir lo que...

Teresa la interrumpió con aspereza.

—Gracias, pero estoy segura de que lo que he traído estará bien. —Y abandonó la habitación.

 

El siguiente en llegar fue Emilio Luciano, el novio, cuyo juvenil rostro estaba enrojecido por los nervios. Constantino bajó corriendo las escaleras de dos en dos y abrazó a su futuro sobrino. Filippo apareció en lo alto de la escalera, con crema de afeitar en la cara y sólo con los pantalones, y de repente se montó encima de la barandilla y aterrizó en el vestíbulo deslizándose por ella. Los niños intentaron imitarle y se lanzaron boca abajo por la brillante barandilla.

Entre las felicitaciones, las palmadas en la espalda, los gritos y las bromas, Graziella estallaba de felicidad. Aquéllos eran sus muchachos, sus hijos, sus nietos. Parecía no notar el alboroto, ni el hecho de que Filippo sólo llevaba los pantalones; aplaudía y se encogía de hombros con aire travieso cuando alguno de sus muchachos le hacía un cumplido extravagante.

—¿Quién es esta chica? ¿Dónde está nuestra madre, eh? ¿Me vas a decir que esta belleza es nuestra madre? ¿Cómo es que no envejeces, eh?

Mientras Graziella trataba en vano de empujarlos hacia la sala, Rosa se arrojó en brazos de Emilio y los dos se besaron entre un estallido de aplausos. Fingiendo desesperación, Graziella sacó un gong, como acostumbraba hacer cuando los chicos eran niños, y lo golpeó riendo mientras uno por uno iban entrando.

Graziella sirvió café exprés, y cuando todos estuvieron ya sentados y disminuyó el alboroto inicial, se excusó alegando que debía ir a buscar más café.

—Iré yo, abuela.

—No, no, Rosa, tengo que vigilar la cena.

Graziella atravesó el corredor, pero en lugar de dirigirse a la cocina, entró en el comedor. Allí, sola, dejó escapar un profundo suspiro; la tensión de tener que ocultar sus sentimientos la había dejado agotada. Abrió las persianas unos centímetros y miró su reloj. Ya tendría que haber llegado. Había dicho que volvería antes de las cinco, y ya había pasado aquella hora. Se habían marchado los floristas, los albañiles y los decoradores, había llegado la familia y todavía no había señales de él. Y siempre llamaba si se retrasaba aunque sólo fueran quince minutos. ¿Por qué no había llamado hoy, precisamente hoy?

El teléfono emitió su agudo timbrazo y Graziella corrió al vestíbulo ahogando una exclamación. Llegó en el momento en que Adina colgaba el auricular.

—Era un mensaje para usted, signora. Don Roberto llegará dentro de unos minutos. Trató de avisar antes, pero alguien debía de estar usando el teléfono.

Graziella se persignó.

—Gracias, Adina. Prepara café y comprueba que todos los supletorios estén desconectados, salvo el del vestíbulo y el del despacho.

Adina asintió. Había problemas. Intuía el estado de ánimo de su señora desde días antes de que llegara la familia. Pero no se atrevía a preguntar, lo único que podía hacer era fingir que no advertía nada.

 

Graziella se reunió con su familia en la acogedora sala y, sonriente, empezó a distribuir bandejas con pastas y pasteles.

—Es la primera vez que estamos todos reunidos en casa, así que lo que celebramos hoy es eso, la familia.

Constantino advirtió las frecuentes miradas que su madre dirigía al gran reloj dorado que estaba sobre la repisa. Seguía sonriendo, pero sus ojos delataban su nerviosismo.

—¿Estás preocupada por algo? —susurró, besándole la mano.

—Tu padre se retrasa mucho. Se me va a estropear la cena.

Filippo preguntó en voz alta, mientras comía un pedazo de pastel:

—Mamá, ¿qué es ese ejército de guardias que hay delante de la casa?

Graziella pasó por alto la pregunta.

—Si queréis bañaros y cambiaros todos, habrá que organizar el asunto del agua caliente. Sofía, ¿quieres ir tú primero y encargarte de los niños?

Los dos hijos de don Roberto Luciano se miraron. Decididamente, ocurría algo. Constantino hizo un movimiento de cabeza a Sofía, indicándole que se llevara a los niños. Ella dejó su taza, todavía medio llena, los llamó y salió enseguida de la habitación. Filippo miró fijamente a Teresa, que frunció el ceño, sin comprender.

—Lleva a Rosa arriba para que termine de deshacer las maletas, ¿quieres?

No era una pregunta. Teresa dejó la taza e hizo señas a Rosa de que la siguiera. Filippo cerró la puerta tras ellas mientras Graziella se ocupaba de la bandeja de té.

—¿Está preocupado papá por el juicio, mamá? —preguntó Constantino.

Graziella asintió.

—Los periódicos de Nueva York hablaban muchísimo de eso —dijo Filippo—. Mamá, ¿qué te pasa?

Graziella estaba al borde de las lágrimas. Deseaba contarles todo allí mismo, pero no se atrevía a contradecir los deseos de su esposo. Constantino apoyó la mano en el hombro de su hermano como sugiriendo que no hiciera más preguntas.

—Quizá debiéramos hablar de esto con papá. Seguro que mamá tiene muchísimas cosas que hacer antes de la cena.

Graziella se disculpó con una mirada agradecida y dejó solos a sus hijos. Constantino se acercó despacio a la chimenea de piedra y se apoyó contra la repisa.

—¿Qué es todo esto? —exclamó Filippo, encogiéndose de hombros—. Por el modo en que se comportaba, creí que quería hablarnos...

Constantino dirigió una velada mirada a su hermano.

—Emilio, ¿querrías hacerme un favor? Me he dejado los cigarrillos en la habitación. ¿Te importaría traérmelos?

El joven novio comprendió que le estaban pidiendo que dejara solos a los dos hermanos y obedeció sin preguntar nada. Constantino se puso de pie y corrió las cortinas, miró la entrada de los coches y vio a los guardias en la verja.

—¿Qué pasa? ¿Crees que este asunto del juicio está afectando al viejo? Hay más guardias aquí que en el National Bank.

—¿Han cogido a alguno de los nuestros? —preguntó Filippo.

Constantino resopló.

—Han cogido la porquería, los ladronzuelos. Tienen las jaulas a reventar con todos los vagos de Sicilia. Hermosa manera de limpiar la basura.

—Paul Carolla no es un pez pequeño.

Constantino abandonó su actitud serena.

—Ah, ¿crees que no lo sé? Dicen que el desgraciado contrató a alguien para que se cargara al hijo de nueve años del que limpia la prisión. Presionó al tipo para que pasara mensajes fuera, y cuando se negó le volaron la cabeza al hijo. ¿Lo leíste en los periódicos?

Filippo negó con la cabeza. Constantino se quedó mirando por la ventana, sumido en sus pensamientos.

—Papá ha organizado esta boda en un abrir y cerrar de ojos. ¿Hay alguna razón para ello? No estará embarazada Rosa, ¿no?

Filippo se puso de pie de un salto, con el rostro contraído por la furia, pero Constantino lo aplacó.

—Tranquilo... Pero has de admitir que es mal momento para una boda, a menos que sea ésa precisamente la intención. Estamos todos aquí reunidos, bajo un mismo techo; quizás él sepa algo que nosotros ignoramos. ¿Has mirado fuera? Papá ha contratado casi un ejército para protegernos. Debe de estar preocupado. Sé que estaba furioso por lo de Lenny Cavataio. El juicio se ha suspendido.

Filippo, ya más tranquilo, encendió un cigarrillo.

—¿Quién es?

—Cavataio traficaba con drogas para Paul Carolla.

Filippo se encogió de hombros, pero nunca había oído hablar de Cavataio, y Constantino comprendió que lo que se murmuraba de su hermano debía ser cierto. Según los rumores, su padre lo había apartado por completo del negocio, Filippo era sólo una pantalla en Nueva York. Se preguntó ahora si el motivo de la boda no sería que su padre tenía intenciones de poner a Emilio a cargo de todo en Nueva York. La boda se había organizado con demasiada velocidad. La pregunta era por qué. Pero, como siempre, el Don no había explicado sus planes.

Constantino pateó la chimenea, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

—Papá ha vendido dos empresas sin comentármelo siquiera... Tiene que haber alguna relación con este asunto de Cavataio.

Filippo estaba más aturdido que nunca.

—Todavía no has acabado de contarme lo de Cavataio.

—¿Pero qué tienes en la cabeza, serrín? Lenny Cavataio era el tipo que proporcionó a Michael la droga que lo mató. Papá lo buscó después del asesinato de Michael, pero no hubo rastro de él hasta que apareció en Atlantic City. Papá lo mandó buscar.

Filippo aguardó con impaciencia mientras Constantino encendía un cigarrillo.

—Lenny quería hacer un trato. Llevaba escondido en Canadá diez años, y por fin salió de la cloaca para tratar de extorsionar a Carolla. Salió porque estaba sin un duro y se había vuelto adicto. Pero Carolla no se iba a andar con memeces y trató de eliminarlo. Lo que menos quería Carolla era que se ventilara esa vieja historia, sobre todo ahora que había ascendido tanto dentro de la organización. Pero Lenny estaba muerto de miedo y vino a nosotros. Cavataio fue directamente a las personas que Carolla no quería que viera.

Miró a Filippo, que estaba sentado con la cabeza gacha y con un aire tan abatido que Constantino no pudo evitar volverse más expansivo.

—Yo lo traje de nuevo aquí; digamos que fue mi regalo para papá, y Lenny habló, ¿entiendes? Por fin conseguimos pruebas de que Carolla había ordenado el asesinato de Michael. Lenny era el último testigo, el único sobreviviente. Le necesitábamos con vida, porque por medio de él papá sabía que podría atrapar a Carolla, no sólo por traficante sino también por asesinato.

Filippo seguía pareciendo confundido, y Constantino hizo una pausa, molesto.

—¿Me sigues? ¿Entiendes lo que te digo? Carolla iba a ser acusado del asesinato de Michael. Lenny estaba cantando como un pajarito, no sólo sobre lo de Michael, sino sobre todos los demás chanchullos de Carolla. Los federales y el departamento de narcóticos de Nueva York iban detrás de Carolla, y el imbécil se escapó a Palermo y se escondió en las montañas... —Sacudió la cabeza, riendo—. Qué mal lugar eligió, cayó directamente en brazos de la ley. Iban tras su pista como perros hambrientos. Cuando terminen de acusarlo aquí, lo enviarán de nuevo a los Estados Unidos. Va a pasar cien años entre rejas.

Filippo seguía sin comprender del todo.

—Entonces, ¿por qué han suspendido el juicio por asesinato?

Constantino movió la cabeza.

—¿Pero no tenéis periódicos en Nueva York? A Lenny Cavataio lo borraron del mapa hace cuatro meses. Lo encontraron en un mierdoso hotel de aquí, de Palermo, con las pelotas cortadas.

Filippo observó la gruesa alfombra y hundió la punta de su bota tejana entre las fibras.

—Deberíais habérmelo dicho.

—Ya sabes cómo hace las cosas papá, Filippo, le gusta guardar secretos.

Filippo se levantó de un salto.

—¿Secretos? ¡Por Dios, secretos!

—Yo me enteré porque Lenny vino a verme en Atlantic City. No tiene ninguna importancia que no supieras...

—¿Qué crees que soy? Todos hemos vivido con la obsesión de papá por Carolla y me dices que no tiene ninguna importancia... ¡Por Dios! ¿Por qué no os pusisteis en contacto conmigo, por qué? ¿Por qué papá no se puso en contacto conmigo? Yo tenía derecho a saber. Es un asunto de familia...

Constantino suspiró.

—S-s-s-sospecho que sabes por qué. Has ganduleado y te has abandonado, Filippo. Tu mujer aparecía constantemente por la empresa e incluso ha llevado algunos contratos. A papá no le gustaba eso.

—¡Es abogada! ¡Teresa sabe más que yo sobre licencias de importación! —Suspiró, sabiendo que no había nada que hacer—. ¿Crees que ese chico, Emilio, va a ocupar mi lugar?

Su hermano no respondió.

—Papá nunca se pone en contacto conmigo —siguió Filippo, al borde de las lágrimas—. Ha estado en Nueva York y ni siquiera me ha llamado para verme, y ahora esto... Por más cosas que yo pueda haber hecho mal, deberíais haberme informado de este asunto de Lenny. —Se echó a llorar—. Recuerdo.. recuerdo aquella noche, cuando nos contó... lo de Michael.

 

Filippo se refería a la noche, seis semanas después de la muerte de Michael, en que su padre descubrió la intención de Constantino de casarse con Sofía. Constantino había empezado a salir con ella sin la autorización de su padre, y en ausencia de don Roberto la había llevado a su casa. Ninguno de ellos esperaba la furia de su padre.

Su arrebato de ira los aterró. El principal motivo era que habían permitido entrar a una desconocida, peor, una joven, en la casa. Era algo que estaba totalmente prohibido, nadie, salvo la familia, podía entrar en la casa. El Don lanzó una diatriba a sus hijos y gritó y rabió fuera de control, hasta que por fin les contó la verdad sobre su adorado hermano mayor, Michael.

Los dos hermanos guardaban ahora silencio, sumidos en sus recuerdos de aquella noche. Michael había sido su héroe, su aliado, su luminoso ejemplo. No sólo destacaba en atletismo, sino también en los estudios y, para orgullo de su padre, había ganado una codiciada plaza en Harvard. Pero después, misteriosamente, regresó a casa en el segundo curso de sus estudios. Creyeron que sufría alguna infección. La noche que volvió, enfermó y hubo que llevarlo de urgencia al hospital. Semanas más tarde, lo enviaron a las montañas para que se recuperara, pero nunca volvió. El virus, les dijeron, lo había matado.

Lo enterraron con un funeral adecuado al hijo mayor de un Don. La angustia y el dolor los consumía a todos y oscurecía la casa. Su madre quedó deshecha, y su adorado padre cambió delante de sus ojos. Su cabello negro y espeso encaneció de la noche a la mañana, y las arrugas de su rostro se acentuaron por el dolor. Pero lo peor fue el aterrador silencio en que se sumió. Duró hasta la noche que ambos recordaban, la noche en que descargó sobre ellos aquella angustia inmensa, que los dejó paralizados de miedo.

Les contó por fin que Michael Luciano había sido asesinado, que el famoso virus era adicción a la heroína, todo cuidadosamente provocado por Paul Carolla, porque don Roberto Luciano se había negado a colaborar con él y dejarle utilizar su empresa legal de exportación como pantalla. Luciano dijo a Constantino y a Filippo que ellos eran tan vulnerables como Michael. Lo de Michael había sido una advertencia.

Aquella noche el Don inició a sus hijos; les enseñó los códigos de la mafia. Les explicó, sin ninguna emoción, cuántos habían pagado ya su precio por haber estado involucrados en el asesinato de Michael y los instó a mantener el espíritu de su hermano vivo en sus corazones, a no olvidar nunca la necesidad de hacer pagar a los asesinos. Les hizo prometer que jamás le contarían a su madre lo que había sucedido aquella noche ni cómo había muerto su adorado primogénito.

Para confirmar su obediencia, los dos hermanos besaron el anillo de su padre, el anillo que Paul Carolla codiciaba. Pero cuando él los abrazó, sólo sintieron terror.

 

Los hombros de Filippo se sacudían por el llanto. Constantino intentó calmarlo.

—Mira, Carolla está acusado de tantos delitos que no tiene ninguna posibilidad. Jamás saldrá en libertad. Retirarán los cargos de asesinato, pero está acabado de todos modos. Quizás eso exorcice el fantasma de Michael. Espero que así sea, porque para serte franco, lo llevo encima desde hace demasiado tiempo.

—Creía que era el único que se sentía así, que estaba obligado a ser como él y nunca lo sería. Pensaba que me pasaba sólo a mí... sabes, llegué a odiarlo.

Constantino abrió el armario de los licores, se sirvió un whisky y lo bebió de un trago.

—Creo que los dos competíamos con él. Mira el álbum de fotografías que hay sobre el piano. Estoy yo, Sofía y los niños. Estás tú, Teresa, Rosa... y está Michael, siempre Michael, en el marco más grande, en la fotografía más grande.

Filippo rió y su rostro se iluminó con la sonrisa.

—Yo siempre ponía su foto detrás. Todos los días. Y todos los días volvía a estar delante y desde allí me sonreía, como diciendo: «Carajo, no vas a sacarme de tu vida con tanta facilidad».

Constantino rió y sirvió dos whiskies. Entrechocaron sus vasos.

—Por Michael, para que descanse en paz y nos deje en paz.

Bebieron, y Filippo arrojó su vaso vacío al hogar. Constantino lo imitó y los dos se quedaron mirando los cristales rotos con expresión culpable.

—¡La puta! A mamá va a darle un ataque. Ésa era su m-m-mejor cristalería.

 

Paul Carolla fue conducido a la pequeña sala de entrevistas. Se acercó al mostrador y apretó la mano contra la pared de cristal blindado. Su hijo sonrió al otro lado. No aparentaba los veinticinco años que tenía, sino más joven. Luca apoyó la mano contra el vidrio; tenía bronceados los dedos, largos y finos, con las uñas perfectamente cuidadas. Los dedos cortos y la palma cuadrada de Carolla se apoyaron contra la de su hijo. Los dos cogieron los teléfonos para comunicarse.

Carolla estaba vigilado día y noche por haber recibido amenazas a causa de la muerte del hijo del encargado de la limpieza de la cárcel. Luca se había encargado del asesinato, y Carolla le había dado instrucciones para que abandonara Sicilia, por temor a que alguien lo relacionara con el asunto. Ver a su hijo hizo temblar de furia a Carolla. Miró a los dos guardias, luego a su hijo, y susurró con voz ronca por el teléfono:

—Te dije que te quería fuera de Palermo.

—Pero tengo algo para ti.

Unas gotas de sudor comenzaron a recorrer el rostro de Carolla.

—Te vas lejos y te quedas lejos, ¿me entiendes, Luca?

Luca sostenía el teléfono con ligereza. Sólo reveló que había oído a su padre arqueando levemente una de sus cejas rubias. Cuando habló, su suave voz sonó como un susurro extraño, similar a un eco.

—Sé el nombre; tengo el nombre; todo va a salir bien.

Desconcertado, Carolla le vio sacar un lápiz y escribir sobre un trozo de papel. Luca levantó la vista, sonrió y volvió a hablar a través del teléfono.

—Te lo he conseguido. He tenido que pagar diez millones de liras por él.

—¿Qué? ¿Qué? —El sudor caía por la cara de Carolla, y la mano que sujetaba el teléfono estaba húmeda y pegajosa—. Estás totalmente loco, ¿me oyes?

Los ojos azules de Luca se entrecerraron hasta que las pupilas parecieron puntos. Agitó el papel en el aire y canturreó:

—Tengo lo que quieres, pero dile a tu hombre que me pague.

Con cuidado, Luca levantó el papel y lo aplastó contra el cristal. Con su caligrafía extraña y delicada había escrito el nombre del testigo de la acusación.

Carolla sintió que el estómago le daba un vuelco y que le subía la bilis. La sintió en la boca al asaltarle unas arcadas incontrolables, pero no pudo apartar los ojos del nombre que había en el papel: su antiguo enemigo, don Roberto Luciano.

 

El chófer de don Roberto informó por radio a los guardias de que iban a llegar en pocos minutos. El mensaje fue transmitido por walkie-talkies a los hombres que estaban en el tejado, y la última parte del recorrido fue atentamente seguida con prismáticos.

Se abrieron las verjas y el reluciente Mercedes negro enfiló en dirección a la casa. El Don iba sentado entre dos guardaespaldas en el asiento trasero, y delante iba su fiel chófer.

Todas las luces de la mansión brillaban. Cuando el automóvil se detuvo, don Roberto permaneció sentado un momento, esperando a que se abriera la puerta. Uno de los guardaespaldas le colocó el abrigo de cachemir sobre los hombros y le entregó los guantes de cuero y el sombrero. Luciano había estado haciendo declaraciones ante Emanuel desde las diez de la mañana, en lo que había sido un día extenuante y doloroso, un día de recuerdos resucitados y heridas reabiertas. Pero el Don se mantenía erguido, unos centímetros más alto que sus guardaespaldas. Sonrió. La puerta delantera se abrió mientras él subía los escalones blancos del porche.

No hubo una persona en la mansión que no adivinara o intuyera su presencia. Don Roberto Luciano había llegado a casa.

DOS

La familia de don Roberto estaba reunida en la sala, aguardando su llegada. Los hijos, las nueras, los nietos, la nieta, el sobrino... todos conversaban en voz alta. Su aparición los hizo callar a todos. Los hijos se pusieron en pie para estrecharle la mano, y él los besó y saludó luego a sus nueras. Miró a Rosa y le dedicó una sonrisa especial.

—La hermosa novia, Rosa, y mi sobrino Emilio, bienvenidos. —Sus dos pequeños nietos lo miraban con la boca abierta. Él les cogió la cara entre las manos y les besó los labios—. Y mis muchachitos especiales, tan importantes como los demás. Bienvenidos.

Graziella levantó su copa para brindar.

—Por papá...

Brindaron por él, y de pronto se sorprendieron al ver lágrimas en sus ojos.

—Me hacéis muy feliz. Es maravilloso teneros aquí. Ahora, comamos antes de que se enfríe la cena de mamá. —Sacó un pañuelo limpio y se sonó la nariz con fuerza.

 

El Don tenía una palabra para cada uno, que los hacía sentirse especiales, y el vino fluía en abundancia. Cuando sirvieron los helados y los dulces, el Don tenía a un nieto sobre las rodillas y a otro en el brazo de la silla, con la mano alrededor de los hombros de su abuelo.

Constantino observó complacido a su mujer, Sofía, que pasaba una fuente por la mesa. Estaba deslumbrante, con un vestido de color rojo intenso y el pelo negro recogido en un moño en la nuca. Conversaba animadamente con Rosa, a quien explicaba cómo había trabajado en el diseño de su traje de novia.

—Quería que fuera como un cuento de hadas, y utilicé para ello a todas mis empleadas. Algunas debían haber estado trabajando en la tienda, pero las necesitaba a todas para tenerlo terminado a tiempo. Nino, mi diseñador, estaba furioso, pero le dije: «Rosa Luciano va a ser la novia más hermosa de toda Sicilia».

Constantino pellizcó a Filippo y le susurró:

—¿Sabes una cosa? Siempre estaré en deuda contigo. Después de todo, de no haber sido por ti no hubiera conocido a mi mujer. ¿No es la mujer más seductora del mundo?

Filippo, sonrojado por el vino, miró a Sofía, que se volvió y le sonrió.

—Ah, si yo hubiera sido unos años mayor, no hubieras tenido ninguna posibilidad. —Luego susurró al oído de su hermano—: ¿Quieres cambiar? No tienes más que decírmelo.

Teresa frunció los labios con aire suspicaz.

—¿Qué has dicho?

—Que no te cambiaría nunca —intervino Sofía, y ella y Filippo sonrieron.

—¡Exactamente!

Nada en el comportamiento de don Roberto dejaba entrever sus intenciones. Informaría a sus hijos a la noche siguiente, cuando los hombres cenaran solos. Entonces sabrían que él iba a ser el principal testigo de la acusación. No antes. Aquella noche deseaba disfrutar de su familia. Buscó su mejor coñac y una atesorada caja de puros habanos.

Los niños comenzaron a dar muestras de cansancio, pero no había forma de apartarlos de su abuelo. Luchaban por su atención y exigían que les contara cuentos.

Mientras fumaba un puro, el Don empezó a narrarles una anécdota de su propia infancia, cuando tenía la edad de Nunzio. Se había metido en un huerto y había robado dos relucientes manzanas. Como necesitaba tener las manos libres para trepar otra vez por la tapia, se introdujo las frutas en la parte trasera de los pantalones.

—Y allí estaba, colgado de la pared, cuando el granjero me pescó. Me tiró de la bota... —Hizo una mueca y sacó el labio inferior hacia fuera—. ¡Te cogí, ladronzuelo! —Ahora alzó los ojos con aire inocente—. ¿Yo, señor? No le he robado nada. Estaba mirando por la pared su hermoso huerto, pensando cuánto me gustaría comer una de sus ricas manzanas.

Constantino puso un brazo alrededor de los hombros de su madre. Todos escuchaban al Don, que ahora extendía las manos.

—Mire, señor, no le he robado nada. Soy inocente. —Guiñó un ojo y sonrió con aire de payaso.

—Nunca le había visto tan relajado. Jamás nos contaba historias —susurró Constantino a Graziella.

Graziella le dio una palmada en la mano y levantó los ojos hacia él, diciendo en voz muy baja:

—Las has olvidado...

—«Bien», dijo el granjero, «discúlpame. Ahora, vete de aquí y considérate afortunado porque no te he tirado de las orejas. Vamos, vete.» Así que empecé a andar hacia atrás, porque si me daba la vuelta, él vería dónde me había puesto las manzanas. Entonces me gritó: «¡Espera, espera!», sacó una gran manzana de la canasta y me la tendió. Y justo cuando iba a cogerla, ¿sabéis qué sucedió?

Las dos caritas lo miraron y las dos cabecitas se movieron.

—Las dos manzanas que le había robado cayeron al suelo y rodaron hasta él. Me persiguió por el sendero, gritando y levantando el puño, ¿y sabéis qué hizo? ¿No? Estaba tan enojado que me tiró las manzanas, y aquella noche volví y las recogí. Me sentía tan satisfecho conmigo mismo que me las comí todas. ¿Y sabéis qué pasó después? ¿No? ¿No? —Lanzó una carcajada—. ¡Tuve diarrea!

Todos se echaron a reír. A los niños les corrían las lágrimas por las mejillas. Cuando por fin se calmaron, don Roberto dirigió una íntima mirada de complicidad a su mujer. La casa estallaba de vida y energía y les hacía sentirse seguros. Se afirmó en que actuaba correctamente al no explicarles nada aquella noche.

 

A la mañana siguiente, Villa Rivera reverberaba con los ruidos de la familia. Los regalos para los novios se apilaban en la sala a medida que iban llegando, y había gran cantidad de campanas y herraduras de caballo, pero sólo el Don y su mujer sabían que cada uno de los regalos había sido inspeccionado y vuelto a envolver antes de que entrara en la casa. Sólo ellos sabían también por qué, cuando la familia se reunió para desayunar, todas las puertas estaban vigiladas. Había hombres en el tejado, en los huertos y en las caballerizas, y otros hombres comprobaban a todos los que entraban o salían de la casa, con la lista del personal que estaba contratado para la organización de la boda.