Mujeres en la noche - Maja Haderlap - E-Book

Mujeres en la noche E-Book

Maja Haderlap

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La nueva novela de Maja Haderlap vuelve a los escenarios de El ángel del olvido (Periférica, 2019): la región de Carintia, en el sur de Austria, y el ámbito cultural, histórico y político de la minoría eslovena que reside en aquella región, a la que pertenece la autora. Anni y Mira son madre e hija. Ésta reside en la capital del país, y la otra, en el pueblo que la hija abandonó al comenzar sus estudios. Una se siente alejada de las complejas singularidades de su identidad eslovena, mientras que la otra nunca ha dejado de reivindicarla ni de vivir acorde con su cultura. Una ha tratado de dinamitar, mediante una formación universitaria, los patrones de las mujeres de su familia y de su entorno; la otra, cuya existencia ha estado constreñida por la falta de educación propia de su género y su clase social, ha guiado su vida por la religión y el imperativo de salir adelante. La casa en la que Anni lleva décadas viviendo, desde que enviudara siendo la joven madre de dos hijos, pertenece a unos parientes que quieren disponer de ella, y Mira acude para convencer a su madre de la necesidad del traslado. El viaje de vuelta a sus orígenes constituye una ingrata inmersión en su pasado: Mira se siente de nuevo como una adolescente que no hubiera logrado una vida emancipada más o menos liberada de la pesada carga de sus cuitas familiares e identitarias. La relación entre Anni y Mira siempre ha sufrido las fricciones propias de un tiempo en el que las hijas no solían ser amigas de sus madres, pero, enfrentadas a la nueva situación, obligadas a poner orden en sus sentimientos y a desenterrar algunos conflictos no resueltos, recorrerán un camino de entendimiento que las llevará a un lugar desconocido para ambas. Mujeres en la noche nos muestra, con gran sensibilidad y emoción contenida, la confrontación entre el mundo encarnado por Mira y el de unas mujeres –nuestras abuelas, nuestras madres– que, a pesar de seguir atrapadas en un entorno en ocasiones asfixiante, evidencian una enorme resistencia frente a matrimonios infelices, la falta de autonomía y una profunda añoranza por las oportunidades a las que no pudieron acceder.

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Seitenzahl: 390

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LARGO RECORRIDO, 209

Maja Haderlap

MUJERES EN LA NOCHE

TRADUCCIÓN DE JOSÉ ANÍBAL CAMPOS

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: mayo de 2025

TÍTULO ORIGINAL: Nachtfrauen

 

 

 

© Suhrkamp Verlag Berlin, 2023. Reservados todos los derechos a Suhrkamp Verlag Berlin.

© de la traducción, José Aníbal Campos, 2025

© de esta edición, Editorial Periférica, 2025. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN:978-84-10171-48-0

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mira vaciló antes de sacar la maleta del trastero. Con la taza de café en la mano, se asomó a la ventana y miró con ojos casi desafiantes hacia el patio interior de su piso en Viena, algo con lo que esperaba ganar un poco más de tiempo, un tiempo en el que nada sucediera, en el que no tuviera que decidir nada.

En el dormitorio, arrojó la maleta sobre la cama, la abrió por la mitad y empezó a repartir las prendas, que ya tenía preparadas, en los distintos compartimentos. Había guardado la ropa interior, las medias y los calcetines en unas bolsas de tela, pues así no estarían desordenadas entre las demás cosas. Con el paso de los años, había desarrollado su propia técnica para hacer el equipaje que consistía en colocar sus pertenencias siguiendo un orden muy bien pensado. En esta ocasión no tuvo que darle muchas vueltas: sólo llevaría consigo ropa cómoda de andar por casa, nada de zapatos bonitos ni vestidos elegantes de color negro, esas cosas que tan poco le gustaban a madre.

La noche anterior había guardado el portátil en la mochila, junto con algunos libros que deseaba consultar. Puesto que en una ocasión había sufrido un ataque de pánico en París por haberse olvidado de guardar la medicación en la maleta, se aseguraba siempre de que las pastillas y los glóbulos homeopáticos estuvieran al alcance de la mano en los bolsillos laterales del equipaje.

Martin, que había desayunado antes que ella, metió los platos en el lavavajillas. Antes de salir del piso, le dio un beso en la frente. «Pásalo bien –le dijo– y conduce con cuidado.» «A qué viene eso», pensó Mira, pero Martin probablemente creyó que debía decirle algo alentador. A Mira le molestó que ese gesto la molestara.

La puerta del garaje se abrió con estrépito, algunos transeúntes pasaban apresurados, el sol brillaba. Al menos el tiempo estaba de su parte. Mira se alegró de no tener que salir a la calle bajo la lluvia y le asombró la naturalidad con la que se subió al coche, en el aparcamiento subterráneo del edificio, y partió.

Los atascos de primera hora de la mañana se habían disipado, así que llegó sin demora a las afueras de la ciudad y tomó la autopista del sur. Los camiones se concentraban en el carril derecho. Mira pisó el acelerador para alejarse de ellos, pero solamente lo consiguió durante unos minutos.

Recordó entonces la voz de Stanko al teléfono, extrañamente apagada, como si le costara esfuerzo dominarse. Mira ya estaba preparada para oír reproches por todas sus faltas, las justificadas y las injustificadas, pero, por lo visto, en una llamada tan breve, Stanko no encontró la manera de soltar todo lo que se había acumulado en su interior. «Tendrás que ocuparte tú de madre», le dijo él. Cada vez que pensaba en esa escalera del sótano, por la que podría caerse… «Lo sé», contestó Mira. «En fin, ¿cuándo vienes?» «Dentro de dos días.» Stanko colgó.

Hacía tiempo que a Mira le resultaba pesado emprender un viaje. La ligereza con la que en otro tiempo solía hacer las maletas se había convertido en algo molesto y paralizante. Atrás quedaba la época en la que en el último momento metía cuatro trapos en un maletín y se marchaba con Martin al campo, a los montes de Rax o a alguna capital europea. Últimamente, procuraba dejar todas sus cosas recogidas y en orden, no fuera a ser que le ocurriera algo. No sabía de dónde le venía ese impulso, pero tampoco quiso darle más vueltas. Antes de marcharse, ordenaba su escritorio, apilaba sus documentos de trabajo y dejaba la carpeta con los papeles y las pólizas del seguro en un lugar bien visible de la estantería.

Las frecuentes visitas al sur, a la región de la que era originaria, la agotaban más de lo que estaba dispuesta a admitir. Aunque llevaba décadas viajando allí y estaba acostumbrada, la agobiaban esos cambios entre el mundo urbano y el universo del pueblo. De cara a los demás, no consideraba que esas escapadas fueran propiamente viajes. Eran, en cierto modo, expediciones a su tierra natal, un viaje a las entrañas de su infancia, desplazamientos que a Mira le costaban más esfuerzo que las largas estancias en el extranjero o las caminatas de varios días cargando pesadas mochilas. Ni siquiera podía afirmar que viajara a una región extraña cuando iba de visita a casa: nadie se lo creería.

Solía persuadirse de que, al hacer la maleta, estaba obligada a renunciar a una parte de su existencia urbana. Nadie se lo exigía de forma explícita, pero con ello cedía a la difusa sensación que se lo sugería. Mientras iba amontonando la ropa de andar por casa a un lado de la cama, en el otro, se despojaba de una parte de sí misma, de sus prisas diarias por llegar a la biblioteca, de sus conversaciones y discusiones, de sus caprichos y excusas cuando salía de compras, del cansancio vespertino, de la sensación de no haberlo conseguido aún. Las dos mitades llenas de la maleta la conminaban a ponerse en marcha. Antes de cerrar la puerta de su casa, Mira guardó su existencia vienesa en el armario, un acto que le parecía sensato.

A la altura del paso de Wechsel, puso un CD de John Coltrane en el reproductor. El toque apagado del saxofonista alivió su tensión. Reaccionaba de buen grado a su música, como se reacciona ante una persona que, con gesto elegante, te quita de la mano el equipaje para llevártelo.

La llamada de Stanko no la había sorprendido. Había estado esperando en silencio el instante en que sería preciso tomar una decisión, ya que su madre se debilitaba con el paso de los meses. Además, Stanko la había informado que su primo Franz, el heredero de la casita, tenía planes para el inmueble, de modo que sería necesario, dijo, encontrarle a madre otro alojamiento. Mientras le fue posible, Mira había intentado posponer el momento de la despedida, ya que así también podría seguir viajando a casa con sus antiguas y oscuras expectativas, necesidades, por lo demás, poco apropiadas para una persona que ya peinaba canas. En su interior, sentía lástima de sí misma, como si todavía fuera una adolescente, a pesar de comprender que había llegado el momento de asumir mayores responsabilidades en relación con su madre.

El tráfico se había aligerado, y Mira conducía con rapidez, pero sin prisa. En todos los años que llevaba viajando a través del paso de Wechsel, sus bosques se habían convertido en un bucle repetitivo, algo familiar y monótono. En ocasiones contaba los puentes y los radares, o ponía la música tan alta que le parecía estar flotando a la deriva en una corriente de sonido, en lugar de conduciendo por una autopista.

Se había propuesto quedarse quince días en Jaundorf. No quería presionar a madre para que tomara una decisión. De ningún modo quería presionarla, pero sí tal vez hacerla reflexionar sobre un posible cambio. ¿Cómo explicarle a una persona mayor que tendría que mudarse en un futuro próximo, de hecho, muy pronto? Era como querer encerrarla en una habitación para que muriera, la última parada de un largo viaje.

«No puedo hacerle eso a madre», pensó Mira. Hablaría de nuevo con Franz, a pesar de que con él nunca pudo hablar abiertamente de ese tema, ni siquiera con Stanko. Su primo y su hermano se andaban siempre con rodeos y, cuando no se les ocurría otra cosa, le preguntaban si no había pensado nunca en volver al sur para estar cerca de su anciana madre. Como si su vida en la ciudad fuera una existencia hasta nuevo aviso, un préstamo, por decirlo así. A ojos de sus familiares, Mira era una mujer de ciudad. Una urbanita, decían, lo que equivalía a una persona desarraigada, con pretensiones de ser algo mejor, aunque, en el fondo, no fuera más que una desertora.

Después de más de tres décadas en Viena, Mira se sentía tan a gusto en el ajetreo de la ciudad como en un solitario camino de tierra. Lo único que revelaba que era oriunda del campo era su costumbre de definirse como una mujer de ciudad. Ningún urbanita que se preciara tenía la necesidad que sentía Mira de afirmar que era una persona de ciudad, esa imperiosa necesidad de distanciarse de Jaundorf.

El pueblo, en cambio, nunca la soltaba, se aferraba a ella con empeño. Mira había confiado en que, con el tiempo, la distancia entre ambos se hiciera mayor, pero aquel pueblo era terco. Fingía tener memoria, o incluso conciencia. Anni, su madre, era su viva encarnación, su vociferante portavoz. El pueblo se veía impelido a reafirmarse una y otra vez ante ella, la mujer de la ciudad. Se rebelaba contra los aires de superioridad de quien se había marchado.

–Nosotros, aquí, tenemos algo que decir –decía Anni–. No somos tan tontos como crees. También tenemos nuestras ideas sobre lo humano y lo divino, aunque sabemos que el pueblo no da para mucho. ¿Qué tiene de bonito marcharse? Cualquiera puede marcharse. Lo difícil es quedarse, aunque la mayoría de los vecinos hayan tomado las de Villadiego.

A medida que el pueblo iba envejeciendo, Mira se creía en la obligación de ser más indulgente. En su fuero interno luchaba por ser condescendiente, se permitía incluso, para ello, priorizar una imagen embellecida de la real. Confundía los nombres de las granjas y las direcciones, y veía edificios y establos donde en realidad nunca los hubo. Algunas aldeas y pueblitos de los alrededores la transportaban a otra parte. En cambio, los lugares lejanos la transportaban a la vecindad del pueblo. De vez en cuando, su pueblo imaginario se salía de sus límites, crecía escandalosamente o se derrumbaba. Antes de que todo se desmadrara, telefoneaba a Anni y le preguntaba largamente cómo iban sus habitantes. Le prometía volver cuanto antes, durante las vacaciones, muy pronto.

Cada vez que estaba deprimida, Mira recurría a un juego pendular entre el campo y la ciudad, un juego gracias al cual, en cuanto surgía algún conflicto en la biblioteca, podía retirarse a su pueblo imaginario, lo que la ayudaba a alejarse de pensamiento del puesto de trabajo, lo suficiente como para que las pugnas la afectaran sólo de manera tangencial. «No sabéis de dónde vengo ni las experiencias por las que he pasado», se decía, como si el haber visto la luz del mundo en un pueblo la hubiera provisto de una verdad mucho más profunda, de una mayor lucidez. Algo absurdo, por supuesto, pero la idea de que pudiera ser así la complacía.

El pueblo reclamaba su lugar. Insistía en interponerse en los recuerdos de Mira; de pronto se agrandaba o encogía, brillaba o se oscurecía. Formaba parte de su rostro: envejecía con ella. En ocasiones le parecía tan lejano como un cuerpo celeste, pero, aun así, no la dejaba dormir por las noches.

Con los brazos extendidos, Mira se apoyó en el respaldo. El tramo de la autopista del sur que estaba recorriendo se prolongaba. Las grandes extensiones de bosque estaban salpicadas aquí y allá por campos desnudos y ondulados donde más adelante crecerían el maíz o la colza. La pálida luz del sol conseguía resaltar la silueta del paisaje, pero el velo de fino polvo que recubría la autopista volvía a suavizarla.

«Hora de cambiar el CD», pensó Mira, y sacó de la guantera otro álbum de jazz que hacía tiempo que no escuchaba. Le gustaban esas melodías de soul, elegíacas y lentas, que la relajaban y la sumían en un estado de ánimo melancólico. Raras veces ocurría que un fragmento de texto en una novela o siquiera un poema desataran en ella sentimientos tan intensos como era capaz de hacerlo la música. Por eso Mira la consideraba un lenguaje real, muy superior a todas las palabras. A veces tarareaba las canciones con voz insegura o repetía algún estribillo aislado, a pesar de que, al menos en parte, le resultara incomprensible.

Nina Simone cantaba «Beautiful Land» como si la vida fuera un juego de niños aderezado con nostalgia y transitoriedad. En algún momento la música dejó de sonar. En la pequeña pantalla apareció una línea discontinua.

Mira estaba cansada, así que condujo hasta un área de servicio para tomarse un café. Había recorrido la mayor parte del camino. En el restaurante, con su decoración muy poco atractiva, tomó asiento en un rincón poco iluminado. Las lenguas de los viajeros se mezclaban con las canciones de moda de los altavoces y creaban un pegajoso flujo de sonidos. Mira hojeó con desgana el menú ilustrado y pidió un Apfelstrudel para acompañar el café. Tras un breve descanso, continuó el viaje.

En cuanto cruzó el Packsattel, Mira vio aproximarse su pueblo natal, Jaundorf. Surgía de sus pensamientos, y al principio le pareció una imagen dulce y familiar. Por un momento creyó que esa imagen podía venderse como souvenir en la estación de servicio. Sin embargo, con cada kilómetro recorrido, las asperezas de aquella localidad agrícola se hacían más patentes. Crecían en altura o se expandían. Retornaba incluso el recuerdo de los efluvios que despedían los pozos de purín abandonados o el olor de los tablones de madera mojados y ligeramente enmohecidos. Para su asombro, Mira aún conservaba en la nariz el olor de la paja seca y los especiados aromas del heno, aunque las balas ensiladas, con sus vapores húmedos y agrios, hacía tiempo que habían sustituido al olor del heno.

En el sur resplandecía la cordillera de los Karavanke. Al parecer había llovido durante la noche, porque sus claros picos mostraban un reborde gris. La imponente cordillera se presentaba siempre a una luz diferente, a veces con un contorno abrupto, otras veces suave y anchurosa, un conglomerado de sombras que crecía desde la llanura. Mira pensó que las montañas, sinónimo de permanencia, eran en realidad cambiantes, como si tuvieran un mecanismo especial que las moldeaba desde dentro.

Viniendo del noroeste, el cielo lucía siempre un matiz más brillante en cuanto se dejaban atrás los últimos túneles. La luz diurna era más suave, cubierta de un tinte blanquecino y azul claro. «Tal vez sean los claros reflejos de la piedra caliza», pensaba mientras observaba el horizonte. En su mente, se veía memorizando los nombres de los picos y las crestas, un hábito que no sabía si era suyo o de Martin.

Cerca de Völkermarkt, Mira abandonó la autovía, cruzó el Drava y puso rumbo a Jaundorf, hacia el conjunto de cumbres boscosas que cerraban la llanura del valle del Jaun por su vertiente meridional.

Jaundorf apenas había crecido en las últimas décadas. Los amos del pueblo eran cinco campesinos que labraban sus campos y sus tierras, así como un par de obreros y empleados cuyas casas se erguían entre las propiedades de mayor tamaño. A lo largo de los años, se habían levantado muy pocos edificios nuevos, algún que otro establo reformado o ampliado, se había añadido una planta más a algún cobertizo, construido alguna vivienda nueva para las generaciones más jóvenes, mientras que la antigua servía de lugar de retiro para los padres o los abuelos. Lo más feo era un silo de forraje que descollaba entre los demás edificios y que, en otoño, cuando el sol estaba bajo, proyectaba su sombra sobre todo el pueblo.

Éste no tenía propiamente un centro, a pesar de que en medio se alzaba un tilo junto a la calle asfaltada que pasaba a cierta distancia por delante de las casas. En los cuentos, los aldeanos solían reunirse bajo un tilo en todo tipo de ocasiones, pero Mira no podía recordar ni una sola reunión de esa índole. En la década de los setenta, cuando su familia se mudó allí, lo que se veía, en todo caso, era a los viejos sentados delante de las casas, hablando a gritos de vez en cuando. Pero incluso esa costumbre había caído en desuso desde que la televisión determinaba el ritmo de las noches.

Mira condujo en línea recta en dirección a Jaundorf, pero la estrecha carretera se desviaba poco antes del cartel con el nombre de la localidad y pasaba por delante de las casas. Sólo en el extremo occidental del pueblo era posible cambiar de rumbo y entrar. Dobló hacia la estrecha entrada de la finca y detuvo el coche junto a la subida hacia la era. Sintió una leve punzada en el diafragma. Al bajar del coche, relajó la nuca, pues la tenía muy tensa, y cerró de golpe la portezuela. La puerta de la casita en la que vivía su madre estaba entreabierta. En el pasillo olía a una vaga mezcla de hierbas y panceta.

Anni estaba acostada en la cocina, durmiendo sobre el gastado sofá. Tenía la cabeza apoyada en un brazo y respiraba con la boca abierta. Cuando Mira le puso una mano en el hombro, abrió los ojos.

–Dober dan –dijo Mira sonriendo. Anni le pareció algo desorientada.

–Te esperaba al atardecer.

–Pues ya estoy aquí, sem že prišva –respondió Mira.

Esas primeras palabras en esloveno le rasparon la garganta. Mira carraspeó; esa voz le sonaba un tanto extraña. Cada vez que hablaba en esloveno, en su laringe se avivaba un tono más grave que siempre la sorprendía. Normalmente charlaba con su madre en el dialecto esloveno de la zona, un lenguaje que al instante la obligaba a adoptar otra postura. Aquel dialecto era la puerta a través de la cual entraba a un mundo cerrado que aparentemente había dejado atrás, un mundo habitado por personas, vivas y muertas, que querían algo de ella, algo que Mira añoraba y, al mismo tiempo, rechazaba. Era un habla con la que se pretendía generar familiaridad. Uno se ponía en consonancia con su alrededor y aprobaba sin cuestionar nada. El dialecto se parecía a un traje tradicional con el que uno seguía siendo reconocible en medio de una multitud indistinta y con el que no se perdía, un lenguaje que prometía ser la orilla salvadora a la que se llega para tomar un respiro. Toda la infancia de Mira había transcurrido en ese idioma; el dialecto esloveno era su caja de juguetes y en ella estaban guardados todos sus anhelos, sus primeros miedos y sus percepciones. En cualquier otro lugar se veía separada de ese idioma que reposaba como un secreto en lo más profundo de su ser y ocultaba la historia de sus antepasados. Era el lenguaje de su infancia, pero también el de sus pérdidas, algo de lo que ni la propia Mira sacaba nada en claro.

Anni se pasó el pañuelo por la frente y la boca.

–¿Has comido? Hay ensalada de endivias y patatas, ¿te apetece?

–¡Sí, mucho!

Anni avanzó cojeando hasta el aparador. Arrastraba la pierna izquierda y se apoyaba las manos en las caderas.

–¿Te duele?

–Un poco –contestó Anni, y echó mano de la fuente de plástico de color verde chillón en la que había preparado la ensalada.

Mira sonrió al ver las tiras de panceta fritas entre las endivias.

–¡Qué bueno!

–¿Cuánto tiempo te quedarás?

–Tengo tiempo –contestó Mira, y se asombró por el tono despreocupado con que lo dijo.

Aquella noche durmió mal. No se acostumbraba a su vieja cama. Todo la molestaba: el colchón desgastado, la ropa de cama, que olía un poco a humedad, las frías paredes. A pesar de lo rápido que se adaptó al dialecto materno, a sabiendas de que la mudanza lingüística sólo duraría unos días, le costaba sentirse a gusto en su antigua habitación. En algún momento, tras desistir de renovarla, lo había dejado todo como estaba. No habían añadido ningún mueble nuevo, aunque nada más entrar en ella le fastidiaba no haber conseguido comprar un accesorio elegante ni una cama lo suficientemente ancha, por lo que Martin siempre tenía que dormir en el sofá junto al armario.

Había renunciado a su habitación de jovencita como se cierra un episodio vital del que alguien no quiere acordarse. Ese espacio, casi siempre deshabitado, lo empleaba Anni como trastero. Sobre el escritorio había una caja con una trituradora multiusos y dos floreros, además de un cactus seco en una horrible maceta amarilla. «¿Cómo no lo tiré a la basura en cuanto llegué?», pensó Mira, como si el cactus fuera el responsable de su noche en vela.

Ninguna otra hora del día la hacía sentirse tan encerrada como la noche. Cuando no conseguía pegar ojo, se veía frente a sus miedos, los mismos que con tanto esfuerzo había conseguido disimular. Ese estado la ponía nerviosa e irritable. En la ciudad, en última instancia, podía levantarse y sentarse en el salón delante del televisor, pero aquí la desolación sólo aumentaría si empezaba a caminar de un lado para el otro de la habitación. Toda la incuria le saltaría a la vista: cada mancha en la pared, el polvo en las estanterías de los libros, el maltrecho armario de madera de abeto con su puerta corredera atascada. Sentiría lo vanos que resultaban sus esfuerzos por engarzar los distintos capítulos de su vida. Mira pensó que tal vez su vieja habitación también la había olvidado a ella y que, a continuación, después de esa mutua extrañeza, se había sumido en una especie de rigidez.

Pensó en Martin, que, antes de irse a la cama, le había contado por teléfono que, en la reunión de profesores, había tenido una discusión con un compañero y que la cosa se había puesto fea. Ella había intentado calmarlo, pero Martin seguía fuera de sí.

–Tú y tus explicaciones psicológicas –le espetó–. Lo que dijo es intolerable, imagínate: me exigió que dejara de darle importancia al tema de la eutanasia. En realidad, lo dijo en la sala de conferencias, pero por lo visto los colegas no lo toman en serio.

–Habla con él cuando estés más tranquilo –sugirió Mira.

–Por supuesto que no lo haré –dijo Martin, y, al ver que Mira guardaba silencio, le preguntó por su madre–. ¿Puede andar sola?

–Sí, pero se tambalea. Tiene su andador en el pasillo.

–¿La has saludado de mi parte?

–Claro que sí.

–Todavía tengo que preparar los exámenes.

–Que pases una buena noche –dijo Mira, perpleja. Acababa de repetir la despedida vacua pero amistosa de Martin aquella mañana.

Se puso un jersey y salió a la puerta de la casa. Hacía frío, aunque los prados empezaban a verdecer y los narcisos florecían en ramilletes bajo los árboles frutales.

La verdad es que, cuando visitaba el pueblo, a Mira le gustaba estar a cielo descubierto por la noche, ideal para disfrutar sin la presencia de otros seres humanos. En aquellos instantes, las dinámicas locales quedaban anuladas y empezaba a regir un orden distinto, una atmósfera de silencio y recogimiento. Uno se entregaba confiado a esa sensación de tranquilidad, sin necesidad de estar todo el tiempo pendiente de que alguien lo arruinara con sus aires de importancia. A pesar de que las granjas eran meras sombras, Mira sentía la presencia del pueblo. Por fin los animales nocturnos podían moverse, por fin podían buscar sus territorios de caza o salir a la intemperie. Hoy, en cambio, no se oía ningún ruido, nada deslizándose a su alrededor. Todavía era temprano para oír las primeras aves. Además, hacía frío. La oscuridad en el pueblo movió a Mira a regresar a la casa. Por un instante pensó en poner a hervir agua para un té, pero se tumbó en la cama y por fin se quedó dormida.

Cuando Mira se levantó, Anni ya había salido de la casa. Se oían los silbidos de la cafetera. En la nevera había unos macarrones cubiertos de una pátina de color marrón y unas zanahorias descoloridas. Había un paté empezado que ya se estaba secando y, junto al envoltorio de las lonchas de queso, medio limón algo seco. Mira olió la leche y colocó la mantequilla y la mermelada sobre la mesa. Estaba molesta con la empleada del hogar, que parecía limitarse a comprar lo que Anni le decía. «Tenía que haber traído algo», pensó, pues sabía que Anni solía guardar la comida caducada. A su madre le irritaba que Mira o Martin inspeccionaran la nevera y la llenaran con productos frescos. Anni era incorregible en ese sentido. Cuando el pan o los bollos empezaban a enmohecer, se los llevaba al vecino para que se los diera de comer a los cerdos.

Mira oyó unos pasos detrás de la casa y vio a Anni apoyada en un bastón, cojeando mientras doblaba la esquina. Oyó sus preocupantes jadeos.

–No deberías andar por ahí sola –le dijo a su madre cuando ésta entró en la cocina.

–¿Por qué no me consigues a una cuidadora de verdad? Estaría de acuerdo en tener una, siempre y cuando hable esloveno, para poder comunicarme con ella con naturalidad –le dijo Anni.

«No me lo puedo creer», pensó Mira. Stanko no le había comentado nada a su madre. Estaba claro que no le había dicho una palabra, el muy cobarde. Le habían endosado a ella toda la responsabilidad.

Anni encendió la radio; estaba sintonizada la emisora local. Empezó a sonar una canción de moda en alemán. Mira torció el gesto.

–¿Demasiado alto? –preguntó Anni.

–No, no pasa nada. Pero mejor me pongo a hacer algo de provecho –dijo Mira.

Después del desayuno, abrió la ventana y limpió el polvo de los muebles y los objetos de su habitación, que entretanto se había calentado un poco. Anni se olvidaba de caldear las habitaciones desocupadas. Por lo general, se necesitaban dos días para sentirse a gusto en ellas.

Luego colocó la ropa dentro del armario y llevó los floreros a la cocina.

–¿Por qué has abierto todas las ventanas? –preguntó Anni–. Yo no caldeo para luego dejar que el calor se escape.

Mira cerró las ventanas y puso de nuevo en su sitio las orquídeas que Anni había dejado en la cocina, en el alféizar.

–Tenemos que hablar del futuro, mamá.

–¿Qué es lo que hay que hablar? A mí, de todos modos, no me queda mucho tiempo.

–Franz quiere volver con su familia a la granja –empezó diciendo Mira.

–Ah, ¿sí? –exclamó Anni con mirada de asombro.

–Le gustaría demoler nuestra casita y construir un taller en el terreno.

–¿Demoler la casa? ¡Estáis como cabras! ¿Un taller de carpintería, en este pueblo? –Anni no daba crédito.

–Me lo ha dicho Stanko.

Anni revolvió el aparador de la cocina como si buscara algo importante.

–Stanko me ha regalado un móvil, pero lleva varios días muerto. ¿Qué voy a hacer yo con un aparato así?

–¿Te ha regalado un móvil?

–Dice que debo llevarlo conmigo siempre, por si me caigo; así puedo llamarlo.

Anni puso el teléfono y un puñado de postales encima de la mesa.

–Lo ves, las he conservado todas, las postales que tú y Stanko me enviabais desde distintos países. Entonces todavía me escribíais; ahora, en cambio, ya apenas se sabe algo de vosotros.

–Tenemos que hablar, mamá –dijo Mira intentándolo de nuevo.

–Ahora no –dijo Anni.

Las postales yacían, unidas por una goma elástica, sobre la mesa de la cocina como si fueran una llamada desatendida. Los bordes estaban amarillentos; el delgado cartón, reblandecido. Mira retiró la goma, también vieja y quebradiza. Había olvidado por completo que, al principio de sus estudios, había enviado postales desde Viena. Enseguida reconoció su letra en las tarjetas de Roma, Venecia, Génova y Lisboa. El mundo que tenía en la mano era un mundo de imágenes fantásticas, de proyecciones, un mundo salido de una caja de polillas, aparentemente lleno de paraísos artificiales, con palmeras e iglesias frente a playas vacías y monumentos arquitectónicos. Las ciudades y las playas estaban amarillentas; los colores, cuando aún podían distinguirse, parecían más irreales que en su momento.

Mira habría preferido devolver las tarjetas a su sitio, en el aparador, pero vaciló. Sobre la mesa se expandía un olor extraño a sebo y flores marchitas. No sabía si lo despedían las postales o si llegaba del pasillo, el lugar al que iban a parar todos los vapores de la casa.

Entonces las llevó a su habitación y las dejó encima de la mesita de noche. Luego fue a buscar la aspiradora y empezó a pasarla por las demás estancias. Sabía que eso ponía nerviosa a Anni, que temía que Mira fuera a poner su orden patas arriba.

–No está tan sucio como te parece –dijo Anni–. Saj nisem šlampasta.

Con movimientos un poco bruscos, Mira tiraba de la aspiradora frotando enérgicamente el suelo con el cepillo en las habitaciones, el pasillo y la cocina, y metiendo el tubo en todos los rincones. En el pasillo había una cómoda estrecha sobre la que estaba el viejo teléfono de disco. Por el resto de la repisa, Anni había extendido unos tapetes bordados encima de los cuales había colocado un jarrón con coloridas flores de tela. Mira tenía muchas ganas de quitar los tapetes y lavarlos, pero se contuvo. Anni había decorado incluso el aparador de la cocina con los souvenirs que solía traerse de sus viajes con la asociación de jubilados.

En el desván, antes ocupado por Stanko, a Mira le llamaron la atención las manchas de moho en las paredes.

–¡Deberías airear la casa más a menudo! –le gritó a Anni, que la había seguido hasta la escalera.

–No lo desordenes todo –le dijo su madre–. Cómo voy a encontrar luego mis cosas.

La última habitación a la que pasó la aspiradora fue la de Anni, un espacio al que nadie debía entrar sin un motivo. Estaba situado en el lado oriental de la casa, y las ventanas daban a un espacioso prado. Aún estaba allí, en su sitio, la cama matrimonial que Anni había adquirido en la década de los ochenta. Por entonces todos se preguntaron si Anni tendría tal vez un amante cuya existencia les había ocultado, pero ella afirmaba que esa otra mitad de la cama estaba allí de recordatorio de que al lado de una persona siempre había sitio para un espíritu. Ahora había extendido en la cama una manta de ganchillo, cosida a partir de hexágonos cuyos intensos colores contrastaban entre sí y dominaban toda la habitación.

En la pared, entre las ventanas del dormitorio, había colocado una mesa sobre la que se desplegaba un paño cuyos extremos tenían bordados de claveles. Encima de la mesa había calendarios, revistas semanales dobladas y libros que Anni había leído o estaba leyendo. Su madre leía cuanto cayera en sus manos o el contenido de los paquetes anuales de libros de las editoriales eslovenas. En lo alto de una pila había uno ilustrado sobre Gambia y dos piedras oscuras con cristales de color ocre. Mira sabía que Anni solía colocarlas en distintos rincones de la habitación. Esos cristales difundían un halo misterioso que resaltaba incluso entre los objetos de devoción de Anni.

–¿Estás colaborando con alguna misión en Gambia? –quiso saber Mira.

–Hago donativos para Uganda –dijo Anni–. ¡Deja esas cosas donde estaban! ¡No toques nada!

La mesilla de noche de Anni era un revoltijo de colores. Junto a una figurilla de la Virgen, hecha de plástico fluorescente, había otra imagen suya, de mayor tamaño pero fabricada con fibra de vidrio. En un pequeño cuenco de porcelana, su madre había reunido unos cuantos rosarios con cuentas claras y oscuras. Junto a ellos, dobladas y apiladas, unas viejas estampas. Cada una de las llaves puestas en las cerraduras del armario o en los cajones de la mesilla de noche, aun la más pequeña, estaba adornada con una borla de lana. Anni había colgado la foto de su boda en la pared entre las dos ventanas. Sobre la cabecera de la cama había un cuadro de la Sagrada Familia, una reproducción que había adornado el antiguo dormitorio de sus padres en Bela. La imagen mostraba a la Sagrada Familia en perfecta armonía. El hijo de Dios, sentado en el regazo de María, daba de comer una rama de olivo verde a un cordero. A su lado, José, de pie con una tabla recién cepillada en la mano, observa la idílica escena de la que también forma parte. Anni había colocado la obligada cruz con Jesús moribundo encima del marco de la puerta.

Mira se había acostumbrado desde hacía tiempo al gusto de Anni a la hora de decorar las habitaciones, pero Martin, al entrar al dormitorio por primera vez, lo encontró casi grotesco.

–Parece el cuarto de juegos de una niña antes de la pubertad –dijo entonces–. Espantaría a cualquier hombre adulto.

Mira pensó que tenía razón. En aquel momento sonrió, pero ahora la habitación de su madre le parecía menos sobrecargada que nunca. Le gustaban mucho las cortinas de lino, firmes y sin blanquear, y la pila de libros se había vuelto respetable. Mira pasó con cuidado el cepillo de la aspiradora y dejó lo demás tal como estaba.

Al parecer, Franz se había enterado de su presencia en el pueblo, porque ese día, a primera hora de la tarde, se presentó con su BMW negro en la granja. Le sacaba a Mira una cabeza y disfrutaba visiblemente de ocupar más sitio y acaparar más la atención que otros adondequiera que llegaba. Entró primero en la casa principal, que estaba vacía desde la muerte de sus padres, y se puso a medir la puerta de entrada con un metro plegable.

Desde que Franz se había mudado con su nueva pareja a Völkermarkt, Mira había visto a su primo raras veces. Era cierto que Franz tenía en buen estado la propiedad, pero también era evidente que carecía de todo interés por llevar una granja agrícola en paralelo a su trabajo de carpintero. Había arrendado a los vecinos los pocos prados y campos que pertenecían a la granja. Ahora quería independizarse, montar su propio negocio, reformar la casa de sus padres y derribar la casita donde Mira y Stanko habían crecido junto a su madre.

–¿No hay ninguna otra opción? –le preguntó Mira cuando Franz hubo estirado las piernas bajo la mesa de la cocina–. ¿Qué piensas hacer con el establo?

Franz le contestó que lo convertiría en depósito y que el granero era el lugar apropiado para almacenar la madera. Pero el permiso para construir el taller lo obtendría solamente si lo edificaba en el lugar donde hoy se encontraba la casita. Desde hacía poco, los alcaldes estaban poniendo trabas a las concesiones de licencias de construcción. Lo sentía mucho, pero la situación de la tía Anni no podía continuar así eternamente.

–También hay que sacar los trastos del granero, tía. ¿Me oyes?

–¿Cuándo piensas comenzar con la demolición?

–En otoño. Ya he entregado los planos.

–¡Vaya! ¡Sí que va rápido la cosa!

Anni estaba de pie en medio de la habitación.

–Adónde hemos llegado –dijo con voz lastimera–. ¡El hijo de mi hermano me saca ahora de la casa!

Franz hizo un gesto de rechazo con la mano y carraspeó. Repitió que lo sentía mucho, pero qué otra cosa podía hacer. La vida debía continuar, y al pueblo le vendría bien que la gente regresara. A su tía le quedaba algo de tiempo para acomodarse a la nueva tesitura. Por lo visto, Stanko había estado informándose en la residencia de ancianos, y en invierno quedaría una plaza libre; como opción para Anni, no estaba nada mal. Dicho eso, Franz se dio prisa en despedirse y salir de la cocina.

–No sobreviviré a esa mudanza –dijo Anni al cabo de un rato–. Por mí, podría morirme ahora mismo.

–¡No hables así, mamá!

Mira acarició la mano de su madre, que reposaba sobre la mesa. La alarmó comprobar lo delicado que parecía al tacto el reverso de esa mano. «Lo tengo en la memoria de un modo muy distinto, como algo inaccesible y frío», pensó Mira.

Mira dejó la luz encendida largo rato aquella noche. Oyó a Anni abrir las puertas del armario de su habitación y rebuscar en él. La cama crujió cuando se sentó, el cabecero chocó con la pared. A Mira le pareció oír un murmullo. Los ruidos de la habitación de su madre no cesaron hasta medianoche.

En la mesilla de noche estaban las postales amarillentas; encima de todas se hallaban las enviadas desde Viena. Era la época en la que aún solía escribirlas, posiblemente porque entonces se sentía una turista apabullada por aquella gran ciudad que nunca había visitado. Mientras echaba una ojeada a las tarjetas, le llamó la atención que, en sus breves mensajes, no dijera una palabra acerca de sus propias inseguridades. Las escasas frases se referían casi todas a su preocupación por su madre: le preguntaba cómo se sentía, si todo estaba en orden en casa, si seguía teniendo aquellos dolores en las muñecas.

Una de las postales, enviada desde Venecia, sumió a Mira en un estado de inquietud. Mostraba unas manchas oscuras, como si le hubieran vertido té encima. Mira observó fijamente la postal. De pronto le vino a la memoria el lugar donde la había escrito, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la Fondazione Vedova, mientras contemplaba las luces del canal de la Giudecca. El centelleo y el fulgor del agua agitada por las embarcaciones, el murmullo del viento, el golpeteo de las olas contra los muros del canal, la ciudad desplegándose ante sus ojos. Podría estar sentada de nuevo, con las piernas recogidas, en el cálido y polvoriento suelo de piedra. Podría haber apartado con la mano las colillas y las algas secas.

Mira se apretó la postal contra el pecho. Hacía tiempo que no recordaba que la ruptura de uno de sus primeros amoríos tuvo lugar precisamente en Venecia, en un albergue juvenil de la Giudecca, después de que ella se negara a acostarse con su compañero –de cuyo nombre no quería acordarse–, en una habitación con varias camas y llena de gente desconocida. Le habría resultado de lo más embarazoso, así que lo dejó con el miembro tieso en aquella cama, huyó en mitad de la noche y estuvo vagando por la Fondamenta San Biagio. No sabía cómo explicárselo.

Pero él tampoco había salido a buscarla; se limitó a quedarse en aquella litera y se hizo el dormido cuando ella regresó. Al día siguiente, se mostró distante, como si no hubieran viajado juntos en el tren hasta Venecia.

Mira apagó la lámpara de la mesilla de noche y, a oscuras, clavó la vista en un punto fijo. El sueño se le resistía. Debido al exceso de cansancio, apenas daba cabezadas, algo que luego derivó en un estado de sobreexcitación y ansiedad. Se deslizaba por la dura superficie del sueño sin que éste se abriera para acogerla. Estaba acostada a sus puertas, ¿o acaso sólo soñaba con estar tumbada sobre algo duro e inflexible, sin que la dejaran entrar? Se durmió por fin cuando empezaba a amanecer y soñó que había llegado a Bela. En el sitio donde antes se hallaba Bela, había un suburbio a orillas del océano. El paseo marítimo estaba cubierto de hormigón y las casas apenas eran reconocibles. La luz diurna parecía grisácea. Sabía que, más que la claridad, lo que allí solía reinar era cierta lobreguez. Hasta la gente se había metido en cuerpos extraños y hablaba en pasado. Todo era.

Al despertarse, Mira estaba tan molida como si hubiera llegado a la orilla en un último esfuerzo, después de varias horas nadando en aguas embravecidas y turbias.

Anni estaba sentada a la mesa de la cocina con las mejillas hundidas y el rostro ceniciento. Se había preparado unas migas de trigo sarraceno sobre las que vertía ahora varias cucharadas de leche caliente. Había estado rezando casi toda la noche, pidiendo morir antes de la mudanza. Nočem več vandrati, repitió, como si toda su vida la hubieran estado echando de una vivienda y otra, como si ya no estuviera segura de su propia vida. A Mira le pareció una actitud exagerada y un poco teatral, pero no se le escapaba que, tras la angustia de Anni, se ocultaba un dolor verdadero. Mira vaciló. No podía consolar ni abrazar a su madre, y luchaba por encontrar las palabras, luchaba consigo misma.

A su familia nunca se le dio bien expresar los sentimientos. Desde que Mira tenía uso de razón, pesaba sobre ella una especie de voto de silencio en torno a lo que uno pudiera decir espontáneamente, de forma despreocupada o directa, de corazón. Las frases más sencillas estaban vetadas por una prohibición tácita, como si cualquier manifestación de cariño pudiera ponerlo todo en peligro. Uno optaba entonces por no decir nada, pues los sentimientos reprimidos, en cuanto se manifestaban, parecían extraños y cuestionables; en todo caso, uno se volvía vulnerable.

Las palabras que cada cual encontraba para acceder a los demás eran siempre motivo de insatisfacción y ponían de manifiesto una carencia que sus familiares rumiaban desde hacía tiempo. Si alguien conseguía decir algo, si llegaba incluso a expresar su afecto en el momento oportuno, acababa sintiéndose avergonzado. Sólo después, al meditarlo, uno se dejaba acariciar por aquellas palabras reconfortantes y saboreaba en parte la supuesta e inmerecida dulzura que escondían, pero acto seguido las rechazaba, pues nada era peor que ablandarse.

A la hora de hablar, en la familia de Mira se confiaba en los tonos secos y broncos, ya que eran los más familiares, tenían la tradición más larga y habían perdurado durante generaciones. Eran tan comunes que algo se echaba de menos cuando no se utilizaban. Mira había crecido con ese lenguaje, su verdadera lengua materna, áspera y reducida a lo esencial, la lengua que la había moldeado y contra la que no podía defenderse más que alejándola, distanciándose de ella.

–Ay, mamá –dijo Mira antes de salir de la habitación–. No puedes hablar así. No es bueno para nadie, ¿sabes?

Entretanto, en el entorno del cobertizo había una temperatura agradable. El sol había calentado la construcción de madera desde las primeras horas de la mañana y seguiría brillando hasta el mediodía. No era de extrañar que Frieda y Paul tuvieran allí su huerta, ahora de aspecto abandonado e improductivo. Mira estaba de espaldas a la pared de madera, contemplando el patio interior de la granja, donde hacía tiempo no se veía el ajetreo de los animales, ni gallinas, ni conejos, ni gatos, ni ocas. El estilizado edificio del establo, de una sola planta, parecía bien cuidado, pero sin vida. En el pasado, solía haber ruido a todas horas del día y de la noche; de allí salían los crujidos, los gruñidos y los mugidos de los animales de corral, sonidos semejantes a los de la digestión de un estómago gigantesco.

Sobre la barandilla de la rampa que conducía al granero, hecho con gruesos tablones de alerce, alguien había tendido una manta de lana. Mira se apartó de la pared y miró dentro del establo a través de la jabonosa y opaca ventana. Abrió la puerta y dirigió la mirada hacia los nichos resecos en los que en otro tiempo hubo dos vacas. Hoy el recinto no era más que un trastero donde se guardaban las herramientas y un par de mugrientos bidones de latón. Olía a paja y a aceite industrial, no a estiércol ni orín. Incluso se habían encalado las paredes, manchadas de excrementos. Los pelargonios pasaban el invierno en unos tiestos de plástico verde colocados en los alféizares.

La casa de Paul y Frieda, situada a unos pocos pasos del establo, parecía recogida en sí misma, fría, cerrada e impenetrable. La casa había comenzado a transmitir esa frialdad cuando Paul cayó enfermo. Frieda cuidó a su marido hasta la muerte. Cuando Paul finalmente falleció, ella no quiso quedarse. Murió en menos de un año, por agotamiento, ya que nunca volvió a recuperarse de los largos e ímprobos meses cuidando del enfermo. Había soñado con salir de viaje; especialmente le habría gustado volver a ver el mar. Pero ese deseo no fue más que un último amago de levantarse antes de la caída definitiva.

Cuando Frieda y Paul todavía vivían, en el espacio entre las dos casas siempre estaba ocurriendo algo. En todo momento había alguien asomándose a una puerta o cruzando el patio. Todo era un entrar y salir, un ir y venir; la gente se apresuraba a salir, siempre había que dejar, recoger o llevarse algo, recordaba Mira. Era como una puesta en escena de pequeños percances: «Mirad lo que acaba de ocurrir: se ha volcado el cubo del ordeño». O «Mirad qué cara se me ha quedado», decía el tío Paul saliendo de la leñera con los brazos extendidos y la cara cubierta de salpicaduras de aceite, después de intentar reparar la motosierra. O el gulasch requemado, que era necesario poner fuera para que se enfriara; los huevos recién puestos, que se te caían al suelo porque te creías que debías sacarlos del nido con una sola mano y luego llevarlos a la cocina. Y, cuando no había nadie en el patio, ahí estaban las gallinas, escarbando o dejándose cortejar por el gallo, que daba vueltas a su alrededor con las alas desplegadas.

La casa de Paul y Frieda era un imán: atraía a todos los que se acercaban. La gente entraba para picar cualquier cosa, para cotillear o entregar algo que se había traído de la ciudad. En muy poco tiempo, la casita de invitados también aportó lo suyo, ya que Anni había conseguido que sus pelargonios y sus claveles se convirtieran en la comidilla de todo el pueblo. Tenía muy buena mano para las plantas, decían. Sus flores eran verdaderamente bonitas, mucho más bonitas que la tumbona de color chillón que Anni se había comprado con la primera paga extra, tumbona de la que todos hablaban mal en el pueblo. Frieda decía que no había necesidad de tener una tumbona así en una granja; era mejor ponerla en otra parte, detrás de la casa, donde nadie la viera.

Anni estaba delante de la puerta de su casa con el andador, parpadeando a la luz del sol.

–¿Podrías sacar del establo los tiestos de pelargonios y ponerlos en los alféizares?

–Luego lo hago, que ahora me voy a hacer la compra –dijo Mira–. ¿Qué te traigo?

–Lo que te apetezca. En realidad, con lo que tenemos basta.

En el aparcamiento delante del supermercado, Mira metió las bolsas de la compra en el maletero del coche y fue andando hasta la plaza principal de Eisenmarkt. Le habría gustado pasar la mano por las paredes de las casas para asegurarse de que seguían allí, alineadas, de cuerpo presente, y no se habían convertido en un espejismo. Las fachadas de aquellas casas del barroco tardío estaban recién pintadas; la zona se había adecentado mucho desde que se instalaran en ella algunas empresas. Al mismo tiempo, los escaparates vacíos del centro testimoniaban la migración de los pequeños comercios y los negocios artesanales a las afueras. El ajetreo de la vida cotidiana se había desplazado hacia la periferia, que discurría por el centro de antiguos campos de cultivo y áreas verdes. También el centro histórico de los pueblos diseminados de los alrededores se marchitaba, mientras que a lo largo de los caminos sin asfaltar o en las laderas soleadas se alzaban los edificios de nueva construcción, pintados por fuera con vivos colores, provistos de toda suerte de adornos de moda debidos a la cambiante oferta de las tiendas de bricolaje. A Mira le parecía que aquellos pueblos ya no formaban un conjunto, que las casas ocupaban el espacio sin vínculo alguno entre ellas.

En el pequeño café de la plaza, Mira hojeó algunos periódicos locales. Lo de siempre: accidentes, esquelas, crisis bancarias, ventas de terrenos, propiedades abandonadas, conciertos de coros, perros y gatos extraviados, osos que saqueaban colmenas, pájaros carpinteros agresivos, semanas del salami, días de misa, ferias de productos y especialidades locales, nuevas rotondas y bandas de música. En el suplemento de la comarca, presentaban al directivo de una multinacional que había comprado extensas áreas de bosque y varias fincas en la región fronteriza. Decía que quería pasar sus últimos años retirado de todo, rodeado de paz y tranquilidad, aunque con piscina, jornadas de caza y una pista de aterrizaje para su helicóptero.