Ni miel ni hojuelas - Yadira Calvo Fajardo - E-Book

Ni miel ni hojuelas E-Book

Yadira Calvo Fajardo

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"Tan diversos como sus autoras, los textos recogidos aquí tienen en común el mismo reclamo por lo que se nos estafa y lo que se nos mezquinea; por las triquiñuelas que hemos venido descubriendo discurso a discurso, casi absolutamente por todos los caminos del arte y la cultura", Yadira Calvo.

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Colección Debates del Bicentenario

Edición, selección e introducción

Yadira Calvo Fajardo

Ni miel ni hojuelas: escribir desde la feminidad

Antología

(…) desde muchas y variadas ideologías, la mayor parte de los estudios del género reconoce que ha sido el inferior status social de la mujer lo que ha motivado la búsqueda de una práctica de escritura y de lectura desde la feminidad, esto es, desde la marginalidad.

Emilia Macaya, Espíritu en carne altiva

Las palabras se las lleva el viento. Más aún si las dice una mujer. Quizás por eso una mujer escribe y las reviste de ese inexplicable respeto que otorgan la tinta y el papel. Para dotarlas de peso y estallar el silencio, como lo hiciera la loca de mi bisabuela, que desde el techo botó a patadas las tejas de su casa cuando quisieron casarla por la fuerza con un gamonal.

Locas, histéricas, dementes que deambulan asfixiadas por esa violenta cordura de los demás. Quizás por eso una mujer escribe. Para que lo que una niña diga pese y haga mella y caiga como simiente en el corazón de los hombres y mujeres de buena voluntad.

Ana Istarú, “Palabras de histérica”

Introducción. Los textos en contexto

En aquel ajetreado siglo XIX en que las mujeres organizadas empezaron a desmontar la imagen de modestia, ignorancia, renuncia y sacrificio a la que un siglo sí y otro también se les pidió ajustarse, muchos ilustres varones sintieron que les tambaleaban su ser y su razón de ser. Había que impedir que se alteraran los límites trazados entre unos y otras. Con una mezcla repulsiva de condescendencia y desdén, lucharon por convencerlas (y convencerse) de que “la mujer” era una esencia eternamente igual a sí misma, nacida, los hombres sabían para qué. Ella, ni idea. Para tener ideas se requiere cerebro, y las de su sexo venían al mundo con una tara de nacimiento, al decir de Proudhon, “patente y declarada”; “orgánica y fatal” (como letra de tango).

La tara se ubicaba (y siguió allí durante buena parte del siglo XX), en aquella parte del cuerpo que solo les servía para hacerse rizos y ponerse cintas. Lo que un hombre sabía de toda mujer y ella no, era que cada una tenía la misma misión celestial y angélica de dulce cuidadora vigilante, ángel de paciencia, resignación y tolerancia, “hermana de caridad”, para el varón, “guardadora de su fe”, “espejo de su conciencia”, y “fuente de sus entusiasmos”. Como las letanías de la Virgen.

Querer deshacerse de la asfixiante santidad doméstica a la que sometía a las mujeres su indigencia mental, equivalía, decían ellos, a perder “el perfume de la feminidad”, conseguido mediante todas esas cosas “deliciosas”, “atrayentes” y “agradables” de que vivían rodeadas, sin preocupaciones científicas, intelectuales, metafísicas y ciudadanas que les afearan los cerebros y las alejaran de figurines y devocionarios. Miel sobre hojuelas que ellas, desagradecidas, parecían incapaces de estimar. Las mujeres, por su parte, sabían que aquel cuadro engatusador no buscaba mantener el supuesto bienestar de su también supuesto sinquehacer, sino preservar la comodidad de los hombres, su beneficio, su propia imagen, sus leyes y prerrogativas. Era un intento de garapiñar la dominación para que incluso pareciera que a ellas les había tocado la mejor parte.

El asunto pintaba más o menos como la cancioncilla infantil de la china que se perdió en un bosque de la China (¿de dónde más podría ser?): “Y yo que sí y ella que no”. El forcejeo se mantiene, un poco más atenuado porque los tiempos cambian aunque algunas ideas persistan. Las insumisas quieren que no, que sexo no implique jerarquía ni bota en la nuca, ni repartos desiguales, ni definiciones impuestas por los unos a las otras. Quiere lo básico y elemental: la igualdad de las unas con los otros y cualquier derecho a la mitad. Los patriarcas, tercos, están empeñados en que sí, que sigamos los corrosivos mandatos y tradiciones de la dominación. Ellos se aferran a su cofre del tesoro, porque de eso depende su poder y su orgullo y su bastón de mando, pero la historia que nos han querido azucarar con falacias nos sigue sabiendo amarga y falsa.

De eso tratan, unos más y otros menos, los textos elegidos para esta antología, que arranca con Yolanda Oreamuno, a cuyo juicio las sufragistas no habían conseguido para las mujeres más que tacones altos y pelo corto. Agua de borrajas. Ella prefería hundir su pluma en el corazón del problema, que estaba más bien en el que llamaban y aun llaman “cabeza del hogar”. Eso era como cargar la roca de Sísifo: una y otra vez subida, una y otra vez despeñada cuesta abajo. Eran los tiempos de aquella Costa Rica tranquila y adormecida a la que tres decenios atrás, en carta a Ángela Acuña desde un sanatorio en París, Aquileo J. Echeverría, a casi un paso de la muerte, llamaba “la tierrecita de las mujeres guapas, el café sabroso y los hombres pobres”. Yolanda ve girar esta guapura, lugar común publicitario, “proliferándose en la imaginación del turista ‘Kodak’”, y acepta que se puede seguir usando para la propaganda. A ella (que la tiene hasta para regalar) no le preocupa la belleza de las ticas sino los palos que les atraviesan en las ruedas, las trabas y tropiezos; es decir, lo mismo que nos sigue preocupando hasta hoy.

Tan diversos como sus autoras, los textos recogidos aquí tienen en común el mismo reclamo por lo que se nos estafa y lo que se nos mezquinea; por las triquiñuelas que hemos venido descubriendo discurso a discurso, casi absolutamente por todos los caminos del arte y la cultura. Reclamos del feminismo, ese movimiento que la sociolingüista Cheris Kramarae definió como “la idea radical de que las mujeres son seres humanos”. Como movimiento, pide poco, pero aun ese poco les estorba a algunos. Es más, les molesta hasta la palabra que lo denomina, porque para ellos, el mundo está bien cuadrado así como está, con los beneficios de una sola parte.

Debemos recordar que un autor como el filósofo José Ortega y Gasset, cuyas obras siguen siendo materia de estudio en las universidades, se manifestaba contra eso que él, en su obra póstuma El hombre y la gente, de 1957, llamaba ¡“manía igualitaria”! Afirmaba, contra tal “manía”, que ante una mujer, los varones presienten “inmediatamente”, “una criatura que, sobre el nivel perteneciente a la humanidad, es de un rango vital algo inferior al suyo”. Ella es “ser humano” –concede– (¡qué alivio!) pero lo es “menos que el varón” –previene– (¡Qué desconsuelo!).

Las autoras de estos textos son de las que no se creen ser menos humanas que Ortega y Gasset. Sus poesías, cuentos o ensayos, se han elegido aquí porque se inscriben en esa corriente de pensamiento originada en el mismo desasosiego y malestar que, en los albores del siglo XV, llevó a Cristina de Pizan a protestar porque durante mucho tiempo las mujeres habían quedado indefensas y abandonadas “como un campo sin cerca”. Y tal vez también porque, en el fondo, sabemos que, como dice Ana Istarú, tinta y papel otorgan “un inexplicable respeto”, y le dan peso a las palabras para evitar que se las lleve el viento.

Primera parte:

del pensamiento

Entiendo por ensayo, con Josemaría Carabante, una escritura “cuyo desciframiento relumbra en nuestro interior con la familiaridad de una reminiscencia”, “sugiere nuevas dimensiones sobre las que especular”, nos permite situarnos y resituarnos en el mundo, busca sugerir más que convencer, dar que pensar en vez de fijar dogmas, y en fin, “sirve para humanizar, en el sentido más pleno del término”. Eso le exige ser reflexivo, desafiante, removedor del pensamiento.

Con esto quiero señalar que, aunque abundan más que los pejibayes en Tucurrique los escritos en prosa sobre el género, con ser profundos y eruditos, difícilmente la mayoría de ellos entra sin muchas abolladuras en esta definición. Los aquí recogidos son una suerte de muestrario en el que se ve y se nota lo que ciertos sectores fosilizados de la sociedad no quieren que se note ni se vea.

“¿Qué hora es...?”, de Yolanda Oreamuno, constituye el escrito clásico fundacional del pensamiento feminista no adherido al sufragismo. Denuncia poderosa de una joven de apenas 22 años, que cuestiona los valores del hogar patriarcal donde se somete a las hijas a dependencia y sumisión, volviéndolas incapaces de luchar por la vida. Es su respuesta a la pregunta que lanza el Colegio de Señoritas en un concurso en que se piden sugerencias para librar a las mujeres de la frivolidad ambiente. Sin reservas ni miramientos, la joven autora lanza sus dardos sobre aquel blanco, entonces intocable y en buena proporción, sus palabras siguen sonando actuales, como recién escritas.

El texto de Ángela Acuña nos permite vislumbrar algo del pensamiento, sueños, esperanzas y fantasías de la líder incuestionable del sufragio femenino en el país. Su consigna durante las luchas por el voto había sido “maltratar lo menos posible los sentimientos retrógrados de la época”, y aunque ya para el último tercio del siglo, cuando escribe su único libro, aquellas batallas eran agua pasada, siempre se nota en ella el deseo conciliador, el ánimo de no herir los sentimientos de una sociedad que, en muchos aspectos, seguía siendo la misma.

“Mitos culturales de la mujer”, de Carmen Naranjo, interpreta las figuras de Eva, Penélope, Beatriz, Dulcinea, Nora, y analiza mitos como el de la virginidad, la maternidad o la mujer liberada, con el fin declarado de señalar el peso enorme y gravoso que representa la tradición cultural para quienes se supone deberíamos adaptarnos a los modelos propuestos. “Maestra en el manejo de la palabra y del lenguaje” y “creadora de significados”, como era, según la describe Virginia Borloz, su análisis detallado y diestro nos asoma a los abismos a cuyo borde y peligro nos colocan ciertos mitos, en apariencia inocentes.

“Poder malo o poder bueno. Los desafíos del poder para las feministas”, de Alda Facio, cuestiona el pensamiento dicotómico que nos ha regido al menos desde la filosofía presocrática hasta hoy, y vislumbra la posibilidad de un cambio que procure “una vida mejor para cada ser humano, para otros seres vivientes y para la Tierra misma”. Partidaria de una revolución sin armas, al menos, dice ella, no “de las que matan”, Alda denuncia las diferentes desigualdades que aquejan a los seres humanos e imponen una cosmovisión única desde una sola óptica, sin tomar en cuenta que “macho y hembra, cultura y naturaleza, pensamiento y sentimiento no son dicotómicos sino elementos de una ecuación: la ecuación de la vida”.

En “El responsable ejercicio de la lucidez: Yolanda Oreamuno, mujer y autora”, Emilia Macaya le echa un vistazo a los orígenes de la literatura de Occidente en Grecia, para explicar la androcracia patriarcal que ha prevalecido en ella, proponiendo a la vez una lectura desalienada, desde lo femenino, que nos permita la auto-definición. La literatura occidental, nacida, dice Emilia, está por su origen, “en consonancia con lo masculino, es defensora “de sus jerarquizaciones”, y constituye una “verdadera ‘cárcel de palabras’ en la que” han sido recluidas las mujeres”, impidiéndoles la palabra propia y con ella la posibilidad de autodevelación, autodefinición y afirmación.

Los tres textos de Ana Istarú (“Cuando también somos el asesino”, “Una cartera de mujer”, “Palabra de histérica”) parecen reproches a media sonrisa, pero son puñetazos en las tripas del patriarcado. Porque no quiere que las palabras de las mujeres pesen “menos que un papelillo de arroz”. Pero Ana no escribía prosa, y como, según declara a Ramón Pérez Parejo, no tenía, “estudios universitarios importantes”, y no era “experta en nada”, sino solo escritora. Por eso, cuando la invitaron a escribir una columna fija en un periódico, tuvo muchas reticencias, y si finalmente aceptó, lo hizo como lo que es, con solo sus opiniones “y nada más”. Tal vez por eso sus artículos tienen la frescura, la espontaneidad, el humor y la gracia que hacen de ellos breves y brillantes síntesis de lo que somos, hacemos y pensamos.

Por último, a partir de un párrafo de Margaret Atwood, Nuria Rodríguez hace una profunda reflexión y una advertencia sobre las claudicaciones en que el feminismo ha incurrido, incurre o podría incurrir, y una propuesta de metamorfosis como capacidad de ruptura de los viejos roles y el logro de la libertad. Su texto se desarrolla como un río que discurre formando meandros, remansos, barras, cataratas, y tiene muchos afluentes: otros textos que le ayudan en el discurrir. Es su técnica y su estilo. Por eso ella llama a sus ensayos “collages” de citas, pero sabe y sabemos que más bien en ellos sus citas son hábiles engarces para la expresión literaria de sus propias reflexiones de lectora sagaz.

Leyendo a estas autoras, se puede notar la enorme diferencia entre los planteamientos de Ángela, todavía apegados a una imagen tradicional de feminidad avocada a la abnegación y el sacrificio en el seno familiar, y los de las demás, que denuncian en mayor o menor grado, la jerarquía sexual y en última instancia, eso que Hélène Cixous tan acertadamente denominó el pensamiento binario machista”.

En total, suman poco más de media docena de escritos sugerentes, desafiantes, informados, reflexivos, que invitan a soñar en una sociedad en la cual los sexos dejen de ser vistos como los opuestos que no son; en la que nacer mujer no signifique entrar a la vida por la puerta del patio, y nacer hombre no suponga, como en el corrido mexicano, seguir siendo el rey.

Yolanda Oreamuno

¿Qué hora es...? Medios que Ud. sugiere al Colegio para librar a la mujer costarricense de la frivolidad ambiente

Respuesta deYolanda Oreamuno

Sé que el Colegio, al cual deseo rendir de este modo –bien humilde por cierto– homenaje de gratitud y de cariño, ha medido, desde luego que la formula, la magnitud y trascendencia de esta encuesta pública. Dado que es difícil suponer las infinitas ramificaciones y aspectos de este problema, y lo peligroso, para cualquier mentalidad cobarde, de enfocar con recta y certera visión la raíz de un mal que ya adquiere caracteres de epidemia, el Colegio da una muestra decisiva de conciencia docente al abrir en esta forma la puerta a la voz pública, y especialmente a la voz femenina, para que se sientan todos cada día más ligados a la labor que ahí se realiza.

Lo que ahora hace el Colegio equivale a desvestirse de aquella significación puramente “educativa anquilosada”, que pretendía ver la cuestión pedagógica como una cosa desconectada de la vida que fuera de sus puertas se deslizaba, y que no había asimilado del todo la idea de que cada uno de sus alumnos es un producto del ambiente y por lo tanto está indefectiblemente ligado a él. De este modo se termina en forma brillante la vieja manía de tomar al alumno como a un conejillo de Indias para realizar en él experimentos, y así muere el error de que dichos experimentos pedagógicos comienzan y terminan en el laboratorio. Cuando el alumno ingresa a las aulas es ya un producto, una resultante de impresiones, influencias y emociones fuertemente grabadas en su subconsciente, con las cuales no se puede dejar de contar. Y cuando este alumno sale, va directamente a moverse en un mundo extraño, que acabará de majar en su personalidad hechos y cosas que lo condicionarán decisivamente y para los cuales no puede ignorar el Colegio que trabaja.

Creo haber entendido satisfactoriamente el alcance y significación de este gesto, con lo cual me siento capaz de entrar en materia, no sin agradecer antes a “mi Colegio” lo que hace ahora por la juventud de Costa Rica, como en otro tiempo lo hizo por mí personalmente.

***

La situación social de la mujer en Costa Rica viene a ser la raíz madre de lo que el Colegio llama con tanto acierto frivolidad ambiente. Si aquello es la causa, esto es el efecto. Quiero dejar sentada esta premisa para deducciones finales. Urge por tanto, para entender el problema, remontarse al ambiente infantil familiar y seguir desde este punto de partida paso a paso el movimiento personal de la alumna, con el objeto de que por una simple observación ordenada de los hechos lleguemos a razonables conclusiones.

Desde que comienza la educación de nuestra mujer en el hogar se plantea ya su contradictoria situación: ¿Se educa a nuestras muchachas para que sean buenas señoras de casa, correctas esposas y fuertes madres, o se las educa para que tomen una activa parte en el conjunto social, dentro y fuera del hogar? Si es exclusivamente lo primero, entonces la labor del Colegio en sí está reñida esencialmente con la educación familiar, desde donde se malea la personalidad de la mujer haciéndola creer que su único destino está en el matrimonio. El Colegio no pretende eso, el Colegio procura capacitar, que no otro propósito es el de los múltiples conocimientos que ahí se imparten. Ahora bien, toda capacitación con ser únicamente un medio implica, por estricta lógica, un fin subsecuente, un objetivo que dignifique el trabajo realizado, que haga pensar en ilación y continuidad, y que no deje al cabo de cinco años de esfuerzos colectivos la obra trunca, porque la cultura conseguida en el Colegio no puede ser un fin en sí. Caso de que a nuestra mujer se la eduque con el segundo objetivo planteado, entonces se hace necesaria una pregunta orientadora, de ruta futura: ¿Qué va a hacer la alumna después de esos cinco años? ¿Tiene algún objetivo definido? ¿Para qué fin estudia?

¿Entiende la muchacha que se pone blusa rayada, que la atención, el dinero gastado, el tiempo invertido y el esfuerzo realizado son valores que necesariamente exigen una finalidad, que se les ponga al servicio de una causa definida? ¿Comprende que al estudiar lo hace por algo, y sabe qué es ese algo? ¡No!

La generalidad de nuestras muchachas, la casi totalidad de los padres que las colocan en el Colegio, no se han formulado esa pregunta. Y ellas van porque “papá quiere”, porque es muy bonito o por necesidad de poder decirse bachiller a los 17 o 18 años. El padre la matricula: porque a los hijos hay que “educarlos” (uno de los nuevos deberes paternales que la civilización ha agregado a los tantos y tan difíciles de criar hijos) y es urgente ocupar su imaginación y su tiempo durante los cinco años que hay entre su desarrollo y la “colocación” definitiva en las manos de un hombre que por A o por B motivos quiera hacerse cargo de ella, el marido. Eso es todo. Pero, digo yo, ¿será justo conformarse con un “eso es todo”?. ¿Está eso o no reñido con la labor que el Colegio pretende realizar?

La posición no resulta ya fundamentalmente contradictoria. Y esta posición viene desde la casa, desde la calle, desde la más elemental educación. Aún más. Este mismo problema tiene diferentes aspectos individuales, ya afecte a cuál de los tipos de muchachas que ingresen al Colegio. Hay la que va desde el más humilde de los hogares haciendo inauditos equilibrios económicos para sostener con decoro su posición de estudiante. La otra, que llega de una casa más o menos acomodada, pero sin perspectivas alentadoras que le permitan seguir siendo una carga para la familia. Y la tercera, la de la casa rica.

La primera, que se supondría la más urgida para señalar su camino, no lo hace, porque sabe que a la hora de dejar el Colegio, si es que llega al final, la palpitante realidad la hará buscar una solución económica inmediata, y ahoga así en el taller o en el mostrador la Aritmética, el Álgebra y hasta la Geografía conocimientos que han resultado de este modo casi inútiles, sin vitalidad. Para esta el Colegio es solo un transitorio puerto entre dos tempestades, la ocasión ilusoria de amistades que muy difícilmente concretan, el contacto alegre con clases sociales vedadas. Esta no desea tomar el estudio en serio: ¿para qué? En cambio, está demasiado dispuesta a tomar en serio las primeras visiones de otra vida que nunca conocerá bien y que durará escasamente cinco años... Ahora, como esa vida es halagüeña se convertirá en su realidad de Colegio. Nunca el estudio en sí.

La segunda, la que oscila entre un grupo y otro, tiene también una bivalente óptica del Colegio. No sabe si las aulas se hicieron para el contacto con la gente alegre de uniforme, solamente, o si va también a estudiar. Para esta el marido es ambiguo. Juega a que “tal vez”...

La tercera, la rica, tiene tiempo hasta para pensar. A veces el dinero hasta tiempo proporciona. Nada es urgente para ella. Si estudia y “saca unos” y el papá es liberal, va a Estados Unidos, no sin estrenarse antes en el Nacional, pomposamente vestida de blanco. Y de regreso, “posiblemente” escoja con quién casarse. No tiene realmente importancia para ella si lo toma en serio o no.

Carente de orientación verdadera, la mujer solo tiene un incentivo para el estudio: la competencia por la buena nota a como haya lugar y la consecuente memorización, el aprendizaje muerto en sí. Así es como la intrascendencia, la frivolidad germinan en terreno abonado. Son cinco años decisivos perdidos por falta de continuidad, por ver la vida como una “cosa” en etapas: escuela, colegio, marido, y no como una obra de construcción interna y externa, con movimiento y finalidad. De ahí que para casi todas el colegio sea: el recreo, los desfiles, la “salida a las once” y la nota.

La misma situación pre-colegial a que antes aludí está preñada de contradicciones que luego repercuten en la personalidad, en la orientación de la mujer. Una de las más serias que crea la intolerancia doméstica es el gravamen intelectual que significa ser “hija de familia”. El origen de este término debe ser tan ambiguo como su significado. Ser “hija de familia” equivale a estar sujeta a la tutela intelectual y moral de nuestros mayores a perpetuidad; viene a ser como un descargo de responsabilidades en una persona que se considera más capaz para asumirlas. La “hija de familia” es el producto de un núcleo pequeño y cerrado –cerrado, esto es lo grave– al exterior y del que generalmente el padre es la puerta y la llave a la vez. Las influencias exteriores son cotizadas, pesadas y medidas por dicho mentor, las opiniones controladas directamente y, lo que ya es del todo malo, las actividades volitivas borradas en su casi totalidad. Porque poco importa velar celosamente por la hija, si luego discuten con ella las decisiones tomadas, tratando de educar su personalidad, su capacidad para decidir por el buen camino con criterio propio. Lo grave es lo otro, la obediencia irrestricta, sin discusión amigable ninguna y el respeto también irrestricto a lo decretado con anterioridad. Esta clase de dependencias es consecuencia inmediata, por la incomprensión de los deberes y derechos paternales, de la dependencia económica forzosa de la mujer durante el período que por desgracia muchas veces ocupa toda una vida. Ahora bien: quede bien claro, que no voy contra el respeto y la obediencia bien entendidos, sino contra las consecuencias de la interpretación ambiente sobre lo que es “docilidad”. Y estos efectos de obediencia y respeto, según el significado corriente, de la hija para el padre –que como ya dije anteriormente, tienen una causa económica– no son lo suficientemente elásticos para adaptarse a las nuevas modalidades a que está sujeta la familia media en Costa Rica, en la cual es más frecuente el caso. Esta familia, de pocas posibilidades monetarias, tiene generalmente que lanzar sus hijos a la vida, al trabajo y a un ambiente en contra del cual los ha acondicionado. Y al exigir a los hijos tal actitud, se encuentran estos cohibidos, sus responsabilidades limitadas a cero, puesto que han de recaer lógicamente en el que planteó la posición. La muchacha, así, se ha acostumbrado a que dicha persona piense por ella, a que la vida no sea más que una realidad para el padre, único quien tiene que asumir actitudes agresivas y defensivas en la lucha de todos los días. Lógico es esperar que la bruma de la frivolidad la enrede y le impida ostentar verdadera dignidad. Porque no hay dignidad sin conciencia y la suprema conciencia está en asumir con pleno conocimiento de causa las responsabilidades que da la vida al enrolar a un ser en su corriente, sea hombre o sea mujer.

De este ambiente de colegio lesionado, de esa tutela familiar negativa, sale la muchacha a realizar el tercer lapso de su vida: la búsqueda, y ojalá consecución, del marido.

Este tercer estado, que algún ironista llamo “cinegético”, es la desconexión definitiva de toda inquietud intelectual y también es un tránsito dedicado a gastarlo, simplemente, en la forma más alegre y conveniente. Se me dirá: esa es la mujer sin necesidad apremiante de trabajar, la que puede vivir sin pensar en la realidad diaria. Argumento obtuso este. Porque, y esto es para mí básico en la constitución mental de las mujeres, la muchacha de Costa Rica no tiene urgentes necesidades económicas que la obliguen a tomar una consciente actitud de la vida y que desarrollen, simultáneamente con el sentido de responsabilidad, la ambición y las nobles inquietudes. Hay, claro, un sector de mujeres que se ganan la vida y sin otra posibilidad de subsistir que su propio esfuerzo, pero no es, por cierto, entre estas mujeres, la frivolidad frecuente; en ellas solo abunda la tragedia. La muchacha media, la más numerosa en los lugares de más acentuada intrascendencia entre el sexo femenino –como las ciudades– que se ha asimilado hasta el máximo la inconsciencia ambiente, es la que trabaja sin depender exclusivamente de ella misma y así continúa siendo la hija de familia sin responsabilidades económicas esenciales, como no sean las del “rouge de buena calidad” o la anhelosa búsqueda de la “media chiffon”. No se plantea aquí el problema de la mujer necesitada de desconectarse de su familia para ir a una oficina distante veinte kilómetros de la casa; no es esta la que tiene apremio de trabajar para ganarse la vida en el término civilizado de la palabra. En consecuencia, la misma oficina continúa siendo una sucursal bien escogida de la casa, escogida para que no haya contactos “peligrosos”, donde no se “mate” y hasta la cual llegue la benevolente protección familiar. La muchacha se sienta ante otro pupitre, esta vez con sueldo, a esperar el fin de mes como antes esperaba la nota. En tal condición económica se amortiguan los golpes de la realidad, pues la empleada resulta una simple ayuda en la casa, es decir, una ridícula suma que abona a los anteriores desvelos familiares, si es que, por el contrario, no da un cinco. Como resultante, la ambición se embota y se encauza hacia la vida de un club como único objetivo, lo cual supone el lujo en el vestir como una sola obsesión. Esta tercer a etapa se prolonga, como un juego también, hasta el recodo donde se plantea la bifurcación: o se camina hasta el matrimonio, sobre las bases y con la herencia apuntada, o hasta la soltería infértil y negativa de nuestras mujeres.

***

Aquí abro un paréntesis. Siento una necesidad imperiosa, aunque sea desviarme del hilo de mis pensamientos, de decir algo más, de ampliar algunos conceptos anteriores, para luego arribar concretamente a la pregunta que el Colegio formula, la determinación del medio para que este largo camino de tropiezos y errores señalados conduzca a alguna parte.

Dije que la mujer no desarrolla ambición propia y como consecuencia, tampoco su personalidad. La ambición, que en esencia abraza dos caminos –el económico y el intelectual–, queda muerta al nacer. La trama social descrita ha cometido el aborto. La personalidad, se desvía fundamentalmente hacia la máscara que es hoy por hoy la negación de toda feminidad verdadera. Esto es, la “interesante”. Hace muchos años, cuando nuestras abuelas usaban crinolina, apareció en escena una mujer remilgada, ruborosa y pulcra, que se desmayaba en función de debilidad y no quería saber nada de nada: en un solo término, la “modosita”. Hoy, con los automóviles, los aviones y los nuevos derechos, sale esa, la “interesante”. Tan falsa la una como la otra. Tan mentirosa la de antes como la de ahora. Dos caras de la misma moneda de ignorancia e incapacidad. Un dúo de excrecencias del ambiente; la una afectada por no saber nada, la otra pretende saberlo todo. Ambas ignoran su ignorancia.

Hablo de ese falso interés que se viste de desenvoltura, de colorines, de desfachatez y, sin darse cuenta, de cursilería, lo cual parece ser la suprema ambición de nuestras “niñas de sociedad”. No condeno el verdadero interés, el cual no radica en ese aparato escenográfico y de telón por el que ha desviado la mujer su sentido de personalidad. No se crea que le niego a la muchacha el derecho de ser en verdad interesante, combato la manía de “parecerlo”.

Todo esto, ¿qué es? Son partes de un mal social, falsas salidas del represo que llevamos adentro, la contradicción a que tanto he aludido, entre nosotros y la realidad. Es el intelecto que rompe el cerco y se desvía por cauces oscuros. Es el falso sentido de independencia y de libertad, el desequilibrio entre la esclavitud mental y “los nuevos derechos”. ¡Que no haga la mujer poses de feminista, mientras no haya conseguido la liberación de su intelecto, de lo mejor de ella misma preso dentro de su propio cuerpo! Nunca hay que olvidar que la tarea se acomete por el principio. El feminismo que busca reivindicaciones “políticas”, sin haber conseguido otro éxito que el de ponernos tacones bajos y el de cortarnos el pelo, será por fuerza un movimiento equivocado mientras no le quite a la mujer el prejuicio de que el hombre debe mantenerla y mientras no borre de la masa cerebral femenina “el miedo de decir”, el decir mal, y la deliberada tendencia a ignorar todo lo que no sean nuestros mediocres y pequeños problemas individuales. Y tampoco pasar por alto que para ejercer nuestros derechos debemos pasar antes por el pleno cumplimiento de responsabilidades y deberes.

Las victorias del feminismo señaladas, no significan ninguna conquista apreciable para las asociaciones de mujeres que se devanan los sesos ideando reivindicaciones. Es un error creer, por ejemplo, que el éxito de trabajar a la par del hombre y de votar en algunos países sea una cosa conseguida por las mujeres. No, son simples resultantes del desenvolvimiento industrial, que hubieran surgido sin la aparición de ninguna mujer de pelo corto con tacones bajos. Además, no trabajamos desde hace poco tiempo, desde que se nos ocurrió formar filas y crear banderas. Han existido obreras –y no se me diga que para eso trabajan las feministas– desde la aparición del desenvolvimiento fabril en los grandes países. Quede, pues, claro: esas no son conquistas a realizar. Bienvenido sea el feminismo, pero con otra orientación menos anarquizante.

Hemos realizado con gran dificultad nuestra capacidad de trabajo, la comprensión de que la sociedad nos necesita y nos acepta así porque somos útiles. Y nos hemos realizado plenamente que somos capaces, en la misma proporción, de pensar de juzgar y de razonar. En determinados casos hasta hemos liberado nuestra situación económica de la tutela del hombre y, sin embargo, nuestro pensamiento permanece atado indefectiblemente al razonamiento masculino. No sabemos de nosotras mismas sino lo que el hombre nos ha enseñado. Y puedo decir sin miedo que son muy pocas las “mujeres de hoy” que se sienten con el derecho de formular libremente una opinión y de establecer su propia ruta de pensamiento. No se puede izar banderas sin tener asta. Precisamente, lo que nos falta a las mujeres de hoy.

El daño está entonces, en la carencia de propio criterio que nos permita orientarnos en todos los momentos decisivos en la vida y con mucha mayor razón, en los momentos decisivos en la vida y con mucha razón, en los que nos son importantes del todo. Así, lo necesario es forjar la verdadera personalidad femenina, único remedio contra la frivolidad y demás aberraciones apuntadas. Una personalidad equipotencial, nunca igual a la del hombre, que nos faculte para escoger rutas cuando hay cerrazón de horizontes. Un estado de espíritu de solidez tal que nos convierta en compañeras y no en esclavas, acusadas o encubiertas, del hombre. Sin embargo, noto aquí que he vuelto a ceñirme al tema. Cierro paréntesis y sigo adelante.

***

Creo indispensable resumir lo dicho en unos cuantos puntos para conseguir claridad en mis conclusiones:

Ese mal que el Colegio llama con tanto acierto “frivolidad ambiente” tiene origen en otra enfermedad social, más suave y más honda. Es cuestión de sistema. Por lo tanto, mientras no hagamos una roturación definitiva, aun actuando inteligentemente, solo obtendremos paliativos, más o menos eficaces y duraderos. Nunca el Colegio por sí solo lo obtendrá todo.

Las proyecciones sociales del mal nunca pueden limitarse al Colegio, puesto que la mala educación familiar tiene en mucho la culpa.

La diferencia de posibilidades económicas contribuye a poner acentos graves al problema, puesto que en los colegios concurren siempre muchachas ricas, pobres e intermedias.

La “caza del marido” como actividad primordial, consecuencia de la educación recibida en anteriores etapas, termina por anular lo que yo llamo verdadera personalidad: sentido de los deberes, sana ambición, ejercicio justo de los derechos, nobles inquietudes, conocimiento del propio e g o.

***

Resolver esta ecuación no es otra cosa que ir creando el tipo de mujer integral que antes esbocé. Para esto, verificar la síntesis de la oposición hogar-colegio. Y para ello, orientar desde la primera infancia, pasando por los años de estudio, a todas las muchachas con el fin de que se hallen a sí mismas; con el propósito de que sean algo en la vida, no solo para la satisfacción personal; con el objeto de que sean elementos realmente útiles a la sociedad, nunca delicados y bellos parásitos.

Con el objeto de armonizar este círculo –que actualmente nos resulta vicioso–del ambiente familiar –(producto del medio social anterior y presente)– Escuela y Colegio, medio-ambiente pretendo que el Colegio aborde una educación más vital, que enseñe a los alumnos no solo el conocimiento por el conocimiento sino que les demuestre qué son, y los prepare para actuar como parte de un conjunto humano. Es decir, una educación que consiga la plena realización de todos y de cada uno de los alumnos, capacitándolos para la vida práctica, de acuerdo con el ritmo del moderno desenvolvimiento de la sociedad. Para lograrlo, se conectarán las clases, sean de lo que fueren, con casos concretos, similares de la vida real. Debe liquidarse ese conocimiento de la ciencia abstracta e inútil, englobándola, mediante similitudes y antagonismos, con los problemas diarios.

Comprendo que todo esto resulta un poco vago. Sintetizándolo, equivale a conseguir el olvido por parte del alumno, de que la clase es una labor únicamente colegial, ligada solo con la nota, desconectada en esencia de sus actividades inmediatas al terminar el curso. Que comprenda la enseñanza del Álgebra, la Geografía o la Psicología como artículos de primera necesidad, como medio para conseguirse a sí mismo. Que entienda que todo estudio ha surgido, no para adornar su título de bachiller, sino como una necesidad de la civilización presente, base para construir otra más adelantada. Que los conceptos brindados en el Colegio sirven para solucionar necesidades ambientes y que su manejo es, dentro del curso moderno de la vida, tan útil como el cepillo de dientes. Que la cultura no es un concepto muerto y decorativo, antes bien, es la representación de una serie de urgencias crecientes que plantean la vida, la Historia y la sociedad. Que nunca debe para conseguirse para llenar un obtuso deseo de educación, pues su utilidad ha de verse hasta en el simple acto de leer los periódicos. Y, por sobre todas las cosas, que el primario hecho de existir, la anuda, a la mujer, con los demás seres humanos, gracias a múltiples nexos sociales. Ya es bueno que vayamos comprendiéndonos como partes de un todo; que el momento histórico actual exige constituirnos en parte sensible y consciente de la sociedad, puesto que están bien claros los múltiples factores comunes capaces de unirnos. Esto equivale a desvestirnos de ese latoso ropaje de los prejuicios y ver con prismas de fraternidad a nuestros semejantes. Es decir, esforzarnos por comprender a la mayoría, aunque el sentimiento y el cariño solo sean merecidos por unos pocos.

Prosigo explicando. Constituirse parte sensible de la sociedad equivale a reconocerse ligada a una serie de problemas conjuntos, acreedora a derechos colectivos y deudora a responsabilidades comunes. Lo que yo hago tiene relación con lo que otro realice, si actúo a consciencia no es solamente en mi propio beneficio y el error que yo cometa es un gravamen para la armonía social. El problema surgido de esta situación no es la tara exclusiva de un lugar único. Es la suma de situaciones que, no se producen aisladas y por lo tanto, no se pueden resolver sin contemplar causas exteriores. Por consiguiente, la vida del Colegio no es un algo aislado de la vida de Costa Rica, como la vida del país tienen relación directa con la de otras naciones. Así, tampoco el estudiante y su vida son una unidad cerrada dentro del Colegio. Es, en el Colegio y fuera de él, individuo de un conjunto social y por tanto vulnerable a la influencia exterior y responsable ante ella. Ya no se cotizan las reacciones individuales como medio y fin a la vez. No es este el momento de pagar por tales razones el mismo alto precio que antaño les era reconocido.

Comprendido esto se ve la necesidad de auto-orientación de nuestras muchachas. No es el colegio el que debe darla, es ella la que debe producirla. Toca a este solo encauzarla y fomentarla. Y la mujer para orientarse por sí misma, única manera de negar la frivolidad ambiente y destruirla, necesita múltiples cosas: desde la educación sexual sana, que le permita comprender la propia fisiología y la del sexo opuesto, hasta la educación política local y universal. Respecto a lo primero, pienso yo, que es el mejor medio de combatir el “derecho de pernada” que aún pretenden ejercer los caballeretes. Es borrar el miedo a la imaginación juvenil, evitar que tergiverse el sentido de los conocimientos, no rehuyéndolos, sino encauzándolos, poniéndolos en sus manos como un arma defensiva y enseñando a manejarlos con seriedad, pero sin falso puritanismo. Es necesario darse cuenta: la sospecha en estas cosas tiene caracteres de pecado agradable, en cambio el conocimiento científico y pleno borra las morbosas cosquillas de la cosa sabida a medias, comentada en corrillo y valorizada a destajo. Solo el peso de “comprender” desautoriza el miedo, elimina la complicidad amistosa con que se van conociendo ciertas realidades sexuales, la inconsciencia con que se usan y. el frecuente comercio que de ella se hace. En relación con lo otro, con la actividad ciudadana o política en el bien entendido de la palabra, urge procurar en la muchacha la costumbre de no leer en los periódicos más que la página social, hacerla saber de los grandes dolores de la Humanidad, de los nefastos juegos –y de su significado– de la diplomacia internacional y, muy especialmente, educarla en el conocimiento de todos los problemas nacionales, como asuntos que le tocan directamente y a los cuales debe estar atenta. Naturalmente, esto no debe confundirse con la opinión pedante en la mujer. Yo hablo de educación femenina integral, a través de todos los años de su vida. Nunca me refiero a las ediciones improvisadas de última hora.

Lo dicho no es más que el rápido bosquejo de un par de puntos esenciales en una escala vastísima. Yo apuntaría también: educación del gusto, familiarización con la belleza, interpretación de lo malo como algo que por desagradable rompe la armonía y la estética y por tanto es dañino y pernicioso. Lograr que el afán de la belleza sea realmente una imperiosa necesidad humana. Para esto, distinción evidente entre lo que significa una cosa sana, un hecho noble y lo que entraña la fealdad y el procedimiento torcido.

Y por sobre todas las cosas –precisamente por su importancia lo he dejado para el final– debemos aunar esfuerzos tras un objetivo que borre diferencias de posiciones económicas, vitalizando la enseñanza, universalizándola, para así lograr que tenga verdadero contenido social. No otra cosa es la obtención de la enseñanza gratuita y obligatoria. Por lo reducido del tema me limito a apuntar lisa y llanamente el hecho. Además, ya se ha debatido suficiente en Costa Rica, y existe como norma invariable en todos los países cultos del mundo. Y para lograrlo, lo ya dicho: una enseñanza más dinámica, menos desconectada, que brinde un mayor interés para el alumno por su sentido realista y para la sociedad por sus efectos prácticos.

En este planteamiento vasto están incluidos el deber de la opinión individual, la necesidad de externar criterio, para conseguirlo con acierto, la forjación de la personalidad, la cual no se obtiene sin la consciencia y sin la seriedad para asimilarla. En resumen, hemos vuelto a punto de partida: para desterrar. la frivolidad ambiente en la mujer, urge crearle personalidad, por medio de la debida orientación educativa tanto del Colegio como de la familia.