No bajar nunca de los árboles - Leda Díaz - E-Book

No bajar nunca de los árboles E-Book

Leda Díaz

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"Mis recuerdos como signos de pregunta, certeros, incómodos, nítidos, desdibujados por las ruinas del presente, indigeribles como una bola de hilos en la boca, frescos como higos, secos como piedras, extranjeros a mí misma. Página a página se consolida mi certeza, solo podré escribir deslizándome sobre los bordes de lo imposible que es conocer a alguien."   El adiós replica siempre un abandono, e inscribe en el tiempo una traición inconclusa. Y la muerte de Gladys trae consigo, además, la sombra de un mandamiento: "La vas a cuidar". Lida, la protagonista de esta novela, se ve encerrada por la severidad de este mandato y un nuevo vínculo que oscila entre el cuidado y la extrañeza. Las apelaciones a la memoria tejen una urdimbre sobre la que descansa la experiencia de una infancia compartida. Pero el sentido de esta experiencia solo será revelado cuando el efecto liberador de la palabra alcance la categoría de relato. La tercera novela de Leda Díaz supone la consolidación de una voz narrativa precisa y cálida, articulada entre pliegues de recuerdos que pugnan por hacerse verdad y verdades que reclaman una nueva enunciación. La lectura de No bajar nunca de los árboles es, a la vez, un viaje por terrenos cuya geometría se configura necesariamente con retazos y la constatación de que la literatura, insaciable, nunca deja de exigir nuevas conquistas" (Alejandro Feijóo).

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Leda Díaz

No bajar nunca de los árboles

Díaz, Leda

No bajar nunca de los árboles / Leda Díaz. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6505-71-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. 3. Literatura Contemporánea. I. Título.

CDD A860

© 2024, Leda Díaz

Primera edición, abril 2024

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Asistencia editorial Eleonora Centelles

Coordinadora de edicionesJacqueline Golbert

Editor Alejandro Feijóo

Jefa de corrección María Nochteff Avendaño

Corrección Virginia Avendaño y Patricia Jitric

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Ilustración de tapa Silvia Mónica Gallardo

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

“Voy a crear lo que me sucedió”.

CLARICE LISPECTOR

PARTE I Una vez en este mundo

“Olvidar lo malo también es tener memoria”.

JOSÉ HERNÁNDEZ

Un ruido, una mesa, un borde, algún árbol, un miedo flotando, una espera, un tictac en los silencios, una cuchara y un mantel, nuestra amistad. Recuerdos deshilachados, palabras como peces patinando cuando salen de la boca, una plaza debe haber habido; con alegría, el pan; donde no hubo, un lugar, y breve. Ahí están esas puertas, en esa casa, y con lo otro. Encastre de a partes, océano hueco. Imposible seguir durmiendo.

Quiero hacer diez kilómetros. ¿Terminaré antes de las nueve? Ya no puedo con lo que quiero, estoy lenta, o vieja, no lo sé. Mi cuerpo se está desmembrando en distintas partes inconexas que fallan más seguido de lo que me gustaría. Me calzo las zapatillas. ¿Cincuenta y seis es ser vieja? A los sesenta me lo voy a volver a preguntar. Abro la puerta y bajo los once pisos por la escalera. Rompo la inercia y salgo a la ceguera del día. Le pido tres veces al reloj que entienda dónde estoy, el satélite de los corredores me contesta “listo” y arranco. No sé cuándo fue que algunos números se me hicieron necesarios. En la calle hay más quietud de lo habitual, una luz rara, demasiado oscura para ser una mañana de fin de diciembre. Gladys ya estaría preguntándome qué voy a hacer para fin de año. Arranco.

Aprovecho y me organizo: me falta decidir qué sábanas, las de mi cama son muy grandes, solo me sirven las de mi hijo. Debería comprar unas nuevas, no me gusta llevar las dormidas por otros. Lo que más extraño en los viajes, aunque sean cortos, es mi cama enorme, dura, mi colchón de dos por dos, los restos de mi olor a perfume, mi espacio seguro.

Medio kilómetro.

Las toallas que fui separando para llevarme son las más cachuzas —mamá usaba mucho esta palabra, había mucha cosa cachuza en nuestra casa—; después de varios veranos aprendí que el agua de la costa las deja amarronadas y ya no será posible que pierdan su tono sepia. Las elegidas terminarán sus días como trapos de piso.

Dos kilómetros; cambio de aire.

Quise recordar cómo era mi vida a la edad de Sofi y saco cuentas; mi mamá ya había muerto, también huérfana. No lo había pensado, me sorprende, imposible trazar un paralelo entre ella y yo. El espanto no une nada.

Tres y medio. Cuatro.

Estoy empapada, hay mucha humedad. Llego al monumento a los Españoles, el semáforo me para en seco. Miro el reloj, ocho y media de la mañana y aún no completé cinco kilómetros. Me pesa todo. También las piernas.

Voy a preparar una valija chica para mí y otra con algunas cosas para la casa de la playa.

Sofi come poco, hay muchas cosas que no le gustan o no le interesan, bah, solo sé lo que Gladys me contaba de ella. Si pudiera darle de comer lo que quiero, la obligaría a disfrutar de sabores nuevos, de todo lo que considero que es mejor que lo que le dio Gladys, y que basta de pavadas, que aquí se come lo que yo digo, pero no es posible. Ella es y será su hija, yo soy apenas su madrina, esa que ahora va a alimentarse de ese vínculo.

Mis recuerdos como signos de pregunta, certeros, incómodos, nítidos, desdibujados por las ruinas del presente, indigeribles como una bola de hilos en la boca, frescos como higos, secos como piedras, extranjeros a mí misma. Página a página se consolida mi certeza, solo podré escribir deslizándome sobre los bordes de lo imposible que es conocer a alguien.

Decidir la cena del 31 me aburre. De dónde salió el “descanse en paz”, ¿nos ayudará la eternidad a dejar atrás los problemas de la vida?

Siete kilómetros. Abandono. Hasta el año próximo no vuelvo a correr.

 

Voy a nadar. Cuesta arrancar: que la malla, las ojotas, la gorra, las antiparras… Palabra rara: leí que viene del latín anteparare, ‘defenderse’. Avanzo hacia una pared, un brazo, el otro, giro la cabeza, el aire que falta, la patada, el aire que entra, soplar, perderlo todo y sumergirme dentro del silencio. Pego la vuelta y avanzo hacia la otra pared. No puedo ir más lejos que esto. Intento no pensar en Sofi ni en su madre, cosa de nadar sin peso extra.

No lo logro y pienso igual. Voy a preparar la comida para los dos días, así no tenemos que salir a comprar.

Le compré una cartera por Navidad, espero que le guste. Gladys era fanática de las carteras. Me acuerdo del relato amontonado y superpuesto sobre las peripecias de ambas en Roma comprándole dos carteras a un vendedor ambulante al que casi se lo llevan preso los carabinieri en medio del regateo. Se me viene también la foto de ellas delante de la Fontana di Trevi: Gladys con el pelo corto parecía más joven, qué bien le quedaba, nunca había querido usarlo así. Estaban radiantes. Tengo que llevar una caja de vino, champán, gaseosas, agua, mantecol, garrapiñada. Tengo que anotarlo todo.

Salgo de la pileta y me arranco la gorra. Una pena que las uñas y el pelo se me hagan bolsa con el cloro.

Carlos y Nico me están ayudando. No preguntan y colaboran. Creo, de todos modos, que no les gusta mucho que me vaya a pasar Año Nuevo sin ellos. Solo estamos una vez en este mundo.

La primera Navidad que pasé con Gladys y Sofi en Lanús yo estaba recién separada. Había dejado, casi huido del departamento con cochera en Barrio Norte —transformado en un ganancial en venta— para vivir en un dos ambientes con Nico. Había vuelto a ir al gimnasio, recuperado el humor y los glóbulos rojos. Tenía un buen trabajo, un hijo sano y un amante cumplidor. Para Gladys, la Navidad era “la fiesta”. Les dedicaba semanas a los adornos para el arbolito, a los regalos y al vitel toné. Ese año acepté la invitación, pero le aclaré que luego de las doce volvería a mi casa. La idea de quedarme a dormir en Lanús, y en casa ajena, me seguía espantando. Ni cuando iba a visitarla los domingos, y a las once de la noche nos íbamos a bailar a Mi Club en Banfield, aceptaba quedarme. Tomaba dos colectivos de madrugada para llegar a Barrio Norte; muchas veces éramos el chofer y yo, entre luces violetas que parecían una prolongación de la pista de baile. Desde que me fui de la casa de mi mamá, siempre necesité volver a mi departamento, a mis olores,a mis cosas. Lanús ya era para mí una mezcla de orgullo y espanto. Sabía que no podría pasar ahí una noche. Les escapo a las goteras, a la pintura descascarada, a los adornos viejos y acumulados, a las puertas que cierran mal, a los platos mal lavados, a las cortinas viejas, a las camas sin hacer, a los baños desordenados, a las cocinas con grasa, a las heladeras abarrotadas de restos de comidas, a tanto y a todo lo que me recuerde ese lugar al que no quiero volver.

Fiestas, diciembre, se me complicaba la huida de la casa de Gladys; todos los remises me contestaban: “No, señora, para el 24 nada”. Acorralada, se me ocurrió una manera de asegurarme el regreso a Capital: invitar a mi ex, que aún disfrutaba de nuestro departamento, de nuestro auto, y que todavía decía que sí a mis invitaciones. Gladys, como haría hasta el fin de sus días, también invitó al suyo.

No nos faltó su famoso vitel toné. Una de las últimas veces que nos vimos, ella estaba preocupada por la organización de las fiestas. Le dije que me parecía una locura viajar más de una hora en colectivo para comprar más baratos los pecetos. “No me entendés —me dijo—, compro tres o cuatro y los frizo”. “¿Tantos? ¿Para quién?”, le pregunté, con sonido a reproche. “Hago para las chicas”. “Las chicas” eran todas sus amigas del barrio, ninguna tan pobre como ella.

Tuvimos una fiesta entre comadres, con luces intermitentes, hijos, paquetes de colores, padres, pan dulce, amigas, brindis, petardos y exmaridos.

Gladys siempre insistió con que le debía dar importancia a la Navidad porque es lindo ver a los chicos abrir los paquetes con ilusión. Toda su ingenuidad resumida en una fecha. Pero lo logró. A partir de esa fiesta decoré mis casas para Navidad, y hasta disfruté de cocinar y comprar regalos.

Desde el año pasado todo cambió de sentido.

 

Terminé de hacer las compras. Voy a preparar dos matambres y unas pechugas a la naranja (con la salsa aparte, por si no le gusta). Llevaré papines y verduras para ensalada. Creo que Sofi solo come papas y algo de tomate. La noche en que internaron a Gladys con contracciones, invité al inminente padre de Sofi a cenar a mi departamento. Todavía vivía en mi dos ambientes de soltera, a pocas cuadras del Sanatorio Agote. Lo de Gladys venía para largo, unas horas antes me había llamado por teléfono; estaba bien, la partera la acompañaba. Me dijo: “Amiga, te conozco, le vas a cocinar; no te gastes, solo carne con papa, no come otra cosa”, me advirtió. Y así fue. Esa noche invité también a mi futuro ex; estábamos de novios, sin miras de casarnos. Los tres comimos, tomamos vino y fui todo lo amorosa que pude con el flamante papá, al que no le tenía ni un poco de estima.

Esa madrugada de Reyes nació Sofía.

 

Cociné los matambres; quedaron perfectos. Voy a dejar uno en casa —y una ensalada rusa— para mis amores.

Carlos me consiguió un par de porros. Creo que la última vez que fumé fue hace más de diez años. Sofi me contó que fuma seguido, que le hace bien, lo disfruta. Gladys lo sabía, pero le preocupaba.

“Estas cosas las converso con mi diario”, me dijo una mañana mientras desayunábamos frente al Hospital de Clínicas. También me contó que escribía sobre “sus cosas tristes y sus secretos”, que lo hacía para sentirse mejor. A sus quince años tenía un cuaderno Gloria lleno de detalles de su vida —me lo había mostrado—, escrito hasta los márgenes. No imaginé que de grande seguía escribiendo. ¿Dónde estará? ¿Lo habrá guardado? Ella guardaba todo. Debería pedirle a Sofi que lo busque, lo necesito.

Adelanté mi viaje —necesito una noche sola—, cargamos el auto, nos despedimos con Carlos como si me fuera a pasar las fiestas a Alaska.

“La van a pasar lindo, te quiero mucho”, me dijo con las palabras, y con los ojos: “cuidate, te necesito”. “Gracias mi amor, vamos a estar bien”, le dije. Y en mi mirada un “no sé si te voy a extrañar, estoy viajando a lo que quiero”.

Manejo como una zombi. No encuentro canciones que me gusten en mis listas preferidas. Quiero acelerar y alejarme, para poder contarlo desde otro lugar. A la altura de Hudson intento organizar en mi cabeza la estructura de la novela, no puedo dejar de pensar en eso. Ya en el Atalaya veo las líneas de la ruta como un antes y un después. En Madariaga me cuestiono si debería inventarle otro final. Qué sentido tiene contar la vida como una sucesión de anécdotas, de kilómetros recorridos Necesito el diario. Quiero rescatar los detalles, no sé si todos.

Inventar otro final. ¿Para quién?

 

Me despierto, me destapo, tengo el cuerpo empapado, me cuesta entender dónde estoy, la habitación a oscuras. Por debajo del black out entra un hilo de luz; debe ser el farol del parque. Me hace falta la mano-amuleto de Carlos.

Menopausia de mierda, no entiendo por qué no me dan pastillas para dormir bien, o para vivir mejor: que tus antecedentes de cáncer, que mejor algo sano, que esas punciones que te hicimos. Llevo más de cuatro años durmiendo mal, con un humor de caballo de calesita, dudando de si será por el calentamiento global o por la desaparición de mis hormonas. La cabeza me estalla dos veces por día. La última del médico fue: “Bueno, si las isoflavonas de soja no te hacen nada, puedo recetarte antidepresivos”. Lo único que me falta.

Me seco con las sábanas, me traslado hasta el espacio libre de la cama.

Soñaba con ella.

Intento volver a dormirme.

Corro muy rápido, la música a todo volumen recalienta mis oídos. Veo venir de frente a un ovejero. Miro para atrás a ver si hay alguien. Estamos solos. Busco de reojo una rama, una piedra. Encuentro un palo, lo agarro. El perro corre hacia mí, yo corro hacia él. Bajo la velocidad, lo miro a los ojos, aprieto fuerte el palo. Sigo. Los ojos míos hacia él, los ojos de él hacia el cielo. Pasa a mi lado al trote, me ignora, dudo de mi existencia. Parece que tiene un lugar hacia donde ir. Largo el aire retenido, revoleo el palo protector y corro lo más rápido que puedo hacia el bosque. Llego jadeando y apago la música: necesito ser parte de ese silencio que se esconde en el bosque. Estoy empapada.

Y aparecés vos, fresca.

Me falta aire, te digo.

Estás cerca y lejos. Me mirás, no decís nada. No puedo descifrar tus expresiones. Hablame, te digo. ¿Quiero saber?, preguntás. ¿Qué? (mis piernas pesadas). Decime. La arena blanda. ¿Qué necesitás? Muchos días sin llover. Silencio. Camino.

Me seguís. Tenés puesta la bata finita del hospital. Veo tu cuerpo huesudo. ¿Puedo hacer algo? El sonido de mis zapatillas deslizándose sobre la pinocha. Vos ni pestañeás. ¿Por qué no me hablás? El sol intercalándose ilumina mis piernas entre los troncos. Tus ojos oscuros colgados de nada o clavados sobre todo. Los desniveles del médano, tu cabeza envuelta en gasas.

Por favor, decime.

Los pájaros conversan sobre las piñas secas.

Shhh, no la escucho, les grito.

Te sacás las gasas, me mostrás tu cabeza pelada. Mi respiración, como una sudestada. Pálida tu piel que siempre fue oscura, gotas de transpiración sobre mis ojos, tus labios cortajeados.

Dame agua, me decís, mi garganta está seca. No tengo, te digo. Me mirás. ¿Por qué?, te pregunto. Viste que no tengo nada, me decís. ¿Qué querés?, no soporto tu silencio. Levanto los brazos, los agito en el aire. Que le cuentes, me decís. Me detengo, aprieto el botón de mi reloj, <pausa> aparece en la pantalla. ¿Qué le cuento? No me contestás. Dejás de mirarme, te das vuelta. Te sigo. Caminás entre los árboles.

¿Estás perdida?, me preguntás.

No sé qué hacer. ¿Qué le cuento?, te grito. Te das vuelta. Decime, insisto, y me mirás sonriendo.

Qué madre…, quiero saber si fui una buena madre, decís. Me despierto. No puedo volver a dormirme. Doy vueltas entre el deseo de seguir y el temor.

¿Hasta cuándo voy a soñar con vos?

Me mentí. Todavía no terminó el año y salgo a correr. Voy despacio por las calles que tienen nombre de árbol. La ausencia del asfalto porteño me genera otra cadencia interna.

Hay familias llegando a sus vacaciones, las caras pálidas y cansadas, bajan los bolsos de los autos, desatan a los pibes que se largan a correr por los jardines como recuperando el tiempo perdido.

Doblo por una que tiene nombre de pájaro. Voy hacia el Golf. Paro de correr para tomar un poco del agua que llevo en el cinturón. Un ruido seco. Una piña que cayó de un pino, la agarro, la miro de todos sus lados, está verde, una de esas que no sirven para el fuego, de las que aún deberían seguir colgadas de la rama, pero le tocó caer antes, dejar de ser parte de para ser solo una piña que no sirve para el fuego. Acerco a mi nariz los dedos pegajosos de resina, un néctar húmedo, un perfume que recuerdo, que me va a acompañar hasta llegar a casa.

Llego hasta la avenida Constancia. Un poco cansada, me invento un consuelo para seguir durante los kilómetros que faltan: vas a ver el mar.

Disfruto del impacto suave de las zapatillas sobre la arena, los árboles enormes, el sonido de los pinos, las copas afilándose. Hace poco leí que existe un fenómeno que se llama “la timidez entre árboles”, por el cual las copas de árboles frondosos no se tocan entre sí, solo crecen hasta estar muy cerquita de otras copas, una especie de respeto extraño, un hasta aquí acordado. Se da tanto en árboles de la misma especie como de especies diferentes, se supone que lo hacen para evitar los ataques de algunas plagas. A la altura de Divisadero, del “cielo verde o del precielo”, como lo bauticé, hay un pedacito del purgatorio. Me gusta mucho ese lugar. El año pasado le dije a Carlos que si me muero y él necesita decirme algo que se pare debajo de ese techo de pinos, que no son nada tímidos, y lo grite: estoy segura de que lo voy a escuchar. Me dijo que ni borracho piensa hablarme después de muerta, y menos mirando al cielo.

Me recupero caminando. Escucho las voces de una pareja que, tomada de la mano, va unos metros delante de mí. Él la suelta bruscamente, le dice que ya sabe todo. Ella le pregunta qué es todo. Dejame de joder, no tenés vergüenza, contesta él. Silencio largo, caminan uno al lado del otro, los dos miran el suelo como buscando encontrar algo. Me mantengo a la misma distancia; no quiero perderme los detalles. Una cuadra más, siguen en silencio. Se encienden los regadores de pasto de algunos jardines, el sonido acompasado se mezcla con el de las ojotas que ella apenas arrastra por la arena. No me ven, necesito saber qué es ese todo. Él le dice que no llore, que ya es tarde. Invierten una cuadra más, avanzan dentro del incómodo silencio, tal vez una manera de sopesar ajustes y regateos. Las personas tratando de ser felices se tiran de cabeza hacia su propio sufrimiento. De dónde vendrá la felicidad, no puedo imaginarla adelante.

Me canso. Vuelvo a trotar, paso a su lado, les deseo un feliz fin de año para mis adentros y sigo mi camino hacia el mar.

En la playa me saco las zapatillas y las medias, meto los pies en el agua fría. Camino por la orilla.

El verano pasado, y por primera vez en los años que duró nuestra amistad, Gladys aceptó mi invitación para venir a pasar unos días con nosotros. Durante ese tiempo casi no salió del jardín. Se sentaba en una reposera ubicada debajo del pino más alto, usaba una remera grande que le tapaba la cola, un pantalón suelto tipo babucha largo hasta los pies, ojotas, y en la cabeza el pañuelo. Agarrada a su celular, no miraba ni a los pajaritos. Si le proponía ir a hacer las compras o caminar por el centro se entusiasmaba, pero solo un poco. No entendí jamás su manera de relacionarse con el futuro, su predisposición a negar los problemas, su rebote permanente en sí misma. Nunca pudo creer en ella a lo lejos. Era cierto que no le hacía bien el sol, debía cuidarse. Verla jugar horas al solitario, que no tuviera la más mínima curiosidad por conocer este lugar o por pasear por el bosque era ver una vez más lo que siempre me había molestado, lo que me había distanciado de ella.

Tampoco supe comprender, en ese momento, que el cáncer se lleva a todos lados.

El mar está planchado, lacio. Mi cabeza, no.

¿A qué viene Sofi? Es una pregunta válida. Ella debe tener sus porqués.

Siento que debo repasar cada detalle, como si me fueran a tomar un examen. Tema: Cómo fue nuestra amistad. Cuál de nosotras era la que hacía o dejaba. Contarlo, y explicarlo todo, respetando sus acentos y evitando omisiones. Y lo primero que siento es que desde que Gladys se murió, ya no tengo quién me ayude.

 

En el momento en que comienzo nuestra novela, lo primero que escribo es un recuerdo, o tal vez solo sea una ensoñación que se me aparece como cierta, potente, con la importancia de un cartel que cuelga de una marquesina de ese pueblo chico que era nuestra Lanús: es adoptada.

Camino por la arena húmeda los tres kilómetros que faltan para llegar a la casa. Las nubes no se enteraron de este cielo.

PARTE II No bajar nunca de los árboles

“Quería escribir sobre todo, sobre la vida que tenemos y las vidas que hubiéramos podido tener. Quería escribir sobre todas las formas posibles de morir”.

VIRGINIA WOOLF

Todas las tardes, ni bien terminaba la tarea, salía corriendo hacia su casa.

Ese día, Gladys, como muchas veces en que la pasaba a buscar, lloraba, y no quiso ir a la plaza.

—Quedate conmigo hasta que se me pase —me pidió desde el escalón de la puerta de entrada.

—No se te nota mucho —contesté mientras le quitaba una arañita que le caminaba por la manga del buzo que alguna vez había sido azul.

—No digas boludeces —dijo mientras se secaba los mocos con el brazo.

Sentadas en el umbral frío de porlan que estaba delante de la puerta de la casa de Gladys, compartimos un silencio. Yo agarré una piedra que encontré en la vereda, y lo único que se escuchó fue el ruido de esa piedra sobre el piso: dibujé una casa, un árbol y seguí con un mamarracho. Hasta que no aguanté más y le dije:

—A la Marcela ya le vino.

—No puede ser —me dijo sin mirarme, como si le hablara a mi dibujo.

—Te digo que sí, se lo contó la tía a mi mamá.

—¿Y ella qué dice?

—Que duele.

—Es un asco —me dijo, y siguió mirando el piso.

—Yo no le creo, mi mamá dice que no duele.

—¿Se pone algodón? —me preguntó.

—Sí. Y te podés quedar embarazada. Eso dijo mi mamá.

—¿Cómo?

—Con el pito de los hombres —le dije.

—¿Tu mamá te dice eso?

—Sí. Porque dice que tiene miedo, y que yo tengo que saber.

—¿Qué tenés que saber? —me preguntó, y volvió a mirar el piso.

—Que los hombres te pueden dejar embarazada. Es cuando te hacen la inmundicia. Dice eso.

—Ah. —Levantó la cabeza, me miró fijo y su dolor me paralizó—. Es un hijo de remil putas. Cuando está borracho se la agarra conmigo. ¿Yo qué le hice? Decime. ¿Qué le hice?

Vi en su mirada la furia. No pude responderle.

—Un día te juro que lo mato —me dijo y me agujereó la frente con la negrura de sus ojos.