No confíes en un libertino - Corazón de hielo - Annie Burrows - E-Book

No confíes en un libertino - Corazón de hielo E-Book

Annie Burrows

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Beschreibung

No confíes en un libertino Annie Burrows Su fama de libertino era de sobra conocida… Se rumoreaba que lord Deben, que necesitaba un heredero y era el libertino más afamado e impenitente de Londres, se había olvidado de su predilección por las amantes casadas y estaba dedicando toda su atencion a seducir a jóvenes inocentes y virtuosas. Sin embargo, si lord Deben creía que Henrietta Gibson iba a acudir al chasquido de sus dedos, estaba muy equivocado. Ella sabía perfectamente por qué tenía que eludir a caballeros de su reputación: Si la tocaba una sola vez con sus labios, no podría mirar a otro hombre. Si sus diestros dedos le rozaban el borde del escote, se derretiría en sus brazos. Además, bastaría que uno de los mil rumores fuese cierto para saber que nunca jamás podría confiar en un libertino... Corazón de hielo Marguerite Kaye Era un hombre incapaz de amar... Al despertar en una cama desconocida, Henrietta Markham se encontró ante el hombre más sensual y misterioso que había visto nunca. Lo último que recordaba era haber sido atacada por un ladrón... sin embargo, le pareció mucho más peligroso que su salvador fuera el célebre conde de Pentland. Desde el fracaso estrepitoso de su matrimonio, por las venas de Rafe Saint Alban fluía hielo. Pero al conocer a la impetuosa y atractiva Henrietta su sangre comenzó a calentarse hasta alcanzar el punto de ebullición. Después de que ella fuera acusada de un robo que no había cometido, Rafe se descubrió ofreciéndose a ayudarla. Pero ¿podría la inocencia de Henrietta doblegar a un consumado libertino como él?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 79 - marzo 2023

 

© 2013 Annie Burrows

No confíes en un libertino

Título original: Never Trust a Rake

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

© 2012 Marguerite Kaye

Corazón de hielo

Título original: Rake with a Frozen Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-678-7

Índice

 

Portada

Créditos

 

No confíes en un libertino

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

 

Corazón de hielo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Epílogo

 

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Uno

Ya sabía que no iba a ser fácil, pero no había esperado que todos fuesen tan predecibles. Lord Deben salió a la terraza, que estaba vacía por la llovizna, y se apoyó en la balaustrada, donde tomó varias bocanadas de aire puro, que no estaba viciado con perfume, sudor o grasa para candiles.

A lady Twining, la anfitriona, casi se le salieron los ojos de las órbitas cuando vio del brazo de quién iba la viuda lady Dalrymple. Solo había estado una vez en un baile de presentación en sociedad y había sido en el de su propia hermana, un acontecimiento deslumbrante que celebró él hacía cuatro años. Pudo darse cuenta de que lady Twining se preguntaba por qué habría decidido acompañar a alguien tan estricto con las formalidades a un acontecimiento tan aburrido y que se celebraba en la casa de una familia que nunca aspiraría a formar parte de su... desvergonzado círculo. Mientras subían las escaleras lentamente, notó que le daba vueltas al dilema que planteaba su presencia allí. No podía impedir su asistencia porque había invitado a su madrina y él, evidentemente, estaba acompañándola. Aunque estaba deseándolo. Le parecía que si dejaba que se mezclara con las virtuosas damiselas que se amontonaban en sus pasillos, sería como si abriera la puerta del gallinero a un zorro. Sin embargo, no tuvo el valor de decir lo que estaba pensando y cuando llegó a saludarla, todo fueron cortesías y sorpresa por tener el honor de contar con su augusta presencia. En realidad, no dijo lo último, pero fue lo que quiso decir con sus halagos. Para ella, la presencia de un conde de su categoría era un éxito social tal que compensaba con creces el posible peligro para la decencia del festejo.

En cuanto a los invitados... hizo un gesto de desprecio. Estaban divididos claramente en dos grupos. Unos reaccionaron a su reputación y corretearon como gallinas asustadas para proteger a sus polluelos y otros vieron en él la posibilidad de medrar, lo miraron mientras entraba en la casa y susurraron entre ellos. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué precisamente con lady Dalrymple? ¿Significaría que esa temporada, por fin, iba a cumplir con sus obligaciones familiares y buscarse una esposa? Ante la remota pero no descartable posibilidad de que el mujeriego más afamado de su generación, el conquistador más peligroso, estuviese buscando una mujer que lo acompañase en sociedad como su condesa consorte, las más ambiciosas habían empezado a darse codazos para que se fijara en sus insustanciales hijas. Que hubiesen acertado no quería decir que sus intentos fuesen menos repelentes. Por eso tendría que asistir a más actos como ese y tendría que soportar la palabrería vacua que llamaban conversación, los amaneramientos pretenciosos e, incluso, las caras con granos. ¿Cómo podía un hombre estar seguro de que su primer hijo, al menos, era suyo si no se casaba con una muchacha que acabase de terminar el colegio? La obligación que tenía hacia su orgulloso linaje hacía que eso fuese imperativo.

Sin embargo, ¿realmente creían que le pediría la mano a la primera chica que se encontrara en el primer festejo al que asistía desde que comprendió que tenía que rendirse al destino que su posición le había deparado?

Se inclinó hacia atrás y dejó que la lluvia le cayera en la cara. Le refrescaría la piel ya que no podía aliviar la amargura que le corroía las entrañas. Nada podría aliviársela. Salvo... Se quedó muy quieto ante la fantástica idea que había tenido. No creía que pudiera soportar muchas reuniones como esa y, al fin y al cabo, siempre se encontraría con las mismas muchachas sosas y ávidas. ¿Por qué no le pedía la mano a la primera chica con la que se cruzara cuando volviera a entrar? Así, por lo menos, acabaría rápidamente con ese asunto tan fastidioso. ¿Cuál sería el precio? ¿Un año de su vida? Le pediría la mano a una de esas muchachas que le habían presentado como si fuesen yeguas de pura raza, se harían las amonestaciones, se celebraría un simulacro de ceremonia, se acostaría con ella y seguiría acostándose hasta que estuviese embarazada, a ser posible, de un varón. Luego, una vez resuelta la sucesión, volvería a su existencia despreocupada y ella podría... Volvió a inclinar la cabeza al pensar en lo que podría hacer su esposa si la dejaba desatendida. Nadie sabía tan bien como él hasta dónde podían llegar las esposas aburridas para encontrar aventuras sexuales. Resopló, sacó el reloj del bolsillo del chaleco y se dio la vuelta para que la luz del salón de baile lo iluminara. Arqueó una ceja con incredulidad. ¿Solo llevaba media hora en esa casa? Pasarían horas antes de que lady Dalrymple quisiera marcharse. Querría ver el baile, cotillear y cenar.

Hizo una mueca de disgusto. Tenía que hacer algo para pasar el rato y no estaría mal seguir el impulso de afrontar su situación matrimonial lo antes posible. Volvería al salón de baile y le pediría a la primera chica que viese que bailara con él. Si aceptaba y no le parecía demasiado repelente, buscaría a su padre y empezaría a hablar del acuerdo. Todo ese asunto aborrecible quedaría resuelto. Ni siquiera tendría que poner un pie en ese sitio tan espantoso que era el club Almack’s para que la flor y nata de la sociedad supiera cuáles eran sus intenciones.

Sin embargo, sus pies no dieron ni un paso cuando se metió el reloj en el bolsillo. Se quedó mirando al frente, pero no miraba el jardín que había debajo de la terraza, sino el vacío al que estaba a punto de arrojarse.

Daría igual que la muchacha anónima que lo esperaba dentro de la casa no llegara a gustarle siempre que pudiera acostarse con ella las veces necesarias para tener un heredero. Si no llegaba a gustarle, ella tampoco podría hacerle daño ni humillarlo. Vería cómo se dedicaba a sus aventuras amorosas con la misma indiferencia que habían mostrado todos los maridos a los que había engañado. Maridos cuyas esposas, insatisfechas y aburridas, habían buscado hombres más jóvenes y vigorosos que les proporcionaran el... condimento del que carecían sus matrimonios pactados. Dentro de ese acuerdo, incluso podría tolerar a los hijos de ella. Más aún, quizá los tratara con amabilidad y no los llamaría bastardos a la cara. Se considerarían hermanos, se querrían y se ayudarían en vez de... La música que salió repentinamente del salón de baile lo sacó bruscamente de la corriente dañina que se adueñaba de él cuando sus pensamientos escapaban de su reducto y se dirigían hacia su infancia.

Se dio la vuelta lentamente y molesto porque le hubieran interrumpido su breve momento de soledad, pero no había esperado ver la silueta de una mujer en la puerta del salón.

—¡Lord Deben...!

La chica se quedó boquiabierta y se llevó una mano al cuello. Él supuso que ese gesto tan exagerado quería indicar sorpresa.

—No creía que hubiese nadie aquí —siguió ella mirando a la terraza vacía.

—Claro, ¿quién iba a salir con un tiempo tan malo?

Ella, sin amilanarse por el tono irónico de él, se acercó un par de pasos y dejó escapar unas risitas.

—No debería estar a solas con usted, ¿verdad? Mi madre dice que es un hombre peligroso.

Pudo comprobar que era bastante guapa, que tenía unos rasgos bonitos y una piel muy blanca y que iba vestida lujosamente y a la moda. Además, estaba acostumbrada a las atenciones de los hombres a juzgar por cómo sobrellevaba que la observara sin disimulo y casi con insolencia.

—Su madre tiene razón. Soy peligroso.

—No me da miedo —aseguró ella acercándose más.

Se acercó tanto que pudo captar el perfume que desprendía su pequeño cuerpo. Estaba emocionada y un poco nerviosa, pero, sobre todo, emocionada.

—Que se sepa, nunca le ha hecho nada a una joven virtuosa. Se ha ganado su reputación con esposas jóvenes o viudas.

—Su madre debería haberla advertido de que no está bien comentar los amoríos de un hombre con él.

Ella sonrió elocuentemente.

—Pero, lord Deben —murmuró ella pasándole una mano por la solapa de la chaqueta—, estoy segura de que querrá que su futura esposa sepa estas cosas, que sea comprensiva...

Él le tomó la mano y la apartó con repugnancia.

—Al contrario, eso es lo que menos quiero de la mujer con la que vaya a casarme.

Se parecía más a su padre de lo que se había imaginado. Aunque siempre tuvo mucho cuidado de no enamorarse de su esposa, no habría podido soportar que ella fuese... comprensiva, que esperara que él siguiera comportándose como si fuese soltero para que ella pudiera disfrutar de sus propias aventuras sexuales. En resumen, ser un cornudo.

—Será mejor que vuelva al salón de baile. Como usted misma ha dicho, es bastante inadecuado que esté aquí con un hombre como yo.

—Es absurdo que hable de lo que es adecuado cuando todo el mundo sabe que nunca le ha dedicado ni un minuto a serlo... —replicó ella en tono quejoso.

Entonces, con un movimiento tan rápido que lo sorprendió completamente, le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Puede saberse qué hace?

Él intento zafarse. Se soltó una mano, pero ella dejó caer al abanico para poder agarrarse mejor. Él retrocedió con firmeza, pero ella se aferró a él y la arrastró consigo.

—Suélteme, mujerzuela desvergonzada —gruñó él—. No sé qué se propone abalanzándose sobre mí, pero...

Se oyó un grito y la luz inundó la terraza cuando la puerta se abrió de par en par. La chica que había estado agarrándolo con todas sus fuerzas se derrumbó sobre él y apoyó la mejilla en su pecho.

—¡Lord Deben! —una mujer bastante rolliza se dirigió hacia él con los mofletes temblorosos por la indignación—. ¡Suelte a mi hija en este instante!

Él seguía agarrándole las muñecas y cuando quiso quitársela de encima, ella gimió y se inclinó teatralmente hacia atrás como si fuese a desmayarse. Instintivamente, la agarró para que no se cayera. Aunque le habría encantado que cayera como un fardo sobre el suelo mojado, también sabía que eso habría empeorado las cosas para él.

A otra persona podría ocurrírsele salir a la terraza y ¿qué vería? ¿Al depravado lord Deben sobre el cuerpo tumbado de una inocente medio deshonrada o al depravado lord Deben con la víctima de un intento de seducción entre los brazos? Fuera cual fuese la escena, el resultado sería el mismo. Esas dos mujeres esperarían que se casara con esa mujerzuela maniobrera para desagraviarla. Nunca había estado tan furioso. Lo habían atrapado con una trampa que hasta el más pardillo habría previsto. Además, ¡en su primera incursión en el mundo de la muchachas inocentes! ¿Cómo había podido infravalorar tan lamentablemente la naturaleza depredadora de las mujeres? Había etiquetado a esas chicas vestidas de blanco y casi idénticas como insulsas y sin cerebro, pero la que estaba allí pensaba muy deprisa y tenía una ambición inmensa. Él era el hombre más rico, de más categoría social y más joven que probablemente llegaría a conocer en su limitado entorno. Por eso había aprovechado implacablemente su momentánea falta de concentración para comprometerlo. Le daba igual cómo fuese él ni ponía reparos a casarse con un hombre al que consideraba incapaz de ser fiel. En realidad, le había dicho que se lo perdonaría.

Lo que era peor, ella no sabía que él estaba buscando una esposa. Para ella, seguía siendo un libertino empedernido y, aun así, había querido atraparlo a toda costa. Astuta, ambiciosa, despiadada, amoral... Si su madre viviera todavía, las habría considerado almas gemelas.

—Es evidente lo que ha pasado —siguió la madre de la chica poniéndose muy recta—. Tiene que desagraviarla —añadió ella como había previsto él.

—¿Quiere decir que me case con ella?

Le daba igual que esa mujer lo considerara descortés. Se desprendió de su hija con tanta energía que la chica se tambaleó, dio unos pasos y tuvo que agarrase a su madre para no caerse.

¿Se había planteado la posibilidad de pedirle la mano a la primera mujer que se cruzara en su camino? ¿Estaba loco? Si se casaba con alguien así, la historia se repetiría, pero con el añadido de que nunca sabría quién era el padre de los hijos que tendría que mantener. Se apoyó de espaldas en la balaustrada y se cruzó de brazos. Estaba a punto de informarlos de que nada en el mundo lo obligaría a darle su nombre a esa muchacha cuando se oyó otra voz.

—¡Por favor, no es lo que parece!

Los tres se dieron la vuelta hacia el extremo de la terraza desde donde había llegado la voz. Él pudo ver la figura de una mujer esbelta que salía de entre dos enormes maceteros, donde, evidentemente, había estado escondiéndose.

—Para empezar —dijo la chica que todavía estaba en sombra mientras se agachaba para soltarse el vestido de algo que lo había enganchado—, he estado aquí fuera todo el tiempo y, por eso, la señorita Waverly no ha estado sola con lord Deben en ningún momento.

Se incorporó cuando se soltó el vestido y se acercó a ellos, pero no entró en la franja iluminada donde estaban ellos, como si no quisiera salir plenamente de las sombras. Él, sin embargo, pudo vislumbrar manchas de musgo en su vestido blanco y algo que parecían hojas secas en los rizos despeinados que le caían sobre los delgados hombros.

—Me parece muy bien —intervino la alterada madre de la señorita Waverly—, pero ¿por qué la tenía entre sus brazos?

La señorita Waverly seguía agarrada a su madre con aire de una reina de tragedia, pero él pudo percibir en su rostro los primeros signos de que estaba asustada.

—Bueno, ella...

La muchacha desaliñada vaciló, miró a la preocupada señorita Waverly y volvió a mirar a la mujer.

—Se le cayó el abanico, se... tambaleó y lord Deben, naturalmente, la agarró para que no se cayera.

Había presentado toda la secuencia de acontecimientos de tal forma que el asunto parecía distinto sin haber mentido abiertamente. Lo había hecho muy bien. Él se apartó de la balaustrada, dio dos pasos y recogió el abanico.

—Ningún caballero —dijo él siguiéndole el juego a esa muchacha que le recordaba al otoño en persona—, ni siquiera uno con una reputación como la mía, habría permitido que una criatura tan delicada se cayera.

Lord Deben le devolvió el abanico a la impasible señorita Waverly. No tenía ni idea de por qué el espíritu del otoño había decidido frustrar la treta de la señorita Waverly, pero no le iba a mirar los dientes a ese caballo regalado.

La madre miraba pensativamente las losas del suelo y su hija los miraba alternativamente a él y a la chica que había surgido de las sombras. Casi podía ver cómo le daba vueltas a la cabeza. Ya no era su palabra contra la de él. Había dos personas dispuestas a jurar que no había pasado nada incorrecto.

—Sir Humphrey debería hacer que revisaran estas losas, ¿no le parece? —preguntó él dirigiendo una sonrisa gélida a la muchacha que había intentado comprometerlo—. Alguien podría hacerse daño. Al menos, me queda la satisfacción de saber que a usted no le ha pasado nada en el pequeño encuentro de esta noche.

Ella levantó la barbilla y lo miró con rabia. Su madre, sin embargo, supo perder con más elegancia.

—Bueno, ya entiendo lo que pasó, claro, y le agradezco que acudiera a ayudar a mi hija, milord. Lo que no puedo entender es por qué estaba aquí fuera con la señorita Gibson. No es de ese tipo de personas, ni mucho menos...

La mujer miró con desprecio a la empapada ninfa. Él no estuvo seguro, pero le pareció que la muchacha se encogía, como si quisiera volver a desaparecer detrás de los maceteros.

—Tampoco puedo entender que mi Isabella haya intimado tanto con ella —la mujer se dirigió a su hija, quien tenía un gesto apesadumbrado—. No sé qué ha podido pasarte por la cabeza para que acompañaras a una persona así aquí fuera, donde podrías haberte manchado el vestido o haberte resfriado. ¿Puede saberse qué has hecho para convencer a mi hija para que saliera aquí? —preguntó a la desdichada señorita Gibson—. Además, ¿qué hacías escondida mientras mi hija estaba sola con un caballero? ¿No sabes lo inadecuado y lo egoísta que es eso?

Aunque no pudo evitar preguntarse cómo iba a contestar la señorita Gibson a esa ristra de preguntas, él también tenía una lista que era mucho más pertinente puesto que sabía lo que había pasado. Lo que más le extrañaba, sin embargo, era que no hubiera delatado a la señorita Waverly como la maniobrera que era si quería ponerle la zancadilla. Su descripción de la escena había sido tan hábil que la señorita Waverly saldría con la reputación intacta. Sin embargo, no creía que lo hubiese hecho para defender su reputación. Ella salió de su escondite antes de que él dijera que nunca le daría su nombre independientemente de lo que contaran. La reputación de él ya estaba por los suelos y no tenía nada que perder. Además, la señorita Waverly se habría llevado su merecido si esas dos maquinadoras hubiesen intentado cruzar sus espadas, en el aspecto social, con un hombre de su categoría.

Lo único que habría tenido que hacer la señorita Gibson, por sí misma, era permanecer escondida detrás de los maceteros hasta que todos se hubiesen marchado. Entonces, ¿lo había hecho por amistad? ¿Había querido salvar a su amiga de un matrimonio desastroso? No, tampoco lo creía. En ningún momento le había parecido que la señorita Waverly sintiera... amistad hacia la chica que le había frustrado su ambición. No había esperado que ella estuviese ahí fuera. Había mirado con detenimiento toda la terraza para comprobar si había algún testigo antes de intentar comprometerlo. Además, se puso furiosa cuando la señorita Gibson apareció y le estropeó su plan. ¿Eran enemigas? No. Según lo que había dicho su madre, se mezclaban muy poco en los mismos círculos sociales. Eso significaba que no habían tenido la oportunidad de ser ni amigas ni enemigas. Lo planteara como lo plantease, siempre volvía al mismo punto. Lo que había hecho no tenía nada que ver con la señorita Waverly, había intentado salvarlo a él.

Se apoyó otra vez en la balaustrada y la miró con fascinación. No intentaba defenderse mientras la madre de la señorita Waverly decía de todo contra ella. Parecía como si no se diera cuenta ni de la sarta de descalificaciones ni de las miradas envenenadas que le dirigía la señorita Waverly. Permanecía con los hombros caídos como si no le importara lo que pensaran o dijeran de ella, como si no le afectaran todas las maldades que vertían sobre su inocente cabeza. Hasta que la madre de la señorita Waverly dijo...

—Sin embargo, claro, ¿qué puede esperarse de alguien que tiene una familia como la tuya?

Entonces, ella levantó la cabeza y avanzó. La luz que salía de las ventanas del salón de baile la iluminó plenamente por primera vez. Todos los colores del otoño resplandecieron en sus mechones despeinados. Los intensos marrones se mezclaban con el dorado rojizo de las hojas y ella tenía una expresión despiadada. Era como presenciar una tormenta que estaba formándose súbitamente, que iba a estallar en una de esas mañanas de noviembre que tanto lo deprimían.

—Una puede esperar un comportamiento respetable. Solo me escondía porque no quería que nadie, y menos un caballero, viera que había estado llorando.

Eso sí pudo creérselo. A la señorita Gibson no le favorecía llorar. Su nariz, un poco larga para esa cara tan delgada, estaba roja y moqueaba. Sus mejillas estaban manchadas y no solo con lágrimas, sino con lo que parecían secreciones de esa nariz atroz. Eso hacía que fuese más incomprensible todavía que hubiese intervenido en un asunto que afectaba a dos personas que no eran sus amigos ni, en el caso de él, un mero conocido.

—Debería habérmelo imaginado —replicó la mujer rolliza—. Espero que estés avergonzada de ti misma, jovencita. ¿Ves lo que pasa cuando te dejas llevar por una demostración de sentimientos tan vulgar? No solo tienes un aspecto lamentable, sino que tu comportamiento egoísta y desconsiderado ha metido a mi inocente hija en una situación que podría haberse interpretado muy mal.

La señorita Gibson apretó los puños, miró a la inocente señorita Waverly y tomó aliento. Estaba a punto de estallar, de soltar la verdad que caería como una bomba en la tranquilidad del baile de presentación en sociedad de la señorita Twining. Entonces, él vio una sombra de inquietud en su rostro. Había comprendido que no podía decir toda la verdad sin delatarse. Era lo que pasaba cuando una mujer empezaba a tejer una red de mentiras. Si daba un paso en falso, corría el riesgo de verse enredada ella misma. Al menos, había tenido la inteligencia de darse cuenta. Cerró la boca, levantó la barbilla y miró a la madre de la señorita Waverly con un gesto inexpresivo.

Él no podía contenerse casi. Era mucho mejor que presenciar una representación teatral. Quizá fuese una mala suerte que la señorita Gibson lo mirara justo cuando empezaba a ver la parte divertida de la situación. Ella captó su expresión y frunció el ceño con auténtica furia.

—Bueno —siguió la mujer, que había rodeado los hombros de su hija con un brazo—, ya veo que lo has hecho porque tienes un corazón de oro, querida, pero habría sido mejor que hubieses buscado a la señorita de compañía de la señorita Gibson para que ella se hiciera cargo de la situación.

Eso acabó con lo que tenía de divertido esa situación tan absurda. Las actitudes de la mujer y de su hija eran casi ofensivas. Esa joven desdichada había salido a dar rienda suelta a sus sentimientos y estaba recibiendo una reprimenda. Alguien debería consolarla. Al fin y al cabo, las mujeres no lloraban de esa manera sin un buen motivo y ellas tenían que saberlo.

Miró a la madre y a la hija y frunció el ceño. Las sensiblerías de las mujeres no solían afectarle, pero, evidentemente, era el único que estaba mínimamente afectado por el sufrimiento de la empapada señorita Gibson. Eso tampoco quería decir que fuese a hacer algo personalmente. Nunca había sabido consolar a mujeres llorosas. Las pocas veces que había intentado consolar a sus hermanas cuando lloraban, sus argumentos racionales habían conseguido que se pusieran medio histéricas. Necesitaba una mujer comprensiva y la señorita de compañía que había mencionado la mujer era la persona que sabría lidiar con ella. Se apartó de la balaustrada.

—Permítanme enmendar mi error ocupándome de eso en este instante. Si alguien es tan amable de darme su nombre...

—Es la señora Ledbetter —contestó la mujer con desprecio—. No creo que la conozca, milord. En realidad, no puedo entender que una mujer de su posición haya conseguido una invitación para un acontecimiento como este.

—Claro —él sonrió—. Uno asiste a los bailes con la esperanza de encontrarse solo con personas de cierta categoría, ¿verdad, señora Waverly...?

—Lady Chigwell —replicó ella con una sonrisa fatua.

—Lady Chigwell —repitió él con una inclinación.

Al incorporarse, miró a la señorita Gibson y le guiñó un ojo, pero ella no había captado el sutil desdén de él y lo miró con los ojos entrecerrados. No había entendido el gesto que había hecho por ella.

—Señorita Gibson —se acercó a ella y le tomó una mano—, ¿puedo decirle a la señora Ledbetter que la espera aquí? ¿Cómo es? —le preguntó con delicadeza.

La señorita Gibson parpadeó y lo miró con unos ojos todavía húmedos por las lágrimas. Él le apretó un poco la mano intentado transmitirle su agradecimiento y, para su sorpresa, algo de tranquilidad. No había ninguna mujer en el mundo, aparte de su familia, que pudiese decir que lord Deben había mostrado la más mínima preocupación por ella. Sin embargo, ningún hombre, ni el más indiferente a los sentimientos de los demás, como decían de él, podría evitar sentirse conmovido por el padecimiento de ella. Había salido allí para llorar tranquilamente y no solo había tenido que declarar su estado emocional, sino que, encima, la habían despellejado injustamente, como a su señorita de compañía.

—Lleva un turbante morado con dos plumas de avestruz, una blanca y la otra morada. Es inconfundible. Creo que lo mejor será que espere aquí fuera —añadió la señorita Gibson soltándose la mano.

—Sí, desde luego —intervino la señorita Waverly en un tono almibarado—. No querrás cruzar el salón de baile así. Tienes que lavarte bien la cara antes de que alguien te vea.

La señorita Gibson se pasó el dorso de las manos por las mejillas, pero el resultado fue desastroso porque tenía los guantes tan manchados como el vestido.

—Permítame...

Él sacó un pañuelo de seda blanca con sus iniciales bordadas y se lo ofreció.

—Gracias, señor.

Lo tomó con tanta reticencia que él supuso que lo habría rechazado si no hubiese estado tan desesperada. ¿Por qué? Se preguntó. Si sentía antipatía hacia él, como parecía indicar la mirada que le dirigió después de sonarse la nariz de una manera impropia de una dama, ¿por qué había salido en su ayuda? Quizá fuese que, como había dicho ella, no quería que un caballero la viera en ese estado... Se dio la vuelta satisfecho por haber encontrado explicación a esa hostilidad inmerecida y volvió a entrar en el salón de baile.

Ya solo le quedaba encontrar a una mujer de edad avanzada y con un turbante con plumas de avestruz. Luego, le comunicaría que la señorita Gibson estaba esperando su ayuda en la terraza y todo el asunto quedaría zanjado. Aunque no podía evitar la sensación, desconocida para él, de que le gustaría hacer algo para aliviar la desdicha de la señorita Gibson. Se había dado cuenta, en cuanto se cernió sobre él la amenaza de verse atrapado por un ser como la señorita Waverly, de que prefería morirse antes que soportar un matrimonio como el que había soportado su padre. Además, cada vez estaba más convencido de que la señorita Gibson había intervenido para librarlo de un destino así. Seguramente, tampoco podía soportar que una persona se viese obligada a casarse con alguien que no había elegido. Quizá hubiese salido a llorar por eso... Según lo que había dicho lady Chigwell, no era de una familia muy buena. Quizá estuvieran presionándola para que se casase bien y ascendiera en la escala social. Quizá eso fuera lo que estaba haciendo allí esa noche. Quizá estuviera exponiéndose para que la compraran como a un esclavo en una subasta. No la había visto en su mejor momento, pero su juventud y su vulnerabilidad bastarían para atraer el interés de varios hombres que él conocía y que estaban buscando esposa esa Temporada. Así funcionaba el mundo. Hombres mayores con dinero y posición podían elegir, más o menos, entre las jóvenes vírgenes que acudían todos los años a buscar marido. Las familias de esas vírgenes las vendían prácticamente al mejor postor, sin importarles los sentimientos de ellas. Al no haber podido elegir, acababan rebelándose y tomando los amantes que sí elegían.

La libertad de elegir era la única ventaja que él tenía, como hombre, y que muchas mujeres no podían permitirse... y casi la había desperdiciado. La señorita Waverly le había sacudido la apatía que había estado a punto de llevarlo a cometer un error desastroso. Era tan escéptico respecto al matrimonio que había estado a punto de permitir que el destino le arrebatara de las manos la posibilidad de elegir. Como un jugador que tiraba una moneda al aire para decidir la siguiente jugada, había pensado que si eliminaba la posibilidad de elegir, las cosas serían más sencillas. Una necedad. El matrimonio era un vínculo que no tenía escapatoria. La reticencia a casarse no era una excusa para no elegir con criterio a la esposa. Aunque no podía imaginarse que pudiera encontrar algún placer en el matrimonio, le debía a sus hijos que analizara minuciosamente el carácter de la mujer que iba a engendrarlos. Nunca impondría una madre como la suya a sus hijos... ni una mujer como la señorita Waverly. Esta lo había salvado de su actitud fatalista, pero porque era el ejemplo de todo lo que detestaba de una mujer.

No sentía ningún agradecimiento hacia ella y, sin embargo, que la señorita Gibson hubiese actuado desinteresadamente a favor de él hacía que quisiera pagárselo de alguna manera porque nunca nadie, ni hombre ni mujer, había intentado salvarlo del algo. Se quedó atónito y sonriendo de felicidad al caer en la cuenta de que una damisela desdichada acababa de salvarlo. Aunque nadie, por mucha imaginación que tuviese, podía imaginárselo como un caballero andante. Él libraba sus batallas en la Cámara de los Lores con palabras hirientes, no en torneos con lanzas.

Se dio la vuelta para mirarla por última vez, sin saber muy bien por qué, y vio que la señorita Waverly también la miraba como si quisiera fulminarla. Ya se había dado cuenta de que era inmoral y despiadada. Además, aunque la señorita Gibson era muy valiente, también parecía inferior en la escala social a la pérfida Isabella, lo cual, hacía que fuese vulnerable a cualquier ataque que esa chica le seguro le lanzaría en cuanto tuviese ocasión.

Se había preguntado cómo podría pagar a la señorita Gibson el que lo hubiese ayudado a conservar la libertad y ya lo sabía. La vigilaría discretamente durante las próximas semanas, por lo menos. Si no, era imposible predecir cuál sería la rebuscada venganza de la señorita Waverly.

Dos

Otro día en Londres.

Henrietta miró por la ventana de la sala de su tía Ledbetter y vio la fila de casas que había enfrente. Ella vivía en una igual y tuvo que contener un suspiro. Demasiados edificios comprimidos, demasiadas personas amontonadas en las calles, demasiado ruido y una mezcla de olores casi insoportable. Llevaba allí algo más de un mes y ya añoraba la tranquilidad de Much Wakering, sus cielos amplios, el canto de los pájaros y el olor a flores. Desde la ventana de su dormitorio solo podía ver un árbol si alargaba mucho el cuello por encima del alféizar. Era un pobre arbolillo que parecía tan desubicado como ella.

—¿Qué le pareció la interpretación, señorita Gibson?

Henrietta dio un respingo y volvió a prestar atención a los invitados de su tía. Al menos, a ese invitado que intentaba integrarla en una conversación a la que no había atendido. Había esperado que si se sentaba en una butaca en un extremo de la habitación, los demás no se sentirían obligados a hablar con ella. Sin embargo, no era fácil disuadir a la señora Crimmer de que hiciera algo que se había propuesto hacer.

—¿La interpretación? Yo, mmm...

La noche anterior habían ido al teatro y habría disfrutado si se hubiese encontrado en otro estado de ánimo. Sin embargo, desde que estuvo en el baile de la señorita Twining, sentía un nudo de tristeza en el pecho que ni el mejor de los comediantes podía aliviar y la neblina de depresión que la rodeaba hacía que todo le pareciera gris y sin atractivo, con tan poco atractivo como el que sabía que tenía ella. Lo único que conseguía que se levantara por las mañanas era saber que su tía se preocuparía si se quedaba en la cama compadeciéndose de sí misma.

La señora Ledbetter había hecho mucho más que limitarse a aceptar la responsabilidad cuando su padre escribió a su primo y le pidió que ella le supervisara una Temporada en Londres. La señora Ledbetter había acometido la tarea con un entusiasmo que había sorprendido a Henrietta. Al principio, estuvo a punto de sentirse ofendida cuando la tía Ledbetter sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, mientras la doncella deshacía la maleta. Sin embargo, no había tenido una familiar que se ocupara de su guardarropa desde que su madre falleció hacía muchos años. Además, cualquier posibilidad de sentirse ofendida se disipó en cuanto descubrió que a la señora Ledbetter no solo le gustaba ir de compras, sino que también le gustaba muchísimo descubrir los colores y los peinados que le favorecían más. Cuando no la llevaba a comprar ropa o accesorios que ella no tenía ni idea que fuesen esenciales, había contratado a distintas personas para que la refinaran un poco. Había ido una peluquera para peinarla y cortarle el pelo y un profesor de baile acudía periódicamente para enseñarle los pasos de todos los bailes que siempre había querido saber y que nunca había tenido la ocasión de aprender. Además, su amabilidad seguía día tras día.

La llevaba al teatro, a exposiciones, a veladas musicales o a cenas donde la presentaba a todos sus amigos y conocidos. Nada le parecía un fastidio. Además, si se tenía en cuenta que Mildred, su única hija, también estaba en edad de plantearse el matrimonio, podrían haberla tratado como a una rival, a una amenaza o, sencillamente, como a una imposición. Ni la madre ni la hija habían hecho nada parecido. Al contrario, la habían recibido con los brazos abiertos. Por eso, hizo acopio de la fuerza de voluntad que le quedaba y esbozó una sonrisa.

—En Much Wakering no tenemos nada parecido, señora Crimmer —siguió ella con sinceridad—. Tanto talento junto... Fue...

—¿Abrumador, querida?

La señora Crimmer, la esposa de un conocido del señor Ledbetter por motivos de trabajo, movió la cabeza con un gesto de comprensión. Ella ya se había dado cuenta de que las personas que vivían en Londres todo el año tendían a mirar a los provincianos con una mezcla de desprecio y compasión. Si la señora Crimmer le hubiese hablado con condescendencia hacía tres días, ella habría replicado con aspereza o, al menos, habría tenido que contenerse por Mildred, ya que el señor y la señora Ledbetter esperaban que su hija mirara con buenos ojos al joven Crimmer. Miró al extremo opuesto de la habitación, donde el joven, sonrojado y bastante cohibido, cortejaba a Mildred, quien no parecía nada impresionada. Según había llegado a creer, su tío y su tía podían albergar esperanzas en ese sentido, pero Mildred buscaba algo más en la vida que un emparejamiento que cimentara una alianza empresarial, ella buscaba el amor... y era lo suficientemente hermosa para aspirar a encontrarlo. Tenía un pelo dorado muy bonito, ojos verdes y grandes y una nariz pequeña y delicada que hacía que pareciera un gatito angelical.

Quizá por eso la hubieran aceptado tan fácilmente. Ella, con su figura desgarbada y su cara anodina, no era una amenaza para su prima lejana. Cuando las dos entraban en una habitación, todos los hombres se fijaban en Mildred, algo que a ella no le había importado lo más mínimo. No quería la atención de los hombres... o, al menos, solo había anhelado la atención de un hombre y hasta él estaba ya fuera de su alcance. Hacía tres noches, él acabó por obligarla a aceptar que había sido una necia al seguirlo a Londres y, en ese momento, ya no podía ni seguir fingiendo, para sí misma, que significaba algo para él. Tal y como la había tratado, nunca había podido significar nada para él.

Tomó una galleta del plato que había en la mesa entre la señora Crimmer y ella. Tenía que quedarse en la ciudad hasta finales de junio como mínimo porque no estaba dispuesta a volver a casa con el rabo entre las piernas, sobre todo, después de lo que él le dijo. La única vez que la visitó le dijo que su sitio estaba en el campo, no en un sitio tan animado y refinado como Londres, y que no le extrañaría que pronto estuviese deseando volver a Much Wakering. Le fastidiaba tener que reconocer que, en cierto sentido, tenía razón. Echaba de menos lo árboles, la tranquilidad y que todo el mundo se conociera. Sin embargo, eso no la convertía en una pueblerina. Había sido tremendo oír a Richard, su Richard, dirigirse a ella en ese tono condescendiente. Al fin y al cabo, solo llevaba una semana en la ciudad y seguía asombrada y apasionada por todo. Sin embargo, eso no significaba que nunca fuese a ser capaz de estar a la altura de la sofisticación de Londres. El propio Richard no consiguió su... lustre ciudadano hasta después de varios viajes.

Al principio, la diferencia se limitó al aspecto. Primero, se compró ropa en un sastre de Londres y luego, su corte de pelo mereció la admiración general. Domaron sus rizos rebeldes en un peinado que le quitó gran parte del aspecto aniñado de su pecoso rostro. Dejó de parecer el hijo simpático de un terrateniente y pasó a ser, como siempre se había imaginado a Paris, un hombre tan guapo que las diosas se lo disputaban. Sin embargo, poco a poco, también empezó a notar un cambio interior en él. Empezó a sentirse inquieta, como si él se alejara cada vez más de ella. Las últimas Navidades tenía un aire sofisticado que se manifestaba en un amaneramiento lánguido muy distinto al chico descarado y sincero que había corrido por su casa y que había conseguido que ella se sintiera ingenua y cohibida.

Partió la galleta con pesadumbre. Debería haberse dado cuenta de su alejamiento entonces y haberse ahorrado la humillación que tuvo que sufrir en el baile de la señorita Twining... o haber entendido su comentario sobre que volviera a Much Wakering como una insinuación de que no quería que estuviera en la ciudad. Sin embargo, se había convencido a sí misma de que lo había dicho porque estaba preocupado por cómo iba a sobrellevarlo ella. ¿Por qué era tan necia? Si hubiese estado preocupado, la habría acompañado a todas partes, la habría protegido de todos los elementos indeseables que, según él, merodeaban por la sociedad londinense.

Se metió la mitad de la galleta en la boca y se consoló pensando que, al menos, no había contado a nadie sus aspiraciones amorosas con Richard. Así, ella era la única que sabía lo necia y lamentable que había sido. Aunque, desgraciadamente, eso también le impedía volver a su casa. Si empezaba a decir que quería volver, todo el mundo querría saber por qué y no tenía ninguna excusa creíble. No podía ofender a su querida tía Ledbetter y que pensara que era responsable de que fuese desdichada. Además, nunca le contaría a nadie el ridículo que había hecho con Richard. Su corazón estaría maltrecho, pero su orgullo seguía intacto. Ese era el inconveniente. Si se empeñaba en volver al campo sin confesar la verdad, todos darían por supuesto que la vida de la ciudad era, efectivamente, excesiva para ella.

Si tenía que elegir entre parecer una boba que había seguido a Londres a un hombre que no la amaba o parecer una ñoña que no podía soportar el estar a más de ocho kilómetros de su parroquia o tener que hacer de tripas corazón y quedarse en la ciudad cuando la experiencia le había quitado todo su interés, había decidido hacer lo último. Se quedaría en la ciudad.

Además, todavía estaba más en deuda con su tía y su prima después de la bochornosa salida del baile de la señorita Twining. Ellas fueron muy comprensivas. La arroparon en el carruaje cuando vieron sus lágrimas y expresaron su comprensión cuando alegó un dolor de cabeza como nunca había tenido. Nunca se habría inventado un dolor de cabeza si hubiese sabido cuánto iban a preocuparse. Había dado por supuesto que le darían unas palmaditas en la mano y que la mandarían a la cama, como habrían hecho su padre y sus hermanos. Sin embargo, la acompañaron a su cuarto, le frotaron las sienes con agua de lavanda, se quedaron con ella hasta que se bebió una tisana y le contaron sus cambios de salud mensuales hasta que el remordimiento se adueñó de ella. Sobre todo, cuando las dos estaban muy emocionadas porque las había invitado una auténtica baronesa. La tía Ledbetter porque podría cotillear con su círculo de amigas sobre cómo es una casa así por dentro y Mildred porque esperaba captar el interés de algún hijo de la nobleza.

Ella las había privado de la mitad del placer solo porque no había podido dominar su rabia cuando vio que esa señorita Waverly intentaba atrapar a otro pobre incauto entre sus garras. Incluso cuando intentó disculparse, la reacción de ellas la avergonzó más todavía.

—No habríamos pasado ni esa hora en una compañía tan elevada si no te hubieses hecho amiga de la señorita Twining —la tranquilizó la tía Ledbetter—. En realidad, me pareció un detalle precioso por su parte que nos incluyera en tu invitación.

—Sí —replicó ella en voz baja—, la señorita Twining es una persona encantadora.

Eso había sido lo único sincero que pudo decir de todo el asunto. Apreciaba sinceramente a Julia porque no la había mirado por encima del hombro ni había hecho ningún comentario despectivo sobre su procedencia. Al contrario que otros...

—No puedo dejar de preguntarme por qué tu padre ha recurrido a estos familiares —dijo Richard mientras miraba de soslayo a su tía la única vez que fue a visitarla a esa misma sala—. Nunca había oído hablar de ellos hasta que se te metió en la cabeza que querías pasar la Temporada en Londres. Ahora que los he conocido, no me extraña. No es que tengan nada de malo, a su manera. Los comerciantes pueden ser muy respetables, pero no es el tipo de personas con el que me gusta mezclarme cuando estoy en la ciudad. Además, si tu padre levantase la vista de un libro alguna vez y supiera juzgar la situación, no te habría mandado con unas personas que no pueden presentarte a nadie relevante ni llevarte a los sitios donde se debe ver a una chica de tu categoría.

¿Había sido tan ridícula como para interpretar ese comentario como una muestra de preocupación por ella? No estaba mínimamente preocupado por ella. Solo le preocupaba que pudiera aparecer en algún sitio y lo abochornara con sus humildes familiares o su carácter rural delante de sus amigos de Londres. Se metió en la boca la otra mitad de la galleta y se consoló al acordarse de que, al menos, tuvo el temple de rebatir su manera despectiva de hablar de su padre.

—Mi padre no puede evitar desconocer la sociedad londinense —replicó ella con firmeza—. Sabes que ya viene muy poco a la ciudad y que cuando viene, es porque se ha enterado de que algún libro singular ha salido al mercado.

No podía negar que la acusación de Richard estaba justificada en parte. No llevaba ni una semana en la ciudad cuando se dio cuenta de que como la prima de su padre se había casado con un empresario, ella no había tenido acceso a ningún sitio medianamente refinado, como había comentado despectivamente Richard.

—Además —siguió ella dispuesta a no reconocer su desilusión—, si lo hubiese sabido, seguramente le habría parecido muy frívolo. Él nunca juzga a un hombre por su categoría social o su riqueza, como ya deberías saber. ¿Cuántas veces le has oído decir que el verdadero valor de un hombre reside en su carácter y su intelecto?

Tomó otra galleta y se sintió complacida de haber tomado esa actitud aunque todavía hubiese estado obnubilada por Richard. La verdad era que no toleraba que nadie, fuera quien fuese, criticara a su padre. Además, ya se sintió bastante mal cuando se dio cuenta de que había cumplido veintidós años sin que él hubiese hecho nada para buscarle un marido. Cuando ella, vacilantemente, le planteó por primera vez la posibilidad de pasar la Temporada en Londres, él puso un gesto de perplejidad, el mismo que ponía siempre que tenía que enfrentarse al lado prosaico de la vida.

—¿Estás segura de que eres suficientemente mayor para pensar en casarte? —le preguntó él quitándose las gafas y dejándolas en la mesa con aire decidido—. Aunque, naturalmente, si quieres conocer la Temporada, entonces, la conocerás. Déjalo en mis manos.

—¿No... no te olvidarás?

Habría sido muy típico de él y él también lo sabía porque, en vez de regañarla por su descaro, sonrió y le aseguró que no se olvidaría del algo tan importante como el futuro de su única hija.

Efectivamente, no se olvidó, aunque tampoco lo hizo muy bien. Sin embargo, como no tenía valor para desilusionarlo cuando esperaba que estuviese pasándolo maravillosamente, le mandaba cartas alegres y ambiguas.

La señora Crimmer seguía hablando sin parar, pero ella llevaba varios minutos sin oír una palabra. Había estado pensando en las musarañas y comiéndose todo el plato de galletas. Llevaba varios días en los que no podía dejar de darle vueltas al baile de la señorita Twining. Había sido muy doloroso porque había depositado muchas esperanzas en él... y en la propia señorita Twining. Había esperado que fuesen amigas. A ella parecía no haberle importado que estuviese viviendo con unos familiares poco refinados e, incluso, le dijo que podía llamarla Julia.

Suspiró y tomó la última galleta. Sin embargo, aquel incidente acabó con todas las posibilidades de que la amistad pudiera brotar entre ellas aunque tuviesen algo en común, cosa que no tuvieron tiempo de descubrir porque se marchó del baile antes que la señorita Waverly y, por lo tanto, todo el mundo conocería la versión de los hechos de la señorita Waverly. Sabía que una chica así no perdería esa ocasión para manchar la reputación de su enemiga. Tampoco era algo que le importara porque no pensaba volver a abandonar el círculo social de su tía. ¿Para qué?

—Qué carruaje tan maravilloso. Qué caballos... —comentó el señor Bentley desde la otra ventana.

El señor Bentley era un amigo del señor Crimmer hijo. Ella creía que su función era darle apoyo moral en el suplicio de intentar que Mildred le sonriera y luego, cuando hubiese pasado la media hora de rigor, acompañarlo a la posada más cercana para que el señor Crimmer recuperara el maltrecho ánimo.

—Ha parado aquí delante, como si viniera de visita. Está subiendo las escaleras...

La tía Ledbetter, para asombro de todos, se levantó de un salto y llegó a la ventana con dos zancadas.

—¡Dios mío! —exclamó después de haber apartado al señor Bentley—. Dijo que nos visitaría, pero nunca soñé ni por un instante que lo hubiese dicho de verdad. Aunque me pidió nuestra dirección...

Henrietta se quedó paralizada con la última galleta a medio camino de la boca. Ella, desde su privilegiado sitio, también había visto la elegante calesa que se paraba delante de la casa y ya había reconocido al cochero.

—Henrietta, querida, quizá debería habértelo dicho antes, pero... —la tía Ledbetter se calló cuando oyó que llamaban a la puerta—. Lord Deben dijo que quizá se pasara para ver cómo estabas después... —volvió a callarse como si acabara de caer en la cuenta de que la sala estaba llena de visitas—. Después de tu indisposición en el baile de la señorita Twining.

Las voces que llegaron del recibidor les indicaron que Lord Deben ya estaba en la casa. La tía Ledbetter volvió a sentarse precipitadamente en el sofá, se alisó la falda y adoptó una postura indiferente, como si todos los días recibiera a un conde en su casa. Las conversaciones cesaron y todo el mundo miró hacia la puerta.

—Lord Deben —anunció Warnes, el mayordomo.

Lord Deben entró en la habitación, se detuvo y miró alrededor con aire aristocrático. A Henrietta se le erizó el vello de los brazos. Él había entrado en la casa de la señorita Twining con la misma expresión, como si no acabara de creerse que estaba honrando al lugar con su presencia. Entonces, ella no sabía quién era, pero la impresión que causó en los demás, el hecho de que él lo supiera y su reacción arrogante hicieron que ese hombre le disgustara al instante.

Él miró alrededor como si diera la impresión de que no veía a nadie hasta que sus ojos la encontraron a ella.

—Señorita Gibson —dijo acercándose a donde estaba sentada ella—. Espero que hoy se encuentre mejor.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle si no tenía modales o si esa tarde había decidido no sacarlos a relucir. ¿Qué clase de hombre pasaba por alto a su anfitriona y a todas las demás personas presentes en la habitación? Además, Richard se comportó exactamente igual cuando fue allí. También se consideró por encima de los presentes, no se dignó a hablar con ninguno de ellos y los llamó «un montón de tenderos». Aunque sí tuvo los modales suficientes como para inclinarse mecánicamente ante la tía Ledbetter antes de prestarle atención única y exclusivamente a ella. Por eso, no se sintió ni remotamente halagada por la inclinación de lord Deben sobre su mano. Cuando pareció que iba a besársela, ella se la llevó a la boca y, desafiantemente, se puso la última galleta entre los dientes. Oyó que Mildred dejaba escapar una exclamación de asombro. Lord Deben ni se inmutó.

—Veo que todavía está un poco demacrada —comentó él dándole la espalda a los demás invitados—. La llevaré a dar un paseo por el parque para que recupere el color.

—Me llevará a dar un paseo por el parque —repitió ella.

¡Menudo majadero! ¿Acaso creía que era tan estúpida que no se daba cuenta de que estaba humillando a su querida tía? Además, ella podía no querer salir. Estaba a punto de comunicarle que por nada del mundo pensaba salir de esa habitación en compañía de un hombre que, evidentemente, se creía muy por encima de todos los presentes, cuando el señor Bentley intervino.

—Caray, daría cualquier cosa por tener la oportunidad de manejar esos animales por el parque... o de sentarme a su lado, milord —el señor Bentley miró a Henrietta con envidia—. ¡Eres una muchacha muy afortunada!

Lord Deben entrecerró los ojos un instante y se dio la vuelta hacia el señor Bentley.

—No suelo invitar a jóvenes caballeros a que me acompañen por el parque durante la hora más concurrida —replicó en un tono que calló a su admirador y lo dejó rojo como un tomate.

Tampoco la había invitado a ella, más bien, se lo había ordenado.

—Y es muy generoso al invitar a Henrietta —dijo su tía dirigiéndole una mirada muy elocuente a su sobrina—. Es un honor muy inesperado. No tardará ni un minuto en ponerse el abrigo y el sombrero. ¿Verdad, querida?

Ni hablar. Además, sería mucho mejor para su tía que ella, Henrietta, lo llevara afuera para decirle lo que opinaba sobre sus modales que organizar una escena en su sala.

—Dese prisa —dijo él con brusquedad mientras conseguía agarrarla de la mano y levantarla—. No quiero que mis caballos se queden parados.

¡Sus caballos! ¡Tenía más en cuenta lo que pudiera pasarles a ellos que lo que pudiera pensar ella! ¿Quién se creía que era para entrar allí e insultar a todo el mundo de esa manera? Salió de la habitación con un arrebato de indignación que acabó de un plumazo con la abulia que se había adueñado de ella desde el baile de la señorita Twining y que había hecho que hasta andar la supusiera un esfuerzo enorme. ¡Claro que sus caballos no iban a quedarse parados! Subió las escaleras y abrió de golpe la puerta de su cuarto.

Además, había machacado al pobre señor Bentley solo porque había admirado con un entusiasmo algo infantil a sus caballos, como habría podido hacer cualquiera de sus hermanos. ¡Había despreciado a su tía y a todos los demás porque eran comerciantes! ¡Porque eran vulgares! Ella le enseñaría lo que era vulgaridad.

Abrió el armario y se puso el abrigo de color ciruela. Luego, fue hasta el cuarto de su tía y rebuscó entre sus pieles hasta que encontró el zorro. Se lo puso sobre los hombros y se miró al espejo para cerciorarse de que entonaba tan mal con el abrigo como esperaba. Para terminar, fue hasta el cuarto de Mildred y tomó el sombrero con dos plumas de avestruz muy rojas que había llegado la mañana anterior.

Cuando volvió a la sala, menos de cinco minutos después de haberla abandonado, Mildred se quedó boquiabierta y su tía dejó escapar un sonido de espanto sofocado. Lord Deben, quien estaba junto a la ventana al lado del señor Bentley, ladeó la cabeza y la miró con indolencia.

—Ya ha recuperado bastante el color ante la mera perspectiva de tomar el aire —dijo él lentamente y sin alterar el gesto.

—Sí —concedió ella con una sonrisa—. Estoy deseando que me vean pasear con usted por el parque a la hora más concurrida.

¡Así aprendería! Parecía el tipo de hombre que no soportaría que lo vieran de paseo con alguien innegablemente vulgar. Se habría rebajado al invitar a una chica que ni siquiera rozaba los círculos en los que él se movía, pero se había preocupado mucho por su propia vestimenta. Sabía lo suficiente de moda masculina como para poder adivinar que su ropa la había confeccionado alguno de los sastres más caros y exclusivos. Además, se había afeitado hacia muy poco tiempo. Sus mejillas tenía una suavidad que solo duraba una hora más o menos y, cuando se inclinó sobre su mano con la intención de besarla, ella pudo oler a aceite de bergamota.

—Cuando vine a la ciudad, no puede ni imaginarme que tendría el honor de ir de paseo con un hombre tan importante y en un carruaje tan maravilloso.

Para su inmenso placer, pudo comprobar que él estaba poniéndose cada vez más tenso.

—Señor Bentley, la próxima vez que nos visite, le contaré todo lo que hemos hecho.

Henrietta sonrió al joven que miraba alternativamente, y con algo muy parecido al espanto, al caballero inmaculadamente vestido y al sombrero con plumas de avestruz que ella había tomado prestado.

Lord Deben le hizo un gesto para que saliera por delante al recibidor y se marcharon con las plumas bamboleándose al ritmo de su paso marcial.

Tres

¿Por fin había tenido algo parecido a los buenos modales y le había abierto la puerta? No significaba nada salvo, quizá, que estuviese deseando escapar de la presencia de personas que consideraba inferiores. ¿Era un buen conductor? Que pudiese manejarse entre el abundante trasiego de carruajes con una facilidad que parecía no costarle nada, cuando ella sabía que exigía mucha destreza, no hacía que le pareciese mejor.

Casi se alegró cuando él, una vez dentro del parque, fingió una y otra vez no reconocer a las personas que intentaban atraer su atención. Eso le permitió aferrarse al mal humor, que casi se había esfumado por el emocionante y veloz recorrido por las abarrotadas calles.

—No es fácil encontrarla —dijo él cuando ella ya empezaba a preguntarse si iban a estar todo el rato en silencio—. La busqué en casa de los Cardington y de los Lensborough el martes y en la de los Swaffham, Pendleborugh y Bonham anoche. Lamento tener que decirle que hoy no puedo dedicarle mucho tiempo, pero me parece que tenemos que hablar en privado sobre lo que pasó en el baile de esa debutante, de cuyo nombre no puedo acordarme ahora mismo.

Él la miró y le dedicó una sonrisa casi indolente. Ella sintió un cosquilleo en las entrañas. Había algo en su mirada que casi la obligaba a sonreírle también. Algo absurdo porque estaba furiosa con él. Se recordó que no podía acordarse del nombre de la chica de la que ella esperaba ser amiga y que eso era lo que necesitaba para reavivar su rencor.

—El martes por la noche estuve en un baile que celebraban los Mountjoy —le explicó ella—. Son comerciantes de vinos y supongo que no los conocerá. Anoche fui al teatro con casi todas las personas que hoy estaban sentadas en la sala.

—Mountjoy... —dijo él pensativamente—. Creo que los conozco. Me parece que aprovisionan la bodega de mi casa.

—No me extrañaría. Presumen de ser los proveedores de algunos de los más renombrados integrantes de la alta sociedad, aunque no los invitan a sus casas.

—Ah...

—Además, antes de que me pregunte cómo es posible que acudiera a un acontecimiento tan rutilante como el baile de presentación en sociedad de la señorita Twining, todo se debió a la mediación de mi hermano Hubert, quien sirve en el mismo regimiento que Charlie, el hermano de ella. Charlie le escribió pidiéndole que, si no le importaba, me invitara porque, probablemente, todavía no conocería a nadie.

A él no le había parecido un acontecimiento rutilante. A juzgar por su expresión, le pareció que era una obligación fastidiosa que seguramente cumplía por algún compromiso con la mujer mayor que acompañaba. Aunque para ella había sido una noche que debería haber estado llena de placer. Sin embargo, ninguno de los dos consiguió lo que esperaba.

Cuando él entró, con aire escéptico y aburrido, ella todavía esperaba encontrarse con Richard allí. La señorita Twining debería haberle mandado una invitación porque él también era amigo de su hermano Charlie y ella estaba segura de que iría al menos media hora, para hacer acto de presencia, aunque no se quedase al baile. Había esperado que, al verla elegantemente vestida y peinada, el mejor amigo de su hermano Hubert se hubiese dado cuenta por fin de que había crecido, que la hubiese considerado una mujer, que la hubiese tomado en serio y no como a una de sus compañeras de juego de la infancia a la que podía pasar por alto.

—Si hubiese sabido su situación, la habría visitado antes —comentó él sacándola de su ensimismamiento.

—Sin embargo, ya sabía mi situación. Lady Chigwell se ocupó de informarle de que me consideraba una arribista.

—Di por supuesto que lo decía por rencor. Sobre todo, cuando me informé sobre usted y supe que su origen en mucho más impresionante que el de lady Chigwell. Al fin y al cabo, el título de su marido solo tiene dos generaciones.

—¿Se informó sobre mí...?