No querrán volver - Carlos Carbonell - E-Book

No querrán volver E-Book

Carlos Carbonell

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Beschreibung

Los caminos de las personas tienen extrañas maneras de entrelazarse. Sentados a la mesa de una pulpería, dos amigos beben vino y conversan. Uno es Nacho, el dueño del boliche, el otro es Nicolás Apoc, prestigioso médico quien ha tenido que pagar un alto precio por sus investigaciones, teniendo que confinarse en el pueblo donde eligió vivir. Se conocen desde su niñez, y de esto recién se están enterando. La vida los ha llevado por diferentes trayectos hasta encontrarlos en aquel tiempo, en aquel boliche, en aquella mesa donde, por aburrimiento y curiosidad, toman una decisión fundamental: ir en busca de una bola de fuego que años atrás cayó detrás de los cerros tal como Nacho le contara. Los caminos de las personas tienen extrañas maneras de entrelazarse y están hechos de pisadas sobre pisadas: dicen que estamos destinados a repetirnos. Nacho y Apoc lo han vivido, quizá por eso beben, recuerdan y deciden que No querrán volver.

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NO QUERRÁN VOLVER

Carlos Carbonell

Carbonell, Carlos

No querrán volver / Carlos Carbonell. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-4116-98-7

1. Narrativa Argentina. 2. Ciencia Ficción. 3. Novelas de Aventuras. I. Título.

CDD A863

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

ISBN 978-987-4116-98-7

Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

Impreso en Argentina.

Como para situarnos, simplemente, veamos un poco, aunque sea al pasar, el lugar, que influyó, casi en forma determinante, para que la historia del personaje que narraremos quedase trazada en los términos en que se desarrolló.

En medio de un paisaje montañoso espléndido, ondulaba, a veces suave, otras no tanto, un valle casi salvaje, verde en todos sus tonos y arbolado con las más variadas especies gracias al clima verdaderamente excepcional; los cardos de aquí y allá no dejaban dudas de la fertilidad de esa tierra, a pesar de lo cual casi todos en la zona se dedicaban a la cría de animales.

En ese lugar, en un tiempo lejano y en circunstancias desconocidas por mí, se conformó un pueblo de algo más de cincuenta casas.

Casi todas las construcciones eran (y quizá hoy seguirán siéndolo) muy similares en su aspecto. En el tiempo en que lo conoció nuestro personaje, las había de adobe y paja, y las menos, de materiales más modernos, como ladrillos con techos de chapa ondulada, ninguna de diseño definido, simplemente como la hiciera su propio morador, en general, restándole algún tiempo a sus labores, sin preocuparse de la estética, sino de la necesidad elemental.

En el pueblo se destacaba una gran casa construida con ladrillos a la vista muy bien colocados, que mostraba las juntas prolijamente simétricas. Los techos a dos aguas de tejas rojas españolas se destacaban en el paisaje infinito, el cual podía observarse desde cualquiera de sus ventanales, enormes, instalados en todos los frentes del edificio. Solo desde el ala norte se dificultaba ver a lo lejos, porque comenzaba a elevarse cerca el terreno hasta formar un cerro con vegetación agreste.

La ubicación de la casa distaba unas diez cuadras del pueblo y era la anteúltima construcción; la última estaba a seis cuadras más hacia el norte. Cruzando la calle, la gran casa tenía un vecino: un hermoso rancho de adobe pintado con cal; blanco níveo; rodeado de árboles (algunos frutales), flores y hortalizas; humilde; prolijo, y bien cuidado.

La mansión había sido utilizada como hostería, regenteada algún tiempo por los padres de nuestro personaje cuando niño; por lo tanto, desde ahora nos referiremos a ella como «la hostería». Constaba de diez habitaciones y de un gran salón comedor con dos grandes ventanales, desde donde se observaba el inicio de un camino que conducía hacia las montañas próximas. Era, en fin, un lugar para recordar.

Hacía algún tiempo, el señor Apoc se había instalado en la antigua hostería, cuando se encontraba abandonada a la acción del tiempo, que no perdona los descuidos. En ese entonces, la edificación se encontraba rodeada por pastos y plantas salvajes, tan altas como su naturaleza lo permitía, y sus maderámenes estaban resquebrajados. Los caballos pastaban libremente alrededor, lo que le daba un aspecto desolador, pues era la única construcción en medio de esa porción de agreste y bello paisaje.

Nadie en el boliche hubiera supuesto que el nuevo visitante, aparecido sorpresivamente y que conocieron esa noche, cuando visitó el lugar, en adelante sería uno más entre sus habitantes, lo cual, por sí solo, constituía un acontecimiento, aun sin modificar en nada la monótona y apacible vida del lugar.

Todo esto que cuento, aunque pueda aburrir por lo descriptivo, resulta de interés para cuando la historia avance.

Se comenzó a notar la presencia del señor Apoc cuando empezó a cortar el pastizal que rodeaba la casa con una guadaña antigua, ayudado por los dos viejos que ocupaban desde siempre la gran casa abandonada. Todo lo hizo sin intentar alejar los caballos que allí pastaban, suponiendo que estos lo harían voluntariamente cuando el alimento lo hallaran un poco más alejado de la propiedad; por supuesto, así ocurrió, y la construcción recuperó su antigua fisonomía. El nuevo habitante se hacía cargo de realizar algunos trabajos en la casa y, al parecer, convivía con los dos hombres de avanzada edad, de cabellos blancos y rostros alegres, bondadosos y desafectados, que lo habían recibido como si lo hubieran estado esperando.

(Tenga paciencia lector, deje que le cuente sobre estos acontecimientos y datos geográficos, ya iré al punto que quizá lo entretenga).

Apoc no se acercaba al pueblo más que para adquirir lo esencial para sostenerse él y sus nuevos amigos, quienes lo cuidaban como a un hijo; nadie en el pueblo sabía de este hombre nada que diera a la gente del lugar motivos de conversación, y se ganó así, sin proponérselo, una consideración especial.

Los tiempos en estos lugares tienen dimensiones desconocidas, tanto los trabajos como el ocio duran lo que cada uno desee. Las medidas del tiempo se acomodan a las circunstancias individuales o colectivas de la comunidad, casi se podría decir que este está regido por leyes naturales, como el amanecer, el crepúsculo, la lluvia.

Un día la lluvia, que caía abundante, presagiada con un oscurecimiento casi repentino, lo sorprendió a Apoc rumbo al pueblo. La pulpería donde llegó empapado lo cobijó pronto después de caminar bajo la lluvia. La tormenta ofrecía su concierto con máxima fuerza. Dentro del almacén, todo pasaba inadvertido para el pulpero, ocupado en sus quehaceres, y para los dos parroquianos, sumidos en vaya uno a saber qué meditaciones, que bebían sendos vasos de vino a sorbos lentos y espaciados.

El pulpero, tipo tranquilo, ocupado en sus cosas sin preocuparse por ninguna, lo vio llegar sin asombrarse, aunque curioso por lo imprevisto de la visita con semejante tormenta y a esas horas desacostumbradas para este hombre del que todavía no sabía ni su nombre.

Apoc se acercó al pulpero y lo saludó.

—Buenas, don.

Enseguida, el hombre detrás del mostrador le hizo una observación importante para sí mismo.

—Me dicen Nacho, y serán buenas si para de llover y dejan de embarrarme el boliche.

El forastero no se conmovió por el comentario y se limitó a mirar a su alrededor, observando algunas cosas que necesitaba comprar.

Solo después de un rato y de sacudirse el cabello mojado, se acercó al mostrador donde estaba Nacho apoyado en los codos, sosteniendo la cara con ambas manos, aburrido quizá de atender a los dos parroquianos tardíos, y le dijo:

—Oiga, don Nacho, yo soy Apoc; necesito comprar algunas cosas, pero tengo poco dinero. Le pido, por favor, que me dé fiado; también le puedo pagar con trabajo por el momento y para lo que haga falta. Es poco lo que necesito.

(Es bueno aclarar que Apoc, como se verá, no podía disponer de su dinero por razones que luego se explicarán).

El pulpero, acostumbrado a dar fiado a la gente del pueblo, solo atinó a esbozar una sonrisa cargada de nobleza. Seguramente, por su memoria pasarían en ese momento innumerables recuerdos, desde que había comenzado a atender el boliche, después de morir su padre, quien le había dejado como herencia el comercio que hoy regenteaba. El hecho es que le causó placer escuchar el pedido de ese hombre que aún no conocía, pero que admiraba sin saber por qué.

Casi automáticamente, acostumbrado a cobrar con creces todo lo que fiaba, sin contestar sirvió un vaso de ginebra hasta el tope y le dijo con serenidad pueblerina:

—Caliéntese al lado de la estufa y chúpese esa ginebra. Diga nomás lo que necesita.

Nacho era una persona de gruesa y maciza forma, cara roja como las manzanas rojas, ojos noblemente mercantiles, tan cadencioso como atento a sus asuntos y a los de los demás. La estufa donde invitó a Apoc a calentarse consistía en un gran tanque de hierro agujereado en forma rectangular en la parte inferior, donde se colocaban los troncos secos, con un caño incrustado en la parte superior que salía hacia afuera: el conjunto lucía fantástico con las leñas que crepitaban dentro del tanque. Todo invitaba a quedarse incondicionalmente sentado junto a la ventana, a pocos pasos de la estufa.

Apoc, junto a la ventana, observando el espectáculo majestuoso de árboles y cortinas de agua que danzaban bravíamente al compás de los truenos y el viento, se había hecho servir otro vaso de ginebra. Lo sostenía en la mano y bebía de vez en cuando, con la actitud de quien se dispone a pasar toda la noche —ya presente— sin moverse del lugar.

Los ochocientos metros de distancia hasta la hostería desde el local influyeron para que Nacho, sabiendo del barro y las lagunas que formaría la lluvia y que tendría que sortear su nuevo parroquiano, se dirigiera a él parca pero amistosamente:

—Oiga, amigazo, estos dos —y señaló con la cabeza a los que estaban terminando de tomar el vino— tienen el rancho cerca y van de a caballo, pero a usted no le va a ser fácil llegar al suyo. Quédese, nomás, mañana será otro día.

Don Apoc giró lentamente la cabeza hacia él y lo miró con satisfacción; le agradeció silenciosamente y se lo hizo saber:

—Muchas gracias, don Nacho, voy a tener que aceptar… seguro que se inundó el arroyo. Disculpe las molestias.

El arroyo no era más que una canaleta por la que pasaba siempre un poco de agua del río y se cubría de berros alrededor; hermosos y añejos sauces a los costados del camino acariciaban el agua suavemente. Cuando llovía un poco de más, el río aumentaba su caudal y entorpecía el paso desde la hostería hacia el pueblo, y viceversa.

Mientras tanto, los dos parroquianos se levantaron y se aprestaron a partir. Ambos dijeron a coro «Buenas y santas» a modo de saludo, y salieron.

Por la ventana, podía verse a los dos hombres subirse a los caballos, cobijados por el alero del boliche, y taparse con unas enormes capas de plástico. Emprendieron al trote el camino a sus casas; los animales respondían automáticamente las órdenes de sus amos, como habiendo esperado el momento de partir, sabiendo que para ellos también había llegado el tiempo de descansar.

Don Nacho enseñó a su nuevo amigo la puerta por donde se ingresaba al cuarto que le ofrecía, que lindaba con el almacén. Dentro, un catre de campaña con algunos edredones y una pequeña estufa a leña encendida, similar a la del boliche.

Apoc puso a secar sus ropas y se dispuso a dormir.