Noche de bodas - Elda Minger - E-Book
SONDERANGEBOT

Noche de bodas E-Book

Elda Minger

0,0
3,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

Amor a primera vista... deseo a primera vista. El investigador privado Sam Cooper sabía que la bella Amanda Hailey era su mujer ideal. Pero antes de nada, debía salvarla de un destino peor que la muerte: su matrimonio con el promotor de Hollywood Marvin Burgues. Marvin no la amaba, sólo la quería para lucirla como un trofeo. Y Sam iba a demostrar eso y mucho más con sus dotes de investigador. Amanda no sabía qué hacer con Sam. Aparecía en todos los sitios, incluyendo su fiesta de compromiso… lugar que eligió para pedirle que se casara con él. Enseguida se dio cuenta de que, a pesar de estar a punto de casarse con otro, era con él con el que fantaseaba.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2020

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Elda Minger

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Noche de bodas, n.º 5 - diciembre 2020

Título original: She’s The One!

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Este título fue publicado originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-922-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

A Sam Cooper le resultaba muy difícil tener espíritu navideño. Y no era para menos: su ex socio se había llevado todo el dinero de la agencia de detectives y había huido a paradero desconocido. Así que Sam estaba prácticamente sin un dólar y sin buenas perspectivas.

Pero no era la primera vez que se encontraba en una situación difícil. Además, acababa de encontrar una pista sobre su ex socio que lo situaba en Beverly Hills, cerca del Beverly Wilshire Hotel.

Detuvo el coche en la parte trasera del hotel y admiró las luces navideñas. El edificio parecía un palacio de cuento de hadas y por unos instantes Sam sintió que la alegría renacía en su interior.

La vida no podía ser tan mala cuando faltaban apenas tres semanas para Navidad.

Y además, su filosofía de vida era que siempre había una nueva aventura esperando a la vuelta de la esquina. Gracias a eso, él tenía, o mejor dicho había tenido, tanto éxito en su trabajo.

Hasta la desaparición de Evan, su socio. El muy canalla.

En aquel momento, mientras Sam se colocaba con el coche en la fila para entrar al aparcamiento, cayó en la cuenta de que las navidades eran una de las épocas del año con más trabajo para el hotel. Lo cual significaba que había mucho tráfico, o sea, que le tocaba esperar un rato. Hubiera aparcado en la calle, pagando incluso el parquímetro aunque anduviera justo de dinero, pero no había ni un sitio libre.

El dinero del parquímetro era menos importante que su potente deseo de ver de nuevo a Evan, de mirarlo a los ojos y pedirle explicaciones. Y, sobre todo, exigirle el dinero que le había robado. No le importaba tener que esperar un poco, incluso mejor. Así tendría oportunidad de tranquilizarse, de escuchar la música jazz que sonaba suavemente en la radio… y de pensar en lo que iba a decirle a Evan si tenía la suerte de encontrarlo.

Después de pegarle un puñetazo en la cara, claro estaba.

El sonido del teléfono le sacó de sus pensamientos.

–Cooper al habla.

La ansiosa voz al otro lado del hilo pertenecía a su única clienta en aquel momento, la anciana señora Boswell, que había perdido a su caniche hacía cinco días. Aunque era un caso que Sam no hubiera aceptado en circunstancias normales, en aquel momento de su vida no podía ponerse exigente.

El hecho de que Evan hubiera huido de la ciudad con los fondos de la agencia había dañado seriamente la credibilidad de la empresa. Muchos clientes potenciales se habían echado atrás. Después de todo, si dos hombres no podían ponerse de acuerdo en cómo llevar su negocio, ¿por qué el que se quedaba iba a ser mejor que el que se había marchado?

Sam sabía además que la gente creía que él era igual que su socio. Y nada asustaba más a la gente en lo relativo a su dinero que pensar que pudiera estar en manos deshonestas.

Él no podía culpar a la gente. Pero había decidido reconstruir la agencia, poco a poco, caso a caso. Así que, aunque la misión de encontrar a una mascota parecía más un caso de broma, lo había aceptado.

Fifí, la perrita en cuestión, estaba resultando difícil de encontrar. Por el momento, el trabajo de Sam consistía más en consolar a la señora Boswell que en otra cosa.

Era extraño, pero Sam estaba decidido a encontrar a esa mascota. Y tenía la intuición de que lo haría.

–No, señora Boswell, lo siento. Aún no tengo noticias de Fifí.

La mujer estaba triste, casi resignada. Y él no podía permitir que colgara en aquel estado.

–Quiero que se imagine a Fifí, que la visualice. Los perros pueden percibir los pensamientos de sus dueños. Y tengo la intuición de que alguien bueno la ha encontrado y la está cuidando.

–Eso sería maravilloso –comentó la señora Boswell y suspiró–. Es usted un hombre tan amable…

Sus palabras fueron reemplazadas de pronto por:

–Estoy pensando aumentarme los senos.

«¿Cómo?». Sam se irguió en el asiento, alerta. Comprendía que la señora Boswell echara de menos a Fifí, pero para animarse no necesitaba un aumento de pecho. Y menos a su edad.

–La criatura no sabe arreglárselas por sí misma –se oyó y fue perdiendo fuerza, hasta que otra voz la reemplazó–. ¡Ni se te ocurra!

Sam se apartó el teléfono de la oreja molesto. Con los teléfonos móviles de vez en cuando se interceptaban conversaciones ajenas. Sam se preguntó a quién estaba espiando sin quererlo.

No tuvo que buscar muy lejos. Dos coches por delante de él había una preciosa rubia en un Mercedes hablando por teléfono móvil.

Sam se la quedó mirando boquiabierto. Era una mujer despampanante.

 

 

Amanda Hailey estaba deprimida. Tanto, que se había planteado seguir conduciendo hasta la playa, aparcar allí su coche y dar un largo paseo junto al mar. La sombría noche encajaba perfectamente con su estado de ánimo.

También se había planteado no acudir a la fiesta que se daba en su honor en el Beverly Wilshire Hotel aquella noche. La fiesta a la que llegaba tarde.

Toda la gente a la que su madre conocía estaría allí para celebrar con ella la boda de su única hija, que tendría lugar el día de Nochebuena. ¿Y qué importaba si la mencionada hija no sabía siquiera si quería casarse?

Amanda sabía la respuesta: no importaba nada.

Así que había telefoneado a su mejor amiga, Cindy, e intentaba identificar sus sentimientos mientras esperaba en la larga fila de coches a que le tocara el turno para entregar su vehículo al aparcacoches.

–No sé… –dijo Amanda.

Cindy y ella habían repasado todas las posibles razones de que estuviera tan triste, excepto la más obvia: aunque Cindy era su mejor amiga, Amanda aún no se había sentido capaz de confesarle que, cuanto más se acercaba el día de la boda, más deprimida se sentía.

«Quizá en el fondo no quieres casarte con Marvin…», se dijo, pero reprimió aquel pensamiento en cuanto apareció. La culpa, sensación muy familiar para ella, se apoderaba de ella con sólo pensar en decepcionar a su madre. Amanda le debía mucho y no pasaba ni un día sin que su progenitora le recordara todo lo que le había hecho por ella.

–Quizá el problema sea yo –continuó Amanda–. Quizá necesito un cambio. Marvin ha insinuado que estoy un poco… plana por delante. Así que estoy pensando aumentarme los senos.

Cindy se quedó en silencio unos momentos y Amanda se revolvió en el asiento del coche. Su mejor amiga tenía un detector de mentiras insuperable, así que no tardó en responder.

–¡Ni se te ocurra! ¡Tíñete el pelo de un color estridente o incluso hazte un piercing en el ombligo, pero no empieces a implantarte sustancias sintéticas que afectan a tu sistema linfático!

Amanda hizo avanzar su coche unos centímetros. Aún había cuatro coches delante de ella. Llegaba tarde a la celebración de aquella noche, su madre no estaría muy feliz.

–¿Te has planteado que quizá el origen de tus problemas y de tu depresión sea la boda con Marvin?

–Oh, Cindy, no quiero volver a hablar de esto.

–Pues vamos hacerlo porque voy a tratar de convencerte, hasta que no pueda más, de que vas a cometer el mayor error de tu vida. No es tu madre la que va a tener que convivir con Marvin Burgues durante el resto de su vida, sino tú. Y creo que no has pensando en serio lo que vas a hacer esta Nochebuena.

–Cindy…

–¿No te parece extraño que tu madre no me haya invitado a la boda? Yo creo que tiene miedo de que me enfrente a ella cuestionándole qué te está haciendo. Esta boda no tiene nada que ver con tu felicidad, sino con el espectáculo que ella es capaz de desplegar.

Amanda no sabía qué decir. En su interior tenía la horrible sensación de que Cindy tenía razón. Su madre había visto en la boda de su hija la cumbre de su carrera como «consultora de estilo de vida». Al mismo tiempo, Amanda había decidido casarse con Marvin porque era la única manera que veía de escapar por fin al control de su madre, a sus tentáculos.

–Cindy, conociendo a mi madre, seguramente la preocupará que les hables a sus amigos de los beneficios del ajo o de los lavados de colon.

–Pues ya que lo dices, un buen lavado de colon sería lo mejor que la estirada Libby Hailey podría hacer por sí misma. Ojalá dejara de organizarte la vida.

–Marvin es…

–¡Lo suficientemente mayor para ser tu padre, por el amor de Dios!

–Bueno, supongo que es una especie de figura paterna. Pero hemos hablado y hemos acordado celebrar este enlace…

–¡Oh, Amanda! La única razón que se me ocurre para que aceptes pasar por esto es que nunca has estado enamorada de verdad.

–Cindy, por favor, no empieces…

–Voy a empezar, a continuar y a terminar hasta el día de Nochebuena. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras veo el error que vas a cometer…

–Cindy, no me digas que aún crees en el amor, como por ejemplo el amor a primera vista. Me refiero a ese tipo de amor donde con sólo ver a alguien, sabes que lo amas.

–Estás hablando como tu madre –replicó Cindy.

Amanda dudó. En el fondo de su corazón sabía que su amiga estaba diciendo la verdad. Cindy casi nunca mentía.

–¿Cómo lo sabré? –preguntó Amanda en voz baja.

–Lo sabrás, simplemente lo sabrás. Y no tendrás tantas dudas. Simplemente serás feliz.

–Últimamente has visto demasiadas películas antiguas.

–Tal vez. Pero tú no oyes campanas cuando miras a Marvin, ni tu corazón se acelera al verlo.

La conversación estaba adentrándose demasiado en algunas verdades que Amanda quería ignorar. No sería capaz de soportar aquella velada si se rendía a sus sentimientos.

–Tengo que dejarte, me ha tocado el turno para que me aparquen el coche. Te llamaré esta noche después de la fiesta.

Y Amanda apagó su teléfono móvil y se concentró en la noche que la esperaba.

«Es increíble cuánta información puede obtenerse con la tecnología moderna», pensó Sam.

 

 

Ella se llamaba Amanda. Tenía una amiga, una buena amiga llamada Cindy. La madre de Amanda se llamaba Libby y quería que se casara con un tal Marvin que podría ser su padre. Y Marvin quería que ella se aumentara el pecho. Pero Cindy no quería que su amiga se implantara sustancias…

La boda se había fijado para dentro de menos de un mes. Amanda tenía serias dudas al respecto y estaba tan deprimida que se planteaba mutilar su cuerpo por ese Marvin.

Pero lo más importante de todo era que, según parecía, ella nunca había estado enamorada, así que no sabía lo que se estaba perdiendo. Y no sólo eso, sino que ni siquiera parecía creer en el amor. El amor a primera vista.

Y si ella no creía en el amor a primera vista, él apostaba a que nunca se había planteado la opción de desear a alguien a primera vista. Después de todo, el amor tenía que surgir de alguna manera, y la lujuria era un punto de partida tan bueno como cualquiera.

Aquella mujer, aquella Amanda, despertaba su curiosidad como ninguna otra mujer lo había hecho nunca. Quería averiguar más cosas sobre ella, quién era ese Marvin y qué estaba sucediendo.

Sam sí creía en el amor. No podía ser de otra manera con el ejemplo que había recibido de sus padres. Ellos se habían casado por amor y, seis hijos después, su padre seguía llevando ramos de flores a casa, sacando a su madre a bailar y siendo su mayor apoyo. Él seguía queriéndola y trataba, por todos los medios posibles, de hacerle la vida más fácil. Y de que se divirtiera. Todos los recuerdos que Sam guardaba de su niñez eran de su familia unida y riendo.

Y eso era lo que él quería para su propia familia. Quería la misma relación que tenían sus padres. Así que esperaba el momento en que sucediera. Y a la mujer que lo hiciera posible.

Al contrario que Amanda, él la reconocería cuando la viera.

Por eso él había llegado a los treinta y cinco sin estar casado. Estaba esperando esa certeza del amor a primera vista. Había salido con muchas mujeres, incluso se había planteado casarse con alguna. Pero ninguna le provocaba la emoción que él quería sentir.

Y de pronto, al descubrir a aquella desconocida, estaba sintiendo algo que no había experimentado nunca. Y quería saber más cosas acerca de ella. Si volvía a verla, ¿volvería a sentir lo mismo, lujuria o amor, lo que fuera…? Sam supo que tenía que comprobar qué era.

Apagó el móvil al mismo tiempo que Amanda y decidió que telefonearía a la señora Boswell más tarde. Por el momento la que reclamaba su atención era Amanda.

Y cuando ella salió de su coche, realmente captó su atención.

Tenía unas piernas interminables, el pelo rubio, largo y liso, y unas curvas perfectas. ¿Acaso ese Marvin era un idiota?

Sam sintió un ligero mareo cuando la vio apartarse el pelo de la cara, guardar el tique del aparcamiento y adentrarse en el lujoso hotel con toda elegancia.

Ella era toda una dama. A Sam le encantaban las películas antiguas y aquella mujer era un cruce entre Lauren Bacall y Audrey Hepburn en su juventud. Tenía un rostro muy hermoso que apenas insinuaba su carácter travieso. Pero Sam sospechaba que ella tenía muy reprimida esa faceta de su personalidad. ¿Sería él capaz de hacerla salir al exterior y de lograr que jugara con ella?

Mientras miraba las puertas que acababa de traspasar aquella diosa, Sam no pudo evitar sonreír.

 

 

Amanda entró en la elegante sala de baile después de dejar su abrigo en el ropero y buscó algún rostro familiar. Todos los amigos de su madre, los ciudadanos más importantes de Beverly Hills, se volvieron hacia ella.

Entonces su madre, nerviosa como siempre y pendiente de lo que pensaban los demás, llegó hasta ella y le dirigió una mirada tensa.

Amanda pensó una vez más que la palabra que mejor describía a su madre era «pulida». Desde su pelo rubio perfectamente cortado hasta sus carísimos zapatos, Libby Hailey iba perfectamente conjuntada. Su vestido de Armani, lujosamente sobrio, demostraba su buen gusto y su contención.

–Estábamos preocupados, Amanda. No llegabas.

–Ha sido el tráfico.

Decir eso en Los Ángeles era la disculpa más creíble. Aunque en aquel caso la auténtica razón de su retraso fuera el haberse entretenido a la hora de vestirse. Se había puesto tan nerviosa que no había podido ni cenar.

–Estás preciosa, cariño, aunque hubiera preferido que te recogieras el pelo. Marvin está allí, en el bar. ¿Qué tal si intentamos que el fotógrafo os saque algunas fotos bailando?

Lo que significaba: «Quiero una foto de Marvin y tú para las revistas del corazón cuanto antes. Me encanta que me presten atención, me encanta que me adulen, me encanta ser importante».

Amanda se preguntaba a veces cómo era posible que su madre hubiera dado a luz a una hija tan diferente a ella. Eran opuestas desde que ella podía recordar. Su convivencia nunca había sido fácil.

Conforme pasaba el tiempo las cosas habían ido empeorando en el terreno emocional. Libby era una experta en despertar la culpa en los demás y siempre le recordaba a Amanda lo mucho a lo que había tenido que renunciar al ser una madre soltera. Y Amanda se sentía inmovilizada por la culpa cada vez que pensaba en cancelar aquella boda que su madre había concertado.

Un matrimonio concertado. En pleno siglo XXI era un anacronismo pero, tal y como su madre siempre señalaba con orgullo, «las reglas eran distintas para los ricos».

A su madre le hubiera dado un ataque si se hubiera enamorado de un repartidor de pizza o de un músico o un actor de los que abundaban en Los Ángeles.

Marvin, como su madre le recordaba una y otra vez, era «un buen partido», uno de ellos.

Y al menos Amanda y él habían acordado que no sería un matrimonio en todo el sentido de la palabra. Era una unión de conveniencia, una forma de que Marvin pudiera lucir a una bella esposa y de que ella pudiera escapar del control de su madre.

Pero si todo aquello era cierto, ¿por qué tenía tantos sentimientos encontrados?

Sam guardaba varios tipos de vestuario en el coche. Se puso un traje y se deslizó con facilidad en la fiesta de compromiso. No le costó mucho divisar a Amanda. Sam calculó que debía de medir un metro sesenta, muy adecuado para su metro ochenta de altura.

La mujer que había al lado de ella, una réplica de Amanda pero de menor estatura, tenía que ser Libby, su madre. Pero el color del pelo y un cierto parecido era toda la semejanza que había entre ellas. Sam tenía mucha práctica en conocer a la gente con un simple vistazo, así que supo cómo era Libby incluso sin la información que había obtenido con la conversación telefónica.

Libby parecía exactamente lo que era: una experta manipuladora y una mujer asustada. Buscaba desesperadamente la forma de introducirse en la alta sociedad… y de quedarse allí.

Era evidente que había encontrado su gran oportunidad en su hija, porque Amanda era despampanante. Sam podía comprender que hasta un imbécil como Marvin quisiera tenerla en su vida. Sam tenía la impresión de que, si ella lograba abrirse un poco a la vida en lugar de afrontarla como una princesa asustada, sería una persona muy divertida.

Sam aceptó una copa de champán de una bandeja y un canapé y se dirigió como por casualidad hacia donde estaban Amanda y su madre.

Y Marvin. El hombre maduro que tenía fuertemente agarrada por la cintura a Amanda tenía que ser Marvin. Y él también tenía el aspecto de lo que era: un hombre de alta cuna acostumbrado a obtener lo que deseaba, fuera como fuera.

Sam había trabajado para hombres como Marvin. Solían querer que realizara los trabajos con la mayor discreción posible, como si no desearan ver la parte más oscura y sórdida de la vida. Tenían tanto dinero que no sabían lo que era vivir al día.

Sam estaba a punto de alcanzar al grupo cuando su instinto le dijo que no era el momento, así que desvió su trayectoria y se quedó a un lado de la sala.

Al cabo de un rato, el dueto de violín y arpa dio paso a una pequeña orquesta que comenzó a tocar música de baile. Sam vio que Marvin sacaba a la pista a Amanda provocando los aplausos de los asistentes y no le gustó la sensación que prendió en su interior.

¿Pero qué podía él ofrecerle a ella? «¡Eh, Amanda, deja a ese Marvin y vente conmigo! ¡Tengo una agencia de detectives al borde de la bancarrota y duermo en un sofá encima de un club nocturno!».

Sam observó a la pareja bailar. Un hombre de avanzada edad y gordo pidió turno y Marvin le cedió a Amanda con una sonrisa indulgente. Sam contempló a Amanda y a aquel hombre moverse por la pista mientras terminaba su copa de champán.

«Muy bien. Comienza la acción», se dijo.

Aquello prometía ser un auténtico desafío.

 

 

Amanda frunció el ceño preocupada. Archibald Craine, su pareja de baile, empezaba a sudar. Ella quiso animarlo a dejarlo, pero sabía que el amigo de Marvin se ofendería.

No tuvo que plantearse nada más porque otro hombre solicitó bailar con ella. Era alto y moreno y pareció surgir de la nada, tocó a Archie en el hombro y sonrió.

–¿Me permite?

Amanda vio que Archie lo miraba ofendido pero, antes de que él pudiera decir nada, ella se encontró en unos brazos más jóvenes y mucho más fuertes. De repente estaba bailando con un extraño.

Un extraño muy seguro de sí mismo, guapo y con un cuerpo delgado y firme. Amanda advirtió una enorme inteligencia en su mirada, en aquellos hermosos ojos que estaban estudiándola con tanta intensidad que se estremeció.

Aunque él sólo la había tocado suavemente al asirla entre sus brazos, había tal intensidad en el gesto de aquel hombre que ella no lograba quitarle los ojos de encima. Su intuición femenina le advirtió que estaba metiéndose en un problema, un problema enorme.

Él la penetraba con la mirada, estudiándola como si estuviera buscando algo. Por un instante Amanda creyó advertir un deseo tan fuerte en él que se quedó sin aliento e inconscientemente dio un paso atrás, alejándose y rompiendo el contacto con él.

Pero él la hizo regresar a sus brazos como si perteneciera ahí y volvió a mirarla con decisión. Amanda sintió que el corazón se le disparaba en el pecho.

–No recuerdo haberlo visto antes –comentó ella intentando que su voz no revelara sus emociones–. Discúlpeme, pero ¿nos conocemos?

–Hasta ahora no, Amanda –respondió él–. Me llamo Sam Cooper.

–¿De qué conoce a mi madre? ¿Es usted amigo suyo?

Aquel hombre no cabía en su pequeño mundo perfectamente organizado. Y ella no tenía ni idea de qué hacer.

 

 

Sam era un maestro con las mentiras en su trabajo, pero se sintió incapaz de engañar a aquella mujer.

–¿Que de qué conozco a su madre? He visto su programa de televisión.

Sam agradeció su memoria fotográfica. Al ver a Libby Hailey había recordado al instante dónde había visto antes su rostro.

El mundo de Libby era un programa de difusión nacional en el cual la mujer daba ideas de decoración, repostería, confección de prendas y otros pasatiempos para hacer más agradable el hogar. Por eso, Libby se había convertido en el arquetipo de ama de casa. Las mujeres de todo el país la adoraban y la seguían a todos los actos que realizaba por distintos centros comerciales.

Curiosamente, la especialidad de Libby Hailey era la organización de bodas. Era evidente que Libby se había propuesto que la boda de su hija fuera la más sonada y que estaba empleando todos sus recursos para que así fuera.