Nosotros bailamos sobre el infierno - Marcos Bueno - E-Book

Nosotros bailamos sobre el infierno E-Book

Marcos Bueno

0,0

Beschreibung

Óliver se despierta después de una noche de fiesta en los baños de una discoteca. El único rastro de lo que le ha pasado es una curiosa bola de billar. Aunque solo quiere dejar esa noche atrás, pronto, una oscura presencia empieza a acecharlo, susurrándole al oído. Decidido a huir de sus pesadillas, Óliver se embarcará en un viaje a un místico lugar de Inglaterra donde, según cuentan las leyendas, el Diablo se puede llevar cualquier cosa al infierno. Por suerte, no tendrá que recorrer esa distancia solo porque Connor, un amigo que ha hecho por internet, decidirá acompañarlo a enfrentarse a sus demonios. Devil's Dyke os espera…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 374

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



«No hay una sensación más acogedora que la de verte reflejado en un libro, y hacía mucho que no me pasaba tanto. Una novela dura y dulce al mismo tiempo que nos recuerda que no estamos solos».

Carlos Peguer

«Sensible, tierno y con unas luces y sombras que no dejarán indiferente al que decida apuntarse a este viaje sobre crecer, conocerse y superar el pasado».

Clara Cortés

«Un debut ecléctico y nostálgico de la que será una de las voces más potentes del panorama nacional. La historia de Óliver y Connor me ha cautivado y me ha hecho enamorarme de Brighton».

Andrea Tomé

«Nadie puede perderse el viaje de estos personajes entrañables y sinceros que nos invitan a enfrentarnos a nuestras heridas».

Alba Quintas

Para Missi, que no has podido verme escribir esta historia.

Para mi familia y amigos, que me acompañan en cada uno de mis pasos.

Y para ti, porque hiciste de Brighton una ciudad eterna.

9 de agosto de 1992

Hola:

Mamá ha comprado esta postal en un puesto cercano al hotel y me ha pedido que escriba algo bonito para cuando volvamos a casa y la colguemos en la nevera.

Me gusta mucho este sitio. Es muy divertido y los helados están riquísimos (el de fresa es mi favorito). Además, ¡el señor que los vende también es pelirrojo! Me hace gracia su bigote, que es aún más largo que el de papá.

No me gusta mucho la playa. Bueno, la playa sí porque tenemos una sombrilla muy grande para no quemarme la piel. Pero no me gusta el mar, eso sí que no. Está lleno de algas gigantes y de tiburones escondidos, aunque papá dice que los tiburones no nadan por aquí. Prefiero no arriesgarme. Yo mejor me quedo pintando en la libreta que me compraron en la gasolinera y los veo nadar a ellos, sentado en mi toalla de Batman y vigilando que nadie nos robe la neverita y el bolso de mamá.

Mamá y papá no paran de repetir que no quieren que se acaben estos días. Son un poco pesados. No entiendo por qué se preocupan tanto, porque el año que viene volveremos a irnos de vacaciones otra vez. Y el siguiente. Y el siguiente también.

Yo no me preocupo mucho, ¿sabes? Siempre voy a recordar este día tan divertido, aunque me da un poco de pena no tener estos helados tan ricos en el pueblo… Quizás le diga a mamá de comprar cien y llevárnoslos al pueblo para meterlos en el congelador y que así nos duren todo el año.

Bueno, ya me quedo sin espacio para escribir.

Adiós,

Óliver.

PRÓLOGO

Desde este callejón, ni la luna ni las estrellas son capaces de encontrarlo. Y es que, frente a él, se halla la oscuridad más absoluta. Jamás ha contemplado algo así; nunca, desde que llegó a este mundo. Todo parece terminarse allí donde sus pasos le han conducido: fuera del local, con el calor escapándose de sus labios entreabiertos, el corazón aminorando el ritmo como un caballo cansado y la luz de neón rozándole los talones. Todos sus pensamientos se acumulan sin aparente orden y flotan en el aire, trazando un mapa lleno de diminutos puntos ingrávidos. Cualquier alma que quisiera acercarse ahora a Óliver podría distinguirlos si hiciera el esfuerzo; vería decenas de galaxias, de ideas intermitentes que parecen haber abandonado la cabeza del muchacho y en las que ahora es incapaz de concentrarse. Están ahí, frente a él. Pero él, de alguna forma, no está donde se encuentra su cuerpo.

Permanece inmóvil unos minutos más en los que nadie aparece ni interviene, escuchando la música electrónica que consigue atravesar las paredes del local y retumba distorsionada a sus espaldas. Siente entonces un dolor incómodo en los hombros, el peso de una mochila muy grande que parece contener todo el universo. El aire frío de principios de septiembre se aferra a sus pulmones siseando como una serpiente hambrienta.

Entonces, dos afilados rayos de luz doblan la esquina y atraviesan la calle, cortando la oscuridad en fragmentos y permitiéndole distinguir el color arcilloso de los edificios en construcción que se alzan a unos metros de distancia. La carretera está desgastada, y el chico no se fija en el vehículo hasta que se detiene frente a él y el conductor baja la ventanilla, que está algo sucia, para preguntarle si lo ha llamado por teléfono. Óliver asiente un par de veces sin decir palabra y después toma asiento en la parte trasera del taxi.

—Muchacho, una cosa. Solo te pido que, si vas a vomitar, me avises y paro. ¿Está claro? Acabo de cambiar las alfombrillas.

El coche se aleja de allí, persiguiendo las luces nocturnas que parecen conocer el camino a casa de Óliver, dibujando un sendero flotante y luminoso entre la carretera y el cielo. Decide acomodarse sobre el lado derecho, apoyando la cabeza en el cristal de la ventanilla, notando la vibración que produce la velocidad repiqueteándole en el cráneo. Siempre se ha sentado ahí, desde que era pequeño, detrás de su madre. A ella le gustaba observarlo cuando recorrían la carretera durante las vacaciones, contemplándolo desde el espejo retrovisor con la mirada oculta tras unas grandes lentes oscuras y, a veces, cuando notaba que su hijo no murmuraba ni una sola palabra durante un largo tiempo, le preguntaba, en un tono que oscilaba entre la curiosidad y la preocupación:

—¿En qué piensas tanto, Óliver?

Los ojos claros del chico, que acababa de cumplir los once años, se apartaban entonces de la ventanilla para posarse en el espejo trapezoidal que mostraba el reflejo de Elisa. Desde que era muy pequeño, la gente del pueblo decía que madre e hijo eran como dos gotas de agua: el pelo color rojizo y rizado como las llamas juguetonas de un fuego recién encendido, los rasgos del rostro redondeados y las mejillas salpicadas por un puñado de pecas desordenadas. Óliver nunca contestaba de la misma manera, pero solía parecerse un poco a esto cada vez que lo hacía:

—En lo que tendré que hacer cuando sea mayor.

Entonces, su padre solía reírse en voz baja y cambiar de emisora, buscando alguna canción con un ritmo alegre del top 40. Este gesto molestaba a Óliver como el aleteo de un mosquito en una noche de verano. Quizás, le hacía creer que acababa de decir una tontería. Por supuesto, esa no era la intención de su padre: no era un hombre de malas intenciones, solo que a él siempre le habían incomodado este tipo de preguntas. No estaba acostumbrado a ellas; esas en las que las respuestas no son perfectamente intercambiables, sino que funcionan más bien como las piezas de un puzle y que pueden llegar a construir algo más grande si uno las coloca en el lugar adecuado. Édgar siempre ha sido un hombre de pocas palabras, de construir desde el silencio.

—No pienses en eso ahora —decía Édgar, sonriendo y bajando la ventanilla para encenderse un cigarro con los labios entreabiertos—. Tienes mucho tiempo para preocuparte, ya lo verás. Ahora no es el momento, de verdad que no.

El taxi frena bruscamente, deteniéndose en un semáforo a pesar de no haber nadie más alrededor de la intersección. Óliver se lleva la mano al pecho, agitado, nota cómo el recuerdo se desvanece en su mente. Tarda unos segundos en recostarse de nuevo en el asiento. Aún le arde la cabeza, nota el regusto del alcohol en el fondo de su garganta y, si mira a través de la ventanilla, su vista cansada le muestra cómo la carretera parece extenderse de forma desdibujada. Sus padres no viven en el corazón de la ciudad, sino en un pueblo cerca de la comarca de Barcelona donde los edificios dejan de ser pisos hacinados, sándwiches de hormigón, y se transforman en casas bajas de familias humildes, masías que sirven como segundas residencias y algunos chalés donde vive la gente más pudiente, como los Hernández. Todo está rodeado de kilómetros de vegetación y terrenos sin edificar. Tiene los locales e instituciones necesarios para que las familias con hijos puedan criarlos mientras trabajan por un sueldo españolamente aceptable. Es un lugar de calles tranquilas, tonos pajizos y verdosos. Un lugar donde, para que las cosas ocurran, Óliver siente que debe salir de él. Tal y como ha hecho esta noche.

Piensa entonces en Álvaro y en Cristina, y en que seguramente aún estén dando vueltas en la discoteca, buscándole sin entender por qué no está con ellos. Se lleva la mano izquierda al bolsillo del pantalón, tratando de sacar su teléfono móvil a pesar de no tener más saldo acumulado (ha consumido sus últimos céntimos llamando al taxista), pero en su lugar encuentra algo frío y suave que palpa con la yema de los dedos. Se trata de una esfera de plástico esmaltada, del tamaño de una bola de billar, y en cuya superficie hay una mirilla redonda con una palabra blanca escrita en un fondo oscuro. Óliver tiene que entornar un poco los ojos para poder leerla:

SIEMPRE

PARTE I

Don't you know that it's only fear

I wouldn't worry, you have all your life

I've heard it takes some time to get it right

I'm wasting my young years

It doesn't matter if

I'm chasing old ideas

It doesn't matter if

Maybe

We are

We are

Maybe I'm wasting my young years1

Wasting My Young Years, London Grammar

1 ¿No sabes que solo es miedo? / Yo no me preocuparía, tienes toda la vida / He oído que lleva tiempo hacerlo bien / Estoy desperdiciando mi juventud / No importa si estoy persiguiendo viejas ideas / No importa si / Quizás, lo estamos haciendo / Lo estamos haciendo / Quizás estoy desperdiciando mi juventud.

La noche comienza cinco horas antes, en el chalé de los Hernández. La gigantesca estructura de tres alturas está construida en mitad de una generosa parcela de trescientos metros cuadrados. Tiene diez habitaciones, seis baños, piscina y una cabaña de invitados en la parte posterior, con un techo de cristal desde el que pueden verse las estrellas. Óliver observa la casa mientras él y Cristina atraviesan el acceso principal por el sendero que conduce al porche. Su amiga, enredada en un nuevo cárdigan que no evita que el frío le arañe la piel entre las costuras, avanza a ritmo ligero y sus pasos son acompañados por el quejido de la grava y el susurro de algunos grillos escondidos. Pero hay algo casi imperceptible que reconocen una vez se acercan lo suficiente: un riachuelo de acordes de piano que fluye a través de una de las ventanas de la planta inferior, la que da al salón. Algo en este corto trayecto le resulta encantador. Es una sensación que revive cada viernes y que podría describir casi como cinematográfica, como si fuera el protagonista de una de esas películas que veía con sus padres cuando iban al cine. Se siente a salvo y afortunado compartiendo las últimas horas del viernes con sus dos mejores amigos. Algo que, hasta que no cumplió los diecinueve, no había sabido apreciar.

Cristina llega primero al porche y pulsa con fuerza el timbre. Las notas musicales se detienen al instante y la noche se vuelve silenciosa. Sin embargo, impaciente y con la mandíbula tensa, llama de nuevo, esperando que Álvaro los deje pasar rápido. Óliver la alcanza antes de que el cerrojo se accione y la robusta puerta quede abierta de par en par. Al otro lado, su amigo les hace un gesto para invitarles a entrar.

—Joder, ya era hora. Se me estaban helando hasta los pensamientos.

—Yo también me alegro de verte, Cristina.

—He traído vino —dice Óliver, tendiéndole una bolsa con una botella que ha «tomado prestada» del trabajo.

—Muchas gracias, guapo. —Les besa las mejillas—. Esperadme en el salón, no tardo nada.

—¿No te echamos una mano?

Álvaro niega con la cabeza.

—No os preocupéis, lo tengo todo bajo control.

—Lo que más le gusta en el mundo —murmura Cristina a Óliver, sin que Álvaro llegue a escucharla.

Cuelgan las chaquetas en el recibidor y recorren el vestíbulo disfrutando del calor de la casa. Álvaro se escabulle y Óliver intuye que, para evitar hacerle un feo en directo, va a intercambiar discretamente su vino del videoclub por uno de esos carísimos que su familia guarda en un mueble de la cocina. Cuando Álvaro aparece por fin, lleva tres copas cargadas de tinto. Óliver y sus amigos brindan y dan un largo trago.

Efectivamente, piensa Óliver degustándolo, tal y como sospechaba.

—Podrías haberte arreglado un poco para la ocasión, ¿no crees? —riñe Cristina a su anfitrión.

—¿Por qué iba a hacer eso? Solo veníais vosotros. Y estaba practicando.

—Vaya —dice Óliver, fingiendo estar ofendido—, solo éramos nosotros, unos simples mortales…

Álvaro lanza un suspiro.

—Ya sabes a qué me refiero.

—Te hemos oído —le aclara ella, observando el piano de cola negro que junto a la chimenea. Es un instrumento muy valioso, un Yamaha que Álvaro heredó de su abuelo. Óliver podría afirmar que su amigo ha pasado más horas sentado frente a él que en los pupitres del instituto—. Sonaba muy bien. Aunque debes de ser el único pianista del mundo que toca en chándal de diseñador.

—Lo que tú digas. —Álvaro hace un gesto de desdén con la mano—. Es cómodo.

—¿Por fin has vuelto a componer?

—Qué va, Óli, ya me gustaría. Estaba tocando Coldplay. Últimamente estoy en bucle y… No sé, he sacado los acordes de oído porque eran bastante evidentes. —Álvaro empieza a entonar, con su voz rasposa—. We live in a beautiful world. Yeah, we do, yeah, we do…2

—Oh. Pensaba que estabas más inspirado últimamente, por todo lo de Eric y eso. Por cierto, ¿cuánto más vas a tardar en ponernos al día sobre el tema? —dice Cristina.

La sonrisa amable de Álvaro sufre una pequeña fractura. Es casi imperceptible, pero Óliver lo nota al momento. Eso se le da muy bien. La pregunta es inofensiva pero desafortunada. Álvaro se recuesta un poco en el sofá en forma de L y da otro trago antes de contestar:

—Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir.

Silencio.

—Entonces lo has hecho —afirma ella—. Lo has cortado de raíz.

Óliver observa que la mitad de la copa de Álvaro ya se ha evaporado. No puede evitar imaginarse el torbellino de pensamientos catastróficos que deben estar asaltando a su amigo. A veces a Álvaro le pasa eso, se mete en un túnel oscuro de ideas, y Óliver no sabe cómo sacarlo de allí, pero siempre lo intenta. Recuerda la última conversación que tuvieron, cuando le contó que últimamente no podía dormir bien y tenía un sueño recurrente. Que veía su casa deshacerse en pedazos para sepultarle, sacudida por una fuerza que hacía que todo se viniera abajo sin remedio y que, curiosamente, lo único que se mantenía intacto de toda esa catástrofe era el piano, que seguía ahí, como si aquel objeto fuera consciente de lo mucho que el chico lo necesitaba y le prometiera no moverse para que siempre pudiera acudir a él. Para no quedarse solo.

Óliver se aclara la garganta y añade:

—Más bien ha ocurrido todo lo contrario, ¿verdad? —Trata de ser cuidadoso y embalsama sus palabras con un halo de comprensión, porque sabe que ahora mismo camina sobre un puente en el que su amigo lleva semanas paseando de un lado al otro, que cruje por el peso que soporta y podría ceder en cualquier momento.

Los ojos castaños de Álvaro se posan en los suyos, y eso le basta a Óliver para encontrar la respuesta que buscaba. Así ha sido desde que tenían diez años, cuando Álvaro se mudó al pueblo por el trabajo de sus padres y llegó a su vida. Era uno de los pocos chicos de la clase que no se metían con él por a) ser enclenque, b) dibujar durante el recreo en vez de jugar al fútbol y c) ser el típico preguntón que prefería entender las cosas en clase antes que irse a casa con alguna duda. Tardaron unas semanas en hacerse amigos. Óliver, que no era muy hablador, descubrió que Álvaro decía más con gestos que con palabras. Sus primeras conversaciones fueron saludos incómodos o preguntas concretas, como: «¿Me dejas un lápiz?». Hasta que una mañana, Álvaro observó el dibujo que Óliver había hecho en su libreta, en donde aparecía Sergi, el bully de su clase, siendo devorado por una horda de tiburones.

—Se te da bien, ¿eh? —le dijo—. Hasta has clavado la nariz que tiene y todo.

Óliver se puso tan rojo que ni pudo responder.

—Perdona, no quería molestarte.

—No pasa nada, pero… —susurró el pelirrojo—. No te chivarás, ¿verdad? A la profe, digo.

—¿Chivarme? —Álvaro soltó una risa espontánea y sincera—. Tranquilo, no lo haré. Sergi es un imbécil. ¿Y si añades una serpiente gigante para que le muerda el pito?

Y así empezó todo. Óliver le presentó enseguida a Cristina, a quien conocía desde primero. Y todo sea dicho, a su amiga le llevó un tiempo asumir que tendría que compartir su amistad en un trío que ella no había buscado.

La primera vez que Álvaro lo invitó su casa, Óliver no pudo contener su asombro. Aquel lugar era un palacio, todo brillante y con muebles recién comprados. Pero, a los pocos meses, descubrió que la bonita vida de su nuevo amigo no era tan perfecta como parecía. Cuando Cristina no quedaba con ellos (porque quería prepararse un examen con semanas de antelación), Álvaro invitaba a Óliver a ver una película de terror en su habitación. Con Scream, Sé lo que hicisteis el último verano o El exorcista de fondo, el mundo parecía desaparecer y Álvaro se descorchaba ante su amigo como una botella.

—Sabes que Cristina me cae genial, pero… Siento que esto solo puedo contártelo a ti. ¿Tiene sentido?

Óliver asentía y escuchaba a su amigo. Eso se le daba bien, mucho mejor que hablar de lo que sentía por dentro. Cuando te hacías mayor aprendías a manejar las molestias por ti mismo. Era así, ¿no? Y Óliver ansiaba crecer cuanto antes para dejar atrás esa pregunta que lo perseguía desde hace años: ¿qué tendría que hacer cuando fuera mayor, cuando fuera adulto?

Entendía que al alcanzar los veintimuchos, las cosas se ordenarían solas de algún modo, y esa sensación vertiginosa, de incertidumbre que le hormigueaba el pecho, se desvanecería para siempre. Había estado preparándose desde que empezó la secundaria, ocultándole a sus padres que sus compañeros seguían riéndose de él, que no sabía qué querría hacer después de la selectividad, que Isaac había dejado de llamarlo cada noche, o que la palabra futuro le conducía a una imagen vacía, como una cámara sin carrete.

Había aprendido a decir que estaba bien cuando le preguntaban qué tal?, pero con Álvaro y Cristina seguía haciendo lo contrario. Daba forma a sus sentimientos. Eran pequeños eclipses de sinceridad, igual que los dibujos de lugar imaginarios que hacía en su libreta con los que trataba de escapar de su realidad. Óliver sabía que sus amigos, a su manera, estaban pasando por lo mismo, y que cuando estaban juntos dejaban de sentirse perdidos.

—Así es, Óliver, ha pasado justo lo contrario —dice su amigo, devolviéndole al presente.

Se acaba la copa de un trago.

—¿Pero Eric no estaba…? —pregunta Cristina.

—¿Prometido? Sí. Lo está. Y no te sabría explicar muy bien por qué, pero no quiero rayarme y buscar motivos. Ha ocurrido y ya está. Si te soy sincero, hacía tiempo que no conocía a alguien que me despertara tanta curiosidad.

Estaban hablando de Eric, el nuevo jardinero de la familia de Álvaro. De origen rumano, con papeles españoles y curtido como jornalero en época de cosecha. Todo un ejemplo de superación, un inmigrante de los que aportan cosas al país, como había dicho el padre de Álvaro en una ocasión. Eric cuidaba del jardín y también se ocupaba del mantenimiento de la casa cuando los dueños estaban de viaje por trabajo y dejaban a su hijo solo (algo bastante frecuente).

—Pero sabes de sobra que no le estás haciendo ningún favor —señala Cris—. Quiero decir, tiene a alguien esperándole en casa cuando termina de trabajar en la tuya. Y acostarte con él… no va a poneros las cosas más fáciles a ninguno de los dos.

—Ya sabes que me aburren las cosas fáciles —contesta él en tono sarcástico.

—Pero es que Eric no es una cosa, Álvaro, es una persona. Estás interfiriendo en una relación.

Óliver bebe de su copa y no interviene en el tira y afloja de sus amigos. No le gusta decir algo en voz alta y que sus palabras puedan herir a alguien que le importa. Él entiende la postura de ambos. Entiende la frustración de Cristina y que odie que Álvaro se haya encaprichado de Eric como si fuera una chaqueta nueva o una figurita para decorar su habitación. Por otra parte, también percibe la desesperación de Álvaro, tan evidente que podría dibujarla si se lo propusiese, ansioso por sentir el afecto que no ha tenido en su propia casa y que ha tratado de suplir con la atención de Eric desde que lo contrataron.

—Cris, sabes que te quiero y aprecio tu opinión —suspira Álvaro—, pero ya tengo una psicóloga que me recuerda lo jodido que le parece todo esto. Me gustaría que ahora fueras solo mi amiga, la verdad.

—Y justo porque soy tu amiga no me importa tener que decírtelo las veces que hagan falta.

Álvaro se levanta para acercarse al piano. Toca algunas teclas de forma aleatoria, acordes graves y profundos, como el sonido de una avalancha. Óliver aprovecha para mirar a Cristina y le hace un gesto negativo con la cabeza para que aborte misión. Álvaro no quiere hablar más y ella no puede forzarle. Tras unos segundos incómodos, Cristina vacía su copa.

Álvaro levanta un dedo, de pronto.

—Acabo de tener una gran idea. ¿Os apetece ir a dar una vuelta?

—¿Una vuelta? —se ríe Óliver—. Tú no has sacado la mano por la ventana, ¿verdad? Hace un frío horrible.

Su amigo se gira sobre sí mismo. Cualquier atisbo de seriedad se ha desvanecido, y ahora les dedica una amplia sonrisa.

—No estaba ofreciéndoos un paseo por el bosque, Óli. Hablo de un local nuevo. Acaba de abrir y conozco al Puertas, que es básicamente el San Pedro de las discotecas. Si te arrodillas y se lo pides por favor, estás dentro. Y os aseguro pase VIP, sin nada de colas.

—¿Quieres salir de fiesta?

—Queremos —matiza Álvaro con una sonrisa burlona.

Óliver y Cristina se miran. Está seguro de que ella rechazará la propuesta.

—Me parece bien. Pero no tengo un duro y, la verdad…

—Yo os invito. Habrá que celebrar que mis padres me han desbloqueado la tarjeta, ¿no? Y animar un poco a nuestro Óli. Que le den a Isaac, ¿me oyes? ¡Que le den!

Y, antes de que Óliver pueda decir nada, Álvaro se sienta al piano con agilidad y empieza a aporrear las teclas mientras canta a viva voz:

Isaac, Isaac, maldito cabrón,

Vamos a bebernos la noche

El Óli y la Cris, a bailar sin reproches.

Mi amigo te da mil vueltas

Ojalá te atropelle un coche

Tremendo, tremendo cabrón…

Óliver casi se atraganta y se tira la copa a causa de la risa. Y de pronto todo le parece estupendo. La piel le vibra, sus mejillas están cálidas y la compañía de sus amigos le hace sentirse bien. Le hace sentir que todo va a salir bien.

Tardan algo más de media hora en llegar. Y es al bajarse del vehículo cuando las pupilas de Óliver, al igual que toda la entrada del recinto, quedan teñidas de un color rosa eléctrico. El edificio no es demasiado alto y debido a su aspecto industrial, las ventanas opacas y la fachada descascarillada, nadie diría a primera vista que es una discoteca. Lo corona un letrero luminoso con letras rectas y mayúsculas:

BIENVENIDOS A INFERNO

A los cinco minutos ya están dentro. Parece que Álvaro no mentía cuando decía conocer al Puertas, un tiarrón de casi dos metros a quien besa en la mejilla antes de que les dé acceso y sofoque el abucheo de los que están en la cola. El ritmo de la música a todo volumen los precede y, al descender el último escalón, se topan con una marabunta de personas en una gigantesca sala construida a varias alturas. Las paredes, recubiertas de un material reflectante, destellan tonos rojizos y anaranjados. Antes de dirigirse a la barra, Óliver siente que él y sus amigos están bailando en el corazón del infierno.

Álvaro paga la primera ronda y después las tres siguientes. Mezclan sabores, que se deslizan por sus gargantas y les queman como si fueran vampiros con agua bendita. El tiempo termina por fracturarse y la noche se convierte en un caleidoscopio. En algún momento, Álvaro sale a fumar y es entonces cuando Cristina se lanza a hablar. Y vaya si lo hace, dándole vueltas y más vueltas a la conversación que han tenido en casa de Álvaro.

—¿Por qué no le has dicho nada antes? —se queja.

—¿A qué te refieres?

—Siempre quedo yo como la mala, Óli. Pero sabes que Álvaro se está metiendo en un buen lío.

—Cris, tú no eres mala, pero ya le conoces. Álvaro no piensa tanto en si algo está bien o mal. Es impulsivo. Se atreve más a equivocarse, supongo.

—Ya, bueno. Yo también podría ser una persona más impulsiva si tuviera una tarjeta mágica a la que acudir si hiciera alguna estupidez. —Cris se aparta su larga melena hacia un lado. Algunas gotas de sudor le brillan en la clavícula como si llevara un collar de perlas—. Y hablando de estúpidos, ayer vi a Isaac en el tren. Me reconoció, claro, pero agachó la cabeza y se bajó un par de paradas antes que yo.

Cuando Óliver escucha ese nombre, intenta mantener la sonrisa que el tequila le ha dibujado en la cara. Asiente y mira hacia el otro lado de la barra, donde un camarero está haciendo malabarismos con una coctelera.

—Quizás haya tenido que buscarse a otro en el pueblo de al lado —responde él, tratando de que ninguna sensación triste se le aferre y terminándose el último chupito de la tabla.

—Oye, va… No tendría que habértelo comentado —dice Cristina, poniéndole la mano en el hombro—. Escucha, voy un momento al baño. Espérame aquí y luego bailamos hasta romper el suelo, ¿vale?

Él asiente con la barbilla apoyada en el puño y su amiga se aleja de allí, dejando estelas en el aire como una película a pocos fotogramas.

Y algo hace clic, como si fuera la última pieza de un puzle. De los altavoces, empieza a sonar una de sus canciones favoritas. Le pilla desprevenido, pero mira los vasos vacíos sobre la barra y recuerda por qué está aquí. Esta noche quiere disfrutar, olvidarse del mundo que lo rodea, así que se escabulle entre la multitud. Baja un par de escalones y se sumerge en el mar de vida que es la pista de baile. La voz de Texas y las campanadas de su éxito Summer Son lo mueven en todas las direcciones, como si una corriente invisible lo zarandease con suavidad. No se plantea cómo baila. Seguro que lo está haciendo fatal, pero eso ahora no le importa demasiado. Allá donde mire, ve luces brillantes y abrasadoras. Algunas parejas se besan con fuerza, mordiéndose los labios como si disfrutasen de una fruta madura. Óliver puede sentir la euforia a su alrededor y trata de aferrarse a ella como si fuera suya. Se siente vivo, olvidándose de las últimas semanas, meses, del último año y medio. Cada día ha sido una copia grisácea del anterior. Ya no recuerda cómo eran los colores o cuándo comenzaron a desvanecerse. Se olvida de Isaac, de que ya no están juntos, de esa llamada que lo cambió todo. La música electrónica desdibuja su rostro.

Entonces, cuando la canción llega al último estribillo, abre los ojos el tiempo suficiente para percatarse de que, a un par de pasos, una figura le observa. Óliver mira en todas direcciones, pero acaba confirmando que los ojos del muchacho están anclados en él. Sonríe y el desconocido lo imita como si fuera un reflejo, aunque no se parecen en nada. Le gustan los tatuajes de sus brazos y los mechones blancos esparcidos por su cabello. Es claramente más mayor que él, aunque le resulta imposible apostar por una edad. Lleva un fino cordel metálico colgado al cuello que se enreda entre los dedos de la mano izquierda, mientras que en la derecha sostiene una bebida verdosa.

Cuando están lo suficientemente cerca el uno del otro, el chico trata de decirle algo, pero Óliver no logra escucharlo, así que el desconocido termina inclinándose hacia él. Desprende un olor fuerte a alcohol, cuando su boca se mueve y le roza el lóbulo de la oreja con la lengua. Ya no es un desconocido porque le ha dicho su nombre. A él, de entre todas las personas que hay en este sitio. Óliver también le dice el suyo. El pulso se le acelera. Los dos sonríen, eufóricos, justo antes de besarse.

2 Vivimos en un mundo bello / Sí, lo hacemos. Sí, lo hacemos / Don’t Panic, Coldplay

«SIEMPRE»

«SIEMPRE»

«SIEMPRE»

En el asiento de atrás del taxi, Óliver agita la esfera y la palabra se hunde en un líquido oscuro y desaparece de su vista en lo que dura un parpadeo. Repite esto varias veces, como si se tratara de una máquina tragaperras, y observa cómo otras nuevas emergen en su lugar.

«SÍ»

«QUIZÁS»

«NO DEBERÍAS»

«ALLÁ TÚ»

Nunca había visto una bola 8 mágica en persona. Quizás solo la de Toy Story, esa especie de juguete retro que contesta a cualquier pregunta que le lances. Y, sin embargo, cuando ha encontrado la esfera antes, en su bolsillo, al despertarse…

—¿Es aquí? —pregunta de pronto el conductor con voz ronca, haciendo que Óliver vuelva en sí.

—Sí. —Le tiende el dinero y abre la puerta del vehículo. Enseguida escucha el sonido de la tormenta y ve el reflejo de las farolas en algunos charcos que ya se han formado sobre la acera. Sin embargo, antes de bajarse, añade: — Gracias… por venir a buscarme.

El hombre le mira con expresión confundida mientras termina de contar el dinero y lo deja en la guantera.

—De nada, chico. Es mi trabajo, al fin y al cabo. Ale, bona nit.

El vehículo desaparece antes de que Óliver se dé cuenta. Avanza rápidamente hasta la entrada de su casa, palpándose los bolsillos de la chaqueta vaquera que se le pega al cuerpo como una toalla empapada de sudor. Le duele la cabeza, los pulmones le queman y está deseando dejarse caer en la cama. Necesita descansar un poco.

Pero de pronto una fuerte ráfaga se levanta y, al protegerse el rostro con ambos brazos, cree escuchar una palabra entre el silbido del viento:

Óliver.

El muchacho se estremece. La calle está vacía y mal iluminada. Algunas farolas parpadean intermitentemente, creando espacios oscuros que apenas duran segundos. En algún lugar, un perro ladra furioso porque sus dueños lo han dejado en la terraza, se han olvidado de él y ahora está pasando frío. Encuentra las llaves en el fondo del bolsillo izquierdo y tras desenredarlas de los auriculares consigue encajarlas en la cerradura.

Dentro, reina un silencio sepulcral. Sus ojos tardan en adaptarse a la oscuridad del pasillo, el cual atraviesa dejando algunas marcas de agua de sus zapatillas sin darse cuenta. Llega al baño y pega la boca con urgencia al grifo para beber agua y después pasarse las manos empapadas por la cara. Se incorpora de nuevo y se quita las lentillas, haciendo que su reflejo se difumine en un mar borroso.

No encuentra sus gafas en el mueble, debe haberlas dejado en su habitación. Así que, tanteando las paredes, Óliver encuentra el pomo de la puerta, que se abre con un quejido. Su madre ha bajado las persianas, por lo que todo está sumido en una oscuridad tan densa que le invita a dormir. Cuando alcanza la cama, hace un último esfuerzo para descalzarse y dejar el contenido de sus bolsillos sobre la mesilla de noche. La bola mágica rueda hasta el borde del mueble, pero no cae al suelo, donde una alfombra con carreteras cruzadas amortiguaría el golpe. Sin embargo, aún con los ojos cerrados, nota algo. Una idea punzante en el pecho que hace que se le tense todo el cuerpo bajo las sábanas.

Nota que hay alguien más en la habitación.

En un último impulso de adrenalina, se atreve a abrir de nuevo los ojos para mirar a la oscuridad, pero no logra distinguir nada, así que termina dejando que sus párpados caigan y se queda profundamente dormido.

Sin embargo, Óliver no está equivocado. Alguien… Algo le observa desde el otro extremo de la habitación. Dos destellos anaranjados, como libélulas revoloteando en la oscuridad. Se pasea y examina al muchacho, que empieza a soñar enseguida y a revolverse entre las sábanas. Se plantea despertarlo, pero cambia de opinión en el último momento. En su lugar, lo abraza. Sí, de verdad. Lo hace, aunque Óliver no pueda sentirlo; se imprime en el cuerpo del muchacho como tinta traspasando un lienzo.

He llegado, Óliver.

Al fin, y después de tanto tiempo esperándolo, estoy aquí contigo.

No importa cuánto nos preparemos para este momento. Para mí o mis hermanas, que ahora acompañan a tantos como tú, siempre es extraño. Porque nunca sabemos cuándo ocurrirá, pero tampoco nos equivocamos al decidir esperar pacientemente. Simplemente acaba sucediendo. Cada vez, cada persona, siempre por un motivo distinto. Es algo que vosotros mismos os decíais en otro momento de vuestra historia, pero parece que habéis olvidado a través de los años: las cosas importantes llevan su tiempo. Aun cuando os pensáis, humanos, que habéis encontrado la forma de esquivarlo o manejarlo a vuestra manera. Cuando os creéis más grandes, infinitos, más sabios que el universo o que el propio milagro que supone la existencia. El tiempo lo es todo porque absorbe cada parte de vuestro ser, sin detenerse.

Te irás dando cuenta de que, a partir de ahora, las cosas van a cambiar. Ya nunca más estarás solo, Óliver. Nunca, aunque creas que sí. Y piensa que eso es fantástico, es todo lo que siempre habías deseado. Porque te llevo estudiando desde el primer día que pusiste un pie en este lugar en el que ahora te visito, este planeta tan grande y extraño que osempeñáis en destruir entre vosotros, y es por eso por lo que mis hermanasy yo conocemos vuestros miedos más antiguos: los que nacieron con vuestroshuesos, vuestras ideas, vuestra piel moldeable y caduca. Sois terriblemente predecibles. Sois un bucle destinado a la destrucción.

Pero para eso estoy aquí.

Porque si algún día no quieres abandonar tu habitación, podráshablar conmigo. Si necesitas llorar para que todo se calme, asentiré sinjuzgarte por ello. O si el mundo, por ejemplo, estallara en llamas. Yo estaría junto a ti, te daría la mano y vería todo lo que crees conocer, ardiendo y consumiéndose a tu alrededor.

Nada, Óliver, me haría más feliz que compartir ese momento contigo.

—Buenos días.

Es una voz melosa quien le despierta a la mañana siguiente. No sabe si aún sigue soñando o no hasta que la mano de su madre le roza la mejilla y todo se materializa a su alrededor. Él se pone las gafas que descansan en la mesita de noche y después ve a Elisa, subiendo las persianas sin un ápice de compasión por su resaca. La luz del exterior atraviesa los cristales y se le clava en los ojos como alfileres, así que se cubre de nuevo el rostro con las sábanas y deja escapar un gruñido.

—Anoche no te oí llegar, y mira que me quedé hasta tarde dando vueltas en la cama. ¿Qué tal Cristina y Álvaro?

—Bien.

—¿Nada más que bien? —Elisa recoge una camiseta que está sobre el respaldo de la silla del escritorio—. Hace mucho que no sé de ellos. A ver si les invitas un día a merendar, hombre. Así podría prepararos mi famoso bizcocho de chocolate.

—Te has dado cuenta de que ya no tenemos seis años, ¿verdad? —responde desde la cama, con la cabeza a punto de estallarle. Su madre vuelve a destaparle con un gesto rápido—. ¡Ay!

—Ya sé que no tenéis seis años, pedazo de desagradable. ¿Y cómo puede ser que te durmieses con la ropa puesta? Venga. Va, hay que levantarse.

—¿Pero se puede saber qué prisa tienes, mamá?

—Son las diez y media de la mañana y ya no es hora de estar en la cama: «El que sabe trasnochar, sabe madrugar».

Elisa camina hacia la puerta y se apoya en el marco, donde se gira para ver a su hijo desperezándose y sentándose al borde del colchón. Ella se agarra a un cesto de plástico agujereado del que sobresalen algunas prendas sucias. Se queda ahí, parada unos segundos, observando a Óliver, que por alguna razón parece concentrado en un punto muy fijo del suelo. Este termina levantando la cabeza y fijándose en la mirada recelosa de su madre aún posada sobre él.

—¿Qué pasa?

—Nada, cariño. Date una buena ducha lo primero, anda. Apestas a alcohol.

Finalmente, Elisa sale de la habitación y camina por el pasillo con una sensación extraña encima, aunque no sabría decir de qué se trata. Es consciente de que su hijo no tiene el mejor despertar, pero ha notado algo extraño, como si en el dormitorio hubiera algo que ella no pudiera percibir a simple vista. Sin embargo, decide no darle mayor importancia porque tiene muchas cosas que hacer y muy poco tiempo: poner una lavadora, planchar las piezas de ropa que han ido acumulándose en una de las sillas del comedor (porque odia planchar y siempre trata de aplazarlo hasta el último momento), y también pensar en qué cocinará hoy (además de pasar antes por el supermercado, porque las reservas del refrigerador están llegando al límite) y terminar una de sus novelas de Agatha Christie. Y…, (Y..., bueno,) bueno, si decide ignorarlo también es porque sabe que su hijo se irrita enseguida cuando le hace preguntas que ella considera de lo más mundanas: «¿Qué tal te ha ido en el trabajo?, ¿cómo le va a Cristina o a Álvaro?, ¿ese Isaac es tu novio, hijo?, ¿has empezado a mirar algo ya para ponerte a estudiar el año que viene?» Es como si, cada vez que se preocupara un poco por él, este la empujara a un lado con sus palabras. Eso le dolía; notar cómo Óliver evitaba que alcanzase a conocer una parte que ella creía merecer desde que le había traído al mundo.

En el dormitorio, él se ha quedado mirando a un rincón vacío de la habitación. Obedece a su madre, toma ropa limpia y se dirige al cuarto de baño para dejar que el agua caliente le empape la piel y el jabón retire el olor de la noche anterior. Mientras se pasa la mano por el pecho y los brazos, en su cabeza aparecen imágenes que destellan como el flash de una cámara de fotos. Son rápidas y concretas, al igual que las sensaciones: el sabor del tequila y la acidez del limón en la lengua; Cristina marchándose y el camarero agitando la mezcladora; la risa enérgica de Álvaro al entrar en la discoteca, y también los tatuajes del chico que le invitó a bailar, el sabor eléctrico de su copa, y cómo le cogió de la mano y le hizo caminar por la pista.

«¿A dónde vamos?».

Y su risa, camuflada entre la música atronadora.

Sigue frotándose la piel, pero entonces le ocurre algo curioso bajo el agua, justo cuando empieza a enjabonarse el abdomen, los glúteos y las piernas. Él no se da cuenta de ello, pero es incapaz de mirarse a sí mismo. Desliza sus manos de manera rápida y mecánica, como si no debieran pasar mucho tiempo allí, y tras aclararse cierra el grifo con un giro rápido de muñeca.

Al salir de la ducha, lo envuelve una nube densa y vaporosa que se adhiere a los azulejos y al cristal del espejo que hay sobre el lavabo. Toma su toalla y se acerca hasta allí, secándose el cuerpo y los mechones de pelo que le caen frente a los ojos. Y entonces, de aquel silencio emerge una voz que reconoce.

Óliver.

Cuando escucha su nombre, el chico se queda petrificado. Deja pasar unos segundos y, con cuidado, se retira la toalla del rostro para mirar al frente, al espejo cubierto de vapor. Estira el brazo despacio y desliza la mano sobre la superficie de vidrio. Siente el contraste de temperatura en la yema de los dedos y, con delicadeza, devuelve el reflejo al cristal trazando movimientos serpenteantes.

Solo le hace falta un segundo, pero es suficiente. Cuando el espejo recupera su aspecto normal, Óliver ve algo parecido a una enorme sombra desaparecer a su espalda.

—¿No tienes hambre? —le pregunta su padre, apoyado en la encimera.

Él niega con la cabeza y le da un sorbo a la taza de café que reposa sobre la mesa. Un relámpago amargo le recorre la lengua. Fuera, hace un día tranquilo. El sol está en lo alto, vigilando las calles vacías. Un par de coches atraviesan la carretera que pasa junto a la casa y después regresa el silencio hasta que Elisa aparece en la cocina.

—Cariño, ya tengo todo listo para ir al súper.

—Vaya, hombre…

—¿Algún problema? —pregunta, molesta por la mueca del rostro de Edgar.

—No, ninguno. Es solo que parezco un taxista, hay que ver.

—Bueno, y yo la regenta de un hostal cinco estrellas: comida, limpieza y plancha a diario. Siempre podemos comer arroz blanco con arroz blanco, Edgar, que es de lo poco que queda en la despensa. ¿Qué te parece?

—¡Vale, vale! No te pongas así, solo digo que podrías retomar las clases de conducir, que para algo tienes el carné.

Eso que dice es cierto. Elisa nunca pretendió ser la mejor conductora de su ciudad, pero cuando era más joven disfrutaba al volante de su Renault amarillo. Le daba una gran sensación de libertad el ir de un lugar a otro con la ventanilla bajada y sus cintas de casete de Madonna y Cindy Lauper en la guantera, algo difícilmente comparable con otras cosas que hacía en su día a día. Sin embargo, al enterarse de que estaba embarazada, un miedo irracional le hizo no querer volver a tocar nunca un volante. Pensaba que, si algo le pasara en la carretera, con Óliver en su vientre, y ella sobreviviese, nunca podría perdonárselo. Es algo que Edgar jamás había entendido y que, de forma indirecta, le hizo pensar por primera vez qué ocurriría si un día tuviera un accidente con toda su familia y él al volante.

—¿Necesitas algo? —le pregunta Elisa a su hijo, ignorando a su marido.

Óliver niega con la cabeza y esboza una pequeña sonrisa. Después toma la taza de café y se la lleva a los labios, evitando el contacto visual.

Cuando se queda solo, el silencio que reina en la casa se amplifica y le envuelve. Puede escuchar el zumbido de la nevera, el goteo del grifo de la cocina y también el ruido de los radiadores en funcionamiento. Se levanta de la silla y mira hacia el final del pasillo, que recorre con cautela hasta llegar a la puerta del baño. El corazón se le encoge un poco, pero, cuando acciona el picaporte y la abre, comprueba que allí dentro no hay nada y se le escapa un suspiro de alivio.

—Me estoy volviendo loco.

Entonces, un golpe suena en la habitación contigua. Su habitación. Óliver se lleva la mano al pecho y se dirige hasta ella lanzando una maldición; empuja la puerta entornada con fuerza, enfadado.

Y entonces observa cómo algo se desliza por la alfombra. La bola mágica, que parece haberse caído de su mesita de noche, rueda por la alfombra hasta llegar a sus pies. Él se agacha a recogerla y nota el peso del objeto en la mano temblorosa.

Hazme una pregunta.

Cristina y Álvaro aparecen en la entrada de su casa quince minutos más tarde de que cuelgue el teléfono. En realidad, ha sido Cristina la única a la que ha llamado, porque se sentía incapaz de repetir la misma historia dos veces seguidas, así que ella se ha encargado de contárselo a Álvaro y hacer que, de alguna forma extraordinaria, ambos estuvieran en el porche de Óliver a tiempo.