Notas sobre una conspiración sodomita en el cine español - Eladi Romero García - E-Book

Notas sobre una conspiración sodomita en el cine español E-Book

Eladi Romero García

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Beschreibung

La novela, que se presenta ilustrada con más de setenta imágenes relacionadas con el cine español de posguerra, narra la historia del ministro de Información y Turismo franquista Gabriel Arias Salgado y de un supuesto agente internacional, que a lo largo de veinte años se dedica a informar a dicho ministro sobre la existencia de una conspiración masónico-sodomita en el cine español de la época. Mediante diversas notas, analiza películas, programas de mano, directores de cine, actores, etc., encontrando en numerosos casos pistas sobre la mencionada conspiración. Tras la muerte de Arias Salgado en 1962, su hijo Fernando descubre esas notas e investiga sobre la personalidad del anónimo informante, hasta lograr dar con él. En definitiva, una novela de intriga, con tintes humorísticos e históricos que se lee con sumo agrado.

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Eladi Romero García

NOTAS SOBRE LA CONSPIRACIÓN SODOMITA EN EL CINE ESPAÑOL

(Novela histórica ilustrada)

Primera edición: febrero 2019

© Eladi Romero García

© de esta edición: Laertes S.L. de Ediciones, 2019

www.laertes.es / www.laertes.cat

Diseño cubierta y fotocomposición: JSM

ISBN: 978-84-16783-80-9

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

MUERTE DE UN CICLISTA

(Juan Antonio Bardem, 1955)

Película extremadamente perniciosa que se alimenta de la reptiloide perfidia marxista, aumentada en grado sumo merced al matiz sodomita del que hace gala su protagonista, profesor universitario afeminado, débil y cobarde, incapaz de poner en su lugar a la mujer que tiene por amante y que, a causa de su propia flaqueza, acaba devorado por ella. No sirve que la censura haya obligado a cambiar el final introduciendo un «providencial» accidente que acaba con la vida de la pérfida damita, italiana por más señas, porque el mensaje eunucoide y comunista se mantiene íntegro en el resto de la cinta. Convendría atar corto al censor que intervino en el asunto, el cual, sin duda exclusivamente influido por la necesidad de arrimar el ascua a su sardina religiosa, se olvidó de vigilar los evidentes elementos comunistoides y pederastas que la película destila. Pero sobre todo hay que tener mucho cuidado con su director, destacado miembro de la cúpula del Partido Comunista, a quien ya tuvimos que frenar cuando intentó colarnos, junto a su colega de fechorías Berlanga, aquel guión de una película titulada La huida, donde ambos se mofaban sin ningún rubor de la Guardia Civil. (De las Notas sobre la conspiración judeomasónicocomunista —y sodomita— en el cine español.)

Fotograma que acompaña a la nota con la indicación: Rostro mórbido del protagonista de Muerte de un ciclista. No hay más que contemplarlo unos instantes para comprobar su condición de sodomita latente y recalcitrante. La impostura del bigotillo ritual no debería confundirnos.

El jueves 26 de julio de 1962 falleció en Madrid Gabriel Arias Salgado y de Cubas, el hombre que durante tantos años luchó con enorme empeño por encauzar a los españoles hacia el recto camino de la salvación, sorteando dificultades como un ciclista en la más dura etapa de montaña. Todo un Bahamontes ascendiendo el Puy-de-Dôme de esa perfección moral y cristiana que siempre supo aplicar en todos y cada uno de sus actos.

Fue a media tarde. Desde hacía unos cuantos días, exactamente desde que dejó de ser ministro de Información y Turismo, don Gabriel había adoptado la costumbre de dormir una breve siesta reparadora, destinada a conceder el merecido descanso a ese cuerpo luchador, ya muy consumido por tantas batallas libradas contra el maligno. Más o menos hacia las seis, poco después de despertar, decidió acudir a su despacho de la Secretaría para la Ordenación Económico-Social de las Provincias, órgano que regentaba desde su fundación, allá por 1946, y desde el que tan fructífera labor había llevado a cabo en favor de la reconstrucción del país. Como el trayecto entre su domicilio de la calle Hermosilla y el palacio de la Presidencia del Gobierno, en la Castellana, donde se ubicaba su oficina, era relativamente corto, don Gabriel decidió cubrirlo dando un paseo.

No llegó ni al portal. Nada más abandonar la vivienda se encontró con José Antonio Gil de Biedma y Vega de Seoane, uno de los hijos del conde de Sepúlveda. Se saludaron como buenos vecinos y amigos que eran, y bajaron juntos las escaleras, aunque al llegar al segundo piso don Gabriel comenzó a sentirse mal. Se detuvo entonces en el rellano y cogió aire. Justo en ese momento sufrió un desvanecimiento que a punto estuvo de tumbarlo en el suelo. Por fortuna, Antonio logró sostenerlo a tiempo para, a continuación, depositarlo delicadamente sobre el pavimento. Al comprobar que el exministro no se recuperaba, subió de inmediato al piso de don Gabriel y avisó a Fernando, el hijo de este, de la situación en que se hallaba su padre.

—Papá, papá, ¿qué te pasa? —preguntó inquieto el mayor de los Arias Salgado al encontrarse con su progenitor.

Como don Gabriel seguía sin reaccionar, entre los dos jóvenes y el señor Francisco Espinosa, hombre de confianza y antiguo chófer del exministro que ahora ejercía como ayuda de cámara, lo subieron como pudieron hasta el domicilio de los Arias Salgado y lo depositaron sobre su cama. Su respiración era cada vez más débil, aunque lo más alarmante era la babilla que brotaba de su boca. Fernando comprobó, además, que la entrepierna de su padre se había oscurecido a causa de una enorme mancha aparecida en sus pantalones, signo inequívoco de que don Gabriel no había logrado contener su orina.

—¡Papá..., papá! —insistió el hijo.

Al seguir sin respuesta, Fernando telefoneó al doctor Juan Garrido Lestache, médico de cabecera de la familia, que apenas tardó veinte minutos en aparecer. Durante ese tiempo, el hijo del exministro nada pudo hacer salvo comprobar que su padre había dejado de respirar. Fueron momentos de enorme nerviosismo, en los que tanto Fernando como José Antonio improvisaron desde torpes masajes cardiacos hasta infructuosos intentos de reanimación mediante la técnica del boca a boca, ejercicios que de nada sirvieron.

De hecho, en cuanto llegó, y tras una breve observación, el médico no pudo más que certificar la defunción de don Gabriel, acaecida oficialmente a las dieciocho horas cuarenta y dos minutos a causa de una angina de pecho. El hombre sobre cuyas espaldas, y durante casi dos décadas, había recaído la misión de conducir a los españoles por el recto camino hacia la integridad moral, había dejado de existir a los cincuenta y ocho años. Sin duda Dios no quiso exigir a su siervo más esfuerzos de los estrictamente necesarios, recompensándolo con un más que merecido cielo repleto de santos, vírgenes y otras personas de contrastada probidad.

Tal y como su padre hubiese esperado de él, Fernando supo afrontar el doloroso momento con absoluta entereza y resignación cristiana. Dispuesto a organizar el luto con el rigor que la situación exigía, fue anunciando telefónicamente la defunción a todos los familiares y conocidos que pudo encontrar, avisando además a una afamada empresa de pompas fúnebres para que se encargara de los detalles, entre los que se incluyó el traslado al domicilio del finado del féretro de oscura caoba donde fue depositado su cuerpo. Dada la elevada posición política que en vida alcanzó don Gabriel, Fernando y el dueño de la empresa decidieron que el luto se llevara a cabo en los mismos aposentos del finado, convertidos así en la improvisada capilla ardiente donde debía oficiarse el velatorio.

El momento más delicado se produjo cuando Fernando tuvo que avisar del fallecimiento a su madre, doña Patrocinio Montalvo. Esta se encontraba veraneando en la localidad lucense de Vivero, donde la familia poseía una segunda residencia, en compañía de su hija Isabel. Por consejo de Espinosa, el mayor de los Arias Salgado decidió ocultar a su madre el alcance de la desgracia anunciándole sólo que don Gabriel se hallaba gravemente enfermo.

—Pero, ¿cuánto de grave, Fernando? Y no me engañes —preguntó doña Patrocinio desde el otro lado del auricular.

—Según el doctor Garrido..., bastante, le ha dado un dolor muy fuerte en el corazón y no puede levantarse. Mejor que vengas cuanto antes..., si pudieras coger un avión...

Las palabras de Fernando, entrecortadas y sollozantes, apenas lograron ocultar a su madre la realidad de la situación.

—Pero..., ¿un avión dices?, ¿tan urgente es? No es tan fácil encontrar vuelos a Madrid desde Santiago. Bueno, veré qué puedo hacer. Y si no, tendremos que volver en coche..., o en tren.

—Ya procuraré que te pongan un avión, mamá. En cuanto sepa algo, te aviso.

—De acuerdo, hijo, no me moveré de casa. Mientras tanto, Isabelita se encargará de todo, y si no me dices nada en una hora nos pondremos en marcha como sea. Supongo que tu padre no puede ponerse al teléfono...

—No..., está inconsciente.

—Ya... ¿Has avisado a tus hermanos?

—Intentaré dar con ellos. A Gabriel quizá lo encuentre en el campamento, pero a Rafael va a ser más difícil. No sé por qué zona de Francia puede estar.

Poco a poco fueron apareciendo por el domicilio de los Arias Salgado diversas personas entre familiares, amigos y altos cargos del Ministerio de Información y Turismo que habían colaborado con don Gabriel. El primero que hizo acto de presencia fue el hermano de este, el general de brigada don Eduardo Arias Salgado, que se hallaba en capitanía en el momento del deceso. Luego lo hizo Josefina, asimismo hermana del difunto. Tampoco tardó en aparecer el teniente coronel de artillería Juan Ramiro de Carranza, exsecretario de don Gabriel, que acabó coordinando las formalidades para alivio de Fernando, cada vez más abrumado por la situación. Ya algo más tarde llegó don Alejandro Arias Salgado, el otro hermano del difunto, que al veranear en Gredos tuvo que demorar su presencia en el domicilio de este.

En cuanto corrió la noticia, se personaron también en el lugar el nuevo titular del Ministerio de Información y Turismo don Manuel Fraga Iribarne, que llegó acompañado del profesor Adolfo Muñoz Alonso, ex-director general de Prensa, camisa vieja de Falange, procurador en Cortes y viejo colaborador de don Gabriel.

—¡Qué desgracia, Fernando, qué desgracia! Te acompaño en el sentimiento... Pobre Gabriel... —exclamaba Fraga abrazando al hijo de su antecesor con toda la fuerza de la que era capaz—. Del corazón, ¿no?

—Sí, don Manuel...

—Me lo imaginaba. Cuando cenamos hace dos semanas ya le noté yo algo... tocado del corazón. Tu padre me reconoció que sentía ciertos dolores, pero no imaginé que fuera tan grave.

Luego acudirían hasta cuatro ministros más y diversos subsecretarios. Por fin, y para completar el cuadro, sobre las ocho y media de la tarde apareció por la casa mortuoria, avisado de la defunción por Fraga, el capitán general y vicepresidente del Gobierno general Agustín Muñoz Grandes, quien a su vez informó al propio Generalísimo, a la sazón de veraneo en el pazo de Meirás. No tardó en recibirse un telegrama del jefe del Estado dirigido al general Arias Salgado donde podía leerse: «Impresionado por el fallecimiento de su hermano Gabriel, le expreso mi más profundo sentimiento con un abrazo. Generalísimo Franco».

Hacia las diez de la noche, el cadáver de don Gabriel fue depositado en un féretro de caoba con adornos de plata, previamente amortajado con el hábito de los carmelitas. La capilla ardiente se instaló en el despacho del difunto, y todas las emisoras de radio y televisión suspendieron sus emisiones en señal de duelo por la muerte de su antiguo jefe. El propio Fraga anunció el acontecimiento con una sentida nota televisada que decía: «Hoy me cabe el honor y la tristeza de anunciar al pueblo de España la muerte del exministro de Información don Gabriel Arias Salgado, amigo queridísimo que realizó una extraordinaria labor al frente de su ministerio en momentos bien difíciles. Hombre de extremada bondad, su lealtad al Jefe del Estado y a los principios del Movimiento Nacional dirigieron siempre sus actos. Su vida y su espíritu de entrega constituyen ejemplo que nos admirará siempre. Dios lo tenga en su gloria».

Doña Patrocinio se encontraba en esos momentos volando hacia Madrid, acompañada de su hija, en un avión que habían dispuesto especialmente para ella desde el Ministerio del Ejército del Aire. Nada más aterrizar, y ante lo absurdo de seguir manteniendo la mentira urdida por su hijo, se le informó del verdadero alcance de la situación. La viuda supo mantener en todo momento la entereza, pues casi desde el primer instante intuyó lo que realmente estaba sucediendo. En cambio Isabel, su hija, acabó llorando desconsoladamente durante todo el trayecto desde el aeropuerto hasta el domicilio familiar. Al llegar a este, lo primero que hizo la señora de Arias Salgado fue adentrarse en la capilla ardiente y abrazar al cadáver de su esposo, en medio de la profunda emoción de cuantos se hallaban presentes.

El entierro del exministro se produjo a las seis de la tarde del viernes 27 de julio en la iglesia de la Concepción. El féretro fue bajado del domicilio por porteros del Ministerio de Información y Turismo vestidos con traje negro y ribetes dorados. En nombre del Jefe del Estado, que decidió no suspender sus vacaciones, presidió la ceremonia el general Muñoz Grandes, asistiendo además otros siete ministros y múltiples personalidades, así como Nicolás Franco, hermano del Generalísimo. Concluida la misa de corpore insepulto, el cortejo fúnebre se dirigió hasta la sacramental de Nuestra Señora de la Almudena, donde el cuerpo recibió cristiana sepultura después de que varios sacerdotes rezaran sus correspondientes responsos.

El diario ABC cubrió el funeral ofreciendo todo lujo de detalles, aunque añadiendo a las dos páginas dedicadas a la noticia una serie de anuncios que, de haberlos leído, habrían provocado que el difunto se revolviera en su tumba. El rotativo se caracterizaba precisamente por contener una elevada dosis de publicidad, por lo que aquella falta de tacto seguramente pasó desapercibida para la mayoría de los lectores.

Uno de los anuncios tenía por objeto promocionar el desodorante Varón Dandy, eficaz en cualquier momento del día y de la noche: «Cuando el calor agobia, el Desodorante VARÓN DANDY es el mejor resguardo para su perfecta higiene personal. Es el toque definitivo que le dará está sensación de seguridad ante los demás. Nadie se dará cuenta de que lo usa (...), pero puede que lo noten si no lo usa. Puede aplicarse a cualquier parte del cuerpo».

La segunda cuña publicitaria anunciaba los estrenos teatrales del momento: «Las de Caín.Los problemas, las inquietudes, las ambiciones de las chicas de 1902». Le seguía «Pisito de solteras. Como piensan, trabajan y desenvuelven sus vidas las chicas de 1962 (...). Comedia alegre y divertida para la juventud actual. Autor: Jaime de Armiñán. Dirección: Cayetano Luca de Tena. La mejor butaca: 30 pesetas».

SOR INTRÉPIDA

(Rafael Gil, 1952)

Conviene tener mucho cuidado con este directorcillo, antiguo colaborador con la horda roja del Frente Popular, que aunque en Sor Intrépida nos quiso contar la historia de una mujerzuela que acaba redimiéndose en un convento, en el pasado perpetró engendros comunistoides como La calle sin sol y Una mujer cualquiera. Además, muestra preferencia, como es el caso, por incluir entre sus actores al marxista declarado Francisco Rabal, hijo de un represaliado que acabó realizando trabajos, creo que forzosos, en Cuelgamuros. Estoy prácticamente seguro de que ambos forman pareja formal de pederasta activo (Gil) y sodomita pasivo (Rabal). Observando el rostro de Rabal tal y como aparece en la película Sor Intrépida, ataviado como un vulgar eunuco de rasgos arábigos, sobran las palabras. Y no contento con ello, el mismo Gil ha estrenado este año otra cinta donde se le ve aún más el plumero. Me refiero a El beso de Judas, en la que Rabal encarna a un centurión romano mostrando pectorales. Además, El beso de Judas, como su propio nombre indica, trata de besos entre hombres. Más claro, agua. (De las Notas sobre la conspiración judeomasónicocomunista —y sodomita— en el cine español.)

Acompaña a la nota un fotograma de Sor Intrépida con la imagen del referido actor (izquierda), junto a otro del mismo Rabal ataviado de romano en El beso de Judas (derecha).

Pero, ¿quién era exactamente Gabriel Arias Salgado, el hombre que acababa de ser enterrado? Como ya hemos dicho, la misma noche del jueves en que falleció, Manuel Fraga Iribarne informó en televisión del suceso, ofreciendo además una breve biografía del finado. Biografía que, con apenas cambios, se había ido repitiendo en la prensa desde años atrás, cuando Arias Salgado comenzó a destacar en las estructuras políticas del régimen franquista inmediatamente posterior a la guerra civil. La Vanguardia del día 27 la exponía en los siguientes términos:

Paradigma de la eficacia

La muerte ha truncado dolorosamente la trayectoria vital de don Gabriel Arias Salgado y de Cubas en el momento en que su alto talento y su entusiasmo patriótico prometían una fecunda suma de servicios y aportaciones a la grandeza de España, de la cual fue siempre un enamorado y fervoroso servidor. El señor Arias Salgado, nacido en Madrid el 3 de marzo de 1904, en el seno de una ilustre familia de marinos, acreditó desde la mocedad una ardiente vocación humanística que le hizo despuntar precozmente en los estudios literarios. Tras cursar el bachillerato en el Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, se graduó en Humanidades clásicas y ganó el doctorado en Filosofía con las más brillantes calificaciones. Toda la vida sería fiel a la formación literaria recibida y acreditada en su pensamiento y en su conducta la profunda impregnación que habían dejado en su espíritu las letras clásicas, cuya honda y ponderada serenidad se armonizaron a maravilla con las ejemplares prendas de carácter del ilustre finado. También cursó el señor Arias Salgado los estudios de Derecho en las Universidades de Murcia y Salamanca.

Primeros cargos

Desde la juventud había militado en los grupos más decididamente patrióticos y más rotundamente contrapuestos al avance marxista en nuestra Patria, y por lo mismo, al sobrevenir el Alzamiento, fue perseguido por los rojos, quienes al cabo le encarcelaron. Tras un año de cautiverio, logró pasar a la zona nacional en 1937, donde puso en movimiento inmediatamente el máximo ardor y laboriosidad para sumarse al esfuerzo de la Cruzada. Una de las tareas desarrolladas por el señor Arias Salgado en tales años fue el desarrollo y mejora en términos admirables del semanario Libertad, fundado en Valladolid por Onésimo Redondo, al cual convirtió en diario, dotándole de todos los atributos de gran periódico. Más tarde fue nombrado gobernador civil y jefe provincial del Movimiento en Salamanca, donde desenvolvió una amplia y fecunda labor de grato recuerdo, durante cuatro años de desvelos.

Vicesecretario de Educación Popular

Comenzaría luego la etapa más intensa y notoria de su ejecutoria de servicios a España, cuando fue nombrado vicesecretario de Educación Popular y delegado nacional de Prensa y Propaganda. Durante esta fase, pasarían a adquirir estructuración definitiva y amplificación extraordinaria todos los servicios de información y orientación de la opinión pública, no sólo por virtud de la laboriosidad incansable del llorado exministro, sino también por el celo que le animaba para darles toda la prestancia administrativa y política a que eran acreedores. Comenzaría entonces el señor Arias Salgado a concebir, desarrollar y exponer su doctrina de la información —plasmada en diversos textos y discursos— donde lucirían su profunda formación jurídica y literaria, su puntual noticia de la realidad profesional y su alto concepto del servicio de los medios de información al bien común.

Junto a esta trayectoria de servicios, deben rememorarse otros desplegados en diversos ramas de la Administración, tales como su gestión de secretario en las Cortes Españolas (1946) y su tarea como secretario de Ordenación Económico-Social de las provincias españolas en la Presidencia del Gobierno en la que desarrolló el éxito de programar sistemática y armoniosamente sus actividades de reconstrucción y desarrollo de cada una.

Creación del Ministerio de Información y Turismo

El impulso infundido por el entusiasmo del ilustre extinto a la Vicesecretaría de Educación Popular condujo a que se crease el 19 de julio de 1951 el Ministerio de Información y Turismo del cual fue el primer titular. Suponía este ensanchamiento de las tareas y atribuciones del anterior organismo un señalado éxito para las directrices del señor Arias Salgado, junto con una multiplicación de responsabilidades y obligaciones a las que hizo frente animosamente. A su iniciativa personal corresponderían una serie de iniciativas que harán historia en la vida pública española: la definitiva estructuración de Radio Nacional, la implantación de la televisión en España, la creación del noticiario NO-DO, el resuelto apoyo a los Ateneos de Madrid y Barcelona, la fundación de la Escuela Oficial de Periodismo, la Hemeroteca Nacional, el Hogar-Escuela para Huérfanos de Periodistas, la construcción del nuevo edificio del ministerio, por citar sólo las que momentáneamente nos vienen a la memoria dentro de un repertorio mucho más extenso. Efusivamente compenetrado con la clase periodística, el exministro cuya muerte lamentamos estuvo presente en los Congresos Nacionales de Prensa, dedicándoles trascendentales discursos, y respaldó, sinceramente, todos los esfuerzos encaminados al auge profesional de la misma.

Con no menos sensibilidad y diligencia estuvo presente el señor Arias Salgado en todo el proceso de desarrollo y fomento del movimiento turístico, que adquirió gran impulso desde su incorporación al ministerio nuevamente fundado. Las oficinas españolas de turismo en el extranjero, las publicaciones editadas, la tarea de captación de apoyos y voluntades dentro y fuera, de España, tuvieron siempre en él un valedor y un promotor de máximo empuje. Lo propio puede decirse respecto del cine y el teatro españoles, que recibieron pruebas directas de su celo y preocupación, entre las cuales puede anotarse la creación y rápido desenvolvimiento de los «Festivales de España».

Antes que una biografía en el sentido estricto del término, aquella nota más parecía una hagiografía perfectamente acorde con la retórica del momento. Sin embargo, para muchos intelectuales españoles que tuvieron que padecerla, la etapa de Arias Salgado como ministro de Información y Turismo representó la década más triste de la cultura española de aquel tiempo. Porque, en realidad, y para decirlo lisa y llanamente, Arias Salgado fue durante bastantes años, tanto en su etapa como vicesecretario de Educación Popular como en la de ministro, el último responsable de la censura en España. Su educación jesuítica y ultracatólica —no en vano había estudiado en el seminario menor de San Ignacio de Loyola, ubicado en Ciudad Real, y bien cerca anduvo de ordenarse sacerdote—, más que su adhesión a Falange Española, posterior a su primera vocación eclesiástica, constituiría el elemento esencial de toda su trayectoria vital, marcada por una profunda religiosidad y un integrismo moral a prueba de cualquier tentación. Tendremos sobradas ocasiones de comprobarlo.

LA CARTA

(The Letter, William Wyler, 1940; estreno en España en 1948)

Película de intriga y crimen con algunas gotas de cine judicial. Su argumento resulta bastante banal, aunque debería haberse tenido en cuenta a la hora de su estreno en nuestro país que su director, William Wyler (en origen Wilhelm) es un judío alsaciano que emigró a los Estados Unidos en 1921 para sumarse a la conspiración internacional masónica. Destaco además que la protagonista, Bette Davis, apoyó al Frente Popular en su país, por lo que deberíamos poner más atención a la hora de seleccionar subproductos extranjeros destinados a estrenarse en nuestro país, considerando no sólo su temática y catalogación moral, sino también el total de las personas que han intervenido en su realización. Incluyo dos programas de mano, en los que puede observarse que el editado en España cuando se estrenó la película resulta mucho más moralizante y adecuado que su original norteamericano, ya que en aquel se ha suprimido la lasciva imagen de los hombros desnudos de la protagonista. (De las Notas sobre la conspiración judeomasónicocomunista —y sodomita— en el cine español.)

Acompañan a la nota los dos programas de mano mencionados.

Hacia las diez de la noche todo había concluido.

Para Fernando Arias Salgado, una vez en el hogar familiar, fue como si hubiera despertado de un largo sueño. La ceremonia se había prolongado durante casi cuatro horas, con discursos, rostros graves, pésames que llegaban de gentes desconocidas, funcionarios, sacerdotes, uniformes de todo tipo, altos cargos, familiares y..., aquel individuo que le había abordado durante unos instantes envuelto en un aura de misterio, aprovechando uno de los escasos momentos en que nadie estaba a su lado para lamentar tan terrible pérdida e infundirle ánimos.

—Fernando, tú no me conoces pero yo a ti sí. Tu padre me hablaba a menudo de ti, siempre elogiando tu amor por España. No tengo intención de importunarte en tan dolorosos momentos, sólo quiero hacerte entrega de una carta para que la leas con calma, cuando estés en casa. La redacté ayer en cuanto me enteré del fallecimiento de don Gabriel, y pensé que tú eras la persona más indicada para recibirla y leerla. En ella te explico unas cuantas cosas, aunque..., bueno, ya la leerás. Ahora te dejo, no conviene que me vean demasiado por aquí.

El desconocido, que ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol, le entregó un sobre y al instante se perdió entre la multitud que abandonaba la iglesia, como el humo de un cigarrillo cualquiera en un salón de billares. Fernando apenas pudo verle la espalda, y ahora, una vez en su hogar, era incapaz de describir ni uno solo de sus rasgos particulares. Su mente no conservaba el menor fragmento de su aspecto, y de hecho, ni siquiera estaba seguro de que llevara barba o bigote.

Su madre, los hermanos y los tíos se distribuyeron por el amplio domicilio buscando un momento de reposo y tranquilidad. Mientras los hermanos del difunto charlaban en privado, los hijos y las cuñadas acompañaban a la viuda intentando ofrecer consuelo, a pesar de que doña Patrocinio tampoco parecía necesitarlo. En todo momento había mostrado una enorme entereza, manteniéndose serena y sin derramar ni una sola lágrima durante la ceremonia. Hacia las once, cada cual regresó a su hogar, mientras que en el domicilio de los Arias Salgado todos fueron retirándose a sus habitaciones, uno a uno, después de comprobar que la señora del lugar continuaba más o menos tranquila y emocionalmente estable.

Una vez en el lecho, Fernando no se sintió con ánimo para leer la carta del desconocido y prefirió intentar dormir un poco. Desde que falleció su padre, hacía de ello más de treinta horas, no había podido conciliar el sueño, y su organismo se encontraba agotado. En aquellos tristes momentos, lo único que deseaba era descansar.

El sábado siguieron llegando telegramas de pésame desde los más variados lugares del mundo. Doña Patrocinio quería regresar cuanto antes a Vivero para continuar con sus vacaciones, argumentando que necesitaba abandonar Madrid. Según afirmó a sus hijos, tanto la ciudad como el domicilio de la calle Hermosilla le recordaban demasiado a su difunto marido. Ahora sólo deseaba ver el mar y aislarse durante unos cuantos días más del bullicio social que, de forma tan inesperada, había caído sobre ella como una losa de mármol. Ya se encargaría su secretario de los trámites derivados de la defunción. Isabel se ofreció a acompañarla de nuevo, y al viaje se sumaron también sus hermanos Rafael y Gabriel. No querían dejar sola a su madre, aunque en realidad lo que pretendían era buscar un poco de paz en la costa gallega. En cuanto a las cuestiones burocráticas relacionadas con asuntos testamentarios, notariales y demás, el abogado de la familia estaba sin duda más capacitado para afrontarlos que cualquiera de los deudos.

Fernando, en cambio, continuó en la capital, al frente de su puesto como asesor del Ministerio de Asuntos Exteriores, cargo que ocupaba acunado por su padre y desde el que pretendía seguir la carrera diplomática. Después de comer, mientras el resto de la familia preparaba su marcha a Galicia, se tumbó un rato, momento en que descubrió la carta entregada por aquel extraño sobre su mesilla de noche. Era el momento de abrirla, por más que Fernando no se sintiera demasiado intrigado por su contenido. En los dos últimos días había leído y escuchado tantos mensajes relativos a su padre, que supuso que aquel debía de ser uno más de los muchos textos de condolencia a él dedicados.

En el sobre no había escrito alguno, nada que permitiese adivinar a quién iba dirigido o la identidad de su remitente. En su interior, en cambio, encontró el joven dos páginas mecanografiadas con sus líneas perfectamente ajustadas y sin tachón alguno, aunque con algún defecto en las letras «e» y «h» sin duda atribuibles a la máquina de escribir. La obra de una persona pulcra y cuidadosa con los detalles. Comenzó a leer distraídamente, esperando encontrar las típicas frases banales que la situación propiciaba, aunque a las pocas palabras comprendió que sus suposiciones estaban completamente equivocadas.

Querido Fernando. Permíteme la confianza de tutearte porque, aparte de ser mucho más joven que yo, te conozco bastante mejor de lo que crees. Tu padre, Dios lo tenga en su gloria, me habló mucho de ti, destacando ante todo tu faceta de buen patriota. De ahí que me haya decidido a dirigirte estas líneas para que, una vez leídas, actúes en consecuencia.

Conocí a tu padre hace ya bastantes años, poco después de que concluyera nuestra gloriosa Cruzada contra la horda marxista, masona y sodomita. A partir de entonces, él, ocupando diversos cargos de responsabilidad, y yo, a mi vez, actuando desde puestos que preferiría no mencionar, hemos dedicado enormes esfuerzos para desenmascarar la perniciosa labor que los enemigos de España han ido llevando a cabo sobre todo en el mundo del cine, destinada a perjudicar el Glorioso Régimen que nuestro Caudillo logró imponer sobre todos nosotros tras derrotar a la pelagra roja. Una derrota que nunca ha sido completa, porque la hidra tiene la capacidad de reproducirse incluso en las situaciones más extremas.

Nuestra lucha ha sido tenaz. A medida que le iba proporcionando datos sobre el alcance de aquel contubernio, oficializados en lo que yo vine a llamar genéricamente «Notas sobre la conspiración judeomasónicocomunista —y sodomita— en el cine español», don Gabriel actuaba en consecuencia siempre con una eficacia que nos permitía ir por delante de nuestros enemigos. Hubo, sí, y conviene reconocerlo, errores, que en absoluto deben ser atribuidos ni a tu padre ni a mi persona, sino a la caterva de funcionarios sodomitas, latentes o declarados, que debían poner en marcha las medidas adoptadas. Como el mal nacido aquel que el año pasado subió a recoger la Palma de Oro concedida en Cannes al engendro titulado Viridiana, destituido fulminantemente por tu padre. Sin embargo, el mal ya estaba hecho, e imagino que ya conocerás las consecuencias. Nuestro Glorioso Régimen de Paz en boca de todos esos periodistas extranjeros influidos o afines a la conspiración judeomasónica. En su momento ya advertí a don Gabriel de que no tirara adelante con un proyecto que rezumaba maldad por todos sus poros, aunque él, colmado de una bondad que en ocasiones, todo hay que decirlo, rozaba la ingenuidad, depositó su confianza en aquella sibilina serpiente que acabó permitiendo la filmación y, no satisfecho con ello, la presentó nada menos que al festival de Cannes, ese antro de perversión que sobradamente conocerás. Un desastre. Desde entonces, hemos sido el hazmerreír de medio mundo.

Volvamos no obstante a lo nuestro. A lo largo de esos años de colaboración, tu padre fue acumulando numerosas notas e informes que yo le iba entregando para que actuara en consecuencia. A modo de paréntesis, te diré que es preferible que desconozcas mis fuentes, como las desconoció don Gabriel aunque siempre se fiara de mí. Me consta que él las guardaba en una caja fuerte de su despacho en el ministerio, y que cuando fue destituido —porque esa es la palabra que define lo que sucedió, destitución, nada de simple relevo o sustitución, sin duda provocada por sus enemigos—, las llevó consigo a su domicilio al considerar que su sustituto no parecía muy dispuesto a continuar con nuestro proyecto. Que no es otro, ya te lo dicho, que desenmascarar los entresijos de la conspiración rojo-judaica en el cine español.

Imagino que no te costará demasiado dar con ellas. Así que en cuanto las tengas en tu poder, podrás guardarlas celosamente hasta que lleguen mejores tiempos o simplemente entregarlas al fuego, habida cuenta de que yo guardo copia de cada una de ellas y nada se perdería si las destruyeras. Vivimos momentos de incertidumbre, y no conviene que salgan a la luz datos que podrían ser utilizados por nuestros enemigos para desacreditarnos de nuevo. Así que dejo en tus manos la decisión sobre qué hacer con ellas porque, al igual que tu padre, confío plenamente en ti. Lo esencial es que no caigan en malas manos que quieran aprovecharse de esas notas para hacer daño a nuestro país.

Y eso es todo, Fernando. Te saludo con el brazo en alto, como solíamos hacer los viejos camaradas en aquellos gloriosos tiempos que hoy parecen irremisiblemente perdidos.

MK, miembro del Servicio Secreto Internacional (al igual que ocurrió con tu padre, y siempre en beneficio de la Patria, prefiero mantener oculta mi identidad).

¿Servicio Secreto Internacional? Lo primero que Fernando se preguntó fue si aquel escrito no era más que una disparatada broma perpetrada por alguien que pretendía burlarse de él, de un individuo tan falto de consideración que ni siquiera respetaba el dolor provocado por la pérdida de un padre. Sin embargo, sintiendo que la imperiosa necesidad de dormir le dominaba, decidió no pensar más en ello y se acomodó en la cama con la evidente intención de no despertar hasta pasado un buen rato. Tiempo habría para comprobar si todo lo que se decía en la nota era cierto.

Más tarde, después de un par de horas de sueño y la despedida familiar, cuando en la casa ya sólo quedaban los criados, Fernando volvió a leer la carta con más tranquilidad. Al concluir, decidió que no costaba nada echar un vistazo en el despacho de su padre para comprobar si realmente estaban allí las mencionadas notas.

La estancia que don Gabriel siempre había considerado su recinto privado, y que de hecho se convirtió en el lugar donde fue velado su cadáver, se encontraba en la otra punta del piso, aislada del resto de salas y habitaciones. Se accedía a ella a través de un largo pasillo decorado con retratos familiares y fotografías del difunto ministro posando junto a ilustres personalidades, desde el Caudillo hasta obispos y cardenales. Fernando recordó que en cierto momento había colgado allí una instantánea enmarcada en la que aparecían su padre y otros dos altos cargos de Falange, los tres con el uniforme del partido, charlando con el jefe de la prensa del Reich alemán Otto Dietrich. Un recuerdo de la visita que don Gabriel realizó a Berlín a comienzos de 1943, poco antes de la derrota alemana en Stalingrado, formando parte del séquito que acompañó al ministro José Luis Arrese. Durante su entrevista con Dietrich, que se formalizó el 23 de enero, Arias Salgado propuso que el nuevo congreso de la unión de asociaciones de periodistas se celebrara en España, idea bien acogida por su homólogo alemán. Sin embargo, dicha foto llevaba ya mucho tiempo desaparecida; alguien se la llevó sin más, y Fernando nunca se interesó demasiado por recuperarla.

El despacho era amplio y repleto de muebles clásicos de oscura caoba, algo abarrocados y en su mayoría repletos de libros y archivadores. Sobre la amplia mesa, bajo un decorativo crucifijo de plata engarzado en una piedra irregular de color azul verdoso, un enorme cartapacio de cuero negro donde Fernando sólo encontró papeles en blanco. Tras un primer vistazo, el joven descubrió, en un rincón, una suerte de bargueño rematado con una pequeña balaustrada que simulaba un edificio en miniatura. En su parte superior, multitud de pequeños cajones parecían ocultar cualquier cosa siempre que fuera de escaso tamaño, mientras que en la inferior sólo se apreciaba un espacio cerrado con una amplia puerta de dos alas. Intentó abrirla, pero fue incapaz por estar cerrada con llave. Fernando se dirigió de nuevo a los cajones de la mesa y en uno de ellos descubrió un enorme llavero circular cortado y con los extremos superpuestos del que colgaban varias piezas metálicas. Fue probando con cada una de ellas hasta que la cuarta le permitió acceder al compartimento inferior del bargueño. En su interior encontró dos cajas archivadoras, cada una de ellas numerada en el lomo, donde además se encontraba adherido un ancho tejuelo en el que podía leerse: «Notas, informes y consideraciones sobre la conspiración cinematográfica». Abrió la marcada con el número dos, clasificada además con la indicación «periodo ministerial», y en su interior descubrió unas treinta carpetas de cartulina color crema, algo descoloridas, cada una de ellas conteniendo sobres, hojas escritas y otros documentos con sus bordes amarillentos. Fernando supuso entonces que había dado con la documentación mencionada en la carta y que, por tanto, lo que en ella se afirmaba sobre la referida documentación, si no todo, al menos en parte podía ser verdad.

Extrajo la primera carpeta y comprobó que en su exterior se incluía un título escrito con enormes y decorativas letras trazadas a plumilla, como en un ejercicio de caligrafía. Lo que en él se indicaba no podía ser más significativo: «Priapismo sodomita en el cine». Cada vez más invadido por la curiosidad, abrió lo que parecía todo un expediente sobre tan peculiar temática y encontró varias hojas de características y tamaños distintos. Algunas estaban redactadas a máquina, otras a mano, y las más pequeñas parecían programas cinematográficos como los que se repartían en las salas de cine cuando se producía algún estreno.