Novelas ejemplares - Miguel Cervantes De Saavedra - E-Book

Novelas ejemplares E-Book

Miguel Cervantes de Saavedra

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Beschreibung

La gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El licenciado Vidriera, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros son las Novelas ejemplares que se encuentran en este volumen; en cada una de ellas se tipifica la idiosincrasia del pueblo español de ese momento: la crisis del feudalismo, la situación religiosa, las secuelas de la inquisición, los problemas de las migraciones, el desempleo, entre otros aspectos. También se encuentran los rasgos literarios de un Cervantes que ya ha explorado su genio en la primera parte de El Quijote y que transita a la madurez genial de la segunda. Un clásico lleno de humor, enredos y reflexiones que presentan lo mejor de la literatura del Siglo de Oro.

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Segunda edición, junio de 2020

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,

abril de 1997

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30. Tel.: (571) 3649000

www.panamericanaeditorial.com

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá, D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julian Acosta Riveros

Diagramación

CJV Publicidad y Edición de libros

Diseño de carátula

Jairo Toro

ISBN Impreso: 978-958-30-6014-4ISBN Digital: 978-958-30-6474-6

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28. Tels.: (57 1) 4302110-4300355

Fax: (57 1) 2763008

Bogotá, D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Contenido

Prólogo

Dedicatoria

Prólogo del autor

La gitanilla

Rinconete y Cortadillo

El licenciado Vidriera

El celoso extremeño

La ilustre fregona

Las dos doncellas

El casamiento engañoso

Coloquio de los perros

Cronología

Prólogo

Si bien por la famosa historia de El ingenioso hidalgo... se ha llamado a su autor el príncipe de los ingenios, no es menos cierto que en el resto de su obra, menos conocida, hay también abundantes muestras de su genialidad. Entre esa otra producción se encuentra una colección de narraciones publicadas en 1613, entre la primera y segunda parte del Quijote, con el título Novelas ejemplares.

En la dedicatoria al conde de Lemos, el propio Cervantes habla de doce cuentos, pero es importante saber que en la lengua italiana (cuya cultura literaria ejerció influencia sobre él) la palabra novella era aplicable a relatos imaginarios, cuentos breves, historias, historietas y novela; por eso, nuestro autor dice en el prólogo que él es el primero en «novelar» en lengua castellana.

Muchos estudiosos de la obra de Cervantes creen encontrar en Novelas ejemplares relación con El decamerón de Boccacio, autor italiano del siglo XIV; pero más que esto, sobresale en ellas la idiosincrasia española, producto de la historia, algunos enlaces culturales con la literatura oriental y las experiencias de su historia personal.

Nace Miguel de Cervantes Saavedra en la ciudad de Alcalá de Henares (España), cercana a Madrid, en 1547. Fue discípulo de López de Hoyos, gran humanista y maestro, quien posteriormente lo dio a conocer como poeta y por cuyo intermedio fue nombrado camarero, en Roma, del cardenal Acquaviva. A raíz de este trabajo, tiene la oportunidad de viajar a Italia y de conocer, de primera mano, la literatura de ese país. Sin embargo, sus enemigos lo llamaban ingenio lego, a causa de que no podía exhibir títulos, puesto que no había finalizado los estudios superiores.

Se vivía un periodo de guerras en la vieja Europa; en 1570, Cervantes deja Roma y el palacio del cardenal y se alista como soldado. En 1571, una herida de arcabuz, en la batalla de Lepanto, le inutiliza el brazo izquierdo, por lo cual comenzó a llamársele el manco de Lepanto. Combate luego en las batallas de Navarino, Corfú, Túnez y La Goleta y vuelve a Italia. Posteriormente, en 1576, cuando retornaba a España junto con su hermano Rodrigo, el navío en que viajaban es atacado por piratas berberiscos (del norte de África); es apresado y conducido cautivo a Argel. Durante cinco años intentó fugarse varias veces por lo que el precio que se pedía por su rescate era cada vez mayor; se necesitaron muchos esfuerzos de su familia (de escasos recursos) y de buenos e influyentes amigos para que fuera liberado cuando estaba listo para ser enviado a Constantinopla con su amo Hasán.

En 1582, residente otra vez en Madrid, va a estudiar a la Universidad de Salamanca, y en 1584 contrae matrimonio con Catalina de Salazar. Responsable ya de su propia parentela, inicia una serie de intentos fallidos por estabilizarse económicamente: obtuvo el cargo de Proveedor de la Armada, pero al rendir mal las cuentas es encarcelado. La fortuna no le acompaña; se dice que hasta sus vestidos los compraba a crédito, y en los años siguientes es excomulgado y encarcelado nuevamente cuando se le descubre apropiándose de bienes eclesiásticos y cuando quiebra, por desfalcos, el banco para el cual trabajaba en Granada.

En 1590 solicita ir a América; no se le concede este deseo y se emplea, entonces, como recaudador de impuestos. Se le acusa de malversar fondos y va de nuevo a la cárcel. Como a pesar de su desdichada vida sacaba tiempo para escribir, en 1592 firma, por primera vez, un contrato para realizar media docena de comedias. Aún así la mala estrella parece perseguirlo, pues en 1603 es llamado a Valladolid para defenderse en causa que se le sigue por desfalco al tesoro. Sin embargo, en este viaje conoce al editor don Francisco de Robles quien, en 1604, lograría el privilegio de la publicación de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha.

En 1605 aparece el famoso libro y Cervantes, ya conocido y alabado como su autor, se ve envuelto —junto a otros parientes— en una acusación por homicidio. Y a medida que crece su fama como escritor comienza a tener enemigos entre la gente de letras. Hacia 1608 está de nuevo en Madrid, y en 1610 le solicita al conde de Lemos, su protector y amigo, que lo lleve con él a Nápoles. No complacido con esto, y soportando aún penurias económicas, ingresa en 1609 a la Cofradía del Santísimo Sacramento, y en 1613 —año en que aparecen las Novelas ejemplares, y El Quijote es traducido al inglés— toma el hábito de la Orden Tercera de San Francisco.

En 1614, dedicado ya a la vida monástica y a la creación literaria, escribe poesía y publica Viaje del Parnaso. Se entera, entonces, de que ha sido editada la «continuación» del Quijote, compuesta por Alonso Fernández de Avellaneda, lo cual lo obliga a escribir la segunda parte de El ingenioso hidalgo... que publica en 1615, además de ocho comedias y ocho entremeses.

En 1616, gravemente enfermo y en la misma pobreza en que siempre vivió, muere en Madrid luego de firmar para el conde de Lemos la dedicatoria de Persiles y Segismunda.

La anterior es una biografía mínima necesaria para comprender el porqué de la temática y del estilo de la obra narrativa de Cervantes, en la cual Novelas ejemplares ocupa un lugar destacado por el vigor costumbrista y la intencionalidad social que se esconden en estos cuadros de la vida real.

Las llamadas Novelas ejemplares fueron doce, de las cuales se presentan, en esta ocasión, ocho para los lectores jóvenes. Tres, escritas probablemente entre 1600 y 1603 (El licenciado Vidriera, La ilustre fregona y Las dos doncellas), parecen corresponder a la influencia de la novela italiana y de los típicos cuadros de costumbres; cuatro, escritas tal vez entre 1604 y 1606 (Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros), denotan una transición de su autor hacia la novela de intención crítico-social; y, finalmente una, La gitanilla —la más conocida de todas y escrita posiblemente después de 1609— constituye una mirada también más crítica de la España de su tiempo en cuanto concierne al papel de la mujer y al problema de los gitanos en su país.

La gitanilla trata de la historia de Preciosa, una joven bella, inteligente y graciosa que es la consentida de su familia de gitanos, educada por ellos y especialmente por su abuela en todas las artes de la gitanería, y famosa por sus habilidades para cantar y bailar, y de quien se enamoran un poeta y un noble. Este último deja familia y fortuna y cambia de nombre por hacerse a la vida de los gitanos, cumpliendo todas las condiciones impuestas para ser así aceptado por su amada. Al final de todas las pruebas y de muchas aventuras, se sabe que Preciosa es hija también de nobles a quienes les había sido raptada por la anciana que la crio y se realiza la unión con don Juan de Cárcamo, su pretendiente, que por merecerla había vivido como gitano bajo el nombre de Andrés Caballero.

Pero la historia no es más que una ventana para ver más hacia el interior de la vida humana y de la España de Cervantes, en la que ya se discriminaba a los gitanos, quienes se las ingeniaban para burlar las leyes humillantes de la corona. Algunos estudiosos encuentran, además, que La gitanilla muestra que lo que somos depende no tanto de las circunstancias en que venimos al mundo sino de aquellas en que se forma nuestra personalidad.

Como en otras de sus novelas, Cervantes introduce aquí abundantes muestras de su talento lírico en distintos poemas y romances que forman parte de la narración.

Rinconete y Cortadillo es, para muchos especialistas, una realización excelente de la picaresca aunque le falte el típico vagabundeo que caracteriza al género. Es la historia de dos jóvenes pícaros —Pedro del Rincón y Diego de Cortado— que se conocen camino de Andalucía y en Sevilla se «gradúan» de rufianes al convivir con lo más representativo del hampa de aquellos tiempos. Sevilla, como escenario, y Monipodio, como el maestro de rateros y bandidos, constituyen aquí, como dice Mirta Aguirre1, el cruce de todos los caminos, porque en ellos confluyen y conviven la vieja ladina pero santurrona, el correveidile, el alguacil cómplice, el chulo, las mujeres de vida alegre, el muchacho mandadero, el viejo soplón, los ladrones que se inician y el joven de barrio, bien vestido, que paga para que agredan físicamente a su enemigo.

Cervantes logra en esta obra —a pesar de la dureza de la realidad a la que apunta— una deliciosa recreación de ese mundo del hampa a través de personajes que hablan sentenciosa y solemnemente como si fueran caballeros. Pero hay, a la vez, una importante valoración del habla popular y del lenguaje de la calle que permiten conocer en profundidad la personalidad de sus protagonistas. Por eso es, entre las novelas anteriores a ElQuijote, una de las que más se aproxima a este.

El licenciado Vidriera cuenta la historia de Tomás Rodaja, un hijo de labradores, quien deseoso de estudiar para llegar a ser alguien importante lo sacrifica todo a la inteligencia sirviendo a quienes le llevan a la universidad hasta licenciarse en leyes. Sin embargo, termina enrolándose como soldado en las guerras de su patria.

Son muchas las peregrinaciones y los sucesos en los que se involucra Tomás hasta que, luego de beber el hechizo dado por una mujer, pierde la razón y comienza a creerse hecho de vidrio; esto origina su apodo de licenciado Vidriera.

Como en Don Quijote, aparece aquí el loco como protagonista y también la ironía de que el trastorno de la mente no le impide razonar y, por el contrario, le agudiza el ingenio. De ahí la sabiduría expresada en los diálogos que sostiene con distintos personajes acerca de la poesía como ciencia, del destino del escritor y de otras tantas cosas de la vida cotidiana y de las preocupaciones fundamentales del ser humano. Al final, recobrada la razón, descubre que si antes podía vivir bien como loco, siendo cuerdo corre el peligro de morirse de hambre.

El celosoextremeño constituye, según varios especialistas, una adaptación moderna del cuento literario tradicional donde el viejo celoso que cuida exageradamente a su mujer joven termina traicionado por esta. Pero más que la del viejo hidalgo Filipo de Carrizales se destaca, quizá, la figura de Loaiza, el típico pícaro vividor, hijo de familia rica pero pervertido por el ambiente y quien se las arregla para seducir a la mujer casada a la que ni siquiera ha visto. Nuevamente, Cervantes introduce entre los personajes de sus relatos a los discriminados: el negro descendiente de esclavos (representado en Luis), a quien se lo soborna aprovechando sus impulsos artísticos, y una portuguesa (Guiomar), en quien muestra las desventajas que en España implicaba su etnia.

Algunos piensan que esta novela expresa la censura cervantina a los matrimonios desiguales y el rechazo de su autor a los homicidios por cuestión de honor. Ello porque al final Leonora, la esposa seducida, reniega del amante y entra en el convento cuando muere su marido engañado quien, en cambio de cobrar venganza, decide que a su fallecimiento la mujer se case con el seductor para reparar así el hecho de haberla desposado en edad en que podría ser su abuelo.

La ilustre fregona cuenta una historia muy parecida a la de La gitanilla. La protagonista tiene, incluso, el mismo nombre de cuna (Constanza) y fue también separada del hogar paterno desde muy niña. Vive igualmente adoptada en un hogar modesto y es, asimismo, culta, bella y recatada y se enamora de un caballero noble que no vacila en abandonar su condición para convertirse, por ella, en ayudante de posada. Al final hay también un desenlace feliz; solo que la linda fregona es un personaje pasivo, comparado con Preciosa. Hay, sin embargo, más humor en este relato y se acerca más (especialmente por los personajes masculinos) a obras de la picaresca como el Lazarillo de Tormes, El buscón y RinconeteyCortadillo.

Las dos doncellas es otra historia de amor protagonizada esta vez por dos jóvenes mujeres (Teodosia y Leocadia), quienes disfrazadas de varones huyen del hogar paterno en busca del hombre que las burló —y al cual aman—, con el fin de recuperar su honra. Se cree que esta novela es anterior al Quijote y que en ella se prefiguran muchos de los personajes que aparecerán en este; por ejemplo, el mesonero, antecesor de Sancho Panza, y «El mancebo de lo verde», antecesor de «El caballero del verde gabán». Como en todas las obras de Cervantes, se evidencia aquí el trasfondo histórico y cultural de España materializado en los roces político-militares entre Castilla y Aragón (la pelea en el puerto de Barcelona) y el tema muy español de la honra y el honor.

El casamientoengañoso es la historia de mutua estafa entre el alférez Campuzano y Estefanía, mujer de dudoso proceder, a quien desposa por interés y que, a su vez, se aprovecha de él. Los hechos de este engaño son relatados por el soldado al licenciado Peralta, paisano suyo, cuando regresa convaleciente y humillado, y constituyen la introducción para El coloquio de los perros, con el cual se enlaza, presentándola el alférez como uno más de los sucesos —este maravilloso— que vivió en el Hospital de la Resurrección (de Valladolid) durante su convalecencia.

El coloquio de los perros es el último de esta serie de relatos, donde Cipión y Barganza, dos canes guardianes del hospital antes mencionado, descubren que han sido dotados por una noche del poder de hablar y deciden, entonces, contarse sus vidas. Entre las Novelas ejemplares esta es, sin duda, una de las que más ha dado que hablar. Algunos reconocen aquí elementos autobiográficos, como los temores y creencias de la España del Siglo de Oro, influida de la España medieval por las hechicerías, maleficios, conjuros y talismanes; otros la interpretan como una fábula cervantina para hablar de quienes llevan vida de perros en la España de la época. Pero todos están de acuerdo en que el diálogo de los perros constituye una pieza maestra por la fina observación, el colorido y la aguda crítica que realiza acerca de la sociedad y de los hombres; y, como lo afirman Riquer y Valverde, «por lo que podría llamarse la “psicología” de sus interlocutores»2. Cipión es reflexivo, mesurado, y tiene siempre listos máximas y consejos; Barganza es desordenado, parlanchín y bonachón, pero divertido y gracioso en sus relatos: «Un perro pícaro que sufre mil perrerías de innumerables y diversos amos, y las relata con una propiedad y una gracia incomparables»3.

Se plantean, pues, en este coloquio —aparentemente desprevenido y fresco— problemas esenciales como la existencia de Dios, la fortuna, la moral, la fantasía creadora; y se retrata allí, como en el mejor Cervantes del Quijote y como en todas las narraciones de este libro, toda la hondura de la condición humana: razón de más para adentrarnos en su lectura.

Carolina Mayorga Rodríguez

Dedicatoria

A D. Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, de Andrade y de Villalba, etc.

En dos errores casi de ordinario caen los que dedican sus obras a algún príncipe. El primero es que en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser breve y sucinta, muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella en traerle a la memoria, no solo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes, amigos y bienhechores. Es el segundo decirles que las ponen debajo de su protección y amparo, porque las lenguas maldicientes y murmuradoras no se atrevan a morderlas y lacerarlas. Yo, pues, huyendo destos dos inconvenientes, paso en silencio aquí las grandezas y títulos de la antigua y Real Casa de Vuestra Excelencia, con sus infinitas virtudes, así naturales como adquiridas, dejándolas a que los nuevos Fidias y Lisipos busquen mármoles y bronces adonde grabarlas y esculpirlas, para que sean émulas a la duración de los tiempos. Tampoco suplico a vuestra excelencia reciba en su tutela este libro, porque sé que si él no es bueno, aunque le ponga debajo de las alas del hipogrifo de Astolfo y a la sombra de la clava de Hércules, no dejarán los Zoilos, los Cínicos, los Aretinos y los Bernias de darse un filo en su vituperio, sin guardar respeto a nadie. Solo suplico que advierta vuestra excelencia que le envío, como quien no dice nada, doce cuentos, que a no haberse labrado en la oficina de mi entendimiento, presumieran ponerse al lado de los más pintados. Tales cuales son, allá van, y yo quedo aquí contentísimo por parecerme que voy mostrando en algo el deseo que tengo de servir a vuestra excelencia como a mi verdadero señor y bienhechor mío. Guarde nuestro Señor, etc. De Madrid a 13 de julio de 1613.

Mirta Aguirre. La obra narr Criado de vuestra excelencia,

Miguel de Cervántes Saavedra

1 Mirta Aguirre. La obra narrativa de Cervantes. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1971, pp. 244-245.

2 Martín de Riquer y José María Valverde. Historia de la literatura universal. Tomo 2 (6.a edición). Planeta, Barcelona, 1976, pp. 206-207.

3 Ibid.

Prólogo del autor

Quisiera yo, si fuera posible (lector amantísimo), excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi Don Quijote, que quedase con gana de segundar con este. De esto tiene la culpa algún amigo de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado antes con mi condición que con mi ingenio: el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, grabarme y esculpirme en la primera hoja de este libro, pues le diera mi retrato el famoso don Juan de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de algunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve a salir con tantas invenciones en la plaza del mundo a los ojos de las gentes, poniendo debajo del retrato: este que veis aquí de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos, y de nariz corva aunque bien proporcionada, las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes no crecidos, porque no tiene sino seis y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena, algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies: este, digo, que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas, y quizá sin el nombre de su dueño; llámase comúnmente Miguel de Cervántes Saavedra: fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades: perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlos V, de felice memoria; y cuando a la de este amigo, de quien me quejo, no ocurrieran otras cosas que las dichas que decir de mí, yo me levantara a mí mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en secreto, con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios, es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios. En fin, pues ya esta ocasión se pasó, y yo he quedado en blanco y sin figura, será forzoso valerme por mi pico, que aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas suelen ser entendidas. Y así te digo (otra vez, lector amable) que destas novelas que te ofrezco, en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen pies ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca: quiero decir, que los requiebros amorosos que en algunas hallarás, son tan honestos y tan medidos con la razón y discurso cristiano, que no podrán mover a mal pensamiento al descuidado o cuidadoso que las leyere. Heles dado el nombre de Ejemplares, y si bien lo miras, no hay ninguna de quien no se pueda sacar un ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este sujeto, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, así de todas juntas, como de cada una de por sí. Mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse sin daño de barras: digo, sin daño del alma ni del cuerpo, porque los ejercicios honestos y agradables antes aprovechan que dañan. Sí; que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios por calificados que sean: horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse: para este efecto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas, y se cultivan con curiosidad los jardines. Una cosa me atreveré a decirte: que si por algún modo alcanzara que la lección de estas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí, que sacarlas en público: mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más, y por la mano. A esto se aplicó mi ingenio, por aquí me lleva mi inclinación, y más que me doy a entender (y es así) que yo soy el primero que he novelado en lengua castellana; que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas: mi ingenio las engendró y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la estampa. Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles, libro que se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza: y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de Don Quijote y donaires de Sancho Panza; y luego las Semanas del jardín. Mucho prometo con fuerzas tan pocas como las mías; pero ¿quién pondrá rienda a los deseos? Solo esto quiero que consideres: que pues yo he tenido osadía de dirigir estas novelas al gran conde de Lemos, algún misterio tienen escondido, que las levanta. No más, sino que Dios te guarde, y a mí me dé paciencia para llevar bien el mal que han de decir de mí más de cuatro sotiles y almidonados.

—Vale.

La gitanilla

Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo; y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables que no se quitan sino con la muerte.

Una, pues, de esta nación, gitana vieja, que podía ser jubilada en la ciencia de Caco, crió una muchacha en nombre de nieta suya, a quien puso por nombre Preciosa, y a quien enseñó todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hurtar. Salió la tal Preciosa la más única bailadora que se hallaba en todo el gitanismo y la más hermosa y discreta que pudiera hallarse, no entre los gitanos, sino entre cuantas hermosas y discretas pudiera pregonar la fama. Ni los soles, ni los aires, ni todas las inclemencias del cielo, a quien más que otras gentes están sujetos los gitanos, pudieron deslustrar su rostro ni curtir sus manos; y lo que es más, que la crianza tosca en que se criaba no descubría en ella sino ser nacida de mayores prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada; y, con todo esto, era algo desenvuelta, pero no de modo que descubriese algún género de deshonestidad; antes, con ser aguda, era tan honesta, que en su presencia no osaba alguna gitana, vieja ni moza, cantar cantares lascivos ni decir palabras no buenas, y finalmente la abuela conoció el tesoro que en la nieta tenía, y así, determinó el águila vieja sacar a volar su aguilucho y enseñarle a vivir por sus uñas.

Salió Preciosa rica de villancicos, de coplas, seguidillas y zarabandas, y de otros versos, especialmente de romances, que los cantaba con especial donaire, porque su taimada abuela echó de ver que tales juguetes y gracias, en los pocos años y en la mucha hermosura de su nieta, habían de ser felicísimos atractivos e incentivos para acrecentar su caudal; y ansí, se los procuró y buscó por todas las vías que pudo, y no faltó poeta que los diese, que también hay poetas que se acomodan con gitanos, y les venden sus obras, como los hay para ciegos, que les fingen milagros y van a la parte de la ganancia: de todo hay en el mundo, y esto de la hambre tal vez hace arrojar los ingenios a cosas que no están en el mapa.

Criose Preciosa en diversas partes de Castilla, y a los quince años de su edad su abuela putativa la volvió a la Corte y a su antiguo rancho, que es donde ordinariamente le tienen los gitanos, en los campos de Santa Bárbara, pensando en la Corte vender su mercadería, donde todo se compra y todo se vende. Y la primera entrada que hizo Preciosa en Madrid fue un día de Santa Ana, patrona y abogada de la villa, con una danza en que iban ocho gitanas, cuatro ancianas y cuatro muchachas, y un gitano, gran bailarín, que las guiaba; y aunque todas iban limpias y bien aderezadas, el aseo de Preciosa era tal que poco a poco fue enamorando los ojos de cuantos la miraban. De entre el son del tamborín y castañetas y fuga del baile salió un rumor que encarecía la belleza y donaire de la gitanilla, y corrían los muchachos a verla, y los hombres a mirarla; pero cuando la oyeron cantar, por ser la danza cantada, allí fue ello, allí sí que cobró aliento la fama de la gitanilla, y de común consentimiento de los diputados de la fiesta, desde luego le señalaron el premio y joya de la mejor danza; y cuando llegaron a hacerla en la iglesia de Santa María, delante de la imagen de la gloriosa Santa Ana, después de haber bailado todas, tomó Preciosa unas sonajas, al son de las cuales, dando largas y ligerísimas vueltas, cantó el romance siguiente:

Árbol preciosísimo,

Que tardó en dar fruto

Años que pudieron

Cubrirle de luto,

Y hacer los deseos

Del consorte puros,

Contra su esperanza

No muy buen seguros:

De cuyo tardarse

Nació aquel disgusto

Que lanzó del templo

Al varón más justo:

Santa tierra estéril,

Que al cabo produjo

Toda la abundancia

Que sustenta el mundo:

Casa de moneda

Do se forjó el cuño

Que dio a Dios la forma

Que como hombre tuvo:

Madre de una hija

En quien quiso y pudo

Mostrar Dios grandezas

Sobre humano curso:

Por vos y por ella

Sois, Ana, el refugio

Do van por remedio

Nuestros infortunios.

En cierta manera,

Tenéis, no lo dudo,

sobre el nieto imperio

Piadoso y justo.

Al ser comunera

del alcázar sumo,

Fueran mil parientes

Con vos de consuno.

¡Qué hija!, ¡qué nieto!

Y ¡qué yerno! Al punto,

A ser causa justa

Cantárades triunfos.

Pero vos, humilde,

Fuisteis el estudio

Donde vuestra hija

Hizo humildes cursos.

Y ahora a su lado,

A Dios el más junto,

Gozáis de la alteza

Que apenas barrunto.

El cantar de Preciosa fue para admirar a cuantos la escuchaban. Unos decían: «¡Dios te bendiga, la muchacha!». Otros: «¡Lástima es que esta mozuela sea gitana; en verdad en verdad que merecía ser hija de un gran señor!». Otros había más groseros, que decían: «¡Dejen crecer a la rapaza, que ella hará de las suyas; ¡a fe que se va añudando en ella gentil barredera para pescar corazones!». Otro más humano, más basto y más modorro, viéndola andar tan ligera en el baile, le dijo: «¡A ello, hija, a ello, ¡andad, amores, y pisad el polvito a tan menudito!».

Y ella respondió, sin dejar el baile:

—¡Y pisárelo yo a tan menudo!

Acabáronse las vísperas y la fiesta de Santa Ana, y quedó Preciosa algo cansada; pero tan celebrada de hermosa, de aguda y de discreta y bailadora, que a corrillos se hablaba de ella en toda la Corte. De allí a quince días volvió a Madrid, como tenía de costumbre, con otras tres muchachas, con sonajas y con un baile nuevo, todas apercibidas de romances y de cantarcillos alegres, pero todos honestos; que no consentía Preciosa que las que fuesen en su compañía cantasen cantares descompuestos, ni ella los cantó jamás, y muchos miraron en ello, y la tuvieron en mucho. Nunca se apartaba de ella la gitana vieja, hecha su Argos, temerosa no se la despabilasen y traspusiesen; llamábala nieta, y ella la tenía por abuela. Pusiéronse a bailar a la sombra en la calle de Toledo, por complacer a los que las miraban, y de los que las venían siguiendo se hizo luego un gran corro. Y en tanto que bailaban, la vieja pedía limosna a los circunstantes, y llovían en ella ochavos y cuartos como piedras a tablado; que también la hermosura tiene fuerza de despertar la caridad dormida. Acabado el baile, dijo Preciosa:

—Si me dan cuatro cuartos les cantaré un romance yo sola, lindísimo en extremo, que trata de cuando la reina nuestra señora doña Margarita salió a misa de parida en Valladolid y fue a San Llorente: dígoles que es famoso, y compuesto por un poeta de los del número, como capitán del batallón.

Apenas hubo dicho esto cuando casi todos los que en la rueda estaban dijeron a voces:

—Cántale, Preciosa, y ves aquí mis cuatro cuartos.

Y así granizaron sobre ella cuartos, que la vieja no se daba manos a cogerlos. Hecho, pues, su agosto y su vendimia, repicó Preciosa sus sonajas y al tono correntío y loquesco cantó el siguiente romance:

Salió a misa de parida

La mayor reina de Europa,

En el valor y en el nombre

Rica y admirable joya.

Como los ojos se lleva,

Se lleva las almas todas

De cuantos miran y admiran

Su devoción y su pompa.

Y para mostrar que es parte

Del cielo en la tierra toda,

A un lado lleva el sol de Austria,

Al otro, la tierna aurora.

A sus espaldas la sigue

Un lucero que a deshora

Salió, la noche del día

Que el cielo y la tierra lloran.

Y si en el cielo hay estrellas

Que lucientes carros forman,

En otros carros su cielo

Vivas estrellas adornan.

Aquí el anciano Saturno

La barba pule y remoza,

Y aunque tardo, va ligero;

Que el placer cura la gota.

El dios parlero va en lenguas

Lisonjeras y amorosas,

Y Cupido en cifras varias,

Que rubíes y perlas bordan.

Allí va el furioso Marte

En la persona curiosa

De más de un gallardo joven

Que de su sombra se asombra.

Junto a la casa del sol

Va Júpiter; que no hay cosa

Difícil a la privanza

Fundada en prudentes obras.

Va la luna en las mejillas

De una y otra humana diosa,

Venus casta, en la belleza

De las que este cielo forman.

Pequeñuelos Ganimedes

Cruzan, van, vuelven y tornan

Por el cinto tachonado

Desta esfera milagrosa.

Y para que todo admire

Y todo asombre, no hay cosa

Que de liberal no pase

Hasta el extremo de pródiga.

Milán con sus ricas telas

Allí va en vista curiosa;

las Indias con sus diamantes,

Y Arabia con sus aromas.

Con los mal intencionados

Va la envidia mordedora,

Y la bondad en los pechos

De la lealtad española.

La alegría universal

Huyendo de la congoja,

Calles y plazas discurre,

Descompuesta y casi loca.

A mil mudas bendiciones

Abre el silencio la boca,

Y repiten los muchachos

Lo que los hombres entonan.

Cuál dice: «Fecunda vid,

Crece, sube, abraza y toca

El olmo felice tuyo,

Que mil siglos te haga sombra.

Para gloria de ti misma,

Para bien de España y honra,

Para arrimo de la Iglesia,

Para asombro de Mahoma».

Otra lengua clama y dice:

«Vivas, ¡oh blanca paloma!,

Que nos has dado por crías

Águilas de dos coronas.

Para ahuyentar de los aires

Las de rapiña furiosas,

Para cubrir con sus alas,

A las virtudes medrosas».

Otra más discreta y grave

Más aguda y más curiosa

Dice, vertiendo alegría

Por los ojos y la boca:

«Esta perla que nos diste,

Nácar de Austria, única y sola,

¡Qué de máquinas que rompe!

¡Qué de designios que corta!

¡Qué de esperanzas que infunde!

¡Qué de deseos malogra!

¡Qué de temores aumenta!

¡Qué de preñados aborta!».

En esto, se llegó al templo

Del Fénix santo que en Roma

Fue abrasado, y quedó vivo

En la fama y en la gloria.

A la imagen de la vida,

A la del cielo Señora,

A la que por ser humilde,

Las estrellas pisan ahora,

A la Madre y Virgen junto,

A la hija y a la esposa

De Dios, hincada de hinojos,

Margarita así razona:

«Lo que me has dado te doy,

Mano siempre dadivosa;

Que a do falta el favor tuyo,

Siempre la miseria sobra.

Las primicias de mis frutos

Te ofrezco, Virgen hermosa:

Tales cuales son las mira,

Recibe, ampara y mejora.

A su padre te encomiendo;

Que humano Atlante se encorva

Al peso de tantos reinos

Y de climas tan remotas.

Sé que el corazón del rey

En las manos de Dios mora,

Y sé que puede con Dios

Cuanto pidieres piadosa».

Acabada esta oración,

Otra semejante entonan

Himnos y voces que muestran

Que está en el suelo su gloria.

Acabados los oficios,

Con reales ceremonias,

Volvió a su punto este cielo

Y esfera maravillosa.

Apenas acabó Preciosa su romance, cuando del ilustre auditorio y grave senado que la oía, de muchas se formó una voz sola que dijo:

—Torna a cantar, Preciosa, que no faltarán cuartos como tierra.

Más de doscientas personas estaban mirando el baile y escuchando el canto de las gitanas, y en la mayor fuga dél acertó a pasar por allí uno de los tenientes de la villa; y viendo tanta gente junta, preguntó qué era: y fuele respondido que estaban escuchando a la gitanilla hermosa que cantaba.

Llegose el teniente, que era curioso, y escuchó un rato, y por no ir contra su gravedad, no escuchó el romance hasta el fin; y habiéndole parecido por todo extremo bien la gitanilla, mandó a un paje suyo dijese a la gitana vieja que al anochecer fuese a su casa con las gitanillas, que quería que las oyese doña Clara su mujer.

Hízolo así el paje, y la vieja dijo que sí iría. Acabaron el baile y el canto, y mudaron lugar; y en esto llegó un paje muy bien aderezado a Preciosa, y dándole un papel doblado, le dijo:

—Preciosica, canta el romance que aquí va, porque es muy bueno, y yo te daré otros de cuando en cuando, con que cobres fama de la mejor romancera del mundo.

—Eso aprenderé yo de muy buena gana —respondió Preciosa—. Y mire, señor, que no me deje de dar los romances que dice, con tal condición que sean honestos; y si quiere que se los pague, concertémonos por docenas, y docena cantada docena pagada, porque pensar que le tengo de pagar adelantado, es pensar lo imposible.

—Para papel siquiera que me dé la señora Preciosica —dijo el paje—, estaré contento; y más, que el romance que no saliere bueno y honesto, no ha de entrar en cuenta.

—A la mía quede el escogerlos —respondió Preciosa.

Y con esto se fueron la calle adelante, y desde una reja llamaron unos caballeros a las gitanas. Asomó Preciosa a la reja, que era baja, y vio en una sala muy bien aderezada y muy fresca muchos caballeros que, unos paseándose y otros jugando a diversos juegos, se entretenían.

—¿Quiérenme dar barato, zeñores? —dijo Preciosa, que como gitana hablaba ceceoso, y esto es artificio en ellas, que no naturaleza.

A la voz de Preciosa, y a su rostro, dejaron los que jugaban el juego, y el paseo los paseantes, y los unos y los otros acudieron a la reja por verla, que ya tenían noticia della, y dijeron:

—Entren, entren las gitanillas, que aquí les daremos barato.

—Caro sería ello —respondió Preciosa— si nos pellizcasen.

—No, a fe de caballeros —respondió uno—: bien puedes entrar, niña, segura que nadie te tocará a la vira de tu zapato; no, por el hábito que traigo en el pecho.

Y púsose la mano sobre uno de Calatrava.

—Si tú quieres entrar, Preciosa —dijo una de las tres gitanillas que iban con ella—, entra enhorabuena; que yo no pienso entrar a donde hay tantos hombres.

—Mira, Cristina —respondió Preciosa—, de lo que te has de guardar es de un hombre solo y a solas, y no de tantos juntos; porque antes el ser muchos quita el miedo y recelo de ser ofendidas. Advierte, Cristinica, y está cierta de una cosa: que la mujer que se determina a ser honrada, entre un ejército de soldados lo puede ser. Verdad es que es bueno huir de las ocasiones; pero han de ser de las secretas y no de las públicas.

—Entremos, Preciosa —dijo Cristina—, que tú sabes más que un sabio.

Animolas la gitana vieja, y entraron. Y apenas hubo entrado Preciosa, cuando el caballero del hábito vio el papel que traía en el seno, y llegándose a ella, se lo tomó, y dijo Preciosa:

—Y no me lo tome, señor, que es un romance que me acaban de dar ahora, que aún no le he leído.

—¿Y sabes tú leer, hija? —dijo uno.

—Y escribir —respondió la vieja—, que a mi nieta la he criado yo como si fuera hija de un letrado.

Abrió el caballero el papel, y vio que venía dentro dél un escudo de oro, y dijo:

—En verdad, Preciosa, que trae esta carta el porte dentro. Toma este escudo que en el romance viene.

—Basta —dijo Preciosa—, que me ha tratado de pobre el poeta. Pues cierto que es más milagro darme a mí un poeta un escudo que yo recebirle. Si con esta añadidura han de venir sus romances, traslade todo el Romancero general, y envíemelos uno a uno, que yo les tentaré el pulso, y si vinieren duros, seré yo blanda en recibillos.

Admirados quedaron los que oían a la gitanica, así de su discreción como del donaire con que hablaba.

—Lea, señor —dijo ella—, y lea alto. Veremos si es tan discreto ese poeta, como es liberal.

Y el caballero leyó así:

Gitanica, que de hermosa

Te pueden dar parabienes:

Por lo que de piedra tienes

Te llama el mundo Preciosa.

Desta verdad me asegura

Esto, como en ti verás;

Que no se aparta jamás

La esquiveza y la hermosura.

Si como en valor subido

Vas creciendo en arrogancia,

No le arriendo la ganancia

A la edad en que has nacido;

Que un basilisco se cría,

en ti, que mata mirando,

Y un imperio, que, aunque blando,

Nos parezca tiranía.

Entre pobres y aduares,

¿Cómo nació tal belleza?

¿O cómo crio tal pieza

El humilde Manzanares?

Por esto será famoso

A par del Tajo dorado,

Y por Preciosa preciado

Más que en el Ganges caudaloso.

Dices la buenaventura

y dasla mala contino;

Que no van por un camino

Tu intención y tu hermosura.

Porque en el peligro fuerte

De mirarte o contemplarte,

Tu intención va a desculparte,

Y tu hermosura a dar muerte.

Dicen que son hechiceras

Todas las de tu nación;

Pero tus hechizos son

De más fuerzas y más veras;

Pues por llevar los despojos

De todos cuartos te ven,

Haces, ¡oh niña!, que estén

Los hechizos en tus ojos.

En sus fuerzas te adelantas,

Pues bailando nos admiras,

Y nos matas, si nos miras,

Y nos encantas, si cantas.

De cien mil modos hechizas,

Hables, calles, cantes, mires,

O te acerques, o retires,

El fuego de amor atizas.

Sobre el más exento pecho

Tienes mando y señorío

De lo que es testigo el mío,

De tu imperio satisfecho.

Preciosa joya de amor,

Esto humildemente escribe

El que por ti muere vive

Pobre, aunque humilde amador.

—En pobre acaba el último verso —dijo a esta sazón Preciosa—: ¡mala señal! Nunca los enamorados han de decir que son pobres, porque a los principios, a mi parecer, la pobreza es muy enemiga del amor.

—¿Quién te enseña eso, rapaza? —dijo uno.

—¿Quién me lo ha de enseñar? —respondió Preciosa—. ¿No tengo yo mi alma en mi cuerpo? ¿No tengo ya quince años? Y no soy manca, ni ronca, ni estropeada del entendimiento. Los ingenios de las gitanas van por otro norte que los de las demás gentes. Siempre se adelantan a sus años. No hay gitano necio, ni gitana lerda. Que como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio a cada paso, y no dejan que críe moho en ninguna manera. ¿Ven estas muchachas mis compañeras, que están callando y parecen bobas? Pues éntrenles el dedo en la boca y tiéntenlas las cordales, y verán lo que verán. No hay muchacha de doce que no sepa lo que de veinticinco, porque tienen por maestros y preceptores al diablo y al uso, que les enseña en una hora lo que habían de aprender en un año.

Con esto que la gitanilla decía, tenía suspensos a los oyentes, y los que jugaban le dieron barato, y aun los que no jugaban. Cogió la hucha de la vieja treinta reales, y más rica y más alegre que una Pascua de Flores, antecogió sus corderas y fuese en casa del señor teniente, quedando que otro día volvería con su manada a dar contento a aquellos tan liberales señores.

Ya tenía aviso la señora doña Clara, mujer del señor tiniente, como habían de ir a su casa las gitanillas, y estábalas esperando como agua de mayo ella y sus doncellas y dueñas, con las de otra señora vecina suya, que todas se juntaron para ver a Preciosa.

Y apenas hubieron entrado las gitanas, cuando entre las demás resplandeció Preciosa como la luz de una antorcha entre otras luces menores. Y así corrieron todas a ella: unas la abrazaban, otras la miraban, estas la bendecían, aquellas la alababan.

Doña Clara decía:

—¡Este sí que se puede decir cabello de oro! ¡Estos sí que son ojos de esmeraldas!

La señora su vecina la desmenuzaba toda, y hacía pepitoria de todos sus miembros y coyunturas. Y llegando a alabar un pequeño hoyo que Preciosa tenía en la barba, dijo:

—¡Ay, qué hoyo! En este hoyo han de tropezar cuantos ojos le miraren.

Oyó esto un escudero de brazo de la señora doña Clara, que allí estaba, de luenga barba y largos años, y dijo:

—¿Ese llama vuesa merced hoyo, señora mía? ¡Pues yo sé poco de hoyos, o ese no es hoyo, sino sepultura de deseos vivos! ¡Por Dios! ¡Tan linda es la gitanilla que hecha de plata o de alcorza no podría ser mejor! ¿Sabes decir la buenaventura, niña?

—De tres o cuatro maneras —respondió Preciosa.

—¿Y eso más? —dijo doña Clara—. Por vida del teniente mi señor, que me la has de decir, niña de oro, y niña de plata, y niña de perlas, y niña de carbunclos, y niña del cielo, que es lo más que puedo decir.

—Denle, denle la palma de la mano a la niña, y con que haga la cruz —dijo la vieja—, y verán qué de cosas les dice; que sabe más que un dotor de melecina.

Echó mano a la faldriquera la señora tinienta, y halló que no tenía blanca. Pidió un cuarto a sus criadas, y ninguna le tuvo, ni la señora vecina tampoco.

Lo cual, visto por Preciosa, dijo:

—Todas las cruces en cuanto cruces son buenas; pero las de plata o de oro son mejores. Y el señalar la cruz en la palma de la mano con moneda de cobre, sepan vuesas mercedes que menoscaba la buenaventura, por lo menos la mía; y así, tengo afición a hacer la cruz primera con algún escudo de oro, o con algún real de a ocho, o a lo menos de a cuatro. Que soy como los sacristanes: que, cuando hay buena ofrenda, se regocijan.

—Donaire tienes, niña, por tu vida —dijo la señora vecina. Y volviéndose al escudero, le dijo:

—Vos, señor Contreras, ¿tendréis a mano algún real de a cuatro? Dádmele, que en viniendo el doctor mi marido os le volveré.

—Sí tengo —respondió Contreras—; pero téngole empeñado en veintidós maravedís que cené anoche. Dénmelos; que yo iré por él en volandas.

—No tenemos entre todas un cuarto —dijo doña Clara—, ¿y pedís veintidós maravedís? Andad, Contreras, que siempre fuistes impertinente.

Una doncella de las presentes, viendo la esterilidad de la casa, dijo a Preciosa:

—Niña, ¿hará algo al caso que se haga la cruz con un dedal de plata?

—Antes —respondió Preciosa— se hacen las cruces mejores del mundo con dedales de plata, como sean muchos.

—Uno tengo yo —replicó la doncella—; si este basta, hele aquí, con condición que también se me ha de decir a mí la buenaventura.

—¡Por un dedal tantas buenaventuras! —dijo la gitana vieja—. Nieta, acaba presto, que se hace noche.

Tomó Preciosa el dedal, y la mano de la señora tinienta, y dijo:

Hermosita, hermosita,

La de las manos de plata,

Más te quiere tu marido

Que al rey de las Alpujarras.

Eres paloma sin hiel;

Pero a veces eres brava

Como leona de Orán

O como tigre de Ocaña.

Pero en un tras, en un tris,

El enojo se te pasa,

Y quedas como alfeñique,

O como cordera mansa.

Riñes mucho, y comes poco:

Algo celosita andas;

Que es juguetón el tiniente,

Y quiere arrimar la vara.

Cuando doncella, te quiso

Uno de una buena cara:

Que mal hayan los terceros,

Que los gustos desbaratan.

Si a dicha tú fueras monja,

Hoy tu convento mandaras,

Porque tienes de abadesa

Más de cuatrocientas rayas.

No te lo quiero decir...;

Pero poco importa; vaya:

Enviudarás otra vez,

Y otras dos serás casada.

No llores, señora mía;

Que no siempre las gitanas

Decimos el Evangelio;

No llores, señora; acaba.

Como te mueras primero

Que el señor tiniente, basta

Para remediar el daño

De la viudez que amenaza.

Has de heredar, y muy presto,

Hacienda en mucha abundancia;

Tendrás un hijo canónigo;

La iglesia no se señala.

De Toledo no es posible.

Una hija rubia y blanca

Tendrás, que si es religiosa,

También vendrá a ser prelada.

Si tu esposo no se muere

Dentro de cuatro semanas,

Verasle corregidor

De Burgos o Salamanca.

Un lunar tienes, ¡qué lindo!

¡Ay, Jesús, qué luna clara!

¡Qué sol, que allá en los antípodas

Escuras valles aclara!

Más de dos ciegos por verle

Dieran más de cuatro blancas.

¡Agora sí es la risica!

¡Ay, que bien haya esa gracia!

Guárdate de las caídas,

Principalmente de espaldas;

Que suelen ser peligrosas

En las principales damas.

Cosas hay más que decirte;

Si para el viernes me aguardas,

Las oirás; que son de gusto

Y algunas hay de desgracias.

Acabó su buenaventura Preciosa, y con ella encendió el deseo de todas las circunstantes en querer saber la suya, y así se lo rogaron todas; pero ella les remitió para el viernes venidero, prometiéndoles que tendrían reales de plata para hacer las cruces.

En esto vino el señor tiniente, a quien contaron maravillas de la gitanilla. Él las hizo bailar un poco, y confirmó por verdaderas y bien dadas las alabanzas que a Preciosa habían dado; y poniendo la mano en la faldriquera, hizo señal de querer darle algo; y habiéndola espulgado y sacudido, y rascado muchas veces, al cabo sacó la mano vacía y dijo:

—¡Por Dios que no tengo blanca! Dadle vos, doña Clara, un real a Preciosica, que os le daré después.

—¡Bueno es eso, señor, por cierto! ¡Sí, ahí está el real de manifiesto! No hemos tenido entre todas nosotras un cuarto para hacer la señal de la cruz, ¿y quiere que tengamos un real?

—¡Pues dadle alguna valoncica vuestra, o alguna cosa; que otro día nos volverá a ver Preciosa, y la regalaremos mejor!

A lo cual dijo doña Clara:

—Pues porque otra vez venga, no quiero dar nada ahora a Preciosa.

—Antes si no me dan nada —dijo Preciosa—, nunca más volveré acá. Mas sí volveré, a servir a tan principales señores; pero traeré tragado que no me han de dar nada, y ahorrareme la fatiga del esperarlo. Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señor: por ahí he oído decir..., y aunque moza, entiendo que no son buenos dichos..., que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos.

—Así lo dicen y lo hacen los desalmados —replicó el tiniente—; pero el juez que da buena residencia, no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio, será el valedor para que le den otro.

—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor tiniente —respondió Preciosa—; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias.

—Mucho sabes, Preciosa —dijo el tiniente—. Calla, que yo daré traza que sus majestades te vean, porque eres pieza de reyes.

—Querranme para truhana —respondió Preciosa—, y yo no lo sabré ser, y todo irá perdido. Si me quisiesen para discreta, aún llevarme hían, pero en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos. Yo me hallo bien con ser gitana y pobre, y corra la suerte por donde el cielo quisiere.

—Ea, niña —dijo la gitana vieja—, no hables más; que has hablado mucho, y sabes más de lo que yo te he enseñado. No te asotiles tanto, que te despuntarás. Habla de aquello que tus años permiten y no te metas en altanerías; que no hay ninguna que no amenace caída.

—¡El diablo tienen estas gitanas en el cuerpo! —dijo a esta sazón el tiniente.

Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo la doncella del dedal:

—Preciosa, dime la buenaventura, o vuélveme mi dedal; que no me queda con qué hacer labor.

—Señora doncella —respondió Preciosa—, haga cuenta que se la he dicho, y provéase de otro dedal, o no haga vainillas hasta el viernes, que yo volveré y le diré más venturas y aventuras que las que tiene un libro de caballerías.

Fuéronse, y juntáronse con las muchas labradoras que a la hora de las avemarías suelen salir de Madrid para volverse a sus aldeas, y entre otras vuelven muchas, con quien siempre se acompañaban las gitanas, y volvían seguras. Porque la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa.

Sucedió, pues, que la mañana de un día que volvían a Madrid a coger la garrama con las demás gitanillas, en un valle pequeño que está obra de quinientos pasos antes que se llegue a la villa, vieron un mancebo gallardo y ricamente aderezado de camino. La espada y daga que traía eran, como decir se suele, un ascua de oro; sombrero con rico cintillo y con plumas de diversos colores adornado. Repararon las gitanas en viéndole, y pusiéronsele a mirar muy despacio, admiradas de que a tales horas un tan hermoso mancebo estuviese en tal lugar, a pie y solo.

Él se llegó a ellas, y hablando con la gitana mayor, le dijo:

—Por vida vuestra, amiga, que me hagáis placer que vos y Preciosa me oyáis aquí aparte dos palabras, que serán de vuestro provecho.

—Como no nos desviemos mucho, ni nos tardemos mucho, sea en buen hora —respondió la vieja.

Y llamando a Preciosa, se desviaron de las otras obra de veinte pasos, y así, en pie como estaban, el mancebo les dijo:

—Yo vengo de manera rendido a la discreción y belleza de Preciosa, que después de haberme hecho mucha fuerza para excusar llegar a este punto, al cabo he quedado más rendido y más imposibilitado de excusallo. Yo, señoras mías..., (que siempre os he de dar este nombre, si el cielo mi pretensión favorece), soy caballero, como lo puede mostrar el hábito —y apartando el herreruelo, descubrió en el pecho uno de los más calificados que hay en España—; soy hijo de Fulano (que por buenos respetos aquí no se declara su nombre); estoy debajo de su tutela y amparo. Soy hijo único, y el que espera un razonable mayorazgo. Mi padre está aquí, en la Corte, pretendiendo un cargo, y ya está consultado, y tiene casi ciertas esperanzas de salir con él. Y con ser de la calidad y nobleza que os he referido, y de la que casi se os debe ya de ir trasluciendo, con todo eso quisiera ser un gran señor para levantar a mi grandeza la humildad de Preciosa, haciéndola mi igual y mi señora. Yo no la pretendo para burlalla, ni en las veras del amor que la tengo puede caber género de burla alguna. Solo quiero servirla del modo que ella más gustare: su voluntad es la mía. Pero con ella es de cera mi alma, donde podrá imprimir lo que quisiere, y para conservarlo y guardarlo no será como impreso en cera, sino como esculpido en mármoles, cuya dureza se opone a la duración de los tiempos. Si creéis esta verdad, no admitirá ningún desmayo mi esperanza; pero, si no me creéis, siempre me tendrá temeroso vuestra duda. Mi nombre es este (y díjoselo). El de mi padre ya os le he dicho. La casa donde vive es en tal calle, y tiene tales y tales señas; vecinos tiene de quien podréis informaros, y aun de los que no son vecinos, también; que no es tan oscura la calidad y el nombre de mi padre y el mío, que no le sepan en los patios de palacio, y aun en toda la Corte. Cien escudos traigo aquí en oro para daros en arra y señal de lo que pienso daros; porque no ha de negar la hacienda el que da el alma.

En tanto que el caballero esto decía, le estaba mirando Preciosa atentamente, y sin duda que no le debieron de parecer mal ni sus razones ni su talle; y volviéndose a la vieja, le dijo:

—Perdóneme, abuela, de que me tomo licencia para responder a este tan enamorado señor.

—Responde lo que quisieres, nieta —respondió la vieja—; que yo sé que tienes discreción para todo.

Y Preciosa dijo:

—Yo, señor caballero, aunque soy gitana, pobre y humildemente nacida, tengo un cierto espiritillo fantástico acá dentro, que a grandes cosas me lleva. A mí ni me mueven promesas, ni me desmoronan dádivas, ni me inclinan sumisiones, ni me espantan finezas enamoradas; y aunque de quince años (que según la cuenta de mi abuela, para este San Miguel los haré), soy ya vieja en los pensamientos y alcanzo más de aquello que mi edad promete, más por mi buen natural que por la experiencia. Pero con lo uno o con lo otro sé que las pasiones amorosas en los recién enamorados son como ímpetus indiscretos que hacen salir a la voluntad de sus quicios; la cual, atropellando inconvenientes, desatinadamente se arroja tras su deseo, y pensando dar con la gloria de sus ojos, da con el infierno de sus pesadumbres. Si alcanza lo que desea, mengua el deseo con la posesión de la cosa deseada, y quizá abriéndose entonces los ojos del entendimiento, se ve ser bien que se aborrezca lo que antes se adoraba. Este temor engendra en mí un recato tal, que ningunas palabras creo y de muchas obras dudo. Una sola joya tengo, que la estimo en más que a la vida, que es la de mi entereza y virginidad, y no la tengo de vender a precio de promesas ni dádivas, porque, en fin, será vendida; y si puede ser comprada, será de muy poca estima; ni me la han de llevar trazas ni embelecos; antes pienso irme con ella a la sepultura, y quizá al cielo, que ponerla en peligro que quimeras y fantasías soñadas la embistan o manoseen. Flor es la de la virginidad, que a ser posible, aún con la imaginación no había de dejar ofenderse: cortada la rosa del rosal, ¡con qué brevedad y facilidad se marchita! Este la toca, aquel la huele, el otro la deshoja y, finalmente, entre las manos rústicas se deshace. Si vos, señor, por sola esta prenda venís, no la habéis de llevar sino atada con las ligaduras y lazos del matrimonio. Que si la virginidad se ha de inclinar, ha de ser a este santo yugo; que entonces no sería perderla, sino emplearla en ferias que felices ganancias prometen. Si quisiéredes ser mi esposo, yo lo seré vuestra; pero han de preceder muchas condiciones y averiguaciones primero. Primero tengo de saber si sois el que decís; luego, hallando esta verdad, habéis de dejar la casa de vuestros padres y la habéis de trocar con nuestros ranchos, y tomando el traje de gitano, habéis de cursar dos años en nuestras escuelas, en el cual tiempo me satisfaré yo de vuestra condición y vos de la mía, al cabo del cual, si vos os contentades de mí, y yo de vos, me entregaré por vuestra esposa; pero hasta entonces tengo de ser vuestra hermana en el trato y vuestra humilde en serviros. Y habéis de considerar que en el tiempo de este noviciado podría ser que cobrásedes la vista, que agora debéis de tener perdida o, por lo menos, turbada, y viésedes que os convenía huir de lo que agora seguís con tanto ahínco; y cobrando la libertad perdida, con un buen arrepentimiento se perdona cualquier culpa. Si con estas condiciones queréis entrar a ser soldado de nuestra milicia, en vuestra mano está, pues faltando alguna de ellas no habéis de tocar un dedo de la mía.

Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía.

Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:

—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad despacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.

A lo cual respondió el gentilhombre:

—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné hacer por ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano, desde luego, y haz de mí todas las experiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que en ocasión de ir a Flandes engañaré a mis padres y sacaré dinero para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y la de mis padres, que no vayas más a Madrid, porque no querría que alguna de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me salteasen la buena ventura que tanto me cuesta.

—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—. Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada que no se eche de ver desde bien lejos, que llega mi honestidad a mi desenvoltura. Y en el primero cargo en que quiero enteraros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.

—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—. ¡Mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú, de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.

—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye son monadas y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.