Novelistas Imprescindibles - Anatole France - Anatole France - E-Book

Novelistas Imprescindibles - Anatole France E-Book

Anatole France

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Beschreibung

Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables. Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de Anatole France que son Thais y El crimen de Sylvestre Bonnard. Anatole France fue considerado en su época como el hombre ideal de las letras francesas. Fue miembro de la Academia Francesa y ganó el Premio Nobel de Literatura en 1921 "en reconocimiento a sus brillantes logros literarios". Novelas seleccionadas para este libro: - Thais. - El crimen de Sylvestre BonnardEste es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Thaïs. La cortesana de Alejandría.

El crimen de Sylvestre Bonnard

About the Publisher

El Autor

Anatole France, seudónimo de Jacques-Anatole-François Thibault, (nacido el 16 de abril de 1844 en París, Francia -murió el 12 de octubre de 1924 en Saint-Cyr-sur-Loire), escritor y crítico irónico, escéptico y urbano que fue considerado en su época como el hombre francés ideal de las letras. Fue elegido miembro de la Academia Francesa en 1896 y recibió el Premio Nobel de Literatura en 1921.

Hijo de un librero, pasó la mayor parte de su vida alrededor de los libros. En la escuela recibió las bases de una sólida cultura humanista y decidió dedicar su vida a la literatura. Sus primeros poemas estaban influenciados por el renacimiento parnasiano de la tradición clásica y, aunque poco originales, revelaban a un estilista sensible que ya era cínico con respecto a las instituciones humanas.

Este escepticismo ideológico apareció en sus primeras historias: Le Crime de Sylvestre Bonnard (1881), una novela sobre un filólogo enamorado de sus libros y desconcertado por la vida cotidiana; La Rôtisserie de la Reine Pédauque (1893), que se burla discretamente de la creencia en el ocultismo; y Les Opinions de Jérome Coignard (1893), en la que una crítica irónica y perspicaz examina las grandes instituciones del Estado. Su vida personal sufrió una considerable agitación. Su matrimonio en 1877 con Marie-Valérie Guérin de Sauville terminó en divorcio en 1893. Había conocido a Madame Arman de Caillavet en 1888, y su relación inspiró sus novelas Thaïs (1890), un relato ambientado en Egipto de una cortesana que se convierte en santa, y Le Lys rouge (1894; El lirio rojo), una historia de amor ambientada en Florencia.

Un marcado cambio en la obra de Francia aparece por primera vez en cuatro volúmenes reunidos bajo el título L'Histoire contemporaine (1897-1901). Los tres primeros volúmenes -L'Orme du mail (1897; El olmo en el centro comercial), Le Mannequin d'osier (1897; La mujer de la obra de mimbre) y L'Anneau d'améthyste (1899; El anillo de amatista)- describen las intrigas de una ciudad de provincia. El último volumen, Monsieur Bergeret à Paris (1901; Monsieur Bergeret en París), trata de la participación del héroe, que antes se había mantenido al margen de las luchas políticas, en el asunto de Alfred Dreyfus. Esta obra es la historia del propio Anatole France, que fue desviado de su papel de filósofo de sillón y observador desapegado de la vida por su compromiso de apoyar a Dreyfus. Después de 1900 introdujo sus preocupaciones sociales en la mayoría de sus historias. Crainquebille (1903), una comedia en tres actos adaptada por Francia de un cuento corto anterior, dramatiza el tratamiento injusto de un pequeño comerciante y proclama la hostilidad hacia el orden burgués que llevó a Francia finalmente a abrazar el socialismo. Hacia el final de su vida, sus simpatías fueron atraídas por el comunismo. Sin embargo, Les Dieux ont soif (1912; Los dioses están sedientos) y L'Île des Pingouins (1908; Isla de los pingüinos) muestran poca fe en la llegada definitiva de una sociedad fraternal. La Primera Guerra Mundial reforzó su profundo pesimismo y le llevó a buscar refugio de su época en las reminiscencias de la infancia. Le Petit Pierre (1918; Little Pierre) y La Vie en fleur (1922; The Bloom of Life) completan el ciclo iniciado en Le Livre de mon ami (1885; My Friend's Book).

Francia ha sido culpada por la delgadez de sus tramas y por su falta de imaginación creativa vital. Sin embargo, sus obras son consideradas notables por su amplia erudición, su ingenio e ironía, su pasión por la justicia social y su claridad clásica, cualidades que marcan a Francia como heredera de la tradición de Denis Diderot y Voltaire.

Thaïs. La cortesana de Alejandría.

I – El Loto

En aquel tiempo, el desierto estaba poblado de anacoretas. En ambas orillas del Nilo, innumerables cabañas, construidas con ramaje y arcilla por los solitarios, se alzaban a cierta distancia unas de otras, de modo que sus ocupantes vivieran aislados, pero en condiciones de ayudarse mutuamente si hubiese necesidad. Asomaban de trecho en trecho, por encima de las cabañas, iglesias coronadas con el sino de la cruz, y a ellas se dirigían los monjes los días festivos para asistir a la celebración de los misterios y participar en los sacramentos. También había en la orilla del río casas, donde los cenobitas, recluido cada uno en estrecha celda, saboreaban mejor la soledad.

Anacoretas y cenobitas vivían en la abstinencia; sólo tomaban alimento después de la puesta del sol, y consistía en pan, algunas hierbas y un polvo de sal. Los había que, lanzados en los arenales, buscaban resguardo en una caverna o en una tumba, sometidos a una disciplina más rigurosa.

Todos eran sobrios y castos; llevaban el cilicio y la cogulla, dormían en el suelo después de mucho velar, decían sus oraciones, cantaban los salmos y, para decirlo de una vez, realizaban diariamente obras extraordinarias de penitencia. En atención al pecado original, negaban a sus cuerpos no solamente los placeres y las satisfacciones, sino incluso los cuidados que pasan por indispensables conforme a las idea del siglo. Estimaban que las dolencias de nuestros miembros sanean nuestras almas, y que la carne no es digna de recibir adornos más gloriosos que las úlceras y las llagas. De este modo se atendían las palabras de los profetas, que dijeron "El desierto se cubrirá de flores".

Entre los moradores de aquella santa Tebaida, unos consagraban su días al ascetismo y la contemplación, otros tejían la fibra de la palmas para procurarse la subsistencia o trabajaban como jornalero de los cultivadores vecinos en la época de la recolección. Los gentiles sospechaban falsamente que algunos vivían del bandolerismo y de unirse con los árabes nómadas que robaban las caravanas. Pero, en verdad, aquellos monjes despreciaban las riquezas, y el olor de su virtudes subía hasta el cielo.

Ángeles de apariencia juvenil apoyados en una cayada, iban como viajeros a visitar las ermitas; mientras, los demonios, disfrazados con figura de etíopes o de animales, erraban en torno a los solitarios con el propósito de inducirlos a la tentación. Cuando los monjes iban a la fuente por la mañana para llenar su cántaro, veían impresos en la arena los pasos de sátiros y de centauros. Considerada desde su aspecto verdadero y espiritual, la Tebaida era un campo de batalla donde se libraban a todas horas, y especialmente de noche, los maravillosos combates del cielo y del infierno.

Los ascetas, furiosamente asaltados por legiones de condenados; se defendían, con la ayuda de Dios y de los ángeles, por medio del ayuno, de la penitencia y de las maceraciones. A veces, el aguijón de los deseos carnales los atormentaba tan cruelmente, que aullaban doloridos, y a sus lamentaciones respondían, bajo el cielo estrellado, los maullidos de las hienas hambrientas. Entonces era cuando los demonios se les presentaban en formas atractivas. Porque si, en realidad, los demonios son feos, a veces se revisten de una aparente belleza, que no permite discernir su íntimo carácter. Los ascetas de la Tebaida vieron con espanto, en el retiro de su celda, imágenes del placer desconocidas aun por los voluptuosos del siglo. Pero como el signo de la cruz estaba sobre ellos, no sucumbían a la tentación, y los inmundos espíritus, con su verdadera figura, recobrada, se alejaban al amanecer, avergonzados y rabiosos. No era raro encontrar al alba a uno de aquellos que, al huir lloriqueando, a los que le interrogaban respondía: "Lloro y gimo porque uno de los cristianos que habitan aquí me ha sacudido con una vara ignominiosamente."

Los antiguos del desierto extendían su poder sobre los pecadores y los impíos. Su bondad a veces era terrible. Heredaron de los apóstoles el poder de castigar las ofensas hechas al verdadero Dios, y nada podía salvar a los condenados por ellos. En los pueblos, y hasta entre la plebe de Alejandría, era corriente creer que la tierra, entreabierta, se tragaba a los que golpeaban con su vara. Por lo cual, gentes de mala conducta los temían, sobre todo los mimos, los histriones, los curas amancebados y las cortesanas.

Tal era la virtud de aquellos religiosos, que sometían a su poder hasta a las fieras. Cuando un solitario iba a morir, un león acudía a cavar una fosa con las uñas. El bienaventurado, seguro ya por esto de que Dios lo llamaba, iba en busca de sus hermanos para darles el beso de paz. Luego se acostaba con la alegría del justo que se duerme en el seno de Dios.

El crimen de Sylvestre Bonnard

24 de diciembre de 1849.

Me había puesto las zapatillas y el batín. Enjugué mis ojos empañados por una lágrima que les arrancó el viento al cruzar el muelle.

Una lumbre llameante ardía en la chimenea de mi despacho; una tenue capa de hielo que cubría los cristales de las ventanas, formaba floraciones semejantes a hojas de helechos, y ocultaba a mi vista el Sena, sus puentes y el Louvre de los Valois.

Acerqué al fuego mi sillón y mi mesita para ocupar junto a la lumbre el sitio que Hamílcar se dignaba dejarme. Hamílcar, hecho una bola, dormía cerca de los morillos sobre un almohadón de pluma con el hocico entre las patas; una respiración acompasada hacía oscilar su pelo abundante y suave; al sentirme entreabrió los ojos y mostró sus pupilas de ágata bajo sus párpados entornados que cerró en seguida como si pensara: No es nadie: es mi amigo.

¡Hamílcar! —le dije mientras estiraba las piernas—. ¡Hamílcar, príncipe soñoliento de la ciudad de los libros!; ¡guardián nocturno! Tú defiendes contra los viles roedores los manuscritos y los impresos que el viejo sabio adquirió gracias a un modesto peculio y a un celo infatigable. En esta biblioteca silenciosa protegida por tus virtudes militares duermes con el abandono de una sultana, porque reúnes en tu persona el aspecto formidable de un guerrero tártaro y la gracia apacible de una mujer de Oriente. Heroico y voluptuoso Hamílcar, duermes en espera de la hora en que los ratones bailarán a la claridad de la luna ante los Acta sanctorum de los doctos bolandistas.

El principio de aquel discurso agradó a Hamílcar, el cual lo acompañó de un murmullo semejante al hervor de un puchero; pero como alcé la voz, Hamílcar agachó las orejas y arrugó la piel atigrada de su frente para darme a entender que era de mal gusto declamar así.

Hamílcar meditaba:

"Este hombre que tiene tantos libros habla sin decir nada, mientras que nuestra cocinera sólo pronuncia palabras llenas de sentido, substanciosas, ya con el anuncio de una comida, ya con la promesa de algún castigo. Se sabe lo que dice. Pero este viejo emite sonidos que no comprendo."

Así pensaba Hamílcar. Dejéle entregado a sus reflexiones y abrí un libro que leía con interés por ser un catálogo de manuscritos. No conozco lectura tan sencilla, tan atractiva y tan suave como la de un catálago. El que yo leía, redactado en 1824 por el señor Thompson, bibliotecario de sir Thomas Raleigh, peca, es cierto, por su brevedad excesiva, y no presenta ese género de exactitud que los archiveros de mi generación introdujeron al tratar de obras de diplomática y de paleografía; deja mucho que desear y mucho que adivinar. Acaso por esto me produce su lectura cierta impresión que en una naturaleza más imaginativa que la mía mereciera tal vez el nombre de ensueño. Me abandonaba dulcemente a la vaguedad de mis pensamientos, cuando mi criada me anunció con tono desapacible que el señor Coccoz deseaba hablarme.

En efecto: alguien entró detrás de ella en la biblioteca. Era un hombrecito, un infeliz hombrecito de rostro desmedrado; vestía una chaqueta de poco abrigo. Adelantóse y me saludó sonriente, pero estaba muy pálido, y a pesar de ser joven y afanoso aun, su aspecto era enfermizo. Al verle me produjo la impresión de una ardilla herida. Llevaba debajo del brazo un pañuelo verde que dejó sobre un sillón; luego desató las cuatro puntas del pañuelo para mostrarme algunos librotes amarillentos.

—Caballero —me dijo entonces—, no tengo el honor de ser conocido por usted. Soy corredor de libros, caballero. Trabajo para las principales casas de la capital, y por si me honra usted con su confianza, me tomo la libertad de ofrecerle algunas novedades.

¡Dios justo! ¡Dios clemente! ¡Qué novedades me ofrecía el homúnculo Coccoz! El primer volumen que me presentó fue la Historia de la Torre de Nesle con los amores de Margarita de Borgoña y el capitán Buridán.

—Es un libro histórico —me dijo amablemente—, un libro de historia verdadera.

—En ese caso —respondí— será muy aburrido, porque los libros históricos que no mienten resultan fastidiosos. Yo mismo publico libros verídicos, y si por su desgracia llevara usted uno de ellos de puerta en puerta, se expondría a conservarlo toda la vida en su pañuelo verde sin encontrar una cocinera bastante mal aconsejada para comprarlo.

—No lo dudo, señor —me respondió el hombrecito por pura complacencia.

Y entonces me ofreció los Amores de Abelardo y Eloísa; pero yo le hice comprender que a mi edad no me interesaban las historias amorosas.

Sin dejar de sonreír, me presentó un Tratado de juegos de sociedad: juegos de baraja, ajedrez, damas y dominó.

—¡Ay! —le dije—, si quiere usted recordarme las reglas del ajedrez, devuélvame a mi viejo amigo Bignan, con quien jugaba yo al ajedrez todas las noches antes de que las cinco academias le hubieran conducido solemnemente al cementerio; o bien haga descender hasta la frivolidad de los juegos humanos la grave inteligencia de Hamílcar, que ahora duerme sobre un almohadón y es actualmente el compañero único de mis veladas.

La sonrisa del hombrecito tornóse vaga y despavorida.

—He aquí —me dijo— una nueva colección de los entretenimientos de sociedad, chistes y retruécanos, con los procedimientos para convertir una rosa encarnada en blanca.

Le respondí que desde tiempo atrás yo estaba reñido con las rosas, y que respecto a los chistes me bastaban los que me permito hacer, sin darme cuenta, en el transcurso de mis trabajos científicos.

El homúnculo me ofreció su último libro con su última sonrisa, y estas palabras:

—Aquí tiene usted la Clave de los sueños, con la explicación de todo lo que se puede soñar: oro, ladrones, muerte, caídas desde lo alto de una torre. . . ¡Es muy completo! Yo había cogido las tenazas que oscilaban vivamente oprimidas por mis dedos, y respondí a mi visitador comercial:

—Sí, amigo mío; pero esos sueños y otros mil, alegres y trágicos se resumen en uno solo: el sueño de la vida. ¿Podré hallar en su librito amarillo la clave de semejante sueño?

—Sí señor —me respondió el homúnculo—. El libro es muy completo y nada caro; sólo cuesta un franco y veinticinco céntimos, caballero.

No prolongué mi entrevista con el vendedor ambulante.

No me atrevo a asegurar que haya repetido las frases antedichas como fueron pronunciadas; tal vez al escribirlas las he ampliado un poco. Es muy difícil respetar, ni siquiera en un diario, la verdad estricta. Pero si no fue así mi discurso, tal era mi pensamiento. Llamé a gritos a mi criada, porque no había campanillas en la estancia.

—Teresa —dije—. El señor Coccoz, a quien la ruego acompañe, posee un libro que quizá la interese: es la Clave de los sueños. Yo tendría sumo gusto en ofrecérselo. Mi criada respondió:

—Señor: cuando no se dispone de tiempo para soñar despierta, tampoco lo hay para soñar dormida. A Dios gracias, tengo bastante trabajo todo el día y tiempo suficiente para cumplir con mi obligación; de modo que puedo decir todas las noches: Señor, bendecid el descanso que voy a disfrutar. No sueño ni dormida ni despierta y no confundo mi colcha con el diablo, como le sucedió a una prima mía. Si me permite que le dé mi opinión, diré que aquí hay libros de sobra. Mi señor tiene miles y miles que le hacen perder el juicio, y a mí, con los dos que tengo, me basta: mi Devocionario y mi Cocinera burguesa.

Después de hablar así, mi criada ayudó al hombrecito a guardar sus libros en el pañuelo verde. El homúnculo Coccoz ya no sonreía. Sus facciones adquirieron tal expresión de sufrimiento que sentí haberme burlado de aquel hombre tan infeliz. Le llamé cuando ya se iba, le dije que recordaba haber visto entre sus volúmenes una Historia de Estela y Nemorin, y como los pastores y las pastoras me interesaban mucho compraría gustoso, a un precio razonable, la historia de tan perfectos enamorados.

—Le venderé a usted el libro que desea por un franco veinticinco, caballero— me respondió Coccoz, con el rostro radiante de júbilo—. Es histórico y le agradará mucho. Ahora ya sé qué clase de libros le gustan. Comprendo que es usted entendido. Mañana le traeré los Crímenes de los Papas. Es una obra hermosa. Le traeré la edición de lujo con láminas en colores.

Le rogué que no se molestara en volver y le despedí muy satisfecho. Cuando el pañuelo verde se hubo desvanecido en la obscuridad del pasillo con el vendedor ambulante, pregunté a mi criada de dónde cayó aquel miserable hombrezuelo.

—Esa es la palabra —me respondió—: nos ha caído del tejado, señor, donde vive con su mujer.

—¿Ha dicho usted que tiene mujer, Teresa? ¡Es prodigioso! ¡Las mujeres son unas criaturas muy extrañas! Debe ser una humilde mujercita.

—Yo no sé lo que es —me respondió Teresa—, pero me la encuentro todas las mañanas en la escalera, vestida con trajes de seda manchados de grasa. Tiene unos ojos muy brillantes, y me pregunto si esos ojos y esos trajes son propios de una mujer a quien han recibido por caridad; porque los han admitido en el desván, mientras componen el tejado, en atención a que el marido está enfermo y la mujer embarazada. La portera dice que esta mañana la tal mujer sintió dolores le parto, y que ya guarda cama a estas horas. ¡Para qué necesitarán un hijo esas gentes!

—Teresa —la respondí—, sin duda no lo necesitan para nada, pero la Naturaleza quiere que lo tengan y les ha hecho caer en su lazo. Hace falta una prudencia ejemplar para defenderse contra los engaños de la Naturaleza. ¡Compadezcamos y no critiquemos! En cuanto a los trajes de seda, no hay una mujer a quien no gusten; las hijas de Eva adoran el adorno. Y usted misma, Teresa, que es prudente y comedida, ¡cuánto alborota el día que le falta delantal blanco para servir la mesa! Pero dígame, ¿esos infelices tienen todo lo necesario en su desván?

—¿Cómo han de tenerlo, señor? El marido, a quien acaba usted de ver, era corredor de relojería, según me ha dicho la portera y no se sabe por qué ya no vende relojes. Ahora vende almanaques. Ese no es un oficio decente, y no creeré nunca que Dios bendice a un vendedor de almanaques. La mujer, dicho sea entre nosotros, me parece una inutilidad completa, una María sin gusto. La creo tan capaz de criar a un niño como yo de tocar la guitarra. No se sabe de dónde han venido, pero estoy cierta de que llegaron del país de la Frescura en el coche de la Miseria.

—Vengan de donde vengan, Teresa, son desgraciados y el desván está muy frío.

—¡Como que el techo se hundió por varias partes y la lluvia del cielo cae a chorros! No tienen muebles ni ropa. ¡El ebanista y el tejedor no trabajan, me parece, para los cristianos de esa cofradía!

—Todo esto es muy triste, Teresa, y ahí está una cristiana peor atendida que nuestro pagano Hamílcar.

¿Ella, qué dice?

—Señor, no hablo jamás con tales gentes; no sé lo que dice ni lo que canta; pero canta todo el santo día. La oigo desde la escalera cuando entro y cuando salgo.

—¡Está bien! El heredero de los Coccoz podrá decir, como el huevo de la adivinanza campesina: Mi madre me hizo cantando. Algo semejante le sucedió a Enrique IV. Cuando Juana de Albret sintió los dolores de parto, comenzó a entonar una vieja canción bearnesa:

Nuestra Señora del Puente,

socorred en esta hora

a una humilde pecadora

rogándole al Dios clemente

que me libre de aflicción

¡y el nacido sea varón!

Sin duda es un disparate dar vida a seres desgraciados, pero todos los días ocurre, mi buena Teresa, y entre todos los filósofos del mundo no conseguirán reformar una costumbre tan sencilla. La señora Coccoz la ha seguido, y canta. ¡Está bien! Dígame, Teresa, ¿hoy, ha puesto usted puchero?

—Sí lo he puesto, señor y ya es hora de que vaya a espumarlo.

—Muy bien; pero no deje usted de sacar del puchero una buena taza de caldo que subirá luego a la señora Coccoz, nuestra hipervecina.

Mi criada iba a retirarse, cuando añadí con mucha oportunidad:

—Teresa, haga el favor de llamar inmediatamente a su amigo el mandadero, y dígale que coja en nuestra leñera una buena carga de leña, que subirá a la casa de los Coccoz. Sobre todo que no deje de poner en la carga un buen tronco. Respecto al homúnculus, la ruego que si vuelve le dé muy cortésmente con la puerta en las narices, para que no se me presente otra vez con sus libros de cubiertas amarillas.

Después de tomar tales disposiciones con el refinado egoísmo de un viejo solterón, proseguí la lectura de mi catálogo.

Cuánta sorpresa, cuánta emoción, cuánta alegría me hizo sentir la nota siguiente, que no puedo reproducir sin que mi mano se estremezca de gozo!:

"La leyenda dorada de Jacobo de Génova (Jacobo de Voragine), traducción francesa, en 4° menor."

"Este manuscrito del siglo XIV contiene, además de la traducción, bastante completa de la célebre obra de Jacobo de Voragine: 1° Las leyendas de los santos Ferreol, Ferrucio, Germán, Vicente y Droctoveo. Un poema acerca de la Milagrosa sepultura del señor San Germán de Auxerre. Esta traducción, estas leyendas y este poema son debidos al erudito Juan Toutmouillé."

"El manuscrito está en vitela; contiene un gran número de titulares ornamentadas y dos miniaturas primorosamente hechas, pero en muy mal estado de conservación; una representa la Purificación de la Virgen y otra la Coronación de Proserpina."

¡Qué hallazgo! Cubrióse mi frente de sudor, y un velo nubló mis ojos. Temblé, enrojecí; como no pude articular ni una palabra, un grito ronco fue la expresión de mi contento.