Octipron y el Triángulo de Govil - Paulino Di Toto - E-Book

Octipron y el Triángulo de Govil E-Book

Paulino Di Toto

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Beschreibung

En el origen de los tiempos, el Gran Cosmos estaba formado por tres universos en forma de triángulo. En dos de ellos (llamados Universos inferiores) habitaban todas las criaturas. El otro (Universo Superior), era la morada de los Dioses Altos, que velaban por el Gran Cosmos. En el centro se encontraba la Tierra de Uzdram. Fue allí donde los Dioses Blancos y los Oscuros libraron una batalla por el control del Gran Cosmos, que no tuvo vencedor. Luego de ese suceso, el Consejo de los Altos decidió encerrar las fuerzas de los dioses dentro un colgante con tres esferas. Una guardaría el poder del bien y la otra el poder del mal. La más importante, sin embargo, sería la esfera del Octipron, con la supremacía para mantener unidas a las otras dos. El colgante fue llamado Triángulo de Govil. El dios líder de los Altos predijo entonces que, si algo les ocurriese a las esferas, surgiria entre todas las criaturas aquella que oficie de Guía y ayude a los Dioses del Bien a reunirlas nuevamente. Durante miles de años todo transcurrió en paz hasta que, por una desgracia, el Triángulo de Govil se rompió y las esferas quedaron dispersas por los universos. El resultado final de este evento podría ser muy grave ya que, quien encontrase la Esfera del Octipron, tendría el poder de reunir a las otras dos y usar las fuerzas allí guardadas para controlar el Gran Cosmos. Se iniciaba así una nueva batalla entre el bien y el mal. El destino del Gran Cosmos dependía ahora de encontrar al Guía y comenzar la búsqueda de las esferas para evitar que los Dioses Oscuros triunfen. El tiempo hacia el final había comenzado.

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Paulino Di Toto

Octipron y el Triángulo de Govil

Libro I: Ascenso a la Vandartha

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Archivo Digital: descarga y online

ISBN XXXXXXXXXXXXXXX

ANTEULTIMA LINEA ISBNULTIMA LINEA ISBN

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Para Emma, cuya luz me permitióencontrar las esferas perdidas y lograr equilibrar mi universo…

Prólogo

—Hoy es 21 de junio —dijo John con la misma voz que quebraba su garganta siempre en la misma fecha desde hacía años. Se incorporó sobre la cama desde donde podía verse la montaña. Se refregó los ojos con la parte inferior de su mano y se quedó sentado, con ambos pies en el suelo. Su mujer, aún dormida, le contestó.

—Sí, lo recuerdo. Es que solo espero levantarme algún día y que todo haya cambiado. Solo espero eso.

—Si tan solo Patrick nos hubiera hecho caso...—volvió a insistir él, antes de tomar fuerzas para levantarse.

Patrick era un chico con las mismas inquietudes y sueños que cualquier otro. Un chico común, aunque con una infancia que no estuvo signada por la tranquilidad.

Abandonado por su madre al nacer, deambuló durante sus primeros años por diversas instituciones públicas, hasta que finalmente fue adoptado por John y Carmen Hallower, una pareja de inmigrantes que vivía en el barrio neoyorquino del Bronx.

John trabajaba de estibador portuario en los barcos que provenían de los Países Bajos. Como consecuencia de un accidente no había podido tener hijos. Carmen trabajaba de costurera y, además, como personal doméstico en una casa de gente adinerada de Manhattan. De origen peruano (era oriunda de Saksayhuaman, una localidad cercana al Cusco), llegó a los Estados Unidos en busca de un futuro mejor, pero chocó con la dura realidad que sufren todos aquellos que esperan encontrar en el exilio la solución a sus problemas. Aunque toda su vida vivió en forma ilegal, prefirió quedarse allí antes que volver a su tierra.

Patrick era un chico como cualquiera, con una pequeña salvedad: su verdadero nombre era Imack Pachacútec, y su destino estaba marcado por el plan de los Dioses Eternos.

Capítulo 1

“Ninguno de los Dioses de Maar-Nir tendrá el poder de controlarel Gran Cosmos, pero sí de influir en el corazón de quienes lo habiten”.

Cuando todo comenzó el Gran Cosmos podía entenderse como un triángulo. Dos de sus caras estaban formadas por Daan-Rah y Daan-Dur (los universos inferiores), mientras que en la otra se ubicaba Maar-Nir, el universo superior y hogar de los Dioses Eternos. El centro del triángulo estaba formado por una tierra que va mucho más allá aun de los límites del entendimiento: Uzdram.

Creada por el Sabio Máximo (una entidad sagrada cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos), Uzdram hacía las veces de imán, manteniendo unidos a los tres universos, logrando así el equilibrio cósmico. Además, se ubicaba allí el Consejo de los Altos: dioses que, por su nivel de elevación, habían sido designados para gobernar la Tierra de Uzdram.

Integrado por losSiete Altosy liderado por el AltoMáximo, el Consejo existía a través del tiempo, velando por el Gran Cosmos. Durante millones de años los tres universos vivieron en equilibrio y armonía. Pero un día los dioses se dividieron, formando así dos grupos. Por un lado, estaban los Dioses Blancos, que buscaban proteger el equilibrio. Y por el otro los Dioses Oscuros que, en cambio, habían decidido dominar a los universos inferiores. Libraron entonces una guerra que se conoció como La Batalla de las Columnas de Uzdram que duró mil años, luego de los que no hubo ni vencedor ni vencido.

Con la ayuda del Dios Máximo, los Altos lograron detener el plan de dominación de los Dioses Oscuros. Entonces, tomaron todas las fuerzas (tanto las del bien como las del mal) y las encerraron en un colgante con tres esferas al que llamaron el Triángulo de Govil.

En su parte izquierda estaba la Esfera de Gazzpide. Era de color blanco y guardaba en su interior las fuerzas del bien. A la derecha estaba la Esfera de Bezznar. Era de color negro y contenía en su interior todo el poder del mal.

Pero la más importante de todas era la tercera, cuyo poder era superior al de las otra dos y que (al igual que Uzdram) actuaba como imán, manteniendo unido al Triángulo de Govil. La llamaron la Esfera de Octipron.

Con la creación del Triángulo de Govilel equilibrio había vuelto al Gran Cosmos, pero el esfuerzo del DiosMáximo para lograrlo fue tal que, luego de ello, dejó de existir. Tras esa tragedia, el Consejo (ahora integrado solo por los Siete Altos) decidió que:

“Ninguno de los Dioses de Maar-Nir tendrá el poder de controlar el Gran Cosmos, pero sí de influir en el corazón de quienes lo habiten. Su reinado durará alternadamente el mismo tiempo que duró la batalla”

A partir de esa decisión, otorgaron a cada uno de los dioses mil años para ejercer su influencia. Primero fue el turno de los Dioses Blancos (milenio dorado), para luego dar lugar al reinado de mil años a los Oscuros, quienes tendrían el poder de hacer caer a las todas criaturas a través de su codicia. Además, se decidió que el Triángulo de Govil quedaría en oculto en Uzdram, custodiado por un miembro del Consejo. Bajo la tutela del Sabio más antiguo y de mayor confianza, Ar-Dre, el Colgante fue guardado en el centro de una esfera transparente que no tenía aire ni gravedad. Estaba llena de nada: era la nada misma. Por lo tanto, para llegar a tomarlo, había que pasar por la zona vacía, con dos condiciones: no pensar en nada y no sentir nada. Pobre de aquel que ose entrar sin cumplir los requisitos, ya que sería destruido por sus pensamientos. El único que, por sus cualidades, podía tomar el collar, era el Sabio Ar-Dre. Sus conocimientos de miles de años le permitían lograr un estado mental de vacío, por lo que podía ingresar a la esfera sin que su existencia corriese peligro.

Bajo su protección, el Triángulo de Govil estuvo cuidado y los universos vivieron muchos años de paz. El reinado de los Dioses Blancos era de armonía y felicidad. Durante siglos, Ar-Dre cuidó el colgante hasta que, un día, sintió que su tiempo había llegado. Tenían, por lo tanto, que elegir un sucesor para ocupar su puesto. El Consejo de los Altos miró esto con enorme preocupación. Sería muy difícil encontrar un Dios capaz de proteger a la esfera y por tanto al Triángulo. Finalmente, decidieron designar a Ar-Min, un viejo discípulo de Ar-Dre. El Consejo lo consideró apto para continuar semejante tarea que, sabían, era de enorme responsabilidad. Su obligación sería proteger el Triángulo hasta sus últimos días, condenado así a la soledad eterna.

Durante centurias llevó adelante su tarea, tal y como se lo encargaron. En forma permanente, continuaba su camino de conocimiento interior, para no dejarse vencer por la tentación y poder, así, dedicarse a su misión. Pero hay sucesos que no se pueden controlar. Y fue por causa del amor (algo que estaba prohibido para los dioses), que el destino del universo tomó el rumbo equivocado. Y ese amor tenía un nombre: Met-Na.

Ar-Minpasaba los años en soledad protegiendo la Zona Vacía y velando por el Triángulo De Govil. Solo una vez cada cien años podía dejar su lugar para reunirse con el Consejo. Fue en una de esas oportunidades en las que se encaminaba a reunirse con los Altos, cuando decidió no tomar el camino de siempre. Quién sabe por qué no lo hizo. Y allí se encontró con Met-Na.

—Muchos años han pasado desde la última vez que nos vimos —dijo ella con una voz que envolvía todo el aire.

—Sabes, mi preciosa Met-Na, que hace tiempo no hablamos. Tenemos prohibido hacerlo y ahora, más que nunca. Déjame, entonces, seguir mi camino —le respondió.

—Desde que tengo recuerdo, tenemos prohibido sentir algo por otros dioses. Sin embargo, sabes que no he podido olvidarte. He traspasado los límites de mis dominios, solo para verte. Y por ello me castigarán —dijo Met-Na.

—Tu esencia está contaminada, desde que has querido formar parte de los DiosesOscuros, y por ello es que te han recluido, hasta que puedas elevarte de nuevo. Ahora debo seguir —respondió Ar-Min mientras su voz se quebraba por la angustia. Dentro suyo, la lucha entre el amor prohibido y la responsabilidad que le habían asignado, se desataba con la fuerza de mil soles.

—Mírame solo una vez antes de dejarte ir. Regálame solo ese instante —le pidió la diosa.

Ar-Min luchó por no mirarla, pero el pedido fue tan malvado como irresistible. Sabía que Met-Na estaba corrompida, pero no podía dejar de pensar en ella. Luego de cientos de años de esfuerzo y aprendizaje para lograr su tarea, una sola palabra suya ponía en duda todo.

—No puedo. Sabes que no puedo —le dijo. Entonces empezó a caminar lentamente para seguir su camino, mientras miles de pensamientos pasaban por su mente. Sabía (o creía) que podía controlarlos. De repente, sin saber por qué, se dio vuelta y la vio a los ojos. Y ese fue el principio del fin. Dueña de una belleza irresistible, tenía algo que podía doblegar a cualquier ser del universo. Ar-Min no fue la excepción... y cayó en su red.

—Hazme un favor. Llévame a ver el colgante. Dicen que su belleza es indescriptible —le pidió entonces. Ar-Min sabía que estaba entrando en el infierno, pero no pudo controlarlo.

—Sabes que no es posible. Además, entrar en la Zona Vacía es un riesgo que no puedo tomar —le contestó él.

Pero poco le costó a la diosa convencerlo. Lo miró fijamente hasta penetrar en su mente, en su esencia. Hipnotizado por su belleza, no hizo caso a los años de entrenamiento y, sin pensarlo, decidió cumplir el deseo de la perversa Met-Na. Comenzó así a moverse con dirección al interior de la esfera. Pero claro, no fue solo. Junto con él, ingresó ella. Ar-Min hizo su mayor esfuerzo en concentrarse para mantener su mente en blanco, mientras sentía cómo se movían hacia el centro. Por momentos quería regresar, pero no podía. Algo los atraía hacia el punto exacto en donde estaba la caja de cristal con el colgante. A su alrededor, la nada inundaba todo. Justamente por eso, por la nada, es que la entrada estaba prohibida a quién no fuese Guardián.

Llegaron al centro de la esfera y vieron, maravillados, la caja de cristal con el colgante en su interior. Se quedaron contemplándola, sin tomar conciencia del tiempo. Una cálida luz inundaba todo y podía sentirse una paz que no existía en ningún dominio. Era una sensación única. Ar-Min tocó el colgante y tuvo una sensación indescriptible. Sabía que estaba haciendo algo prohibido. Sin embargo, no tenía miedo. Entonces, iniciaron el regreso a la superficie.

—Ahí tienes tu deseo. Lo he logrado —le dijo a Met-Na.

—Soy el mejor. Soy invencible —pensó…y una milésima de segundo después, se dio cuenta del error que había cometido. Su ego lo había hecho pensar, justamente en él.

En ese instante fue cuando tiempo y espacio comenzaron a doblarse. Se vio a sí mismo, en su versión malvada. Su pensamiento se volvió en su contra y comenzó así una lucha contra sí mismo, que nunca ganaría. Durante esa pelea, la caja se partió en miles de pedazos y el colgante se destruyó, quedando las esferas esparcidas por los universos. El Consejo vio esto como una catástrofe. Lo bueno era que, mientras estas no se encontrasen, los dioses podrían influir en los corazones de las criaturas, pero no tendrían el poder de controlarlos. El problema se presentaría si alguien encontrase alguna de las esferas. Entonces el resultado sería inimaginable, ya que tendría el poder de controlar el bien o el mal, según cual sea la que encuentre. Pero había algo aún peor. La catástrofe que podría poner en juego el destino de todos los universos sería si la esfera más importante (Octipron), llegase a caer en manos equivocadas, ya que tenía el poder de llamar a las otras dos, uniendo nuevamente al Triángulo de Govil. Quién la encuentre tendría el control total del Gran Cosmos.

Pero esta tragedia tenía también su equilibrio. La profecía enunciada por el Consejo decía lo siguiente:

“Si algo le ocurriese al Triángulo de Govil, surgirá entre todas las criaturas del Planeta Tierra aquella que guíe a los dioses en su búsqueda. Su concepción se dará durante la noche de la Luna Blanca. Cuando esté preparado, los Encargados irán por él”

A partir del momento en el que las esferas se perdieron, comenzó una nueva guerra. Tanto los Dioses Oscuros como los Blancos comenzaron a organizar fuerzas para su búsqueda. Con preocupación, el Consejo se reunió, sin hallar una solución. No podían más que dejar en manos del destino el cumplimiento de la profecía. Sabían que, en algún lugar del Gran Cosmos, las fuerzas Oscuras cobraban poder. Pero sin el Mesías no había manera de adelantarse. Eran como un pequeño barco en la inmensidad del mar, sin una brújula. El tiempo hacia el final había comenzado.

Capítulo 2

“Alguna vez me iré a Finlandia. A lo mejor,las personas allí son más buenas”.

—Alguna vez conoceré Finlandia —repetía Patrick a su padre cuando, al acompañarlo a su trabajo en el puerto, veía alejarse a esos gigantes de acero con la bandera de fondo blanco y una cruz azul pintadas en sus cascos.

—¿Por qué la gente tiene tanto odio? ¿No es posible vivir en paz? Alguna vez me iré a Finlandia. A lo mejor, las personas allí son más buenas —le decía con insistencia.

La vida no era fácil en el entorno en donde se movía el pequeño. Eran épocas de alta tensión social. La lucha de clases había disminuido, pero el odio flotaba en el aire, cortándolo como la más filosa de las dagas. Los niños del barrio lo trataban con indiferencia y muchas veces con violencia. Por ello debía defenderse solo en ese infierno en donde el odio era moneda común.

Un día como cualquier otro llegó llorando de la escuela, luego de que un grupo de niños que se hacían llamar El Ghetto del Bronx, le exigieran el dinero del almuerzo por el derecho a no golpearlo. Cansado de las agresiones no quiso entregárselos, por lo que terminó con la mandíbula fisurada y una costilla rota. Cuando le contó a su padre quienes habían sido, este fue a la escuela a presentar una queja. Ante la negativa de una ayuda por parte de las autoridades escolares decidió entonces tomar las riendas del problema y ejercer justicia por mano propia: el resultado por defender a su hijo fue una revanchaestilo Bronx.

Los padres de Patrick trabajaban duro. Solo descansaban un día a la semana, que no siempre coincidía, ya que John rotaba su franco semanal.

Un domingo fueron a visitar a unos amigos que vivían fuera de Manhattan. Siempre que podían organizaban programas en familia, buscando un poco de paz y diversión, para romper la monotonía que implicaban sus duros trabajos.

El día transcurrió con tranquilidad. Luego de la visita a sus amigos, pasearon por un parque y se detuvieron en una casa de comidas rápidas, para tomar algo caliente antes de emprender el regreso a casa. Los padres pidieron café con algunas donas. Patrick prefería darse uno de esos gustos típicos de un chico de su edad.

—John…siempre lo mismo. Cómo permites que este niño… —dijo Carmen.

—Sabes que es un chico responsable y por ello le permito que se dé estos pequeños gustos… —contestó él.

El joven pidió entonces una hamburguesa con patatas fritas y, tras condimentarla con las salsas más picantes, la devoró con la desesperación de un león. Una vez que los tres terminaron sus respectivos platos, decidieron emprender la vuelta a casa. Se hacía de noche, comenzaba a hacer frío y el Bronx no era un lugar seguro una vez que caía el sol. Entonces tomaron un taxi de regreso. El viaje fue tranquilo. John tenía especiales ganas de estar ya en casa, ver un poco de televisión y relajarse. Mañana lo esperaba otro día de arduo trabajo. A medida que se iban acercando a su hogar, el panorama se hacía cada vez más conocido: los mismos puentes, los mismos negocios y los mismos edificios característicos del lugar. Por ello, durante el trayecto, ninguno hablaba. Solamente se dedicaban a mirar la geografía, a la espera de que el taxi cruzase el puente para entrar en su barrio.

—Un baño caliente no me vendrá nada mal. Definitivamente, me daré una reconfortante ducha antes de acostarme y luego dormiré tranquilo y relajado. Gracias señor por permitirme tener un hogar y una familia tan cariñosa —dijo John, que era muy católico y agradecía siempre a Dios por permitirle llevar su vida adelante sin mayores problemas.

Los tres conocían el barrio de memoria. Su aspecto era un cuadro repetido. Y más lo era a medida que se acercaban a casa. Pero esa tarde, algo había cambiado.

—Perdón, pero no pueden pasar. Hemos tenido que cerrar la cuadra —dijo un oficial de policía al taxista.

—¿Por qué? —preguntó John Parado en el centro de la acera, delante de una barricada que cerraba el paso, el policía contestó:

—Aparentemente hubo un incendio y los bomberos aún están intentando apagar el fuego. No sé por cuanto tiempo, pero no se puede pasar. El daño ha sido grave. Entonces, John sintió un frío que le recorrió el cuerpo. Como un latigazo que bajaba de su cuello y cruzaba por su espalda. La calle era larga y había en ella buena cantidad de edificios. Muchos de ellos de dos y tres pisos, con varios apartamentos. No había por qué preocuparse. Tanto él como su mujer eran personas responsables, que tomaban todos los recaudos antes de salir de casa. Su departamento no era gran cosa, tan solo un interno en un segundo piso. Pero era todo lo que tenían, y les había costado mucho esfuerzo conseguirlo. Definitivamente, no había por qué preocuparse.

—Algún descuido. Es muy común aquí. Los jóvenes se la pasan tomando y muchas veces no son conscientes de lo que hacen —dijo John al oficial.

—¿Hubo algún herido? —agregó como para seguir la conversación con el policía, mientras su mujer le pagaba al taxista los 26, 5 dólares del viaje.

—Por suerte no. Aunque ha habido gran pérdida material, ya que el fuego consumió todo lo que había en uno de los apartamentos. Pero, afortunadamente no hubo que lamentar víctimas. La familia no estaba en casa. Pobres, cuando lleguen y vean esto. No ha quedado nada —le contestó.

El mismo frío que había sentido John cuando el policía les impidió el paso, volvió a recorrer su cuerpo, pero esta vez fue más fuerte. Comenzó a temblar y rápidamente le dijo:

—¿Cómo que no había nadie en casa? ¿Puede decirme cuál es la dirección, oficial?

—Av. Colden 1374, piso segundo, interno —respondió el hombre.

John sintió como el mundo se desmoronaba, mientras su mujer comenzó a gritar y llorar desesperadamente.

—Déjeme pasar. Es mi casa —le dijo con la voz entrecortada.

Entró primero y le pidió a su familia que esperase afuera. Las lágrimas inundaban sus ojos a medida que atravesaba el pequeño corredor. Mientras subía las escaleras se hacía más intenso el humo en el ambiente. Miles de sensaciones pasaban por su cabeza. Los pocos metros del pasillo interno hasta llegar a la puerta se hicieron interminables. Cuando ingresó se encontró con el peor escenario. Todo estaba consumido por el fuego. Nada había quedado en pie. Los bomberos le pidieron que busque lo poco que habían podido rescatar y salga, ya que existía peligro de derrumbe. John se quedó con la mirada fija, perdido durante algunos segundos hasta que la voz de uno de los bomberos lo trajo de nuevo a la realidad.

—Por favor, tome lo que considere necesario y salga rápido. No es seguro estar aquí.

Buscó una pequeña caja que tenía escondida bajo una de las viejas tablas de madera del piso de su habitación. Allí guardaba dinero para tener una reserva ante cualquier problema. Aunque nunca imaginó que el problema podría ser tan grave. Todo lo demás (ropa, fotos y otros elementos) había sido devorado por el fuego. Sin dudarlo salió del departamento, dispuesto a no mirar hacia atrás. Tantos años de esfuerzo y ya no quedaba nada. Cuando cruzó la pesada puerta que daba a la calle, corrió a abrazar a su mujer y a su hijo. Carmen lloraba sin parar y pedía a los bomberos que la dejen entrar a su casa. Pero, mientras la calmaba, su marido intentó hacerle entender que ya no quedaba nada que justificara volver allí, y que además era peligroso.

No tenía duda, esta había sido la revancha de la gente a la cual atacó para defender a su hijo. Pero él no era un hombre violento, y sabía que no podía responder a la violencia con más violencia. Esa etapa de su vida se había terminado. Solo quedaba mirar hacia adelante.

Los Hallower se hospedaron por un tiempo en la casa de sus amigos, en las afueras del Bronx. Hacía tiempo rondaba por la cabeza de John y Carmen la idea de salir del infierno en donde vivían. Tanto ella como él habían analizado ya en varias oportunidades la posibilidad de escapar de esa ciudad sumida en el caos y la violencia, con el único fin de buscar un lugar mejor para la infancia del pequeño Patrick. Pero sus ingresos no les permitían más que sobrevivir, y sus escasas posibilidades económicas les impedían cualquier tipo de plan. El departamento era el único bien material que tenían. Sin embargo, esa fue la gota que rebalsó el vaso. Cansado de tanta violencia y sin muchas esperanzas ya de que el escenario cambie, John no tardó mucho en tomar la decisión.

—Hagamos las valijas. Nos vamos a Perú —dijo.

—¿Perú? ¿Qué harás allí? Aquí tienes trabajo. Patrick puede ir a la escuela y quizás pueda llegar a tener lo que nosotros nunca tuvimos... un futuro —le contestó su mujer.

—Nadie puede tener un futuro en un lugar como este. Ya has visto lo que pasó. Esta vez fue un incendio, pero la próxima puede ser nuestra vida o la de nuestro hijo. Además, siempre dio vueltas en tu cabeza a la posibilidad de volver al lugar donde naciste —dijo entonces él.

Los padres de Carmen aún vivían en su pueblo natal, lo cual ayudó al momento de tomar la decisión. El fuego no había dejado nada, y no tenían más cosas que la esperanza de un mejor futuro para su hijo Patrick, así que no lo dudaron. Terminaron algunos papeles y, en pocos días, tomaron lo mínimo indispensable y se marcharon.

Atrás quedaba una vida de esfuerzos, pocos amigos y algunos momentos de felicidad. Por delante, tenían un panorama incierto. No disponían más que de un poco de dinero para el viaje y la esperanza de una vida mejor. El futuro no estaba escrito y, para el pequeño Patrick, el destino tenía reservada una vida muy diferente a la que él podía imaginarse.

A miles de kilómetros de donde se encontraban hoy, la historia recién comenzaba a escribirse.

Capítulo 3

“Sentía que en el corazón del templo se escondía algo que escapaba a su entendimiento, algo que se perdía en la inmensidad… en la noche de los tiempos… algo que era mágico. Y que lo estaba esperando”.

Corría el mes de junio de 1980. La vida era apacible y próspera en la localidad donde Carmen había nacido.

—Sacsayhuamán ha cambiado mucho desde que me fui, hace ya más de 30 años —le dijo a su marido, con una voz que denotaba un futuro esperanzador.

—¿Has notado que los atardeceres aquí son distintos? El aire es distinto. Nuestro hijo podrá crecer en armonía con la naturaleza —aseguraba, mientras perdía su mirada en el vasto Valle Sagrado de los Incas.

Al poco tiempo de llegar se establecieron en Ollantaytambo, una localidad ubicada en el Valle de Urubamba, a media hora de la ciudad de Cusco.

John consiguió trabajo con una familia de lugareños que se dedicaban al comercio de las lanas. Carmen comenzó a trabajar con sus padres que, si bien ya estaban viejos, aun tenían la energía tan característica de la gente del lugar. Disponían de cabras en unos terrenos en la montaña y, con lo producido por la venta de la leche y la lana, llevaban adelante una vida apacible. La población de Ollantaytambo no era muy numerosa. Las construcciones eran sencillas, pero de una belleza especial. Su arquitectura (típico ejemplo de la planificación Inca) estaba formada por calles rectas, estrechas y serpenteantes, que bordeaban unas quince manzanas.

Ollantay deriva de la palabra ulla-nta-wi, y quiere decir lugar para ver hacia abajo. Algo así como una atalaya. Instalado entre inmensas montañas, el pueblo era un gran mirador, desde donde podían apreciarse las gigantes moles de piedra entre las cuales el viento rebotaba, dibujando así remolinos invisibles. Un viento que dejaba escapar un continuo silbido, a veces aterrador, que no terminaba nunca. En el centro de la ciudad, la plaza principal permitía una clara vista de las terrazas agrícolas (ejemplo de la ingeniería Inca). Con más de 700 metros de largo, fueron construidas en relación a la posición de sol. Hacia el oeste se encontraba la Aracama, un conjunto de edificios compuestos por la Iglesia, la plaza de Manyaraqui o el baño de la Ñusta.

Pero, de todos los edificios, había uno que causaba en Patrick una sensación de incertidumbre y respeto: El Templo del Sol. Construido sobre la cima de una pirámide de terrazas, es una edificación única en el Valle Sagrado. Considerado un lugar ceremonial, los pocos monolitos que quedaban demostraban que el templo guardaba una estrecha relación con los astros. Este gigante de piedra, desde donde podía apreciarse casi todo el valle, causaba muchas sensaciones en Patrick, quien se sentía atraído por algo que no podía llegar a explicar.

El cielo celeste intenso formaba parte de un cuadro en donde las montañas simulaban devorarse a las casas, que parecían pequeños lunares saliendo de esos gigantes de piedra. Estas montañas, dentro de las cuales se había construido la pequeña aldea, hacían del valle un lugar mágico, misteriosamente cautivante.

Desde que llegó a Ollan (como le decían los lugareños), Patrick sintió que allí había algo más. Pasaba largas tardes mirando el valle, perdiendo su vista en la inmensidad de las montañas. No sabía qué. Pero sentía que en el corazón del templo se escondía algo que escapaba a su entendimiento, algo que se perdía en la inmensidad… en la noche de los tiempos… algo que era mágico. Y que lo estaba esperando.

El niño se adaptó rápido y fue adquiriendo de a poco las costumbres de los otros chicos del lugar. Comenzó entonces a asistir a la escuela. Todos los días caminaba las calles que separaban su casa del pequeño edificio, en el cual uno de los hombres más viejos de la comunidad oficiaba de maestro. Los estrechos caminos escoltados por imponentes muros de piedra eran el nuevo paisaje que se reflejaba en sus ojos. Atrás había quedado el infierno del Bronx, donde día a día veía consumirse sus sueños. Definitivamente, el paisaje había cambiado, dando lugar a un nuevo cuadro en donde la naturaleza regalaba a diario maravillas como la majestuosidad del amanecer. Una sensación de libertad se sentía en cuerpo y alma. Y Patrick la disfrutaba.

—Es la primera vez en mi vida que veo al sol ocultarse en el horizonte —comentó a su madre.

El pequeño se quedaba sentado en la montaña, incluso mucho tiempo después de la puesta de sol. Carmen tenía que insistir en que entrase a la casa ya que el frío, durante gran parte del año, era intenso. Pero no podía dejar de admirar el paisaje. Se quedaba horas mirando por la ventana con la mirada perdida. Muchas veces era un verdadero trabajo hacerlo madrugar para ir a clases.

A pesar de su inmediato contacto con la naturaleza, llegó hasta ese lugar tan lejano creyendo no tener muchas esperanzas de encontrar allí su destino. Era un pueblo pequeño, sin mucho para hacer. Sin embargo, el paso de los días hizo que se enamore cada vez más de esa tierra y de sus misterios. Con el tiempo, sus dudas y miedos crecían, porque sentía que había una fuerza que superaba todo poder de explicación. Algo que podía ser grande.

Pero un día, sin querer, todos esos miedos y todas esas dudas desaparecieron como por arte de magia. Un día que marcaría aún más su destino: el 21 de junio. Después de tantos años de incertidumbre y sufrimiento, parecía que la vida le había dado una nueva oportunidad. Además de ser el día de su cumpleaños, es para Perú una fecha muy especial ya que se festeja la Fiesta del Sol (Inti Raymi) para celebrar el comienzo del Solsticio de Invierno y el primer día del año nuevo en el calendario Inca. Esa fecha es muy importante ya que en la celebración se representa la eterna lucha entre la luz y la oscuridad.

Paradójicamente, ese día dejó atrás años de oscuridad, cuando, por primera vez, cruzó palabras con una niña del pueblo. Entonces, sintió que su mundo se inundaba de luz. Dicen que todo ocurre por algo. Que nada es por azar. Y, para nuestro amigo, ese algo tenía un nombre: Aymará. Aymará era descendiente directa de Cachúc Pachacútec, gobernante del pueblo Inca, chamán y sabio, muerto en la conquista hacia el año 1570. Dicen que los herederos directos del Cacique llevan en su sangre la bendición de los dioses. Si bien Patrick no conocía la historia, había generado interés en saber más sobre la cultura indígena. No tenía certeza acerca de esa leyenda, pero de algo sí estaba seguro: Aymará era realmente una bendición. Detrás de unos ojos marrones y un pelo largo y renegrido, la pequeña tenía una magia inexplicable, como todas las sensaciones que experimentó el día que la conoció.

Cuando comienza el solsticio es para los habitantes del pueblo un día muy especial: el día de la Luna de Ollan. Según otra leyenda, una vez cada mil años aparece una luna especial, que sirve como puerta para que la fuerza de los dioses llegue desde lo inmemorial de los tiempos: la Gran Luna Blanca de los Mil Años. Aymará nació un 21 de junio. El mismo día en que nació Patrick y día, además, de la Luna de Ollan. Definitivamente, ese día entendió por qué el destino lo había hecho llegar hasta un remoto y escondido lugar en el mundo.

Capítulo 4

“En ese instante, miles de galaxias chocaron y volvieron a crearse dentro de un túnel mágico que unió sus miradas. Estaba claro que algo había cambiado. Y no solo para ellos”.

—Mañana iremos a las ruinas del templo. ¿Por qué no invitas al niño nuevo? —le dijo Aymará a Elsa, una de sus tres amigas. Entonces, Patrick giró rápidamente la cabeza.

—Gracias por la invitación, pero no estoy interesado. Además, tengo nombre —se apuró a responder, mostrando cierto descontento improvisado. Aymará rio con inocencia, mientras le decía algo al oído a su amiga.

—Déjalo, él se lo pierde. Además, es muy maleducado. Hablarle así a una dama, y encima a una Pachacútec —dijo Elsa con la mirada fija en el muchacho.

—Tienes razón. Él se lo pierde —agregó Aymará.

Así fue como Patrick y Aymará cruzaron palabra por primera vez. Ocurrió durante su primer día de clases. Y no fue un día como cualquier otro. Algo había cambiado para él… pero también para la niña. Bastó solo un segundo para que todas las fuerzas cósmicas se unieran. En ese instante, miles de galaxias chocaron y volvieron a crearse dentro de un túnel mágico que unió sus miradas. Estaba claro que algo había cambiado. Y no solo para ellos.

La jornada transcurrió con la misma tranquilidad de todos los días en esa época del año. La tarde comenzaba a pintar de dorado el horizonte y los últimos rayos del sol jugaban con las paredes de la muralla de piedra que rodeaba al pueblo. Su sombra, proyectada en la montaña, se iba encogiendo a medida que el sol se escondía, hasta esfumarse. Luego de ese espectáculo por el que la naturaleza no cobraba derechos, la noche se adueñaba del valle. Y la noche allí merece un capítulo aparte.

—Es rara aquí la noche —le dijo Patrick a su madre, mientras miraba a través de la ventana de la cocina.

La casa, sencilla pero inundada de una calidez que no se compra con dinero, tenía una ubicación privilegiada. Al estar en lo más alto del pueblo, era a su vez un mirador desde donde podía tenerse una vista panorámica de todo el valle. Las montañas y la luna hacían un juego de luces y de sombras, en donde cada uno podía imaginarse su propio universo de figuras. El viento, que chocaba contra las montañas, completaba el cuadro con una música que bien podía sentirse como una melodía o asustar, como una película de suspenso. El cielo, inmenso e inalcanzable, mezclaba un negro profundo con un millón de estrellas que parecían bailar, sin moverse de su sitio. Como invitando a entrar a un mar infinito que haría temblar hasta al pirata más valiente. Y allí, dominando ese paisaje que daba una tranquilidad eterna, estaba ella... la luna.

—Es rara aquí la noche. La luna parece más grande, más blanca… parece una puerta. No sé bien a dónde podrá ir, pero parece como un enorme portal que permite pasar hacia otros mundos, a otros tiempos. ¿Será posible viajar a otros mundos? —le preguntó Patrick a su madre, antes de irse a dormir.

—Todo depende. Si eres un buen niño seguro se cumplan todos tus deseos —le contestó.

—Desde arriba Ellos nos miran. Y algún día, vendrán —afirmó Patrick.

—Ah, ¿sí? ¿Y quiénes son Ellos? —preguntó su madre, cómo intentando demostrar a su hijo interés en el diálogo.

—Ellos viven más allá de la luna, los he visto en mis sueños. Me han hablado y me han dicho que, cuando llegue el momento, vendrán en búsqueda del Guía—asintió él.

—¿Y quién es el Guía? —retrucó ella, para que su hijo se sienta escuchado e importante.

—No me lo han mencionado, pero cada vez que vienen a visitarme me aseguran que, durante la noche de la Gran Luna Blanca de los Mil Años, será el tiempo del Mesías—contestó con una seriedad que ponía en duda cualquier discusión.

A esta altura el juego se transformaba en una incógnita para su madre que pensaba qué imaginación que tiene este niño.

—¿Y qué es esa Gran Luna Blanca de los Mil Años? —le dijo ella para probar hasta qué punto podía llegar su imaginación.

—Es, justamente, una luna especial que solo se ve cada milenio. Por eso es que nosotros hemos venido a vivir aquí. La noche de la Gran Luna Blanca será el tiempo del Guía. Entonces, vendrán a buscarlo. Él es el único que puede ayudarlos —finalizó, antes de apagar la luz para quedarse hasta altas horas contemplando la luna por la ventana.

La madre comenzó a tornar sus risas en preocupaciones. Tanta precisión en la historia, tantos nombres, tantas cosas que salían de la boca de un chico, con una contundencia que ponía en tela de juicio toda discusión.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó con intención de dar por terminado el tema.

—Dentro de poco. Por ello me han encargado que comience su búsqueda. Si el Guía no está para el momento exacto en qué se abra el portal, todo fracasará. Mi responsabilidad es mucha, ya que tengo que buscar a alguien que no conozco —agregó.

La paciencia de la madre había llegado a su límite. Pero la curiosidad era más grande. Debía continuar aquel ping-pong de preguntas y respuestas en donde, hasta el momento, su hijo ganaba todos los games.

—Dime algo, ¿cómo harás para buscar a alguien que no conoces? —preguntó su madre.

—No sé te he dicho. De una manera u otra, él vendrá a mí —le respondió ya sin interés en seguir la charla.

—Niños… cuánta imaginación —dijo entonces Carmen mientras se retiraba a cerrar las pesadas persianas.

—Sé que no me crees, y tampoco pretendo que lo hagas —le contestó su hijo.

—Bueno, basta. Es tarde y debes dormir —respondió ella, esta vez con un tono serio.

—Solo un rato más. Debo verla, porque ella siempre me da un mensaje —pidió él.

—Ya es tarde. Y mañana debes ir a clases —concluyó su madre.

—Sabía que no me entenderías. Me lo advirtieron.

—Te entiendo, y te creo. Solo que ya es tarde. Mañana me sigues contando —le dijo ella, intentando que sus palabras sonasen lo más reales posibles.

—Tuviste tu oportunidad hoy, y no me escuchaste. Además, ya sabes más de lo que puedes saber —concluyó Patrick, lapidario. Entonces, se dio media vuelta y se quedó mirando contra la pared.

El otoño comenzaba a dejar el pueblo para dar paso al invierno. De a poco comenzaba a sentirse el frío. Patrick se recostó, se tapó bien y se sumió en un profundo sueño. Esa noche durmió plácidamente. Para su madre, por el contrario, fue una velada muy larga. Las palabras de su hijo daban vueltas en su cabeza con una fuerza que estaba venciendo la fantasía para transformarse en convicción. Un huracán de preguntas se confundía con las palabras de Patrick: ¿Por qué decía eso? ... Ellos me lo dijeron... ¿De dónde sacó esa historia? …Tuviste tu oportunidad… ¿Y por qué estaba tan convencido?... Sus preguntas se mezclaban con las palabras del su hijo en un eco interminable.

Estaba mareada y confundida. Tenía miedo. Esa noche fue larga. Pero de algo estaba segura: no se iba a quedar de brazos cruzados. No iba a dejar solo a su hijo. Había algo más allá. Y debía averiguar qué era.

El día siguiente amaneció con la temperatura típica de la época. Las primeras heladas nocturnas luchaban por mantenerse en los muros de las casas y las calles. Los reflejos del sol en la escarcha creaban un arco iris que podía verse en el pasto, hasta que el hielo se hacía agua y el verde volvía a adueñarse de la montaña. Recién a media mañana la temperatura se elevaba y el clima invitaba a disfrutar un poco más del día. Patrick salió temprano para la escuela. Sin embargo, no fue el único. Casi sin dormir y aprovechando que no había gente en las calles, su madre lo acompañó y luego se dirigió, decidida y sin pausa, hasta el templo que quedaba un poco más allá de los límites del pueblo. Si había alguien que podía ayudarla era el gran chamán, el más sabio del Valle.

Sabía que no iba a ser una tarea sencilla. Era un hombre parco, de pocas palabras. Hace años que no lo veía (incluso desde antes de irse a Norteamérica). Las pocas veces que fue a visitarlo cuando era muy chica, con su madre, el viejo estaba sumido en su mundo. De a poco se había introvertido a punto que los mismos habitantes del pueblo lo relegaron, hasta dejarlo en el olvido. Pero ella sabía que su visita no iba a ser en vano. Después de todo, se trataba de su hijo, y debía hacer todo lo necesario para entender qué pasaba.

Caminó sigilosa desde su casa hasta donde terminaba el pueblo. Bajó la montaña siguiendo el camino rocoso y, luego de andar varios metros, recién comenzó a sentirse tranquila de que nadie la seguía. Miró hacia atrás, para asegurarse de que su única compañía era el incansable viento. Entonces se reincorporó y, con actitud decidida, cruzó el viejo puente de madera que pasaba por encima del riachuelo que bajaba desde lo alto de la montaña. Si bien era seguro, no se usaba mucho porque se había construido otro más nuevo, pero ese era el camino más fácil para llegar al templo. Además, pensó, nadie andaría por ahí. El agua estaba demasiado fría como para arriesgarse. El rechinar de las maderas bajo sus pies, sumado al silbido del viento que se colaba entre las montañas, creaba una atmósfera que aumentaba aún más la adrenalina. Su corazón latía fuerte, agitado y ansioso.

—Siento que Patrick es especial. Lo conozco. Le enseñé a no mentir. Pero, por otro lado, no puedo concebir tanta imaginación —pensaba mientras seguía caminando.

Nuevamente se sumía en un universo de dudas que ella misma intentaba responder. Su mente no podía mantenerse en blanco y la bombardeaba con interminables preguntas y respuestas que se transformaban en un círculo vicioso. Ya del otro lado del puente, avanzó con cuidado por los angostos caminos de piedras que subían la montaña vecina y siguió por la ladera unos cientos de metros. Finalmente, al llegar a la cima, pudo ver el templo, ubicado del otro lado. Apuró sus pasos y subió las escaleras que llevaban a la puerta principal. Más allá de lo que uno podía pensar, el Gran Templo (como lo llamaban los lugareños), no era un edificio que llamase la atención justamente por su tamaño. Era, más bien, una construcción sencilla. La pared del frente tenía forma semicircular con dos pequeños agujeros a modo de ventanas. En el centro, respetando siempre una perfecta simetría (característica de todas las construcciones de la zona) se ubicaba la entrada. El recinto principal conservaba aun el techo. Adentro había una gran piedra rectangular (del tamaño de una cama chica), donde se realizaban los ritos de nacimiento hace miles de años. Un poco más atrás, una pequeña habitación ubicada a un costado y otra más pequeña, pegada a la principal. El edificio estaba metido en la montaña, perfectamente protegido de las inclemencias del tiempo. Era sencillo, muy sencillo. Sin embargo, tenía algo especial. Emanaba de su interior una energía única, que podía percibirse en todo el cuerpo. Era misteriosamente poderoso. La simpleza y humildad de su construcción se contraponía con su grandeza, como demostrando que lo importante no era el aspecto externo. El templo invitaba a quien quiera entrar, sin condiciones. Por años la gente del pueblo no había hecho uso. Simplemente habían dejado de ir. Pero eso era algo que Carmen no iba a hacer. Sabía que allí estaban las respuestas que buscaba. Y para encontrarlas, no habría quién la detuviese. Una vez parada de frente a la pequeña entrada, respiró profundamente. Giró la cabeza para asegurarse de nuevo que nadie la había seguido, trepó los últimos escalones y pasó hacia el otro lado. Cruzó el recinto con la cama de piedra y, unos pocos metros adelante, encontró la puerta de entrada a la habitación. Volvió a respirar y entró. Entonces, la calma. El viento parecía respetar los límites. Hasta allí llegaba su dominio. Detrás de las paredes de piedra, todo lo que podía sentir era tranquilidad. Se quedó por un minuto absorta en sus pensamientos, mirando a la nada. Un cálido haz de luz cruzaba la habitación. De pronto, una suave voz que venía de todas partes, cortó ese clima de silencio.

—Entra… te estaba esperando.

Capítulo 5

“Hace mucho tiempo que estoy esperando por este momento —dijo el anciano con voz calma. Su frágil cuerpo parecía encerrar mil años de historias”.

Una mezcla de miedo e intriga se apoderó de Carmen, quien por un momento pensó en salir corriendo. ¿Cómo era posible que un hombre que hace años no veía, estuviese allí esperando por ella? La oscuridad reinaba dentro del lugar. Solo un haz de luz se animaba a ir más allá de la entrada y cruzaba la sala cortando el aire hasta chocar con la pared, que dividía la habitación principal de la interna. Dentro de ese haz, millones de partículas de polvo bailaban, felices prisioneras. Como si estuviesen alegres de pertenecer a ese mágico mundo habitado por ellas y por otro hombre. Solo por uno. El mismo que, por segunda vez, invitó a Carmen a pasar.

—Te dije que estoy esperando, no seas maleducada y pasa, por favor —insistió. Entonces ella traspasó la segunda entrada (que tampoco tenía puerta) e ingresó en una pequeña habitación. Sus paredes, vestidas de adoquines, no tenían ventanas. Sin embargo, no se sufría allí sensación de encierro. Todo lo contrario. Se respiraba una libertad mucho mayor que afuera. A la altura de su cabeza colgaban puntas de flecha y collares con plumas, rodeando una pintura con la cara de un hombre, en lo que parecía ser un altar. En una de las esquinas, un perfecto fuego iluminaba el ambiente, dentro de una hoguera incrustada en la pared. Parecía estar pintado, si no fuese porque el calor invitaba a quedarse allí al lado.

—Hace mucho tiempo que estoy esperando por este momento —dijo el anciano con voz calma. Su frágil cuerpo parecía encerrar mil años de historias. Era de contextura pequeña, con una larga y canosa cabellera que envolvía una piel curtida. Sentado frente al fuego, que lo protegía de las inclemencias del invierno, la miró durante un lapso en el que Carmen perdió noción del tiempo. Sus ojos, que reflejaban la luz del fuego, emitían una luz mágica, casi hipnótica.

—Imagino que tendrás muchas preguntas para hacer. Algunas podré responderte, y otras no. Solo puedes saber lo que tengo para decirte. Ni más, ni menos —replicó sin darle posibilidad a pedir más explicaciones que aquellas que solo estaba dispuesto a darle.

—Siéntate. Deberás estar preparada para lo que tienes que escuchar —finalizó, antes de apoyar su mentón y sus manos sobre el bastón y volver a quedarse mirando el fuego.

Sin discutir absolutamente nada, Carmen se sentó en un sencillo pero cómodo banquillo hecho con madera y cuero y apoyó su espalda contra la pared. En algún lado dentro suyo, una sensación de miedo la incitaba a no querer oír lo que ese viejo tenía para decir. Pero, por otro lado, no podía dejar de estar intrigada por saber cuál era el secreto que guardaba.

—La historia no tiene un origen claro. Según se sabe, hace varios siglos el primer sacerdote de mi casta encontró, en este mismo lugar donde antes había cuevas, diferentes figuras talladas en la pared. En ellas estaba representado un ritual de nacimiento durante un solsticio de invierno. Realmente no sabemos, cuándo y por qué se inició. Lo que sí sabemos es que... (y aquí vale la pena abrir un paréntesis. Porque la verdad, si Carmen hubiese sabido lo que iba a escuchar, quizás lo hubiese pensado dos veces. Sin embargo, son los desafíos los que marcan a las personas. Muchos implican un mayor costo. Y una mayor recompensa. Carmen había llegado hasta ahí sin saber para qué. Lo que sí tenía en claro era que allí debía estar. Y debía, también, escuchar lo que el viejo tuviese para decirle. Cerramos paréntesis).

—Lo que sí sabemos, es que, según esas figuras, es en este tiempo cuando algo importante ocurrirá —continuó diciendo el chamán. Entonces hizo una pausa, y, con una voz calma, empezó a relatarle a Carmen la historia que daba origen a todo lo que vendría a continuación.

—Durante un terremoto, las escrituras encontradas quedaron enterradas y el sacerdote no tuvo oportunidad de mostrarlas a los demás habitantes del pueblo. Pasó años intentando entender el significado de esos dibujos, que fueron su obsesión. Nunca llegó a saber por qué estaba representado ese nacimiento. Hasta que, un 21 de junio hace 480 años, ocurrió algo que terminó de convencerlo acerca de la importancia de dichas escrituras. Dos hermanos mellizos (un hombre y una mujer) nacieron exactamente la noche en que comenzaba el solsticio. Eran hijos del Cacique Pachacútec. Y fue el sacerdote quien los trajo al mundo. Los mellizos iniciaron la dinastía, al estar bendecidos por la Luna. Debes saber que nuestra leyenda dice que cada mil años…

—Ya conozco la leyenda, cuénteme más por favor…—interrumpió Carmen.

—Durante el festejo por el nacimiento, el sacerdote dijo que por fin el momento había comenzado. Pero como no había podido demostrar lo que encontró antes, nadie le creyó. Los mellizos continuaron con sus vidas y nada más pasó —continuó relatando el viejo con voz suave y pausada.

—Dice también la leyenda que el Mesías llegará a nosotros en la noche algunaGran Luna Blanca —agregó.

—Pero ¿qué tiene que ver eso con mi hijo? ¿Y cómo se relaciona con todas las historias que me cuenta? —preguntó Carmen, esta vez con más dudas que certezas.

—El nacimiento de ambos niños se produjo durante el comienzo del solsticio aquí, hace 480 años, cuando faltaban aun 500 años para la noche de la Gran Luna Blanca—respondió el viejo.

—Lo que quiere decir entonces que el Mesías nacerá dentro de veinte años. Pero, de nuevo ¿qué tiene que ver eso con las historias que me cuenta mi hijo? —volvió a preguntar la mujer, que a esta altura no sabía si lo que escuchaba era verdad o estaba dentro de un libro de ciencia ficción.

—Su hijo se llama Patrick, porque así le pusieron en su tierra. Sin embargo, debe usted saber que él lleva en su sangre la dinastía Pachacútec —le respondió el anciano.

—¿Qué mi hijo es un qué? —interrumpió Carmen, quien por un momento sintió que no entendía lo que estaba ocurriendo —¿Me está queriendo decir que un niño que adopté es descendiente de los sacerdotes sagrados? Sabía que venir a verlo era una locura. Gracias por su tiempo —le dijo, mientras se levantaba de la silla dispuesta a irse y olvidar todo.

—No se puede luchar contra lo que está escrito. Por eso has llegado a su vida... y por eso lo has traído de vuelta a sus orígenes. Y, aunque no lo creas, también eso estaba escrito, por fuerzas que van más allá de lo que podemos entender —respondió el chamán. Carmen se volvió a sentar en el banquillo y refregó sus ojos.

—Perdón por mi actitud, esto no es fácil para mí. Nuevamente y suponiendo que todo eso sea cierto, sigo sin entender qué tiene ver con Patrick —le dijo entonces.

—Como te he dicho, los primeros niños bendecidos por la luna fueron los mellizos, nacidos un 21 de junio hace cuatrocientos ochenta años. Patrick también nació un 21 de junio. Y lleva en su sangre la herencia de los Pachacútec. Por ello, es mucho más importante de lo que todos creemos. Y por ello debes velar por él. Si el destino lo quiere, será parte de la historia en el camino de nuestra salvación. Y su tarea no es sencilla. Debe encontrar a nuestro Guía. Cuida de tu hijo. Pero no lo contradigas ni intentes ayudarlo. Debe ser él quien encuentre su camino, solo —finalizó.

A esa altura la conversación había tomado un camino casi de ciencia ficción.

—¿Mi hijo, parte de una historia en la salvación del mundo? —pensaba. Entonces, salió de la habitación sin despedirse, dejando atrás la figura del viejo con el mentón apoyado en su bastón, mirando al fuego. Se alejó caminando sin saber realmente qué era verdad y que no. Mientras cruzaba la antesala del templo, ya con poca luz, escuchó al viejo decir:

—Sabía que no me creerías, ya que no estás preparada, aún. Pero si algún día ves que tus dudas ganan a tus pensamientos, busca en tu interior. Allí estarán las respuestas... —finalizó.

Casi sin prestar atención a esas últimas palabras, salió de la sala. Bajó rápidamente las escaleras que separaban al templo del camino de vuelta. Muchas cosas tenían lógica, pero otras parecían un disparate imposible de creer. La tarde comenzaba a caer y seguramente su marido y su hijo le preguntarían dónde había estado. Hacía frío. Sabía que no podía decirles nada acerca de su conversación con el chamán. Habían ido allí a encontrar paz, y esto solo traería más problemas. Los últimos rayos del sol se ocultaban, y la luz de la luna comenzaba a reflejarse sobre la montaña.

Hacía frío. Y una noche más comenzaba a adueñarse del paisaje, dando paso a una oscuridad que imponía respeto. Allí donde el sol era el rey de los días, un cielo profundo quedaba pintado de estrellas. Y entre todas las estrellas salía ella, con una majestuosidad que asombraba. Ella, que tantas veces había sido dueña de noches mágicas, y que hoy era motivo de tantas preguntas. Allí estaba: la Luna de Ollan.

Hacía frío. Y definitivamente, algo había cambiado.

Capítulo 6

“¿Podría ser cierto? ¿Habría algo, o alguien, más allá de los confines del universo, que vendría a guiarlos?”.

Carmen volvió en sí. Sus ojos se humedecieron y fue al quitarse las lágrimas cuando se dio cuenta de que se había quedado parada mirando la luna, sin saber cuánto tiempo. Sus manos estaban bastante entumecidas, por lo que le costó incorporarse. Sintió el frío de la roca en la cual se había sentado minutos antes. Entonces caminó, apoyándose en las paredes de piedra que bordeaban a las angostas callecitas del pueblo, hasta llegar a su casa. Estaba cansada.

—¿Dónde has estado todo el día? Estaba muy preocupado. Fui a la escuela de Patrick, pero nadie me supo decir nada. Será mejor que tengas una buena explicación para darme —le dijo, impaciente, su marido.

—No me ha ocurrido nada, no he hecho nada de lo que tengas que preocuparte y, a esta altura de mi vida, no tengo que darte ninguna explicación acerca de lo que hago o dejo de hacer. Confía en mí, estuve viendo a un antiguo familiar que andaba de paso por el pueblo, solo eso. Es tarde, así que voy a cocinar —le respondió ella cortante. Patrick estaba realizando algunas tareas de la escuela cuando interrumpió la charla.

—¿Has visto qué linda esta la luna? —le dijo entonces dirigiendo la mirada a su madre, que estaba en la cocina.

—Es la misma luna de todas las noches, no sé por qué te obsesionas tanto, así que por favor deja ya tus fantasías con ella. No es más que eso, una luna —respondió ella, mientras el eco de las palabras del viejo chamán daba aun vueltas en su cabeza.

—Maldición... me corté... por favor ve a tu cuarto ahora y déjame terminar la cena. Es tarde y mañana tienes que ir a la escuela —dijo entonces en un tono de voz para nada agradable.

—Estaré en mi cuarto, mirando la luna —contestó el pequeño.

Esa noche la cena fue más silenciosa de lo normal. Los tres comieron rápidamente y en pocos minutos, cada uno se levantó de la mesa.

—Estás muy extraña. No sé qué ocurre y confío en ti, pero definitivamente, estás muy extraña —dijo John, y se retiró a su habitación.

Un día más llegaba a su fin. Carmen se apresuró y se acostó, mientras su marido terminaba de beber el último sorbo de whisky, como cada noche. Una noche que fue más silenciosa que lo usual, y que también iba a ser larga.

Para cuando Carmen logró conciliar el sueño, los primeros rayos de sol comenzaban a derretir la escarcha. Un nuevo día daba inicio, y no había podido dormir en toda la noche. Se incorporó, preparó el desayuno y despertó a su hijo, para llevarlo a la escuela.

—Por suerte mañana es sábado y podré dormir hasta tarde —pensó para darse más ánimo. Mientras desayunaba, no podía dejar de pensar en la visita al templo.

—Cuídalo y por nada del mundo le vayas a decir que estuviste aquí. Él debe encontrar su camino, solo... el destino lo trajo hasta el que era su lugar —las palabras del chamán retumban en su mente casi en forma continua. ¿A qué se refería con encontrar su camino? ¿Por qué este era su lugar? ¿Qué tenía que ver su hijo con la supuesta llegada del Mesías? Cuanto más se preguntaba, mayores eran sus dudas. Sabía que no podía volver a lo del viejo, porque se había ido de allí sin creer lo que le dijo, pero también notaba que era el único que podía aclararle las preguntas. Decidió entonces jugar una última carta y regresar al templo. Era un todo o nada. Y debía apostar a pleno para ganar. Ni bien terminaron de desayunar, Patrick tomó sus libros, saludó desde lejos y atinó a salir.

—Debo ir a buscar unas verduras al mercado, así que si quieres puedo acompañarte a clases —dijo ella.

—Como quieras —fue la escueta respuesta de su hijo. Entonces tomó una bolsa para guardar lo que iba a comprar y ambos salieron. Durante el camino, Patrick iba en silencio, mostrando claramente su estado de molestia por lo ocurrido la noche anterior.

—Perdona, hijo. No sé qué me pasó la otra noche. Estoy algo nerviosa. Todo esto que me contaste, no sé si...

—No me hagas caso. Son solo fantasías —le dijo él, aun molesto.

—Te creo, solamente necesito tiempo —le contestó su madre, mientras llegaban a la puerta de la escuela en donde sus amigos estaban esperando al horario de entrada.

—Te dije que no te preocupes mamá...—respondió él, haciéndose el interesante para luego ir (con un estudiado desenfado) hacia donde estaba Aymará.

—¡Hola! —dijo ella con una sonrisa, y Patrick comenzó su día más alegre que de costumbre.

—¿Le pasó algo a tu madre? —preguntó la niña.

—Nada importante —respondió él para no tener que dar explicaciones.

De regreso a casa, Carmen se desvió sigilosamente al templo, dispuesta a no irse hasta tener todas las respuestas. Nuevamente, se aseguró que nadie la siga. Entonces, subió las escaleras hasta la entrada, miró por segunda vez para estar totalmente segura de que no nadie la había seguido e ingresó.

—Disculpe, sé que fui muy descortés con usted el día de ayer, pero la verdad es que necesito que me ayude, de nuevo —dijo, mientras asomó la cabeza en la sala. Esperó unos segundos, y, al no oír respuesta, avanzó hacia la segunda habitación, en búsqueda del chamán. Enorme fue su sorpresa al ver que estaba oscura, fría... y vacía.

—Por más que no se mueve del templo, habrá salido a hacer algo. No importa, volveré mañana, y seguramente no tendrá problema en hablar conmigo —pensó.

A la mañana siguiente, repitió el ritual del día anterior. Dejó a su hijo en la escuela y caminó apresurada los metros que había hasta el templo, esperando poder encontrar las respuestas a todas las preguntas que la desvelaban. Pero el escenario fue el mismo. La habitación estaba vacía y fría, sin vestigios de haber estado habitada.

—Es muy raro —pensó. Era media tarde y el sol aún calentaba sobre el pueblo. Entonces decidió ir a hacer algunas compras para abastecerse de alimentos. En el camino se encontró con el maestro de su hijo, quien con amabilidad se detuvo a saludarla.

—Sra. Hallower, ¿Cómo está? —le dijo cortésmente.

—Muy bien. Gracias por cuidar de los niños. Es una tranquilidad —respondió.