Odio a los sanos... y a los optimistas - Esther Charabati - E-Book

Odio a los sanos... y a los optimistas E-Book

Esther Charabati

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Beschreibung

La vida se desliza, veloz, hasta que el cuerpo pisa el freno y se niega a seguir al mismo ritmo. Cuando el dolor lo coloniza, la voluntad pierde el control. En ese momento se pone en marcha un dispositivo médico, psicológico, familiar y social que acompañan al poseso para librarlo del tormento. ¿Es un drama o más bien una comedia en la que cada uno desempeña un papel? Porque el dolor se padece en soledad, pero el sufrimiento viene acompañado de medicinas, batas, consejos, exhortaciones, rezos, vecinos, redes sociales, amigos solidarios que huyen, paciencia familiar sin límite… hasta que llega al límite. Es una experiencia que nos excluye del mundo productivo y del futuro. Quizá la mejor manera de enfrentarlo sea riéndonos de él… mientras se burla de nosotros. La vida transcurre, veloz, hasta que aparece un virus y la paraliza. El mundo se reduce a unos cuantos metros en los que sobrevivimos, aburridos, atemorizados y solos. El menú de cada día empieza con la renuncia: no habrá trabajo, reuniones, cine, compras, escuela, ni siquiera motivos de alegría. Es el momento para realizar todo lo postergado, pero no queremos. Cada mañana nos asomamos a la única ventana, la digital. Vemos lo otro, y la mirada de los otros empieza a configurar la vida cotidiana. Es una pausa con cifras que crecen diariamente mientras las noticias insisten en que se trata de un paréntesis. ¿Cuánto dura un paréntesis? ¿Cómo se vive entre paréntesis? Con humor. Es la única salida.

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Odio a los sanos... y a los optimistas

Primera edición en papel: agosto 2023

Edición ePub: enero 2024

De la presente edición:

D. R. © 2023, Esther Charabati

D. R. © 2023, Bonilla Distribución y Edición, S.A. de C.V.

Hermenegildo Galeana #116, Barrio del Niño Jesús,

Tlalpan, 14080, Ciudad de México

[email protected]

www.bonillaartigaseditores.com

ISBN: 978-607-8956-01-2 (impreso)

ISBN: 978-607-8956-02-9 (ePub)

ISBN: 978-607-8956-03-6 (pdf)

Cuidado de la edición: Bonilla Artigas Editores

Responsable de la colección: André Urzúa Plá

Diseño de portada: d. c. g. Jocelyn G. Medina

Imagen de portada: Claudia Nierman

Formación de interiores: Mariana Romero Sabre

Realización ePub: javierelo

Impreso y hecho en México / Printed in Mexico

Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.

Contenido

Una casi siesta

Guía Roji versión 2.0

La muñeca fea

A la guerra no se va sin armas

El descuido de Freud

Engolosinarse con la soledad

¿Del uno al diez?

Una experiencia turística

Heridas invisibles

Un punto sinretorno

Herbívoros vs. los hijos de la aspirina

No hubo aplausos

Cómo perder amigos

Robar una migraña

Con el Capitán de la Galaxia

Odio a los sanos… y a los optimistas

Por qué (a veces) no quiero salir de la enfermedad

Vivir en pausa

Una muchedumbre de moretones

Reclusión preventiva

Enemigos potenciales

Nada-que-hacer

La pandemia nos está idiotizando

Se cancela el verbo “ir”

Cuando todo da lo mismo

Humana de segunda

Yo-en-el-encierro

Cada vez más Bartleby

Corta de vista

A cada atuendo corresponde un contexto

Descoserse

“Cuando te toca, te toca”

Rectángulos

No pido comprensión

Del uno al cien mil

Medievales

La dignidad del chisme (y de los chismosos)

Sobre la autora

A Celia

Una casi siesta

Cerré los ojos para descansar un poco del dolor; de acuerdo con la sabiduría intergeneracional con los ojos cerrados se sufre menos. Siguiendo esta lógica, cuando voy al dentista cierro los ojos, cuando me inyectan o me extraen sangre, también. En cambio, cuando me someto a estudios con descargas eléctricas y agujas, los clausuro.

Apago los ojos y de inmediato aparecen unos albañiles en la sala de mi casa construyendo una torre: hay una escalera, unas bolsas de cemento… Por más que agudizo la vista ‒si así puedo llamar ese ver-con-los-ojos-cerrados para rectificar mi apreciación‒, no hay duda: están en mi casa. ¿Con qué propósito tendría yo una torre en mi casa? Qué extraño (¿será la torre de Babel?); necesito que se vayan y la única forma de lograrlo es abrir los ojos para conjurar el efecto de la morfina, pero me aferro a la idea de seguir durmiendo o dizque durmiendo; no quiero ocuparme del dolor porque ya tomé las medicinas y no tengo más recursos para enfrentarlo.

La torre crece, los albañiles hacen ruido y me urge disipar el encantamiento. Babel no es para mí: soy demasiado racional, sólo tolero la incertidumbre cuando sé cómo escapar de ella. Hago trampas, lo sé, pero si la vida no quiere que le tienda trampas, tendría que cooperar un poco.

Abro los ojos y todo desaparece… menos el dolor que a cada oportunidad vuelve y se instala a sus anchas. Después de un rato, de manera disimulada y a un ritmo análogo al cardiaco –cuando está a segundos de un paro–, los voy cerrando hasta que me veo acostada en el asiento de atrás de un taxi tapada con una tela de peluche café, ¿por qué acostada? ¿Cómo aterrizó en mis piernas esa cobija espantosa que cubre mis piernas? ¿Qué diría Dr. Freud al respecto? ¿Será que el universo me envía un mensaje que no sé descifrar, como afirma Gloria? ¿Serán mis prejuicios de clase, como suele murmurar Sergio, los que me llevan a asociar los taxis con lo kitsch? (En ese caso, estoy dispuesta a defender mi postura con pruebas irrefutables).

Para bajar del taxi y huir del peluche, tengo que desplegar los ojos. Intento una nueva treta: abrirlos rápidamente y cerrarlos a la misma velocidad con la esperanza de recuperar mi casi siesta. La estrategia funciona de una manera inesperada: me veo como una mascada que va cayendo suavemente junto al sofá, planeando sin prisa, de izquierda a derecha, hasta depositarse en el suelo. Abro los ojos: la planta del pie me avisa que el efecto benéfico de la morfina se agotó.

Guía Roji versión 2.0

La dinámica social de la enfermedad es muy peculiar. Cuando los demás se enteran de nuestro padecimiento, la primera pregunta es ¿Qué te pasa? Ante esa expresión espontánea de solidaridad y calidez, acostumbro ofrecer un rápido esbozo para informar sin afectar, pero rara vez paso de la ubicación geográfica: Es la espalda… o Mi cabeza… Una sola palabra activa la respuesta que el interlocutor trae preparada hace meses para cuando se presente la ocasión: Tengo un médico que no falla; Conozco a un acupunturista chino recién desembarcado; Mi cuñada tenía lo mismo que tú: un quiropráctico la salvó; Hazte un bloqueo, Que te cambien la sangre (sí, aunque no lo crean). Ante mi gesto de retirada los apóstoles de la salud pueden perder la mesura y sustituir las sugerencias por exhortaciones: ¡Tienes que verlo! No pierdes nada, haz una cita, Te paso el contacto, lo vas a necesitar. Poco a poco, la oferta médica se ha instalado en mi celular con una Guía Roji de médicos para el dolor. Y así como en los años ochenta giraba una y otra vez la guía de tapa roja tratando de adivinar hacia qué lado debía caminar, hoy reviso la lista de especialistas en la pantalla vertical, la giro para verla en horizontal y la fijo en versión apaisada en mi desesperado intento por acertar.

La segunda parte de la conversación se introduce de manera subrepticia: ¿Te duele la pierna? Fíjate que, yo, desde que me caí, no puedo caminar bien… Sin siquiera responder, quedo atrapada en un aluvión de palabras, lamentos, esperanzas, acusaciones y diagnósticos de cada uno de los bienintencionados que se acercan a preguntar cómo me siento. A la fecha, cuento con el historial médico de decenas de jóvenes y viejos que clasifiqué en tres categorías: los que se curaron, pero necesitan seguir hablando de sus experiencias, expectativas y exámenes el resto de sus vidas para ayudar a otros y quizá para no olvidar. Otros siguen sufriendo y constituyen una amenaza para la humanidad por ser la prueba fehaciente de que la ciencia tiene límites, de que los médicos no saben, de que, como el célebre Dr. House, sólo tratan de atinarle a la causa –o al remedio– de la enfermedad. La tercera categoría reúne a saludables, rehabilitados y enfermos: son los paganos, que rechazan la idea de un dios y se burlan de nuestra creencia fanática en la ciencia. Están convencidos de que los hospitales, seguros médicos, laboratorios, farmacias, seguridad social, son parte de un cártel mafioso que pretende acabar con la humanidad a través de las drogas legales. Su apuesta es por lo alternativo: homeopatía, acupuntura, osteopatía, pero también reiki, qigong…

No estoy en condiciones de juzgar, cada uno se cura como puede. A mí me acaba de avisar la vecina que no hay lugar para estacionarse porque vino un brujo y hay filas esperando para verlo. Estoy tratando de conseguir una cita.

La muñeca fea

Ahora que estoy enferma, mi familia y amigos cercanos traducen su cariño en llamadas diarias para saber cómo estoy, algunos incluso vienen a visitarme, me traen chocolates y chismes. Yo lo agradezco pero, por culpa de Descartes, un pequeño genio maligno al que hospedo en algún lugar de la psique se pregunta si vienen a acompañarme para aliviar mi dolor ‒tarea imposible‒ o para entretenerme un rato y conjurar la amenaza de que los 225 mg diarios de Lyrica despierten en mí pensamientos suicidas, como advierte la página del laboratorio. Otra hipótesis es que algunos me visitan porque no tienen nada que hacer. O nada mejor que hacer. Con ellos me siento más a gusto, pues me gustan las negociaciones de ganar-ganar; con los demás me tortura la idea de robarles su valioso tiempo.

Una de tantas noches de insomnio me permitió urdir un plan: aprovechando la tecnología de punta –aunque sorprenda, muchos de mi generación incluimos el whatsapp en esta categoría– todas las mañanas podría mandar un parte médico a los interesados en mi salud documentando mi estado, algo así como: Éste es un buen día, los dolores aún no han despertado. O: Mal día, todos nos despertamos juntos. Cuando la jornada sea completamente indolora puedo poner una carita feliz seguida de un sol y de una luna para transmitir que el bienestar se sostuvo estoicamente durante el día.

Esta estrategia simplificadora conlleva un riesgo: enterados de mi estado, nadie se preocuparía por llamarme y el silencio, a veces tan consolador, podría dejar que se filtrara ese temor atávico que he tratado de mantener a raya toda mi vida y que Cri Cri plasmó magistralmente en la canción de la muñeca fea: la posibilidad de que nadie me quiera. Como mi interlocutor permanente en estos días es Dr. Web con sus innumerables propuestas, le pregunté cuáles pueden ser los efectos de este síndrome. La respuesta fue descorazonadora: la soledad no tiene efectos negativos, pero el sentimiento de abandono acerca a la depresión y al suicidio –otra vez–, así que decidí cancelar la estrategia que hubiera aliviado a mi gente de la llamada diaria y las visitas amistosas.

Buscaré otra manera de organizar los saludos matutinos y vespertinos que suelen seguir el mismo guion: cómo pasaste la noche, cómo desperté, si me duele poco o mucho –aunque nadie sepa cuánto es poco ni mucho, ni siquiera yo–, qué dijo el doctor en la llamada de ayer, si sugirió otro estudio, una nueva esperanza. Por extraño que parezca, nunca falta la pregunta ¿Qué vas a hacer hoy? Pregunta extraña, tomando en cuenta que los mareos y el dolor han vetado mis salidas. No sé si la curiosidad esté encaminada hacia los libros que voy a leer o más bien qué páginas de ese libro, porque todos los días leo los mismos tres libros: Judas, Verano y De animales a dioses, best seller nacional e internacional, según la página de Gandhi. Tal vez quieren saber si esta mañana también estuve coloreando mandalas mientras escuchaba a Carmen Aristegui. O qué serie de Netflix estoy viendo. O quizá simplemente quieren confirmar que sigo viva y en pleno uso de mis facultades mentales. ¿Cómo no agradecerlo?

A la guerra no se va sin armas

Cuando vi a la vecina acercarse a mi puerta para ver qué me traían de la farmacia, me puse en guardia. Me asustan las conversaciones que inician con ¿Qué medicina estás tomando?, por temor a revelar el arsenal que oculto en casa y a que me tachen de obsesiva, pero no se enfrenta el apocalipsis –y sus tráileres– con una receta surtida en el súper. Ignoramos cuánto dure la batalla, cuál será la intensidad y cuáles las armas pertinentes. Para no sufrir desabasto –no soy ninguna principiante– organicé las mías por departamentos:

Estrategias no invasivas. A falta de una cobija como la de Linus, yo deposito mi fe en cojines, para recibir un poco de calor. Tengo tres cojines de semillas que, después de pasar un minuto en el microondas, tienen un efecto analgésico, desinflamante y apapachador. Son ergonómicos y se adaptan a cualquier sufrimiento. También cuento con una compresa de gel bipolar: se enfría en el congelador y se calienta en el microondas… uno elige dependiendo de la posición del enemigo. Las armas de este departamento son tan amigables que he llegado a utilizarlas todas simultáneamente. Las más inofensivas son los aparatos de masaje ‒rústicos, fabricados en serie o con diseño hípster‒ que he ido acumulando a lo largo de décadas; también unas pelotas de tenis y otros objetos que, por pudor, voy a omitir.

Armas eléctricas de contacto. La más utilizada de esta categoría es el cojín que con sólo enchufarse extiende calor a lo largo de 150 centímetros cuadrados y neutraliza el malestar de amplias superficies del cuerpo. El inconveniente es un pequeño botón que permite elegir la temperatura, pues durante la batalla uno se concentra en aniquilar al otro, no en tantear, medir, comparar, probar… cuando logre la temperatura exacta, el enemigo ya me estará embistiendo. En un arrebato de credulidad intenté reemplazarlo por un asiento masajeador dotado de seis motores de vibración –que resultó totalmente inocuo‒ y un electroestimulador cuyas descargas me recuerdan de quién es el cuerpo; al adversario sólo lo distraen.

Armas de destrucción masiva