Odisea - Homero - E-Book

Odisea E-Book

Homero

0,0

Beschreibung

Diez años después de la guerra de Troya, al fin Ulises emprende el regreso a Ítaca, su patria, a través del mar Mediterráneo. Allí le siguen aguardando su fiel esposa Penélope y su hijo Telémaco, quien irá en busca de noticias suyas mientras los odiosos pretendientes de Penélope saquean el palacio en espera de que ella escoja un nuevo marido. Será un viaje repleto de aventuras: enormes tempestades azotan su nave, deberá enfrentarse a grandes monstruos, como las sirenas, Escila, Caribdis o Polifemo, el cíclope; y dioses y hechiceras se pondrán en su contra. Pero, frente a todos ellos vence Ulises, en parte gracias a su astucia y, sobre todo, gracias también a la protección de Atenea, diosa de la sabiduría. "Cuéntame, Musa, la historia de Ulises, que después de destruir Troya anduvo errante muchos años; vio muchas ciudades, conoció las costumbres de numerosos pueblos y padeció muchas penas en el mar procurando su salvación y el retorno de sus compañeros…"

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 172

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado

Diseño gráfico: RQ

Primera edición impresa: abril de 2010

Primera edición en e-book: septiembre de 2023

© de la adaptación: Javier Almodóvar García, 2010

© de las ilustraciones: Cristina Blanch, 2010

© de la presente edición: Edhasa, 2023

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-649-9

Cuéntame, Musa, la historia de Ulises, que después de destruir Troya anduvo errante muchos años; vio muchas ciudades, conoció las costumbres de numerosos pueblos y padeció muchas penas en el mar procurando su salvación y el retorno de sus compañeros. Pero no pudo salvarlos, y todos perecieron por sus propias locuras. Los aqueos1 que habían podido escapar a la horrorosa muerte estaban ya en sus casas.

Sólo a él lo retenía en su cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas, que deseaba tomarlo por esposo.

Todos los dioses se compadecían de él, salvo el poderoso Poseidón. Aprovechando que éste había ido a visitar a los etíopes, los demás dioses se reunieron en el palacio de Zeus Olímpico. Comenzó a hablar el padre de los hombres y los dioses:

––¡Ay, de qué modo echan las culpas los mortales a los dioses!

Dicen que las desgracias vienen de nosotros y son ellos quienes con sus locuras se procuran dolores que no les estaban destinados.

Y le contestó la diosa de ojos brillantes, Atenea:

––Padre Zeus, supremo entre los que mandan, se me parte el corazón por el valeroso Ulises, pues lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una isla azotada por las olas. Lo retiene Calipso, la hija de Atlas, aquel que sostiene las grandes columnas que separan la tierra y el cielo. Ella lo embelesa y trata de que olvide Ítaca. ¿No se te conmueve el corazón?

Le replicó Zeus, el que amontona las nubes:

––¿Cómo podría olvidarme del famoso Ulises, quien sobresale entre los hombres por su astucia? Pero Poseidón, el que sacude la tierra, le guarda un vivo rencor porque cegó al cíclope; y aunque no quiere matar a Ulises, lo mantiene alejado de su tierra.

Y habló Atenea:

––Padre Zeus, si por fin les es grato a los dioses inmortales que Ulises regrese a su casa, mandemos enseguida a Hermes para que anuncie a Calipso nuestra decisión, y yo me presentaré en Ítaca para animar a su hijo Telémaco.

Diciendo esto, calzó las hermosas sandalias que la llevan sobre el mar y la ilimitada tierra con la rapidez del viento y descendió desde las cumbres del Olimpo para detenerse ante el patio de Ulises en Ítaca. Y, tras tomar el aspecto de un extranjero, encontró a numerosos jóvenes jugando a los dados y tumbados en pieles de bueyes, mientras los sirvientes se afanaban en servirles vino mezclado con agua y carne en abundancia.

El primero en ver a la diosa fue Telémaco.

––Salve, extranjero, entre nosotros serás un amigo; después de que hayas probado del banquete dirás qué necesitas y si nos visitas por primera vez o eres huésped2 de mi padre.

Una esclava vertió agua sobre una fuente de plata para que se lavara y al lado dispuso una mesa con comida y vino. Y después de probar la comida Atenea se dirigió a él:

––Soy Mentes y reino sobre los tafios, amigos de los remos. Voy en busca de bronce y transporto reluciente hierro. Tenemos el honor de 2 ser huéspedes por parte de padre. Te pareces a aquél; a menudo me reunía con él antes de que embarcara para Troya; desde entonces ni yo he visto a Ulises, ni él a mí. Pero dime, ¿qué comida es ésta?, ¿es un festín, una boda? Porque seguro que no es una comida a escote.

Entonces Telémaco le contestó y le habló cerca de su oído para que no se enteraran los demás:

––Extranjero, estos jóvenes que se ocupan de la lira y el canto son los pretendientes de mi madre Penélope quienes, sin reparo, devoran los bienes de mi padre Ulises, cuyos blancos huesos quizá se pudren bajo la lluvia tirados por tierra, o tal vez los revuelcan las olas en el mar. ¡Si lo vieran de regreso...! Pero él sin duda ha muerto y cuantos nobles reinan en las islas pretenden por esposa a mi madre y arruinan mi casa. Ella no rechaza el odioso matrimonio ni sabe poner fin a tales desmanes; pronto acabarán también conmigo.

Indignada, le dijo Atenea, la diosa de ojos brillantes:

––¡Cuánto necesitas a Ulises! Pero está en la voluntad de los dioses si ha de volver y tomar venganza o no. En cuanto a ti, piensa en la manera de echar a los pretendientes y presta atención a mis palabras. Convoca mañana en asamblea a los aqueos y ordena a los pretendientes que se vayan a sus casas. Y a tu madre, si su deseo es casarse, que vuelva al palacio de su padre. A ti te aconsejo que botes una nave y que vayas a preguntar por tu padre, ausente durante tan largo tiempo. Dirígete en primer lugar a Pilos y pregunta al divino Néstor; y desde allí marcha a Esparta, al palacio del rubio Menelao, el último de los aqueos en regresar de Troya. Si oyes decir que tu padre vive y ha de volver, aguanta todavía otro año; pero si oyes que ha muerto, regresa enseguida a tu casa, levanta una tumba en su honor y búscale un esposo a tu madre.

Y le contestó el prudente Telémaco:

––Extranjero, hablas como un padre a un hijo; nunca olvidaré tus palabras. Quédate, para que después del baño tengas un hermoso regalo, como los que los amigos dan a sus huéspedes.

Y le respondió Atenea, la hija de Zeus:

––No me detengas. El regalo que tu corazón quiere darme entrégamelo cuando vuelva en otra ocasión.

Después de decir esto, salió volando como un pájaro y desapareció. Mientras, el aedo3 Femio entonaba, acompañándose de la lira, el bello canto del desgraciado regreso que los dioses habían deparado a los aqueos desde Troya. La prudente Penélope descendió de lo alto de la casa y, con sus mejillas ocultas por un espléndido velo, dijo llorando:

––Femio, sabes otros muchos cantares, hazañas de hombres y de dioses. Canta y que ellos beban vino en silencio, pero deja ya ese canto triste que me desgarra el corazón.

Y el juicioso Telémaco le replicó:

––Madre mía, ¿por qué impides que nos divierta? No son los aedos culpables, sino Zeus, el que da a los mortales lo que quiere y como quiere a cada uno. Que tu corazón se arme de valor, pues no sólo Ulises perdió en Troya la esperanza de volver, que otros muchos varones ilustres perecieron allí. Conque retírate a tu habitación y ocúpate de las labores del telar y ordena a las esclavas que se cuiden del suyo. La palabra debe ser de los varones y, sobre todo, mía, pues tengo el poder en este palacio.

Penélope obedeció asombrada a su prudente hijo y subió a su habitación. Allí rompió a llorar por su esposo. Entonces Telémaco se dirigió a los pretendientes:

––Al amanecer marcharemos a sentarnos en el ágora4 para que os diga sin rodeos que salgáis de mi casa.

Así habló y todos clavaron los dientes en sus labios. Antínoo le respondió:

––Telémaco, son los mismos dioses los que te enseñan a hablar con tanta audacia. ¡Que Zeus no te haga rey de Ítaca!

Y Telémaco le replicó:

––Antínoo, eso es precisamente lo que quisiera conseguir si Zeus lo permite; pues tan solo deseo ser señor de mi palacio y no me importa que otro ocupe el trono de Ítaca.

Así dijo y con la aparición del lucero de la tarde todos marcharon a sus casas. Entonces Telémaco se dirigió a su lecho; junto a él llevaba una antorcha la fiel Euriclea, que lo había criado desde niño.

Telémaco se quitó la suave túnica y la anciana la estiró, dobló y colgó de un clavo. Y saliendo del dormitorio entornó la puerta tirando de una anilla de plata.

Apenas apareció la Aurora de rosados dedos saltó de la cama el hijo de Ulises, se vistió, se colgó del hombro la afilada espada y ató a sus pies hermosas sandalias. Salió del dormitorio y ordenó a los mensajeros que convocaran en asamblea a los aqueos de larga cabellera.

Entonces se puso en camino y le seguían dos perros de veloces patas.

Y una vez en el ágora, se sentó en el trono de su padre. Comenzó a hablar un anciano, encorvado ya por la vejez y que sabía mil cosas.

También un hijo suyo había embarcado en las cóncavas naves con Ulises. Alzó la voz y dijo:

––Ni una sola vez fue convocada asamblea desde que el divino Ulises marchó. ¿Quién nos reúne ahora? ¿Acaso oyó alguna noticia del regreso del ejército, o nos va a exponer algún asunto de interés para el pueblo?

Así habló, y el amado hijo de Ulises se alegró y levantándose dijo:

––Anciano, soy yo el que os ha convocado. No he escuchado ninguna noticia del regreso del ejército ni voy a exponeros nada del interés del pueblo. Es un asunto particular. Una doble desgracia ha caído sobre mi casa: he perdido a mi padre y asedian a mi madre, contra su voluntad, muchos pretendientes, hijos de los más nobles de aquí. Ellos no se atreven a ir a casa de su padre para que la entregue, con su dote, a quien él quiera. En cambio, vienen todos los días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se beben a cántaros el rojo vino.

Así que nuestros bienes se agotan. Os lo ruego por Zeus Olímpico, detenedlos y haced que nos dejen a solas con nuestra triste pena.

Enojado, se volvió a sentar entre lágrimas. Todos callaron; sólo se atrevió a contestar Antínoo:

––Telémaco, fanfarrón, ¿qué cosas has dicho para insultarnos?

Has de saber que la culpable es tu madre. A todos da esperanzas, pero su imaginación planea otras cosas. El último engaño que ha tramado es éste. Levantó un gran telar y en él tejía una gran tela suave y enorme.

Y nos dijo: «Jóvenes, pretendientes míos, puesto que ha muerto el divino Ulises, aguardad a que acabe este sudario para Laertes, padre de mi esposo, para cuando lo sorprenda la muerte». Así dijo y la creímos ingenuamente. Desde aquel momento durante el día tejía la gran tela y por la noche, alumbrada por las antorchas, deshacía lo tejido.

Durante tres años nos engañó, pero cuando llegó el cuarto año una de sus esclavas nos lo desveló y pudimos sorprenderla destejiendo la espléndida tela. Así fue cómo se vio forzada a terminarla. Por eso, ésta es la respuesta que te dan los pretendientes: haz que tu madre vuelva a su casa y ordénale que se case con quien le aconseje su padre y a ella misma le guste. Pero si sigue engañando a los hijos de los aqueos, tus riquezas serán devoradas, porque nosotros no nos marcharemos hasta que Penélope se case con el que ella escoja.

Le respondió el prudente Telémaco:

––Antínoo, no me es posible expulsar de mi casa a la que me ha dado a luz y me ha criado; ni podría devolver la dote de mi madre.

Conque si vuestro ánimo se irrita por esto, salid de mi palacio y buscaos otro lugar para comer y divertiros. Y si os quedáis para continuar con el saqueo de mi hacienda, clamaré a los dioses para que seáis castigados y perezcáis dentro de este palacio.

Así habló y Zeus envió dos águilas desde la cumbre de la montaña; ambas volaban muy juntas, con las alas extendidas y tan rápidas como el viento. Llegaron al centro de la plaza y comenzaron a dar vueltas batiendo las alas sobre las cabezas de los presentes; parecían un presagio de muerte. Después se desgarraron con las uñas la cabeza y el cuello y desaparecieron por la derecha, entre las casas. Habló entonces un anciano que conocía los vuelos de las aves y revelaba sus augurios:

––Escuchadme, pretendientes, una gran desgracia os amenaza, pues Ulises ya no estará mucho tiempo alejado de los suyos y os dará terrible muerte. Pensemos cuanto antes en cómo detener el desastre.

Le contestó Eurímaco:

––Viejo, vete a casa a profetizar a tus hijos. Muchos pájaros van y vienen bajo los rayos del sol y no todos traen presagios. Está claro que Ulises ha muerto lejos. Yo mismo le daré un consejo a Telémaco: que ordene a su madre volver a casa de su padre para que allí preparen un nuevo matrimonio. Nosotros nada tememos, ni a los presagios ni a Telémaco. Devoraremos sus bienes de la peor manera y jamás obtendrá compensación.

Entonces le contestó el juicioso Telémaco:

––Nobles pretendientes, no os voy a suplicar más; ya lo saben los dioses y todos los aqueos. Dadme ahora una veloz nave y veinte compañeros, me voy a Esparta y a la arenosa Pilos para preguntar por el regreso de mi padre. Si oigo que mi padre vive y regresa, resistiré todavía otro año, pero si oigo que ya no existe, volveré enseguida, levantaré una tumba en su honor y entregaré mi madre a otro hombre.

Así habló y se sentó. Se levantó Méntor, compañero de Ulises, a quien éste había encomendado cuidar de su casa, de su mujer y de su hijo:

––Escuchadme ahora a mí; nadie se acuerda ya de Ulises. No me enfado con los pretendientes sino con el resto del pueblo que, siendo muchos, permanecen sentados en silencio y no detienen a los pretendientes, que son pocos.

Le contestó uno de los pretendientes:

––No incites a éstos contra nosotros, pues al mismo Ulises, si regresara, daríamos muerte. Vamos, ciudadanos, volved a vuestras ocupaciones. Y que a éste le acompañe en su viaje el anciano Méntor.

La asamblea se disolvió entre risas y Telémaco se retiró al palacio. Antínoo le salió al encuentro, le tomó de la mano y le dijo:

––Telémaco, fanfarrón, come y bebe conmigo como antes. Los aqueos te prepararán una nave y escogerán a los mejores remeros.

Le respondió el prudente Telémaco:

––Antínoo, no es posible que permanezca callado entre vosotros y coma y disfrute en vuestra compañía. Me marcharé y no será un viaje en vano, pues ahora que soy mayor y lo comprendo todo, intentaré que os alcancen las divinidades de la muerte.

Así dijo y soltó su mano de la de Antínoo. Los pretendientes preparaban el banquete y se burlaban de él:

––Seguro que Telémaco piensa en cómo darnos muerte; traerá a alguien de la arenosa Pilos o de Esparta para que lo defienda. O quizá traiga un veneno mortífero para verterlo en el vino.

Y otro de los arrogantes jóvenes decía:

––¿Quién sabe si no morirá también él lejos de los suyos, como Ulises?

Mientras así hablaban, bajó Telémaco a la despensa donde había montones de oro y bronce, vestiduras y oloroso aceite en abundancia.

También había allí, arrimadas a la pared, ánforas de dulce vino añejo.

Guardaba la puerta la vieja Euriclea. A ésta se dirigió Telémaco:

––Vamos, ama, lléname doce ánforas de sabroso vino; aparta también veinte medidas de harina de trigo en sacos bien cosidos. Pero júrame que nada dirás a mi madre hasta que pasen varios días, o hasta que ella misma me eche de menos.

Así habló y la anciana lo juró solemnemente por los dioses. Los esclavos transportaron las provisiones al puerto y las embarcaron. Y tras hacer libaciones5 a los inmortales dioses, soltaron las amarras y se sentaron en los bancos. Junto a ellos se sentó en la proa Atenea, que les envió un viento favorable. Las olas resonaron a los lados de la quilla y ellos navegaron durante toda la noche.

El Sol se había levantado abandonando el bellísimo mar, para alumbrar a los inmortales dioses y a los hombres mortales cuando llegaron a Pilos, la bien construida ciudad de Néstor. Sus habitantes estaban en la orilla del mar sacrificando toros negros en honor de Poseidón, el de azulada melena. Cuando los hombres de Pilos vieron a los extranjeros, los saludaron con las manos y los invitaron a sentarse sobre blandas pieles de oveja. Pisístrato, hijo de Néstor, les sirvió vino en copa de oro y después de que hubieran satisfecho su apetito el caballero Néstor comenzó a hablarles:

––Ahora es el momento oportuno para charlar y preguntar a los extranjeros quiénes son y desde dónde navegan.

Telémaco se llenó de valor y contestó con prudencia:

––Néstor, gloria de los aqueos, venimos de Ítaca. Ando en busca de noticias de mi padre, el divino Ulises, de quien afirman que destruyó la ciudad de Troya luchando a tu lado. Nadie es capaz de decirme claramente dónde está muerto, si ha sucumbido en tierra firme a manos de enemigos o en el mar entre las olas de Anfitrite. Por esto me llego ahora a tus rodillas, por si quieres contarme su triste muerte, bien porque la hayas visto con tus propios ojos, bien porque hayas escuchado el relato de algún otro viajero. Te lo suplico, cuéntame la verdad.

Y le respondió el caballero Néstor:

––Hijo mío, me has recordado las calamidades que padecimos en aquel país los indomables hijos de los aqueos, cuando, siguiendo a Aquiles, navegábamos por las costas cercanas en busca de botín, y cuando luchábamos en torno a Troya, la gran ciudad del rey Príamo. Allí murieron los mejores: Áyax, Aquiles y Patroclo, y mi querido hijo Antíloco. ¿Quién de los mortales podría contar todas aquellas cosas? Durante nueve años combatimos contra los troyanos, y a duras penas Zeus puso término a la guerra. Nadie pudo igualarse en prudencia con tu padre, que sobresalía entre todos por su astucia.

Pero tan pronto como arrasamos la amurallada Troya y nos preparábamos para embarcar, Atenea provocó una disputa entre los dos Atridas6, pues Menelao aconsejaba partir enseguida y Agamenón quería retener al pueblo y realizar sacrificios para aplacar la cólera terrible de la hija de Zeus. Ambos se insultaron con duras frases y los aqueos de larga cabellera se dividieron en dos bandos. Al amanecer algunos arrastramos las naves hasta el mar y embarcamos en ellas el botín. La otra mitad de las tropas permaneció allí, al lado de Agamenón.

Los que partimos llegamos a la isla de Ténedos, donde se levantó de nuevo una agria disputa. Unos pocos dieron la vuelta y junto con el prudente Ulises retornaron para complacer a Agamenón. Sin embargo, yo me alejé de allí con mis naves, pues temía que alguna divinidad quisiera causarnos daño. Conmigo navegó el rubio Menelao. Comenzó a soplar un viento ligero y las naves surcaron con suma rapidez el mar poblado de peces. Al cuarto día fondeamos en Argos para ofrecer sacrificios a Poseidón por haber conseguido atravesar el mar. Después, yo me dirigí a Pilos sin que cesara el viento favorable. Esto es lo que sé.

Y le replicó Telémaco:

––Néstor, no hablemos más de estas cosas y, puesto que superas en prudencia a los demás, dime ¿dónde puedo ir para saber de mi padre?

Y le respondió el caballero Néstor:

––Amigo, te aconsejo que vayas junto a Menelao, que está recién llegado. Si prefieres ir por tierra, aquí tienes un carro y caballos, y a mis hijos que te acompañarán hasta la divina Esparta, donde reina el rubio Menelao. Ahora pensemos ya en acostarnos, en mi casa no faltan mantas ni espléndidas sábanas y, mientras yo viva, no dormirá sobre las maderas de su nave el querido hijo de Ulises.

Así pues hizo que se acostara en el pórtico, junto a su hijo Pisístrato. Apenas se mostró la Aurora, la hija de la mañana, se reunieron en torno a Néstor y éste les animó a disponer los asientos para el banquete y traer lo necesario para el sacrificio en honor de los dioses.