¡Oh, mamá! - Cristina Vázquez - E-Book

¡Oh, mamá! E-Book

Cristina Vázquez

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Beschreibung

Trece relatos que recorren desde distintas perspectivas las relaciones entre madres e hijas, núcleo fundamental de la vida.
La memoria es parte fundamental para enlazar y revivir hechos que han dejado una huella indeleble, que condicionan decisiones del presente.

El amor embrida estas historias. Un amor a veces difícil de expresar y reconocer, descrito con un sutil lenguaje, en el que lo que se calla es más revelador que lo contado. Hechos que tantas veces se ocultan tras las buenas apariencias.

«Miró a su madre, su sabia madre, y recordó esa mañana de hacía más de veinte años cuando rotunda le dijo “el amor es más que eso”».


SOBRE LA AUTORA


Cristina Vázquez. Nacida en Madrid. Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid.
Ha realizado diversos cursos y seminarios de Escritura Creativa y publicado sus relatos en distintas antologías.
Ha fundado en 2015 junto con otros escritores la revista digital Nuevo Akelarre Literario de publicación mensual.
En marzo de 2014 publica el libro de relatos Las buenas intenciones (Pez Volador), del que se han hecho tres ediciones. En noviembre de 2019 publica la novela Enterraré los nombres.

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¡Oh, mamá!

© de los textos, Cristina Vázquez

© de la fotografía de la autora, Elena Arroyo

© de la ilustración de portada, sanguina del Convento

de San Marcos en Florencia

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Edición permanente, 2021

ISBN: 978-84-125092-4-3

DL: M-6282-2022

ISBN ePub: 978-84-125092-5-0

Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado

Impreso en España – Printed in Spain

Impreso en papel reciclado

Se garantiza que el papel empleado en este libro proviene

de bosques sostenibles, y que la pasta de papel no ha sido tratada

con cloro para el proceso de blanqueamiento. El cloro es un

elemento muy contaminante y los desechos del proceso de

cloración de la pasta de papel arrojan al medio residuos

altamente contaminantes. Además, este papel ha recibido

la certificación como producto ecológico por parte de la UE.

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sinopsis

Trece relatos que recorren desde distintas perspectivas las relaciones entre madres e hijas, núcleo fundamental de la vida.

La memoria es parte fundamental para enlazar y revivir hechos que han dejado una huella indeleble, que condicionan decisiones del presente.

El amor embrida estas historias. Un amor a veces difícil de expresar y reconocer, descrito con un sutil lenguaje, en el que lo que se calla es más revelador que lo contado. Hechos que tantas veces se ocultan tras las buenas apariencias.

«Miró a su madre, su sabia madre, y recordó esa mañana de hacía más de veinte años cuando rotunda le dijo “el amor es más que eso”».

A mi madre, hermana e hija,

que forman parte de un mismo eslabón.

No era para mí muy importante ver a mamá

antes de su muerte, pero no podía soportar la idea

de que ella no volviera a verme. ¿Por qué

dar tanta importancia a un momento si no habrá

memoria? Ya no habrá tampoco reparación.

Simone de Beauvoir

Después de pasar mucho rato pensando en

lo que le había dicho Isabelle, dijo, tanteando

¿Mamá? Y le sonó ridículo. Pronunciar aquella

palabra en la voz de una señora de ochenta y

seis años… Y así, en cierto modo, sumaba otra

capa más de pérdida.

Elizabeth Strout

¡Oh, mamá!

No importa la edad que tengas, siempre

deseas el amor y la aceptación de tu madre.

Hilary Grossman

Hoy ha sido un día no. Últimamente se me acumulan las muertes como migas cotidianas en el mantel y todas tienen cara y fecha.

La tuya, madre, también.

Hoy no he podido meter el besugo en el horno, lo he visto tan desolado, mirándome con ese iris de acero suplicante, que no me atreví a entender lo que me exigía desde su ojo inmóvil. Pensé que lo único que me tranquilizaría es hacer con él una reparación de otras muchas que no hice.

Me enteré tan tarde de tu muerte.

Le he preparado un lecho de plata con el papel albal, digo la palabra lecho después de meditarla. He reforzado los bordes y crucé unas tiras para que sostuvieran el jacinto malva que le puse, un homenaje póstumo. He recitado algunas palabras incongruentes que me gusta repetir y que ya no digo en voz alta. Fragante, sutil, ultramar.

Te gustaba oírmelas.

En el fondo sé que su ojo inmóvil requería mi lejana muerte y pensé ¿quién me los cerrará?

¿Quién te los cerró? ¿Lo hizo con dulzura o como un mero trámite?

A lo mejor mi empeño es quedarme como este pez, petrificada en una mirada de acero frente a la nada. Por eso quise llorar y no pude, por eso puse un jacinto, para que no estuviera tan solo y le llegara algo de primavera al frío de su piel y por eso, antes de tirarlo a la basura, hice el lecho de plata para que no tuviera sudario.

No tengo sitio dónde llevarte flores.

¿Dónde te habrán enterrado?

Ojalá te hayan tirado desnuda al mar como era tu deseo.

¡Oh, mamá!

Amor en espejo

¡Qué joven! Cuántos años interminables

tendría que durar esta vida.

Silvina Ocampo

Creí que había tomado más notas de los libros leídos este año, se dijo Inés repasando los que acababa de ordenar en su biblioteca. Apenas alguna frase marcada, como si hubiera sido una lectura ligera, sin contenido, o quizás desmemoriada. Siempre le producía dolor de estómago ordenar libros y podar plantas, dos actividades que por otro lado apreciaba, o al menos su imagen ejecutándolas. Ordenar y podar.

Un aroma lejano se colaba por la ventana entreabierta, y aunque la llegada del buen tiempo la estimulaba, la sospecha de una incipiente melancolía hizo que se frotase las manos. El dolor intermitente de los dedos no dejaba de sorprenderla. Tenía sentido que podar y ordenar fueran unidos, implicaban limpieza y equilibrio. Detrás de los volúmenes de Alice Munro recién colocados, apareció el pequeño álbum de tapas rosas imitando mármol, con el lomo y las conteras ajadas. Un inesperado hallazgo. Lo dejó sobre la mesa que le había acompañado desde estudiante, igual que un querido animal doméstico que te sigue a todas partes. Situada delante de la ventana para tener buena luz, ¡ah! ese olor dulce, casi empalagoso, hizo que dudara si cerrarla o no. Despertaba tantos resplandores enterrados.

Ahí era donde leía la correspondencia, el periódico, ordenaba papeles del banco y conseguía mantener una postura correcta para la espalda. Orden y limpieza. Pero hoy, algo en su organismo se resistía, y eso que la resistencia, en su caso, siempre había significado un desafío. Últimamente era menos combativa, se dejaba arrastrar por las circunstancias, o quizás fuese solo cierto agotamiento y mientras lo pensaba terminó de apilar los últimos libros en el suelo. Ya los ordenaría otro día. La vida era un gran cansancio y aunque había luchado para no ser vencida, en el fondo, empezaba a encontrar cierto placer en dejarse seducir por ese cansancio o por lo que fuera. Sabiduría o vagancia, ¡qué más da!

Se sentó de espaldas a la ventana en su butaca estilo Luis xv con la tapicería un poco desgastada, recibiendo los tibios rayos de sol del principio de la tarde, y apoyó las manos sobre el álbum. En esa butaca su madre pasaba las horas al final de su vida. Le recogía muy bien la espalda, aseguraba con una leve mueca de dolor. Contempló con satisfacción su cuarto donde tenía la biblioteca creada a lo largo de muchos años, su música preferida —Bach, barrocos, ópera italiana— el armario de sus recuerdos, recortes de belleza, su orla universitaria, dibujos de los hijos cuando eran pequeños, fotos… Reconocía ser muy afortunada por tener una habitación propia, como diría Virginia Woolf, aunque no escribiera.

Abrió el álbum y la primera foto era una de su madre con su viejo sombrero de paja sujeto con cintas bajo la barbilla, de auténtica payesa, sentenciaba con pícara satisfacción, y las tijeras de podar en las manos. ¡Vaya casualidad! Sonriente, con los ojos verdosos, oasis lejanos, guiñados frente al sol. Había sido una buena jardinera, sus rosales, los bulbos, el compost y muchas horas en la rosaleda. Inés la miraba con una mezcla de admiración y recelo. Luego arreglaba unos jarrones perdidos en medio de la algarabía familiar.

—Mamá, mira el peinado por detrás —entró su hija Teresa como una tromba— sujétame el espejo para que yo también lo vea.

El pequeño jarrón con un par de narcisos, los primeros, se tambalearon en la esquina de la mesa. Inés se sobresaltó entornando los ojos para verla mejor. Su hija, después de abrir con brusquedad la puerta del armario, se plantó delante del de cuerpo entero. Era…, joven, muy joven, desenvuelta y ruidosa. Madre e hija tenían la misma estatura y colorido, claro y vigoroso. Las piernas fuertes de tobillos finos, un mohín de desdén bien conocido y los ojos verdosos de su abuela pertenecían solo a la hija. Al intentar mirarse el moño que le habían hecho para una boda a la que iba esa tarde, Teresa exigió que, por favor, se levantara para sostener a su espalda el otro espejo que había traído. Se esforzó en sonreír mientras lo sujetaba. Corrigió varias veces la altura, más arriba, no, tanto no, hasta que consiguió vérselo. Con gesto airado resopló que era una cursilada quitándose las horquillas con rabia. Ella seguía con el espejito sin moverlo del sitio en el que la joven lo había colocado y confesó con cierto titubeo que le gustaba, era original y favorecedor.

Esta hija tardía, aún a sus veintidós años, seguía esperando la gratuidad de todo. No pensaba que hubiera que pagar un precio por conseguir, al menos, uno de los innumerables anhelos a los que se sometía. El resultado no deseado la llevaba a la queja y al mal humor. Cualquier palabra le resbalaba, sobre todo si venía de ella. Su preciosa y airada Teresa. Inés frunció los labios y se llevó la mano libre a la boca del estómago. Notó una quemazón en el pecho.

—Mamá, digas lo que digas, lo encuentro recargado. A ti, con tal de acabar, todo te parece bien.

El gesto despectivo de la hija le dio un aire de vulgaridad innecesario.

—A mí me gusta —insistió la madre.

Se derrumbó en la butaca. Teresa se alejaba protestando y remató su salida con un portazo también innecesario. Inés observó su cuarto; la puerta del armario sin cerrar, las horquillas en el suelo y un tenue indicio de perfume, el arrogante y tibio perfume de su hija que competía con el aroma exterior. Con el espejo en la mano y la intensa luz detrás, contempló todas y cada una de las arrugas que le herían el antaño magnifico rostro, porque era un rostro, no una cara. Qué pena que no fuera pecado mirarse en el espejo cuando eres joven, debería serlo, escuchaba a su madre decirlo con una mezcla de burla y desesperación cuando la contemplaba arreglándose, porque mirarse en la edad madura era una penitencia. Recordó el día que le maquilló la cara infantil con delicadeza y le dio polvos con una brocha suave como la nata.

Abrió el álbum como una suerte de refugio mientras oía a su hija gritando por teléfono a la vez que arrastraba algo; se reía y hablaba en tono muy alto. En los últimos tiempos el ruido le importunaba en cualquiera de sus manifestaciones. Quizás exigiera demasiado silencio, y buscó la foto de una comida familiar bajo el emparrado. No la encontraba y le invadió cierta desazón. Recordaba con alegría esas comidas de verano con los horarios desajustados, primos, amigos y hermanos perezosos que aparecían y desparecían sin avisar, bronceados, perfectamente indulgentes con ellos mismos. Las risas y la música del momento sonando con estrépito a cada rato y la cara de su madre, con la expresión de una virgen dolorosa, cuando ella también se reía con estrépito. Hija por Dios, no te rías tan fuerte, era muy desagradable además de ordinario. No, que tampoco silbara, eso era para la cuadra.

Pero también había noches bajo ese mismo emparrado en que su madre extendía una sonrisa antigua, recuperada de algún pozo secreto, junto a la comida especial que ofrecía en un pacto incomprensible entonces para ella. Esas noches Inés desfallecía de un amor universal, de un anhelo inconcreto, que la llevaba a abrazar a su madre sin saber muy bien por qué. Y olvidaba lo harta que estaba de sus correcciones —quítate las manos de la cara, no cruces las piernas, siéntate derecha— y entonces volvía a huir de su lado. Igual que huía Teresa, también indulgente con ella misma y feroz en su impaciencia hacia los demás.

Inés siguió hojeando el álbum, los niños en la playa, los primeros esquíes, su madre con ella de la mano en la calle, no más de tres años, con la capota de terciopelo marrón —no la había olvidado— exigencia inapropiada para esa carita de la que se desprendía una mirada de desamparo. La de la mujer, en cambio, era de firmeza. Le dio pena de esa niña que era ella, con los hombros encogidos y la aprensión de un pajarillo a punto de saltar. Y en medio de este mundo en blanco y negro, surgió la primera foto de su madre viuda. Vestida de luto, con aquel traje de solapas desproporcionadas y la expresión de amargura inmerecida. También había una sombra de desabrida sorpresa en sus ojos.

Entró en una espiral de abandono, con la falda descosida, tres días sin cambiarse la blusa, las uñas a medio pintar y repitiendo hasta la extenuación cuánto echaba de menos a su marido, al que había criticado con entusiasmo mientras estaba vivo. Inés seguía sin perdonarse el haberle dicho cosas duras, «has sido una mujer mal casada y eres la inconsolable viuda». Esa tarde de invierno que soltó airada esa impertinencia, su madre se quedó en silencio, y después aseguró sin mirarla que era el juez más duro que había tenido.

Pero ahora que llegaba a esa misma edad de su madre, empezó a comprender su soledad, las llamadas de atención que eran casi de socorro y cómo el vacío de la casa, sin hijos ni marido, se abatía sobre ella, limitada en un naufragio de artrosis y desmemoria. Ella no admitió verla derrotada, ¡qué impaciencia de tardes haciendo solitarios!, cada cartita como un enigma sin propósito. ¿No había presumido de ser una mujer valiente en circunstancias difíciles?, soporte de un marido débil, encauzadora de sus vidas. Mentira, era una persona vencida e Inés, joven, vigorosa, con proyectos y poco tiempo, no supo encontrar el territorio del perdón o al menos de la dulzura. Ahora sí la comprendería, si pudieran sentarse frente a frente, viejas las dos. Ahora sabría perdonarla y despintarle las uñas y arreglarle el pelo con paciencia. Ahora podría reconfortarla.

—Mami, ya estás otra vez con tus silencios, qué nerviosa me pones. ¿Por fin me dejas tus pendientes largos? Me voy a deshacer este moño del todo. Luego me maquillas, cuento con ello.

También ella enviudó, más pronto que su madre y Teresa, la única que quedaba en casa, era pequeña y se quedó sin un padre que la consentía, contemplándola con dulce extrañeza. Cuando Inés atisbaba esa extrañeza, le recorría un escalofrío culpable, desesperado. Y la niña se refugiaba en ese hombre bondadoso que ofrecía la blandura que se da a los benjamines, los que aún dan esperanza de que el tiempo no ha huido. La miraba embelesado, qué bonita era. Inés hacía notar con engañosa precisión los inexistentes parecidos, y ocultaba el lunar en el lugar idéntico o constreñía el gesto de desdén que la niña exhibía con precisión enloquecedora. Nunca se perdonó.

Se levantó con la intención de colocar, al menos, los libros apilados en el suelo, pero el dolor de estómago al agacharse la decidió a volver al álbum. Encontró la foto en que estaba embarazada de Teresa. Ella de pie y la madre que, sin palabras, lo supo desde el principio, sentada en su butaca de mimbre mirándola con dulzura. Era una foto que derramaba comprensión. Guardó el secreto, no hizo preguntas y nunca tuvo un reproche. Quiso a esa niña como a los otros o más. Después de bautizarla regaló a Inés el collar de amatistas, tan apreciado por ella, quería que fuese para la pequeña. Esa vez, la última en su vida, lloró en los brazos de su madre que la bendijo y le pidió que fuera fuerte.

Desde muchos años atrás le venía a la memoria su gratitud cuando recibía los besos breves, dados al vuelo y cómo se iluminaban sus ojos verdosos, cada vez más lejanos y menos oasis, al verla entrar. Ya he reconocido tu taconeo en el pasillo, anunciaba con sincera alegría. O el entusiasmo que exhibía cuando, como ahora Teresa, se arreglaba para una fiesta. Qué guapa era, merecía lo mejor de la vida y aún recordaba su emoción anhelante al decirlo. Inés no devolvió más que seriedad y confianza, algo era algo, pero no ternura ni aceptación. Siempre había algún detalle que le enervaba, algo que criticar.

Chasqueó la lengua, ya era tarde, tenía que no dar más vueltas al tema, en el fondo no había sido mala hija. Al médico con ella, al notario una y otra vez para cambiar mandas con desconfianza, buscarle el tono de lana adecuado para un bordado interminable, y aguantar el final de muchas tardes emborronadas por alguna copa escondida al oírla llegar. Fue el soporte firme de su madre, pero un arañacito de blandura atrasada, de arrepentimiento la seguía persiguiendo.

Dejó que el tiempo transcurriera sin hacer nada, mirando el reflejo ambiguo de la luz de la tarde desplazarse por el cuarto. Nunca fue buena para orientarse por el recorrido del sol y se sorprendía al ver los rincones iluminados. Con el álbum entre las manos y la suave brisa tras ella, trató, sin demasiada convicción, que los recuerdos que la asaltaban no se empotraran con demasiada hondura.

Cuando empezó a declinar algo la luz, su hija entró haciendo ruido y pidió exigente que le ayudara a deshacerse el moño y a maquillarse. Tenía vocación de esteticienne, una pícara expresión se instaló en su cara, lo hubiera hecho muy bien. Se rio de la ocurrencia de Teresa que protestaba, menos raya, esa sombra era muy oscura, en cambio más rímel. Los párpados le temblaban con un suave aleteo. Después de mirarse en el espejito de mano, un anhelo indescifrable alegró su rostro. Se levantó. Gracias, mami, pero ya acababa ella, se le hacía tarde. Y lanzó un breve beso al aire.

La joven se plantó delante del espejo mientras ella la miraba embobada. Al terminar, Inés cogió la brocha de los polvos y se la pasó a su hija con suavidad, rememorando cuando su madre se la pasaba con dulzura de nata, como en un juego. El último toque.

Y en la mirada verdosa, oasis cercanos, de Teresa, apreció una suavidad, un afán que la llenó de esperanza. Cuando su hija, al marcharse, cerró la puerta tras el perfume, los volantes, los hombros bronceados y el talón huidizo, deseó su felicidad, esa felicidad imposible envuelta en un celofán de deseos. En ese momento pidió vivir lo suficiente para que su hija tuviera el tiempo de encontrar el territorio del perdón, porque eso sería parte de la felicidad que le deseaba.

Y el silencio volvió a la casa.

El hombre de marrón

A veces se preguntaba si había en el mundo

otros niños que no quisieran a su madre.

Natalia Ginzburg

Los martes nos recogía mi madre en el colegio a mi hermano y a mí y nos llevaba a merendar a casa de la abuela. Subía un momento, le daba un beso precipitado y antes de marcharse pedía, entre bromista y exigente, que no nos llenara la cabeza de pájaros. Ninguna tarde se quedó. Nada más desaparecer nuestra madre llegaba Ignacio, sigiloso como una aparición, desde el fondo del pasillo. Siempre pensé que, si no hubiera ido vestido de marrón, con el pantalón gastado, jersey con coderas y pantuflas a cuadros, sería un hombre elegante. Elegante como un viejo poeta, o un aristócrata huido de la Rusia comunista. La abundante melena canosa enmarcaba ordenadamente su frente llena de arrugas, y aunque la nariz era bulbosa con una verruga en una de las aletas, no resultaba desagradable. Sus ojos oscuros se perdían en profundas cuencas con expresión melancólica, pero siempre estaban vigilantes, atentos a algún peligro inexistente y a veces se giraba con sorprendente velocidad como si algo le amenazara por detrás.

Era un fijo en casa de mi abuela, había sido el chófer y el jardinero en otras épocas de esplendor. Ahora arreglaba desperfectos con sus habilidosas manos, pese a su tamaño descomunal, y hacía recados chancleteando sordamente con las pantuflas a cuadros. Jamás le vi vestido de ningún otro color y las castañas, los surcos en la tierra y algún tronco de madera, me lo traen aún hoy a la memoria.

A veces ayudaba a mi abuela en su indeciso caminar, resultado de una caída por la escalera de la que nunca se hablaba. Cuando aparecían juntos formaban un perfecto contraste; ella menuda, delicada como una frágil rama en invierno, vestida de negro por sucesivos lutos, sostenida por el hombre grande y marrón. Otras veces se apoyaba en su bastón de ébano muy fino. El pelo lo llevaba recogido en un exiguo moño con dos peinetas de carey a cada lado, y el cuello de encaje blanco remataba esa negrura semejante a un hábito religioso. Aunque la picardía de sus ojos y los labios pintados de rosa pálido desmentían tanta rigidez. Su perrito Tom, diminuto, también de color marrón, iba siempre tras ella.

Al perro no le gustaba que fuésemos. Se tumbaba a sus pies y nos miraba con desafío, gruñendo quedamente. Ella susurraba ternezas al animalito mientras le iba dando miguitas de la merienda que él mordisqueaba con aprensión de catador. En el dedo corazón de sus manos blancas y delicadas lucía el anillo de bodas del abuelo, personaje muerto hacía años, cuya única presencia era aquella foto descolorida, del que se hablaba poco o nada, siempre en voz baja y con un suspiro doliente. En el enflaquecido índice, le bailoteaba un zafiro grande que me permitía ponérmelo, pero con la prohibición de levantarme de la mesa camilla donde ella se instalaba en su sillón cerca de la ventana. Era una joya de familia y no podía moverme, no lo fuera a perder, me aseveraba con rotundidad. Al quitárselo con parsimonia lo ponía al trasluz para ver los destellos. Y con solemnidad sentenciaba que era obligado respetar lo que se recibía de los mayores.

Después de colocármelo ceremoniosa en el diminuto dedo, me miraba con una fijeza que me hacía sentir importante. Portadora de reliquias familiares; luego supe que era falso. Así estábamos un rato que siempre acababa con sus ojos empañados y la temblorosa afirmación.

—Te pareces tanto a tu madre cuando era pequeña, que me quitas años de encima —confesaba con ternura—. Eres mi talismán de juventud —y su expresión se iluminaba.

Una vez le rebatí que, si tanto le recordaba a mi madre, también me parecería al abuelo, porque mamá decía siempre que ella era igual a su padre. La cara de mi abuela se volvió cenicienta y me recriminó que no dijera bobadas. No lo volví a repetir.