Old west Kafka - Cecilia Magaña - E-Book

Old west Kafka E-Book

Cecilia Magaña

0,0
4,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

"El mundo, por donde se le mire y en cualquier época que escojamos, siempre ha sido kafkiano, en más de un sentido. No nos extrañe que K, con su fiel Colt Pacemaker en mano, haya vuelto al ruedo y se lance en busca del desaparecido Gregorio Samsa por el salvaje oeste. En su camino, se topará con Max Brod, la hermosa y enigmática Frieda, Titorelli y demás personajes conocidos. Pero dejemos que el lector se aventure por sí mismo en estas páginas y desentrañe la magnífica pieza novelística de una de las narradoras más talentosas de su generación: Cecilia Magaña". Andrés Acosta

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



1

Los cerros parecen moteados, como si estuvieran cubiertos de caballos oscuros en esa postura atenta en la que solo mueven las orejas, los ojos bien abiertos. Quietos, a diferencia de la cabeza de K, que rebota contra la madera o se mueve de lado a lado. Ha dejado de luchar contra los tirones y saltos y se deja balancear, imaginando la pendiente y los hundimientos del camino, las piedras que en lugar de tronarse bajo el peso de las ruedas, las hacen brincar. Ha soportado esa terquedad toda la noche, lastimándole la espalda a cada salto, apenas menos molesta que el ruido de los baúles que pelean contra las cuerdas y vuelven a caer sobre el techo de la diligencia.

—Ya casi llegamos, muchacho —dice la mujer sentada frente a él, con el niño dormido en su regazo.

K asiente y vuelve la vista afuera, no sin antes pasar los ojos por el escote de la mujer y los senos que también saltan y parecen listos para volcarse fuera del vestido. Mueve el hombro para despertar al señor que se ha recargado sobre él. Se estira, impulsándose con el marco de la ventana, saca la cabeza y escupe. El viento frío, a pesar de la luz que ya se deja ver en el horizonte, le pica la cara. Su rostro pequeño, marcado por algunas cicatrices de viruela y los pómulos saltones podrían hablar de hambre o de una infancia convertida en mano de obra barata. Pero la piel apenas bronceada de su cara, en contraste con la aspereza de sus dedos, cuenta de largas temporadas bajo techo. Mira hacia el valle, cubierto todavía por la niebla, donde debe estar el pueblo.

—¡Métase ya!

K aspira una vez más el aire fresco, el olor a estiércol y a pino, antes de obedecer al cochero y recargarse despeinado, terregoso y serio, contra los tablones de su asiento.

2

K entra a la cantina y escucha sus botas rechinar. Un par de borrachos dejan de reír y miran directamente a sus pies. Arruga la frente y hace un esfuerzo por recolectar saliva, buscando con la mirada el primer escupidero que le quede cerca. Solo hay una franja de pastura olorosa y sucia a lo largo de la barra. K se traga el escupitajo. Los borrachos vuelven a reírse. Uno de ellos golpea su juego de cartas sobre la mesa y se arremanga la camisa. El otro sigue observándolo un momento, con la boca abierta, antes de gritar:

—¡Eh, Franz!¡Debe ser el nuevo lavaplatos!

El primero vuelve a reírse. Echa la silla hacia atrás para darse espacio. K da un paso hacia ellos y siente el apretón de una mano sobre su brazo. Es una joven mayor que él, con unos ojos que le recuerdan el lago de fondo verdoso donde nadó la primera vez que escapó de casa. La mano tira de él hacia la barra, igual que entonces algo en el limo del fondo tiró de su pie.

—¿Cómo te llamas?

Ella sonríe y se aleja hacia una puerta que debe dar a una terraza o espacio abierto, porque la luz del sol la enmarca y deja ver el polvo que se desprende de su falda, también verde, mientras se da la vuelta y cierra.

Los borrachos vuelven a reírse y el hombre detrás de la barra, que K no había notado hasta entonces, empieza a toser. Es una tos que termina por doblarlo hacia delante. Los borrachos guardan silencio y agachan la cabeza. K observa el pañuelo que el cantinero se lleva a la boca y distingue los manchones de sangre. Mira de reojo a los borrachos. Uno de ellos mueve una carta de un lugar a otro en su mano. El otro parece contener la respiración. K se cruza de brazos y espera. Cuando el ataque ha pasado, el hombre sirve un vaso de whisky con la botella todavía temblorosa.

—Por cuenta de la casa —Y se restriega la mano contra el delantal—, Franz.

—K —responde con el vaso en una mano, la otra en el bolsillo—. No soy el nuevo lavaplatos.

—Por supuesto que no…, aquí nadie lava los platos.

Mantiene el vaso sobre la barra hasta que el cantinero se ríe y empieza a sacudirse por la tos de nuevo. K bebe antes de decir:

—Vine por Gregorio Samsa.

3

Lo estuvo pensando mientras se sacudía la ropa y esperaba a que descargaran el maletín de flores rojas. Demasiado llamativo, pero al final, lo único que había encontrado para guardar el par de camisas, dos calzones, el collar que había robado a su madre y la Colt Peacemakerque un soldado dejó olvidada en una de las habitaciones del burdel. Había mirado cómo el cochero bajaba aquel bolso de mujer, levantando un tanto las cejas y soltando un bufido al entregárselo y K pensó en decirlo así, sin mayor explicación: «He venido por Gregorio Samsa».

Una vez registrado en la posada, mientras decidía dónde esconder la Colt, intentó decirlo en voz alta, probando distintos tonos.

—He venido a investigar el caso de Gregorio Samsa —Moviéndose de un lado a otro de la pequeña habitación, ubicada en el segundo piso, donde el techo de dos aguas se inclinaba—. El marshal Herman me mandó llamar.

Avanzaba hacia la cama y ponía el arma bajo la almohada, y luego regresaba, agachándose conforme la altura del techo disminuía, camino a una ventana redonda y opaca. Después golpeaba los tablones de madera del costado, buscando alguno suelto para esconder el arma.

—¿Sabe usted algo al respecto? —El cachete recargado contra el suelo, buscando la pieza que sobresaliera entre los jirones de cabello y algo que aparentaba ser un par de medias de mujer, debajo de la cama—. De la desaparición del joven Samsa, ¿de qué más?

Un estornudo y vuelta a empezar. Esta vez en silencio, escuchó una voz de mujer años atrás: «Un muchacho como tú no debe presentarse con un arma, cariño. Más valdría que le gritaras al mundo que te detenga». Se sentó en el colchón con desconfianza, listo para pincharse con uno de los muelles. Era duro, hecho de lana, o tal vez de pelo de caballo. Se recostó a lo largo, estiró la espalda, deslizó la pistola bajo la almohada y cerró los ojos.

—Nadie va a detenerme, Frieda.

4

—Así que el marshal Herman le perdió el miedo al telégrafo. —Franz rellena el vaso sin consultarle y muestra un sonrisa.

Por el espejo, K alcanza a ver a uno de los borrachos ponerse de pie.

—Apuesto dos dólares a que ese telegrama no existe —Deja caer sus cartas sobre la mesa y avanza hasta la barra. Trae un aparato hecho de correas de cuero y fierro atado a la pierna derecha, que mueve más lento y con la punta de la bota hacia afuera—. A nadie le interesa la desaparición de Gregorio Samsa.

Franz aclara la garganta y sirve otro vaso.

—Pórtate bien, Max.

K siente el peso de la Peacemaker pendiendo de su cinturón y escucha la risa de Frieda. Mantiene su vista en el espejo, desde donde el borracho se presenta, levantando su vaso hacia el reflejo de K.

—Para ti soy Brod, muchacho. Nada de Max.

K levanta su vaso y bebe al mismo tiempo que Brod, quien al terminar su whisky abre la boca y los ojos muy grandes, soltando un ahhhh. El labio superior se hunde por debajo del bigote a falta de dientes. Debajo de las arrugas de mugre y la barba no debe ser tan viejo. No tiene una sola cana.

—Brod del ejército de Tennessee, supongo por el acento. —K mirando más allá del espejo.

Brod se ríe y vuelve a levantar las cejas.

—El lavaplatos sabe sumar, Franz —Golpea su vaso contra la barra y el cantinero lo rellena, mirando de reojo a K—. Aunque no por eso es cierto que Herman lo haya llamado.

I

Había pasado su infancia escuchando las dos versiones de la historia. Eran los Confederados quienes solían narrar batallas enteras. Las contaban al oído de las mujeres, pero con suficiente volumen como para ser escuchados hasta el pasillo. Casi siempre terminaban en llanto o con vasos estrellados contra alguno de los muros.

—Deberían de pagar extra por tener que abrazarlos y decirles «ya, ya querido, ya pasó» —Frieda expulsaba el humo haciendo ruido—. Los llorones tardan años en terminar.

K tendía la mano hacia ella. Ella le pasaba el cigarro sujetándolo con dos dedos pequeños y alargados, capaces de colarse dentro de cualquier prenda sin importar cuán apretada. Luego se reacomodaba sobre la colcha que él había puesto en la azotea, húmeda por el sereno.

—Perdieron —decía él, por decir algo.

—Todos perdemos. —Reclamando su turno con un movimiento de sus dedos.

—Yo no —replicó K, sin dejar ir el cigarro.

Ella se sentó para arrebatárselo. Le dio una calada que terminó por consumirlo y dijo:

—Es cuestión de esperar.

5

—Mandemos a mi amigo Joseph a preguntar —dice Max Brod después del tercer vaso, la espalda demasiado derecha, como si luchara contra el impulso de recostarse sobre la barra.

—No creo que pueda levantarse.

El cantinero señala con un movimiento de cabeza la mesa del rincón y ambos, Brod y K, miran a través del espejo al hombre dormido sobre ella. Siguiendo una vieja marca sobre la barra, K le da vuelta a su vaso.

—Lo acompañaría pero no sé llegar. —Sonríe y nota cómo el cantinero se mueve de lugar, colocándose entre su reflejo y el de Brod. La Peacemaker tibia entre su cinturón y la ropa interior le regresa a los dedos de Frieda y su voz: «Te dije que solo se trataba de esperar».

—¡Joseph!

—Déjalo, Max.

—¡Joseph! —El nombre entre los labios hundidos de Brod recuerda un estornudo—. ¡Joseph, pedazo de cabrón!

El hombre se recompone despacio.

—Ve a la comisaría y pregunta si Herman ha mandado llamar a un muchacho por lo de Samsa.

Joseph se pasa el antebrazo por la barba, corta y enredada, sin hablar. K se levanta.

—Voy con él.

—No, no… —Brod lo palmea en el hombro—. Tú y yo vamos a seguir bebiendo, lavaplatos.

6

La muchacha de falda verde abre la puerta por la que había desaparecido. La puerta a ese patio interior que no se deja ver por la luz que entra con ella. K aprieta la mandíbula y respira, siente las ventanas de su nariz hinchadas. Procura mirar a la muchacha, concentrarse en su cabello negro y largo, cayendo sobre su espalda y oscureciéndose como el resto del bar cuando cierra la puerta tras de sí. Ella lo mira y K en lugar de relajarse vuelve a sentir la presión: muela contra muela.

—¿Ya conoces a las Sirenas, muchacho?

—Max, no quiero pedirte que salgas.

—No me lo pidas, Franz —Brod levanta un sombrero invisible e inclina su vaso hacia la chica—. ¿Eres la Sirena uno o la dos?

—Suficiente —K levanta la orilla de su camisa y muestra la culata de la Peacemaker, la palma abierta y el pulgar, con la uña mordida al ras, el dedo tenso como su rostro. Sin dejar de ver a Brod, levanta las cejas, haciendo un movimiento de cabeza hacia ella—. Pídale disculpas a la señorita.

—Así que solo conoces a una.

—Ve a ver si Joseph no se ha caído por ahí. La cuenta corre por la casa —Franz tiene una mano sobre la barra, la otra oculta—. Y tú, muchacho, siéntate.

—¿Estás buscando el rifle o vas a leernos algo de lo que escribes, Franz?

—No debe haber llegado muy lejos.

K mira al cantinero, que empieza a toser y luego a Brod. La palma de su mano, húmeda y rugosa, sigue abierta hasta que el borracho ríe y deja de un golpe su vaso sobre la barra. El metal del aparato atado a su pierna hace ruido al chocar contra la madera del banco y vuelve a reírse, moviendo la cabeza.

Avanza hacia la salida arrastrando la bota izquierda y K cierra el puño para sentarse despacio. Se inclina hacia el vaso que el cantinero, luchando por contener la tos, llena hasta el borde. El hombre con el aparato atado a su pierna se pierde de vista y K se lleva el whisky a la boca. Mira hacia donde antes estaba la muchacha con ojos de lago.

En el espejo tampoco está.

II

Ella siempre había sido mayor. Mayor para escalar los árboles. Mayor para robar la escopeta y tener una sesión de tiro con las viejas botellas. Mayor para indicarle cómo se quita un corsé.

—Enséñame a jugar póker —le dijo una tarde lenta, en que las muchachas estaban encerradas en sus cuartos y a ella, en castigo por algo de lo que no quiso hablar, la habían puesto a remendar las medias de todas.

—No sé jugar póker.

—Pero los acompañas en la mesa mientras juegan, algo debes de saber.

—No —Apretaba en su mano un huevo de madera para zurcir—. Y si no me dejas en paz, te voy a dar con esto en la cabeza. ¿Qué no tienes nada que hacer?

—Frieda… —K sacó de su bolsillo un mazo de cartas e intentó barajarlas. Las cartas se le resbalaron de las manos y cayeron en el piso que había lustrado esa mañana mientras ella dormía.

Frieda no se rio. Solo lo miró con la aguja detenida, el hilo tenso entre aquel huevo de madera y sus dedos.

—Hay cosas que solo te puede enseñar un hombre.

K recogió las cartas, sintiendo cómo su respiración se hacía más pesada y su cara se apretaba. Se dio la vuelta para darle la espalda y que ella no pudiera verlo.

—Para jugar póker tienes que blofear, ¿sabes?

Él no contestó. Estaba listo para salir por la puerta sin decir más, dándole un último vistazo a Frieda como para probar algo que solo podría probarse si se le quedaba viendo. Y estaba incorporándose para hacerlo, para aventarle una mirada desde el vano de la puerta cuando ella volvió a hablar.

—Blofear sí sé… si quieres que te enseñe.

7

Franz mete la mano con el trapo en un par de vasos. Tienen un tono opaco que no parece posible limpiar. K observa el ritual, callado, esperando. El corazón le late en las orejas. «No te levantes. No te vayas, todavía», llega su voz de nuevo, «debes parecer relajado, esperar a que llegue el momento para mirarlo a los ojos y mentir».

—¿Quién es ella? —pregunta por fin, mientras hace un movimiento suave de cabeza hacia la puerta por la que había entrado la muchacha de ojos verdes, solo para volver a desaparecer.

—Una chica del pueblo.

K apoya un codo sobre la barra y se atreve a mirar su reflejo. Las orejas siguen coloradas. El cabello revuelto. Se pasa la mano por la cabeza. Debió traer sombrero.

—¿Por qué Brod le dice Sirena?

—Porque no la conoce. —Una tos parece interrumpir la frase del cantinero, pero una vez pasado el acceso, sigue callado. Apoya las palmas sobre la barra y aprieta los labios.

«Míralo bien, cariño. Mira y usa lo que ves», dice Frieda, con una voz que se desliza en sus oídos, como la arena entre las manos. K mira a Franz y sabe qué decir.

—Usted está enamorado de ella.

Franz parpadea y toma otro vaso para pasarle el trapo.

—Usted no ha recibido un telegrama de Herman.

—Pregúntele a Joseph cuando vuelva de la comisaría. O a Brod, si quiere —K se lleva el vaso medio vacío a los labios. En el espejo, sus orejas han bajado de color. Se mira por el rabillo del ojo, dejando tres monedas sobre la barra—. Y no se preocupe, Franz; su secreto está a salvo.

8

Una vez fuera del bar, K siente el whisky en las rodillas. No es un buen momento para presentarse en la comisaría. Mira hacia el final de la calle donde hay un caballo atado a un poste. El animal mueve las patas y levanta el morro, nervioso. Las pezuñas alborotan el polvo fino que a esa hora de la tarde, entre el calor y el whisky, borronea al caballo y la calle más allá.

La gente que camina por los porches de los negocios también se ve como cubierta por granos de tierra. El sudor corre por los costados de K, bajo su camisa. ¿En qué dirección se fueron? ¿Podría reconocerlos? El caballo tira de la soga y relincha. K avanza por la calle, obligándose a pasar junto al animal que lo mira, con sus ojos muy abiertos, el blanco expuesto. Sigue caminando y abre también los ojos, a pesar del reflejo del sol sobre las telas claras que exhiben los nombres de los que parecen ser nuevos locales. El piso truena bajo sus botas, sube y baja de las escalerillas de madera que marcan el final de la calle, avanza por los tramos cortos de tierra sobre la que corre alguna diligencia, una carreta.

Un grupo de chinos cargan un paquete de ropa, un hombre vende jabones, vaqueros pesan forraje, una mujer barre la entrada de una pastelería y un hombre obeso y calvo se sacude las moscas con un pedazo de periódico. Los mineros caminan aletargados, con sus overoles sucios y los paliacates húmedos de sudor, mientras un par de perros duermen tendidos al sol y un mexicano de mirada rencorosa limpia el cristal de una ferretería. Los grupos de prostitutas se asoman por las ventanas del segundo piso: una saca la pierna envuelta en una media oscura, marcada por líneas largas que debieron correr sus uñas. Lo llama y se ríe. K sigue caminando, con los ojos llorosos por la luz que se le cuela entre las pestañas y brilla en todo menos en el aparato con correas de Max Brod.

Se detiene en una esquina y aprovecha un poste para recargarse. Va a vomitar. Una gota de sudor corre por el puente de su nariz y se detiene en la punta.

—Así que no eres lavaplatos… —Brod, de pie en el portal al otro lado de la calle, con las manos a cada lado de la boca hundida.

—No. —Se incorpora.

El edificio de la comisaría está a espaldas de Max Brod.

III

—¿A dónde vas? —preguntó ella cuando lo descubrió guardando en su mochila un trozo de carne seca.

La había robado y puesto a secar sobre un ladrillo, en la azotea.

—A ningún lado.

Frieda se había acercado despacio, casi bamboleándose. Se sentó junto a él y buscó en su escote el paquete de cigarros. Le ofreció uno. K lo sintió tibio y ligeramente húmedo.

—No regreses.

Él volvió la cara a un lado y escupió como respuesta. Se pasó el dorso de la mano por los labios y entrecerró los ojos, como si mirara algo lejos, hacia el cerro donde pastaba un rebaño. Tal vez de vacas, tal vez de ovejas. No lo supo porque no era eso lo que intentaba ver, sino cualquier punto lejos, lo más lejos de ella.

—¿Me escuchaste?

K se acomodó el sombrero y asintió. Vacas. Tal vez ovejas.

—Siempre has tenido suerte.

La miró de reojo. Su cabello suelto y rubio se movía con el viento, hacia atrás, descubriéndole la cara. Frieda lo miró de vuelta, sin parpadear.

—No regreses.

Tenía los ojos llorosos y K no quiso preguntar. Fumaron en silencio, cada cual su cigarro.

Volvió seis meses después. Tenía, según los cálculos de su madre, entre 16 y 17 años.

9

Brod cruza la calle arrastrando la pierna. Su amigo Joseph vomita en un abrevadero, a un costado de la comisaría. El trío de caballos atados cerca del agua levantan la cabeza y mueven las orejas. Uno da pasos cortos hacia atrás, hasta donde se lo permite la soga.

Max Brod muestra las encías y agita un papel en la mano. Se detiene a medio camino para que pase una carreta y K seca el sudor de su cara.

—El secretario dice que no te esperaban hasta mañana —grita el cojo, que vuelve a detenerse a unos pasos de él.

K mira hacia el edificio de tablones viejos. Desde el interior, oscuro en contraste con la calle, una figura se asoma y lo saluda llevándose la mano al ala del sombrero. Es un hombre alto y delgado. Bebe de una taza y regresa a la oscuridad.

—Te manda una nota.

El aliento de Brod en su cara, el papel con un golpe contra su pecho.

—¿Vas a abrirla o quieres que te diga lo que dice? ¿Sabes leer, lavaplatos?

K toma el sobre pequeño y abierto. Desdobla el papel y lee despacio, porque es a la única velocidad que puede hacerlo sin usar los labios.

10

Llega a la posada con el cráneo caliente, la nota en su mano. Sube las escaleras y entra a su habitación. Se recuesta en la cama sin quitarse las botas, deja un pie apoyado en el piso. La Peacemaker le recuerda su presencia y K tiene que inclinarse para sacarla de su pantalón y ponerla bajo la almohada. El movimiento hace que las dos vigas del techo se balanceen junto con el resto del cuarto. Cierra los ojos pero sigue moviéndose, flotando sobre la superficie de aquel lago verde.

«El sheriff no puede recibirlo. Empiece sus investigaciones mañana, no es necesario que se presente a la comisaría. Lo mandaremos llamar».

El nombre del secretario le había parecido ilegible hasta que Brod se lo interpretó.

—Secretario Charles Huld, eso dice, muchacho. ¿Seguro que sabes leer? Supongo que escribir tampoco, ¿eh?

Abre los ojos. El techo se ha detenido, pero deja el pie plantado. El cuarto permanece quieto, cerrándose sobre él.

—¿A quién vamos a interrogar primero? ¿Al padre de Samsa? ¿A su hermana? ¿A dónde vas, muchacho? Hagamos una lista… ¡Lavaplatos!

—Nos vemos mañana, Brod.

—Pero si apenas pasa del medio día, muchacho, ven acá. ¡Joseph! ¡Joseph, alcanza al lavaplatos!

Cierra los ojos y vuelve el sonido de la bota de Brod arrastrándose detrás de él. Las prostitutas riendo desde la ventana y el mexicano que espera detrás del cristal de la ferretería. La voz del hombre que vende jabones lo había guiado de vuelta a la entrada del bar donde Franz seguía limpiando vasos detrás de la barra y una voz de mujer cantaba.

Suda, pero no va a levantarse para abrir la ventana y agitar de nuevo la superficie del lago. Se talla los ojos y suspira, antes de maldecir a Gregorio Samsa.

IV

Su madre no preguntó por qué había vuelto. No parecía aliviada o feliz de verlo, pero tampoco lo había mandado de vuelta al lugar por el que había cambiado el calor de la cocina, su lugar en el pasillo, el cargo de mantenimiento al interior de la casa.

—Eres muy joven —había sido siempre la respuesta de la madre cuando K preguntaba por qué no podía también trabajar en la fachada, rastrillar el jardín, martillar los tablones sueltos del porche.

—Se ahorraría dinero.

—No necesitamos ahorrar. —Le acomodaba algún mechón del cabello, mirándolo como si lo midiera, como si tratara de adivinar algo.

Cuando volvió, usó esa mirada sobre él. Lo había llevado a la cocina. Una vez sentado frente al tablón, K no pudo disimular el hambre y comió el pan casi sin masticarlo, pero resistió la tentación de llevarse el tazón de guisado directo a la boca. Se enjugó el agua que bebió demasiado rápido y entonces la descubrió mirándolo.

—Crecí, madre. —Fue lo único que se le ocurrió decir.

Ella sonrió, pero no le acarició el cabello.

Pasaron varios días antes de que cualquiera de las muchachas le dirigiera la palabra. No le extrañó que su madre se los hubiera prohibido. Tampoco le sorprendió que Frieda obedeciera. Hasta que una mañana, mientras él encendía el fuego para calentar el agua del baño, ella se asomó a la cocina. Tenía el cabello despeinado y estaba envuelta en su vieja cobija.

—¿Conociste el mar? —preguntó desde el vano de la puerta.

—No. Pero nadé en un lago.

Frieda lo miró de arriba a abajo.

—Te dije que no regresaras.

11

Abre los ojos. La habitación está oscura y por la ventana entra la luz de un farol. Tiene la boca seca y el pie que ha dejado fuera de la cama está entumido. La cama no se mueve más y K se obliga a andar por el cuarto, apoyando el talón dormido. Si Frieda estuviera sentada a la orilla de la cama, él aprovecharía para hacer una imitación de Max Brod.

Se inclina por el orinal y la presión en su cabeza aumenta. Pone el recipiente de metal bajo la ventana y mientras descarga la vejiga mira afuera. La gente camina un poco más rápido en comparación con el medio día. Alcanza a escuchar un piano.

Sale al pasillo y busca la palangana común, donde se moja la cara. En el espejo, su rostro se abulta en la superficie dispareja, rota y vuelta a pegar pedazo a pedazo. Una larga fila de clientes esperan para que les sirvan la cena. Toma el último lugar. Las pocas mesas de la posada están ya ocupadas y varios comensales cucharean de pie, recargados contra la pared. Un hombre grande permanece a la entrada del local vigilando a los clientes.

—Buenas noches —dice el hombre de bombín delante de él, inclinando un poco la cabeza.

No responde.

—Titorelli, a sus órdenes.

—K.

—Soy pintor.

El hombre se inclina otra vez. La fila avanza un par de lugares y ambos se mueven.

—Hago retratos.

K asiente. El aroma de la comida y el ruido de las cucharas le abre más el apetito.

—Tal vez le interese ver uno del joven Samsa.

12

Max Brod lo ha enterado de todo, o al menos eso dice Titorelli, que alcanza la barra donde una mujer está sentada junto a una torre de platos sucios y un recipiente con agua.

—Dos, por favor —dice y deposita cinco centavos en un viejo frasco de conservas con una ranura en la tapa.

La mujer le da un plato y señala el frasco. Titorelli mira a K.

—Soy huésped.

—Su habitación no incluye la cena.

K desliza las monedas que la mujer ve caer dentro del frasco antes de tenderle un plato tibio y mojado.

—Tenía una nariz afilada que valía la pena dibujar. Un tanto sombrío, debo decir, un sujeto interesantísimo —Titorelli muestra su plato a la muchacha en la siguiente mesa, donde espera la olla con el estofado. Mueve las manos al hablar y levanta las cejas, que se ocultan bajo el bombín, un poco grande para su cabeza—. Su hermana pagó por el trabajo. Bueno, el adelanto solamente, todavía me debe dinero y por eso no se lo he entregado. Pobrecilla, está devastada. Devastada, en verdad. Tiene que pasar por mi estudio para que lo vea. Si me paga usted la diferencia tal vez pueda llevárselo para sus interrogatorios…

K intercambia su plato vacío por el tazón ardiente que la muchacha ya le ha servido a Titorelli y que él no ha tomado por seguir hablando. Entonces la ve: es la Sirena, la joven de ojos verdes.

—Buenas noches. —K se apura por regresar el plato lleno y caliente al pintor, que finalmente se ha callado.

Ella sonríe pero no contesta, lo mira con sus ojos de lago y le sirve. Él recibe el tazón que le quema las manos e inclina la cabeza para despedirse, resistiendo la urgencia por soltarlo.

V

La primera vez que vio el hierro con las letras H y T pensó que se trataba del nombre de un ganadero. Horse Thief, ladrón de caballos, le explicaron.

—Uno tiene que asegurarse de que vayan por el mundo marcados para que otros sepan cómo tratarlos —dijo el vaquero que usó el hierro con la T al sacar la sopa del fuego.

K había mascado el pan más despacio, con la garganta seca. Después de comer, cuando se acostó en su cobija y miró el cielo, más grande, más extendido de lo que lo había visto desde el techo de la casa junto a Frieda, pensó en cómo le contaría de esas letras y su significado. Si se lo diría así o inventaría el encuentro con un hombre que tenía las cicatrices en su cara.

Días después, bajaron a uno de los pueblos por provisiones y un perro rabioso mordió a K. Usaron la letra H para quemarle la herida, después de limpiarla con agua caliente y exprimir la baba del animal. No era seguro que funcionara, pero el vaquero tampoco le pidió su opinión ni dijo nada cuando K, todavía lloroso y temblando, le tiró un par de puñetazos.

A veces, cuando hacía frío, la desfigurada letra H en su pantorrilla latía con un ardor que era apenas un eco de lo que había sentido entonces. Al volver a casa tuvo miedo de explicarle a Frieda su origen y evitó quitarse los calcetines.

—¿Por qué tienes mañas de viejo? ¿Se te pudrieron los dedos?

Y él se reía, demasiado avergonzado como para inventar pretextos, aunque no podía poner en palabras qué era lo que le apenaba. Tal vez el hecho de que esa noche decidió quedarse en el pueblo y buscar cualquier empleo que pudiera desempeñar dentro de cuatro paredes. O tal vez el deseo de que le hubieran marcado también la T y así decir que había sido por robar un caballo.

13

Desde la esquina del comedor, con la espalda recargada en el tapiz grisáceo, K mira a la muchacha que sirve platos y más platos, mientras Titorelli habla.

—Era un joven reservado, el joven Samsa. Un tanto nervioso, diría yo. Apenas hacía unos meses que trabajaba en el banco y conservaba su espacio de trabajo muy ordenado, como si hubiera hecho aquello desde siempre. Tenía ese aire distinguido que se consigue a fuerza de pura voluntad. Se le veía en los ojos: el hambre. Estoy seguro de que podrá apreciarlo en el retrato que he pintado.

Titorelli sigue con la cuchara suspendida, sin derramar el líquido, como esperando la respuesta de K, que considera la posibilidad de formarse de nuevo.

—En verdad creo que contribuiría enormemente a su investigación si se lo mostrara. Al menos para que se haga una primera impresión.

—Yo sé cómo se ve Samsa.

—Ah, bueno, pero el retrato que publicó el marshal Herman no era nada fiel en comparación con el que le ofrezco.

—Lo conozco en persona.

—Ah. —El pintor empieza a comer.

K deposita la cuchara en su plato vacío. No hay nadie a quien servir y la muchacha de ojos verdes mueve los labios, como si cantara despacio.

—Tal vez prefiera un retrato de la señorita Milena.

Se obliga a mantener el ceño sin fruncir, a parecer inexpresivo. Siente el calor en las orejas y resiste la necesidad de cerrar los ojos, todavía doloridos, para recordar algo en la conversación. «Eres transparente como un vaso, cariño», escucha a Frieda, y sospecha que se ha sonrojado más.

—¿Por qué habla usted de Gregorio Samsa como si hubiera muerto?

Titorelli avanza apresurado hacia una mesa que se acaba de desocupar y hace gestos con la mano para que lo siga. Un par de hombres, que ya se dirigían hacia allá, hacen el intento por aventajar al pintor, pero este se abalanza sobre la silla.

—Por aquí, señor K, yo le reservo su asiento —grita.

Los hombres mascullan algo y vuelven a su lugar en la pared. K los saluda con una inclinación de cabeza antes de sentarse. Ellos no responden.

—Desde aquí podrá seguir viéndola —El pintor pone el bombín sobre la mesa, junto a la canasta de pan donde solo quedan migajas—. ¿Gusta que le comparta un poco? —Le muestra su plato todavía rebosante. No ha derramado nada al apoderarse de la mesa.

—No, gracias.

—Entonces finja que come si no quiere que esos hombres lo levanten de su asiento.

—Usted habla como si le constara que Samsa está muerto.

—Porque como le decía antes, ese muchacho tenía hambre y no era de las que se sacian pronto. Estaba empezando a ser alguien, apenas alguien a quien las señoras saludan, a quien los hombres le ceden el paso en la calle, solo por trabajar en aquella mesita del banco —Da un bocado y levanta las cejas al tragar—. No olvide comer de su plato… El joven Samsa tenía esa especie de insatisfacción en la mirada, ese miedo que tienen algunos, como si fueran a desaparecer en cualquier momento si no logran hacer algo.

—Y desapareció.

—De la noche a la mañana. Sin que faltara una moneda del banco. Sin dejar un recado a su pobrecita hermana a la que acababa de comprarle un hermoso violín —Hace énfasis con un dedo al pasar el bocado—. Prometió mandarla a estudiar música a la ciudad de Nueva York. Y créame que ese muchacho amaba a su hermana. No la hubiera dejado entusiasmada y sola por voluntad.

— ¿Qué le pasó, entonces?

—Los chinos. Los chinos lo asesinaron.