Operación Protector - Iñaki Sanjuán - E-Book

Operación Protector E-Book

Iñaki Sanjuán

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Beschreibung

Tras el suicidio de un inspector de policía belga que había avisado de la posibilidad de los ataques yihadistas de París, los servicios de seguridad del Estado movilizan todos sus esfuerzos para evitar algo similar en España, la denominada Operación Protector, con ramificaciones entre terroristas, las mafias de la Costa del Sol y los traficantes de armas. El autor de este libro, curtido en mil batallas, narra los entresijos de esta operación al mismo tiempo que describe de primera mano los temores, dudas y ambiciones que asaltan a su protagonista, un policía infiltrado. No sin desavenencias y tensiones de trasfondo entre las diversas unidades policiales y de seguridad, en este trepidante ensayo narrativo no se fabula ni se fantasea sobre esta categoría de agentes, cuya silenciosa y arriesgada labor es mucho más determinante para la tranquilidad ciudadana de lo que solemos imaginar. Una obra escrita desde las mismas estructuras policiales por uno de los principales expertos en España en infiltración policial en grupos violentos radicales. «Seguir las andanzas de Iñaki Sanjuán es adentrarnos en cómo se selecciona, entrena y forma a los agentes infiltrados, sometidos a pruebas insoportables para la mayoría de las personas, pero que son precisas en quienes deben realizar tan exigente misión. Un libro vibrante que destila autenticidad.» Pedro Baños, analista geopolítico y experto en inteligencia y terrorismo yihadista

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2022, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

Operación Protector

Primera edición: septiembre de 2022

© 2022, Iñaki Sanjuán

Imagen de cubierta © Dani Ras. Reinterpretación de un diseño de colgante de Pera Estivill, 1580, Llibres de Passanties, fol. 289. Barcelona

Imagen de cubierta e interior: © Dani Ras

ISBN (papel): 978-84-124739-8-8

ISBN (ebook): 978-84-125630-3-0

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M.I. Maquetación, S.L.

Corrección de textos: Sergi Orodea

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

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www.rosameron.com

Dedicado a todos aquellos que luchan con su alma y con su vida para salvaguardar los derechos de las personas. Y con un recuerdo muy especial para todas las víctimas del terrorismo, para que nunca caigan en el olvido. La inmortalidad y la eternidad se alcanzan con el recuerdo.

A Cristina y Alejandro.

Nota del autor 

Este libro habla también de ti, lector, de tu seguridad y la de todos. Aquí no hay fábulas, ni fantasías; no se edulcora la aspereza de la realidad. La gran parte de lo narrado son experiencias vividas por verdaderos infiltrados. 

Los recursos a la ficción han sido los imprescindibles para mantener la seguridad y darle aún mayor intriga e interés. Por razones que comprenderás enseguida, ha sido necesario modificar los nombres reales de los personajes que aparecen en sus páginas. Adéntrate en el mundo de los infiltrados y comprueba que son personas de carne y hueso, con sus miedos, sus dudas e inseguridades. No te defraudará. 

Bruselas, Bélgica

10 de octubre de 2015

Una llamada a los servicios de emergencias de varios vecinos del barrio Woluwe-Saint-Lambert, al oeste de la capital belga, alertaba de que se habían producido unos disparos. Es un barrio residencial, de casas bajas adosadas, en el que suele reinar la tranquilidad, incluso en la tarde noche de un sábado de otoño, con un ambiente gélido, en el que la mayoría del vecindario se traslada a la zona centro y a sus bulliciosas avenidas llenas de color y diversión. 

La señora Catherine Wouters había realizado la llamada; le acompañaba su marido, con el que convivía desde hacía más de cuarenta años en la casa que compartía pared con el adosado donde les habían sorprendido dos detonaciones. De inmediato fueron interrogados por los dos primeros agentes de la policía destinados en la Comisaría de Montgomery. 

La señora Wouters, como era habitual, no dejó intervenir a su marido, quien, tras los años, se había resignado a intentarlo, de modo que se limitó a asentir las largas frases que departía su mujer con los agentes policiales. La mujer explicó con una evidente falta de aire, fruto del nerviosismo, cómo sucedieron los hechos: estaban viendo la televisión y de pronto oyeron un disparo; al cabo de unos segundos, se repitió el sonido; ambos procedían de la casa del vecino, que era policía. 

Los agentes pusieron en conocimiento de su superior los datos que habían recabado, y se limitaron a custodiar la vivienda. En menos de diez minutos, tres coches patrulla más de su misma comisaría estaban en la puerta de la vivienda, y poco tiempo después estaban tirándola abajo, en presencia del inspector que estaba a cargo del turno de tarde. Eran casi las nueve de la noche. Al entrar, la oscuridad invadía la planta baja de la vivienda, y solo un pequeño resplandor descendía levemente por la escalera que conducía a la planta superior. Los agentes gritaron desde la entrada: 

—¡Policía! ¿Hay alguien en casa? ¡Policía! 

Fueron varios los que gritaron esas palabras, algunos de ellos con su arma reglamentaria desenfundada. Nadie contestó. El silencio era el dueño y señor de la vivienda. El olor de la pólvora y el de la sangre entremezcladas era inconfundible para cualquiera que tuviera el olfato acostumbrado. 

El inspector Wilens pidió a sus policías que se apartaran y se puso al frente del registro de la casa. Pulsó un interruptor y la luz iluminó todo el pasillo. A continuación, ordenó que hicieran una batida de seguridad por la planta baja, que estaba compuesta por una cocina de pequeñas dimensiones, un salón comedor y un cuarto de baño; además, contaba con un armario empotrado que tenía casi las mismas dimensiones que la cocina. No había nada revuelto, estaba todo aparentemente ordenado. Wilens, pistola en mano, encabezaba una fila de cuatro agentes que subían por la escalera. Nuevamente se detuvieron y se hicieron notar con gritos de «¡Policía!», pero nadie contestó. Al llegar al pasillo de la planta superior, guiados por la tenue luz que salía de una de las habitaciones, procedieron a entrar. 

—Dios mío —murmuró Wilens—. Hay un cadáver en la silla. 

Los cuatro policías que le seguían se abrieron en abanico, más por curiosidad que con ánimo de actuar. El cuerpo se encontraba sentado detrás de la mesa de su despacho, los brazos abiertos en la posición típica de una persona que pierde la vida y las extremidades dejan de luchar contra la gravedad. Por la silla de cuero aún goteaba la sangre. Se podía observar con nitidez un orificio de bala en el pecho, justo a la altura del corazón, cuyo proyectil había salido del cuerpo inerte por la espalda, incrustándose en la pared que hacía frontera con la vivienda del señor y la señora Wouters. La pistola yacía en el suelo, en el lado derecho del cadáver. 

—Es el inspector Pierre Cannot —dijo uno de los agentes—. He servido bajo su mando. 

Hubo un largo silencio en la habitación. Todos miraban desconsolados el cadáver de un compañero, que por alguna circunstancia que desconocían había tomado la difícil decisión de quitarse la vida. 

—Salgan de la casa y precíntenla —ordenó Wilens. 

Después comunicó por teléfono los hechos al jefe de la comisaría, que en esos momentos se encontraba degustando una cena con su tercera esposa, y puso a trabajar a los funcionarios de la división de homicidios de la policía judicial, así como a los de la brigada de policía científica que estaban de guardia el fin de semana. Hizo lo propio con la Fiscalía, quien debía encargarse del levantamiento del cadáver. 

En la inspección ocular, el agente encargado de la investigación de homicidios, que había visto, por desgracia, muchas muertes por suicidio, encontró una carta manuscrita y firmada por el inspector Pierre Cannot: 

Pido perdón a mi hijo y a los pocos seres queridos que me quedan. Mis hombros no aguantan otro muerto encima. Esta vez no. Esta vez tendrán que aguantarlo otros. Yo no puedo más. Mi hijo, quien no tendrá apenas un recuerdo de su padre, y mejor así, es lo que más he querido en mi vida, pero me voy con el pesar más grande que puede tener un padre, sabiendo que ha fallado a su hijo. El dolor me invade, no me deja pensar, no me deja respirar, no puedo, no quiero seguir. Ha llegado el momento, es ahora. La vida es de cada uno, y cada uno tiene derecho a ponerle fin cuando quiera. Me iré sin causar daño a casi nadie, porque a casi nadie le importo, eso me deja más tranquilo. No puedo más. Hasta siempre. 

Las pesquisas sobre la muerte del inspector Cannot fueron raudas y concisas. No había asomo de duda: era un suicidio, y como suele ser muy habitual en estos casos, no barajaron ninguna otra hipótesis. La policía científica encontró dos casquillos de bala, el primero disparado de frente por el propio Cannot, y el segundo, directamente en el pecho. Suele ser habitual, continuaba el informe, que el individuo que tiene la intención de quitarse la vida haga antes uno o dos disparos previos, en cualquier dirección, antes de acabar con su vida. También concluía el citado informe que los suicidas que se apuntan al pecho lo hacen por un sentimiento de culpa, para no deteriorarse la cara y que sean reconocidos por sus seres queridos. Sin embargo, este último extremo no cuadraba con el inspector Cannot, cuyos seres queridos, la mayoría, ya no se encontraban en este mundo. 

Los policías que leyeron la nota antes de recogerla y meterla en un sobre de plástico para la posteridad se quedaron asombrados. No era la primera carta de un suicida que encontraban, ni la más sentimental de las que habían leído. Pero esa frase de «Mis hombros no aguantan otro muerto encima» les inquietaba. ¿A qué se refería? ¿Qué muerto? Todo eran dudas que asaltaban a los allí presentes y que no llegaban a comprender. 

Las actuaciones legales pertinentes se acometieron con celeridad. En la casa no se presentó ningún familiar. Los padres del inspector habían fallecido años atrás en un grave accidente de tráfico; tenía una hermana que vivía en Estados Unidos con la que no mantenía ningún tipo de contacto desde hacía mucho tiempo, y su exmujer, tras recibir por teléfono la triste noticia, no quiso acercarse ni siquiera a ver el cadáver, y mucho menos velarlo o despedirlo, tan solo se preocupó del porcentaje que le correspondería a su hijo, y por tanto a ella misma, de la pequeña casa familiar en la que vivía Cannot. 

El cuerpo del inspector pasó la noche en un frío y lúgubre depósito de cadáveres. Nadie apareció y nadie lo reclamó. Fue el propio departamento de policía el encargado de su funeral, al que asistieron menos de una decena de personas, todas ellas funcionarios de policía que en un momento u otro habían prestado servicio con el fallecido. Ni siquiera el comisario jefe de su actual destino asistió a la despedida. De todos era conocida la animadversión que ambos se tenían, y decidió que siguiera patente hasta el último momento. 

Tras la misa, el cuerpo fue llevado al cementerio de Schaerbeek, al norte de la ciudad, donde sería enterrado en la misma tumba que sus padres. Durante el sepelio, ya ningún compañero lo acompañó. Llovía y hacía un viento muy desapacible, por lo que los operarios del camposanto hicieron su trabajo deprisa y descuidadamente. Ninguno de ellos advirtió la presencia de un individuo que, bajo un paraguas, observaba toda la escena a unos cincuenta metros de la sepultura. 

2

Bruselas

Cinco horas antes

Pierre Cannot había deslumbrado dirigiendo diferentes operaciones encubiertas. Tenía un carácter fuerte y hermético, y un olfato intuitivo y sagaz para las actuaciones policiales más complejas. Esa unidad le permitió tocar el cielo y el infierno; fue condecorado, pero también se hundió su próspera carrera, fruto de los desdenes y las malas prácticas políticas que costaron la vida a un infiltrado que tenía a su cargo. En realidad, Cannot no fue el culpable, pero al final así se lo hicieron creer, y pagó por ello. Nunca consiguió remontar esa pérdida, y se llevó la culpa a la tumba. 

Tenía cuarenta y ocho años, la piel aceitunada y el pelo y los ojos oscuros; era extremadamente delgado, y a pesar de la desilusión y la penuria que invadían su vida de forma constante, que le hacían tomar diferentes tipos de pastillas para poder levantarse cada día y soportar el dolor atroz que asolaba su alma, mantenía la compostura profesional en una de las comisarías de distrito de Bruselas donde un destino macabro haría de nuevo añicos su vida, y que a la postre marcaría su devenir. 

Cogió el teléfono móvil, abrió la agenda de contactos y marcó el número que correspondía a «Jean Paul». 

—Yes? —contestó la voz de un hombre entrado en años. 

—Soy yo, Cannot. ¿Te acuerdas de mí? 

—Sí, claro, el inspector de Bruselas —respondió su interlocutor—. ¿Qué tal va todo, amigo? 

—Tengo que verte —dijo en tono cortante el inspector—. No puedo esperar, necesito verte ahora mismo. 

Tras unos segundos de silencio que se hicieron eternos, la persona que se encontraba al otro lado de la línea dijo que se verían donde siempre, y colgó de inmediato. 

Cannot cogió su gabardina y su pistola Browning GP-35, un arma semiautomática de 9 mm, fácil de usar, y la enfundó en la sobaquera que le gustaba llevar desde siempre. Hacía frío, pero había dejado de llover, por lo que el tiempo, aunque desapacible, permitía moverse con menos incomodidad. Subió al coche, que estaba estacionado justo delante de la puerta de casa. Se consideraba un afortunado en la suerte de aparcar; de hecho, eso era en lo único en lo que la suerte le sonreía. 

Circuló por las calles del barrio residencial, donde pasaba el tiempo indispensable cuando no estaba de servicio, hasta llegar a la carretera E-40, que conducía a Lovaina, población conocida por sus imponentes cervecerías y que se encuentra al este de Bruselas. El trayecto, que se puede hacer en unos veinticinco minutos si la afluencia de tráfico lo permite, Cannot lo hizo en menos de veinte, y con un estado de ansiedad considerable. Atravesó la ciudad hasta llegar a su extremo este, donde el cementerio. Estacionó su vehículo y, antes de bajar, resopló como tratando oxigenar lo suficiente la sangre para tener la mente bien despejada. Avanzó con paso firme y decidido hacia la puerta de acceso del cementerio; a diferencia de esta, el camposanto era bastante bonito. Al entrar, miró hacia atrás; estaba nervioso, algo poco corriente en él. La presión estaba a punto de desbordarle. Continuó andando, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, que llevaba desabrochada para intentar aliviar la presión que sentía en el pecho. 

Jean Paul estaba esperándole en el punto acordado. Era un hombre robusto, de pelo cano, que ya había pasado de los setenta años, aunque nadie sabía exactamente qué edad tenía. Era el típico belga que había vuelto a Bélgica después de dar tumbos por medio mundo. Todos los delincuentes, tanto del país como del resto de Europa, que habían oído hablar de él lo respetaban. No se había dedicado a nada en concreto… y a todo en general, por lo que había amasado una buena suma de dinero como intermediario en diversas operaciones relacionadas con el tráfico de drogas y armas. Nunca llegó a pisar la cárcel, ni siquiera fue investigado ni procesado judicialmente, algo que muchos achacaban a sus inmejorables contactos con toda clase de funcionarios policiales y servicios secretos, lo cual era cierto. Jean Paul había trabajado para muchos de ellos sin contraprestación económica; tan solo acceder a aquella información necesaria que le permitiera anticiparse y así evitar que diera con sus huesos en una fría celda. 

Cannot confiaba plenamente en ese hombre, más incluso que en la mayor parte de sus compañeros policías. Recordaba cómo, gracias a él, se había aprehendido el mayor cargamento de droga adulterada del país sin costarle un solo céntimo al Estado. Era de los pocos confidentes que no cobraban más que en especie. 

El inspector llegó al mausoleo de piedra perteneciente a una influyente familia belga, situado a un costado del recinto, y allí estaba él, como siempre, bien vestido y portando un periódico en la mano, la señal acordada muchos años atrás de que la cita era segura. El hombre continuaba con su vieja costumbre de conducirse con mensajes en clave, a pesar de que llevaban mucho tiempo sin verse ni trabajar juntos. 

Se saludaron con un fuerte apretón de manos. Ambos eran de la opinión de que un hombre de fiar siempre saluda con la mano firme. Una verdadera tontería. 

—¿Cómo está, inspector? —dijo Jean Paul, quien, a pesar de su intensa vida y relación con los bajos fondos, tenía unos modales y una educación intachables—. Cuánto tiempo sin verle. 

—Pues hecho una mierda —contestó Cannot—. Esta vida ya no es para mí. 

El tono del inspector dejó entrever al instante que no estaba pasando por uno de sus mejores momentos. 

Ambos iniciaron un paseo lento y parsimonioso por las diferentes calles del cementerio. Hablaron un poco de todo, también de algunos conocidos suyos, hasta que la voz cortante del policía interrumpió de raíz la charla. 

—Coja esto —dijo—. Será lo último que le pediré. 

Cannot sacó de la gabardina un sobre de tamaño mediano que contenía numerosos papeles escritos de su puño y letra, junto con algunas fotografías. Jean Paul lo cogió sin mirarlo siquiera y lo guardó en el interior de su abrigo. Su discreción y profesionalidad le precedían. Sin embargo, no le pasó desapercibido cómo le temblaba la mano al inspector. Aunque notablemente impactado, decidió no comentar nada al respecto. 

—¿Qué quiere que haga con el sobre? —preguntó tras unos segundos eternos de silencio. 

El viento comenzó a soplar y a levantar del suelo la hojarasca. Cannot avanzó unos pasos, se paró y levantó la mirada hacia las sepulturas. 

—Polvo eres y en polvo te convertirás —musitó—. A esto llegaremos, amigo mío. Es posible que ya no nos veamos más. Me marcho. Lejos. Voy a dejar atrás todo esto. Lo necesito. 

—¿Adónde irá? —preguntó en tono incrédulo Jean Paul. 

—Eso ahora es lo de menos —respondió el inspector—. Lo que necesito es que ponga todo su empeño en este último deseo que le pido. El sobre tiene que llegar…, mejor dicho, debe llegar al policía español que usted y yo conocimos a través de su amigo irlandés. 

No fue necesario aclarar de quién estaban hablando. 

—No tenga duda de que así será —dijo por fin el confidente. 

Ambos se despidieron con un nuevo apretón de manos. Jean Paul se marchó primero. Cannot permaneció unos minutos más en el cementerio. No había un alma, y el silencio era reconfortante, solo aliviado por el viento que golpeaba contra las piedras de las viejas tumbas. Levantó la mirada y se quedó absorto en sus pensamientos. En realidad, no pensaba en nada. Desde hacía mucho tiempo no alcanzaba un estado similar de paz interior, y fue ahí cuando obtuvo, por fin, unos minutos de descanso para su alma. De repente, en voz alta y sin que nadie le oyera, porque nadie había allí, exclamó con una calma total: 

—Es el momento, Pierre. Llegó la hora. 

Se abrochó la gabardina y se subió los cuellos, inhaló una vez más el frío aire y se dirigió a la salida del cementerio, que tampoco pisaría más. Todo estaba decidido, y su alma, tras mucho tiempo, estaba en paz. 

Málaga, Costa del Sol

13 de octubre de 2015

Llegó un paquete dirigido a Philip Connor a la dirección indicada, una pequeña vivienda situada en plena Costa del Sol desde la que se tenía una vista inmejorable de toda la majestuosidad del mar en uno de los rincones más codiciados por la jet set internacional. Por supuesto, «Philip Connor» no era su nombre real, y el destinatario lo sabía, pero así lo habían acordado entre ambos mucho tiempo atrás. 

El Irlandés firmó el recibí del paquete y volvió a entrar en casa. Tenía sesenta y cuatro años, y todavía poseía una altura considerable y unos cabellos lacios de color gris que le llegaban al hombro. Barba y bigote también canos, siempre llevaba un aspecto desaliñado. Se trataba posiblemente del conseguidor más importante que había habido en la Costa del Sol, y que, sin necesidad de contar con una organización a su espalda que impartiera respeto y temor, se había hecho un hueco durante décadas, labrándose un nombre entre las diferentes mafias y grupos criminales que actuaban en ese punto del planeta. 

Nació en Belfast, en la zona del Falls Road, la calle principal de un barrio del oeste de la capital norirlandesa habitado en su mayoría por gente católica y republicana. Su padre, un superviviente de todas las tragedias posibles, superó la traumática muerte de su hijo mayor a manos del ejército británico en la década de los setenta. Pero él, trabajador incansable, nunca quiso entrar en conflicto alguno; aun así, la muerte lo acechó en varias ocasiones. Que su primogénito hiciese sus pinitos con el IRA le puso en el centro de la diana de los servicios de inteligencia británicos que se encontraban sobre el terreno en pleno conflicto irlandés. Fue detenido, torturado y puesto en libertad. A pesar de ello, rehusó entrar en esa guerra. En ninguno de los dos bandos. Al cabo de los años, se marchó a Bélgica, donde trató de comenzar una nueva vida al lado de su mujer y de sus dos hijas pequeñas. Su otro hijo permaneció yendo y viniendo entre Irlanda y Bélgica. Nunca le preguntaron a qué se dedicaba, pero era obvio que no era un trabajo legal. 

Su padre y él siempre se habían respetado, y la relación entre ambos se afianzó, en gran medida, gracias al buen corazón de su progenitor. De él aprendió a sobrevivir, y la fama y el respeto que se había granjeado su hermano mayor —terrorista para el servicio de inteligencia británico, héroe para el IRA y la población civil norirlandesa— le abrieron muchas puertas, que por supuesto aprovechó. 

De principios endebles, nunca se había movido por ideales o banderas, sino por lealtades con sus amigos, por el amor a su familia y, también, por el dinero. En la década de 1980, el régimen libio de Muamar el Gadafi impulsó la guerra del IRA, aportando a la causa cuantiosas donaciones de armamento, de lo cual también sacó tajada el Irlandés. Se encargó de la logística necesaria para el transporte de ese material, lo que le permitió desviar grandes remesas de armas para sus propios intereses. Y ahí comenzó su leyenda. Dio muestras de su brillante intelecto al superar con pasmosa facilidad los estrictos «exámenes» a los que le sometían sus clientes. Se graduó con matrícula de honor en la universidad de la calle y se convirtió en el contacto clave de las principales organizaciones criminales europeas por su buen hacer en el tráfico de armas y explosivos. Asimismo, participó en diferentes ocasiones como mercenario para los GAL en España, y creó una estructura propia en la Costa del Sol, donde continuaba operando, esta vez sin mancharse las manos. Por otro lado, también había tenido relación con diferentes servicios secretos y ayudado en distintas ocasiones a la Policía Nacional española a resolver asesinatos motivados por ajustes de cuentas. Incluso pasó dos veces por la cárcel, circunstancia que aprovechó para tejer una red de colaboradores que le sería muy útil en sus negocios. 

Abrió el sobre y encontró una serie de papeles escritos de puño y letra de un inspector belga, Pierre Cannot, con el que había coincidido años atrás, junto a un inspector de la policía española amigo suyo, al que ayudaron a resolver de manera extraoficial el asesinato de uno de los policías infiltrados a su cargo. Eso hizo que tuviera una deuda para siempre con ellos. 

El Irlandés abrió uno de los armarios de su ostentosa casa, sacó una caja de herramientas verde y, de ella, un teléfono móvil antiguo. Era de color rojo y se veía que estaba bastante desgastado; carecía de conexión a internet, pero tenía batería suficiente. Lo encendió y marcó el único número que tenía grabado en la agenda, sin nombre de contacto asociado. 

Un hombre con acento andaluz contestó al otro lado de la línea. La conversación fue escueta: se saludaron y acordaron encontrarse al cabo de una hora en el mismo punto de siempre. El Irlandés apagó el teléfono y lo volvió a introducir en la caja de herramientas, que guardó en el mismo armario donde se encontraba desde hacía varios meses. 

Fue al baño y se acicaló un poco el cabello grisáceo. Luego fue al dormitorio y se vistió con un pantalón vaquero de marca, unas zapatillas deportivas y un jersey ancho de lana. No estaba haciendo un otoño demasiado desapacible, pero ese día se había levantado un aire un tanto desagradable. Encima se puso una pequeña cazadora que ni siquiera le abrochaba a la altura de la barriga, prominente por la cantidad de alcohol que ingería desde que tenía uso de razón. «Un buen irlandés vive y muere bebiendo», solía decir en los encuentros con sus amigos. 

Antes de salir del garaje montado en su coche, miró en el bolsillo interior de la cazadora para comprobar que no se había dejado olvidados los papeles que había recibido de Bélgica. Como llevaba haciendo desde hacía varias décadas, condujo tomando muchas medidas de seguridad: tenía por costumbre hacer varias veces las rotondas y cambiar de dirección, y cada vez que salía de su lujosa urbanización, estacionaba en una de las calles de acceso a la autovía principal, donde aguardaba entre cinco y diez minutos para ver qué vehículos pasaban. Cuando se quedó tranquilo de que nadie le seguía, reanudó la marcha. 

Eran cerca de las dos de la tarde cuando aparcó en las proximidades del bonito Puerto Deportivo de Estepona; bajó del coche y anduvo con parsimonia mirando los barcos de tamaño mediano y los yates que había allí amarrados. Era un lugar que, desde su llegada a la Costa del Sol, le encantaba. Siempre se había imaginado en un maravilloso yate de muchos metros de eslora, rodeado de mujeres jóvenes y guapas, bien surtido de alcohol, surcando las costas españolas. Un sueño idílico si no fuera porque cada vez que se subía a un barco empezaba a vomitar como un descosido. 

Llegó puntual a su cita, como siempre. Entró en la taberna irlandesa, que estaba a punto de abrir al público, pero él tenía un pase especial por todo el tiempo que pasaba en el local, y porque conocía al dueño y a los camareros. 

Era una taberna típica irlandesa donde servían una de las mejores cervezas de la Costa del Sol, bien tirada y siempre en vasos o copas grandes. El Irlandés solía decir que las cañas eran un invento de los españoles para beber poco, que los irlandeses siempre lo querían todo a lo grande. Como de costumbre, pidió dos jarras: la primera se la bebía prácticamente de un sorbo y la segunda la saboreaba. Así era el Irlandés. 

Su consorte apareció tarde. Todos lo conocían como «J.». Era un inspector jefe de la policía con el que había colaborado en multitud de ocasiones, algunas de ellas con un éxito rotundo. Tenía sesenta y dos años, y por su aspecto era evidente que su vida había sido dura: estatura baja, sin apenas pelo, con multitud de arrugas y un tono de piel amarillento por haber sido un fumador empedernido. Con todo, tenía un don para la investigación; no en vano, se podía decir que era el policía que más droga había incautado en la Costa del Sol. Era temido y a la vez respetado por todos los grupos criminales de la zona, fueran de la nacionalidad que fueran. Tenía la virtud de conseguir que cualquier investigación llegara a buen puerto, y eso, junto a su carácter amable con sus subordinados pero distante con sus superiores, le había labrado enemigos muy poderosos en el seno de la policía. Tras una larga carrera profesional repleta de logros y varias condecoraciones al mérito policial, llegaron los reproches y las venganzas personales que lo defenestraron a diferentes unidades sin relevancia. A pesar de ello, era más que evidente que tenía el respeto de sus compañeros. En la sala de su actual comisaría donde daba sus charlas no cabía un alfiler. Todos las valoraban como oro en paño, y él se las apañaba para que parecieran coloquios, aunque la voz cantante la llevara él. Siempre vestía pantalones de pana, camisas remangadas hasta en el más frío invierno y americanas algo desgastadas, pero a pesar de su aspecto descuidado y de su vida algo desdeñosa, desprendía un enorme entusiasmo por transmitir y compartir su experiencia como policía. Nunca menospreciaba a ningún compañero, por novato que fuera, hablaba sin pelos en la lengua y contestaba a todas las preguntas que se le proponían con una naturalidad extraordinaria. 

Incluso ahora, que estaba inmerso en la mayor batalla de su vida, un cáncer de piel, se mantenía firme en su trabajo e involucrado con cada agente que acudía a él en busca de su sabiduría. Era una verdadera institución. 

Los dos hombres se saludaron con un afectuoso abrazo. El inspector se sentó con el arte que acostumbraba, pidió su cerveza y protestó, como era habitual, por el desproporcionado tamaño de la pinta. Él, como buen español, era más de cañita y aperitivo. Tuvieron una pequeña charla sobre personajes y delincuentes conocidos por ambos. Algunos continuaban con su lujosa vida, otros habían acabado entre rejas, y alguno en particular estaba criando malvas tras ser acribillado a balazos. La vida criminal era así, te da y te quita todo, parecida a la de un policía involucrado con su profesión. 

Ambos bebieron sus cervezas sin mirarse, sin rechistar. Parecían estar absortos en sus pensamientos. Tenían una confianza abrumadora, pero esta vez les costó romper el hielo. 

—Bueno, ¿para qué coño tanta prisa en vernos? —preguntó J.—. ¿Te da vergüenza a estas alturas? 

El Irlandés soltó una enorme carcajada y volvió a pedir otra ronda tras acabar de un sorbo la segunda de sus cervezas. 

No, mi gran amigo, no tengo vergüenza —contestó con su tono grave—. Nunca la he tenido, y menos a estas alturas de la vida, ¿no te parece? —Hizo una pausa antes de preguntar—: ¿Te acuerdas de Jean Paul? 

—Sí, ese cabrón belga, siempre tan elegante y educado como escurridizo. ¿Le ha pasado algo? 

—No, a él no. A tu amigo Pierre Cannot sí. 

—¿A Cannot? ¿Qué le ha pasado? 

El Irlandés se lo explicó todo paso a paso: cómo Cannot se había suicidado, cómo horas antes le había entregado un sobre a Jean Paul, y cómo ese mismo sobre había llegado a su poder, con la única misión de entregárselo a él. 

El inspector jefe malagueño no perdía comba de las palabras que salían de la boca del Irlandés; estaba tan enfrascado que ni siquiera oyó al camarero preguntarles si querían algo más. Fue su acompañante quien se deshizo del muchacho con un gesto de la mano. J. se abstrajo de su propio cuerpo; estaba allí físicamente, pero mentalmente se encontraba en otra dimensión. El Irlandés se dio cuenta y paró de hablar. Su amigo necesitaba ese tiempo, su mente volaba al pasado, años atrás, cuando Pierre Cannot le pidió un favor personal y profesional, fuera de cualquier cauce legal y de la burocracia europea. Un agente encubierto del inspector belga había sido asesinado a sangre fría por una organización de narcotraficantes. Las leyes europeas no iban a poder vengar el dolor de la familia y del propio Cannot, así que, a través de sus informadores y de alguna artimaña, dio con el tipo que había ordenado el crimen. Para variar, se encontraba residiendo en la Costa del Sol, pero desconocía el lugar exacto, por lo que pidió ayuda a J. en una cita en persona. Recordaba que sus palabras fueron claras: «Este favor no ha existido, usted y yo no nos conocemos oficialmente, y es mejor que no sepa lo que ocurrirá si encuentra a este criminal». Al cabo de una semana, Cannot ya tenía la información de dónde se resguardaba el susodicho: vivía en la provincia de Málaga, en una fastuosa mansión, blanca como la nieve, con vistas al mar Mediterráneo. 

Cannot le fue totalmente sincero: todo lo que iba a pasar estaba fuera de la ley. A través de sus contactos en diferentes grupos criminales, se las apañó para contratar a un sicario magrebí que residía en Suecia por poco más de seis mil euros, un precio por encima de la media para ese tipo de asesinos por encargo. El sicario aterrizó en Málaga un martes por la mañana; únicamente llevaba una mochila colgada al hombro, con algo de ropa de recambio y un neceser de aseo. Se alojó en un hotel cercano al aeropuerto. Posteriormente, se desplazó en taxi a la estación María Zambrano; pagó en metálico. Entró con un chándal y una gorra que le tapaba toda la cara y fue directo a las consignas. De la parte superior de las taquillas del fondo cogió una llave, abrió una de ellas y prendió una pequeña bolsa de mano de color oscuro. Después salió disparado de allí, cruzándose con varias patrullas policiales que no repararon en él. La bolsa la había dejado allí algún miembro de su «oficina de sicarios» que actuaba por toda Europa y que, debido a los numerosos encargos que tenían en la Costa del Sol, se había asentado en la zona. Contenía una pistola que ya había sido empleada para otros tres asesinatos anteriores, y un silenciador. Sin duda podían hacerlo mejor, dejando menos rastro, pero no les interesaba gastar mucho en logística: los precios de los asesinatos por encargo se habían desplomado y se habían hecho con un hueco en ese mercado. 

A la mañana siguiente, el sicario estaba de vuelta en Estocolmo, enfriándose en un lugar de las afueras de la ciudad. Había sido su segundo asesinato en menos de un mes; el anterior lo había cometido en Italia. 

El narcotraficante fue hallado en el dormitorio de su lujosa vivienda casi a la misma hora que el sicario ocupaba su asiento en el avión. Tres disparos en la cabeza y dos en el torso acabaron al instante con su vida, ni siquiera se enteró: aún dormía plácidamente cuando su último aliento se evaporó. Ese asesinato aún seguía sin estar resuelto, y J. no iba a mover un dedo por cambiar dicha situación. Cannot cumplió su venganza y, paradojas del destino, ahora había decidido acabar con su vida. 

Como si de repente el alma hubiera regresado al cuerpo, el policía cogió el vaso de cerveza y bebió un trago largo. Respiró hondo y apuró lo poco que quedaba. Echó un vistazo al pub, que ya empezaba a llenarse de gente. 

—Paga y vámonos —le dijo al Irlandés, haciendo honor a otra de sus artes más refinadas: el escaqueo a la hora de pagar la cuenta. 

Una vez fuera, los dos hombres caminaron por el Puerto de Estepona hasta llegar al vehículo aparcado del policía. No fue hasta que subieron cuando J. abrió el sobre y empezó a leer su contenido. De su puño y letra, Cannot relataba en esas páginas un complot del ISIS para cometer una ola de atentados en Europa. Había fotografías, datos, nombres, teléfonos y una fecha: 13 de noviembre de 2015. 

Molenbeek-Saint-Jean, Bruselas

Dos semanas antes

Eran las once de una noche lluviosa y bastante fría, con la penumbra característica de la barriada de Molenbeek, uno de los diecinueve distritos de Bruselas considerado, de unos años a esta parte, por prácticamente todos los servicios de inteligencia y cuerpos policiales de la lucha antiterrorista, como una de las bases del extremismo islamista dentro de Europa. 

Hilali Massud vagaba por sus calles, parándose varias veces en los portales de callejuelas estrechas para comprobar desde todos los ángulos posibles que nadie le seguía. 

Integrante de una familia desestructurada de origen magrebí, Hilali nació en Marruecos en 1993, y llegó a Bélgica junto a sus padres y sus dos hermanos con doce años. Delincuente de poca monta, ya tenía dos condenas por tráfico de drogas. La primera de ellas, a los diecinueve años, la cumplió en la prisión de Arlon, tristemente conocida en 2007 cuando un grupo de catorce islamistas radicales planearon liberar a Nizar Travelsi, exfutbolista profesional que había viajado a Afganistán, jurado lealtad al mismísimo Osama Bin Laden y, ya como miembro de Al Qaeda, intentado atentar contra una base militar pocos días después del 11-S. 

Fue en este su primer paso por un centro penitenciario cuando Hilali comenzó su acercamiento al islam, si bien su familia ya era claramente practicante. De hecho, su padre era uno de los miembros más conocidos de la mezquita, donde ayudaba al sheij principal en las celebraciones y recaudaciones para la causa. Bien conocido es el dicho de que, en la cárcel, o se te respeta o tienes que hacer que se te respete si quieres sobrevivir, y Hilali, al encontrarse solo, tuvo que buscar amparo en un antiguo imán condenado por radicalizar a jóvenes belgas de origen marroquí en los idearios salafistas y en la yihad. A cambio de recibir su protección, Hilali se sometería a la «educación» que el imán sabía que necesitaría en su vida. 

Tras cumplir dos años de prisión, en los que cambió totalmente de aspecto —tener pinta de radical islamista a veces se consideraba incompatible con un negocio tan lucrativo como el del narcotráfico—, Hilali volvió a sus orígenes: regresó al barrio y a su grupo criminal, dedicado al tráfico de hachís, pero esta vez con el respeto ganado de haber estado en la cárcel sin soltar prenda de sus negocios ni de sus compañeros de banda. 

Hilali comenzó a darle vueltas a la cabeza. Estaba solo, en mitad de una noche oscura, nervioso y sin saber qué le depararía el futuro. Aún no tenía muy claro por qué un delincuente de poca monta como él se encontraba en esa situación; ni siquiera sabía si la otra parte cumpliría su trato, o si al final aparecerían en escena sus colegas. 

La vida da frecuentes varapalos que quebrantan los más férreos ideales. Hilali había sufrido uno de ellos dos semanas antes, cuando sonó su teléfono móvil de emergencia familiar y la voz rota de su hermano le anunció la muerte de su madre. Podría decirse que ella era la única persona que le importaba de verdad en este mundo. Hilali renegó de su Dios repetidas veces. Alá le había fallado, no le había protegido ni a él ni a su madre, y le había quedado claro que todo lo que le habían enseñado en la cárcel era humo, todos los estandartes y vigas que sustentaban su frágil fe se habían desmoronado de un plumazo. 

Cuando un delincuente de medio pelo no mantiene la cabeza fría, cuando no está plenamente concentrado en los negocios, comete fallos que puede pagar con su libertad o directamente con su vida. Desde que perdió a su madre, Hilali vivía en un constante limbo, y por eso cometió un error que estaba pagando con creces: en un operativo rutinario, la policía de Bruselas había incautado cincuenta kilos de hachís provenientes del sur de España, y cuatro personas fueron detenidas. Hilali, entre ellas. 

Pierre Cannot era conocido en el cuerpo de policía belga por su diplomacia y su facilidad para conseguir la colaboración voluntaria de delincuentes. No tenía un trato cordial con muchos de sus superiores; su relación estaba enquistada desde hacía tiempo, tras su paso por la Unidad de Agentes Encubiertos, cuando uno de sus subordinados perdió la vida acribillado después de un mal planificado operativo de acercamiento a una organización criminal. No fue su culpa, la falta de medios dio al traste con la operación; sin embargo, aquel suceso lo cambió todo: se divorció, perdió la custodia de su hijo y fue arrinconado a un distrito de Bruselas, alejado de los casos verdaderamente importantes. 

En cuanto Hilali llegó a la comisaría, fue separado del resto de los detenidos en la operación de hachís. Cannot, que estaba de servicio, observó con detenimiento al joven y algo llamó poderosamente su atención. De inmediato, acudió a su despacho, se sentó frente al ordenador e introdujo en todas las bases de datos a las que tenía acceso los datos de filiación completos del sujeto. Lo había percibido, aquellos ojos asustados le delataban: la vida de aquel muchacho estaba al borde del naufragio. 

Su etapa en Operaciones Encubiertas le había dado una notable y extensa agenda, tanto a nivel nacional como internacional, por lo que al visionar que Hilali Massud había cumplido dos años de condena en la prisión de Arlon, telefoneó a una collègue de confianza, Hélène Renard, que a sus cuarenta y dos años ya dirigía la Unidad Policial de Coordinación de las Prisiones de Bélgica, encargada de la evaluación, vigilancia y seguimiento de presos de interés, bien por su radicalización islamista, bien por su relevancia criminal o situación personal. 

Tras los saludos y las típicas pullitas, Cannot la felicitó por su reciente ascenso a primera inspectora de policía y a continuación le dio el nombre de Hilali Massud, a ver si podía decirle algo al respecto. Treinta segundos después, Hélène le informaba de que el chico había cumplido condena en el módulo V de Arlon y que tenía una vinculación cercana con el sheij Abdelbaqui Bassam, de origen iraquí. Asimismo le confirmó que este antiguo imán continuaba con sus radicalizaciones de jóvenes presos. Cannot agradeció la información, volvió a felicitarla por su ascenso y, como suele hacerse en estos casos, la conminó a verse pronto y tomar algo para celebrarlo, lo que suele caer en el olvido. 

En cuanto colgó el teléfono, el inspector se quedó un rato moviendo el bolígrafo entre los dedos, inmerso en un pensamiento circular que siempre terminaba en los ojos alicaídos de Hilali Massud. De repente, como si algo le hubiera sobresaltado, descolgó el teléfono y llamó al coordinateur encargado de la seguridad en los calabozos, la salida y traslado de los detenidos para realizar cualquier diligencia que requiera la investigación, así como su custodia hasta que son puestos a disposición judicial. 

—Soy Cannot, ¿están ahí abajo los detenidos por el asunto del hachís? 

—Sí, señor, como usted ha ordenado, separados unos de otros en diferentes calabozos. 

—Muy bien, necesito que haga algo usted mismo personalmente y sin llamar la atención. 

—Le escucho. 

—Súbame a Hilali Massud por las escaleras de emergencia, no por el ascensor, para que lo vea la menor gente posible. No tarde. 

Minutos después, aparecía el coordinateur acompañado de Massud, frente al despacho. El hombre llamó a la puerta y, sin esperar contestación, la abrió él mismo, encontrando a Cannot absorto en sus pensamientos tras su mesa de roble antiguo. 

—Inspector, a la orden, aquí estoy, como me ha pedido. 

—Muchas gracias, pero ahora ya puede marcharse. Ya le llamaré en cuanto termine. —Y dirigiéndose al chico, añadió—: Bienvenido, monsieur Massud, soy el inspector Pierre Cannot, puede usted sentarse. 

Justo entonces se dio cuenta de que el detenido iba esposado a la espalda, así que ordenó al coordinateur para que se las quitara. La duda se reflejó en el rostro del policía, temeroso de que un tipo detenido por narcotráfico, con antecedentes penales, quedara sin instrumento de sujeción y solo en el despacho del inspector. Cannot intuyó lo que le estaba pasando por la mente y, en tono amable, insistió en que le liberara de los grilletes, tan solo iban a charlar un rato de forma amigable. 

—No se preocupe usted por nada —dijo, aprovechando el lapso de incertidumbre del agente—, monsieur Massud y yo hablaremos como dos adultos que nada tienen que perder, ambos estamos solos en este mundo y nadie nos espera en casa. Ah, una última cosa —añadió—: le pido que no diga a nadie absolutamente nada de este encuentro; cuando requiera de su presencia, le llamaré personalmente. 

Tras retirar las esposas de Hilali, el coordinateur salió del despacho algo contrariado, pero sin dejar de decir «a la orden» antes de cerrar la puerta. 

Cannot se recostó en su viejo y algo deshilachado sillón y miró fijamente a Hilali, que seguía de pie, incrédulo por lo que estaba pasando. 

—Siéntese, monsieur Massud, por favor. 

—No pienso decir nada, no soy un wash ni voy a serlo, dejemos estas cosas de chivatos para los chotas. 

—Esté usted tranquilo, monsieur Massud, no voy a tratarle como a un chota, ni voy a faltarle el respeto, pero dese una oportunidad para hablar como los dos caballeros que somos. 

—No tengo nada de qué hablar con la pasma, nunca lo he hecho y nunca lo haré. Dejémoslo estar y volvamos cada uno a nuestras vidas. 

—¿Nuestras vidas, dice? ¿Qué vidas? ¿Nuestras putas vidas de mierda? Démonos una oportunidad de charlar, de desahogarnos mutuamente. 

Hilali se mostraba contrariado, aquel inspector le trataba con un respeto al que no estaba habituado, más bien todo lo contrario. Nunca habían actuado así con él ni los polis ni, por supuesto, la chusma con la que hacía negocios. Aquella educación, el tono calmado y la cercanía le hacían sentir extraño, pero en ningún caso incómodo. 

—Inspector, no voy a soltar prenda, así que dejémonos de paripés y volvamos a nuestras vidas, o, como dice usted, a nuestras putas vidas. 

—Eso está mejor, monsieur Massud, nuestras putas vidas. En efecto, soy inspector de policía, qué gran puesto, ¿verdad?, qué consideración más alta en la sociedad, sin contar que estoy más solo que la una, que mi decisión de ser inspector de la policía fue vocacional, que conseguí dirigir una unidad de operaciones encubiertas con la que hice muchos contactos por todo el mundo, y que me condecoraron por ello con dos medallas… y que estaba casado con una preciosa mujer de una familia bien, y que era feliz. 

—Y ahora, ¿no lo es? 

—Mi querido amigo… permítame que le llame así, por culpa de la burocracia que nos envuelve, y por mi propia culpa, por no tener la valentía suficiente para decir no a los jefes que están en despachos más grandes que este, mataron a uno de mis policías, le descerrajaron quince balazos, y yo soy uno de los responsables, de modo que tengo que vivir con ello. Luego me abandonó mi mujer y me desterraron aquí. Estoy absolutamente solo. ¿Es eso suficiente para ser feliz? 

Hilali escuchó con atención las palabras del policía. 

—Sí, eso oí, que a un infiltrado le acribillaron en una entrega de mercancía. 

—Pues ante usted tiene al amigo del muerto, a su jefe y a uno de los culpables. 

Se hizo el silencio en el despacho. Sin mediar palabra, Cannot se levantó del sillón y abrió la pequeña nevera que tenía junto a la mesa de escritorio, sacó unos hielos y los echó en dos vasos que llevaba en la mano, luego cerró la nevera y volvió a sentarse. De uno de los cajones inferiores, sacó una botella de un whisky escocés Cardhu, de doce años, y rellenó los vasos, acercando uno a Hilali. 

—Es haram, lo sé, pero a mí me gusta, y me alivia a veces, me hace ver la vida con menos sangre. 

Por primera vez en su vida, Hilali no se encontraba a disgusto delante de un policía, así que, sin decir nada, cogió el vaso y empezó a moverlo suavemente para que el líquido ambarino se mezclara con el hielo, lo que demostraba que no era la primera vez que bebía whisky. 

A continuación, ambos departieron de forma distendida sobre la vida, incluso hablaron de política, de la situación reciente del narco, con las nuevas rutas, los nuevos precios y las figuras emergentes que hacían tambalear la confianza entre las bandas. Hablaron del mayor palo que Hilali se había llevado en su vida, que nada tenía que ver con su carrera delictiva, sino con el fallecimiento repentino de la mujer de su vida, un acontecimiento que lo había trastocado todo, que le había hecho perder las ganas de seguir viviendo. Su madre, una mujer musulmana que había aguantado en silencio las palizas de su padre, que había sido su único apoyo en la vida, ahora lo había dejado en la más absoluta soledad. 

Durante esos minutos de charla amable y cercana, Pierre Cannot confirmó lo que bullía en la mente de aquel muchacho: su absoluto desinterés por el tema del narcotráfico. 

—Monsieur Massud —dijo el inspector—, hábleme en total confianza y libertad de su vida en la prisión de Arlon. Tengo entendido que mientras estuvo allí hizo amistad con un imán radical, y ese es un tema que me interesa. Como puede ver, no me guardo nada, no tengo por qué hacerlo —añadió—; creo que la sinceridad es la mejor muestra de confianza. 

Hilali le explicó que él siempre había renegado de la religión, y más aún de una que prohibía todo lo que a él le gustaba, pero desde pequeño la había mamado en su familia, por su padre, con el que siempre había discutido por obligarle a rezar y a cumplir estrictamente el Ramadán. Hablaron largo y tendido sobre su primera detención, y le confesó a Cannot sus sospechas de que un chivato dio el soplo a la policía de cuándo iba a hacer la entrega de la mercancía; aun así, se comió la condena entera sin decir nada. 

—Al llegar al talego —prosiguió Hilali—, un chaval como yo, sin fama ni respeto ganados, tiene que buscarse protección, y la opción más rápida era la religión. El primer día de patio observé a un grupo de presos que estaban alrededor de un hombre de barba grande que siempre vestía con chilaba, y que hasta los tipos más peligrosos respetaban y pedían consejo. Me acerqué al grupo y me senté sin decir nada, pero de inmediato Abdelbaqui, que así se llamaba, me miró y me dijo: «Hermano, ¿cómo te llamas?», y me presenté. Me dio la bienvenida delante de todos, y ya no me despegué de él los días siguientes. 

Hilali contó, con sumo detalle, cómo el sheij captaba presos y los radicalizaba —entre ellos, él mismo— y cómo se convirtió en alguien de su entera confianza, hasta tal punto que era el encargado de custodiar los móviles y las tarjetas en la prisión. Explicó que los funcionarios trataban a Bassam con sumo respeto, él creía que por el temor que le tenían. Cannot comentó que suele ser habitual que los funcionarios, que se juegan la vida a diario, traten de mostrarse cercanos a los presos más influyentes para así poder evitar disturbios y algaradas entre los internos. 

Hilali fue absolutamente sincero: en su opinión, la prisión era un lugar de radicalización espectacular, peor incluso que las mezquitas o los centros de rezos; un verdadero hervidero de yihadistas. Cannot estaba muy al caso. Los especialistas en investigación y lucha contra el terrorismo yihadista confirmaban cuatro focos principales de radicalización, sin descartar otros. El primero de ellos era el grupo social o de iguales, es decir, el entorno donde el individuo desarrolla gran parte de su vida. En segundo lugar, las mezquitas clandestinas o grupos cerrados de rezo. Por supuesto, los discursos radicales en las mezquitas abiertas al público en general prácticamente habían desaparecido en Europa, salvo excepciones, porque los radicales islamistas eran conscientes de las numerosas infiltraciones que las fuerzas policiales efectuaban en esos espacios. El tercer foco correspondía a las prisiones, en las que, pese a todos los medios disponibles para evitar y controlar la radicalización, era imposible de erradicar con las legislaciones europeas del momento. Y, por último, internet, las redes, el ciberespacio; el talón de Aquiles de la sociedad occidental en cuanto a la propagación del ideario yihadista. El Estado Islámico lo denominaba el «Cibercalifato», un espacio totalmente real que suponía el noventa por ciento de las captaciones y radicalizaciones islamistas en la actualidad, vivero de los lobos solitarios que habían actuado últimamente y lacra de la que ningún país desarrollado había logrado escapar. 

Hilali hizo una pausa que a Cannot le pareció eterna, y de repente, mirando hacia la ventana del despacho, como si su pensamiento estuviera muy lejos de allí, dijo en un tono depresivo: 

—No tengo nada, estoy solo, mi vida es una puta mierda. Aunque, bueno, por lo que usted decía, la suya también lo es. 

Como experto captador de confidentes, Cannot percibió que Hilali Massud se estaba viniendo abajo, lo cual era delicado: de repente, podría llevar a que el muchacho estallara y quisiera largarse del despacho para no volver a hablar con él, o bien, si se daban los pasos en la dirección adecuada, lograr captarlo como colaborador por un tiempo nada desdeñable. 

El inspector cortó de raíz aquellas divagaciones y, levantándose de su viejo sillón, con el vaso de whisky en la mano, el tercero ya, comentó: 

—Massud, por ahora tú no tienes que vivir con la muerte de un colega sobre tus hombros. 

Ante estas palabras, Hilali decidió dar un paso más y afirmó: 

—Están juntando gente, inspector, y yo soy el enviado de parte del sheij Abdelbaqui. Todavía no sabemos cuándo, dónde y cómo será la cita, pero alguien nos llamará para que acudamos a una reunión. 

Cannot tiró de experiencia para fingir que las palabras de Hilali no le habían despertado inquietud y la adrenalina empezaba a bullirle por dentro. Sabía que el muchacho estaba refiriéndose a un tema relacionado con el terrorismo; aun así, hizo ver que no estaba por la labor de estirar del hilo. 

—Ya te he dicho que no me interesan tus negocios, ni el narco; cada uno tenemos nuestro oficio —dijo. 

—No estoy hablando de mi oficio —replicó Hilali—, ni de nada parecido. La reunión tiene que ver con algo relacionado con Bassam, y él solo tiene un pensamiento, la yihad. 

Cannot miró a su interlocutor con complicidad, y volvió a sentarse detrás de su escritorio. Esta vez no dijo nada, se limitó a rellenar nuevamente los vasos y a permanecer callado. Al cabo de unos minutos, el inspector rompió el silencio al mencionar que estaría interesado en tener una «amistad» con Hilali, que debería cumplir con unos requisitos que hasta el momento nunca le habían dado problemas con los colaboradores, ya que su prioridad era la seguridad del informante. Le explicó que los contactos se harían de forma segura por Skype o por WhatsApp, a un terminal que solo utilizaría Cannot para hablar con Hilali, y con un nombre en clave. El muchacho lo interrumpió diciendo que siempre había algún fallo: los jefes la cagaban, alguien de la pasma se iba de la lengua, «y al final el que acaba muerto soy yo». Ante esto, Cannot hizo un aspaviento con las manos y dijo: 

—Muchacho, tienes toda la razón. No puedo ofrecerte una seguridad completa si nuestra relación llega a oídos de los burócratas de despacho, que pierden toda discreción y profesionalidad en convenciones o en comidas pagadas por los contribuyentes, llenándose bien el buche y con unas cuantas copas de más. Nuestra relación será totalmente confidencial, y solo la sabremos tú y yo, absolutamente nadie más. No versará sobre nada que tenga que ver con tus negocios de hachís proveniente de Marruecos. —Y mirándolo fijamente, añadió—: Entrarás en prisión preventiva junto con los otros tres detenidos, y allí pasarás dos semanas si todo va bien, si tu abogado anda espabilado. Yo me encargaré de mover los hilos para que no pases malos días ahí dentro. ¿Acepta usted, monsieur Massud? 

Hilali miró al inspector y captó en sus ojos una expresión que le infundió confianza, una sensación de complicidad que no había sentido en prácticamente ningún momento de su vida. Finalmente, aceptó el trato sin condición alguna. 

—No podría cargar con la muerte de otra persona en mi conciencia —fue lo último que comentó Cannot—, esta vez ya no podría. 

Y ahí estaba Hilali, frente a un portal de su barrio de Molenbeek, en una noche oscura, lluviosa y fría, sin saber qué iba a pasar en su vida minutos después. 

Él no era ningún chivato, tampoco un traidor, solo era un superviviente al que la vida le había dado reveses, uno detrás de otro, y en esos momentos lo único que tenía claro era que no iba a fallar a quien ya consideraba su amigo. El inspector cumplió su parte del trato: en prisión le trataron bien, y a las dos semanas y tres días salió en preventiva; alguien había ayudado de forma anónima a su letrado y le había dado la clave para despertar dudas en la autoridad judicial sobre su detención policial y la provocación delictiva. Por vez primera en su vida, alguien no le había fallado, así que él tampoco lo haría. 

No había avisado a nadie, ni siquiera a Cannot, de que le habían citado en una casa de Molenbeek que por supuesto ya conocía, aunque llevaba tiempo sin acercarse por allí. En su infancia había acudido en varias ocasiones con su padre a reuniones de hombres de una ferviente fe y un odio igual de ferviente hacia Occidente, al que despreciaban por no seguir la sharía. Esa casa, situada en una callejuela, estaba rodeada de otras igual de pequeñas llenas de tiendas diminutas y establecimientos árabes y magrebíes, donde toda la vida había comprado su familia lo necesario para que su madre cocinara. En ocasiones, las calles de la zona que Hilali transitaba por el distrito parecían sacadas de una película de terror o de catástrofes, porque apenas se podía ver un alma. Sin embargo, no sucedía lo mismo durante los fines de semana y las temporadas estivales, cuando el bullicio era constante. 

Hilali, tras volver a mirar a ambos lados de la calle y no observar a nadie, inició la marcha. Su cabeza seguía tapada con una capucha, que era como solían vestir los jóvenes de Molenbeek, y no era por una cuestión de ir a la moda, sino más bien por evitar que las fuerzas policiales y los servicios de inteligencia tomaran fotos nítidas de los residentes del barrio, o de algún que otro visitante de interés para ellos. Calado hasta los huesos, entró en la callejuela que le habían señalado. Al caminar en dirección a la casa marcada por un interlocutor telefónico que le indicaba hora y ubicación, entregado de parte del sheij Bassam, se topó con dos sujetos corpulentos, vestidos de negro y también cubiertos con sendas capuchas. 

—As-Salamu alaikum, hermano. ¿Qué haces tú aquí? 

—Wa-Alaikum as-Salam. Voy a ver a unos amigos de mi padre. —Hilali sabía perfectamente que esos dos no eran ni mucho menos unos residentes cualesquiera que le habían saludado por educación, sino los encargados de verificar que a la reunión solo acudían las personas citadas, nadie más—. No quiero problemas, que vengo de visita para ver si están bien. Me manda el sheij Bassam. 

Esa era la frase que debía decir: iba a ver a unos amigos de su padre de parte del sheij Bassam. Al oír estas palabras, ambos individuos se apartaron y se desvanecieron entre la penumbra del portal situado tres viviendas antes de la casita que albergaría el encuentro, y en la que Hilali había sido citado. Nada más llegar, empujó el portón y entró. El edificio, de dos pisos de altura, estaba en unas condiciones precarias, pero seguía exactamente igual que cuando iba allí de niño junto a su padre. Por entonces, en la casita vivía el sheij Mohammad, un hombre muy respetado en la comunidad islámica de Molenbeek. Hilali sabía que había fallecido poco después de que lo detuvieran por captación y reclutamiento de jóvenes para la yihad; murió tras pasar cerca de un año en prisión preventiva, donde se le agravó la enfermedad respiratoria que llevaba años padeciendo. Tras celebrarse el funeral, cientos de jóvenes, en venganza por la muerte del sheij, que imputaban al Estado belga y a los infieles, ocasionaron graves desórdenes públicos y destrozos cuantiosos. Las algaradas duraron varios días, con decenas de detenidos, y costaron a la ciudad cientos de miles de euros en daños al mobiliario urbano. 

Al entrar en el salón principal de la casa, en uno de los extremos se encontraba un individuo al que no conocía de nada, ataviado con una abaya de color negro, y al que todos miraban con devoción. Nadie se percató en un principio de la presencia de Hilali, hasta que el propio líder de la reunión se dirigió a él en tono amable para que tomara asiento. Todos se giraron y le miraron con extrañeza. Ninguno de los presentes se conocía entre sí. 

Tras terminar el magrib, la cuarta de las oraciones que componen el salat y que se hace antes de la medianoche, el hombre vestido de negro, el único que portaba este tipo de vestimenta, se levantó y fue señalando a varias de las personas allí reunidas para que ocuparan distintas posiciones. Hilali temblaba, poseído por una mezcla de miedo e incertidumbre. Fuera hacía frío, y llovía cada vez más, pero en el salón hacía un calor sofocante gracias a dos estufas de gas butano encendidas. Junto a Hilali habría entre doce y quince personas más, sin contar al líder que dirigía la reunión y a tres individuos apoyados en la pared, en actitud de alerta, que eran sin duda los escoltas del sheij. 

El líder retomó un sermón en el que anunciaba que el momento de la venganza de Alá había llegado. Los reunidos, todos fervientes musulmanes, estaban en un trance espiritual que hacía que sus ojos brillaran en la oscuridad. El sheij