Orgullo escondido - Kim Lawrence - E-Book
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Orgullo escondido E-Book

Kim Lawrence

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Beschreibung

¿Quién ha dormido en mi cama? Ardiente, rico y atractivo, Gianni Fitzgerald controlaba cualquier situación. Sin embargo, un viaje de siete horas en coche con su hijo pequeño puso en evidencia sus limitaciones. Agotado, se metió en la cama… Cuando Miranda despertó y encontró a un guapísimo extraño en su cama, su primer pensamiento fue que debía de estar soñando. Sin embargo, Gianni Fitzgerald era muy real. Una ojeada a la pelirroja y el pulso de Gianni se desbocó. Permitirle acercarse a él sería gratificante, pero muy arriesgado. ¿Podría Gianni superar su orgullo y admitir que quizás hubiera encontrado su alma gemela?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados.

ORGULLO ESCONDIDO, N.º 2165 - julio 2012

Título original: Gianni’s Pride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0654-2

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ERAN las once de la noche, dos horas más tarde de lo previsto como hora de llegada, cuando por fin Gianni paró el destartalado vehículo. No sin pesar, había decidido que, dadas las circunstancias el precioso y aerodinámico deportivo no era lo más adecuado para viajar con un niño. Los niños de cuatro años nunca iban ligeros de equipaje y, además, mostraban muy poco respeto por las tapicerías de cuero en color crema.

Si Sam cumplía su promesa, estaría cuidando del pequeño durante unos pocos días. Aquello no podría haber surgido en peor momento.

Se consideraba un honor ser propuesto como conferenciante en el prestigioso festival internacional de literatura, y tras retirarse en el último momento, Gianni dudaba que, por mucho éxito que tuviera su empresa de publicidad, volviera a repetirse tan buena fortuna.

Echó una ojeada al asiento trasero. Su hijo llevaba cinco minutos seguidos durmiendo. Cinco minutos de un celestial silencio, aparte del preocupante estruendo del viejo motor. No se oían llantos, gritos, aullidos, patéticos gimoteos y, sobre todo, ¡nada de vomitonas! Una pequeña sonrisa curvó los labios de Gianni al recordar cómo Clare, la niñera de Liam, había expresado sus dudas sobre su capacidad para realizar ese viaje sin ella.

–Es tarde y está cansado. Dormirá la mayor parte del trayecto. Aunque reconozco que eres indispensable, Clare, creo que podré con ello. Disfruta de tus vacaciones.

Sin dejar de hacer bromas, había aceptado las pulseras anti-mareo, escuchando pacientemente las largas explicaciones sobre cómo colocarlas sobre los puntos de presión de las muñecas de Liam para mitigar las náuseas. Después había dejado de escuchar, mientras pensaba en que no podía ser muy difícil sujetar a un niño de cuatro años al asiento trasero de un coche y conducir durante unos ciento sesenta kilómetros.

Sacudió la cabeza y se alegró de no haber expresado esos pensamientos en voz alta, so pena de sentirse aún más ridículo de lo que ya se sentía. También deseó no haberse dejado las pulseras para el mareo en la mesita de la entrada, ni haber cedido al deseo del niño de cenar hamburguesa con patatas fritas. Todo había ido cuesta abajo a partir de ahí.

–Acertaste, Gianni: esto es pan comido –murmuró mientras soltaba el cinturón de la sillita de su hijo e intentaba no respirar. Las toallitas húmedas que le había proporcionado una amable mujer en los servicios de la gasolinera no habían conseguido eliminar del todo el olor. Tomó al pequeño en sus brazos y cerró la puerta del coche con un golpe de rodilla–. Tranquilo, chaval, a dormir –susurró cuando el ruido arrancó una protesta de su hijo.

La casa de tejado de paja, propia de una postal, no era más que una borrosa mancha blanca contra los árboles y estaba a oscuras. Al parecer, Lucy, que solía levantarse a unas horas indecentes para alimentar al ganado y otros animales abandonados que había recogido durante los dos últimos años, ya se había ido a dormir. No encontrándole ningún sentido a despertarla, y sin ganas de escuchar la habitual retahíla sobre sus pocas dotes como padre, hizo el menor ruido posible mientras avanzaba por el camino de grava. Sujetando a Liam con un brazo, buscó a tientas la llave sobre el quicio de la puerta.

La luna asomó por detrás de una nube mientras la puerta pintada de rojo se abría dejando ver lo suficiente para que Gianni subiera hasta el piso superior sin tener que encender la luz. Acostó a Liam en la cama de la pequeña habitación abuhardillada y regresó al coche para recuperar la bolsa de viaje que Clare había preparado, volviendo de inmediato.

Liam no se había movido. Sin apenas respirar, su padre lo desnudó con cuidado. Afortunadamente, el niño estaba fuera de juego y ni siquiera se movió cuando le puso un pijama limpio. Gianni acarició un pegajoso mechón de oscuros cabellos mientras miraba con dulzura la angelical expresión de su hijo, sintiendo la familiar oleada de orgullo y feroz instinto protector.

Nunca dejaría de maravillarle haber contribuido en algo a tanta perfección. No había sido planeada, pero la paternidad era lo mejor que había hecho en su vida y, desde el instante mismo de su nacimiento, Liam se había convertido en el centro de su universo.

Con cuidado retiró la pesada colcha, aquella noche no hacía frío, y abrió un poco la ventana. Tras una última ojeada al niño, bostezó y se dirigió a su cama en la habitación contigua. A medio camino se detuvo. Por si Lucy se levantara antes que él, sería buena idea proporcionarle una explicación para ese vehículo desconocido aparcado ante su casa. Lucy, en otro tiempo la mujer más confiada del mundo, había adquirido buenos motivos para sospechar de los extraños. Una nota, decidió, bastaría.

Los perros que dormían en la cocina se levantaron para saludarlo alegremente y se frotaron contra sus pier- nas mientras dejaba un mensaje pegado a la caja de cereales sobre la mesa de la cocina. Obsesiva del orden, Lucy parecía haberse relajado un poco a juzgar por el desorden reinante en la habitualmente impecable cocina. Tras darles unas palmaditas a los perros, echó un último vistazo a su hijo y se dirigió a la cama.

Diez segundos después de que su cabeza aterrizara sobre la almohada, Gianni estaba durmiendo y no despertó hasta sentir la luz del sol que se filtraba por la ventana.

«¿Dónde estoy?».

La sensación de desorientación solo duró unos segundos, pero fue sustituida por otra mucho más duradera.

Era la primera vez que le sucedía.

Tenía treinta y dos años y, aunque había momentos de su vida que preferiría olvidar, jamás se había despertado con una extraña en su cama.

Desde luego le era totalmente extraña. Habría sido imposible olvidar ese pelo, decidió, mientras analizaba la espesa mata de rizos color rojizo con mechas de cobre.

Se apoyó sobre un codo y estudió la fina espalda de la mujer que dormía con la cabeza apoyada sobre un brazo mientras sujetaba la colcha con el otro. La mirada lo llevó desde las cuidadas uñas hasta el hombro. Tenía piel de pelirroja, pálida y cremosa, ligeramente espolvoreada de pecas a lo largo del hombro y la nuca.

Por lo poco que alcanzaba a ver, la mujer estaba desnuda. Si alguien entraba en la habitación daría por hecho que… ¿Se trataba de alguna clase de encerrona?

El ceño fruncido se relajó al rechazar la idea. «Te estás volviendo paranoico, Gianni».

Entornó los ojos en un esfuerzo por arrancar el adormilado cerebro. «Piensa, céntrate». No podía tratarse de una encerrona pues nadie sabía dónde estaba. Gianni había buscado a muchas personas que deseaban desaparecer y sabía bien que un secreto dejaba de serlo en el momento en que lo compartías.

Y eso le dejaba…

La nada absoluta. ¿Quién era la mujer desnuda de piel sedosa? Su oscura mirada acarició la suave curva de su hombro. «Qué sedosa… ¡Gianni, céntrate!». Más importante que su identidad era saber por qué estaba en su casa y en su cama.

Salvo que no era su cama. Ni tampoco era su casa.

Los oscuros ojos almendrados se abrieron desmesuradamente a medida que una explicación se abrió paso en su cerebro. ¿Sería posible que la chica ya estuviera en la cama cuando él se había acostado, demasiado cansado para darse cuenta de su presencia?

«No solo posible, idiota, ¡probable!».

Despertar y encontrarse con un extraño en su cama no iba a ser la mejor manera de presentarse ante la invitada de su tía.

Con mucho cuidado levantó la colcha sin quitarle ojo a la joven. Su intención era salir de esa cama antes de que ella despertara. Su mirada la abandonó brevemente mientras recorría la habitación. ¿Dónde había dejado la ropa?

Medio desnudo en la cama con una mujer. Gianni se imaginaba las portadas de los tabloides. ¡Y encima no podría decir que se equivocaran!

Al fin vio su ropa, pero demasiado tarde, ya que en ese mismo instante, la figura durmiente bostezó y se estiró perezosamente con un movimiento felino que hizo que la sábana se deslizara hasta su cintura.

Gianni dio un respingo y se quedó paralizado, fatalmente distraído por las suaves y femeninas curvas, deteniéndose en el hoyuelo que asomaba sobre el deli- cioso trasero que se apuntaba bajo las sábanas. De repente ella murmuró algo y se dio la vuelta, subiéndose la colcha hasta la barbilla y acurrucándose de nuevo.

Gianni respiró hondo y se preparó para lo peor.

«¡Esperemos que tenga sentido del humor!».

Al final resultó que la joven no gritó. Tras pestañear como un gatito adormilado, sonrió cálidamente, aunque quizás fuera corta de vista. En cualquier caso, la lujuria se abrió paso por los canales de la lógica de Gianni que se quedó sin aliento.

Era hermosísima.

Como de costumbre, Miranda despertó sesenta segundos antes de que sonara el despertador. Aquella mañana debía madrugar. Sus quehaceres en la casa incluían más que alimentar a las numerosas mascotas y su sentido del deber le hacía completar todas las tareas que su jefa le había detallado en una de las listas. Había muchas listas.

Aún no había conseguido aprenderse el nombre de todos los componentes del zoológico. Estaba el viejo caballo, el poni de Shetland y el burro, los patos y las gallinas. Su jefa le había escrito los nombres en la lista con su bonita y pulcra escritura. También le había escrito un horario de limpieza. A Miranda, a la que no le alteraba un poco de desorden, le parecía excesivo, pero la pagaban, y muy bien, por lo que su padre calificaba de vacaciones. Eso había sido antes de admitir que no pensaba regresar al inicio del nuevo curso. Y así, según su padre, las vacaciones pagadas se habían convertido en un empleo denigrante para alguien con sus habilidades y cualificaciones.

Miranda suspiró. Estaba escapando, no huyendo. El matiz era importante.

Cierto que en su momento se había sentido como si el cielo se hubiera desplomado sobre su cabeza, y todavía no podía decir en voz alta que la decisión hubiera sido buena, pero de no haberle robado su hermana, Tam, el hombre junto al que hubiera querido envejecer, la situación se habría prolongado indefinidamente esperando patéticamente a que Oliver se diera cuenta de que era algo más que una eficiente maestra de economía doméstica.

Eficiente no, excepcional, se corrigió Miranda en la línea de su nueva filosofía: «Si lo tienes, presume de ello». Si hubiera presumido de su más que aceptable físico con las ropas de diseño que solía vestir Tam, quizás Oliver habría visto algo más en ella que sus magdalenas de frambuesa.

Aparte del dolor de corazón, Miranda se sentía bastante bien. Normalmente tenía problemas para dormir en una cama extraña, pero la noche anterior se había apagado como una vela y, aparte de unos extraños sueños, había dormido toda la noche.

Con los ojos aún cerrados, se dio la vuelta hacia la ventana que se abría en la pared torcida donde las vigas de roble, ennegrecidas por los años, destacaban sobre la pintura azul. Había mucho colorido en la cabaña. Y había sido precisamente la mezcla del paisaje que se veía por la ventana y esas vigas lo que había animado a Miranda a elegir ese dormitorio cuando Lucy Fitzgerald le había invitado a elegir el que quisiera. Bueno, eso y la enorme cama con el cabecero de madera labrada.

–Pura lujuria –murmuró mientras se acurrucaba.

Extendió ambas manos. La derecha acarició el cabecero de la cama, y la izquierda algo caliente y duro… aún medio dormida, lentamente giró la cabeza.

La sacudida de pánico inicial duró una décima de segundo antes de relajarse y sonreír. Obviamente se tra- taba de un sueño, pues no podía existir un hombre con ese rostro.

Era pura perfección, decidió mientras estudiaba las angelicales facciones, fascinada por los afilados ángulos y fuertes curvas que convertían ese rostro en mucho más que una belleza simétrica. Una poderosa nariz aquilina, afilados y altos pómulos, frente amplia e inteligente. Sintió un tirón casi físico al contemplar los aterciopelados ojos oscuros enmarcados por largas pestañas y hundidos bajo las cejas de ébano.

Suspiró y avanzó con la mirada hacia una boca de fantasía con los labios esculpidos, severa y al mismo tiempo sensual. La pequeña cicatriz que partía de la comisura derecha de esa deliciosa boca, destacaba blanca sobre el uniforme tono tostado de su piel.

–Buenos días.

Miranda parpadeó de nuevo y se sonrojó violentamente. Al igual que el rostro, la voz era de ensueño. Grave, gutural y con un ligero y adorable acento. Ese hombre de anchos y atléticos hombros, con la sombra de una barba en su mandíbula cuadrada, era la clase de hombre del que estaban hechos los sueños de las mujeres. Sin embargo, parecía tremendamente real para ser un sueño y, además, ¿no estaba despierta?

Miranda sopló un rizado mechón que le hacía cosquillas en la nariz y aspiró el aroma almizclado de alguna clase de colonia masculina… y muy cara, decidió. Era un hombre de ensueño caro. Rudo y sexy. Aunque a ella, para soñar, le gustaban más sensibles.

Por su mente pasó la sonriente imagen de Oliver, a años luz de ser rudo y sexy. Suspiró al recordar cómo había conocido a ese hombre, trabajado con él a diario, aceptado que no sentía nada por ella… aunque sí mucho por su hermana, gemela idéntica.

Se enorgullecía de haber sabido llevar la situación, ocultando su dolor tan bien que Tam no se había dado cuenta de que tenía el corazón destrozado. Incluso cuando, el día anterior a la boda, su hermana le había confesado estar embarazada, había conseguido contestar con las palabras adecuadas, aunque no se acordara de ellas. Sin embargo, todo tenía sus límites y Miranda no podía seguir trabajando en el mismo colegio que su cuñado.

Tam y ella no habían compartido nunca los estrechos lazos que se atribuían a los gemelos idénticos, pero hasta su hermana acabaría por darse cuenta.

Dirigió su imaginación con tendencias masoquistas hacia las islas griegas donde Tam celebraba su luna de miel y volvió a concentrarse en el hombre tumbado en su cama. Exudaba sexualidad por todos los poros… ¿El hombre tumbado en su cama?

La exclamación fue ahogada por el despertador que dejó de sonar al aterrizar sobre la cabeza del extraño mientras saltaba de la cama envuelta en las sábanas.

Con los ojos como platos, aferrándose a la colcha, miró fijamente al hombre. La adrenalina le urgía a salir huyendo, pero para alcanzar la puerta tendría que pasar por delante de la cama. Hiperventilando violentamente, miró hacia la puerta abierta que comunicaba su dormitorio con el siguiente, pero los pies permanecieron clavados al suelo.

Según decían, un ataque era la mejor defensa. «Compórtate como una víctima y te convertirás en una víctima », había leído en alguna parte.

–¡No se atreva a moverse o…! –¿o qué, Miranda? La barbilla alzada y el gesto desafiante pretendían ocultar su miedo mientras intentaba ganar tiempo–. O… o… o… ¡lo lamentará!

Era imposible que ese tipo no hubiera percibido el temblor en su voz. Sin embargo, no había intentado siquiera moverse y eso era bueno. Miranda contempló su cuerpo. Incluso tumbado era evidente que la superaba físicamente.

Parecía el típico chiflado de gimnasio, capaz de correr una maratón sin sudar. Si quisiera, podría aplastarla como a una mosca. Pero esa era la menor de sus preocupaciones en ese momento. Se negó a especular sobre las posibles intenciones de ese hombre e intentó respirar con calma mientras alargaba una mano hacia el teléfono. Recordaba haberlo dejado sobre la cómoda la noche anterior… ¿no?

Capítulo 2

TAPÁNDOSE con una mano el ojo magullado por el despertador que le había lanzado la chica antes de saltar de la cama, Gianni la miró con el otro y alzó la mano libre en un gesto de rendición. No había que ser un genio para imaginarse en qué estaría pensando.

–Tranquilízate. Esto es un malentendido, una equivocación –intentó calmarla estableciendo contacto visual y experimentando un sobresalto al percibir el extraordinario color de sus grandes ojos enmarcados por larguísimas pestañas.

–Equivocadamente entró en el dormitorio, equivocadamente se desnudó y, equivocadamente, se metió en mi cama… Son muchas equivocaciones.

Esa ligera ronquera en su voz, ¿sería normal o producto del miedo? En cualquier caso, a Gianni le resultaba muy atractiva y se descubrió impaciente por oírla hablar de nuevo.

–Tal y como lo dices, suena muy mal –admitió él–, pero te aseguro que soy inofensivo.

«¡No hiperventiles, Miranda!». Luchando por mantener su pose envalentonada, consiguió sonreír. No podía haber nada menos inofensivo que ese hombre tumbado sobre la cama y que únicamente llevaba puestos los calzoncillos.

Era pura sexualidad. Un depredador. Un depredador que se había metido en su cama. ¿La había tocado?, se preguntó incapaz de reprimir un escalofrío.

–¡Creo que voy a vomitar! –exclamó mientras el color abandonaba su rostro.

Incluso esa frase resultaba seductora cuando la pronunciaba ella.

¿Qué había dicho Lucy antes de irse? «Espero que no te aburras. Me temo que aquí nunca sucede nada interesante ». Para ella, ¿sería aquella una «aburrida», mañana de viernes?

–¿Le dice eso a todas las mujeres a las que intenta atacar? –Miranda respiró hondo y miró al intruso con gesto de repulsión.

Sus dedos acariciaron el teléfono que se deslizó hasta el suelo. «¡Maldita sea!», intentó controlar el ataque de pánico. «No me convertiré en una estadística más. Sobreviviré ».

–Ahora voy a salir de aquí –«en cuanto recupere el control de mis piernas».

–No seré yo quien te lo impida.

A Gianni siempre lo habían temido por su dominio de las palabras. Rara vez se había encontrado en una situación en la que no tuviera la respuesta perfecta, claro que era la primera vez que se le consideraba un violador en potencia.

–Ya te lo he dicho, ha sido un malentendido, una equivocación.

–Sí, su equivocación –¿cómo se explicaba que la voz le funcionara, pero las piernas no? Le habría sido mucho más útil al revés–. ¡Gusano asqueroso! –«¿Por qué estoy diciendo las palabras menos indicadas para calmar a un lunático?»–. Practico defensa personal.

Gianni percibía el temblor en el cuerpo de la pelirroja. Aunque aterrorizada, tenía agallas y sus ojos nunca dejaron de mirar los suyos. De repente sintió una gran admiración por ella.

Decidió sentarse en la cama, provocando que la pelirroja diera un paso atrás.

A él no le gustaba asustar a las mujeres y sonrió en un intento de parecer inofensivo e inocuo, nada fácil cuando pasabas del metro noventa y te encontrabas prácticamente desnudo. Estudió a la joven que se ocultaba tras la colcha e intentó pensar en el mejor modo de suavizar la situación.

Era pequeña y delgada, y seguramente más joven que Lucy, aunque nunca se sabía. Tenía el tipo de rostro que siempre parecía joven, de forma ovalada, y en el que destacaba un par de enormes ojos verdes por encima de una diminuta y respingona nariz. No le ayudaba nada fijarse en los sensuales labios, de lo más apetecibles cuando no describían una mueca de desagrado hacia él, pero no podía evitarlo.

–No hay motivo para ponerse histérica.

Ese tipo tenía la osadía de impregnar su voz de un tono de impaciencia. Miranda soltó una carcajada gutural. Si había una ocasión para ponerse histérica, era esa precisamente.

–No estoy histérica –¡estaba mucho más que histérica!

–Pues no es eso lo que parece.

–¿Y qué demonios parece? –espetó ella con expresión tan aterrada que Gianni temió que fuera a lanzarse por la ventana si hacía algún movimiento hacia ella. Accidente o no, el hermoso cuello se partiría y la culpa sería suya.

–Escucha, al otro lado de la puerta hay un cuarto de baño con un estupendo cerrojo. ¿Por qué no entras, te encierras y lo hablamos tranquilamente?

No era la clase de sugerencia que una esperaría de un posible violador, pero Miranda no bajó la guardia, aunque sus niveles de ansiedad se redujeron ligeramente.

–¿Cómo sabe que el cuarto de baño tiene cerrojo?

Su mente trabajaba frenéticamente. ¿Formaba aquello parte de un siniestro plan? ¿Estaba ese tipo jugando con ella? ¿Había roto la cerradura mientras ella dormía? ¿Y los perros?

–¿Le ha hecho daño a los perros? Porque si lo ha hecho… son animales rescatados y…

–Ya lo sé. Han sufrido lo suyo –la tía Lucy solía recoger a los ejemplares más torturados y desesperados que podía encontrar–. Los perros están bien –la tranquilizó–. Llama a Lucy. Ella me respaldará –pero decidió llamarla él mismo–. ¡Luce!

–¿Conoce a Lucy? –preguntó Miranda, sorprendida.

–¡Lucy! –vociferó Gianni de nuevo antes de bajar el tono de voz–. No tenía ni idea de que tuviera visita –frunció el ceño irritado. ¿Dónde estaba Lucy?–. ¡Luce!

–No está… –Miranda se interrumpió recriminándose, «¡Genial, Mirrie, si aún no sabía que estabas sola, ahora no le cabe la menor duda!».

–¿Se ha ido? –las oscuras cejas formaron una línea recta sobre la nariz aquilina.

Irritado, Gianni siseó. «¿Cuándo fue la última vez que Lucy salió de su casa?».

–Pero regresará en cualquier momento –insistió ella con voz temblorosa.

Él la miró fijamente a los ojos y se encogió de hombros.

El movimiento hizo que Miranda fuera consciente de los músculos bajo la sedosa piel bronceada. Tenía la clase de cuerpo que hacía que un artista sintiera ganas de ir en busca de sus pinceles. La clase de cuerpo que provocaba una reacción física.

–Siento haberte asustado. Yo también me sorprendí al ver que compartía la cama.

–No estoy asustada –mintió ella mientras tragaba con dificultad, incapaz de apartar los ojos de vello que salpicaba los magníficos pectorales–. ¿Cómo ha entrado?

–Abrí la puerta con la llave. Lucy guarda una copia sobre el dintel… Sí, ya sé que es una locura después de tomarse la molestia de instalar un sistema de seguridad de última generación, pero ella tiene la teoría de que nadie buscará en el lugar más evidente. Sé que el cuarto de baño tiene cerrojo, y sé dónde se guarda la llave porque he estado aquí antes.

–¿Antes? ¿Es su novio?

–Soy un pariente –Gianni soltó una carcajada profunda, gutural y atractiva.

Fue el turno de Miranda de soltar una carcajada. Podría haberse tragado la historia del novio, aunque eso no explicaría por qué se había metido en su cama y no en la de Lucy…

No le costaba mucho imaginarse a ese hombre de piel tostada y mirada atrevida como pareja de Lucy Fitzgerald. Por separado, cada uno haría que las conversaciones se interrumpieran al entrar en una habitación, pero juntos provocarían un terremoto. ¿Pariente? De eso nada. Lucy tenía un marcado acento británico, piel clara, ojos azules y cabellos rubio ceniza. Ese hombre, con sus ojos negros, cabellos color ébano y cuerpo bronceado, tenía algo elemental y primitivo en él… peligroso.

–¿Un pariente?