Orgullo y prejuicio - Jane Austen - E-Book

Orgullo y prejuicio E-Book

Jane Austen.

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Beschreibung

Orgullo y prejuicio fue publicada por primera vez en 1813, y es una de las precursoras de la novela romántica. La trama se desarrolla alrededor de Elizabeth Bennet, una joven de 20 años que se caracteriza por su fuerte sentido de independencia, lo que no era común en las mujeres de su tiempo. Elizabeth, sus hermanas y sus padres viven en la finca Longbourn, una gran propiedad que ninguna de sus hijas podrá heredar cuando muera su padre, lo que las dejará en una situación precaria. Debido a esto, es vital que al menos una de las hijas se case bien para mantener a sus hermanas en el futuro. En este marco se desarrollará la historia de Elizabeth y el señor Darcy. Orgullo y prejuicio es posiblemente una de las novelas más queridas de la literatura inglesa, y ha vendido millones de ejemplares desde su publicación.

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Primera edición Digital, Septiembre 2023

Panamericana Editorial Ltda., abril de 2023

Título original: Pride and Prejudice

© 2023 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

César A. Cardozo Tovar

Traducción del inglés

María Mercedes Correa

Diseño y diagramación

Alan Rodríguez

Imagen de carátula

Rafael Garcin

ISBN DIGITAL 978-958-30-6769-3

ISBN IMPRESO 978-958-30-6677-1

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

Austen, Jane, 1775-1817.

Orgullo y prejuicio / Jane Austen ; traducción María Mercedes Correa.

-- Bogotá : Panamericana Editorial, 2023

Título original : Pride and prejudice.

1. Novela inglesa 2. Novela amorosa inglesa

3. Cortejo amoroso - Novela 4. Matrimonio - Novela

5. Orgullo - Novela

I. Correa, María Mercedes, traductora II. Tít.

823.74 cd 22 ed.

Contenido

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Créditos de las ilustraciones

Capítulo

1

Es una verdad universalmente reconocida que el hombre soltero, poseedor de una buena fortuna, desea encontrar una mujer con quien casarse.

Se halla de tal forma arraigada dicha verdad en la mente de ciertas familias que poco les importa saber cómo son los sentimientos o las opiniones de este tipo de hombre que comienza a frecuentarlas por primera vez, y pronto empiezan a considerarlo como la propiedad legítima de alguna de sus hijas.

—Mi querido señor Bennet —le dijo cierto día su esposa al señor de la casa—, ¿sabía usted que por fin se alquiló Netherfield Park?

No. El señor Bennet no lo sabía.

—Pues sí —replicó la mujer—. La señora Long acaba de estar aquí y me lo contó todo.

El señor Bennet no respondió.

—¿No le interesa saber quién tomó la propiedad en alquiler? —preguntó su esposa con impaciencia.

—Usted me lo quiere decir y yo no tengo inconveniente en oírlo.

Eso le bastó a la señora Bennet para empezar su retahíla.

—Para su información, mi querido, la señora Long me contó que el nuevo inquilino de Netherfield es un hombre joven, con muy buena posición económica, proveniente del norte de Inglaterra; que llegó el lunes en un cabriolé de cuatro caballos, para examinar la propiedad, y quedó encantado; que de inmediato cerró el trato de alquiler con el señor Morris; que se va a mudar antes del Día de San Miguel, y que algunos de sus empleados van a llegar a la casa a finales de la semana próxima para arreglarla.

—¿Cómo se llama?

—Es un señor de apellido Bingley.

—¿Casado o soltero?

—Soltero, desde luego. Un hombre soltero, con una gran fortuna: unas cuatro o cinco mil libras de renta anual. ¡Una cosa maravillosa para nuestras hijas!

—¿Y para nuestras hijas por qué?

—Ay, mi querido señor Bennet —respondió su esposa—. ¡Qué pesado es usted! Porque lo que tengo en mente es que ese joven se case con alguna de ellas.

—¿Y esos son los planes que él tiene al venir a instalarse aquí?

—¿Planes? Por supuesto que no. Qué tontería. Pero cabe la posibilidad de que se enamore de una de ellas. Por eso, es muy importante que usted lo visite en cuanto llegue.

—No veo ningún motivo para ello. Usted y las muchachas pueden ir, o dígales que vayan ellas solas. Tal vez eso sea lo más adecuado, porque, como usted es la más hermosa de todas, es posible que el señor Bingley la prefiera a las demás.

—Me halaga con su comentario, querido. Sin duda, tengo mi cuota de belleza, pero sé que a estas alturas ya no es particularmente extraordinaria. Cuando una mujer tiene cinco hijas en edad de merecer, debe dejar de pensar en su propia belleza.

—En casos como ese, ya no queda mucha belleza en que pensar.

—De cualquier modo, querido, usted debería ir a visitar al señor Bingley cuando llegue a esta región.

—No creo que pueda comprometerme a tanto.

—Piense en nuestras hijas. Considere usted el enorme beneficio que eso podría representar para alguna de ellas. Sir William y lady Lucas ya tomaron la decisión de ir. Lo único que les interesa es el bien de sus hijas, porque, en general, y usted lo sabe, ellos no van a visitar a ningún recién llegado. Lo digo en serio: tiene que ir. Si no lo hace usted, no lo podemos hacer nosotras.

—Creo que exagera con sus escrúpulos. Me atrevería a decir que al señor Bingley le daría mucho gusto verlas. Además, puedo enviarle una nota en la que le concedo mi total aprobación para que se case con cualquiera de nuestras hijas, la que él escoja. Aunque tal vez deba insistir de manera especial respecto a mi querida Lizzy.

—Por ningún motivo vaya a hacer eso. Lizzy no es mejor que las demás. Además, no creo que sea tan hermosa como Jane, ni que tenga un carácter tan jovial como Lydia. Lo que pasa es que usted la prefiere a ella.

—Ninguna se destaca particularmente sobre las demás —respondió el señor Bennet—. Son unas chicas simples e ignorantes, como cualquier otra chica, pero Lizzy es más lista que sus hermanas.

—Señor Bennet, ¿cómo puede decir esas cosas tan horribles de sus propias hijas? No entiendo para qué me hiere de esa forma. Usted no tiene compasión con mis pobres nervios.

—Se equivoca, querida. Siento gran respeto por sus nervios. Son viejos amigos míos. Desde hace por lo menos veinte años la vengo oyendo mencionarlos con asiduidad.

—Ah, usted no se imagina cuánto sufro.

—Bueno, pues espero que pueda superar sus infortunios, y que viva lo suficiente para ver pasar por nuestra región muchos jóvenes solteros, con rentas de cuatro mil libras anuales.

—De poco nos sirve que vengan veinte jóvenes de esos, si usted no va a visitarlos.

—Cuente con eso, mi querida: si vienen veinte jóvenes, a los veinte iré a visitarlos.

El señor Bennet era una mezcla peculiar de características diversas: vivacidad, humor sarcástico, parquedad y espontaneidad, tanto que, en veintitrés años de matrimonio, su esposa no había logrado entender su carácter. Descifrarla a ella era una tarea menos difícil. Era una mujer de inteligencia limitada, pocas luces y temperamento variable. Cuando algo le disgustaba, le atribuía su estado de ánimo a los nervios. La principal ocupación de su vida era lograr que sus hijas encontraran marido. Su solaz eran las visitas y los chismes.

Capítulo

2

El señor Bennet fue uno de los primeros en hacerle visita al señor Bingley. Su intención siempre había sido ir a visitarlo, pero a su mujer le hizo creer hasta el último minuto que no estaba dispuesto a hacerlo. La señora Bennet se enteró de tal visita solo por la noche. Así ocurrió este acontecimiento. El señor Bennet, que observaba a su segunda hija, Elizabeth, decorando un sombrero, le dijo de repente:

—Espero que al señor Bingley le guste, Lizzy.

—No tenemos la menor forma de saber qué pueda gustarle al señor Bingley —dijo la madre, en tono de resentimiento—, si no vamos a visitarlo.

—Pero se le olvida, mamá —dijo Elizabeth—, que lo vamos a ver en el baile, y que la señora Long prometió que nos lo iba a presentar.

—No creo que lo haga. La señora Long tiene dos sobrinas casaderas, y es una mujer egoísta e hipócrita. De ella no espero nada.

—Yo tampoco —terció el señor Bennet—. Y me alegra saber que no cuenta con ella para que le haga favores.

La señora Bennet se había propuesto no responder nada. Sin embargo, incapaz de contenerse, comenzó a regañar a una de sus hijas.

—¡Deja de toser tanto, Kitty, por Dios! Me tienes con los nervios de punta. Ten un poco de compasión.

—Kitty es muy descuidada con su tos —dijo el señor Bennet—. No la sabe programar de manera adecuada.

—No toso por diversión —respondió Kitty, irritada—. ¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?

—De mañana en quince días.

—¡Exacto! —exclamó la madre—. Y la señora Long estará de regreso solo un día antes, con lo cual no podrá presentarle a nadie al señor Bingley, porque ella misma no lo conoce.

—De esa forma, mi querida, la ventaja será suya y será usted quien le presente a su amiga al señor Bingley.

—Imposible, señor Bennet, eso es imposible, porque yo tampoco lo conozco. ¿Cómo puede ser usted tan pesado?

—Admiro su prudencia. Es verdad que quince días es poco tiempo para conocer a alguien. No se puede saber cómo es realmente un hombre en un lapso tan breve. Pero si nosotros no tomamos la iniciativa, alguien más lo hará; al fin y al cabo, la señora Long y sus sobrinas querrán probar suerte. Por eso, dado que ella lo considerará un acto de amabilidad, si usted no hace esa labor, la haré yo personalmente.

Las muchachas se quedaron mirando a su padre, mientras que la señora Bennet se limitaba a decir:

—Eso es absurdo. ¡Absurdo!

—¿Qué significa esa exclamación tan enfática? —dijo el padre—. ¿Le parecen absurdas las formalidades de las presentaciones y la importancia que se les concede? No puedo estar de acuerdo con eso. ¿Qué opinas, Mary, tú que eres una jovencita reflexiva, que lees grandes libros y sacas cuentas?

Mary deseaba poder decir algo sensato, pero no se le ocurrió nada.

—Mientras Mary ordena sus ideas —continuó el padre—, volvamos al señor Bingley.

—Estoy harta del señor Bingley —exclamó su esposa.

—Lamento escuchar eso. ¿Y por qué no me lo había dicho antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, no me habría tomado la molestia de ir a visitarlo. Muy desafortunado este asunto, pero como ya lo hice, ahora no tenemos más remedio que conocernos.

El señor Bennet ansiaba ver la cara de sorpresa de las muchachas, aunque tal vez la más sorprendida de todas fue la madre. Sin embargo, una vez pasó el sentimiento de dicha, la señora Bennet comenzó a decir que eso era exactamente lo que ella estaba esperando que sucediera.

—¡Qué bueno, señor Bennet! Yo sabía que al final terminaría por convencerlo. Yo sabía que, por el gran amor que siente por sus hijas, usted no se negaría a concertar ese encuentro tan importante. ¡Estoy encantada! Además, fue una buena broma lo de haber ido esta mañana y no decir ni media palabra, solo hasta ahora.

—Ahora ya puedes toser todo lo que quieras, Kitty —dijo el señor Bennet, disponiéndose a retirarse de la habitación, cansado con los cambios de humor de su esposa.

—Ustedes tienen un padre maravilloso, chicas —dijo la madre una vez se cerró la puerta—. No sé cómo van a hacer para agradecerle su amabilidad; o la mía, si a eso vamos. A estas alturas de nuestra vida no es agradable tener que estar conociendo gente todos los días, pero estamos dispuestos a hacer cualquier cosa por el bien de ustedes. Lydia, tesoro mío, aunque tú eres la menor, me atrevería a decir que el señor Bingley va a bailar contigo en el próximo baile.

—Ah —dijo Lydia con voz fuerte—, no me asusta la idea, porque, aunque soy la menor, también soy la más alta.

El resto de tarde transcurrió en medio de conjeturas sobre cuándo les devolvería la visita el señor Bingley y cuándo sería el mejor momento para invitarlo a cenar.

Capítulo

3

Por mucho que la señora Bennet, con la ayuda de sus cinco hijas, preguntó sobre el tema, no logró sacar de boca de su marido una descripción satisfactoria del señor Bingley. Lo atacaron por varios frentes, con preguntas descaradas, suposiciones ingeniosas y conjeturas distantes, pero él eludió la habilidad de todas ellas, hasta que por fin se vieron obligadas a conformarse con las averiguaciones de segunda mano de su vecina, lady Lucas. Su informe era altamente favorable. Sir William había quedado muy bien impresionado con el muchacho. Era bastante joven, muy guapo, extremadamente amable y, para colmo de dicha, tenía la intención de asistir al próximo baile con una compañía numerosa. ¡Nada más fantástico! El gusto por el baile era un primer paso importante para llegar al amor, y eran enormes las expectativas sobre lo que pudiera ocurrir con el corazón del señor Bingley.

—Si logro ver a una de mis hijas felizmente establecida en Netherfield —le dijo la señora Bennet a su esposo— y a las demás igualmente bien casadas, se habrán cumplido todos mis deseos en la vida.

Al cabo de unos cuantos días, el señor Bingley le retornó al señor Bennet su visita y permaneció con él diez minutos en la biblioteca. Tenía la esperanza de ver, aunque fuera en la distancia, a esas muchachas de cuya belleza había oído hablar en abundancia. Sin embargo, en aquella ocasión solo vio al padre. Podría decirse que las muchachas tuvieron mejor suerte, pues lograron atisbar al joven desde una ventana en el segundo piso y ver que llevaba puesto un abrigo azul y montaba un caballo negro.

La invitación a cenar quedó formalizada poco después. La señora Bennet ya estaba planeado la secuencia de platos con los que haría gala de sus dotes de ama de casa, cuando llegó una respuesta que alteraba todos sus planes. El señor Bingley debía volver a la capital a cumplir con una obligación al día siguiente y, por tanto, escribió que debía declinar el honor de aceptar la invitación, etc. El desconcierto de la señora Bennet fue total. No podía imaginar qué actividades podían obligarlo a irse a la ciudad tan poco tiempo después de haber llegado a Hertfordshire. Temía que la intención del señor Bingley fuera saltar de un lugar a otro, y que nunca se estableciera de manera fija en Netherfield, como debía ser. Lady Lucas la tranquilizó diciéndole que su razón para ir a Londres no era otra que reunir a la comitiva con la que asistiría al baile. Según sus informes, el señor Bingley llevaría doce damas y siete caballeros a la reunión. Las muchachas quedaron consternadas al pensar en esa cantidad de señoritas, pero sintieron alivio al enterarse, un día antes del baile, de que ya no eran doce las personas que vendrían desde Londres, sino seis: cinco hermanas y un primo. Al entrar en el salón de la reunión, todos vieron que el grupo estaba conformado solo por cinco personas en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el marido de la hermana mayor y otro joven.

El señor Bingley era apuesto y caballeroso. Tenía un trato agradable y unos modales distinguidos, sin parecer presumido. Sus hermanas eran unas mujeres finas, con un aire de elegancia. La apariencia de su cuñado, el señor Hurst, era la de un caballero común y corriente, a diferencia del señor Darcy, que de inmediato llamó la atención de todos los presentes en el salón de baile, por su estatura y su atractiva fisonomía. A ello se sumaba la información que ya circulaba tan solo cinco minutos después de su llegada, según la cual poseía una renta anual de diez mil libras. Los caballeros estuvieron de acuerdo en afirmar que era un hombre de buen porte, en tanto que las damas declaraban que era bastante más guapo que el señor Bingley. Se lo observó con gran admiración durante la mitad de la noche, hasta que su comportamiento produjo una disminución sensible en su popularidad. En efecto, se hizo evidente que se trataba de un hombre engreído, convencido de ser superior a sus acompañantes y poco dispuesto a mostrarse amable. Ni siquiera su calidad de propietario de Derbyshire lo salvó de ser visto como un individuo antipático, indigno de una comparación con su amigo.

El señor Bingley se trató con todas las personas principales presentes en el salón de baile, habló animadamente y sin reservas, bailó todas las piezas y deploró ver que el baile se terminaba tan pronto. Incluso se ofreció él mismo a organizar uno en Netherfield. Unas cualidades tan agradables hablaban por sí solas. ¡Qué agudo contraste entre él y su amigo! El señor Darcy bailó solamente una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley. No quiso que le presentaran a ninguna otra dama, se pasó el resto de la noche deambulando por el salón de baile, y solo les dirigió la palabra a los acompañantes de su grupo. El juicio sobre su carácter fue unánime: era el hombre más desagradable del mundo, y nadie lo quería volver a ver. Una de las personas que reaccionó con mayor enojo fue la señora Bennet, cuyo rechazo hacia ese comportamiento se agudizó al ver que desdeñaba a una de sus hijas.

Debido a la escasez de compañeros de baile masculinos, Elizabeth Bennet se había visto obligada a sentarse durante dos piezas y, en aquella ocasión, el señor Darcy estaba de pie a una distancia lo bastante cercana como para que ella alcanzara a oír la conversación que este sostenía con el señor Bingley, quien interrumpió su baile unos instantes para presionar a su amigo a danzar también.

—Anda, Darcy —dijo—. Tienes que bailar. No me gusta verte ahí parado, solo, como un tonto. Mejor sal a bailar.

—Por ningún motivo. Sabes que detesto bailar, a menos que conozca muy bien a mi pareja. En esta reunión, no le veo ninguna gracia a bailar. Tus hermanas tienen sus piezas comprometidas y me parecería un castigo bailar con cualquier otra de las mujeres de este salón.

—No seas tan quisquilloso —exclamó el señor Bingley—. En serio. Te juro que nunca había conocido tantas chicas agradables como esta noche. Y muchas de ellas son bastante bonitas.

—Tú estás bailando con la única muchacha bonita del salón —dijo el señor Darcy, dirigiendo la mirada hacia la mayor de las hermanas Bennet.

—¡Ah! ¡Es la criatura más hermosa que he visto en mi vida! Pero una de sus hermanas está sentada detrás de ti, y ella también es bonita, incluso me atrevo decir que es muy agradable. Déjame pedirle a mi pareja de baile que te la presente.

—¿A cuál te refieres? —preguntó, al tiempo que se volteaba un instante a ver a Elizabeth, con quien cruzó fugazmente la mirada, y luego dijo fríamente—: Está pasable, pero no es tan bonita como para atraerme. En este momento no me interesa fijarme en chicas que están distraídas con otros hombres. Mejor vuelve con tu pareja de baile y disfruta de su sonrisa. Vete y no pierdas el tiempo conmigo.

Y eso fue lo que hizo el señor Bingley. Por su parte, el señor Darcy se retiró, mientras Elizabeth se quedaba con una sensación de disgusto por lo que acababa de oír. Sin embargo, enseguida fue a relatar el suceso a sus amigas, pues Elizabeth disfrutaba mucho haciendo bromas y mofa de toda situación que le pareciera ridícula.

La velada transcurrió de manera agradable para toda la familia. La señora Bennet estaba muy complacida de ver que su hija había producido gran admiración entre los habitantes de Netherfield. El señor Bingley había bailado dos veces con ella, y las hermanas de este le habían hecho una charla breve. Jane se sentía tan contenta como su madre, aunque ella lo expresaba de una manera más discreta. Elizabeth se alegraba por Jane. Mary había escuchado que alguien le decía a la señorita Bingley que Mary era la chica más instruida de la zona. Catherine y Lydia tuvieron la suerte de tener pareja en todo momento de la velada. Para ellas, eso era lo único que importaba en un baile. Todas regresaron muy entusiasmadas a Longbourn, el pueblo donde vivían y del cual eran las habitantes más destacadas. Sumido en la lectura de un libro, el señor Bennet todavía estaba despierto cuando regresaron su mujer y sus hijas. En ese momento, sentía gran curiosidad de saber cómo se habían desarrollado los acontecimientos de esa velada que había generado tan maravillosas expectativas. Tal vez esperaba que su esposa se hubiera decepcionado con el recién llegado, pero pronto descubrió que la historia tomaba otro giro.

—¡Ay, mi querido señor Bennet! —dijo la madre entrando en el salón—. Pasamos una velada encantadora. El baile estuvo excelente. Ojalá hubiera estado presente. La admiración que despertó Jane no tiene igual. Todo el mundo dijo que estaba espléndida. Y al señor Bingley le pareció muy bonita. ¡Bailó con ella dos rondas! Imagínese. ¡Dos rondas! Ella fue la única criatura en todo el salón a la que el señor Bingley le pidió bailar dos veces. En primer lugar, se dirigió a la señorita Lucas. ¡Me disgustó muchísimo verlo con ella! Pero es obvio que la chica no le produjo ninguna admiración. De hecho, no se la produce a nadie. En fin. Y luego quedó fascinado con Jane. Averiguó quién era y se la presentaron. Entonces le pidió que le concediera las siguientes dos piezas. Luego, bailó dos piezas con la señorita King, después con María Lucas y luego volvió a bailar otras dos con Jane. Las siguientes, con Lizzy, y bailó el Boulanger…

—Si ese joven hubiera tenido algo de compasión por mí —exclamó el marido, con impaciencia—, no habría bailado tanto. ¡Por Dios, deje ya de hablar de sus parejas de baile! Mejor habría sido que se torciera un tobillo desde el comienzo.

—¡Ay, querido! Estoy fascinada con él. ¡Es apuesto como usted no se imagina! Y sus hermanas son unas mujeres encantadoras. Nunca en mi vida había visto unos vestidos tan elegantes. Me atrevo a decir que los encajes del traje de la señora Hurst…

El señor Bennet volvió a interrumpirla de nuevo, y protestó afirmando que no le interesaba saber nada de adornos ni de accesorios. La señora Bennet se vio obligada a buscar otro tema y decidió relatar, con cierta amargura y un tanto de exageración, la desapacible rudeza del señor Darcy.

—Pero puedo asegurarle —añadió— que Lizzy no pierde nada por no haber llamado su atención. Es un hombre terriblemente desagradable que no merece ninguna consideración. Es tan altanero y engreído que no hay quien lo soporte. Caminaba de un lado para otro, dándose aires de gran señor. No tiene ningún atractivo que produzca deseos de bailar con él. Me gustaría que usted hubiera estado ahí, para bajarle los humos como se merece. Detesto a ese individuo.

Capítulo

4

A solas, Jane y Elizabeth conversaban con mayor libertad. La hermana mayor, que había sido parca en sus alabanzas para el señor Bingley en presencia de su madre, ahora expresaba delante de su hermana toda su admiración.

—Tiene todo lo que debe tener un hombre joven —dijo—. Es inteligente, jovial, vivaz. Tiene unos modales exquisitos y es muy bien educado.

—Y es muy guapo —respondió Elizabeth—, cosa que también debe tener un hombre joven, siempre que pueda. Una personalidad muy completa.

—Me sentí muy halagada cuando me pidió que bailáramos por segunda vez. No esperaba tanto.

—¿De veras? Yo sí lo esperaba por ti. Pero hay una gran diferencia entre tú y yo. A ti los halagos siempre te toman por sorpresa, y a mí, nunca. Lo más natural es que te hubiera pedido que bailaran de nuevo. No podía evitar darse cuenta de que eras mil veces más bonita que las demás mujeres que había en el salón. Su galantería nada tiene que ver con eso. Aunque, por supuesto que es muy amable, y entiendo que te guste. Les has gustado a muchos tontos.

—¡Ay, mi Lizzy!

—Sí, tú eres muy generosa y, en general, la gente te cae bien. Nunca ves los defectos de los demás. A tus ojos, todo el mundo es agradable. Jamás te he oído hablar mal de nadie.

—No me gusta precipitarme a juzgar a los demás. Pero siempre digo lo que pienso.

—Yo lo sé; y precisamente ahí está la maravilla. Tienes mucho sentido común, pero en verdad no te interesa prestar atención a las tonterías de los demás. Fingir sinceridad es algo muy común: es algo que vemos a diario. Pero ser sincero sin ostentación, tomar lo bueno del carácter de una persona y mejorarlo, sin decir nada de lo malo, es una característica muy tuya. Las hermanas de este hombre también te caen bien, ¿no es verdad? Ellas no son tan amables.

—Es cierto. Al principio, no. Pero cuando hablas con ellas te das cuenta de lo amables que son. La señorita Bingley va a vivir con su hermano y se va a hacer cargo de los asuntos del hogar. Y creo que no me equivoco al pensar que va a ser una buena vecina.

Aunque no estaba convencida, Elizabeth escuchaba en silencio. El comportamiento de las hermanas del señor Bingley en el salón de baile le había disgustado a más de uno.

Dada su gran capacidad de observación y un temperamento menos maleable que el de su hermana, además de no estar influenciada por tanta atención, Elizabeth no se sentía muy inclinada a dar su aprobación. No cabía duda de que eran unas mujeres refinadas, que hacían gala de buen humor cuando estaban bien dispuestas y se mostraban agradables si querían, pero eran orgullosas y engreídas. Eran bonitas, se habían educado en un elegante internado de Londres, tenían una dote de veinte mil libras, solían gastar más de lo aconsejable y frecuentaban personas de alta alcurnia. Por esas razones, no era de sorprender que se sintieran tan orgullosas de sí mismas y consideraran a los demás con desdén. Provenían de una familia respetable del norte de Londres, circunstancia que tenían más presente en su memoria que el origen no aristocrático de la fortuna tanto de su hermano como de ellas, adquirida a través del comercio.

El señor Bingley había heredado de su padre un patrimonio cercano a las cien mil libras. Su deseo siempre había sido comprar una propiedad, pero no le había alcanzado la vida para realizar su proyecto. El señor Bingley pensaba hacer lo mismo, y buscaba un condado donde establecerse. Sin embargo, ahora que había alquilado una buena casa con un terreno amplio, muchos de quienes lo conocían dudaban de su determinación de pasar el resto de sus días en Netherfield, y quizás dejaría el asunto de la adquisición de una propiedad para la siguiente generación.

Sus hermanas estaban ansiosas por verlo convertirse en propietario, pero, aunque el señor Bingley ahora se encontraba en Netherfield en calidad de arrendatario, la señorita Bingley se sentía muy satisfecha de poder presidir las actividades del hogar, de manera similar a la señora Hurst (casada con un hombre al que le iba mejor con la moda que con el dinero), quien consideraba aquella como su propia casa. No habían pasado dos años después de cumplida su mayoría de edad cuando el señor Bingley recibió, por azar, la recomendación de ir a visitar Netherfield House. En efecto, hizo dicha visita en media hora, al cabo de la cual comprobó que la casa y el lugar le agradaban y decidió cerrar el trato con el propietario.

A los señores Bingley y Darcy los unía una sólida amistad, a pesar de tener temperamentos tan opuestos. Darcy apreciaba de Bingley su desenvoltura, maleabilidad y docilidad, características muy distantes de las suyas. Por su parte, Bingley tenía en la más alta consideración no solo la fuerza de carácter de Darcy, sino también su capacidad de juicio. En lo que a inteligencia se refiere, Darcy era superior, y no porque Bingley fuera tonto, pero no igualaba en estas dotes a su amigo. Darcy era, a un mismo tiempo, altivo, reservado y quisquilloso, y aunque sus modales denotaban buena cuna, no producían simpatía. En este aspecto, su amigo lo aventajaba. Por dondequiera que se presentara, Bingley era bien recibido, en tanto que Darcy resultaba detestable.

Su manera de referirse al baile de Meyerton era una prueba clara. Bingley afirmaba nunca haber conocido personas más agradables o chicas más hermosas en su vida; todo el mundo le parecía amable y atento; no había en él rigideces ni formalidades acartonadas; con todos se había llevado bien; en cuanto a la señorita Bennet, nunca había visto un ángel de belleza igual. Darcy, por el contrario, afirmaba solo haber visto gente fea y de mal gusto en el vestir; por nadie sintió el menor interés y nadie le produjo ninguna alegría. La señorita Bennet le pareció bonita, pero sonreía demasiado.

La señora Hurst y su hermana estaban de acuerdo con esta opinión, pero, en todo caso, encontraban agradable a la señorita Bennet, a quien consideraban una chica dulce con quien no tendrían problema en intimar un poco más. De este modo, quedó establecida la reputación de la señorita Bennet como una chica dulce, y el joven se sintió autorizado por sus hermanas a soñar con ella a sus anchas.

Capítulo

5

A poca distancia de Longbourn, lugar de residencia de los Bennet, vivía una familia con quien estos tenían una buena amistad. Sir William Lucas se dedicaba anteriormente al comercio en el pueblo de Meryton, donde había hecho una fortuna aceptable, y había sido ascendido al rango de caballero gracias a un discurso que pronunció en favor del rey mientras ejercía su cargo como alcalde. Esta distinción se le había subido un poco a la cabeza y le había producido un rechazo por su negocio y su residencia en un pequeño pueblo de comerciantes. Para alejarse de ambas cosas, se mudó con su familia a un lugar a una milla de distancia de Maryton, denominado desde entonces Lucas Lodge, donde podía pensar sin reservas en su propia importancia y, ya sin negocios que atender, podía ocuparse exclusivamente de la tarea de ser atento con todo el mundo. En efecto, aunque se sentía muy orgulloso de su título, no se había vuelto arrogante. Por el contrario, después de su presentación en el palacio de Saint James para ser nombrado caballero, mostraba un comportamiento muy cortés con todo el mundo, rasgo que se añadía a su natural amabilidad y trato suave e inofensivo.

Lady Lucas era una mujer buena y amable, no demasiado inteligente, pero considerada como una vecina valiosa por la señora Bennet. La pareja tenía varios hijos. La mayor, una mujer sensata e inteligente, de unos veintisiete años, era muy amiga de Elizabeth.

Para las señoritas Lucas y Bennet, la conversación sobre el baile era una absoluta necesidad. A la mañana siguiente, se reunieron todas en el hogar de los Bennet, en Longbourn, para intercambiar impresiones.

—Comenzaste muy bien la velada, Charlotte —le dijo la señora Bennet a la señorita Lucas, con una actitud de contenida autosuficiencia—. Tú fuiste la primera escogida por el señor Bingley.

—Sí, pero parece ser que la segunda escogida le gustó más.

—Ah, te refieres a Jane, supongo, porque bailó dos tandas con ella. Parece ser que le produjo admiración, sí, eso creo... escuché decir algo al respecto, no sé bien qué... algo sobre el señor Robinson.

—Tal vez se refiere usted a la conversación que les oí a él y al señor Robinson. ¿Se la mencioné? El señor Robinson le preguntó si le gustaban las reuniones de Meryton, y que si no le parecía que había varias muchachas bonitas en el salón, y que cuál le parecía más bonita de todas. Y él respondió de inmediato la última pregunta diciendo: “¡Ah, la mayor de las Bennet, sin duda! En ese punto no puede haber discusión”.

—¡Oh, Dios! Muy bien, pues queda bastante claro... parece que... pero, bueno, tal vez eso no signifique nada.

—La conversación que yo oí fue más interesante que la que oíste tú, ¿no es verdad, Eliza? —dijo Charlotte—. Al señor Darcy no vale la pena oírlo tanto como a su amigo. ¡Pobre Eliza! Dizque “pasable”.

—Te ruego que no pretendas que Elizabeth le dé importancia a ese comportamiento tan desagradable. Habría sido una desgracia que le gustara a ese hombre. La señora Long me dijo anoche que estuvo sentado junto a ella media hora, sin abrir la boca ni una sola vez.

—¿Está usted segura de eso, mamá? Creo que se equivoca ­—dijo Jane—. Porque yo vi al señor Darcy hablando con ella.

—Sí, pero porque ella le preguntó al fin cómo le parecía Netherfield, y él no tuvo más remedio que responderle. Y se veía que estaba molesto de que ella le hubiera dirigido la palabra.

—El señor Bingley me dijo —continuó Jane— que el señor Darcy no habla mucho, a menos que esté con sus amigos más cercanos. Con ellos es particularmente agradable.

—No creo ni media palabra de eso, tesoro. Si fuera tan agradable, habría hablado con la señora Long. Pero ya me lo imagino. Todo el mundo dice que tiene un orgullo que no le cabe por las puertas, y me atrevo a suponer que de algún modo se enteró de que la señora Long no tiene coche propio y que tuvo que llegar al baile en uno alquilado.

—A mí no me molesta que no le haya hablado a la señora Long —dijo la señorita Lucas—, pero sí me habría gustado que hubiera bailado con Eliza.

—Te digo, Lizzy —siguió la madre—, yo, en tu lugar, no bailaría con él.

—Puedo prometerle con toda seguridad que nunca bailaré con él.

—El orgullo de él —afirmó la señorita Lucas— no me ofende tanto como el orgullo en general, porque puede ser excusable. Es de esperarse que un joven tan fino, de familia prestante, con dinero, con todo a su favor se crea mejor que otros. Por así decirlo, me parece que tiene derecho a ser orgulloso.

—Es cierto —respondió Elizabeth—, y yo podría excusar su orgullo, si no fuera porque mortificó el mío.

—El orgullo —observó Mary, quien se jactaba de la solidez de sus reflexiones— es un defecto muy común, me parece. Por todo lo que he leído, estoy convencida de que es bastante común. La naturaleza humana está muy inclinada a ello, y son muy pocas las personas que no se regodean en su autocomplacencia por sus cualidades, ya sean reales o imaginadas. La vanidad y el orgullo son cosas diferentes, aunque a veces esas dos palabras se usan como sinónimos. Una persona puede ser orgullosa, sin ser vanidosa. El orgullo está más relacionado con la opinión que tenemos de nosotros mismos, mientras que la vanidad tiene que ver con lo que queremos que los demás piensen de nosotros.

—Si yo fuera tan rico como el señor Darcy —terció el menor de los Lucas, quien había acompañado a sus hermanas—, no me importaría si fuera orgulloso o no. Tendría una jauría de caza y me tomaría una botella de vino al día.

—Eso quiere decir que tomarías más de lo mandado —dijo la señora Bennet—, y si yo te viera hacer eso, te quitaría la botella de inmediato.

El muchacho protestó, diciendo que no tendría por qué hacerle eso, y ella continuó insistiendo en que lo haría, y así siguieron discutiendo hasta el fin de la visita.

Capítulo

6

Las señoritas de Longbourn fueron poco después a hacerles visita a las señoritas de Netherfield, y estas les devolvieron las atenciones en la debida forma. Los modales agraciados de la señorita Bennet hicieron aumentar el aprecio que sentían por ella tanto la señora Hurst como la señorita Bingley. Aunque la madre les parecía insoportable y a las hermanas menores las consideraban poco dignas de su atención, a las dos mayores sí les expresaron su deseo de continuar en el proceso de conocerse mejor. Jane recibió esta atención con un placer inmenso, pero Elizabeth seguía considerando que el trato de las dos recién llegadas era arrogante con todo el mundo, incluso con su hermana, aunque algo menos, y por eso no lograba aceptarlas. Sin embargo, la amabilidad de ambas hacia Jane le parecía valiosa dado que tal vez provenía de la admiración que sentía el señor Bingley por ella. En todos sus encuentros era evidente que él la admiraba, y también saltaba a la vista no solo que Jane respondía con agrado, sino que tal vez se estaba enamorando. No obstante, Jane consideraba que este no era un asunto que debiera estar en boca de todos, y prefería mantener una actitud discreta respecto a sus sentimientos, además de un porte alegre y natural que servía para mantener a raya a las personas entrometidas.

Elizabeth le mencionó todo esto a su amiga, la señorita Lucas.

—Tal vez sea conveniente —respondió Charlotte— que la gente en general no se dé cuenta; pero a veces resulta desventajoso ser tan reservada. Si con esa misma habilidad una mujer oculta su afecto al hombre en cuestión, es posible que pierda la oportunidad de conquistarlo. De poco consuelo será el haber mantenido oculto ese sentimiento para todo el mundo. Hay mucho de gratitud y de vanidad en casi todos nuestros gustos, y por eso no conviene dejarlos que crezcan silvestres. Puede que comiencen de manera libre: es natural que así nazca una ligera preferencia, pero muy pocas personas tenemos la suficiente fuerza interior como para enamorarnos sin un poco de estímulo. En nueve casos de diez a una mujer le conviene mostrar más afecto del que siente en realidad. Sin duda que a Bingley le gusta tu hermana, pero puede que nunca pase de ahí, si ella no le ayuda.

—Pues ella sí le ayuda, pero en la medida en que se lo permite su propia naturaleza. Si yo me doy cuenta de que a ella le gusta Bingley, él tendría que ser muy tonto para no darse cuenta también.

—Claro, pero debes recordar, Eliza, que él no conoce a Jane tanto como la conoces tú.

—Yo creo que, si una mujer siente algo por un hombre, y no lo esconde, él debe notarlo.

—Puede ser, siempre y cuando la vea con suficiente frecuencia. El problema es que, aunque Bingley y Jane suelen verse, nunca pasan mucho tiempo juntos, y siempre están con muchas otras personas, con lo cual es imposible que puedan aprovechar todo ese tiempo para conversar. Por eso digo que Jane debería sacar provecho de cualquier media hora en la que pueda llamar su atención. Cuando lo tenga más seguro, ya tendrá oportunidad para enamorarse a sus anchas.

—Tu plan es bueno —respondió Elizabeth—, si lo único que se desea es quedar bien casada, y si yo estuviera decidida a conseguir un marido rico, o cualquier tipo de marido, me atrevo a decir que lo llevaría a cabo. Pero eso no es lo que siente Jane: ella no actúa de una manera tan deliberada. Por el momento, todavía no tiene muy claro si sus sentimientos por él son fuertes, ni sabe qué tan razonable sea eso. Lo conoce tan solo hace quince días; bailó con él dos tandas en Meryton; lo vio una mañana en Netherfield; ha cenado con él y otras personas en cuatro oportunidades. No es suficiente para que ella pueda hacerse una idea clara sobre su carácter.

—Tal vez no lo conozca en detalle. Si solo hubiera cenado con él, a lo mejor solo habría podido determinar cómo es su apetito. Pero debes recordar que ya han pasado cuatro veladas juntos... y cuatro veladas pueden servir de mucho.

—Sí, esas cuatro veladas les han servido para aclarar que, en materia de juegos de naipes, a los dos les gusta más el veintiuno que el comercio; pero no me parece que hayan podido ahondar en otras características importantes de su carácter.

—Bueno —dijo Charlotte—, yo le deseo a Jane lo mejor, con todo mi corazón, y creo que, si se casara mañana con él, tendría las mismas oportunidades de felicidad que si se pasara un año entero estudiando su carácter. La felicidad en el matrimonio es una pura cuestión de suerte. No creo que haya mayores oportunidades de felicidad si los miembros de la pareja tienen mucho tiempo para conocerse. Siempre van a surgir diferencias que causarán su cuota de irritación, y lo mejor es conocer lo menos posible los defectos de la persona con la que vas a pasar el resto de tu vida.

—Me haces reír con lo que dices, Charlotte, pero no tienes razón. Tú sabes que eso es absurdo, y que tú misma no actuarías de esa manera.

Ocupada en sus observaciones sobre cómo el señor Bingley prestaba atención a su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que ella misma se estaba convirtiendo en el objeto de interés de alguien. En un primer momento, el señor Darcy ni siquiera se había dignado a considerarla medianamente bonita: en el baile no le expresó ninguna admiración. Luego, cuando se volvieron a encontrar, solo se fijó en ella para criticarla. A pesar de esos desaires, no bien había afirmado que ningún rasgo de su rostro le parecía bello, cuando comenzó a notar que la hermosa expresión de sus ojos oscuros iba pareja con el brillo de su inteligencia. Este descubrimiento fue seguido por otros igualmente inquietantes. Aunque el joven había detectado con ojo crítico que había fallas en la simetría de sus formas, no podía menos que reconocer en ellas un conjunto agradable y encantador. Por otro lado, aunque había afirmado que sus modales no eran los más refinados, ahora los encontraba llenos de cautivante vivacidad. Ella no se daba cuenta de nada de esto: en su mente, él era nada más el hombre que se hacía detestar por doquier, y que no la había encontrado lo suficientemente bonita para sacarla a bailar.

La curiosidad del señor Darcy por conocerla aumentaba, y para tener manera de acercarse buscaba oír las conversaciones que Elizabeth sostenía con otras personas. Perceptiva como era, notó su estrategia. Ocurrió en el hogar de sir William Lucas, donde se hallaban reunidas bastantes personas.

—¿Qué pretendía el señor Darcy —le dijo a Charlotte— al acercarse a escuchar mi conversación con el coronel Forster?

—Esa es una pregunta que solo puede responder el señor Darcy.

—Si lo vuelve a hacer otra vez, le haré notar que ya me di cuenta. Es una persona hábil con la sátira, y si no comienzo yo misma a ser impertinente, voy a empezar a sentir miedo de él.

Poco después, el joven se les acercó. Aunque no parecía tener ninguna intención de hablar, la señorita Lucas retó a su amiga a mencionarle el tema consabido al señor Darcy. Elizabeth, que necesitaba poco para responder a un reto, se dirigió a él y le dijo:

—¿No le parece, señor Darcy, que hace un rato me expresé divinamente, cuando presioné en broma al coronel Forster a organizar un baile en Meryton?

—Lo hizo con gran energía, pero ese tema siempre provoca emociones fuertes en las damas.

—Es injusto con nosotras.

—Vamos a ver quién es la presionada ahora —dijo la señorita Lucas—. Voy a abrir el piano, Eliza, y tú ya sabes qué viene después.

—¡Eres una amiga bastante peculiar! Siempre quieres ponerme a tocar y a cantar delante de todo el mundo. Si mi vanidad fuera de tipo musical, me habrías resultado de gran utilidad, pero la verdad es que no me gustaría sentarme a tocar delante de quienes están acostumbrados a escuchar a los mejores intérpretes.

La señorita Lucas siguió insistiendo, ante lo cual Elizabeth añadió:

—Bueno, si no tengo más remedio, lo haré —y echando una mirada al señor Darcy, remató—: bien dicen por ahí que en boca cerrada no entran moscas, pero yo abriré la mía para cantar.

La presentación de la segunda de los Bennet estuvo agradable, pero no sobresaliente. Al cabo de una canción o dos, y antes de que pudiera responder a las invitaciones de los presentes a que siguiera cantando, la reemplazó con entusiasmo su hermana Mary en el piano. Esta, que era de todas la menos agraciada físicamente, se había dedicado a cultivarse intelectualmente y siempre estaba presta a mostrar sus habilidades.

Mary no se caracterizaba por tener una inteligencia ni un gusto destacados. Aunque la vanidad la había llevado a aplicarse en sus empeños, de manera similar le había dado un aire pedante y un modo de actuar engreído, que habría sido nocivo para un grado de excelencia superior al suyo. Elizabeth, dotada de una personalidad desenvuelta y sencilla, había captado más la atención del público, aunque no tocaba el instrumento ni la mitad de bien. Al final de un largo concierto, Mary se ganó unos aplausos gracias a unas tonadas escocesas e irlandesas, a petición de sus hermanas menores, quienes, junto con algunos miembros de la familia Lucas y dos o tres oficiales, empezaron a bailar alegremente en un extremo del salón.

El señor Darcy se mantenía de pie, en silencio y con cara de indignación, ante esa manera de pasar la velada, en lugar de dedicar el tiempo a la conversación, y estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para notar la presencia de su vecino, sir William, hasta que este comenzó a decirle:

—¡Qué diversión encantadora para la juventud es el baile, señor Darcy! Al fin de cuentas, no hay nada como bailar. Considero que es uno de los grandes refinamientos de una sociedad avanzada.

—Sin duda. Y tiene la ventaja de contar también con muchos adeptos en las sociedades menos avanzadas del mundo. Todos los salvajes saben bailar.

Sir William se limitó a sonreír y, tras una pausa, continuó, al ver que el señor Bingley se unía al grupo de danzantes:

—Su amigo se desempeña magníficamente bien. Y con seguridad será usted también un experto en esa ciencia, señor Darcy.

—Usted me vio bailar en Meryton, tal vez, sir Lucas.

—Sí, y me pareció que lo hacía bien. ¿Baila usted mucho en el palacio de Saint James?

—Jamás, sir.

—¿No le parece que así honraría ese lugar?

—Es un honor que no le hago a ningún lugar, siempre que pueda evitarlo.

—¿Puedo concluir, entonces, que usted tiene casa en la capital?

El señor Darcy hizo una venia.

—En alguna ocasión consideré la posibilidad de residenciarme en la ciudad, pues me atrae mucho la alta sociedad, pero no me pareció que el aire de Londres pudiera convenirle a lady Lucas.

Hizo una pausa esperando una respuesta, pero su interlocutor no estaba dispuesto a continuar la charla. En ese momento, Elizabeth se acercaba a ellos y él consideró apropiado llevar a cabo un acto galante, diciéndole:

—Mi estimada señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, le ruego me permita presentarle a esta joven damisela, una pareja de baile maravillosa. No puede negarse a bailar, teniendo ante sus ojos una belleza como esta.

Sin esperar, tomó la mano de la joven para ponerla en la del señor Darcy, quien, aunque estaba bastante sorprendido, tenía la intención de aceptarla. Ella, sin embargo, retiró la suya de inmediato y le dijo a sir William, con cierto enfado:

—No tengo ninguna intención de bailar, sir William. Por favor, no piense que vine en esta dirección buscando una pareja de baile.

El señor Darcy, con solemne cortesía, insistió en pedirle a la señorita que le concediera el honor de bailar, pero fue en vano. Elizabeth estaba decidida, y sir William tampoco logró hacerla cambiar de parecer, al decirle:

—Usted se destaca en el baile, señorita Eliza, y sería cruel negarme la felicidad de verla danzar; y aunque este caballero no gusta de esa diversión, estoy seguro de que no tendrá objeción en dedicarle varios minutos.

—El señor Darcy es sin duda muy cortés —dijo Elizabeth, sonriendo.

—Claro que lo es, pero a la luz de esta motivación, es seguro que también lo disfrutará, ¿y quién no lo haría con semejante pareja de baile?

Elizabeth los miró con aire malicioso, dio media vuelta y se retiró. Su resistencia no había producido ningún efecto negativo sobre el caballero, y este se hallaba pensando en ella con cierta complacencia cuando se le acercó la señorita Bingley:

—Podría adivinar en qué está pensando...

—Lo dudo.

—Está discurriendo sobre lo insoportable que sería pasar muchas veladas de esta manera, con estas personas. Para ser sincera, comparto su opinión. ¡Nunca me había aburrido tanto! ¡Ah, la insipidez, sumada a la estridencia, la vacuidad y el engreimiento de esta gente! ¡Qué no daría por escuchar sus críticas al respecto!

—Le aseguro que sus conjeturas son totalmente equivocadas. Más bien pensaba en algo agradable. Estaba cavilando sobre el enorme placer que pueden conceder los ojos finos del rostro de una mujer hermosa.

La señorita Bingley se quedó mirándolo fijamente y le preguntó cuál de esas damas se llevaba la distinción de inspirar tales reflexiones.

—La señorita Elizabeth Bennet.

—La señorita Elizabeth Bennet —repitió la señorita Bingley—. ¡Vaya sorpresa! ¿Y hace cuánto es su favorita? ¿Para cuándo debo desearle mis felicidades?

—Supuse que usted haría exactamente esa pregunta. La imaginación de las mujeres es muy rápida: salta de la admiración al amor y del amor al matrimonio en un instante. Yo sabía que usted me desearía felicidad.

—Si lo dice en serio, lo consideraré como asunto cerrado. Tendrá usted una suegra absolutamente encantadora, quien desde luego pasará gran parte del tiempo en Pemberley con ustedes.

Él la escuchaba con perfecta indiferencia, mientras que ella se divertía expresando sus ocurrencias, que no le hacían perder a él la compostura y a ella le daban para pensar que no había peligro en decirlas.

Capítulo

7

El patrimonio del señor Bennet estaba compuesto principalmente por una propiedad con una renta avaluada en dos mil libras anuales. Para desgracia de sus hijas, dada la ausencia de un heredero masculino, la limitación de la sucesión indicaba que la herencia pasaría a un pariente lejano. La fortuna de la madre, aun siendo cómoda para sus circunstancias, no tenía manera de suplir las inconveniencias de esta situación. Su padre había ejercido la profesión de abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.

La señora Bennet tenía una hermana, casada con el señor Phillips, quien había sido empleado del padre y lo había sucedido en el negocio. También tenía un hermano residenciado en Londres, donde trabajaba en una respetable línea de actividad comercial.

El pueblo de Longbourn estaba ubicado tan solo a una milla de Meryton. Era una distancia conveniente para las jovencitas, que solían ir tres o cuatro veces por semana a hacerle una visita formal a su tía, y aprovechaban para pasar por una tienda de sombreros para mujeres. Las dos menores de la familia, Catherine y Lydia, hacían estas visitas con mayor frecuencia, pues tenían menos en qué ocupar la mente que sus hermanas, y ante la falta de mejores planes, una caminata hacia Meryton les servía para entretenerse en la mañana y les daba tema de conversación en las tardes. Si bien eran pocas las noticias que surgían por aquellos lugares, las chicas siempre se las ingeniaban para que su tía les contara alguna novedad. En esos momentos, no solo se enteraron de noticias, sino que también derivaron gran felicidad de ellas, pues hacía poco había llegado un regimiento militar a la zona. El cuartel general se instalaría en Meryton y allí permanecería todo el invierno.

Sus visitas a la señora Phillips eran ahora fuente de los más interesantes datos informativos. Cada día se añadía algo a sus conocimientos sobre los nombres y las relaciones de los oficiales. En poco tiempo, dejó de ser un secreto el lugar donde se alojaban e, incluso, comenzaron a conocer a los oficiales en persona. El señor Phillips los visitaba a todos, con lo cual se abría para sus sobrinas un caudal de felicidad nunca imaginada. No podían hablar más que de los oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, cuya sola mención le producía a la madre de las chicas una gran emoción, parecía de poco valor a los ojos de las jovencitas frente a los uniformes de los alféreces.

Cierta mañana, después de haber escuchado sus manifestaciones sobre el asunto, el señor Bennet declaró en tono glacial:

—Por la manera como las oigo hablar, concluyo que ustedes son las chicas más tontas de toda la región. Ya lo sospechaba desde antes, pero ahora no me cabe duda.

Catherine, desconcertada, no musitó palabra, pero Lydia continuó expresándose, con total indiferencia, sobre la admiración que le producía el capitán Carter. Tenía la esperanza de verlo durante el transcurso del día, pues a la mañana siguiente se marcharía para Londres.

—Me sorprende muchísimo, querido mío —dijo la señora Bennet— el hecho de que usted admita con escasas reticencias que sus hijas son tontas. Si yo quisiera denigrar a las hijas de alguien, desde luego que no lo haría con las mías propias.

—Si mis hijas son tontas, espero poder estar en la capacidad para reconocerlo.

—Sí, pero ocurre que todas ellas son muy inteligentes.

—Este es el único punto, me temo, sobre el cual no estamos de acuerdo. Esperaba que nuestros sentimientos pudiesen coincidir en todos los temas, pero mi opinión y la suya están separadas por una enorme distancia, pues yo considero que nuestras dos hijas menores son extraordinariamente tontas.

—Querido mío, no podíamos aspirar a que las chicas heredaran el sentido común del padre y de la madre. Cuando tengan nuestra edad, de seguro ya no pensarán en los oficiales, así como tampoco lo hacemos nosotros. Recuerdo perfectamente la época en que me atraía un oficial con su uniforme rojo, y todavía mi corazón siente esa misma atracción. Y si un coronel joven y bello, con una fortuna de cinco o seis mil libras anuales, quisiera a una de mis hijas, por ningún motivo lo rechazaría. Además, me pareció que, la otra noche, en casa de sir William, el coronel Forster se veía muy bien con su uniforme.

—Mamá —exclamó Lydia—, según dice mi tía, el coronel Forster y el capitán Carter ya no frecuentan tanto a la señorita Watson como lo hacían cuando estaban recién llegados. Ahora se los ve más en la biblioteca de Clarke.

La señora Bennet no pudo responder a su hija, pues en ese preciso instante llegó un valet trayendo una carta para la señorita Bennet. Provenía de Netherfield, y el empleado debía esperar para llevar una respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaban de alegría, y no paraba de insistir, mientras la mayor de sus hijas leía:

—Bueno, Jane, ¿qué dice? ¿De qué se trata? ¿Qué pasa, Jane? Por favor, dime, tesoro.

—Es de la señorita Bingley —dijo Jane—. Puedo leerla en voz alta.

“Querida amiga:

Si no tiene compasión de nosotras y no viene a almorzar hoy, conmigo y con Louisa, correremos el riesgo de odiarnos la una a la otra por el resto de nuestra vida, pues si dos mujeres pasan un día entero viéndose las caras lo más probable es que terminen en una disputa. Venga lo más pronto posible, en cuanto reciba esta carta. Mi hermano y los otros señores estarán almorzando con los oficiales.

Muy cordialmente,

Caroline Bingley”.

—¿Con los oficiales? Me sorprende que mi tía no nos haya dicho nada.

—Van a almorzar fuera... ¡Qué mala suerte! —dijo la señora Bennet.

—¿Puedo irme en el carruaje? —preguntó Jane.

—No, tesoro. Mejor te vas a caballo, porque me parece que va a llover, y, si así fuera, tendrías que quedarte toda la noche.

—Ese sería un buen plan —dijo Elizabeth—, siempre y cuando ellos no se ofrezcan a traerla de nuevo a casa.

—Pero los caballeros necesitan el cabriolé del señor Bingley para ir a Meryton, y los Hurst no tienen caballos propios.

—Yo preferiría ir en el coche.

—Mira, hija, tu padre no puede quedarse sin los caballos. Se necesitan en la hacienda. ¿No es verdad, señor Bennet?

—En la hacienda se los necesita con más frecuencia de la que yo puedo usarlos.

—Pero si los usas hoy —dijo Elizabeth—, se cumplirá el objetivo de mi madre.

La señora Bennet logró al fin sacar de su esposo la confirmación de que los caballos se necesitaban. Jane se vio obligada, pues, a irse montando a caballo; su madre la acompañó desde la puerta, con alegres pronósticos de un clima lluvioso. Sus esperanzas se hicieron realidad, pues no bien había partido Jane comenzó a caer una fuerte lluvia. Sus hermanas quedaron preocupadas, pero la madre no cabía de la dicha. Como no dejaba de llover en toda la tarde, Jane tendría que quedarse en Netherfield.

—Fue una idea maravillosa la que se me ocurrió —dijo la señora Bennet en más de una ocasión, como si el hecho de que estuviera cayendo aquella lluvia se debiera a su voluntad. Sin embargo, fue solo hasta la mañana siguiente cuando se dio cuenta de la maravilla de resultados que se habían producido tras sus maquinaciones.

Estaban terminando el desayuno cuando llegó un empleado de Netherfield trayendo una nota dirigida a Elizabeth:

“Mi queridísima Lizzy:

Me hallo muy mal esta mañana, lo cual se debe, supongo, a que ayer me mojé con la lluvia. Mis amables amigas no quieren oírme hablar de regresar a casa sino hasta que me haya restablecido. También insisten en que me vea el señor Jones. Por tanto, no se alarmen si se enteran de que vino a examinarme. Salvo por un dolor de garganta y de cabeza, no me pasa nada.

Con afecto, etc.”.

—Bueno, querida mía —dijo el señor Bennet cuando Elizabeth terminó de leer la carta en voz alta—, si a su hija le da una enfermedad grave, si muere, por ejemplo, sería un alivio saber que fue todo con el propósito de perseguir el señor Bingley, y por órdenes suyas.

—Bah, no es nada tan grave como para morirse. Es una simple gripe. La van a cuidar bien. Mientras permanezca allá, todo estará bien. Iría a verla si pudiera usar el carruaje.

Elizabeth, con gran ansiedad, estaba decidida a ir a visitarla, aunque no podía disponer del carruaje. Como no era buena para montar a caballo, su única alternativa era ir caminando. Y así se lo hizo saber a todos.

—¿Cómo se te ocurre tamaña tontería? —exclamó su madre—. ¡Todo va a estar lleno de barro! No vas a estar en condiciones para que te vea nadie cuando llegues allá.

—Voy a estar en perfectas condiciones para ver yo a Jane, que es lo que me interesa.

—¿Debo leer entre líneas que me estás pidiendo mandar a traer los caballos, Lizzy? —preguntó el señor Bennet.

—De ninguna manera. No quiero evitar la caminata. La distancia es mínima cuando se tiene un motivo. Son solo tres millas. Estaré de vuelta para comer al mediodía.

—Admiro el ímpetu de tu benevolencia —observó Mary—, pero todo sentimiento impulsivo debe ser guiado por la razón y, en mi opinión, las acciones siempre deben ser proporcionales a los objetivos que se plantean.

—Nosotras te acompañáremos hasta Meryton —dijeron Ca­the­-rine y Lydia.

Elizabeth aceptó su compañía y las tres muchachas se fueron juntas.

—Si nos damos prisa —dijo Lydia, mientras caminaban—, tal vez alcancemos a ver al capitán Carter antes de que se vaya.

En Meryton se separaron: las dos chicas más jóvenes se dirigieron al lugar de habitación de la esposa de uno de los oficiales, mientras que Elizabeth continuó su camino sola, atravesando los campos con un paso resuelto, cruzando cercas y saltando charcos con impaciente actividad, hasta que por fin tuvo frente a su vista la casa. Tenía los tobillos temblorosos, las medias sucias y la cara congestionada con el calor del ejercicio.