Orgullo y prejuicio - Jane Austen - E-Book

Orgullo y prejuicio E-Book

Jane Austen.

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Beschreibung

UN CLÁSICO INCONTESTABLE DE LA LITERATURA INGLESA. A pesar de marcar un antes y un después en la literatura inglesa, Jane Austen jamás pudo ver su nombre impreso en la cubierta de sus obras. El impacto de esta paradoja se acentúa al leer las páginas de Orgullo y prejuicio, quizá su cumbre narrativa, gracias a su insólita modernidad, el refinado retrato de una época opresiva para las mujeres y, sobre todo, unos personajes de una riqueza que aún hoy sigue siendo admirable. Publicada originalmente en 1813, la novela es un cuadro de costumbres en el que las obsesiones sentimentales y sociales de la Inglaterra decimonónica se muestran con ironía y una perfeccción insuperable.  «La artista más perfecta entre las mujeres, la escritora cuyos libros son inmortales». VIRGINIA WOOLF

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Seitenzahl: 448

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

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Titulo original inglés: Pride and prejudice.

Autora: Jane Austen.

Traducción: José Jordán de Urriés. Ha sido revisada y actualizada para esta edición.

Diseño de la cubierta: Lookatcia.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBEO012

ISBN: 979-13-7031-004-2

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

1

Es una verdad universalmente admitida que un soltero poseedor de una buena fortuna necesita una esposa.

Aunque los sentimientos y opiniones de un hombre así sean poco conocidos a su llegada a un sitio cualquiera, dicha creencia está tan arraigada en las familias de su entorno que se le considera propiedad indiscutible de una u otra de sus hijas.

—Querido señor Bennet —le dijo un día su esposa a este caballero—, ¿te has enterado de que al fin se ha alquilado Netherfield Park?

El señor Bennet contestó que no lo sabía.

—Pues sí, está alquilada —repitió ella—; la señora de Long acaba de visitarme y me lo ha contado todo.

El señor Bennet no respondió.

—¿No deseas saber quién ha sido? —exclamó su mujer con impaciencia.

—Tú quieres contármelo y yo no me opondré a escucharlo.

Aquella respuesta fue suficiente para darle pie.

—Has de saber, querido, que la señora de Long dice que el inquilino es un joven adinerado del norte de Inglaterra. Llegó el lunes en una silla de postas con cuatro caballos para ver la propiedad, y quedó tan encantado que inmediatamente se puso de acuerdo con el señor Morris. Por lo visto se instalará antes de san Miguel y algunos de sus criados llegarán a finales de la semana próxima.

—¿Cómo se llama?

—Bingley.

—¿Está casado o soltero?

—¡Soltero, querido! Y con una gran fortuna; cuatro o cinco mil libras anuales. ¡Qué afortunadas, nuestras hijas!

—¿Cómo así? ¿Qué tiene que ver eso con nuestras hijas?

—Mi querido señor Bennet —replicó su mujer—, ¿cómo puedes ser tan exasperante? Deberías saber que mi intención es que se case con una de ellas.

—¿Es eso lo que se propone al establecerse aquí?

—¡Proponerse! ¡Qué estupidez! ¿Cómo puedes decir algo así? Pero es muy probable que se enamore de una de ellas, por eso debes visitarle en cuanto llegue.

—No veo ningún motivo para hacerlo. Podéis ir las niñas y tú, o puedes enviarlas solas, lo que tal vez sea mejor. Tú eres tan hermosa como cualquiera de ellas y quizá el señor Bingley te prefiera a ti.

—Me halagas, querido. Es cierto que en mis tiempos fui bella, pero no pretendo ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene cinco hijas adultas no puede pensar en su propia belleza.

—Por lo general, a una mujer en esa situación no le queda mucha belleza en la que pensar.

—En cualquier caso, querido, has de visitar al señor Bingley en cuanto llegue al vecindario.

—No te prometo nada.

—Piensa en tus hijas, el buen partido que sería para cualquiera de ellas. Sir William y lady Lucas han decidido ir solo para eso. Ya sabes que, en general, ellos no visitan a los recién llegados. Has de ir tú. Nosotras no podremos hacerlo si tú no lo haces.

—Eres demasiado escrupulosa. Seguro que el señor Bingley se alegrará mucho de veros, y le escribiré unas líneas dándole mi consentimiento para que se case con cualquiera de las chicas; aunque añadiré unas palabras en favor de la pequeña Lizzy.

—No harás semejante cosa. Lizzy no es mejor que las otras, no es ni la mitad de guapa que Jane ni tan amable como Lydia. Pero ya sé que es tu preferida.

—Ninguna de ellas es muy recomendable —replicó el señor Bennet—. Todas son tan necias e ignorantes como otras jóvenes; pero Lizzy tiene algo más de perspicacia que sus hermanas.

—¡Señor Bennet!, ¿cómo te atreves a insultar así a nuestras hijas? Te encanta molestarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.

—Te equivocas, querida. Les tengo un gran respeto. Son como viejos amigos. Hace al menos veinte años que te oigo hablar de ellos con gran respeto.

—¡Ah! ¡No sabes cuánto sufro!

—Espero que te repongas y vivas para ver a muchos jóvenes con una renta de cuatro mil libras anuales instalarse en los alrededores.

—Aunque fuesen veinte; no servirán de nada si no los visitas.

—Ten por seguro, querida mía, que si vienen veinte solteros, los visitaré a todos.

El señor Bennet era una mezcla tan rara entre sagacidad, humor sarcástico, reserva y capricho que la experiencia de veintitrés años no había sido suficiente para que su esposa conociera su carácter. A ella era mucho más fácil entenderla. Era una mujer de mediana inteligencia, poca erudición y humor inconstante. Cuando estaba desconforme con algo, se imaginaba enferma de los nervios. Su objetivo en la vida era casar a sus hijas, y su distracción, las visitas y el cotilleo.

2

El señor Bennet fue de los primeros en visitar al señor Bingley. Siempre tuvo intención de hacerlo, aunque asegurase a su esposa lo contrario; y la señora Bennet no tuvo conocimiento de aquella visita hasta la tarde siguiente. Ocurrió de la siguiente manera: cuando vio a su segunda hija ocupada adornando su sombrero, el señor Bennet le dijo de pronto:

—Espero que le guste al señor Bingley, Lizzy.

—No podemos conocer los gustos del señor Bingley —objetó la madre con resentimiento—, puesto que no le hemos visitado.

—Olvidas, mamá, que nos encontraremos con él en las reuniones públicas —dijo Elizabeth— y que la señora de Long ha prometido presentárnoslo.

—No creo que la señora de Long haga tal cosa. Tiene dos sobrinas y es egoísta e hipócrita. No tengo muy buena opinión de ella.

—Tampoco yo la tengo —añadió el señor Bennet—, y me alegra saber que no dependes de sus servicios.

La señora de Bennet no respondió; pero, incapaz de contenerse, empezó a regañar a una de sus hijas.

—¡No sigas tosiendo así, Kitty, por Dios! Ten compasión de mis nervios. Consigues destrozármelos.

—Kitty no es muy discreta —dijo el padre—, le falta sentido de la oportunidad.

—No toso para divertirme —se quejó Kitty—. ¿Cuándo será tu próximo baile, Lizzy?

—De mañana en quince días.

—Así es —exclamó su madre—, y la señora de Long no regresará hasta el día de antes; de modo que le será imposible presentarnos al señor Bingley, porque todavía no le conocerá.

—En ese caso, querida mía, puedes adelantarte a tu amiga y ser tú quien se lo presente.

—Imposible, señor Bennet, imposible, sabes que yo tampoco le conozco. ¿Cómo puedes atormentarme así?

—Celebro tu circunspección. Quince días es muy poco tiempo. No se puede saber cómo es alguien en tan solo dos semanas, pero si no nos aventuramos, otros lo harán. Después de todo, la señora de Long y sus sobrinas también querrán probar suerte. Es por eso que, puesto que ella lo interpretará como un detalle de delicadeza, si declinas hacerlo tú, seré yo quien lo haga.

Las chicas clavaron los ojos en su padre. La señora Bennet se limitó a decir:

—¡Qué tontería!

—¿Qué significa esa enfática exclamación? —dijo él—. ¿Consideras una tontería este tipo de presentaciones, con la importancia que tienen? No puedo estar de acuerdo contigo. ¿Qué dices, Mary? Tú, que eres una joven reflexiva, y creo que lees libros y extraes fragmentos de ellos.

Mary quiso responder algo importante, pero no se le ocurrió nada.

—Mientras Mary ordena sus ideas —continuó él—, volvamos al señor Bingley.

—Estoy harta del señor Bingley —exclamó la esposa.

—Siento oír eso. ¿Por qué no me lo dijiste antes? Si lo hubiera sabido esta mañana, no habría ido a visitarle. Es una verdadera pena, pero como ya le he visitado, va a ser difícil evitar conocerle.

El asombro de las damas fue como él esperaba. La señora de Bennet se sorprendió más que el resto; pero tras el primer rapto de asombro, declaró que lo supo desde siempre.

—¡Qué bueno eres, querido señor Bennet! Ya sabía yo que al fin te convencería. Estaba segura de que quieres demasiado a tus hijas como para perder una oportunidad como esa. ¡Cuánto me alegro! Qué bromista. Ir esta mañana y no decir ni una palabra hasta ahora.

—Kitty, ya puedes toser a tu antojo —dijo el señor Bennet; y se marchó de la habitación, agotado por el entusiasmo de su esposa.

—¡Qué padre tan generoso tenéis, hijas mías! —exclamó ella cuando se cerró la puerta—. No sé cómo podréis compensarle, ni yo tampoco. A estas alturas, ya no es agradable entablar nuevas relaciones, os lo aseguro. Pero por vosotras haríamos lo que fuese. Lydia, cariño, aunque eres la más joven, me atrevo a asegurar que el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.

—¡Oh, estoy tranquila! —repuso Lydia resuelta—, porque, aunque soy la más joven, soy la más alta.

El resto de la velada la pasó haciendo conjeturas sobre cuánto tardaría el señor Bingley en devolverle su visita al señor Bennet y determinando qué día le invitarían a comer.

3

Pese al interrogatorio, en el que la ayudaron sus hijas, la señora Bennet no obtuvo de su marido una descripción satisfactoria del señor Bingley. Le atacaron de varias maneras: con preguntas descaradas, suposiciones ingeniosas, sospechas remotas. Pero no consiguieron persuadirle. Por ello se vieron obligadas a aceptar la información de segunda mano facilitada por su vecina, lady Lucas. La información era bastante halagüeña. A lord William le había parecido encantador. Era joven, atractivo y extremadamente simpático. Además, tenía intención de asistir a la próxima reunión con un grupo de amigos. No se podía pedir nada más. La afición al baile era el primer escalón hacia el enamoramiento, por eso se abrigaron esperanzas en lo referente al corazón de Bingley.

—Si pudiera ver a una de mis hijas felizmente establecida en Netherfield —le dijo la señora de Bennet a su esposo—, y a las demás igual de bien casadas, no me quedaría nada más que desear en el mundo.

Unos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al señor Bennet y estuvo charlando con él en su biblioteca diez minutos. Esperaba poder ver a sus hijas, de cuya belleza ya había oído hablar, pero solo se reunió con el padre. Las chicas fueron más afortunadas, porque tuvieron la suerte de comprobar desde el piso superior que el joven vestía un traje azul y montaba un caballo negro.

Poco después le enviaron una invitación para que fuese a cenar. Pero cuando la señora Bennet planeaba ya los platos que acreditasen sus dotes como ama de casa ante tan distinguido invitado, recibieron una respuesta que lo aplazó todo. El señor Bingley se veía obligado a marchar a la capital al día siguiente, por lo que debía rechazar la invitación.

La señora de Bennet quedó desconcertada. No podía imaginar qué asuntos podrían ocuparle en la capital, si acababa de llegar a Hertford. Temió que tuviera que viajar a menudo y no llegase a establecerse en Netherfield como debiera. Lady Lucas calmó sus temores suponiendo que había viajado a Londres para volver con un numeroso grupo de amigos que asistirían al baile. Enseguida se corrió la noticia de que Bingley traería consigo a doce damas y siete caballeros. Las chicas se alarmaron ante tal número de competidoras, pero pronto se calmaron cuando, el día anterior al baile, oyeron que tan solo eran seis las personas que le acompañarían: sus cinco hermanas y una prima. Y cuando el grupo entró en el salón de baile, el grupo se había reducido a cuatro: el señor Bingley, sus dos hermanas, su cuñado y otro joven.

El señor Bingley era atractivo y caballeroso, de físico agradable y modales discretos, nada afectados. Sus hermanas eran mujeres distinguidas y vestían muy a la moda. Su cuñado, el señor Hurst, era un caballero que no llamaba la atención, pero su amigo, el señor Darcy, enseguida atrajo la atención de la sala por su distinción, su atractivo y su aire noble. Cinco minutos después ya circulaba el rumor de que poseía diez mil libras anuales de renta. Los caballeros afirmaban que era un hombre muy distinguido, y las damas declararon que era mucho más apuesto que Bingley. Todos le contemplaban con gran admiración hasta que, en mitad de la velada, sus modales provocaron tal decepción que su popularidad se disipó de inmediato. Se descubrió que era orgulloso y se consideraba superior a los demás. Ni siquiera el hecho de que poseyera una gran propiedad en el condado de Derbyshire le libró de la reprobación y las críticas. En comparación con su amigo, salió perdiendo.

El señor Bingley enseguida entabló conversación con las principales personas del salón. Era de carácter vivaz y abierto. Bailó todas las piezas y sintió mucho que la fiesta acabase tan temprano. Incluso habló de ofrecer él mismo uno en Netherfield. Sus cualidades hablaban por sí solas. ¡Qué contraste entre él y su amigo! El señor Darcy solo bailó una vez con la señora Hurst y otra con la señorita Bingley. Declinó el resto de invitaciones y pasó la velada paseándose por la sala y hablando en alguna ocasión con alguien del grupo al que conocía. No había duda de su carácter: era el hombre más orgulloso y desagradable del mundo, y todos desearon no volver a verle por allí. Entre sus más fervientes adversarios se contaba la señora de Bennet, cuya animadversión se vio aumentada al saber que había despreciado a una de sus hijas.

Debido a la escasez de caballeros, Elisabeth Bennet se vio obligada a permanecer sentada durante dos piezas. En ese tiempo, el señor Darcy permaneció lo bastante cerca de ella como para que pudiera escuchar la conversación entre él y Bingley, en un momento que dejó de bailar para invitarle a participar en la fiesta.

—Ven, Darcy —le dijo—, tienes que bailar. No me gusta verte con esa expresión tan estúpida. Es mucho mejor que bailes.

—¡No pienso hacerlo! Ya sabes que lo detesto, a no ser que conozca a mi pareja. No me apetece en una reunión como esta. Tus hermanas están ocupadas y no hay ninguna otra mujer en el salón con la cual no fuese un castigo bailar.

—Yo no soy tan aburrido como tú —exclamó Bingley—. Nunca en mi vida he visto mujeres tan bellas como las que hay aquí esta noche, y mira que algunas son realmente bonitas.

—Tú estás bailando con la única muchacha hermosa del baile —repuso Darcy, mirando a la mayor de las Bennet.

—¡Oh!, es la criatura más bella que he visto jamás. Pero justamente detrás de ti está sentada una de sus hermanas. Es muy bonita, y me atrevería a añadir que muy simpática. Déjame que le diga a mi pareja que os presente.

—¿A quién te refieres? —preguntó girándose hacia Elisabeth. Se topó con su mirada y este la apartó de inmediato. Entonces dijo fríamente—: No está mal, pero no es lo suficientemente atractiva. No me apetece prestar atención a una muchacha desairada por otros hombres. Lo mejor será que vuelvas con tu acompañante a disfrutar de sus miradas; conmigo estás perdiendo el tiempo.

El señor Bingley siguió el consejo. El señor Darcy se marchó y Elisabeth se quedó allí, sintiendo una gran aversión hacia él. Sin embargo, les contó la historia a sus amigas con mucho sentido del humor, ya que poseía mucha gracia y se deleitaba incluso en las cosas más ridículas.

En conjunto, la velada transcurrió de manera agradable para toda la familia. La señora de Bennet fue testigo de la admiración que su primogénita había causado entre la gente de Netherfield. El señor Bingley bailó dos veces con ella, y las hermanas de él la colmaron de halagos. Jane estaba tan entusiasmada como su madre, aunque mucho más tranquila. Elisabeth notó la satisfacción de Jane. Mery incluso escuchó cómo la señorita Bingley se refería a ella como la muchacha más educada del vecindario. Catherine y Lydia fueron afortunadas y tuvieron pareja todo el tiempo, que era lo que habían aprendido a ambicionar en los bailes.

Regresaron contentas a Longbourn, el lugar en el que vivían, donde su familia era la más importante. Encontraron al señor Bennet aún levantado, leyendo un libro con el que había perdido la noción del tiempo. En esta ocasión sintió bastante curiosidad por saber cómo había transcurrido la velada que había despertado tantas expectativas. Hubiera preferido que las expectativas de su esposa no se hubieran cumplido, pero pronto fue consciente de que oiría una historia muy distinta.

—¡Oh, querido señor Bennet! —dijo al entrar en el salón—. Ha sido una velada encantadora, un baile magnífico. Ojalá hubieras estado allí. Todo el mundo ha admirado a Jane y han comentado su belleza. El señor Bingley la encontró muy hermosa, y la sacó a bailar dos veces. Y fue la única de toda la velada a la que le pidió un segundo baile. Primero se lo pidió a la señorita Lucas. Me molestó verle a su lado, pero ella no le gustó, como es lógico. En cambio, parecía muy impresionado cuando vio bailar a Jane. Se interesó por saber quién era y les presentaron. Luego bailó con ella la siguiente pieza. En tercer lugar, bailó con la señorita King, en cuarto con Mary Lucas y en quinto con nuestra Jane. Después con Lizzy y la Boulanger.

—Pues si sintiera un poco de compasión por mí, no habría bailado ni la mitad —exclamó el marido con impaciencia—. ¡Por el amor de Dios, no me sigas hablando de sus parejas! Ojalá se hubiera torcido un tobillo en el primer baile.

—¡Oh, querido mío —continuó la señora de Bennet—, estoy encantada con él! Es sumamente guapo, y sus hermanas, encantadoras. No he visto en mi vida vestidos más elegantes que los suyos. Creo que el encaje del de la señora Hurst...

En este punto se vio interrumpida de nuevo. El señor Bennet se negaba a escuchar más descripciones de vestidos femeninos. Su esposa se vio obligada a cambiar de tema y le relató con amargura y algo de exageración la escandalosa descortesía del señor Darcy.

—Pero te aseguro —añadió— que Lizzy no pierde nada con no ser de su gusto. Es el hombre más desagradable y feo que he conocido. Tan altanero y presumido que nadie le podía aguantar. Se paseaba de un lado a otro creyéndose más importante que nadie. Ninguna joven era lo bastante guapa como para bailar con él. Me hubiese gustado que estuvieras allí, querido, para darle una de tus lecciones. Detesto a ese hombre.

4

Cuando Jane y Elisabeth se quedaron solas, la primera, que hasta entonces había sido prudente a la hora de alabar a Bingley, le expresó a su hermana lo mucho que le admiraba.

—Es exactamente como debe ser un joven —le dijo—: natural, animado, con buen humor... Nunca había visto modales tan finos, tanta soltura y una educación tan exquisita.

—Y además es guapo —añadió Elisabeth—, algo que también debe tener un joven, si es posible. Así que es perfecto.

—Me sentí halagada cuando me sacó a bailar por segunda vez. No esperaba semejante cumplido.

—Pues yo sí lo esperaba. Esa es la gran diferencia entre nosotras: a ti los cumplidos siempre te sorprenden; en cambio, a mí no. ¿Qué puede tener de raro que te sacara a bailar otra vez? No podía evitar ver que eras cinco veces más guapa que todas las del salón. No le agradezcas la galantería. Claro que es agradable, y te doy permiso para que te guste. Ya te han gustado antes otros mucho más tontos.

—¡Lizzy, querida!

—¡Oh! Sabes perfectamente que tienes tendencia a que te guste todo el mundo; nunca ves defectos en nadie. Para ti todos son buenos y encantadores. No te he oído hablar mal de una sola persona en toda mi vida.

—No quisiera criticar a nadie; pero créeme, siempre digo lo que pienso.

—Ya lo sé, y eso es lo admirable: tener tan buen juicio y, al mismo tiempo, ser tan humildemente ciega ante las locuras y disparates de los demás. Fingir inocencia es muy común; está por todas partes. Pero ser genuinamente cándida, sin alardes ni intenciones ocultas, fijarte en lo bueno de cada persona, incluso exagerarlo y no decir nada de lo malo... eso es algo que solo haces tú. ¿Y además también te caen bien las hermanas de ese chico? Sus modales no son como los de él.

—La verdad es que no, al principio. Pero son muy atentas cuando hablas con ellas. La soltera, la señorita Bingley, va a vivir con su hermano y hacerse cargo de la casa. Me sorprendería mucho que no tengamos en ella una vecina encantadora.

Elizabeth escuchaba en silencio, pero no parecía muy convencida. El comportamiento de aquellas mujeres en el baile no había sido del agrado de todos. Y como era más perspicaz y menos flexible que su hermana, además de poseer un juicio poco influido por la vanidad, no estaba dispuesta a dar su aprobación. Eran, sin duda, mujeres distinguidas, tenían buen humor cuando se las complacía y sabían ser agradables cuando se lo proponían, pero parecían orgullosas y presumidas. Eran, en efecto, hermosas. Se habían educado en uno de los mejores internados de Londres. Su fortuna ascendía a veinte mil libras; estaban acostumbradas a gastar más de la cuenta y a frecuentar a personas de alto rango, por lo que podían permitirse tener una opinión muy alta de sí mismas y bastante tibia de los demás. Pertenecían a una familia respetable del norte de Inglaterra, dato que recordaban con más énfasis que el hecho de que tanto su fortuna como la de su hermano procedían del comercio.

El señor Bingley había heredado cien mil libras de su padre, quien había planeado comprar una finca, aunque no vivió lo suficiente para hacerlo. Su hijo tenía la misma intención, y en más de una ocasión había elegido el sitio. Pero ahora que contaba con una buena casa y la libertad de un propietario, muchos que conocían su carácter flexible dudaban si no pasaría el resto de su vida en Netherfield y dejase la compra para la próxima generación.

Sus hermanas deseaban que adquiriera una propiedad, pero, aunque en estos momentos solo estuviera establecido como arrendatario, la señorita Bingley disfrutaba presidiendo su mesa, y la señora Hurst, casada con un hombre más refinado que adinerado, no se mostraba menos dispuesta a considerar la casa de su hermano como propia, siempre que le conviniera. Apenas hacía dos años desde que Bingley había alcanzado la mayoría de edad cuando, gracias a una recomendación, decidió visitar la finca de Netherfield. La recorrió por dentro y por fuera durante media hora. Le gustó tanto la ubicación como las principales estancias. Quedó satisfecho con la alabanza del propietario y la alquiló de inmediato.

Entre el señor Darcy y él existía una amistad sólida, a pesar de lo opuesto de sus caracteres. Bingley apreciaba a Darcy por el carácter abierto, su franqueza y la flexibilidad de su propio temperamento, aunque no hubiese personalidad más distinta que la de su amigo, y sin que eso le hiciera sentir insatisfacción con la suya. Encontraba un gran apoyo en la firmeza de las opiniones de Darcy y tenía su juicio en muy alta estima. Si bien Bingley era inteligente, Darcy también lo era, aunque mucho más agudo. También era orgulloso, reservado y desdeñoso, y aunque había recibido una excelente educación, sus modales no resultaban agradables. En ese aspecto, su amigo lo superaba con creces. Bingley tenía el don de caer bien dondequiera que fuese; Darcy, en cambio, ofendía constantemente.

La forma en que hablaron sobre la reunión en Meryton fue bastante reveladora. Bingley reconoció no haber conocido nunca gente más agradable ni muchachas más bonitas. Todos habían sido atentos y amables con él. No hubo rigidez ni formalidades excesivas. Y en cuanto a la mayor de las Bennet, no podía imaginarse un ángel más hermoso. Darcy, en cambio, tan solo había visto un grupo de personas con poca belleza y ninguna elegancia, por quienes no había sentido el menor interés, ni de quienes había recibido atención o agrado alguno. Admitía que la mayor de las Bennet era bonita, aunque, en su opinión, sonreía demasiado.

La señora Hurst y su hermana estaban de acuerdo, pero aquella señorita les caía bien. La consideraban una joven encantadora con quien no tenían inconveniente en entablar más relación. Jane, por tanto, quedó considerada como una muchacha encantadora, por lo que Bingley estaba autorizado a pensar en ella cuanto quisiera.

5

A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que los Bennet tenían una relación especialmente cercana. Sir William Lucas se había dedicado al comercio de Meryton, y alcanzó el título de caballero gracias a un discurso que le dirigió al rey durante su alcaldía. Dicha distinción se le había subido a la cabeza. Así, se cansó de los negocios y de vivir en una ciudad mercantil; dejando atrás ambas cosas, se retiró a una casa situada a poco menos de una milla de Meryton, llamada desde entonces Quinta Lucas. Allí podía regocijarse en su propia importancia y, desvinculado de sus negocios, dedicarse solamente a ser sociable con todos. Porque, aunque estaba orgulloso de su título, no se había vuelto arrogante; al contrario, era atento con todos. Además de ser naturalmente amable, amigable y considerado, su experiencia en la corte le había aportado educación y cortesía.

Lady Lucas tenía buen carácter, aunque no era lo bastante lista como para que la señora Bennet la considerase valiosa. Tenían varios hijos, y la mayor, una joven sensible e inteligente de unos veintisiete años, era la mejor amiga de Elizabeth.

Las señoritas Lucas y las señoritas Bennet se reunían siempre después de los bailes para comentar todo lo acontecido. Así, a la mañana siguiente, las primeras fueron a Longbourn para escuchar y conversar.

—Empezaste bien la velada, Charlotte —dijo la señora Bennet con fingida cortesía a la mayor de las Lucas—; fuiste la primera pareja del señor Bingley.

—Sí, pero pareció gustarle más la segunda.

—¡Oh! Supongo que te refieres a Jane, porque bailó con ella dos veces. Es verdad, parece que le gustó... También lo creo. Oí algo... no lo recuerdo bien... Algo sobre el señor Robinson.

—Tal vez se refiera a lo que le oí decir a Bingley cuando hablaba con el señor Robinson. ¿No te lo conté? Robinson le preguntó qué le parecían nuestros bailes en Meryton, si creía que había muchas jóvenes hermosas en el salón, y si ya había decidido quién le parecía la más bonita. Y el señor Bingley contestó de inmediato: «¡Oh! La mayor de las Bennet, sin duda, no hay discusión posible».

—¡Caramba!

—Bien, sí que fue claro. Parece como si... aunque puede que no llegue a nada, ya sabes.

—Lo que yo oí fue más agradable que lo que le oíste tú al señor Darcy, Elizabeth —añadió Charlotte—. Pobre Eliza... ¿Cómo pudiste soportarlo?

—Te aseguro que Elizabeth no se molestó en absoluto. Es un hombre tan antipático que sería una desgracia caerle bien. La señora de Long me contó que estuvo sentado a su lado durante media hora sin decir una sola palabra.

—¿Estás segura, mamá? Puede que esté equivocada —dijo Jane—. Yo vi al señor Darcy hablando con ella.

—Eso fue porque ella le preguntó si le gustaba Netherfield y él no tuvo más remedio que contestarle. Pero ella misma aseguró que parecía incómodo por haberse dirigido a él.

—La señorita Bingley nos contó —añadió Jane— que nunca habla mucho, a menos que esté con sus amigos más cercanos. Con ellos sí es agradable.

—No lo creo, querida. Si fuera tan agradable, habría hablado con la señora de Long. Pero me lo puedo imaginar. Todo el mundo comenta su arrogancia. Supongo que escuchó que la señora de Long no tiene carruaje y fue al baile en uno de alquiler.

—No me importa que no hablara con la señora Long —dijo la señorita Lucas—, pero me gustaría que hubiese bailado con Elizabeth.

—Yo que tú no bailaría con él, si surge la ocasión —le dijo su madre.

—Puedo asegurarte que nunca bailaré con él.

—Su orgullo no me molesta —añadió la señorita Lucas—, tiene una razón para ello. No es extraño que un joven tan distinguido, de buena familia y adinerado piense bien de sí mismo. Por decirlo de algún modo, creo que tiene derecho a sentirse orgulloso.

—Es cierto —respondió Elizabeth—, y podría perdonarle su orgullo si no hubiera herido el mío.

—El orgullo es un defecto muy común —observó Mary, segura de la solidez de sus reflexiones—. Por lo que he leído, la naturaleza humana es extremadamente propensa a él. Son pocos los que no sienten cierta satisfacción al poseer alguna cualidad, sea real o imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas, aunque a menudo se usen como sinónimos. Una persona puede ser orgullosa sin ser vana. El orgullo se refiere más a la opinión que tenemos de nosotros mismos; la vanidad tiene que ver con lo que los demás piensen de nosotros.

—Si yo fuera tan rico como el señor Darcy —exclamó uno de los Lucas, que acompañaba a sus hermanas—, no me preocuparía por si soy orgulloso o no. Cada día compraría una jauría de perros de caza y me bebería una botella de vino.

—Entonces beberías más de lo debido —dijo la señora Bennet—. Y si te viera haciendo algo así, te quitaría la botella de inmediato.

El joven protestó y afirmó que eso no pasaría, pero ella aseguraba que sí, y el tema terminó cuando concluyó la visita.

6

Las señoras de Longbourn no tardaron en devolver la visita a sus vecinas de Netherfield, y esta fue correspondida con la debida cortesía. El encanto y los modales de Jane incrementaron la simpatía que la señora Hurst y la señorita Bingley empezaban a sentir por ella. Aunque ambas consideraban a la madre insoportable y consideraban que no valía la pena hablar con las hermanas menores, expresaron a Jane y Elizabeth su deseo de conocerse mejor. Jane recibió con agrado esa atención, pero Elizabeth notaba cierta arrogancia en su trato hacia los demás, excepto hacia su hermana, y no podía evitar que le cayeran mal. Sabía que esa deferencia hacia su hermana estaba influenciada por el señor Bingley. Era evidente que él admiraba a Jane, y Elizabeth se había percatado de que su hermana comenzaba a sentir por él un afecto cada vez mayor. Estaba a punto de enamorarse de verdad, pero le tranquilizaba pensar que aquello pasaría inadvertido para los demás. Jane sabía combinar sus sentimientos con una templanza y una alegría natural que la protegían de las sospechas de los entrometidos. Así se lo confesó a su amiga, la señorita Lucas.

—Puede que sea agradable —respondió Charlotte— mantenerse tan reservada en casos así; pero a veces no es bueno ser tan reservado. Si una mujer disimula sus sentimientos frente al hombre que ama, puede perder la oportunidad de que él se decida, y entonces no le servirá de nada haberlo ocultado. Hay tanto de gratitud o de vanidad cuando nos encariñamos con alguien, que no conviene dejarlos al azar. Todo comienza con una leve inclinación, algo de lo más natural; pero pocas tenemos el corazón lo suficientemente firme como para enamorarnos de verdad sin que algo nos impulse. En nueve de cada diez casos, la mujer aparenta sentir más de lo que realmente siente. Sin duda, Bingley aprecia mucho a tu hermana, pero puede que no pase de ahí si ella no le da pie.

—Ella ya le anima, hasta donde su carácter se lo permite. Si hasta yo noto cómo le mira, él tendría que ser muy torpe para no darse cuenta.

—Recuerda, Elizabeth, que él no conoce el carácter de Jane como tú.

—Pero si una mujer se siente atraída por un hombre y esta no se esfuerza en ocultarlo, él acaba por notarlo.

—Puede que sí, si se ven con frecuencia. Pero aunque Bingley y Jane se vean bastante a menudo, no es suficiente, y en reuniones tan concurridas no les será posible conversar a solas todo el tiempo. Por eso, Jane debería aprovechar al máximo cualquier oportunidad para captar su atención. Ya tendrá tiempo de enamorarse cuando esté segura de él.

—Tu plan es bueno —respondió Elizabeth— si su única intención es el matrimonio; y si yo planease casarme con un millonario o con quien fuera, te aseguro que lo seguiría. Pero Jane no es tan calculadora. Ni siquiera está segura de lo que siente por él, ni de si él le conviene. Apenas hace quince días que se conocen. Hablaron en Meryton, lo vio una mañana en casa, y después solo han coincidido cuatro veces. No es suficiente para conocer bien a una persona.

—Puede que tú lo veas así. Si solo hubieran coincidido en las comidas, todo lo que hubiera descubierto sería si come mucho o poco. Pero no olvides que han compartido cuatro veladas, y eso ya significa algo.

—Sí, eso habrá bastado para saber qué tipo de baile prefieren, pero poco más habrán averiguado del carácter de cada uno.

—Bien —respondió Charlotte—. Le deseo a Jane toda la suerte del mundo, y si mañana se casara con él, me alegraría más que si se pasara un año analizando su carácter. La felicidad en el matrimonio depende mucho del azar. Que dos personas se conozcan bien o que sean parecidas no garantiza que sean felices. Con el tiempo, siempre afloran diferencias incómodas. A veces es mejor no conocer los defectos de quien va a ser tu compañero de vida.

—Me haces reír, Charlotte, pero sabes que no tienes razón. Ni tú misma actuarías así.

Mientras Elizabeth observaba las atenciones de Bingley hacia su hermana, no sospechaba que ella misma empezaba a ser objeto de interés de su amigo. Al principio, el señor Darcy apenas admitió que le pareciese bonita. No mostró demasiado interés por ella en el baile, y cuando volvieron a encontrarse, él solo la miró para criticarla. Pero en cuanto reconoció —y hasta se lo dijo a sus amigos— que poseía cierta belleza, vio que en la expresión de sus ojos negros había una gran inteligencia. A ese descubrimiento le siguieron otros. Aunque su mirada exigente detectó cierto defecto en la simetría de su figura, no pudo evitar reconocer que era esbelta y atractiva. A pesar de asegurar que sus modales no eran lo suficientemente refinados como exigía la alta sociedad, acabó cautivado por su naturalidad y su encanto. Pero Elizabeth no tenía ni la menor idea de todo eso. Para ella seguía siendo el hombre antipático que no la consideró lo bastante bonita como para invitarla a bailar.

El señor Darcy empezó a interesarse por ella, y antes de iniciar una conversación con la joven, primero se fijó en cómo conversaba con los demás. Elizabeth no pasó por alto su comportamiento. Sucedió en casa de sir William Lucas, durante una reunión.

—¿Por qué crees que querría el señor Darcy —le preguntó a Charlotte— escuchar mi conversación con el coronel Forster?

—A eso solo puede responder él.

—Pues si lo vuelve a hacer, le diré que sé muy bien lo que pretende. Se está burlando de mí, y si no le hago frente y se lo digo, temeré hacerlo más tarde.

Cuando él se acercó a ellas y sin ninguna intención de hablar, la señorita Lucas animó a su amiga a que se lo preguntara directamente. Lizzy siguió su consejo y le dijo:

—¿No cree usted, señor Darcy, que fui demasiado vehemente hace un momento cuando le insistí al coronel Forster para que organizara un baile en Meryton?

—Sí, mucho, pero en esas cuestiones las mujeres siempre son convincentes.

—Es usted muy duro con nosotras.

—Ahora es su turno para que la importunen —dijo la señorita Lucas—. Voy a abrir el piano y ya sabes lo que eso significa.

—¡Eres una amiga peculiar! Siempre necesitas que toque y cante para todos. Si a mi vanidad le gustara la música, serías una amiga irremplazable. Pero en esta ocasión prefiero no sentarme ante quienes están acostumbrados a escuchar a mejores intérpretes.

Charlotte insistió de nuevo y ella respondió:

—Está bien, si es necesario, lo haré.

Mirando seriamente al señor Darcy y después a los presentes, añadió:

—Hay un antiguo proverbio que seguramente todos conocen: «Reserva tu aliento para enfriar la sopa». Yo voy guardándome el mío para esta canción.

La interpretación fue aceptable, aunque nada extraordinaria. Después de una o dos canciones, y antes de responder a las solicitudes, fue sustituida por su hermana Mary, que había dedicado mucho esfuerzo a perfeccionar su técnica y estaba ansiosa por lucirse.

Mary no tenía ni talento ni gusto, y, aunque la vanidad le había proporcionado dedicación, también le había conferido un aire pedante y unos modales afectados que opacaban cualquier virtud. Elizabeth, sencilla y sin artificios, había sido escuchada con gusto, aunque no tocara ni la mitad de bien. Mary, al terminar el largo concierto, se sintió halagada por los elogios al tocar melodías escocesas e irlandesas. Fueron sus hermanas menores quienes la animaron mientras bailaban en un extremo del salón con algunos de los hijos de la familia Lucas y un par de oficiales.

El señor Darcy permaneció cerca de ellos en silencio, indignado por la forma en que transcurría la velada, que no contemplaba ninguna posibilidad de conversación. Estaba tan absorto en sus propios pensamientos que ni siquiera se percató de que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que este se dirigió a él.

—¡Qué buena forma de divertirse es esta para los jóvenes, señor Darcy! Al fin y al cabo, no hay nada como bailar. Creo que el baile es uno de los mayores refinamientos de las sociedades cultas.

—Cierto, señor. Además, tiene la ventaja de que está de moda entre las sociedades menos cultas. Hasta los salvajes saben bailar.

Sir William se limitó a sonreír.

—Su amigo baila de maravilla —continuó tras una pausa, al ver al señor Bingley unirse al grupo—. Estoy seguro de que usted también es un entendido, señor Darcy.

—Creo que me vio usted bailar en Meryton.

—Cierto, y me alegró verlo. ¿Baila usted a menudo en Saint James?

—No, señor; nunca.

—¿No cree que sería oportuno hacerlo ahora?

—Es algo que evito siempre que puedo.

—¿Supongo que tiene usted casa en Londres?

Darcy asintió con una ligera inclinación de cabeza.

—A veces he pensado en instalarme en la capital; admiro la buena sociedad, pero no estaba seguro de que a lady Lucas le agradara Londres.

Se detuvo esperando una respuesta, pero su interlocutor no parecía dispuesto a dársela. Justo en ese momento, Elizabeth se acercó y se le ocurrió una galantería. Entonces la llamó.

—Querida Elizabeth, ¿por qué no bailas? Señor Darcy, permítame presentarle a esta señorita. Estoy seguro de que será una pareja muy agradable. No puede negarse a bailar con tan bella dama.

Y tomando la mano de ella, con intención de entregársela al señor Darcy que, aunque muy sorprendido, no la rechazaba, Elizabeth se volvió de repente un poco incómoda y le dijo a sir William:

—En realidad, señor, no tenía intención de bailar. Le ruego que no piense que he venido aquí para buscar pareja.

El señor Darcy, con seria cortesía, le pidió que le hiciera el honor de bailar con él, pero fue inútil. Elizabeth estaba decidida. Ni siquiera los intentos del sir William lograron hacerla cambiar de opinión.

—Baila usted tan bien, señorita Eliza, que sería una crueldad que no me permitiese verla. Y, aunque este caballero no sea muy aficionado al baile, estoy seguro de que no se negará a complacernos durante media hora.

—El señor Darcy es muy cortés —dijo Elizabeth sonriendo.

—Lo es, pero considerando el estímulo, querida Elizabeth, no puede sorprendernos que acepte, porque ¿quién puede rechazar a una pareja así?

Elizabeth sonrió y se marchó. Su negativa no molestó a nadie. Y mientras Darcy seguía pensando en ella con cierta satisfacción, la señorita Bingley le abordó.

—Puedo adivinar lo que está pensando.

—No lo creo.

—Está pensando en lo insoportable que sería tener que pasar más veladas como esta, rodeado de toda esta gente. Yo comparto esa opinión. ¡Nunca me he aburrido tanto! ¡Qué insípidas son estas personas, y, aun así, hacen tanto ruido! ¡Qué insignificantes y a la vez tan vanidosas! Daría lo que fuera por oír su opinión.

—Está usted completamente equivocada, se lo aseguro. Mi mente estaba ocupada en algo mucho más agradable. Pensaba en el placer que supone ver dos ojos hermosos en el rostro de una mujer bella.

La señorita Bingley lo miró con atención, interesada en conocer a la dama que había inspirado tales pensamientos.

—La señorita Elizabeth Bennet.

—¡La señorita Elizabeth Bennet! —repitió la señorita Bingley—. No salgo de mi asombro. ¿Desde cuándo es su favorita? ¿Cuándo podré felicitarle?

—Sabía que me preguntaría eso. La imaginación de una mujer es rápida; salta de la admiración al amor, y del amor al matrimonio en un instante. Sabía que me daría la enhorabuena.

—Si lo dice en serio, daré el asunto por zanjado. Tendrá usted una suegra encantadora, desde luego, y por supuesto se mudará a Pemberley con usted.

Él la escuchaba indiferente mientras ella seguía con el mismo tema. La tranquilidad de él le confirmó que lo tenía todo bajo control. Entonces, comenzó a conjeturar.

7

La fortuna del señor Bennet consistía en una renta de dos mil libras anuales que, desafortunadamente para sus hijas, estaba ligada, en ausencia de herederos varones, a un pariente lejano. La herencia de su madre, aunque considerable para su posición, apenas podía compensar la falta de la de su marido. Su padre había sido procurador en Meryton y le dejó cuatro mil libras.

Tenía una hermana casada con el señor Philips, antiguo empleado de su padre que heredó el negocio. También tenía un hermano que vivía en Londres y ocupaba una posición respetable en el comercio.

Longbourn estaba a solo una milla de Meryton, una distancia cómoda para las jóvenes, que solían ir tres o cuatro veces por semana para visitar a su tía y a una modista que quedaba de paso. Catherine y Lydia, las menores, eran las más aficionadas a estos paseos. Tenían menos ocupaciones que sus hermanas, y cuando no había nada mejor que hacer, un viaje a Meryton les servía para pasar la mañana y así tener temas de conversación para la tarde. Aunque en el campo no solía haber muchas novedades, siempre lograban algún chisme gracias a su tía. Esos días estaban especialmente contentas por la noticia de la llegada de un regimiento de milicia que había establecido en Meryton su cuartel general.

Las visitas a la señora Philips se volvieron mucho más interesantes. Cada día conocían más nombres y parentesco de los oficiales. Pronto supieron dónde se alojaban y al final llegaron a conocerlos en persona. El señor Philips los visitaba a todos, lo que proporcionó a sus sobrinas una felicidad desconocida hasta entonces. Ya solo hablaban de oficiales, y la gran fortuna del señor Bingley no les parecía nada comparada con el uniforme de un alférez.

Una mañana, después de escuchar sus efusivos comentarios, el señor Bennet les dijo con frialdad:

—Por lo que deduzco de vuestros comentarios, llego a la conclusión de que sois las dos muchachas más tontas de la comarca. Hace tiempo que lo sospechaba, pero ahora estoy seguro.

Catherine se quedó callada sin saber qué responder. Lydia, en cambio, siguió hablando sobre el capitán Carter con total indiferencia y sobre su deseo de verlo ese día, antes de que partiera a Londres a la mañana siguiente.

—Me sorprende, querido —dijo la señora Bennet—, que estés tan dispuesto a criticar la falta de juicio de tus propias hijas. Si yo quisiera menospreciar a unas jóvenes, desde luego no elegiría a las mías.

—Si mis hijas son tontas, prefiero ser consciente de ello.

—Sí, pero resulta que todas son bastante inteligentes.

—Me complace pensar que este es el único asunto en el que no estamos de acuerdo. Normalmente estamos de acuerdo en todo, pero en esto debo disentir: nuestras dos hijas menores son unas necias.

—Querido señor Bennet, no puedes esperar que unas jóvenes como ellas tengan el mismo juicio que sus padres. Cuando lleguen a nuestra edad ya no pensarán en oficiales más de lo que lo hacemos nosotros. Recuerdo que a mí también me encantaba un uniforme rojo. De hecho aún me gusta, en secreto, claro. Si un joven coronel con cinco o seis mil libras al año pidiera la mano de una de mis hijas, no se la negaría. Y en mi opinión, el coronel Forster estaba muy favorecido con su uniforme en casa del sir William.

—¡Mamá! —exclamó Lydia—. La tía dice que el coronel Forster y el capitán Carter ya no visitan tanto a la señorita Watson como antes. Ahora los ve a menudo delante de la biblioteca de Clarke.

La señora Bennet no pudo responder porque en ese momento llegó el lacayo con una nota para Jane. Era de Netherfield, y el criado esperaba respuesta. Los ojos de la señora Bennet brillaron y contuvo la respiración mientras su hija leía.

—Vamos, Jane, ¿de quién es? ¿Qué dice? —exclamó, impaciente—. Date prisa, querida, cuéntanos. ¡Apúrate!

—Es de la señorita Bingley —dijo Jane leyendo en voz alta.

Mi querida amiga:

Si no tienes la bondad de venir a comer hoy con Louisa y conmigo, corremos el riesgo de odiarnos para siempre. Dos mujeres pasando todo el día juntas sin compañía solo puede terminar en pelea. Ven tan pronto como recibas esta carta. Mi hermano y los demás caballeros están comiendo con los oficiales.

Tuya afectísima,

CAROLINE BINGLEY

—¡Con los oficiales! —exclamó Lydia—. Me extraña que la tía no nos haya dicho nada.

—Comen fuera —comentó la señora Bennet—, qué mala suerte.

—¿Puedo usar el carruaje? —preguntó Jane.

—No, cariño. Será mejor que vayas a caballo. Parece que va a llover, y en ese caso tendrás que pasar la noche allí.

—Sería una descortesía que no se ofrecieran a traerla de vuelta —dijo Elizabeth.

—¡Cierto! —replicó la señora Bennet—. Pero los caballeros necesitarán el carruaje del señor Bingley para ir a Meryton, y los Hurst no tienen caballos propios.

—Preferiría ir en nuestro carruaje.

—Sí, cariño —respondió la señora Bennet—, pero tu padre no puede prescindir de los caballos. Los necesita en la granja, ¿verdad, Bennet?

—Los necesitan en la granja mucho más a menudo de lo que yo los utilizo —contestó él.

—Pero dinos si los vas a necesitar hoy —dijo Lizzy—, así podremos confirmar los planes de mamá.

Finalmente su padre admitió que los necesitaba, así que Jane no tuvo más remedio que ir a caballo. Su madre la despidió contenta sobre el mal tiempo que se avecinaba.

Sus augurios se cumplieron. Jane apenas acababa de partir cuando empezó a llover con fuerza. Sus hermanas se preocuparon por ella, pero su madre estaba encantada. La lluvia no cesó en toda la tarde, así que era evidente que Jane no regresaría.

—¡Qué buena idea he tenido! —exclamó la señora Bennet, como si la lluvia fuera mérito suyo.

Tuvo que esperar a la mañana siguiente para conocer el verdadero éxito de su plan. Apenas habían terminado de desayunar cuando llegó un criado de Netherfield con una nota para Elizabeth:

Querida Lizzy:

Hoy no me encuentro bien, supongo que por haberme empapado ayer. Mis bondadosas amigas insisten en que no regrese hasta estar recuperada. Además, han llamado al señor Jones para que me examine, así que no os preocupéis si os enteráis de su visita. Aparte de un poco de dolor de garganta y de cabeza, no es nada grave.

Tuya,

JANE

—Bien, querida —dijo el señor Bennet cuando Elizabeth terminó de leer la nota en voz alta—, si tu hija enferma gravemente y muere, será un consuelo saber que lo hizo siguiendo tus órdenes para pescar al señor Bingley.

—¡Oh, no creo que muera! Nadie muere por un simple resfriado. La cuidarán bien, no te preocupes. Mientras esté allí, todo irá bien. Iría a verla si puedo disponer del carruaje.

Elizabeth, realmente preocupada, decidió ir a Netherfield. Sin carruaje y sin saber montar a caballo, anunció que iría a pie.

—¡Cómo se te ocurre semejante tontería! —exclamó su madre—. ¡Caminar con todo este barro! ¡Llegarás hecha un desastre!

—Estaré presentable para ver a Jane, que es lo único que me importa.

—¿Estás intentando, Lizzy, que mande traer los caballos?

—En absoluto. No me importa caminar. Solo son tres millas y es por un buen motivo. Estaré de vuelta a la hora de comer.

—Admiro tu bondad —intervino Mary—, pero los arrebatos sentimentales no pueden nublar la razón. En mi opinión, el esfuerzo debe estar en consonancia con su propósito.

—Iremos contigo a Meryton —propusieron Catherine y Lydia.

Elizabeth aceptó su compañía y las tres salieron juntas.

—Si nos damos prisa —dijo Lydia mientras caminaban—, quizá veamos al capitán Carter antes de que se vaya.

Al llegar a Meryton se separaron: las dos más jóvenes se dirigieron al alojamiento de la esposa de un oficial, y Elizabeth continuó sola su camino. Cruzó un campo tras otro a buen paso, saltando vallas y charcos con decidida energía, hasta que por fin llegó a Netherfield, cansada, con las medias empapadas y el rostro arrebolado por el esfuerzo.

La hicieron pasar al comedor, donde estaban todos reunidos excepto Jane. Su llegada causó gran sorpresa. A la señora Hurst y a la señorita Bingley les pareció increíble que hubiera caminado tres millas con aquel tiempo y completamente sola. Elizabeth notó que la despreciaban por ello. Sin embargo, la recibieron con cortesía. Incluso notó en el comportamiento del señor Bingley algo más que simple educación: había cordialidad y amabilidad sincera.

El señor Darcy apenas habló y el señor Hurst no abrió la boca. El primero, aunque admiraba el brillo que el ejercicio otorgaba al rostro de Elizabeth, tenía dudas de si el motivo justificaba que hubiera venido desde tan lejos. El segundo solo pensaba en su desayuno.

Las noticias sobre el estado de su hermana no fueron alentadoras. Jane había pasado mala noche y, aunque ya estaba levantada, seguía con fiebre. No se sentía lo bastante bien como para salir de la habitación. Elizabeth se alegró cuando la llevaron a verla de inmediato.

Jane se alegró mucho al ver a su hermana. En su carta se había contenido para no crear alarma ni parecer indiscreta. Sin embargo, no le apetecía mucho hablar. Cuando la señorita Bingley las dejó solas, apenas dijo unas palabras. Se limitó a agradecer la extraordinaria amabilidad con que la trataban. Elizabeth la cuidó en silencio.

Cuando terminaron de almorzar, las hermanas Bingley se reunieron con ellas. Elizabeth empezó a verlas con más simpatía al comprobar el cariño y los cuidados que prodigaban a su Jane.

Llegó el médico y, tras examinar a la enferma, declaró que había pillado un fuerte resfriado que necesitaba atención inmediata. Le aconsejó reposo absoluto y algo de medicación. Se siguieron las indicaciones de inmediato, pues la fiebre subía y el dolor de cabeza empeoraba. Elizabeth no se movió de la habitación ni un momento. Las otras damas tampoco se ausentaron. Los caballeros salieron de la casa; a fin de cuentas, poco tenían que hacer allí.

Cuando el reloj marcó las tres, Elizabeth comprendió que debía marcharse y lo anunció a regañadientes. La señorita Bingley le ofreció el carruaje. Elizabeth estaba a punto de aceptar tras un breve ruego, cuando Jane mostró tal tristeza por separarse de ella que la señorita Bingley no tuvo más remedio que cambiar su ofrecimiento: en vez de mandarla en coche, la invitó a quedarse en Netherfield por el momento. Elizabeth aceptó agradecida y enviaron a un criado a Longbourn para informar a la familia y traer algo de ropa.

8

A las cinco, las hermanas del señor Bingley se retiraron para cambiarse de ropa. Media hora después llamaron a Elizabeth para cenar. No pudo dar buenas noticias cuando todos le preguntaron amablemente sobre el estado de Jane, que no mostraba mejoría. Le llamó la atención la preocupación sincera que mostraba el señor Bingley. Las hermanas Bingley expresaron lo afligidas que estaban, lo terrible que eran los resfriados y lo mucho que odiaban ponerse enfermas. Pero tras esa cortesía obligada, se olvidaron del asunto. Su indiferencia hacia Jane cuando ella no estaba presente reavivó en Elizabeth su antigua antipatía hacia ellas.