Orgullo y venganza - Jugando con el jefe - Cathy Williams - E-Book

Orgullo y venganza - Jugando con el jefe E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Ómnibus Temático 85 Orgullo y venganza Cathy Williams ¿Aquello era una venganza... o una segunda oportunidad? Hacía algunos años, Laura Jackson se había enamorado locamente de Gabriel Greppi. Pero cuando le pidió que se casara con él ella lo rechazó porque pensó que eran demasiado jóvenes... Gabriel no había podido perdonar a Laura. Ahora él era millonario y ella estaba al borde de la ruina. El guapísimo argentino había planeado volver a seducirla para luego rechazarla como ella lo había hecho antes. Lo primero resultó fácil porque la pasión entre ellos seguía teniendo la misma fuerza. Pero Gabriel no tardó en descubrir que la segunda parte iba a ser muy, muy difícil de llevar a cabo... Jugando con el jefe Judith McWilliams Había decidido romperle el corazón a su multimillonario jefe… Maggie Romer estaba a punto de darle a su nuevo jefe una lección que no olvidaría fácilmente. Desde el momento que absorbió su empresa y despidió a su amigo Sam, John Richard Worthington se convirtió en su enemigo. Pero parecía que aquel hombre tenía muchas facetas. Resultó que el guapísimo hombre con el que Maggie había estado saliendo, y al que había tomado por fontanero, no era otro que Worthington. Afortunadamente su interés por ella encajaba perfectamente en sus planes. Maggie había diseñado un programa informático con el que conseguiría que Worthington se sintiera irremisiblemente atraído por ella y, cuando cayera a sus pies, la venganza sería muy, muy dulce…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 85 - agosto 2023

 

© 2002 Cathy Williams

Orgullo y venganza

Título original: The Millionaire’s Revenge

 

© 2006 Judith McWilliams

Jugando con el jefe

Título original: The Matchmaking Machine

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003 y 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-060-0

Índice

 

Créditos

Índice

Orgullo y venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Jugando con el jefe

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Gabriel Greppi llevaba unos minutos con las manos metidas en los bolsillos de su desgastada cazadora de cuero, observando la casa color crema de estilo victoriano. Miró hacia el ala izquierda y vio que su habitación estaba a oscuras. Como era de esperar. Debía de estar en las cuadras, a pesar de que eran más de las nueve y aquella noche de invierno hacía bastante frío.

Al pensar en ella, no pudo evitar sonreír. Lo que iba a hacer lo iba a hacer por ella, pero no iba a ser así siempre. Lo sabía, lo presentía. Llamó a la puerta sabiendo que iba a ser bien recibido, que a sus padres, que lo trataban con la educación superficial típica de la clase alta británica, no les hacía mucha gracia su presencia. No, las cosas iban a cambiar. Solo tenía veintidós años y tenía mucho tiempo para hacerlas cambiar.

Apretó los dientes y llamó al timbre. Tuvo que esperar un rato a que le abrieran y, cuando lo hicieron, abrieron una rendija. Le entraron ganas de preguntar si se creían que era un ladrón, pero se mordió la lengua. Peter Jackson no tenía mucho sentido del humor.

–Greppi, ¿qué te trae por aquí?

–Me gustaría hablar con usted, señor Jackson –contestó poniendo el pie para que no le cerrara la puerta en las narices.

–¿Ahora? ¿No puede ser en otro momento –dijo Peter Jackson con impaciencia.

Miró al chico y, a regañadientes, abrió la puerta del todo y lo dejó pasar.

–Si vienes a ver a mi hija, ya te puedes volver a casa porque está en la cama y no pienso despertarla.

–Pero si solo son las nueve.

–Exacto.

–No he venido a ver a Laura sino a usted. A usted y a su esposa –contestó Gabriel intentando mantener la compostura a pesar de que estaba tenso como un cable.

–Espero que no sea para pedirme un favor, muchacho, porque te digo desde ya que la respuesta es un rotundo no. Nunca hago favores económicos a nadie.

–No he venido a pedirle dinero –dijo Gabriel intentando ser educado.

–Pues di lo que tengas que decir y vete.

Aquello había sido un gran error. Había decidido hacer las cosas según mandaba el código de honor y ahora se estaba preguntando por qué lo había hecho.

–Me gustaría que estuviera su esposa delante.

–Muy bien, pero date prisa porque mi mujer no está muy bien y se quiere ir a dormir –dijo yendo hacia el cuarto de estar.

Gabriel lo siguió.

–Lizzie, cariño, tenemos una visita inesperada. No, no te levantes. Es Greppi.

La menuda figura de Elizabeth Jackson se perdía en una gran butaca, pero, a pesar de su fragilidad y de sus cincuenta y tantos años, seguía siendo una mujer guapa. Era la típica mujer británica de clase alta que no le dijo ni que se sentara ni le preguntó si quería tomar algo. Era obvio que los dos querían saber qué hacía en su casa a las nueve de la noche.

–Si quieres comprarme un caballo, Greppi, no estás de suerte. Laura me ha dicho que te gusta Barnabus, pero no está en venta. Además, no creo que lo pudieras pagar. Es un buen ejemplar aunque tenga temperamento. Con un buen adiestramiento, podría ser todo un campeón en las carreras. No te creas que, porque te lleves bien con él o porque salgas con mi hija, te iba a hacer una rebaja. Ya me estoy portando suficientemente bien contigo contratándote para que hagas trabajillos en las cuadras los fines de semana.

–He venido a pedirles la mano de su hija.

Por la cara que pusieron los dos era como si les hubiera dicho «he venido a decirles que soy un extraterrestre» o «he venido a decirles que soy el hijo de Satán».

–Sé que Laura los quiere con locura y me gustaría contar con su bendición –agregó mirándolos fijamente.

Aunque era joven, la vida le había enseñado a enfrentarse a las cosas cara a cara. Eso incluía a los padres de Laura, esnobs y prepotentes, que habían dejado muy claro desde que lo habían visto por primera vez que no era de su agrado.

–Estoy enamorado de su hija y, aunque sé que actualmente no tengo mucho que ofrecerle, les aseguro que…

Mencionar su estado financiero y que Peter Jackson comenzara a reírse a carcajadas fue todo uno.

–¿Te has vuelto loco, Greppi? –le dijo secándose las lágrimas–. Escúchame con atención, muchacho –añadió echándose hacia delante–. Ni a Lizzie ni a mí nos hace ninguna gracia la relación que tienes con mi hija, pero como es mayorcita no hemos podido hacer nada. ¡Lo que sí te aseguro es que para casarte con ella tendrás que pasar por encima de mi cadáver! ¿Me has entendido? Es lo más precioso que tenemos en la vida y, bajo ningún concepto, vamos a dar nuestra bendición a vuestro matrimonio.

–Es una niña, Gabriel –apuntó Elizabeth Jackson–. Solo tiene diecinueve años. Tú no eres mucho mayor tampoco.

–¿Por qué no dejan de lado el aspecto de la edad y son sinceros? –dijo Gabriel muy serio–. Ustedes me ven como un ciudadano de segunda porque no soy británico.

–¡Eso no es cierto, jovencito! –exclamó Elizabeth de forma poco convincente.

–Desde luego, no eres lo que queremos para nuestra hija –confesó Peter–. Laura se merece…

–¿Algo mejor? –dijo Gabriel con acritud.

–Llámalo como quieras, pero desde ahora te digo que no eres bien recibido en esta casa. Búscate otras cuadras en las que trabajar.

Dicho aquello, el hombre le dio la espalda y se puso a mirar por la ventana, dando por terminada la conversación.

–Muy bien –dijo Gabriel mirándolos fijamente y sabiendo que sentirían un gran alivio cuando se hubiera ido.

Menos mal que con Laura no sería así. Hubiera preferido que los padres de su amada les dieran la bendición, pero, si no era así, peor para ellos.

Giró sobre sus talones y se fue. Apenas había estado diez minutos dentro. Y él que había creído que le iba a costar, por lo menos, una hora convencerlos de que haría todo lo que estuviera en su mano para hacer feliz a su hija…

Salió a la calle y anduvo por la acera un buen rato porque sabía que el padre de Laura estaría mirando por la ventana. Luego, dio marcha atrás y se fue directo a las cuadras.

Había quedado con Laura. Solo pensar en ella, se calmó.

Gabriel fue directamente a la cuadra de Barnabus. Allí estaba Laura, cepillándolo y acariciándolo.

Gabriel sintió el cosquilleo en la entrepierna que siempre sentía cuando la veía. Tomó aire profundamente y tanto Laura como Barnabus se giraron hacia él.

–No creí que fueras a llegar tan pronto –murmuró ella limpiándose las manos en los vaqueros y sonriendo.

Gabriel se acercó y le dio un beso.

–¿Decepcionada?

–¡Por supuesto que no!

–¿Quieres que te ayude?

–No, la verdad es que no hay nada que hacer. Solo estaba hablando con Barnabus un poco.

–Sobre mí, espero –murmuró Gabriel abrazándola con fuerza para que sintiera cómo lo excitaba.

Laura era la combinación perfecta de sus padres. Tenía la estatura de su padre y la belleza rubia de su madre. Cuando echaba la cabeza hacia atrás, como en aquellos momentos, el pelo, que llevaba por la cintura, le colgaba sobre el trasero y Gabriel sentía los mechones como si fueran seda.

–Por supuesto –rio–. ¿De quién si no? ¿Qué has hecho desde la última vez que nos hemos visto? ¿Me has echado de menos?

«He estado de esclavo en una empresa de ingeniería que lleva un incompetente, he desempolvado un poco los libros de económicas para que no se me olvide lo que he aprendido, he estado ahorrando hasta el último centavo para poder comer cuando vuelva a la universidad, y, ah, sí, le he pedido a tus padres tu mano y casi me muerden», pensó Gabriel.

¿Para qué le iba a contar sus penurias? Decidió perderse en su cuerpo y pedirle que se casara con él. Sus padres iban a tener que aceptarlo porque no les iba a quedar más remedio.

–Si has terminado con Barnabus… –susurró poniéndole un mechón de pelo tras la oreja.

–¿En la oficina…?

–O aquí fuera, si prefieres, pero ya sabes que, luego, hace frío.

La oficina eran tres habitaciones que había en la parte trasera de las cuadras. Gabriel pensó que pronto no tendrían que esconderse para hacer el amor. Se imaginó la cara de Laura cuando le pidiera que se casara con él y aquello le dio fuerzas.

–¿Qué pasa? –le preguntó ella viéndolo sonreír.

–¿Has pensado alguna vez en acostarnos en una cama? –dijo abriendo la oficina. En cuanto Laura hubo entrado, la puso contra la puerta y le besó el cuello–. ¿Te imaginas una cama de dos por dos, con sábanas de raso y un buen edredón?

–A mí, me valdría con dos camas pequeñas juntas –contestó ella suspirando al sentir su lengua deslizándose por su escote–. En cualquier sitio menos aquí. Me muero de miedo cada vez que pienso que mi padre podría aparecer justo cuando estamos… eh…

–¿Haciendo el amor? –dijo Gabriel.

Laura se apretó contra él completamente derretida. Aquel chico de orígenes argentinos y maravillosos ojos oscuros la tenía encandilada.

Lo había conocido hacía un año. Estaba montando a caballo y, de repente, había sentido una fuerza especial. Al mirar hacia las cuadras, lo había visto, con las manos en los bolsillos, apoyado en la puerta, mirándola. Había ido a pedir trabajo porque le gustaban los caballos y se le daban bien. Acababa de llegar a vivir allí. Su padre había perdido el empleo que tenía como profesor y no podía pagar sus gastos de la universidad. Gabriel necesitaba trabajar durante un año y había aceptado hacerlo en una pequeña empresa cercana. La idea era dejar la universidad un año, ahorrar y volver. Así se lo había contado, sin pestañear. Laura no se había enterado de mucho porque estaba abducida por su belleza animal.

–¿Me estás diciendo que quieres hacer el amor conmigo? –le dijo Gabriel al oído.

Laura rio en voz baja y él le acarició la cara y comenzó a besarle el cuello con infinita ternura. Aunque llevaba tres capas de ropa, Laura sintió que sus pezones pedían a gritos que los tocaran.

La oficina estaba a oscuras y hacía calorcito dentro.

–¿Qué dirías si te dijera que no me apetece? –bromeó metiéndole los dedos en el pelo y besándolo con pasión. Habían sido cuatro días sin verlo. Una eternidad.

–Te diría que eres una mentirosa –contestó Gabriel levantándole el jersey y desabrochándole los pantalones.

Laura se estremeció de gusto porque sabía lo que llegaba a continuación. El placer de los placeres.

Cuando hacía un tiempo que no se veían, solían desnudarse a toda velocidad, desesperados por unirse, pero Gabriel pensó que aquella noche iba a ser especial y decidió tomarse su tiempo.

La llevó al fondo de la oficina, donde había un gran sofá contra la pared. Al principio, se le había hecho un poco raro hacer el amor en el mismo sitio donde el contable de Peter Jackson hacía sus cuentas, pero, como la necesidad era la madre de todas las ciencias, ya ni lo pensaba.

Aquel sofá les parecía el paraíso.

–Quiero mirarte –dijo Laura tumbándose cuan larga era–. Me encanta ver cómo te desnudas –añadió cruzando los brazos bajo la cabeza.

–No sé por qué –rio él.

–¿Quién miente ahora? Sabes perfectamente por qué me gusta mirarte. Tienes un cuerpo perfecto. Eres tan fuerte y musculoso como el mejor de nuestros caballos.

–Muchas gracias –contestó Gabriel sabiendo que, viniendo de ella, era el mejor cumplido con el que podía soñar.

Se quitó la cazadora, el jersey y la camiseta, que una vez había sido negra y ahora era de un gris desgastado.

Laura gimió de placer sin darse cuenta al verlo con el torso al descubierto. No era la primera vez que lo veía así, por supuesto. En verano, sin que se enterara su padre, solía montar a Barnabus desnudo de cintura para arriba. Vio cómo se quitaba los pantalones y los calzoncillos y se sonrieron.

–¿Te gusta?

Laura suspiró, asintió y se puso en pie para quitarse los vaqueros. Se sentía en llamas. Con solo mirarlo, se le entrecortaba la respiración.

–Déjame a mí, querida –murmuró.

No solía emplear palabras cariñosas. Era un hombre apasionado, pero con mucho control. Las explosiones de afecto no iban con él y a Laura le gustaba así. Su ternura iba más allá de lo típico. Por eso, precisamente, que la llamara así hizo que le diera un vuelco el corazón. Le dejó que le quitara el jersey, la vieja camiseta de rugby de su padre y la camiseta interior.

–Qué guapa eres –dijo Gabriel acariciándole los generosos pechos que rebosaban ligeramente sobre el sujetador de encaje–. Nunca me cansaré de mirarte ni de tocarte.

Laura rio y le agarró el dedo. Despacio, se lo puso en la boca sin dejar de mirarlo con aquellos maravillosos ojos color chocolate. Deslizó la otra mano hasta su masculinidad.

–¿Cómo que nunca? ¿Y cuando te vayas a la universidad en septiembre? ¿Qué harás con todas las chicas que se te van a tirar al cuello?

–¿Tienes celos? –dijo él desabrochándole los vaqueros y acariciando la cinturilla de sus braguitas.

–Por supuesto –contestó ella–. Por eso, prefiero no pensarlo –añadió mojándose los labios con la lengua y apretándose contra su cuerpo.

Era solo unos centímetros más baja que él. Sus cuerpos estaban perfectamente diseñados para acoplarse.

–Prefiero pensar en el aquí y el ahora –concluyó poniéndole las manos en la parte delantera de sus húmedas braguitas, dejándole claro que se moría por que sus expertas manos recorrieran aquella parte de su anatomía.

–Eres una bruja, Laura –dijo Gabriel quitándole las braguitas y el sujetador.

–Sí, desde que te conocí –contestó ella.

Y así había sido. Había llegado a sus manos virgen, atraída por algo que no había sentido por ninguno de los chicos con los que había salido antes. Aquel semental de pelo color azabache tenía algo irresistible.

–Bien dicho –apuntó Gabriel agarrando uno de sus pechos.

Quería ir despacio, pero, viéndola completamente desnuda, teniéndola completamente desnuda entre sus manos… era difícil controlarse. Se moría por estar dentro de ella.

La sentó en el sofá y se arrodilló entre sus piernas abiertas. La postura perfecta para deleitarse en sus pechos. Mientras lo hacía, Laura echó la cabeza hacia atrás y gimió de placer sin reparos. Sintió la lengua de Gabriel y la estela de saliva, primero en un pezón y luego en otro.

Ningún otro hombre podría hacerle sentir jamás tanto placer. Laura era suya, pensó Gabriel en un rapto de posesión.

Le puso las manos en la parte interna de los muslos y comenzó una exploración mucho más íntima que la volvió loca.

Entre jadeos, Laura iba verbalizando su pasión, algo que actuó como un afrodisíaco en Gabriel. La penetró con fuerza y se movieron al unísono hasta alcanzar el éxtasis a la vez.

Al terminar, se tumbaron abrazados en el sofá.

–Sería maravilloso poder dormir juntos, ¿verdad, Gabriel? –dijo Laura con su cabeza entre los pechos–. La verdad es que podría ir a verte a la universidad –continuó soñadora–. Allí, tendremos una habitación para nosotros solos. La gloria. Y tú también podrás venir a verme a mí. Este año sabático ha estado bien, pero me quiero ir ya de casa.

–Edimburgo está muy lejos de Londres –apuntó Gabriel.

–¿Qué me estás diciendo? –dijo ella mirándolo a los ojos–. Ya sé que no va a ser tan fácil como ahora, que no nos vamos a ver tanto, pero vamos a seguir juntos, ¿verdad? El destino nos unió, eso está claro, el destino te hizo leer aquel anuncio y venir hasta aquí.

–¿Y vas a tener tiempo para mí? –bromeó Gabriel–. La carrera de Veterinaria es dura. No sé si vas a poder dedicar tiempo a… conocidos…

Laura vio que estaba bromeando y suspiró aliviada.

–Tú no eres un conocido –rio.

–Hay otra solución, ¿sabes? Para poder vernos más, digo.

–¿Cuál? ¿Has encontrado un tesoro y te vas a comprar un helicóptero para ir a verme todas las noches?

–Cásate conmigo.

Laura tardó unos segundos en entender lo que le estaba diciendo.

–Estás de broma, ¿no?

–Nunca he hablado más en serio, querida.

Laura se sentó. Se moría por encender la luz para poder ver la expresión de su cara, pero no podían correr el riesgo de que los vieran desde la casa.

–¿Casarme contigo, Gabriel?

–Sé que, al principio, sería duro, pero podríamos alquilar algo barato en Londres. En vez de ir a Edimburgo, podrías estudiar en Londres. A mí, solo me queda un año y, luego, ganaré dinero. Te aseguro, mi amor, que no pasaríamos hambre.

–Gabriel… –dijo dándose cuenta de lo que significaría casarse con él.

Matar a sus padres del disgusto. Desde luego, a su madre, seguro. Sabía perfectamente que no les hacía ninguna gracia la relación que tenía con Gabriel. Su madre se había limitado a aconsejarle que no se enamorara de él, pero su padre había sido mucho más explícito y apenas hacía dos semanas le había pedido que dejara de verlo.

Gabriel se apartó de ella y Laura le agarró la mano.

–Dios, Gabriel, te quiero tanto. Sabes que nunca he sentido por nadie lo que siento por ti, pero…

–Pero…

Aquello no estaba saliendo como él había previsto. Él había creído que Laura le iba a decir que sí entusiasmada. El orgullo empezó a apoderarse de él. Lo sintió e intentó controlarlo respirando varias veces profundamente.

–Solo tengo diecinueve años –suplicó Laura–. ¿No podríamos… seguir como hasta ahora…?

–¿Escondiéndonos de tus padres porque te avergüenzas de mí? –la acusó.

Laura sintió como si la hubieran abofeteado.

–¡Eso no es así!

–¿Ah, no? –dijo Gabriel comenzando a vestirse–. ¡Te encanta acostarte conmigo, Laura, pero nada más! –añadió iracundo.

Recordó la carcajada de su padre ante la idea de que un pobre argentino quisiera casarse con su hija y vio que ella le acababa de hacer lo mismo.

Efectivamente, le acababa de decir que no. Era inútil intentar adornarlo. Un no como una casa.

–¡Espera, Gabriel! –exclamó Laura poniéndose en pie muy nerviosa. Intentó agarrarle las manos, pero él las apartó y siguió vistiéndose. De repente, se dio cuenta de que estaba desnuda y comenzó a vestirse también a toda prisa.

–¡Pero si hasta llevas la ropa de tu padre!

–¡Es una camiseta vieja! Me la pongo porque es calentita. ¡Es lo que tenía a mano esta noche para venir a verte!

–¡Sí, bien escondida en la oscuridad de la noche! ¿Habrías venido igual de corriendo si te hubiera invitado a cenar, si te hubieras visto obligada a decirles a mamaíta y a papaíto que tenías una cita conmigo?

–¡Sí, por supuesto que sí! –contestó ella con los ojos brillantes por las lágrimas–. ¿Pero cuándo me has invitado a salir? –le espetó–. Vienes, trabajas, damos paseos a caballo y nos acostamos, pero nunca me has invitado a cenar.

–¡Sabes por qué! ¡Sabes en qué situación estoy! –gritó cortante–. ¡Nunca te he ocultado que todo lo que gano, hasta el último penique, lo ahorro para el último año de carrera!

–¡Te he dicho mil veces que yo tengo dinero!

–¿Aceptar dinero de una mujer? Jamás.

–¡Te pierde ese maldito orgullo! Tu maldito orgullo está destrozando lo que tenemos.

–¿Lo que tenemos? Tú y yo no tenemos nada.

Se hizo un terrible silencio. Gabriel no podía ni mirarla. Se vio como un ser patético. Primero, sus padres y, ahora, ella. Qué idiota por haber creído que se casaría con él. No había querido ver que los ricos no se mezclan con los pobres, así de simple.

–No digas eso –dijo Laura–. Te quiero.

–No lo suficiente, por lo visto, porque no te quieres casar conmigo. Las palabras se las lleva el viento, ¿sabes?

–Para ti, es muy fácil, Gabriel. Tú te crees que es «si me quieres, demuéstramelo, abandónalo todo por mí y sígueme sin preocuparte de si haces daño a tus padres».

Gabriel apretó los dientes.

–Efectivamente, es así de sencillo.

–¡De eso nada! ¿Y qué pasa con mi carrera?

–Ya te he dicho…

–Sí, que me venga a Londres a estudiar. ¿Y mis padres? ¿Qué quieres, que los deje, también? ¿Por qué no puedes… esperar unos años? Con el tiempo, mis padres acabarán aceptándote, los conozco. Podría empezar la carrera en Edimburgo y, luego, pedir el traslado y… –se interrumpió por la dureza de su rostro.

–Me he equivocado contigo –dijo con brusquedad–. Creí conocerte, pero no es así.

–Claro que sí, Gabriel. Me conoces mejor que nadie –contestó Laura rezando para que no saliera por la puerta porque sabía que, si lo hacía, no volvería a verlo. Se le escapó una lágrima y no hizo nada por remediarlo.

–No, te equivocas, querida –le espetó.

Aquella palabra, que la había hecho tan feliz una hora antes, la mataba ahora de dolor.

–Vuelve a tu vida, ve a la universidad, sé la niña buena que papá y mamá quieren que seas, cásate con un hombre que les guste y ten hijos –añadió yendo hacia la puerta.

Laura corrió tras él desesperada, lo adelantó y se puso contra la puerta.

–¡No te vayas!

–Quítate del medio.

Laura no se movió. No podía ser, no se podía ir.

¿Y si se casara con él? ¿Y si dejara tirados a sus padres y se olvidara de ser veterinaria? De nada serviría. Ya era demasiado tarde. Gabriel ya no la aceptaría. Aquel orgullo que había entrevisto durante meses se había solidificado en algo imposible de romper.

De repente, sintió una tremenda furia.

–Si me quisieras, me esperarías.

Gabriel la empujó a un lado y abrió la puerta.

–No puede terminar así –gritó desesperada–. Dime que nos volveremos a ver.

Gabriel se paró y la miró.

–Reza para que no sea así, querida…

Capítulo 2

 

Aquella era la hora del día que más le gustaba a Gabriel Greppi. Las seis y media de la mañana, cuando, sentado en su jaguar recorría con su chófer los cuarenta minutos que lo separaban de Londres y tenía tiempo para leer la prensa. Tras los cristales ahumados, podía mirar al mundo sin que el mundo lo viera a él.

A veces, pensaba en el precio que había pagado por su ascenso a lo más alto, pero se apresuraba a borrar aquella idea de su cabeza.

Hojeó el Financial Times para ver qué tal iban determinadas empresas. Aquello era lo que le daba la vida. Era famoso por su olfato para detectar compañías con problemas y comprarlas.

Estuvo a punto de pasar por alto el pequeño artículo. Lo leyó dos veces. Una cuadra de Warwickshire estaba en apuros.

Sonrió y se relajó.

Así que la cuadra necesitaba un comprador que la salvara de la ruina…

Qué felicidad.

Por primera vez en siete años, se dejó llevar por los recuerdos.

Laura.

Recordó el olor de los caballos, su pelo rubio, su cuerpo, su risa, cómo se movía cuando la acariciaba, cómo se derretía y lo volvía loco, cómo le había dicho que no…

Al llegar a ese punto, apretó los dientes con ira.

Decidió decirle a Andy, su contable, que hiciera un par de llamadas.

 

 

No eran todavía las nueve cuando Laura entró corriendo en la cocina para atender el teléfono.

Estaba cepillando a los caballos cuando lo había oído y, aunque sabía que iba a ser alguien para reclamarle algún pago, contestó.

Su padre lo había mantenido todo en secreto, pero, en cuanto había muerto, se habían abalanzado sobre ella. La casa estaba hipotecada y los bancos querían su parte. Y aquello solo era la punta del iceberg.

¿Cómo no se había dado ella cuenta de nada? La casa había ido de mal en peor, se había deteriorado sin remedio, se habían vendido los caballos uno por uno e incluso había perdido algunos clientes. Y ella como si nada, haciendo su trabajito en la ciudad y volviendo a casa tan tranquila, a la seguridad de siempre, sin enterarse de nada. ¡Dios!

–¿Sí?

–Buenos días, soy Andrew Grant. ¿Es usted la señorita Jackson, la propietaria del Centro Ecuestre Jackson?

Laura se pasó los dedos por el pelo.

–Sí, si llama usted por alguna factura, me temo que tendrá que enviármela por escrito. Mi contable se encargará… de pagársela –contestó.

Sí, seguro. ¡A ver con qué dinero!

–He leído un artículo en el Financial Times de hoy, señorita Jackson, que no la deja muy bien parada.

–Bueno… tenemos algunos problemas económicos, pero le aseguro que…

–Está usted arruinada, ¿no?

Ante la brutalidad de la verdad, Laura tuvo que sentarse. En cuatro meses, había pasado de ser una jovencita de veintiséis años sin problemas a sentirse como una mujer de ochenta años.

–Bueno, sí, hay algún problema económico, señor Grant, pero le aseguro que…

–¿Que qué? ¿Que va a pagar todo por arte de birlibirloque?

–Mi contable…

–Ya he hablado con su contable. Por lo que me ha dejado entrever, está preparando el funeral de la empresa.

Laura tomó aire y tembló.

–¿Quién es usted? ¿Con qué derecho habla con mi contable a mis espaldas? ¡Podría demandarle por esto!

–No creo que lo haga. Para que lo sepa, puedo hablar con su contable tranquilamente. No es ilegal. La situación actual de su empresa es del dominio público.

–¿Qué quiere?

–Proponerle un paquete de rescate, señorita Jackson…

–¿Qué quiere decir eso? Mire, no entiendo mucho de números, ¿sabe? ¿Por qué no vuelve a hablar con Phillip y que él me explique…?

–Mi cliente quiere explicárselo personalmente.

–¿A mí? –dijo Laura confundida–. Es Phillip el que lleva la contabilidad. No me parece bien…

–Cuanto antes vea a mi cliente, señorita Jackson, antes se terminarán sus problemas, así que… ¿Qué le parece mañana para comer?

–¿Mañana? ¿Esto es una broma? ¿Quién es su cliente?

–Me temo que tendrá que venir usted a Londres. Mi cliente es un hombre de negocios muy ocupado. Hay un pequeño restaurante francés que se llama Cache d’Or cerca de Gloucester Road, en Kensington. ¿Le va bien a la una?

–Yo…

–Si tiene alguna duda, llame a Phillip Carr, su contable. Él le dirá que esto no es ninguna broma y que mi cliente tiene dinero de sobra para hacerse cargo de su empresa, así que quédese tranquila.

Tranquila, desde luego, no estaba una hora más tarde, tras haber llamado a Phil.

–No puede ir en serio, Phillip. ¡Has visto cómo está la cuadra! ¡Hecha una porquería! –exclamó con un nudo en la garganta.

–Parece que sí, Laura. ¿Qué tienes que perder?

–¿Sabes quién es?

–No, pero su contable me ha dicho que tiene una fortuna estimada en varios millones de libras y me ha facilitado una lista de todas las empresas que tiene.

Conocía a Phillip de toda la vida y era, prácticamente, la única persona de confianza que le quedaba.

–¿Por qué tanto secreto?

–Porque no quiere que nadie se entere de la operación, por lo visto.

–No entiendo nada.

Oyó suspirar al contable.

–Laura, ve a ver a ese hombre. No tienes nada que perder. Como no te ayude alguien, lo vas a perder todo. Todo. La casa, lo que hay dentro, tus caballos y la tierra que te queda. Es mucho peor de lo que creía al principio.

Laura sintió un escalofrío de miedo por la espalda. Menos mal que sus padres no estaban vivos para ver aquello. A pesar de lo mal que lo había hecho su padre, no lo podía odiar. Tras la muerte de su madre, se había sumido en una depresión total y se había dado al juego y a la bebida.

–… y podría ser todavía peor –dijo Phillip.

–¿A qué te refieres?

–Me temo que podrían pedirte responsabilidades por las deudas de tu padre. Los bancos podrían embargarte el sueldo. Si ese hombre va en serio, aprovecha. Podría ser tu última oportunidad. Sinceramente, no creo que nadie pueda sacarte de esto.

Veinticuatro horas después, con aquellas palabras en la cabeza, Laura se vistió con esmero para la que podría ser la cita más importante de su vida. No tenía ropa de vestir porque no la necesitaba ya que se pasaba todo el día con los caballos, pero consiguió estar más o menos bien con una falda de punto gris, una blusa, una chaqueta con botones de perla y zapatos de tacón.

Para cuando llegó al restaurante, se la comían los nervios.

Mientras Laura buscaba a un hombre de mediana edad, Gabriel la observaba.

Sonrió. Había merecido la pena esperar siete años. Sí, había cambiado. Ya no llevaba el pelo por la cintura sino por los hombros. También le quedaba bien. La miró de arriba abajo. Cuerpo delgado, pechos generosos, piernas largas. Sintió una punzada violenta y dejó de mirarla. Esperó, con un whisky en la mano, a que lo viera.

Dio un trago mientras el camarero la acompañaba a su mesa.

Se miraron a los ojos. Ojos color chocolate cargados de incredulidad chocaron con ojos negros como el carbón. Gabriel sonrió con frialdad.

–¿Gabriel? Dios mío, ¿qué tal estás? –preguntó sorprendida intentando sonreír.

–Vaya, Laura, nos volvemos a ver –contestó él mirándola con insolencia–. ¿Estás un poco… desconcertada, quizás?

La verdad era que parecía que se fuera a desmayar de un momento a otro.

–No esperaba que… No creí que… –contestó ella mirándolo a los ojos. Qué ojos. Aquellos ojos siempre la habían puesto nerviosa. ¿Habían pasado siete años ya? Le pareció que hubiera sido ayer. Carraspeó–. No sabía que…

–¿Te ibas a encontrar conmigo? –dijo Gabriel encogiéndose de hombros–. Siéntate, por favor –añadió dándose cuenta de que, si hubiera podido, Laura saldría corriendo de allí. Pero no podía. Por un desagradable giro del destino. estaba atrapada por las deudas. Ni él, en sus mejores sueños de venganza, podría haberlo hecho mejor.

–Siéntate –le ordenó amablemente al verla dudar–. Somos amigos y tenemos muchas cosas de las que hablar.

Laura seguía teniendo ese aire entre inocente y sensual. Tuvo que dejar de mirarla porque su cuerpo empezó a reaccionar peligrosamente.

–¿Qué quieres, Gabriel? –dijo sentándose.

–Creí que mi contable te lo había dejado claro… –contestó haciéndole una seña al camarero para pedirle que le sirviera un vino blanco–. Por fin, me ha costado siete años, pero ahora sí que puedo invitarte a algo, a un vino, un buen vino en un local elegante y de moda. ¿No te parece increíble…?

–Hubiera preferido agua, gracias.

Gabriel ignoró la protesta.

¿Sabía lo que le estaba haciendo? Sí, claro que lo sabía. Se estaba vengando. Laura sintió un escalofrío por la espalda. Recordó lo guapo que era. Seguía siéndolo. No había cambiado. Sí, sí había cambiado. Ahora, exudaba poder y dinero y la miraba con frialdad. Sintió náuseas.

–Estás pálida. Bebe un poco –dijo Gabriel sacándola de sus pensamientos–. Siento mucho la muerte de tu padre –añadió acariciando su vaso de whisky.

–Gracias –contestó ella tomando un poco de vino–. Veo que te ha ido muy bien… no sabía que…

–¿Que un pobrezuelo como yo que tenía que trabajar como una mula para pagarse los estudios se haya convertido en un hombre rico?

–No iba a decir eso. ¿Qué tal está tu padre?

–Volvió a Argentina. Muy bien.

–¿Y tú? ¿Qué tal estás? ¿Te has casado? ¿Tienes hijos?

Laura se dio cuenta de que nunca se lo había imaginado casado, la verdad. Nunca había dejado de pensar en él. Sus padres la habían intentado convencer de que era mejor que se hubiera ido, que no estaban hechos el uno para el otro, que lo olvidaría con el tiempo… Pero no había sido así. Claro que el muchacho que ella recordaba no tenía nada que ver con el hombre que tenía delante.

Gabriel apretó los dientes. ¿Casarse? ¿Tener hijos? Esos sueños los había tenido muchos años atrás y la mujer que tenía ante sí había dado al traste con ellos, hasta aquella noche en la que había quedado muy claro que no había sido más que un pasatiempo para ella. Se bebió de un trago el whisky.

–No –contestó llamando al camarero.

Tras pedir la comida, se arrellanó en la silla y la miró con las manos entrelazadas en el regazo.

–Las cosas han cambiado mucho, ¿eh? Hace siete años, no habría podido ni soñar con venir a un restaurante así. ¿Quién iba a decirnos que un día nos íbamos a ver aquí y que tú ibas a ser la…? ¿Cómo podríamos describirte, Laura? ¿La penitente?

–¿Por qué me hablas así? –le dijo ella mirándolo a los ojos–. Han pasado muchos años… –suspiró–. Mira, no quiero ponerme a hablar del pasado. Phillip me ha dicho que te interesa comprar la cuadra. Te advierto que no es lo que solía ser –añadió rezando para que dejara de mirarla con tanta intensidad.

–¿Por qué te hablo así? –dijo él con desdén–. ¿Tú qué crees?

–Porque tu orgullo todavía está herido por… –contestó quitándose un mechón de pelo de la cara.

–Dilo, Laura, no te reprimas. Hace mucho que no nos vemos, así que lo más normal es hablar del pasado, ¿no?

–¿Para qué? –dijo dejando la servilleta sobre la mesa–. ¿De verdad te interesa la cuadra o solo me has citado aquí para verme sufrir? ¿Quieres humillarme porque hace años no quise casarme contigo? –le espetó.

Se quedaron mirándose en silencio.

Laura no estaba dispuesta a dejarle jugar al gato y al ratón con ella. Estaba claro que Gabriel no quería comprar la cuadra. Era una excusa para verla y avergonzarla por haber herido su orgullo argentino y explosivo.

–Me voy –dijo levantándose y agarrando el bolso–. No tengo por qué aguantar esto.

–¡No vas a ningún sitio! –exclamó Gabriel como un latigazo.

–¡Tú a mí no me dices lo que hago o dejo de hacer! –le advirtió poniendo las manos sobre la mesa y echándose hacia él.

Craso error. Ahora, tenía su boca demasiado cerca. Como si le estuviera leyendo el pensamiento, Gabriel sonrió.

–Pues sí que han cambiado las cosas, sí… –murmuró mirándole la boca y paseando la mirada hasta los pechos que se balanceaban bajo la chaqueta–. Antes, te encantaba que te dijera lo que tenías que hacer y disfrutabas, si mal no recuerdo…

Laura lo miró a los ojos y se sonrojó levemente.

–No estamos aquí para hablar de aquello… –dijo él con recuperada frialdad– sino de la cuadra. Siéntate como una buena chica. Estamos aquí para hablar de tu futuro. No tienes más remedio que aguantar mi compañía.

Laura sintió que se quedaba sin fuerzas. Gabriel tenía la sartén por el mango. Iba a tener que aguantarse porque tenía razón: no tenía otra opción.

–Así está mejor –gruñó cuando se volvió a sentar–. Será mejor que hablemos mientras comemos, como dos adultos civilizados.

–Por mí, encantada, Gabriel. Eres tú el que se ha empeñado en sacar el pasado a relucir –contestó mientras el camarero le servía un lenguado fileteado que olía de maravilla. Qué lástima que se le hubiera quitado el hambre–. ¿Qué te parece si no volvemos a hablar del pasado? –le propuso.

–No estás en condiciones de proponer nada –le espetó saboreando su merluza. Debería de sentirse pletórico por haber ganado aquella batalla, por haberla doblegado, pero no se sentía bien–. ¿Cuál es la situación de la cuadra?

–Ya lo sabes. Está mal. Supongo que Phillip se lo explicaría a tu contable.

–¿Cómo de mal?

–Muy mal –confesó intentando comer. La comida le estaba sentando fatal, pero no quería darle la satisfacción de verla sucumbir–. Hace cuatro años, tuvimos que vender todos los caballos de carreras. Los demás, se fueron vendiendo también. Me quedan unos cuantos, pero dudo que pueda conservarlos mucho más. En cuanto a la casa… bueno, sigue en pie, pero de milagro.

–¿Por qué?

–¿De verdad te interesa o quieres todos los detalles morbosos para poder reírte a gusto de la desgracia de mi familia? –le espetó.

–¿Quién ha sacado ahora el pasado a relucir? Te estoy preguntando lo que te preguntaría cualquier inversor interesado en comprar.

–¿De verdad estás interesado, Gabriel?

Buena pregunta. Andy no se lo había aconsejado y Gabriel entendía perfectamente por qué. Los carreras de caballos no estaban entre sus negocios, pero llevaba tantos años con aquella espina clavada…

¿De verdad estaba interesado en comprar la cuadra?

Sí, claro que sí. Un par de horas con Laura no eran suficientes para saciar su apetito. La miró y, de repente, se preguntó con cuántos hombres más se habría acostado. Estaba decidido a volver a cabalgar sobre ella, pero, ahora, sin sentimientos, no como cuando había sido un muchacho. Iba a volver a hacer lo que él quisiera y, esta vez, una vez saciado, iba a ser él quien la dejara tirada. Si para ello tenía que comprar la cuadra, muy bien. Se lo podía permitir.

–Sí, estoy interesado –contestó–, así que cuéntame qué os ha pasado.

–Mi madre murió. Eso fue lo que pasó –dijo limpiándose con la servilleta–. Todos sabíamos que estaba delicada del corazón… Pero mi padre nunca quiso aceptarlo. Creo que, en su fuero interno, creía que un milagro iba a curarla. No ocurrió así, claro y, cuando murió, no pudo con ello. Empezó a perder interés por todo porque decía que le recordaba a mi madre. Cada vez se ausentaba más de casa. Yo creía que iba a ver caballos o a amigos. Después de su muerte, descubrí que se iba a jugar –suspiró cerrando los ojos–. Lo perdió todo.

–¿Todos los purasangres?

A pesar de su frialdad, a Laura le pareció detectar algo de su antigua ternura. Pero ahora era el enemigo y antes muerta que dejarle ver que seguía teniendo cierto efecto en ella.

–No, todos, no –contestó–. Se metió en dos negocios que salieron fatal y lo único que consiguió fue deber más dinero todavía. Creo que fue entonces cuando ya se dio por completo al juego.

–¿Y tú no te diste cuenta de nada?

–¡No había motivos para sospechar que nada fuera mal! –contestó desafiante–. Al fin y al cabo, yo no llevaba la contabilidad. ¿Cómo iba a saber que algo iba mal?

–¿Porque tienes ojos y cerebro, quizás?

Laura sintió como un mazazo porque eso era exactamente lo que ella se decía una y otra vez. Pero, ¿por qué tenía que aguantar que se lo dijera él? Porque no tenía más remedio. Necesitaba a Gabriel. Apretó los puños.

–Obviamente, no fue suficiente –contestó de mala gana.

–¿Al final estudiaste Veterinaria? –preguntó Gabriel de repente, cambiando de tema.

–Bueno, tuve que dejarlo al poco tiempo de empezar por… lo de mi madre y… bueno… –se encogió de hombros y bajó la mirada–. Mi padre me necesitaba.

–¿Has estado en casa todos estos años? –preguntó sorprendido recordando los grandes planes de Laura.

–¡No he estado metida en casa, para que lo sepas! Trabajo, ¿sabes?

–¿En qué?

–¿Esto también lo preguntaría cualquier inversor?

–No, es por curiosidad.

–No he venido para satisfacer tu curiosidad, Gabriel. He venido para hablar de la cuadra. Me queda un poco de tierra y la casa, pero está hipotecado. ¿Te sigue interesando?

–Has venido para hacer lo que a mí me dé la gana y será mejor que no lo olvides. Sé todo lo que tengo que saber sobre el estado financiero de tus propiedades, lo suficiente para tener muy claro que, sin mi ayuda, te las vas a ver realmente mal. Si te pregunto algo, me contestas, ¿entendido? ¿En qué trabajas?

–Trabajo en una inmobiliaria, de secretaria. Después de la muerte de mi padre, he tenido que reducir la jornada para ocuparme de todo, pero sigo yendo tres días por semana.