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Ortodoxia es un ensayo de G. K. Chesterton, publicado en 1908, que se ha convertido en un clasico sobre apologetica cristiana.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
G. K. CHESTERTON
Por extraña casualidad, a la misma hora en que, en su vivienda campesina de Bea-consfield, fallecía Gilbert Keith Chesterton, anunciaba George Bernard Shaw, en Newcas-tle, que no hablaría más en público.
Con estos mosqueteros, que tantas veces midieron sus armas dialécticas, el espectácu-lo de la refriega ideológica perdió en Inglaterra sus dos más diestros, tenaces y fantásticos combatientes.
Chesterton y Shaw nacieron tal para cual.
Dotados del mismo vigor polémico. e idéntico afán proselitista, iguales en ingenio, no existía bajo el sol una sola cuestión frente a la cual sus opiniones no se encontraran en dia-metral oposición.
La oposición de sus opiniones encendió y mantuvo encandilada, sin un momento de desmayo, durante dos generaciones, la más fragorosa batalla que engendró nunca la in-ventiva. Sus controversias públicas eran co-mo justas de la razón dirimidas con los fuegos artificiales de las paradojas, las sutilezas, los retruécanos y las imágenes, donde el público olvidaba el objeto de la riña y se dejaba fascinar por el deslumbrante espectáculo.
Shaw vencía en el arte de la dramatización de su causa, pero Chesterton le vencía en la sutileza que infundía al argumento de la su-ya.
Como si quisiera compensarle de la monstruosa corpulencia que levantó sobre sus pies, el Creador dotó el cerebro de Chesterton con el más ágil, elástico, fino entendimiento que puso en ninguno de nuestros contemporáneos. Era tan gigantesco y pingüe que le llamaron "monumento andante de Londres", y en una ocasión, durante un ban-quete en su honor, Bernard Shaw dijo a la hora de los discursos: "Tan galante es nuestro agasajado, señores, que esta misma ma-
ñana les dejó su asiento en el tranvía a tres señoras".
Fantasía o imaginación no iban a la zaga de su figura en cuanto a exuberancia.
Aunque, superficialmente considerada, la obra de Chesterton aparece sólo como un intento ingenioso de encontrar la verdad por procedimientos originales en los que el ingenio y la originalidad semejan lo principal y la verdad lo secundario, en realidad ocurre todo lo contrario.
Chesterton vivió perpetuamente desasose-gado por la idea de la verdad, y sus paradojas no eran sino el doble lazo con que pretendía coger por los cuernos tan elusivo toro.
Su versatilidad estaba propulsada por el mismo desasosiego, el cual le llevaba del verso al artículo de periódico; de éste al ensayo filosófico; del ensayo a la novela teológica, cuando no detectivesca, o al discurso proselitista y a la controversia.
La búsqueda de la verdad' le condujo al catolicismo en 1922 y, poco después, a la fundación del movimiento distributista, en el que pretendía encarnar su ideología y al que, secundado por su fiel y veterano escudero el escritor casticista Hilario Belloc, dedicara la mayor parte de su astronómica energía durante los diez últimos años.
Chesterton odiaba tanto al capitalismo co-mo al comunismo, porque ambos destruyen igualmente la propiedad privada individual, el ejercicio de los oficios manuales que, para él, constituyen la base de la libertad y el desenvolvimiento espiritual del hombre.
En el imaginario "Reino distributivo" cada individuo es propietario de las herramientas con que trabaja, ejerce su oficio individual-mente y posee su vivienda. Para propulsar el triunfo del Estado distributivo, que debe ser alcanzado por los medios constitucionales,
"puesto que los ingleses aborrecen la violencia", Chesterton fundó un semanario, excelente y brillantemente escrito, titulado "G. K's Weekly", es decir, "Semanario de Chesterton", donde colaboraba una pléyade escogida de jóvenes intelectuales católicos.
La concepción chestertoniana de la economía estaba íntimamente vinculada a la que tenía de la libertad.
La libertad abstracta que la Reforma impuso sobre Europa es, según Chesterton, una maldición que ha devorado la libertad concre-ta que se gozaba anteriormente en los pueblos de la Cristiandad. "La libertad de la postReforma significa esto: cualquiera puede escribir un folleto, cualquiera puede dirigir un partido, cualquiera puede imprimir un perió-
dico, cualquiera puede fundar una secta. El resultado ha sido que nadie posee su propia tienda o sus propias herramientas, que nadie puede beber un vaso de cerveza o apostar a un caballo. Ahora yo les ruego a ustedes, con toda seriedad, que consideren la situación desde el punto de vista del hombre del pueblo. ¿Cuántos seres humanos desean fundar sectas, escribir folletos o dirigir partidos?".
Esta cita es un ejemplo característico del procedimiento con que Chesterton mezcla lo arbitraria y lo lógico, el sentido común y lo absurdo para, después de fundirlos en el cri-sol de su imaginación, elevar el resultado a teoría.
Tan natural como su extravagante figura física era en Chesterton la jovialidad intelectual, el gozo en el puro juego de la inteligencia y la frase chispeante. Cualquier argumento podía ser convertido por él, automáticamente, en un deslumbrador juego de presti-digitación.
Muchas de sus frases y de las incidencias de sus controversias se han convertido ya en leyenda que el pueblo transmite de boca en boca. Un día debatía por la radio con un poeta defensor del verso libre, quien le acusó de no entender la "nueva métrica".
Verso libre -respondió G. K. Chesterton-no es una nueva métrica, del mismo modo que dormir al raso no es una nueva forma de arquitectura.
-Pero no, podrá usted negar -objetó el poeta- que es una revolución en la forma literaria.
-El verso libre es una revolución, respecto a la forma literaria, igual que el comer carne cruda es una revolución respecto al arte de la cocina -replicó Chesterton.
A la agudeza y mordacidad intelectual, que Ie hacían un enemigo temible, se unían en la inmensa humanidad de Gilbert Keith una bondad y campechanía primitivas y populares que le convertían en el más delicioso de los amigos. De su amistad privada disfrutaban muchos de aquellos con quienes Chesterton cambiaba en público los más inflexibles man-dobles: librepensadores, racionalistas, pro-testantes, socialistas, eugenistas, y, especialmente, la encarnación misma de todos estos "ismos", el inescrutable, invencible, incorregible George Bemard Shaw.
Con Bernard Shaw y Lloyd George compar-tió Chesterton el privilegio único de que tanto en los periódicos como en las conversaciones se le mencionara por las solas iniciales de su nombre. "¡Pobre G. K. Chesterton!", se decía la gente al saludarse, en Londres, el día de su muerte.
Una de las mejores biografías que existe hoy de Bernard Shaw la escribió, en 1909, Chesterton. Antes había escrito ya una de sus obras maestras, la biografía de poeta Browning.
Más tarde escribió las de Chaucer, Steven-son, Colbett, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Dos meses antes de morir había terminado la suya propia.
Sus libros de poemas llenan casi una biblioteca. Uno de ellos se titula "Bagatelas tremendas". Las dos novelas más famosas que escribió: "El hombre que fue jueves" y
"El padre Brown", están traducidas al espa-
ñol, pero, en cambio, creo que no ha sido trasladado al castellano ninguno de sus últimos libros, ni siquiera el epos de "Lepanto".
The Napoleon of Notting Hill y A Club of Queer Trades son novelas de la vida subur-bana de Londres, en las que revive el espíritu
"pickwickiano". Chesterton hace de los perso-najes de sus novelas instrumentos en que emplear su ingenio y les obliga a proceder del modo más incongruente que jamás procedie-ron los habitantes del mundo novelesco.
De entre las obras teóricas o filosóficas, aparte de Ortodoxia, aquella en que la ideología del autor adquiere más coherencia es la contenida en el tomo de ensayos sobre el tema Qué hay de malo en el mundo, donde arguye contra las concepciones eugenistas, las cuales asumen que la suerte de la vida está determinada por el nacimiento, y hace la más impresionante descripción del concepto cristiano de la vida que se haya escrito en este siglo.
Aunque sostuvo siempre la opinión de que el viajar contrae la inteligencia y apoca la fantasía, visitó Italia, Irlanda y América y escribió un libro sobre las impresiones recibidas en cada uno de dichos países.
Al revés que Bernard Shaw y Wells, las otras dos grandes figuras de las letras inglesas de su tiempo, Chesterton no sufrió priva-ciones en su juventud, sino que disfrutó de la más esmerada educación que en aquella épo-ca podía recibir un hijo de burgueses ricos.
A pesar de que era dieciocho años más joven que Bernard Shaw, sus obras comenzaron a ser conocidas al mismo tiempo que las de éste. Chesterton no desempeñó nunca, en realidad, otra ocupación que la de escritor, a la que se dedicó por entero desde los veinte años, después de haber abandonado el aprendizaje de dibujante. Por entonces consistía su cultura, fundamentalmente, en 'un profundo conocimiento de la Biblia que le había infundido el padre, propietario de un importante negocio de alquileres. Por las ve-nas de la madre corría sangre francesa.
Tuvo un solo hermano, Cecil, que se dedicó también al periodismo y había logrado gran renombre cuando, poco después de la guerra, vino a sorprenderle la muerte.
A los veinticinco años se casó y de su matrimonio no le quedó ningún hijo a la viuda.
Su vida toda fue una portentosa exhibición de atletismo intelectual y de entusiasmo espiritual.
AUGUSTO ASSÍA.
INTRODUCCIÓN
La única justificación posible para este libro, consiste en ser la respuesta a un desafío.
Hasta un mal tirador se dignifica aceptando un duelo.
Cuando hace algún tiempo publiqué una serie de apresurados; pero sinceros ensayos bajo el título de "Heréticas", algunos críticos por cuyas inteligencias siento caluroso respeto (puedo mencionar especialmente al señor G. S. Street), dijeron que estaba muy bien de mi parte sugerir a todos que probaran su teoría cósmica, pero que yo había evitado dili-gentemente confirmar mis consejos con el ejemplo. "Voy a comenzar a preocuparme por mi filosofía, (dijo el señor Street) cuando el señor Chesterton nos haya expuesto la suya".
Tal vez fue imprudente hacer tal indicación a una persona demasiado dispuesta a escribir libros por la provocación más leve. Pero después de todo, aunque el señor Street haya inspirado y provocado la creación de este libro, no tiene ninguna necesidad de leerlo.
Si lo lee, verá que en forma personal, en sus páginas he intentado dar testimonio de la filosofía en la cual he venido a creer, valiéndome de un conjunto de imágenes mentales más que de una serie de deducciones. No voy a llamarla "mi filosofía", porque yo No la hice.
Dios y la Humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí.
Con frecuencia he sentido deseos de escribir una novela sobre un "yachtman" inglés que erró levemente su ruta y descubrió Inglaterra convencido de haber descubierto una nueva isla en los mares del Sur. No obstante, siempre me encontré demasiado perezoso o demasiado ocupado para escribir sobre ese refinado tema. Por consiguiente puedo pos-tergar una vez más mi deseo, ahora por fines de ilustración filosófica.
Probablemente existirá la impresión general de que se sintió muy tonto el hombre que llegó a tierra (armado hasta los dientes y hablando por señas) para plantar la bandera inglesa sobre aquél templo bárbaro que resultó ser el Pabellón de Brighton. No me concierne a mí negar que parecía tonto. Pero si ustedes se imaginan que se sintió tonto, por lo menos que la sensación de tontera fue su única y dominante emoción, significa que no han estudiado con minuciosidad suficiente, la rica naturaleza romántica del héroe de este cuento. Su error fue en verdad un error muy envidiable. Y él lo sabía, si era el hombre que yo imagino.
¿Qué podría ser más agradable que sentir, simultáneamente y en pocos minutos, todas las fascinadoras angustias del partir, combinadas con toda la seguridad humana de volver a casa? ¿Qué mejor que gozar con la diversión de descubrir África, sin tener la desagradable necesidad de trasladarse a ese continente? ¿Qué podría ser más agradable que felicitarse por descubrir Nueva Gales del Sur y comprender luego, con lágrimas de alegría, que en realidad' no era más que la vieja Gales del Sur?
Este, al menos a mi parecer, es el problema principal de los filósofos y en cierta forma, el principal problema de este libro.
¿Cómo es posible que el mundo nos asom-bre y al mismo tiempo nos hallemos en él como en nuestra casa?
¿Cómo puede este pueblo cósmico, con sus monstruos y lámparas antiguas, cómo este mundo puede hacernos sentir simultá-
neamente, la fascinación de un pueblo exóti-co y el confort y el honor de ser nuestro propio pueblo?
Demostrar que una creencia o una filosofía es verdadera desde todo punto de vista, sería empresa demasiado grande aún para un libro más vasto que éste; es necesario atenerse a una sola línea de argumentación; y esa es la táctica que me propongo observar.
Quiero dejar expuesta mi fe, como llenan-do esa doble necesidad espiritual: la necesidad de aliar lo familiar con lo extraño, alia-ción que con acierto, el cristianismo llama
"romance". Porque la misma palabra "romance", tiene en sí el misterio y el primitivo significado de "Roma".
Cualquiera que se disponga a discutir algo, debe empezar siempre, especificando qué es lo que no discute. Antes de determinar qué se propone probar, debería determinarse qué es lo que no se propone probar.
Lo que no intento probar, lo que me propongo dejar como lugar común a mí y a la mayoría de los lectores, es esta inclinación a una vida activa e imaginativa, pintoresca y llena de poética curiosidad; a una vida como la que el hombre occidental, por lo menos aparenta haber deseado siempre.
Si un hombre opina que la extinción es mejor que la existencia o que una vida vacía y monótona es mejor que la variación y la aventura, ese hombre no es uno de los seres normales a quienes me dirijo. Si un hombre no tiene preferencia por nada, nada puedo darle. Pero aproximadamente todas las personas que he encontrado en esta sociedad occidental en que vivo, estarían de acuerdo con la idea general de que necesitamos esta vida de novela práctica; la combinación de algo que es extraño y problemático con algo que es familiar y seguro. Necesitamos eso para vislumbrar al mundo combinando una idea de asombro con una idea de bienvenida.
Necesitamos ser felices en este mundo de maravillas sin sentirnos en él ni siquiera confortables. Es esta enseñanza concluyente de mi credo, lo que voy a contemplar en las siguientes páginas.
Pero tengo una razón personal para mencionar al hombre en el yacht que descubrió Inglaterra.
Porque ese hombre soy yo. Yo descubrí Inglaterra.
No sé cómo podría evitar que este libro gi-rara en tomo al "ego"; y para decir verdad no sé cómo evitar que resulte árido y confuso.
Su aridez, sin embargo, me librará del reproche que más lamento, el reproche de ser irónico y petulante.
El sofisma liviano, es lo que más desprecio y tal vez resulte un hecho saludable que se me acuse precisamente de usar de él. No conozco nada más despreciable que una simple paradoja; que es una simple e ingeniosa defensa de lo indefinible. Si fuera cierto (se-gún se ha dicho) que el señor Bernard Shaw, vivía de paradojas, el señor Bernard Shaw sería un vulgar millonario, porque un hombre de su actividad mental, puede inventar un sofisma cada seis minutos. Inventar un sofisma es tan fácil como mentir; porque es mentir. Lo cierto, naturalmente, es que el señor Shaw se ha visto cruelmente trabado, por el hecho de que no puede decir una mentira, a menos que piense decir una verdad.
Yo también me siento bajo la misma intolerable trabazón. Jamás en mi vida dije nada por la sola razón de creer gracioso lo que decía; no obstante, es claro' que he tenido la vulgar vanidad humana, de hallarlo gracioso porque yo lo había dicho.
Narrar una entrevista con una gorgona, criatura que no existe, es una cosa. Y otra cosa es descubrir que el rinoceronte existe y deleitarse luego en el hecho de que parece que no existiera.
Se busca la verdad, pero es posible que instintivamente se persigan las verdades más increíbles, y ofrezco este libro, con los sentimientos profundos del corazón, a la buena gente que detesta lo que escribo y lo mira (muy justamente a mi entender) como una pobre payasada o como ejemplar de broma de mal gusto.
Porque si este libro es una broma, es una broma contra mí mismo. Soy el hombre que haciendo derroche de audacia, descubrió lo que ya había sido descubierto.
Si hay una sombra de farsa en lo que sigue, yo, soy el objeto de esa farsa; porque este libro explica cómo imaginé ser el primero en poner pie en Brighton y cómo descubrí luego, que en realidad era el último.
Cuento mis fantásticas aventuras en busca de lo evidente.
Nadie podría hallar mi caso más ridículo de lo que lo pienso yo; ningún lector puede acu-sarme aquí de intentar ridiculizarlo. Yo soy el ridículo de esta historia y nadie ha de rebelarse para arrojarme de mi trono. Confieso abiertamente todas las ambiciones de fines del siglo XIX. Yo, como otros solemnes chi-quilines, traté de anticiparme a la época. Co-mo ellos, intenté adelantarme por diez minutos a la verdad, y encontré que ella se me había adelantado unos 1 800 años. Esforcé la voz gritando mis verdades con una penosa exageración juvenil, y recibí el castigo más adecuado, porque yo conservé mis verdades, pero descubrí luego que si bien mis verdades eran verdades, mis verdades no eran mías.
Me hallé en la ridícula situación de creer que me sostenía sólo: estando en realidad sostenido por toda la cristiandad.
Posiblemente, (y el ciclo me perdone) traté de ser original; pero sólo llegué a inventar una copia imperfecta, de las ya existentes tradiciones de la religión civilizada. El hombre del yacht creyó descubrir Inglaterra; yo creí descubrir Europa.
Traté de encontrar para mi uso, una herejía propia, y cuando la perfeccionaba con los últimos toques, descubrí que no era herejía, sino simple ortodoxia.
Es posible que alguien se divierta con el relato de este chasco feliz; es posible que un amigo o un enemigo se entretenga leyendo cómo gradualmente aprendí la verdad de una leyenda falseada o de la falsedad de alguna filosofía difundida, cosas que pude aprender en mi catecismo. Si alguna vez lo hubiera estudiado.
Es posible que haya diversión, o que no la haya, en leer cómo encontré al fin, en mi club anarquista o en un templo babilónico, lo que pude encontrar en la iglesia parroquial veci-na.
Si alguien se entretiene enterándose cómo las flores del campo o las frases que se oyen en el ómnibus, o los incidentes de los políticos, o las preocupaciones de los jóvenes, se unieron en un cierto orden para producir una cierta convicción de ortodoxia cristiana, ese alguien posiblemente pueda leer este libro.
Pero en todo cabe una razonable división del trabajo. Yo escribí el libro, pero nada en el mundo podría inducirme a leerlo.
Agrego una advertencia esencialmente pedante. Estos ensayos se limitan a discutir el hecho actual, de que en el eje central de la teología cristiana (suficientemente resumida en el Símbolo de los Apóstoles) se halla el mejor punto de apoyo para una ética enérgica y consistente.
Mis ensayos no intentan discutir el interesante, pero diferente punto de cuál es la actual sede de autoridad que proclama ese Credo.
Aquí, el término "ortodoxia", significa "credo de los Apóstoles" según lo entienden los que se llamaban cristianos hasta hace muy poco tiempo y según la conducta histórica, de los que sostuvieron tal credo.
Por razones de espacio me he visto forzado a limitarme a lo que he extractado de ese Credo; no toco el asunto, tan discutido por los cristianos modernos, del origen del cual nosotros lo obtuvimos.
Esto no es un tratado eclesiástico, sino una autobiografía un poco deshilada.
Pero si alguno quiere saber mi opinión sobre la actual sede de autoridad de tal creencia, el señor G. S. Street, no tiene más que arrojarme un nuevo desafío, y gustoso le escribiré otro libro.
Ni siquiera la gente mundana comprende al mundo; confía enteramente en unas cuantas máximas cínicas, que no son ni verdaderas.
Recuerdo una vez: caminaba con un próspero editor que me hizo una observación oída con frecuencia; es casi un estribillo del mundo moderno. No obstante haberla oído con demasiada frecuencia, o tal vez por esa misma razón, recién entonces, repentinamente, vi que tal observación no entrañaba verdad alguna. El editor dijo de alguien: "ese hombre va a llegar; se tiene fe".
Y recuerdo que mientras levantaba la cabeza para escuchar mejor, mi mirada cayó en un ómnibus que llevaba escrito su punto de destino: "Hanwell"1 y le contesté: -"Quiere que le diga dónde están los hombres que se 1 Nombre de un sanatorio de enfermos mentales, que se menciona confrecuencia en el libro. (N. del T.) tienen fe?, porque puedo decírselo. Conozco hombres que creen en sí mismos más colo-salmente que Napoleón y César. Puedo lle-varlo hasta los tronos de los superhombres.
Los que realmente se tienen fe, están en un asilo de lunáticos."
Me respondió que no obstante esa creencia mía, había muchos hombres que se tenían fe y no estaban en manicomios.
-"Sí; los hay -repuse-, y usted más que nadie debe conocerlos. Aquel poeta borracho a quien usted rechazó una tragedia lúgubre creía en sí mismo. Aquel viejo pastor que escribió una obra épica y de quien usted se escondía en la trastienda, creía en sí mismo.
Si usted consultara su experiencia de editor en vez de consultar su horrenda filosofía individualista, sabría que haberse tenido fe, es una de las características más comunes de los fracasados. Los actores que no pueden actuar, creen en sí mismos, y creen en sí mismos los deudores que no le pueden pagar.
Sería más cierto decir que un hombre fraca-sará porque se tiene fe."
-"Tener completa fe en sí mismo, no es exclusivamente un pecado. Tenerse fe absoluta es una debilidad. Tenerse fe completa, creer completamente en sí mismo, es tener una creencia histérica y supersticiosa. El hombre que la tiene, lleva la palabra "Hanwell" escrita en su frente, con tanta claridad como la lleva escrita ese ómnibus."
Mi amigo el editor, dio esta profunda y efectiva réplica a mis conclusiones: -"Y si un hombre no debe creer en sí mismo ¿en qué debe creer?"
Luego de una larga pausa respondí: "Iré a casa y escribiré un libro contestando a esa pregunta."
Y este es el libro que escribí para contestarla.
Pero creo, que muy bien puedo empezarlo donde se inició nuestra discusión; en la ve-cindad de un manicomio
Los modernos maestros de la ciencia insisten, sobre la necesidad de basar toda investi-gación, en un hecho. Los antiguos maestros de religión, se mostraron igualmente entusiastas de esa teoría. Empezaron basándose en el hecho del pecado; un hecho tan evidente como las papas. Fuera posible o no fuera posible que el hombre se purificara con ciertas aguas milagrosas, no cabe duda de que necesitaba purificación. Pero algunos caudi-llos religiosos de Londres, relativamente materialistas, convenza ron en nuestros días a negar, no la discutible milagrosidad del agua, sino a negar la indiscutible existencia de la mancha. Ciertos teólogos modernos, discuten el pecado original, que es el único punto de la teología de la cristiandad que puede ser realmente probado. Algunos discípulos del Reverendo R. J. Campbell, admiten la inocencia divina que no pueden vislumbrar ni en sueños, pero niegan, especialmente, la culpa humana que pueden ver hasta en la calle. Los santos más intransigentes y los más obceca-dos escépticos, por igual unos y otros, toma-ron el positivo mal, como punto de partida de sus argumentaciones.
Si es cierto (como evidentemente lo es) que un hombre puede hallar exquisito placer desollando un gato, el filósofo religioso puede llegar a una de dos conclusiones. Debe, o negar la existencia de Dios, que es lo que hacen los ateos; o bien negar la inalterable unión entre Dios y el hombre, que es lo que hacen los cristianos. Parece que los nuevos teólogos piensan llegar a una solución altamente racionalista negando el gato
En esta situación especialísima, evidentemente ahora no es posible (con una esperanza remota de aceptación general) comenzar como comenzaron nuestros padres, basándose en el hecho del pecado. Este mismo hecho que fue para ellos (y es para mí) tan evidente como la luz, es precisamente el hecho que ha sido discutido o negado. Pero aunque los modernos nieguen la existencia del pecado, supongo que no han negado aun la existencia del manicomio.
Todavía estamos de acuerdo, en que actualmente se produce un colapso intelectual, tan innegable e inconfundible como el de-rrumbe de una casa. Los hombres niegan el infierno; pero aun no niegan el manicomio.
Para no perder de vista los fines de nuestro primer argumento, el uno, el infierno, podría muy bien reemplazar al otro, el manicomio.
Quiero decir que, si una vez todos los pensamientos y las teorías fueron juzgadas según condujeran al hombre a perder su alma, así, por nuestro presente punto de vista, todas las teorías modernas pueden ser juzgadas, según conduzcan al hombre a perder sus cabales.
Es cierto que algunos hablan de la locura, con soltura y simpatía, como si se tratara de algo amable y atrayente.
Pero un minuto de reflexión basta para demostrarnos que si hallamos belleza en la enfermedad, generalmente es en la enfermedad de otro.
Un ciego puede ser pintoresco; pero se ne-cesitan dos ojos para verlo pintoresco, Y similarmente, aun la más salvaje poesía de la locura, sólo puede percibirla el cuerdo. Para el insano su locura es perfectamente prosaica porque es perfectamente cierta. El hombre que se cree pollo, siente en sí, toda la insignificancia del pollo. Solamente porque vemos lo grotesco de su idea, podemos en contraria hasta divertida; y solamente porque él no ve lo grotesco de su idea, lo han llevado a
"Hanwell". Abreviando, las rarezas sólo sorprenden a la gente normal. Las rarezas no sorprenden a la gente rara. Por esa razón, la gente normal se sabe divertir y la gente rara, siempre se lamenta del aburrimiento de la vida. Por esa razón, las novelas modernas fenecen; y por esa razón, los cuentos de hadas permanecen. Los viejos cuentos de hadas presentan al héroe como un joven humano normalmente normal; sus aventuras son las sorprendentes; y lo soprenden porque es normal. Pero en la novela psicológica moderna, el héroe es un anormal; él, que es el centro, no es bien centrado. De ahí que las aventuras más extrañas no logren sorpren-derlo adecuadamente y que el libro resulte monótono. Se puede escribir la historia de un héroe entre dragones; pero no la de un dragón entre dragones. El cuento de hadas relata lo que hará un hombre cuerdo en un mundo loco. La novela, sobriamente realista de hoy, relata lo que un hombre esencialmente loco, puede hacer en un mundo cuerdo.
Empecemos pues en el manicomio; desde este fatídico y fantástico albergue, iniciemos nuestro viaje intelectual.
Ahora, si es que vamos a contemplar la filosofía de la cordura lo primero que hemos de hacer, es destruir un grande y difundido error. Por todas partes se ha difundido la idea de que la imaginación, especialmente la imaginación mística, es peligrosa para el equilibrio mental del hombre. En general se tiene a los poetas como inseguros, desde el punto de vista psicológico; y generalmente se hace asociación de ideas entre los laureles entrela-zados y las pajas pinchadas en el pelo... Los hechos y la historia desmienten tal interpretación. Muchos de los poetas, de los verdaderamente grandes poetas, han sido no sólo perfectamente cuerdos sino extremadamente aptos para el comercio; y si Shakespeare alguna vez contuvo caballos, fue porque era el hombre más indicado para contenerlos.
La imaginación no provoca la locura. Para ser exacto, lo que fomenta la locura es la razón. Los poetas no enloquecen; los jugado-res de ajedrez sí. Los matemáticos y los ca-jeros, se vuelven locos; pero rara vez enloquecen los artistas que crean. Como podrá verse, en ninguna forma ataco la lógica: digo solamente que el peligro de la locura reside en la lógica; no en la imaginación. La pater-nidad artística es tan saludable como la física.
Sin embargo, vale la pena destacar que cuando un poeta fue realmente mórbido, co-múnmente lo fue porque existía algún punto débil en su racionalismo. Poe, por ejemplo, fue realmente morboso; no porque fue poéti-co, sino porque fue esencialmente analítico.
Aun el ajedrez era demasiado poético para él; le desagradaba porque había demasiados caballeros y castillos, como en un poema.
Abiertamente manifestó su preferencia por las fichas negras, que sobre el damero parecían el punteado de un diagrama. Quizás el ejemplo más contundente es este: que sólo un gran poeta inglés se volvió loco.
Cowper. Y decididamente, fue llevado a la locura por la lógica; por la extraña lógica de la predestinación. La poesía no fue su enfermedad sino su remedio; la poesía, en parte conservó su salud. Por algunos momentos, pudo olvidar el rojo y sediento infierno al que lo empujaba su horrendo necesitarismo, entre las extendidas aguas y los lirios blancos del Duse. Cowper, fue condenado por Juan Calvino y casi fue salvado por Juan Gilpin.
En todas partes, vemos que el hombre no enloquece por soñar. Los críticos son mucho más locos que los poetas. Homero, es bastante tranquilo y completo; son sus críticos que lo destrozan en jirones de extravagancia.
Shakespeare, fue perfectamente él mismo; sólo algunos de sus críticos descubren que Shakespeare fue otro. Y San Juan Evangelis-ta, no obstante haber visto en su visión muchos monstruos extraños, no vio criatura alguna tan salvaje como uno de sus comenta-ristas. El hecho general es claro. La poesía es cuerda, porque flota sin esfuerzo en un mar infinito; la razón pretende cruzar el mar infinito y hacerlo así finito.
El resultado es la exterminación mental; como lo fue la extenuación física para el se-
ñor Holbein.
Aceptarlo todo, es un ejercicio; entenderlo todo, es un esfuerzo. Lo único que desea el poeta, es exaltación y expansión, un mundo para explayarse.
El poeta sólo pretende entrar su cabeza en el cielo.
El lógico es el que pretende hacer entrar el cielo en su cabeza. Y es su cabeza la que re-vienta.
Es un detalle, pero no insignificante, que este asombroso error se halla comúnmente apoyado en una citación tergiversada.
Todos hemos oído citar la celebrada frase de Dryden: "el gran genio es aliado de la locura". Pero Dryden no dijo que el gran genio fuera aliado de la locura. El mismo Dryden era un genio y sabía mejor. Sería difícil encontrar un hombre más romántico y más sensato. Lo que Dryden dijo, fue esto: "El gran sabio está frecuentemente próximo a la locura", y eso es cierto. Es exclusivamente la gran agilidad intelectual, lo que peligra des-equilibrarse. También la gente podría recordar, a qué clase de hombre se refería Dryden.
No se trataba de un visionario ajeno a este mundo como Vaughan o Jorge Herbert.
Hablaba de un cínico hombre de mundo, un escéptico, un diplomático, un político práctico. Esos hombres, ciertamente están próximos al desequilibrio. Su incesante investiga-ren el cerebro propio y en el ajeno, es oficio peligroso. Siempre es peligroso para la mente penetrar la mente. Una persona espiritual preguntó por qué decíamos "loco como un sombrerero". Una persona más espiritual, podría haber respondido que el sombrerero es loco, porque debe tomar las medidas de la cabeza humana.
Y si los grandes razonadores con frecuencia son maniáticos, es igualmente exacto que los maniáticos son grandes razonadores.
Cuando me hallaba embarcado en una controversia con el "Clarion", sobre el tema de la voluntad libre, el eficiente escritor señor R. B. Suthers dijo, que la voluntad libre, era lunatismo, porque implicaba acciones inmotivadas, y las acciones del lunático son sin causa. No me ocupo aquí de un lapsus desastro-so para la lógica determinista. Evidentemente, si una acción, aun la acción de un lunáti-co, puede ser inmotivada, se acaba el determinismo.
Porque si un loco puede interrumpir la cadena de causalidad, también puede interrum-pirla un hombre aunque no sea loco. Pero mi objeto es destacar algo más práctico. Tal vez fuera natural que un moderno marxista ignorara todo lo referente a la voluntad libre. Pero sería ciertamente extraño que un marxista moderno ignorara todo lo que se refiere a los lunáticos. Lo último que se podría decir de un lunático, es que sus acciones son inmotivadas. Si algunos actos humanos pudieran ser irreflexivamente llamados "sin motivo", esos serían los insignificantes actos del hombre cuerdo, que silba al caminar; roza el césped con su bastón; golpea los talones y se frota las manos. Es el hombre contento el que hace las cosas inútiles; el hombre enfermo no es bastante fuerte para ser un ocioso.
Esas acciones sin causa y descuidadas, son precisamente las que un loco no podría comprender nunca, porque el loco (como el determinista) tiene demasiado en cuenta las causas de todo. Esas actividades huecas, tienen para un loco significado de conspiración.