Pack Bianca enero 2017 - Maisey Yates - E-Book

Pack Bianca enero 2017 E-Book

Maisey Yates

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Beschreibung

Difícil olvido Maisey Yates ¿Iba a perder él algo más que su memoria? El millonario griego Leon Carides lo tenía todo: salud, poder, fama, incluso una esposa adecuada y conveniente… aunque jamás la había tocado. Pero un grave accidente privó al libertino playboy de sus recuerdos. El único recuerdo que conservaba era el de los brillantes ojos azules de su esposa Rose. El deseo que experimentó por ella durante su convalecencia anuló la brecha que había entre ellos en el pasado y, a pesar de sí misma, Rose fue incapaz de resistirse al encanto de su marido. ¿Pero sería capaz de perdonar los pecados del hombre que había sido su esposo cuando este tuviera que enfrentarse a ellos? Desafío para dos corazones Michelle Conder ¡De pronto, desafiarle era lo último que quería hacer! Al cínico Dare James le hervía la sangre. Cierta cazafortunas había clavado las garras en su abuelo. Pero, cuando fue a la mansión familiar hecho una furia para poner orden... descubrió que la mujer en cuestión no tenía intención de dejarse intimidar. Carly Evans estaba horrorizada. ¡Era la doctora del abuelo de Dare, no una buscona! Estaba deseando ver la cara del arrogante millonario cuando descubriera su error. Sin embargo, sin poder evitarlo, cayó bajo su embrujo. Me perteneces Caitlin Crews La había encontrado y ella sabía que pronto descubriría su mayor secreto… Cinco años atrás, Lily Holloway había huido de un accidente de coche sin dejar rastro para lograr darle la espalda a la pasión prohibida que había compartido con su hermanastro, Rafael Castelli. Ya nada podría hacerla volver al irresistible mundo del italiano. Sin embargo, sus caminos se volvieron a cruzar y, en un desesperado intento por conservar su libertad, aludió que tras el accidente la amnesia le había bloqueado los recuerdos que tenía de él.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 115 - enero 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9481-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Difícil olvido

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Desafío para dos corazones

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Me perteneces

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Un secreto tras el velo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Prólogo

 

Otra fiesta aburrida en medio de una larga sucesión de fiestas aburridas», pensaba Leon mientras se alejaba en su coche del ostentoso hotel del que acababa de salir y se sumergía en el tráfico de las estrechas calles italianas.

El momento álgido de la tarde había sido también el más decepcionante, cuando había sido rechazado por la prometida de Rocco Amari, una mujer preciosa, exótica, morena y con una larga y ondulada melena negra. Habría sido una magnífica compañía en su cama aquella noche. Desafortunadamente, parecía totalmente entregada a Rocco, como este a ella.

«A cada uno lo suyo», pensó con ironía. Él no veía ningún atractivo en la monogamia.

La vida era un glorioso buffet de libertinaje. ¿Por qué habría de ponerse límites?

Aunque se había ido con las manos vacías, había disfrutado irritando a su rival en los negocios. Eso no podía negarlo. Y no le encontraba sentido a la vena posesiva de Rocco, aunque también era cierto que él nunca había experimentado sentimientos especialmente intensos por ninguna mujer, y tal vez por eso no podía entenderlo.

Tras girar en una rotonda enfiló la carretera de circunvalación que llevaba fuera de la ciudad para dirigirse a la villa que ocupaba mientras estaba en Italia. Era un lugar muy agradable, rústico y bien situado. Prefería sitios como aquel a un ático de lujo en medio del ajetreado distrito financiero de la ciudad, algo que probablemente entraba en contradicción con otros aspectos de su personalidad. Pero tampoco le había preocupado nunca ser un hombre contradictorio.

Poseía varias propiedades por todo el mundo, aunque ninguna le importaba tanto como la de Connecticut.

Recordar aquella casa, aquel lugar, le hizo pensar en su esposa.

Pero prefería no pensar en Rose en aquellos momentos.

Por algún motivo que se le escapaba, pensar en ella nada más acabar de tratar de llevarse a otra mujer a la cama le hacía sentirse culpable.

Pero aquello tampoco tenía lógica. Era cierto que estaban casados, pero solo en los papeles. Él permitía que Rose hiciera lo que quisiera con su vida y ella le permitía hacer exactamente lo mismo.

A pesar de todo, resultaba fácil distraerse recordando sus grandes y luminosos ojos azules y sentir…

Cuando volvió a centrar su atención en la carretera vio de frente las luces de otro coche.

No hubo tiempo para corregir la trayectoria. No hubo tiempo para reaccionar. Tan solo lo hubo para que se produjera el fuerte impacto.

Y para que la imagen de los ojos azules de Rose se desvaneciera de su mente.

Capítulo 1

 

De momento se encuentra estable –dijo el doctor Castellano.

Rose miró a su marido, tumbado en la cama del hospital, con el pecho y un brazo vendados, los labios hinchados, un feo corte en medio de estos y un pómulo totalmente amoratado.

Parecía… No se parecía nada a Leon Carides. Leon Carides era un hombre intenso, lleno de vida, poderoso, de un carisma innegable, un hombre que despertaba respeto con cada uno de sus movimientos, con cada aliento, que dejaba boquiabiertas a las mujeres, exigiendo con su mera presencia toda su atención y toda su admiración.

Y también era el hombre del que estaba a punto de divorciarse. Pero no podía entregar los papeles del divorcio a un hombre que estaba inconsciente y gravemente herido en la cama de un hospital.

–Es un milagro que haya sobrevivido –añadió el médico.

–Sí –contestó Rose, sintiéndose totalmente vacía–. Un milagro.

Una parte de ella, a la que reprimió de inmediato, pensó que habría sido mucho mejor para él haber muerto en el accidente. Así ella no habría tenido que enfrentarse a nada de todo aquello, a la situación en que se encontraba su unión. O, más bien, su falta de unión.

Pero aunque no pudiera soportar la idea de seguir casada con él, tampoco deseaba que estuviera muerto.

Tragó saliva con esfuerzo y asintió lentamente.

–Gracias al cielo por los milagros. Grandes y pequeños.

–Sí.

–¿Ha despertado en algún momento?

–No. Ya llegó inconsciente. El choque fue muy fuerte y tiene seriamente dañada la cabeza. Muestra actividad cerebral, de manera que aún hay alguna esperanza, pero cuanto más tiempo siga inconsciente menos posibilidades habrá de que se recupere.

–Comprendo.

Rose había tardado veinticuatro horas en llegar de Connecticut a Italia y Leon llevaba inconsciente todo aquel tiempo. Pero había toda clase de historias sobre personas que habían despertado milagrosamente tras haber pasado años inconscientes. Sin duda, aún había esperanza para Leon.

–Si tiene cualquier pregunta, no dude en ponerse en contacto conmigo. No tardará en venir una enfermera, pero, si necesita cualquier cosa, este es mi número –dijo el médico a la vez que le entregaba una tarjeta.

Rose supuso que así eran las cosas cuando se recibía tratamiento especial en un hospital y, por supuesto, Leon iba a recibir un tratamiento especial. Era multimillonario y uno de los hombres de negocios con más éxito del mundo. Aquella clase de cosas siempre resultaban más fáciles para los ricos y poderosos.

–Gracias –dijo mientras se guardaba la tarjeta en el bolso.

El doctor salió y cerró la puerta a sus espaldas. Rose permaneció de pie en medio de la habitación, rodeada por el tenue sonido de las maquinas que monitorizaban el estado de Leon. Comenzó a sentir un creciente pánico mientras observaba la inerme figura de Leon en la cama. Se suponía que un hombre como él no podía tener ese aspecto. Se suponía que no poseía la fragilidad del resto de los seres humanos.

Leon Carides siempre había sido más un dios que un hombre para ella. La clase de hombre con el que había fantaseado en su juventud. Era diez años mayor que ella y había sido el protegido más apreciado y en el que más había confiado su padre desde que ella tenía ocho años. Apenas podía recordar un periodo de su vida en el que Leon no hubiera estado involucrado.

Desenfadado. Con una sonrisa fácil. Siempre amable. Había sabido verla de verdad. Y le había hecho sentir que importaba.

Todo aquello cambió cuando se casaron, por supuesto.

Pero no iba a pensar en su boda en aquellos momentos.

No quería pensar en nada. Quería cerrar los ojos y volver a la rosaleda que había en la propiedad de su familia. Quería sentirse rodeada por la delicada fragancia de la brisa veraniega, sentirse rodeada por ella como si fuera un amistoso brazo que la protegiera de todo aquello. En el hospital todo era demasiado severo, demasiado blanco, demasiado aséptico como para ser un sueño.

Era aplastantemente real, un asalto a sus sentidos.

Se preguntó si habría habido alguien más con Leon en el coche cuando sufrió el accidente. Si había sido así, nadie lo había mencionado. También se preguntó si habría bebido. Tampoco había mencionado nadie nada al respecto.

Aquella era otra de las ventajas de ser rico. La gente trataba de protegerte con la intención de beneficiarse posteriormente.

Al oír que Leon gemía, volvió rápidamente la mirada hacia la cama. Estaba moviendo la mano, tirando de los diversos cables y tubos a los que estaba conectado.

–Ten cuidado –dijo Rose con suavidad–. Estás conectado a un montón de… aparatos.

No sabía si podía escucharla, si comprendía lo que decía. Leon volvió a moverse y dejó escapar un gruñido.

–¿Te duele algo? –preguntó Rose.

–Soy puro dolor –contestó él con voz ronca, torturada.

Rose experimentó tal alivio al escucharlo que se sintió ligeramente mareada. Hasta aquel momento no se había dado cuenta de lo afectada que se sentía, de lo asustada que estaba.

De lo mucho que le preocupaba Leon.

Aquel sentimiento resultaba totalmente contradictorio con el breve instante en el que había deseado que todo hubiera acabado.

O tal vez no. Tal vez ambos sentimientos estaban más íntimamente conectados de lo que podía parecer.

Porque mientras Leon siguiera allí ella siempre seguiría sintiendo demasiado. Y, si se hubiera ido, al menos su pérdida no habría sido algo que hubiera tenido que elegir ella.

–Probablemente necesitas más analgésicos.

–Entonces, consíguelos –replicó Leon con dureza.

Al parecer, ya estaba dando órdenes, algo muy propio de su carácter. Leon nunca se sentía perdido, siempre sabía qué hacer. Incluso cuando el padre de Rose murió y ella se sintió hundida en un pozo de dolor, él dio un paso adelante y se ocupó de todo.

No la consoló como un marido debería haber consolado a su mujer. Nunca había sido un auténtico marido para ella, al menos en el verdadero sentido de la palabra. Pero se aseguró de que se ocuparan de ella. Se aseguró de que el entierro y todos los aspectos legales del testamento se ejecutaran a la perfección.

Y aquel había sido el motivo por el que, a pesar de todo, a Rose le había parecido correcto permanecer casada con él durante aquellos dos últimos años. Y también era el motivo por el que, aunque significara perderlo todo, había decidido que tenía que dejarlo a toda costa.

Pero dejarlo en aquellas circunstancias no le parecía correcto. Leon no había sido un auténtico marido para ella, pero tampoco la había abandonado cuando lo había necesitado. Ella no podía hacer menos.

–Voy a llamar a una enfermera –dijo mientras tomaba su móvil para enviar un breve mensaje de texto.

Ha despertado.

El mero hecho de poder escribir aquellas palabras le produjo un intenso alivio que no quiso pararse a examinar.

Leon abrió los ojos y empezó a mirar a su alrededor.

–¿No eres una enfermera?

–No –contestó Rose, desconcertada–. Soy Rose.

–¿Rose?

–Sí –el desconcierto de Rose dio paso a una sensación de alarma–. He venido a Italia en cuanto me he enterado de tu accidente.

–¿Estamos en Italia? –preguntó Leon, claramente confundido.

–Sí. ¿Dónde creías que estabas?

Leon arrugó el entrecejo.

–No lo sé.

–Habías venido a Italia a ocuparte de unos negocios –y probablemente a disfrutar de otros placeres, pensó Rose, aunque no pensaba decírselo–. Acababas de salir de una fiesta y chocaste de frente con otro coche que invadió tu carril. Entre otras cosas, has sufrido un fuerte impacto en la cabeza.

–Por eso me siento así –dijo Leon con voz ronca–. Como si el coche hubiera chocado directamente contra mi cabeza.

–Siempre te ha gustado conducir demasiado deprisa, así que no me extraña.

Leon frunció el ceño.

–¿Nos conocemos?

Rose no ocultó su perplejidad al escuchar aquello.

–Por supuesto que nos conocemos. Soy tu esposa.

 

 

«Soy tu esposa».

Aquellas tres palabras resonaron en la cabeza de Leon sin que lograra encontrarles ningún sentido. No estaba seguro de recordar… nada. Ni su nombre. Ni quién era. Ni qué. No lograba recordar nada.

–Eres mi esposa –repitió, con la esperanza de que se le aclarara la mente. Pero no se produjo ningún cambio.

–Sí –dijo Rose–. Nos casamos hace dos años.

–¿Nos casamos? –Leon trató de evocar alguna imagen de la boda. Sabía lo que era una boda, pero no sabía cómo se llamaba. Sin embargo, no se podía imaginar a aquella mujer vestida de novia. Su pelo, de un rubio que algunos habrían calificado de desvaído, colgaba lacio en torno a sus hombros. Su figura era menuda y sus ojos demasiado azules y demasiado anchos para su rostro.

«Ojos azules».

Un fuerte destello golpeó la mente de Leon. Sus ojos. Había estado pensando en aquellos ojos justo antes… pero eso era todo lo que podía recordar.

–Sí. Eres mi esposa –dijo, más que nada para probar las palabras. Sabía que eran ciertas, aunque no pudiera recordarlo.

–Bien. Estabas empezando a asustarme –murmuró Rose con voz temblorosa.

–Estoy aquí destrozado, ¿y solo acabas de empezar a asustarte?

–No, pero el hecho de que no parecieras recordarme ha supuesto una dosis extra de miedo.

–Eres mi esposa –repitió Leon–. Y yo soy…

Un intenso silencio se adueñó por unos instantes de la blanca habitación.

–No me recuerdas –dijo Rose, conmocionada–. No me recuerdas y no sabes quién eres.

Leon cerró los ojos y experimentó una punzada de intenso dolor en la parte trasera de las piernas.

–Debo recordar. La alternativa supondría una locura –volvió a mirar a Rose–. Recuerdo tus ojos.

Algo cambió en la expresión de Rose. Se suavizó. Entreabrió sus pálidos labios y sus mejillas recuperaron en parte el color. En aquellos momentos casi parecía bonita. Leon pensó que la primera impresión que había tenido de ella no había sido justa. A fin de cuentas, él yacía en la cama de un hospital y ella debía de haber experimentado una terrible conmoción al enterarse de que había sufrido un grave accidente.

Había dicho que acababa de volar a Italia, pero no sabía de dónde. Pero había viajado para verlo, para estar a su lado. No era de extrañar que estuviera pálida y demacrada.

–¿Recuerdas mis ojos? –repitió Rose.

–Es lo único. Tiene sentido, ¿no te parece? –dijo Leon, porque ella era su esposa. Pero ¿por qué no podía recordar a su esposa?

–Será mejor que haga venir al médico.

–Estoy bien.

–No recuerdas nada. ¿Cómo vas a estar bien?

–No me voy a morir.

–Hace diez minutos, el médico me estaba diciendo que existía la posibilidad de que no llegaras a despertar nunca, así que discúlpame si me siento un poco cautelosa al respecto.

–Estoy despierto. Puedo asumir que los recuerdos irán llegando.

Rose asintió lentamente.

–Sí. Supongo que sí.

Una fuerte llamada a la puerta puntuó el silencio que siguió a sus palabras.

 

 

Rose salió de la habitación para hablar con el doctor sintiendo que le daba vueltas la cabeza.

Leon no recordaba nada. «Nada».

El doctor Castellano la miró con expresión seria.

–¿Cómo está su marido, señora Carides?

–Tanner –le corrigió Rose, más por costumbre que por otra cosa–. No cambié mi apellido por el de mi marido al casarme.

El doctor asintió.

–Cuénteme lo que ha pasado, por favor.

–Leon no recuerda nada –dijo Rose, temblorosa a causa de la conmoción–. No se acuerda de mí, no sabe quién es…

–¿No recuerda nada?

–Nada. No sabía qué decirle, qué hacer…

–Hay que decirle quién es, por supuesto, pero tendremos que consultar a un psicólogo especializado en estos casos. No suelo tratar a menudo los casos de amnesia.

–¿Amnesia? –repitió Rose, aterrorizada.

–Es lógico que esté muy asustada y preocupada, pero debe tratar de ser optimista. Su marido está estable y ha despertado. Lo más probable es que no tarde en recuperar la memoria.

–¿Tiene alguna evidencia estadística para apoyar eso?

–Como ya le he dicho, no trato a menudo casos de amnesia, pero es bastante habitual que quienes han sufrido una lesión grave en la cabeza pierdan parte de sus recuerdos. No es habitual que pierdan por completo la memoria, pero es posible.

–Y esas personas que pierden parcialmente la memoria, ¿suelen recuperarla?

–A veces no –contestó el doctor casi a pesar de sí mismo.

–En ese caso, puede que Leon nunca vuelva a recordar nada –Rose sintió que su vida, su futuro, se le escapaban de entre las manos mientras murmuraba aquellas palabras–. Nada.

El doctor Castellano respiró profundamente.

–Yo trataría de concentrarme en la posibilidad de que recupere sus recuerdos, no en lo contrario. Lo mantendremos controlado aquí mientras sea posible, pero supongo que se recuperará mucho mejor en su casa, bajo la supervisión de sus médicos.

Rose asintió. Aquello era algo que Leon y ella tenían en común. El trabajo de su marido le obligaba a estar fuera muy a menudo, algo que a ella le venía bien para los nervios, pero ambos adoraban la Casa Tanner, en Connecticut. Para ella era el tesoro más importante que le había quedado de su familia, la antigua y casi palaciega mansión, con sus grandes extensiones de césped y la rosaleda que su madre había plantado en honor a su única hija. Aquel era su refugio.

Y siempre había tenido la sensación de que también lo era para Leon.

Aunque cada uno ocupaba un ala distinta de la mansión. Al menos, Leon nunca llevaba mujeres allí. Le había permitido mantenerla como propia. La había convertido en una especie de santuario para ambos.

También había sido una condición de su matrimonio. Su padre prácticamente forzó aquella unión cuando su enfermedad se agravó, y tanto su empresa como aquella casa fueron el eje central del acuerdo. Si Leon se divorciaba de ella antes de que transcurrieran cinco años perdería la empresa y la casa. Si ella se divorciaba de él antes de que transcurrieran cinco años, perdería la casa y todo lo que no fueran sus pertenencias personales.

Lo que significaría perder su refugio. Y el trabajo que había realizado archivando la historia de la familia Tanner, que se remontaba hasta la época del Mayflower.

Y aquello supondría perderlo todo.

Pero había estado dispuesta a hacerlo porque ya no podía seguir esperando a que Leon decidiera si quería ser su esposo en toda la extensión de la palabra.

Pero en esos momentos estaban allí.

–Sí –dijo con toda la firmeza que pudo–. Leon querrá trasladarse a Connecticut en cuanto sea posible.

–Podrá hacerlo en cuanto sea seguro moverlo. Supongo que sus médicos privados se podrán hacer cargo de sus necesidades allí.

Rose pensó en los médicos y enfermeras que se ocuparon de su padre durante su enfermedad.

–Tengo muy buenos contactos en Connecticut –Rose volvió la mirada hacia la habitación y parpadeó, angustiada–. Volveremos en cuanto sea posible.

Pero volver a Connecticut con Leon no era precisamente pedirle el divorcio. No era dar el paso necesario para independizarse. No suponía librarse por fin del hombre que la había obsesionado durante casi toda su vida.

Pero Leon la necesitaba en aquellos momentos.

Como solía suceder a menudo, en su mente apareció la imagen de sí misma varios años atrás, sentada en la rosaleda del jardín familiar. Llevaba un vestido insulso, casi ridículo, y estaba llorando. Su cita para el baile de fin de curso la había dejado plantada. Muy probablemente, su invitación solo había sido una broma perversa.

De pronto alzó la mirada y Leon estaba allí, ante ella. Vestía un elegante traje, probablemente porque tenía planeado salir aquella noche tras reunirse con su padre. Rose tragó saliva mientras contemplaba su atractivo rostro, avergonzada por el hecho de que estuviera viéndola en uno de los momentos más bajos de su vida.

–¿Qué sucede, agape? –preguntó él.

–Nada. Solo que… mis planes para la fiesta de fin de curso no han salido como esperaba.

Leon se inclinó para tomarla de la mano y hacer que se levantara. Hasta entonces nunca la había tocado, y la sensación que le produjo el contacto de su cálida mano resultó realmente impactante.

–Si alguien te ha hecho daño, dime cómo se llama. Me aseguraré de que resulte irreconocible cuando acabe con él.

Rose negó firmemente con la cabeza.

–No. No necesito que ni mi padre ni tú acudáis en mi defensa. Creo que eso sería peor.

–¿Estás segura?

A Rose le estaba latiendo el corazón con tal fuerza que apenas podía escucharle.

–Sí.

–En ese caso, y ya que no me permites dar una paliza a quien te ha hecho daño, tal vez estés dispuesta a dejarme bailar contigo.

Rose fue incapaz de hacer otra cosa que asentir. Leon la tomó entre sus brazos y comenzó a bailar con un paso fácil al son de una música imaginaria. A Rose nunca se le había dado bien bailar, pero a él no pareció importarle. Y en brazos de Leon no se sentía torpe. En sus brazos se sentía como si pudiera volar.

–No eres tú, Rose.

–¿A qué te refieres? –preguntó ella con voz ahogada.

–Es esta edad. Para algunos no es fácil superarla. Pero las personas como tú, sensibles, delicadas, a las que les cuesta adaptarse a las exigencias de la vida en el instituto, siempre acaban por destacar más adelante. Llegarás mucho más lejos que la mayoría de los compañeros que aparentemente triunfan ahora. Esto es solo temporal. Pasarás el resto de tu vida viviendo con más esplendor y fuerza de la que ellos podrían imaginarse para sí mismos.

Aquellas palabras significaron mucho para Rose, y siempre las había mantenido muy cerca de su corazón. Se aferró a ellas el día que se casaron, mientras avanzaba hacia él por el pasillo de la iglesia, pensando que tal vez era aquello a lo que se había referido. Que aquella era la puerta que se abría a la vida que Leon le había prometido dos años antes.

Pero su matrimonio no se había parecido en nada a aquello. En lugar de florecer, se había pasado aquellos dos años sintiéndose como si le hubieran cortado las alas. Le costaba mucho conciliar al hombre que había sido Leon con el hombre con el que se había casado. Aun así, aquel recuerdo era aún tan intenso, tan hermoso, que, a pesar de todo lo que había pasado, no podía negar que Leon se merecía en aquellos momentos su ayuda.

Cuando estuviera mejor, cuando recuperara la salud, daría los pasos necesarios para seguir adelante con su vida. Sin él.

–Solo dígame lo que tengo que hacer para poder llevármelo cuanto antes.

Capítulo 2

 

Leon aún no podía recordar su nombre cuando lo sacaron del hospital en una silla de ruedas para meterlo en una especie de ambulancia. Sabía cuál era su nombre, pero lo sabía porque se lo habían dicho, no porque lo hubiera recordado. Algo muy distinto.

Pero lo que sí sabía con certeza era que todo aquello afectaba intensamente a su orgullo. No le gustaba necesitar la ayuda de otros. No le gustaba estar en desventaja. Y, sin embargo, allí estaba, a merced de los demás y con el orgullo por los suelos. Era extraño no tener recuerdos y sin embargo ser tan consciente de aquellos sentimientos.

El trayecto hasta el aeropuerto fue largo y doloroso. Sabía que era afortunado por tener tan solo dos costillas rotas a causa del accidente, además de numerosas contusiones, pero aún estaba demasiado dolorido como para caminar. Se había esforzado por memorizarlas todas para saber al menos algo sobre sí mismo, lo que resultaba bastante deprimente.

Según el médico, en lo referente a la recuperación de su memoria solo debían darle ciertas informaciones básicas sobre sí mismo. Era importante que el resto de los recuerdos fueran regresando por sí mismos.

Y también odiaba aquella situación. Era dependiente de los demás en el aspecto físico y también lo era en el terreno del conocimiento de sí mismo. Todos los que lo rodeaban sabían más sobre él que él mismo. Sin duda, su mujer sabía muchísimo más de él que nadie.

Volvió el rostro para mirar su perfil, su estoica expresión mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla.

–Te conozco muy bien –dijo, con la esperanza de que el hecho de decirlo lo convirtiera en realidad.

Debía de conocerla. Debía de saber el aspecto que tenía bajo aquella ropa. La había tocado. La había besado. Tenía que haberlo hecho muchas veces, porque eran jóvenes y estaban enamorados…

–No estoy muy segura de eso –contestó Rose.

–¿Y por qué no?

Rose parpadeó, desconcertada.

–Por supuesto que sí.

Leon comprendió al instante que se estaba corrigiendo a sí misma, que sentía que acababa de meter la pata.

–Ahora no estás siendo sincera conmigo.

–Solo me estoy esforzando por seguir las instrucciones del médico. No estoy totalmente segura de lo que puedo y no puedo decirte. No quiero sembrar en tu cabeza recuerdos que no están ahí.

–De momento apenas hay nada. Mi cabeza es una página en blanco. Supongo que podrías aprovecharte de ello y convertirme en tu víctima.

Las mejillas de Rose se tiñeron de color. Leon supuso que a causa del enfado.

–No pienso hacer nada de eso –dijo, y apartó la mirada para seguir mirando por la ventanilla.

–Eso dices, pero lo cierto es que estoy a tu merced.

–Claro, y soy tan aterradora…

–Podrías serlo. Al menos por lo que sé, todo esto podría ser una mera artimaña. A fin de cuentas, parezco ser un hombre muy rico.

–¿Y cómo sabes eso?

–He estado en una lujosa habitación privada en el hospital y he sido atendido de maravilla por un montón de médicos y enfermeras.

–Puede que eso se haya debido a que eres un caso especial.

–Oh, de eso estoy seguro. Hay algunas cosas que sé por intuición, pero otras las sé porque tú me las has dicho, como mi nombre. Sin embargo, sé que soy un caso especial.

–Asombroso –dijo Rose en tono irónico–. Al parecer, nada puede superar tu ego, Leon. Me inclino ante tal proeza.

–Así que además de ser especial soy un redomado egoísta, ¿no? Debe de resultar encantador vivir conmigo.

Rose parpadeó lentamente.

–Sueles viajar a menudo mientras yo permanezco en Connecticut. Supongo que nos llevamos bien de ese modo.

Leon alzó un hombro.

–No encuentro nada extraño en eso. Dudo que haya muchas personas aptas para la cohabitación.

–¿Esa es otra de las cosas de las que estás seguro?

–Sí –replicó Leon con firmeza. Sabía que aquello era cierto. Lo sentía–. Supongo que todo lo sucedido ha sido muy duro para ti –no le gustaba verla tan pálida, tan tensa y afligida, algo que, teniendo en cuenta que no recordaba cómo solía ser, resultaba bastante extraño.

–A ninguna mujer le gusta enterarse de que es posible que su marido no recupere nunca la memoria.

–Supongo que no. Y supongo que a ninguna persona le gusta enterarse de que es posible que nunca recupere la memoria.

Rose inspiró profundamente y exhaló el aire despacio.

–Lo siento. Esto no tiene nada que ver con lo difícil que la situación pueda estar resultando para mí. Eres tú el que ha resultado herido.

–Eso no es cierto. Pero por supuesto que importa lo difícil que todo esto esté resultando para ti. A fin de cuentas, somos uña y carne, ¿no, agape? –Leon se inclinó ligeramente hacia ella con la esperanza de sentir algún estímulo mental gracias a su aroma, ligeramente floral. Pero no fue así. Al menos, no recordó nada. Pero, a fin de cuentas, era un hombre y sí notó otra clase de estímulo. Aunque Rose no fuera precisamente guapa en un sentido tradicional, sí que resultaba tentadora, apetecible–. Y, si somos una sola carne, lo que me afecta a mí también te afecta a ti.

Rose volvió a ruborizarse.

–Supongo que eso es cierto.

Permanecieron en silencio durante el resto del trayecto al aeropuerto. Cuando estuvieron en el interior del avión privado que los aguardaba, Leon miró con curiosidad en torno al opulento interior.

–¿Esto es mío?

Rose asintió.

–Al menos eso espero. No me gustaría haberme equivocado de avión –añadió con una sonrisa.

–En ese caso, seguro que salimos en las primeras planas de los periódicos.

–Algo que no queremos que suceda –dijo Rose con firmeza.

–¿Por qué no? Me gustaría tomar un whisky.

–Ni hablar –Rose frunció el ceño–. No puedes mezclar el alcohol con la cantidad de analgésicos que llevas en el cuerpo. Y, volviendo al tema de la prensa, no nos interesa que se sepa que tienes problemas con tu memoria. He llamado a un par de periódicos para hacerles saber que vas a necesitar tiempo para recuperarte del accidente, pero que no tardarás en volver a desarrollar tus actividades normales.

–Muy eficiente por tu parte. ¿Trabajas en mi empresa?

–No, pero pasé muchos años ayudando a mi padre a llevarla, sobre todo tras la muerte de mi madre, así que estoy muy familiarizada con ella.

–¿Me ocupo de la misma clase de negocios de los que se ocupaba tu padre?

La expresión de Rose se volvió repentinamente cautelosa.

–Creo que no deberíamos estar hablando de esto. De hecho, sé que no deberíamos estar haciéndolo. El médico fue muy claro al respecto.

–Qué amable por tu parte mantenerme desinformado.

–Es por tu bien.

–Me tratas como si fuera un niño, no como a un adulto.

–Es probable que ahora mismo sepas menos que un niño, Leon.

–Sé muchas cosas –protestó él–. No necesito tanta protección.

–Pero no estás en condiciones de trabajar, lo que significa que no debes ocuparte ni preocuparte de los detalles de tu negocio.

–Como he dicho antes, estoy a tu merced –Leon sentía que le martilleaba la cabeza, y habría podido matar por un whisky. No estaba seguro, pero intuía que no solía pasar tanto tiempo sin beber.

–No pienso permitir que me atosigues a estas alturas, Leon –dijo Rose con firmeza–. Ya nos conocemos demasiado bien como para eso. Ahora deberías dormir. Cuando te despiertes estaremos en Connecticut, y es posible que entonces se aclaren muchas cosas en tu mente.

 

 

Cuando el coche se detuvo ante la Casa Tanner, Leon esperaba… algo. Una sensación de familiaridad, de regreso al hogar. Rose había dicho que aquella casa era muy importante para él. De hecho, se había comportado como si su regreso a aquel lugar pudiera ser la clave de su recuperación. Pero mientras avanzaba hacia la mansión, casi palaciega, no se produjo ningún cambio, ningún milagro.

Era una edificación majestuosa, de ladrillo rojo con los laterales cubiertos de una delicada hiedra. Tan solo había otra edificación cercana que en otros tiempos debió de ser el alojamiento del servicio. Largas extensiones de un vibrante verde rodeaban ambos edificios y donde finalizaban se alzaba un umbrío y denso bosque que hacía que aquel lugar pareciera pertenecer a otra época, a un espacio totalmente ajeno al mundo.

Era una casa preciosa. Pero Leon no encontró en ella la magia que esperaba.

–No la recuerdas, ¿verdad? –preguntó Rose en tono apagado.

–No –contestó Leon mientras seguía mirando atentamente los muros y los ventanales de la casa, con la esperanza cada vez más remota de recuperar algún recuerdo.

–Hace muchos años que conoces esta casa. Desde que empezaste a trabajar para mi padre cuando te convertiste en su protegido.

–¿Fue así como nos conocimos tú y yo?

Rose asintió y Leon percibió cierta rigidez en su actitud, cierta reticencia.

–Solías reunirte con él en su estudio, así que no sabría decirte de qué hablabais. Yo nunca estaba presente, algo lógico dado que solo era una niña.

Leon se preguntó cuántos años tendría, si sería mucho más joven que él. Parecía joven, pero tampoco tenía referencias al respecto porque desconocía su propia edad.

–¿Cuántos años tienes? –preguntó.

–No creo que eso tenga importancia. Además, no es muy cortés preguntar a una chica su edad. ¿Acaso has olvidado también eso?

–No. Supongo que esa norma me fue inculcada desde muy joven, pero yo creo que en este caso sí tiene importancia. Si yo venía a esta casa a trabajar con tu padre cuando eras una niña, debe de haber una considerable diferencia de edad entre nosotros.

–Algo así –contestó Rose en tono distante–. Pero dejemos el tema. ¿Qué te parece si entramos y te enseño tu habitación?

A Leon no le extrañaron las palabras de Rose hasta que empezaron a avanzar por el gran vestíbulo de entrada, rodeado de suficiente mármol, cuadros y pequeñas esculturas como para poner celoso a cualquier coleccionista de arte.

–¿A «mi» habitación? –repitió.

–Sí.

–¿No compartimos el dormitorio?

Rose carraspeó con delicadeza.

–No resultaría nada práctico para tu proceso de recuperación –dijo, eludiendo claramente el tema, algo que Leon había notado que hacía a menudo.

–No entiendo, Rose. Aclárame la situación, por favor. Me duele la cabeza y no estoy de muy buen humor.

Rose dejó escapar un suspiro ligeramente exasperado.

–Esta es una casa muy tradicional y está llena de habitaciones, algo típico de la época en que fue construida. Supongo que podría decirse que nuestra forma de vivir en ella pertenece a esa misma época. A ambos nos gusta tener nuestro propio espacio.

–¿Estás diciendo que vivimos como una especie de familia aristocrática y totalmente pasada de moda?

–Sí. Como ya te he explicado, tú pasas mucho tiempo fuera a causa de tu trabajo, lo que significa que yo paso aquí mucho tiempo sola. Debido a ello decidí tener mis propias habitaciones y a ti te pareció bien.

Leon sintió que había algo que no encajaba en aquella respuesta. Había algo que no estaba bien. Lo que resultaba extraño, pues sabía la clase de hombre que era. Pero si el hombre que poseía todos sus recuerdos, todas sus pasadas experiencias, había considerado adecuado aquel arreglo, ¿quién era él para discutir las decisiones de aquella versión superior de sí mismo?

A pesar de todo, quería hacerlo. Porque su esposa había acudido a su lado de inmediato cuando había sufrido el accidente. Porque sus ojos azules eran el único recuerdo que tenía.

–¿Crees que podrás subir las escaleras? –Rose se volvió a mirarlo con gesto preocupado.

–No tengo ninguna pierna rota.

–Pero sí las costillas.

–Solo dos.

Rose asintió.

–Dime si te cansas demasiado –dijo mientras empezaba a subir la amplia escalera circular que llevaba a la segunda planta.

Contemplando la gruesa alfombra roja que cubría los peldaños, la elegante barandilla de roble, la historia y tradición que emanaba de cada poro de las paredes que circundaban el vestíbulo, Leon tuvo la extraña sensación de no pertenecer realmente a aquel lugar.

Miró a Rose, su delicada mano deslizándose por la barandilla, su largo y elegante cuello, su nariz, ligeramente alzada. No era especialmente agraciada, pero su porte resultaba verdaderamente aristocrático. Todo en ella era refinado. Leon tenía la sensación de que su piel debía de ser suave como la seda, perfecta, demasiado exclusiva como para que cualquier mortal pudiera aspirar a acariciarla.

Pero, de algún modo, él la tenía. De algún modo, él tenía aquella casa.

Pero no lograba sentir que aquello fuera real. Todo parecía existir en su propio plano, como si se tratara de un sueño que hubiera tenido hacía mucho tiempo.

Un sueño que no podía recordar.

Una aguda y dolorosa punzada en el costado ascendió velozmente por su cuello hasta su cabeza y lo dejó repentinamente inmovilizado. Rose se volvió de inmediato, como si hubiera intuido que le pasaba algo.

–¿Te encuentras bien?

–Sí –murmuró Leon.

–No tienes aspecto de encontrarte bien.

–El dolor es algo muy tenaz –Leon permaneció quieto en el escalón, esperando a que la punzada remitiera–. Le gusta hacerse notar.

–Nunca he sufrido una herida grave, así que desconozco la sensación.

–Yo no sé si he sufrido antes alguna herida grave. No lo recuerdo. Así que es como si fuera la primera vez.

Aquello le hizo preguntarse a Leon qué otras cosas podría volver a sentir como si fuera la primera vez y, a juzgar por el repentino rubor del rostro de su esposa, ella debía de estar preguntándose lo mismo.

Pero, dado el estado de sus costillas, estaba claro que aquello no iba a suceder precisamente pronto.

Resultaba extraña la idea de acostarse con alguien a quien no conocía, aunque en realidad sí la conociera. Pero tal vez las cosas serían diferentes en ese momento. Tal vez no podría ser el amante que Rose se merecía… o el que deseara.

–¿Puedes seguir subiendo o prefieres que me ocupe de habilitar una habitación en la planta baja? –preguntó Rose.

–Estoy bien –contestó Leon, que agradeció aquella interrupción de sus pensamientos.

Una vez en lo alto de las escaleras siguió a Rose por un largo pasillo que llevaba a su dormitorio. Aunque la palabra «dormitorio» resultó demasiado humilde y escueta para definir lo que era todo un conjunto de habitaciones.

Incluía un amplio y luminoso despacho, un baño enorme, una sala de estar y la habitación en que se encontraba la cama, también enorme.

–¿Tú tienes algo parecido a esto? –preguntó con curiosidad.

Rose asintió.

–Sí.

–Al parecer, somos una auténtica pareja de la aristocracia –aquello no tenía sentido para Leon. Había algo que no encajaba, que no estaba bien. Se sentía… cautivado por Rose. Se sentía muy atraído por ella. ¿Cómo era posible que hubiera aceptado que no compartieran el dormitorio?

Rose ladeó la cabeza.

–Resulta extraño ir comprobando las cosas que sabes y las que no.

–Desde luego –Leon suspiró–. Pero preferiría olvidar mi conocimiento superficial de las cosas del mundo y recuperar lo que sé de mí mismo.

Rose asintió.

–Lo comprendo. Ahora voy a dejarte para que puedas descansar.

Leon estaba exhausto, algo que resultaba un tanto absurdo, pues se había pasado el vuelo durmiendo. Sentía que aquello no era habitual en él. Sentirse tan cansado. Estar tan sobrio.

–Probablemente sea lo mejor –murmuró.

–Voy a confirmar la cita con el médico que va a atenderte. Y también con la enfermera.

–No estoy inválido.

–Has sufrido una grave contusión en la cabeza, Leon. Y aunque podamos estar razonablemente seguros de que no te vas a morir esta noche, también es evidente que tu estado no es precisamente normal.

Leon sabía que no podía discutir aquello.

–De acuerdo –concedió.

–Te despertaré a la hora de comer –tras decir aquello, Rose se volvió y salió rápidamente de la habitación.

Leon se dio cuenta en ese instante de que en ningún momento había hecho intención de tocarlo. No había habido ningún contacto físico entre ellos, ninguna caricia de consuelo o apoyo. Ni siquiera al irse había mostrado Rose la intención de inclinarse hacia él para besarlo.

Pero probablemente tendría que desentrañar los misterios de su propia mente antes de ocuparse de los misterios de su matrimonio.

Capítulo 3

 

Rose sentía que estaba a punto de perder la cabeza. Pero aquello era algo que no debía suceder, pues estaba claro que Leon había perdido la suya.

Se reprendió de inmediato por aquel pensamiento. Leon no había perdido la cabeza, sino la memoria, pensó mientras caminaba de un lado a otro de su estudio.

Los dos días anteriores habían sido los más duros de su vida, y eso no era decir poco. Había soportado mucho a lo largo de su existencia. Desde la muerte de su madre cuando ella aún era una niña hasta la de su padre cuando acababa de cumplir los veintiún años. Siempre había sentido que no encajaba entre sus coetáneos, porque era demasiado callada y tímida, demasiado poquita cosa como para interesar a alguien. Porque prefería pasar el tiempo husmeando en polvorientas bibliotecas que divirtiéndose en fiestas alocadas. Porque cuando salía de compras iba a papelerías y librerías en lugar de a boutiques de moda. Porque había pasado dos años casada con un hombre que no la había tocado más allá del día de su boda.

Sí. Podía afirmarse que Rose Tanner no lo había tenido fácil en la vida.

A pesar de todo, ver a un hombre como Leon pasando por aquello, verlo tan mermado, tan reducido, era terrible. Habría querido no preocuparse tanto. Incluso cuando estaba enfadada con él, cuando trataba de convencerse de que lo odiaba, no podía negar que era el hombre más vibrante, más intenso y atractivo que había conocido nunca.

Verlo herido, inseguro, verlo como un mortal más, era como perder la última red de seguridad que había en su vida. Ya había perdido sus otros pilares. A su madre. A su padre. Y en ese momento estaba perdiendo también a Leon.

No podía decirse que hubiera sido un gran apoyo moral durante aquellos años, desde luego, pero al menos había sido constante, predecible. Podría haber muerto solo unos días atrás, y saberlo resultaba devastador en un sentido que jamás habría anticipado.

–Contrólate –murmuró para sí mientras se esforzaba por reprimir la histeria que amenazaba con adueñarse de ella.

Tenía que hacer algo, ocuparse en algo. Salir al jardín a podar. Seguir catalogando la vasta biblioteca de su padre. En lugar de ello, ocupó un sillón frente a la chimenea y se dejó invadir por la tristeza.

Deseaba tanto acabar con aquello, dejar de permanecer paralizada, esperando a que su matrimonio se convirtiera en otra cosa, a que sucediera algo mejor en su vida…

Quería la Casa Tanner. Por supuesto que la quería. Y sabía que Leon también la quería. Pero últimamente se había sentido incluso dispuesta a quedarse sin la una y sin el otro si fuera necesario.

Sin embargo, sabía que no podía dejar a Leon en aquellos momentos. Necesitaba verlo recuperado. Después, con la conciencia tranquila, podría seguir adelante con su vida.

¿Y si Leon no llegara a recuperar la memoria?

Por un breve instante, sintió la tentación de mentirle, de decirle que estaban locamente enamorados, que se había casado con ella porque no era capaz de tener las manos quietas a su lado, no porque quisiera heredar el imperio económico de su padre y la casa que tanto había llegado a querer.

Sí, por un momento sintió la tentación de hacerlo. No habría sido humana si no la hubiera sentido. Había pasado tantos años fantaseando sobre cómo habrían sido las cosas si Leon la hubiera deseado, si al mirarla hubiera visto en ella a una verdadera mujer…

Pero no podía hacer algo así. Hacerlo habría sido repugnante. Y lo último que quería era que Leon fuera su prisionero. Algo que, dadas las circunstancias, en realidad ya era.

«De hecho, tú eres su prisionera», le susurró su voz interior.

No podía discutir aquello. Había aceptado casarse con él y luego había sido abandonada para deambular como un fantasma por las habitaciones de la casa. Entretanto, Leon había seguido adelante con su vida como si fuera un hombre soltero.

El mundo entero sabía que estaban casados. Y también que Leon era un playboy incorregible. Y nadie sabía que ella se había visto atrapada por un acuerdo para permanecer casada durante al menos cinco años para que él consiguiera quedarse definitivamente con el negocio de su padre y ella con la casa.

Aquel había sido el acuerdo prenupcial dictado por su padre antes de morir.

Pero no pensaba seguir esperando. Leon podía quedarse con la empresa. Y también con la casa. Ella solo quería ser libre.

Había llegado a un punto en el que sabía que solo tenía dos opciones: o sentarse a hablar con él en alguna de las raras ocasiones en que estaba en casa para hacerle saber cuánto deseaba que diera una nueva oportunidad a su matrimonio, para explicarle todo lo que sentía, o para pedirle el divorcio.

Y había optado por pedirle el divorcio. Porque no había ninguna posibilidad de que la otra conversación terminara bien. Sabía que, si le abría su corazón, si dejaba expuestos sus verdaderos sentimientos, lo arriesgaría todo y sería rechazada.

–¿Es ya la hora de comer?

Rose se volvió rápidamente hacia la puerta, hacia el sonido de aquella ronca voz, y sintió que su corazón se evaporaba junto con sus buenas intenciones. Leon no llevaba puesto más que los pantalones negros y flojos del pijama. Llevaba el torso desnudo y sabía que debería haberse fijado en sus vendajes, en sus moratones, pero en lo que se fijó fue en su musculatura. En su pecho, perfectamente definido, en sus músculos abdominales, que se marcaban con cada una de sus respiraciones.

–Creo que sí –contestó, sin aliento.

–Estoy muerto de hambre –Leon se cruzó de brazos y se apoyó contra el marco de la puerta. Sostenía una camiseta gris en una mano, pero no hizo intención de ponérsela–. Es la primera vez que siento hambre desde el accidente. Resulta bastante agradable. Supongo que aún no me dejarás beber algo, ¿no?

–No puedes mezclar el alcohol con la medicación, Leon.

–Estoy empezando a pensar que estaría dispuesto a sacrificar la medicación por una bebida –frunció el ceño–. ¿Suelo beber mucho?

Ya que apenas pasaban tiempo juntos, Rose no estaba muy familiarizada con las costumbres de Leon, pero lo cierto era que casi siempre solía tener una bebida en la mano.

–Un poco –dijo con cautela–. Pero ¿por qué lo preguntas?

–Llevo deseando beber algo desde que recobré la consciencia. No sé si se debe solo al estrés o si tengo cierto grado de dependencia del alcohol.

–Sales muy a menudo –dijo Rose–. ¿Y por qué no te pones la camiseta? –preguntó, sonando un poco más desesperada de lo que habría querido.

–No puedo –contestó Leon con un leve encogimiento de hombros.

–¿Cómo que no puedes?

–He tratado de ponérmela, pero me duelen demasiado las costillas. ¿Puedes ayudarme, por favor? –dijo a la vez que alargaba la camiseta hacia Rose.

Rose sintió el firme e intenso latido de su corazón en los oídos.

–Yo… –se suponía que era su esposa, que aquella petición era completamente lógica.

Carraspeó con suavidad y recorrió el espacio que los separaba para tomar la camiseta. El roce de sus dedos con los de Leon cuando la tomó le produjo un cálido estremecimiento.

–Cuando dices que salgo mucho, ¿te refieres a que voy a muchas fiestas?

Rose asintió con la garganta repentinamente seca.

–Sí –contestó a la vez que alzaba la camiseta y la recogía en torno al cuello para situar este en la dirección adecuada–. Inclínate todo lo que puedas, por favor.

Leon hizo lo que le decía y ella introdujo la camiseta por su cabeza.

–¿Y tú? –preguntó.

Rose lo miró a los ojos. Estaba tan cerca… tanto que solo habría tenido que ponerse de puntillas para besarlo. Solo lo había hecho una vez antes. El día de su boda, en una iglesia abarrotada de gente.

¿Qué pasaría si volviera a hacerlo?

Parpadeó mientras trataba de sobreponerse a las sensaciones que estaba experimentando.

–Alza los brazos todo lo que puedas –murmuró.

Leon obedeció e introdujo las manos por las mangas.

–¿Sueles salir conmigo? –insistió.

Rose no estaba segura de cómo responder. Se suponía que no debía darle información, que Leon debía encontrarla por sí mismo. Además, no quería dársela.

–Casi siempre prefiero quedarme en casa –dijo y, mientras deslizaba la camiseta hacia abajo por su torso sus dedos rozaron el oscuro vello y los fuertes músculos del pecho de Leon.

De inmediato afloraron a su mente toda clase de cosas sobre las que apenas se había permitido fantasear. Y aquello tenía que pasarle precisamente cuando por fin había decidido que su matrimonio debía terminar.

Se apartó de Leon y trató de volver a respirar con normalidad.

Él frunció el ceño mientras terminaba de estirarse la camiseta.

–¿Suelo salir contigo?

Estaba igual de sexy con la camiseta que sin ella.

Rose parpadeó y apartó la mirada.

–A veces –alzó la mirada hacia el reloj y vio que casi eran las seis, lo que significaba que la comida ya estaría lista. Experimentó un intenso alivio ante aquella posibilidad de rescate. Cuando entre ellos se interpusiera la mesa podría volver a respirar con normalidad–. Es hora de que vayamos a comer. Ven, voy a enseñarte el camino al comedor.

–¿Tenemos servicio? –preguntó Leon mientras avanzaban por el pasillo.

–Sí. He mantenido a todos los empleados domésticos que tenía mi padre –Rose carraspeó ligeramente–. Supongo que he querido que todo siguiera igual que entonces.

–Ambos amamos esta casa –dijo Leon–. Eso es algo que compartimos. Al menos, me dijiste que yo la amaba.

–Es cierto. Y yo también. Fui muy feliz en ella mientras crecía. Es el único lugar en el que conservo recuerdos de mi madre. De pequeña solía esconderme en lo alto de las escaleras para observar las grandes fiestas que solían organizar mis padres en verano. Mi madre siempre era la mujer más guapa de todas. Parecía muy feliz con mi padre. Yo… soñaba con crecer y tener una vida parecida.

Al pensar en aquello, Rose sintió que se le hacía un nudo en la garganta y tuvo que parpadear para alejar el brillo de las lágrimas.

–¿Y tu vida no es así? –preguntó Leon.

El tono de su voz era casi esperanzado, algo que resultó muy extraño para Rose. Leon solía utilizar un matiz bastante cínico para hablar de aquellas cosas. Se consideraba un realista, con los pies firmemente asentados en la tierra. Por eso atesoraba ella en su corazón con tanto esmero los pocos momentos en que le había mostrado con sinceridad su sensibilidad, su delicadeza.

Pero en lo referente a la fantasía, a las ideas románticas sobre la vida, sabía que no había nada que hacer con él.

Le habría gustado mentirle, aunque sabía que no podía hacerlo. Pero sí podía ser un poco creativa respecto a la verdad.

–Esta casa es nuestra y podemos hacer con ella lo que queramos. Desde que murió mi padre has estado muy ocupado dirigiendo la empresa, expandiendo por el mundo su actividad. Aún no hemos tenido tiempo de organizar fiestas.

–¿Pero tenemos intención de hacerlo?

–Sí –contestó Rose, aun sabiendo que aquello no era estrictamente cierto, pues ni siquiera era capaz de imaginarse su futuro en aquella casa, y mucho menos un futuro compartido con Leon.

Cuando entraron en el comedor la mesa ya estaba puesta. Rose había advertido con antelación a los empleados domésticos de que debían mantener la discreción.

–Han preparado tu plato favorito –dijo mientras se sentaban ante el bistec con arroz que habían preparado para ellos. Rose tenía una copa de vino ante su plato. Leon, un vaso de agua.

–¿No te parece un poco cruel? –preguntó él al fijarse en el detalle.

–No tengo por qué beber mi vino si te molesta.

–Sería una lástima malgastarlo –Leon negó con la cabeza–. Tú puedes beber vino y yo no. Eso es todo.

–Todo un detalle por tu parte.

–Siento que soy generoso.

Rose no pudo evitar dejar escapar una risa.

–¿¿‚‚¿¿‚¿Ah, sí?

–Sí. ¿Acaso me estás contradiciendo?

Rose bajó la mirada hacia su plato.

–Claro que no. Colaboras con numerosas organizaciones benéficas.

–¿Lo ves? –Leon tomó el cuchillo y el tenedor–. Eso evidencia que sí soy una persona generosa.

–Puede que haya más de un tipo de generosidad.

–¿Qué quieres decir?

Rose lamentó de inmediato haber hecho aquel comentario.

–Disculpa. Se supone que no debo agobiarte con información, y mucho menos con mis opiniones personales. Las opiniones no son hechos, y tú necesitas hechos.

–¿Y opinas que no soy generoso?

Rose suspiró, frustrada consigo misma y con Leon. Con el mundo.

–Claro que eres generoso.

–Solo lo estás diciendo para tranquilizarme.

Rose no pudo contener un gesto de exasperación.

–¿Estás tratando de empezar una pelea?

–No seas tonta. Nosotros nunca nos peleamos –dijo Leon.

–¿Y cómo puedes saber eso? –preguntó Rose con una extraña sensación en el estómago.

Leon no se equivocaba. Ellos nunca se habían peleado. Se habían visto tan poco durante los dos años que llevaban casados que apenas habían tenido tiempo de hacerlo. Además, nunca había habido suficiente pasión entre ellos como para desatar una pelea.

–Simplemente lo sé.

–Sigues siendo muy arrogante.

–Tacaño y arrogante. Eso es lo que opinas de mí. ¿Cómo es posible que nunca discutamos?

–Tal vez porque no estás aquí lo suficientemente a menudo –Rose pinchó con el tenedor su primer trozo de carne y comenzó a masticarlo con la esperanza de que Leon dejara el tema.

 

 

Leon miró a su esposa sin saber cómo interpretar la conversación que acababan de mantener. Era evidente que estaba irritada con él. Se preguntó si aquello sucedería a menudo, o si simplemente estaría tensa por la peculiar situación en que se encontraban.

Había comentado en varias ocasiones que él estaba muy a menudo fuera. Dado que los padres de Rose habían muerto y que no había mencionado a ningún hermano, parecía que él era toda la compañía que tenía. También tenía la sensación de que Rose sentía que no hacía demasiado para apoyarla emocionalmente.

Aquello resultaba preocupante. El hecho de que pudiera o no haber preocupado al hombre que había sido antes del accidente resultaba irrelevante. Rose se estaba ocupando de él, le estaba ofreciendo su ayuda incondicional, y era evidente que no se sentía correspondida.

Tenía que remediar aquello, se dijo. Ya que iba a tener que pasar varias semanas en la casa recuperándose, pensaba centrarse totalmente en sanar tanto su matrimonio como su cuerpo.

Pero su afán por hacerlo era más profundo, iba más allá. No se trataba tan solo de enmendar un error del pasado.

Rose era su única referencia. Era la única persona que lo conocía de verdad. Era su ancla en medio de un mar proceloso, y sabía que sin ella se vería irremisiblemente arrastrado hacia el fondo.

Debía afianzar y apuntalar la conexión que había entre ellos.

Se había perdido a sí mismo. No recordaba en absoluto quién era. Y, por lo que parecía, su relación matrimonial era mucho más frágil de lo que debería haber sido.

Rose era todo lo que tenía. No podía perderla.

Y solo había una solución posible para enmendar aquello. Debía seducir de nuevo a su esposa.

Capítulo 4

 

Había pasado casi una semana desde que Leon había regresado a la casa y aún no recordaba nada. Rose estaba luchando contra la inquietud y la desesperanza mientras experimentaba una creciente ternura en su corazón cada vez que estaba con él.

Pero sabía que, en realidad, aquella ternura no era nada nuevo.

Siempre había sentido algo por Leon. Más de lo que debería. Pero él no sentía lo mismo por ella. Nunca lo había hecho. Sin embargo, ella no lograba librarse de la esperanza, de aquella necesidad.

Una parte de ella, probablemente la más infantil, creía irracional y tenazmente en los finales felices, en que el buen comportamiento siempre recibía su recompensa.

Pero no podía volver a esperanzarse de nuevo. No debía hacerlo. Cuando Leon recuperara la memoria, todo volvería a ser como antes.

Se tumbó de espaldas en su sofá favorito y contempló el ornamentado techo del salón. Al escuchar unos pasos que se acercaban, se irguió de inmediato a la vez que aferraba contra su pecho el libro que había estado leyendo.

–¿Rose? –Leon entró en el salón con un aspecto mucho más alerta y desenvuelto del que había tenido unos días atrás. Estaba durmiendo mucho y, al parecer, el descanso empezaba a dar sus compensaciones.

–Estaba leyendo.

–¿Qué estás leyendo?

–El último libro de Nora Roberts.

–No creo que haya leído a esa autora. O tal vez sí. No lo sé.

Rose se rio a pesar de sí misma.

–Lo dudo.

–¿No es el tipo de literatura que leo?

–Creo que solo te gusta leer sobre temas relacionados con los negocios.

Leon asintió lentamente, pensativo.

–No logro imaginarme a mí mismo yendo a la universidad. Pero supongo que, dada mi posición, hice alguna carrera.

–No la hiciste –contestó Rose, suponiendo que era correcto darle aquella información.

–¿Entonces cómo…? No recuerdo nada, pero sé que no es así como suelen funcionar las cosas –Leon se frotó la barbilla con una mano mientras decía aquello. El áspero sonido que produjo al hacerlo resultó extrañamente erótico para Rose.

No tenía ninguna experiencia con los hombres. Al menos, ninguna experiencia íntima. Más allá del casto beso de su boda, y de la excitante experiencia de ayudar a Leon a ponerse la camiseta, apenas había tenido contacto físico con un hombre. ¿Y por qué iba a haberlo tenido? A fin de cuentas, siempre había estado esperando por Leon como una tonta.

Aquella falta de experiencia debía de ser el motivo por el que le afectaban tanto aquellos detalles.

Trató de ignorar el rubor que cubrió sus mejillas.

–Todo lo que sé es que de adolescente trabajabas en la empresa de mi padre en un puesto muy bajo. Empezaste a trabajar antes de terminar tus estudios en el instituto. Por algún motivo llamaste la atención de mi padre y desde entonces se ocupó de ti. Se tomó un interés muy personal en ir enseñándote todos los entresijos del negocio.

–Mi familia no era rica –dijo Leon en tono apagado–. Eso lo sé. Nací en Grecia. Éramos muy pobres. Vine aquí por mis propios medios.

Rose comprendió en aquel momento lo poco que sabía de él. Sabía que era griego, desde luego, pero apenas sabía nada de su pasado. Apareció de pronto un día en su vida y desde entonces lo había idolatrado. Al menos hasta el momento en que comprendió que nunca llegaría a convertirse en la fantasía que ella había elaborado en su mente. No se preguntó por qué se casó con ella. Las ventajas que suponía aquella unión para él eran evidentes. Su padre estaba muriéndose y quería ver a su hija asentada, protegida, y ofreció la empresa y la casa a Leon como incentivo, con unas condiciones lo suficientemente adecuadas como para tentarlo.

Todo aquello tenía sentido, pero Rose comprendió de pronto que la que no tenía sentido en todo aquello era ella. ¿Qué había esperado? ¿Qué se había imaginado que saldría de todo aquello? ¿Quién se había imaginado que era? Aquel era el problema. Todo había surgido de su imaginación. Todo era meramente imaginario.

Aquello le hizo sentirse muy pequeña. Egoísta. Leon tan solo había sido un objeto de su fantasía que solo había respirado y vivido para satisfacer sus sueños infantiles.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Leon.

Rose parpadeó.

–Sí… sí. ¿No tengo aspecto de encontrarme bien?

–Por tu expresión parece que acabara de caerte un yunque en la cabeza.

Rose trató de reírse.

–Lo siento. Es solo que… me he dado cuenta de que no sé sobre ti todo lo que debería. Al tener que enfrentarme a los vacíos de tu memoria me he hecho consciente de todo lo que desconozco sobre ti.

Leon arrugó el entrecejo.

–Supongo que eso es en gran parte culpa mía.

–No creo. En este caso creo que yo soy la única responsable.

Leon se encogió de hombros.

–En cualquier caso, en estos momentos no puedo ayudarte con ese tema. No tengo respuesta para ninguna de esas preguntas.

–No espero que las tengas –dijo Rose, sintiéndose especialmente débil y pálida.

–Pero sí sé una cosa –dijo Leon, repentinamente animado y con un travieso destello en la mirada–. Sé que hoy vamos a cenar fuera, en la terraza. Y también sé que han preparado langosta a la Maine. Tu plato favorito.

–¿Y cómo has sabido eso? –preguntó Rose, sorprendida–. Hace unos días ni siquiera sabías cuál era tu plato favorito.

–A pesar de mi estado sigo siendo capaz de hacer averiguaciones. Afortunadamente. Toda mi vida actual depende en gran parte de las respuestas que recibo, y de la calidad de mis preguntas. Me he esforzado por obtener alguna información de los miembros del servicio.

–No necesitabas hacer eso –Rose no pudo evitar una momentánea sensación de miedo.

–Lo sé. Pero eres mi esposa. Y no solo eso, sino que además te has estado ocupando por completo de mí desde el accidente.

–No solo yo. También hay un médico y una enfermera preparados para acudir cuando sea necesario. Yo solo…

–El mero hecho de saber que estás a mi lado ha supuesto una enorme ayuda para mí durante estos días –la sincera sonrisa que esbozó Leon tras decir aquello hizo que el corazón de Rose latiera más rápido.

Leon alargó una mano hacia ella sin dejar de mirarla con sus oscuros ojos. Rose se echó instintivamente atrás y miró su mano como si se tratara de una especie de serpiente venenosa.

–Mi intención es llevarte hacia la langosta. No hacia tu perdición –bromeó Leon.