Pack Bianca enero 2021 - Pippa Roscoe - E-Book

Pack Bianca enero 2021 E-Book

Pippa Roscoe

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Beschreibung

Un príncipe de incógnito Kate Hewitt La única solución: ¡una boda real de conveniencia! El plan del jeque Lynne Graham Sería suyo hasta la medianoche… Cicatrices del ayer Pippa Roscoe La mujer a la que no podía olvidar… ¡El hijo al que no podía renunciar!

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Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

E-pack Bianca, n.º 225 - enero 2021

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-306-5

Índice

Un príncipe de incógnito

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

El plan del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Cicatrices del ayer

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LO SIENTO, hijo.

Mateo Karavitis se quedó mirando aturdido la pantalla del ordenador. Estaba teniendo una videoconferencia con su madre. El rostro de la reina Agathe reflejaba tristeza y resignación. Tristeza por la tesitura en la que acababa de colocarlo, y resignación por haber tenido que llegar a esa situación: que habiendo tenido tres hijos fuera el menor el que se viera de pronto forzado a ocupar el trono.

–Sé que no es esto lo que quieres –añadió.

Mateo no contestó. Era el tercero en la línea de sucesión, y no lo habían preparado para ocupar el trono. Nunca se había esperado de él que gobernara Kallyria como había hecho durante treinta años su padre, Barak, un monarca respetado, amado por su pueblo y temido por sus enemigos.

Su hermano Kosmos, el primogénito, era a quien habían preparado desde la infancia para suceder a su padre. Había estudiado en una academia militar, se había codeado con dignatarios y diplomáticos, y a los catorce años había sido nombrado príncipe heredero. Sin embargo, a los treinta años había perdido la vida en el mar. De eso hacía ya diez años.

La repentina muerte de Kosmos había supuesto un golpe tremendo para su familia. Su padre había envejecido de golpe varios años: había perdido mucho peso y su figura, antaño corpulenta, parecía haberse encogido, mientras que su pelo, fuerte y entrecano, se había tornado blanco y frágil. Tres meses después de la muerte de su primogénito había sufrido una apoplejía que había afectado a su capacidad del habla y el movimiento, pero había permanecido en el trono. Sin embargo, su salud había continuado deteriorándose, y cuatro años después había muerto y su segundo hijo, Leo, había sido coronado rey. Y ahora, de pronto, sin previo aviso, Leo había abdicado.

–¿Has hablado con Leo? –le preguntó a su madre–. ¿Te ha dado alguna explicación?

–Se… se ve incapaz de seguir… –la voz de su madre, normalmente firme y calmada, sonaba trémula, como si se fuera a quebrar.

Mateo giró la silla hacia un lado para que su madre no viera en su rostro las emociones que se revolvían en su interior. Jamás se hubiera esperado algo así. Diez años atrás Leo había parecido más que dispuesto a ocupar el lugar de su padre; incluso ansioso. Siempre había estado a la sombra de Kosmos, y por fin había llegado su momento. El brillo en sus ojos el día del funeral de su padre le había revuelto el estómago a Mateo, que había abandonado Kallyria decidido a establecerse de forma definitiva en Inglaterra, lejos de las presiones de ser un miembro de la familia real.

Y ahora tenía que regresar porque Leo había levantado sus manos para desentenderse de sus deberes como monarca. Llevaba en el trono más de seis años; ¿cómo podía dejarlo así, por las buenas? ¿Dónde estaba su sentido del deber, del honor?

–No lo entiendo –masculló entre dientes–. ¿De repente ha decidido que lo de ser rey no va con él?

–No es eso –replicó Agathe con suavidad y tristeza–. Tu hermano se ha visto superado por sus obligaciones como rey.

–¿Que sus obligaciones lo han superado? Pues parecía encantado el día de su coronación…

Su madre apretó los labios.

–Se ha dado cuenta de que la realidad dista mucho de lo que él había soñado.

–¿Acaso no es así para todos?

Su madre se encogió de hombros y lo miró con pesar.

–Tú sabes que Leo siempre ha sido más volátil que Kosmos, más sensible. Se toma las cosas muy a pecho y se lo guarda todo para sí hasta que explota. Entre la insurrección en el norte y los problemas económicos que atraviesa el país… –le explicó con un suspiro–. Se derrumbó. Debería haberlo visto venir; debería haber sabido que no sería capaz de aguantar tanta presión.

Su madre le dijo que Leo había ingresado en una clínica privada de Suiza, y eso lo dejaba a él como el único que podía tomar las riendas de su país en esos momentos tan difíciles en que se encontraba sin nadie al timón, a la deriva.

Fuera, las campanas de la capilla de uno de los muchos colleges de Cambridge empezaron a repicar. Su vida estaba allí, en la universidad, donde estaba llevando a cabo una investigación sobre el efecto que determinados procesos químicos tenían en el clima.

Su compañera de laboratorio y él estaban a punto de descubrir cómo reducir ese efecto pernicioso. Y ahora, de pronto, se esperaba de él que dejara todo eso atrás para convertirse en el rey de un país que estaba atravesando una complicada situación económica y política.

–Mateo –le dijo su madre con suavidad–, sé que esto es muy duro para ti, que tu vida ha estado en Cambridge todos estos años. Sé que te estoy pidiendo demasiado.

–No más de lo que se esperaba de mis hermanos cuando les llegó su turno –respondió él.

Su madre suspiró.

–Sí, pero a ellos se les había preparado para afrontar ese deber.

Y él no estaba preparado; era más que evidente. ¿Cómo podría ser un buen rey? Sin embargo, se debía a su país y a su gente.

–¿Mateo? –lo llamó su madre, al ver que se había quedado callado.

Él asintió con la cabeza, a modo de claudicación.

–Regresaré a Kallyria.

La reina Agathe no pudo ocultar su alivio y dejó escapar un suspiro tembloroso.

–Debemos movernos deprisa para asegurarte el trono –murmuró.

Mateo se quedó mirándola con los ojos entornados y la mandíbula apretada.

–¿Qué quieres decir?

–La abdicación de Leo ha sido tan repentina, tan inesperada, que ha provocado una cierta… inestabilidad en el país.

–¿Te refieres a los insurgentes?

Hasta donde él sabía no eran más que una tribu nómada que detestaba cualquier innovación, cualquier atisbo de modernización, porque lo veían como una amenaza a su modo de vida y su cultura.

Agathe asintió y frunció el ceño con preocupación.

–Están adquiriendo más poder y también están aumentando en número. Sin una cabeza visible en el trono… ¿quién sabe qué serían capaces de hacer?

A Mateo se le encogió el estómago solo de pensar en que pudiera desatarse una guerra.

–Haré todo lo que pueda para detenerlos –le prometió a su madre.

–Sé que lo harás –contestó ella–. Pero hay algo más.

Al verla quedarse vacilante, Mateo frunció el ceño.

–¿A qué te refieres?

–Tenemos que proporcionar estabilidad al país cuanto antes –le explicó Agathe–. Después de la muerte de tu padre, de la de Kosmos, de la abdicación de Leo, de tanta incertidumbre… no puede quedar ninguna duda de que nuestra dinastía continuará en el poder, de que la Casa Real no se tambaleará frente a cualquier revés que pueda venir. Tienes que casarte –le dijo sin rodeos– y dar a la Casa Real un heredero tan pronto como sea posible. He hecho una lista de candidatas que podrían resultar adecuadas…

Mateo apretó la mandíbula. ¿Casarse? No solo detestaba la idea de tener que contraer matrimonio, sino también la de hacerlo con una desconocida por muy adecuada que fuera para convertirse en reina consorte.

–¿Y a quiénes has incluido en esa lista? –preguntó, sin poder reprimir una nota de ironía–. Solo por curiosidad.

–La mujer que se case contigo desempeñará un papel muy importante. Tiene que ser inteligente, alguien que no se amilane con facilidad, y por supuesto tendrá que ser alguien de buena familia y que haya recibido una buena educación…

Mateo apartó la mirada.

–No has respondido a mi pregunta; ¿quiénes están en esa lista?

–Pues, por ejemplo, Vanesa Cruz, una joven emprendedora española. Es la propietaria de una importante firma de ropa.

Él resopló.

–¿Y por qué querría renunciar a todo eso?

–Pues porque eres un buen partido, hijo –dijo Agathe con una sonrisa.

–Si ni siquiera me conoce… –masculló él. No quería casarse con una mujer que se casaría con él solo por su título, para ascender en la escala social–. ¿Quién más hay en tu lista?

–La hija de un magnate francés, la hija del presidente de una compañía turca… En el mundo en el que vivimos necesitarás a tu lado a una mujer que sea independiente, no a una princesa que solo esté esperando para conseguir protagonismo.

Su madre mencionó los nombres de otras candidatas de las que Mateo apenas había oído hablar. Eran todas perfectas extrañas para él, mujeres a las que no tenía ningún interés en conocer y con las que tenía aún menos interés en casarse.

–Piénsalo –le insistió su madre con suavidad–. Ya lo hablaremos con calma cuando llegues.

Mateo asintió y unos minutos después terminaba la videollamada con su madre. Paseó la mirada por su estudio y, cuando sus ojos se posaron en el informe de la investigación que estaba haciendo, no le quedó más remedio que aceptar que su vida había cambiado para siempre.

 

 

–Me ha surgido un imprevisto.

Rachel Lewis levantó la vista del microscopio sobre el que estaba inclinada y sonrió a modo de saludo a su colega de laboratorio, Mateo Karras. Por suerte hacía mucho que había dejado de abrumarla su atractivo físico, pero su lado científico no podía dejar de admirar la perfecta simetría de sus facciones cada vez que lo tenía ante ella. Tenía el cabello negro y lo llevaba muy corto. Sus ojos eran de un increíble azul verdoso, idéntico a las aguas del mar Egeo, en el que se había bañado hacía unos años, durante unas vacaciones. Tenía la nariz recta y una mandíbula recia, y bajo la camisa y el pantalón que vestía se adivinaba el físico de un atleta.

–¿Un imprevisto? –repitió arrugando la nariz, extrañada por el tono algo tenso de su voz–. ¿A qué te refieres?

–Es que… –Mateo sacudió la cabeza y exhaló un suspiro–. Voy a estar fuera… un tiempo. He pedido una excedencia.

Rachel se quedó mirándolo aturdida.

–¿Una excedencia?

Mateo y ella habían trabajado juntos durante los últimos diez años en una investigación pionera sobre las emisiones químicas y el cambio climático. Estaban tan cerca, tan, tan cerca de descubrir la manera de reducir el efecto tóxico que los productos químicos tenían en el clima… ¿Cómo podía marcharse así, de repente, y dejarla tirada?

–No lo entiendo –murmuró.

–Me ha surgido una emergencia familiar.

–Pero…

La conmoción inicial de Rachel se transformó en una mezcla de angustia y algo más profundo que prefirió ignorar. No es que sintiera nada por Mateo, no albergaba esa clase de sentimientos hacia él; es que no podía imaginarse trabajando sin él. Habían sido compañeros de laboratorio durante tanto tiempo que casi podían adivinar lo que el otro estaba pensando sin intercambiar palabra. No podía ser verdad que fuera a marcharse…

–¿Pero qué ha pasado? –quiso saber.

Después de diez años trabajando juntos le parecía que tenía derecho a saberlo, aunque nunca hubieran hablado de su vida privada. Bueno, en realidad ella no tenía vida más allá del trabajo, y Mateo siempre había sido muy reservado. Había visto a unas cuantas mujeres de su brazo a lo largo de los años, pero ninguna le había durado demasiado; una cita o dos, nada más. Él nunca hablaba de esas cosas, y ella no se atrevía a preguntar.

–Es difícil de explicar –contestó él, pasándose una mano por la cara, como cansado.

Aquel no era el Mateo de encanto magnético, comentarios agudos y ojos brillantes al que adoraba. De pronto parecía distante, frío… Era como si se hubiera convertido en un extraño.

–Lo único que puedo decirte es que es un asunto de familia –reiteró Mateo.

Rachel cayó entonces en la cuenta de que no sabía nada de su familia. En esos diez años no los había mencionado ni una sola vez.

–Espero que estén todos bien –dijo, aunque no sabía ni cuántos eran de familia.

–Sí, bueno, todo se arreglará, aunque… –Mateo no terminó la frase.

Su rostro reflejaba tal desolación que Rachel sintió un impulso casi irrefrenable de ir a darle un abrazo, pero no le parecía que hubiera la suficiente confianza entre ellos como para eso.

–Si puedo hacer algo para ayudar, no dudes en decírmelo. Lo que sea –le dijo–. ¿Necesitas que cuide de tu casa durante el tiempo que estés fuera?

–Es que… no sé cuándo volveré –contestó él en un tono apagado.

Rachel se quedó boquiabierta.

–Vaya. Entonces debe ser algo serio.

–Lo es.

–Pero… ¿volverás, verdad? –preguntó Rachel. Era incapaz de imaginar Cambridge sin él–. Cuando esté todo resuelto, quiero decir. No puedo hacer esto sin ti –añadió, señalando el microscopio para referirse a su investigación.

Una sombra de tristeza cruzó por el rostro de Mateo.

–A mí también me duele tener que dejar a medias nuestra investigación; lo siento.

–¿Estás seguro de que no hay nada que pueda hacer para ayudarte?

Mateo sacudió la cabeza.

–Todo este tiempo has sido una compañera increíble, la mejor que podía haber tenido.

Rachel contrajo el rostro y bromeó diciendo:

–¿A qué vienen esos cumplidos? Ni que te estuvieras muriendo…

–La verdad es que me siento un poco así.

–Mateo…

–No, no te preocupes; solo estoy siendo un poco melodramático –la tranquilizó él con una sonrisa forzada–. Perdona, es que esto me ha pillado desprevenido… En cuanto pueda te llamaré para explicártelo. Entretanto… cuídate.

Y entonces hizo algo que Rachel jamás habría esperado que hiciera: se inclinó y la besó en la mejilla. Aquel repentino asalto a sus sentidos le cortó el aliento: el fresco olor a cítricos de su aftershave, la suavidad de sus labios, el roce algo áspero de su barba de unos días…

Con una sonrisa triste, Mateo la miró a los ojos y retrocedió. Se despidió de ella con un breve asentimiento de cabeza. Cuando salió, Rachel se quedó allí de pie, como paralizaba, escuchando el ruido de sus pasos alejándose por el corredor.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA SITUACIÓN era peor, mucho peor de lo que había pensado, se dijo Mateo, de pie junto al ventanal del que había sido el estudio de su padre. A su llegada a Kallyria se había reunido por separado con todos los ministros de su gabinete y había descubierto que su hermano Leo había llevado al país cuesta abajo.

La economía, las relaciones internacionales y hasta la política interior habían sufrido un tremendo declive. Había tomado decisiones imprudentes, revocado otras de forma descuidada, había insultado a varios líderes mundiales… la lista de sus meteduras de pata era interminable.

Se apartó del ventanal y fue hasta el escritorio. Aunque hacía ya seis años que había fallecido su padre, el estudio reflejaba más su paso por allí que el de su hermano Leo, que al parecer había pasado más tiempo navegando en su yate o en Montecarlo que allí, ocupándose de los asuntos del país.

Tomó del escritorio la lista de posibles candidatas que había redactado su madre, y torció el gesto por lo mercenaria que se le antojaba la tarea de escoger así una esposa. Le parecía increíble que, estando en el siglo xxi, y en un país que se consideraba progresista y abierto, tuviera que casarse con una desconocida.

–Ya tendréis tiempo de conoceros –le había dicho su madre esa mañana, con una sonrisa apaciguadora.

–Supongo. Aunque también tengo que conseguir que se quede embarazada lo antes posible, ¿no? –había contestado él con sarcasmo–. Un matrimonio con todos los ingredientes para acabar en desastre.

–Los matrimonios concertados pueden salir bien –le había dicho su madre.

Hablaba por propia experiencia; el suyo también había sido un matrimonio concertado y ella se había esforzado para que funcionase. Su padre había sido un hombre generoso y cariñoso, pero también pronto a la ira, bastante orgulloso, y en ocasiones difícil.

–Lo sé –había respondido cansado, pasándose una mano por el cabello. Había llegado a las diez de la noche y solo había dormido un par de horas.

–¿Es amor lo que buscas? –le había preguntado su madre–. El roce hace el cariño.

–No quiero amor –había contestado él, pronunciando la palabra con desdén–. Ya he estado enamorado y no tengo el más mínimo deseo de volver a pasar por eso.

–Te refieres a Cressida –había murmurado su madre–. Eso fue hace mucho tiempo, hijo.

Mateo nunca hablaba de ella. Y trataba de no pensar en ella, en el dolor y la culpabilidad que aún sentía.

–Pero si tanta aversión tienes al amor –había añadido su madre–, yo diría que un matrimonio concertado es lo más conveniente para ti.

Mateo sabía que tenía razón, pero se resistía a admitirlo.

–Quiero a alguien con quien pueda entenderme –había respondido–. La mujer con la que me case será mi consorte, dará a luz a mis hijos y los criará, será mi compañera en todos los sentidos… Y no quiero confiar ese papel a una extraña, por idónea que parezca sobre el papel.

–Las candidatas de esa lista han sido refrendadas por varios ministros de tu gabinete –había replicado su madre–. No se les puede poner un solo pero, ni hay razón alguna para pensar que no vayan a cumplir con sus obligaciones o a no ser merecedoras de tu confianza.

Lo último que Mateo quería era una mujer que solo quisiese casarse con él porque iba a ser rey, pero había erguido los hombros con un suspiro y alargado el brazo para tomar la condenada lista.

–La estudiaré –le había prometido.

Sin embargo, en ese momento, varias horas después, aún no se había decidido por ninguna de las candidatas. Notó vibrar su móvil en el bolsillo del pantalón, y cuando lo sacó y vio que era Rachel quien llamaba, no pudo evitar alegrarse de volver a escuchar una voz amiga de su antigua vida.

–¿Cómo estás? –le preguntó Rachel–. Me dejaste preocupada.

–¿Preocupada? ¿Por qué?

–Te fuiste de repente y me dijiste que se trataba de una emergencia familiar –respondió ella, algo exasperada–. ¿Cómo no iba a preocuparme?

–Perdona, tienes razón. Pero no tienes que preocuparte; ya está todo bajo control.

–¿Ah, sí? –exclamó Rachel, como esperanzada–. Entonces… ¿volverás pronto?

–No, me temo que no. He dejado mi plaza.

El gemido ahogado de ella lo conmovió, pero estaba seguro de que se las apañaría bien sin él. Encontraría a otro compañero para continuar con su investigación. Quizá incluso conseguiría un ascenso en el departamento.

–Pero… ¿por qué? –le preguntó ella con suavidad–. ¿Qué está pasando, Mateo? ¿No puedes contármelo?

Él vaciló y finalmente le respondió:

–Tengo que ocuparme del negocio familiar. Mi hermano era quien estaba a cargo, pero lo ha dejado de un modo… bueno, bastante repentino.

No se sentía preparado para decirle la verdad, que era un príncipe e iba a convertirse en rey de un país. Sonaba ridículo, como sacado de una película cursi. Además, se enteraría bien pronto. Saldría en la televisión y en los periódicos, y los rumores tendrían su eco en la pequeña comunidad universitaria.

–No puedo creerlo –dijo Rachel muy despacio–. ¿De verdad no vas a volver?

–No.

–¿Y no hay nada que yo pueda hacer? ¿No podría ayudarte de algún modo para que…?

–No, lo siento –reiteró él. Se sentía fatal diciéndole aquello, pero no podía mentirle y no había nada más que decir–. Adiós, Rachel –murmuró, y colgó.

 

 

Rachel se quedó mirando su móvil aturdida. No podía creerse que Mateo le hubiera colgado. Le dolía que la hubiese dejado plantada de esa manera. De pronto, sin saber por qué, se encontró recordando el día en que se lo habían presentado. Mateo estaba en tercer curso y ella en primero. La había sorprendido la fuerte atracción que había sentido hacia él, a pesar de que estaba claro que él jamás se fijaría en alguien como ella, una chica feúcha, empollona y algo rellenita.

Y es que, aunque Mateo tuviera una mente brillante, no encajaba para nada con el estereotipo del cerebrito friki al que sí se ajustaban muchos de sus compañeros de clase. No solo era guapísimo, sino que además era encantador y tenía una abrumadora confianza en sí mismo.

–¿Rachel? ¿Eres tú?

Al oír la voz trémula de su madre, se guardó el móvil en el bolsillo y plantó una sonrisa en su rostro. Lo último que quería era preocuparla, aunque era poco probable que se diese cuenta de nada.

Le habían diagnosticado Alzheimer hacía dos años, y su declive había sido tan rápido que resultaba descorazonador. Hacía dieciocho meses Rachel se la había llevado a vivir con ella a su apartamento, y le había costado acostumbrarse a tenerla allí y a sus muchas necesidades. Sobre todo se le antojaba irónico que su madre, que nunca le había mostrado demasiado afecto, igual que su padre, dependiera ahora de ella.

Oyó por el pasillo los pasos de su madre, que se acercaba arrastrando los pies.

–Hola, mamá –la saludó con una sonrisa cuando la vio aparecer.

–¿Por qué estabas haciendo tanto ruido? –le preguntó, aunque había estado hablando en un tono normal.

–Perdona, es que estaba hablando por teléfono.

–¿Con tu padre? ¿Va a volver tarde otra vez?

Su padre llevaba muerto ocho años.

–No, mamá, era un amigo –le contestó. Claro que quizá ya no pudiera llamar así a Mateo. De hecho, quizá nunca hubiera sido su amigo–. ¿Qué te parece si te pongo uno de esos programas de la tele que tanto te gustan? –le dijo. La tomó del brazo y la llevó de vuelta a su dormitorio, donde había colocado una cama articulada y un televisor–. Creo que a esta hora ponen ese de ¡Menuda ganga!, ¿no?

Su madre se había aficionado a esa clase de programas basura, algo que le hacía gracia y la entristecía a la vez. Antes de enfermar solo veía documentales científicos; ahora le chiflaban los programas de entrevistas y los reality shows.

Su madre dejó que la metiera otra vez en la cama, aunque aún parecía irritada cuando le puso la manta sobre las rodillas y encendió el televisor.

–Si quieres puedo hacerte un sándwich a la plancha –le propuso Rachel para apaciguarla–. ¿De queso y mermelada? –otro de sus nuevos y peculiares gustos.

–Bueno, está bien –contestó su madre, como si estuviera haciendo una gran concesión.

A solas en la cocina mientras preparaba el sándwich, Rachel no podía quitarse de la cabeza la conversación con Mateo. Iba a echarlo de menos. Quizá no debería, pero sabía que iba a echarlo de menos. Ya lo echaba de menos.

Al pasear la mirada por la pequeña cocina, con el ruido enlatado de la televisión de fondo, se dio cuenta de que apenas tenía vida. Para empezar, casi nunca salía. Los pocos amigos que tenía estaban casados, tenían hijos, y era como si pertenecieran a un universo separado del suyo, siempre ocupados. La invitaban de forma ocasional a cenar, como por pena, y presumían de sus hijos ante ella. Y siempre acababan preguntándole si no quería que le buscaran pareja.

La verdad era que durante todos esos años, trabajando con Mateo ocho horas al día en el laboratorio, nunca había sentido la necesidad ni el deseo de salir más, de tener una vida social. Bromear con él, el silencio cómodo entre ellos, sus discusiones académicas en el pub, tomando una cerveza… todo eso había sido más que suficiente para ella.

–Rachel, ¿está ya mi sándwich? –la llamó su madre desde la habitación.

Rachel suspiró y sacó el pan de molde.

–¡Enseguida, mamá!

 

 

Tres días después

 

Llovía a cántaros mientras Rachel corría calle abajo, y cuando llegó a su bloque estaba empapada. Seguía de bajón por la repentina marcha de Mateo. Había intentado animarse, pero las cosas habían ido a peor cuando descubrió a quién le habían asignado como nuevo compañero de laboratorio: un tipo empalagoso y machista.

Menos mal que aún le quedaba media hora de paz y tranquilidad antes de que su madre volviera a casa, pensó mientras introducía la llave en la cerradura del portal. Entre semana su madre iba a un centro de día para personas con Alzheimer y demencia senil. Un minibús del centro la recogía cada mañana y la llevaba de regreso por la tarde.

Estaba empujando la puerta para entrar, cuando una figura salió del callejón que conducía al patio trasero del bloque, donde estaban los contenedores de basura. A Rachel se le escapó un grito y arrancó la llave de la cerradura, dispuesta a usarla como arma, aunque no fuera a servirle de mucho.

–¡Rachel, soy yo!

Al oír esa voz profunda, el corazón le dio un vuelco y se le cayeron las llaves al suelo.

–¿Mateo…?

–Sí –asintió él, saliendo de las sombras y avanzando hacia ella con una sonrisa.

Rachel se quedó mirándolo aturdida, incapaz de articular nada coherente. Solo podía pensar en lo mucho que se alegraba de verlo.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó finalmente.

En vez de contestar, Mateo le dijo:

–¿Qué tal si entramos? Acabaremos calados si seguimos aquí, bajo la lluvia.

–Sí, claro –balbució ella.

Recogió las llaves del suelo y entraron en el edificio. Cuando subieron a su apartamento y encendió las luces, Rachel pensó en lo pequeño que debía parecerle a Mateo, y sintió vergüenza al posar la vista en los sujetadores que tenía secándose sobre el radiador, y en la tostada a medio comer que se había dejado en la mesita, junto a una novela romántica con una ilustración erótica en la portada.

Se volvió bruscamente, rogando por que no se fijara en nada de eso, y volvió a preguntarle:

–¿A qué has venido?

Capítulo 3

 

 

 

 

 

POR QUÉ había ido allí? Era una buena pregunta, se dijo Mateo. Veinticuatro horas atrás, cuando se le había ocurrido, después de su desastroso primer encuentro con Vanesa Cruz, le había parecido que era una idea maravillosa, la solución más sencilla. Ya no estaba tan seguro.

–Quería verte –le respondió. Al menos eso era cierto.

–¿Ah, sí? –murmuró Rachel parpadeando, antes de apartar de su frente un mechón mojado–. Espera, voy a poner a hervir agua; creo que a los dos nos vendrá bien una taza de té –le dijo quitándose la chaqueta empapada.

La blusa blanca que llevaba debajo también estaba húmeda y se transparentaba, y Mateo se sintió incómodo cuando se encontró fijándose en sus generosos pechos. Apartó la vista, pero entonces sus ojos fueron a posarse en el radiador, sobre el que colgaban un par de sujetadores descoloridos de algodón. Rachel se apresuró a quitarlos, azorada y se fue a la cocina, donde se oyó poco después que empezaba a trastear para preparar el té.

Mateo se quitó el abrigo y lo colgó del respaldo de una silla de la zona del comedor, que ocupaba la mitad del acogedor salón. La otra mitad constaba de un sofá, cubierto por una colorida manta, un sillón orejero, una mesita baja, una estantería con libros y poco más.

Echó un vistazo a los títulos en los lomos, y cuando se apartó de la estantería sus ojos se posaron en el montón de correo apilado sobre una mesita alta junto a la puerta principal. Todos aquellos pequeños detalles le hicieron darse cuenta de lo poco que conocía en realidad a su antigua compañera de laboratorio.

«¡Venga ya, pues claro que la conoces!», replicó una vocecilla en su mente. «Has trabajado con ella diez años y sabes que se implica al máximo. Y que tiene sentido del humor, pero que también es capaz de tomarse en serio las cosas que importan. Habéis pasado muchos buenos ratos juntos, y sabes que puedes confiar en ella».

Sí, se dijo mientras se sentaba en el sofá, lo que sabía de ella era más que suficiente. Al poco rato reapareció Rachel con un par de tazas de té. Había aprovechado para adecentarse un poco: se había recogido el pelo en una coleta y también se había cambiado los pantalones y la blusa mojados por un jersey gris que resaltaba sus curvas, y unos vaqueros que le sentaban mejor que bien.

Nunca había visto a Rachel como a una mujer por la que pudiera sentir una atracción física, aunque suponía que ahora debía hacerlo. O, cuando menos, debía decidir si era capaz de hacerlo.

–Aquí tienes –le dijo ella, tendiéndole la taza de té, sin leche, como sabía que lo prefería. Se sentó en el brazo del sillón orejero, cuyo asiento estaba ocupado por una pila de ropa doblada–. Perdona el desorden –añadió, haciendo una mueca–. Si hubiera sabido que ibas a venir no habría dejado la colada por medio.

–Ni esto, me imagino –la picó él, tomando de la mesita la novela romántica. Sonrió divertido al ver la picante imagen de la portada, y leyó en voz alta el comienzo de la sinopsis que figuraba en la contraportada–: «El misterioso desconocido, que había llegado una noche al castillo de su padre, tenía fascinada a lady Arabella Fordham-Smythe…».

–Bueno, no tiene nada de malo soñar, ¿no? –replicó ella.

A pesar del ligero rubor que había teñido sus mejillas, el brillo humorístico en sus ojos le recordó a Mateo lo divertida que podía ser.

–¿Vas a contarme a qué has venido? –lo instó Rachel–. Y no es que no me alegre de verte, aunque te hayas presentado sin avisar.

–¿Lo dices por los sujetadores que tenías secándose en el radiador? –la picó él.

Rachel se sonrojó de nuevo, y Mateo se reprendió para sus adentros. ¿Por qué había tenido que mencionar su ropa interior? ¿Y por qué de repente estaba imaginándola, no con uno de esos sujetadores viejos, sino con uno de seda y encaje, con un tirante resbalando por el hombro…?

Se irguió, apartando aquella imagen de su mente, y sus ojos se encontraron con los de Rachel. La verdad era que tenía unos ojos muy bonitos, de un color castaño oscuro y espesas pestañas.

–¿Te has enterado de quién ha ocupado tu puesto? –le preguntó ella, torciendo el gesto.

Mateo frunció el ceño.

–No. ¿Quién?

–Simon el Sieso –contestó ella–. Sé que no debería llamarlo así –añadió con una mueca–, pero es que es tan irritante…

Mateo sonrió con socarronería.

–¿No pudieron encontrar a nadie mejor?

Para él era un insulto que el sustituto que habían elegido fuera Simon Thayer, un investigador mediocre que además era un tonto con ínfulas.

–¡Ya ves! –exclamó Rachel. Sacudió la cabeza y sopló su té antes de tomar un sorbo–. Siempre ha sido un pelota –masculló. El brillo de sus ojos se había apagado–. Trabajar con él va a ser un infierno, la verdad. Incluso he pensado en irme a otro sitio, aunque tampoco podría… –murmuró–. En fin, es igual –continuó, sacudiendo la cabeza–. ¿Y tú cómo estás? ¿Se ha solucionado esa emergencia familiar por la que te fuiste?

–Bueno, no del todo, pero supongo que puede decirse que las cosas están un poco mejor.

–¿Ah, sí? Pues me alegro. Pero… ¿a qué has venido? Todavía no me lo has dicho.

–Es verdad.

Mateo tomó un sorbo de té, más que nada para ganar tiempo, algo que no estaba acostumbrado a hacer. Como químico jamás se había mostrado indeciso; siempre sabía lo que tenía que hacer. Cuando se encontraba con un problema lo analizaba paso a paso hasta dar con la solución.

Eso era lo que debería hacer con Rachel: mostrarle su razonamiento, paso a paso, de un modo analítico, para que llegara a la misma conclusión a la que había llegado él. Pero en vez de eso, en vez de empezar por el principio e ir explicándoselo todo de un modo coherente, se encontró haciendo justo lo contrario, le soltó de sopetón:

–Quiero que te cases conmigo.

Rachel estaba segura de que tenía que haberle oído mal. A menos que estuviera bromeando… Le sonrió perpleja, como si lo que acababa de decirle solo le hubiese chocado, cuando en realidad estaba temblando por dentro. De pronto sintió miedo de que fuese una broma pesada, como le había pasado con Josh años atrás. Había logrado superarlo, pero no podría soportar que Mateo, alguien en quien confiaba, le hiciese algo así. «Por favor, por favor, no te burles de mí…».

–Perdona, ¿qué has dicho?

–Lo sé, tienes razón –murmuró Mateo–. No lo he expresado muy bien.

Rachel tomó un sorbo de su té, más que nada para ocultar su expresión. Aquello estaba empezando a parecer algo sacado de una novela romántica, y la vida real no era así. Era imposible que Mateo Karras quisiera casarse con ella. Imposible.

–Deja que te lo explique –añadió él–. Verás, es que… no soy quien crees que soy.

Era todo tan surrealista que a Rachel le entraron ganas de reírse.

–Está bien. Entonces, ¿quién eres?

Mateo contrajo el rostro y dejó su taza en la mesita.

–Soy el príncipe Mateo Aegeus Karavitis, heredero al trono del reino de Kallyria.

Rachel se quedó mirándolo anonadada. Tenía que estar tomándole el pelo. Mateo le había gastado una broma en el laboratorio alguna que otra vez, cosas inofensivas, como poner un nombre gracioso a la etiqueta de un tubo de muestra, pero aquello…

–Perdona, pero es que no lo pillo –murmuró incómoda.

Mateo frunció el ceño.

–¿Que no pillas el qué?

–Que no le veo la gracia al chiste.

–No es ningún chiste –replicó él–. Hablo en serio. Comprendo que te choque, y sé que no ha sido una proposición muy romántica, pero si dejas que te lo explique…

–Muy bien, pues explícamelo –lo cortó Rachel.

Dejó la taza en la mesita, como había hecho él, y se cruzó de brazos. Estaba empezando a enfadarse. Si aquello era una broma, era de muy mal gusto.

Su tono áspero dejó un poco descolocado a Mateo.

–Verás, es que… hace cinco días mi hermano Leo abdicó. Llevaba seis años en el trono, desde la muerte de mi padre.

Hablaba con tanta naturalidad, que Rachel se quedó mirándolo alucinada. ¿Podía ser que lo estuviera diciendo en serio?

–Si de verdad eres un príncipe… ¿cómo es que hasta ahora no me lo habías dicho?

–Porque no quería que nadie lo supiera. Quería triunfar por mis propios méritos, no por ser quién soy. Por eso todos estos años he utilizado un nombre falso. Nadie del campus lo sabe.

Por un momento Rachel se preguntó si Mateo no estaría teniendo un brote psicótico. Les había ocurrido a otros científicos que pasaban demasiado tiempo en el laboratorio. Que se hubiera marchado tan repentinamente, y lo de esa supuesta emergencia familiar… ¿Y si todo era producto de su mente?, se dijo mirándolo con espanto.

Mateo exhaló exasperado.

–No me crees, ¿verdad?

–No es eso…

Mateo puso los ojos en blanco y resopló.

–¿En serio crees que me lo estoy inventando?

–Yo no he dicho eso –replicó Rachel en un tono apaciguador–. Lo que creo es que tú «crees» que eres un príncipe…

Mateo volvió a resoplar y, levantándose, le espetó:

–¿Te parece que tengo pinta de loco, o que me comporto como un loco?

Rachel enarcó una ceja.

–¿Me estás diciendo que de verdad eres un príncipe?

–Pues claro que es verdad. Y dentro de una semana seré coronado rey.

Parecía tan seguro de sí mismo, tan arrogante, que Rachel se preguntó si podría ser que realmente le estuviera diciendo la verdad.

–Pero… aun en el caso de que todo eso fuera cierto… ¿qué tiene que ver eso conmigo? –le preguntó, recordando lo que le había dicho de casarse con ella.

–Como rey, necesitaré una esposa –le dijo Mateo–. Una reina consorte.

Rachel sacudió la cabeza.

–A lo mejor es que soy un poco corta, pero sigo sin entenderlo.

–¿Corta? Eres la mujer más inteligente que conozco, una científica brillante, muy trabajadora y además una buena amiga.

Rachel sintió que le ardían las mejillas y casi se le saltaron las lágrimas. Las palabras de Mateo sonaban tan sinceras que la habían conmovido; no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien la había alabado de esa manera.

–Gracias –murmuró.

–El caso es –continuó Mateo– que tengo que casarme de inmediato, para proporcionar estabilidad a mi país. Y tengo que dar un heredero a la Casa Real.

Un momento… ¡¿Qué?! Rachel se quedó mirándolo anonadada. Seguía sin poder asimilar lo que estaba diciéndole.

–¿Y… y quieres casarte conmigo? –le preguntó con incredulidad en un susurro.

¿El príncipe de un país extranjero quería casarse con ella? Por algún motivo, en ese momento recordó las crueles palabras que Josh le había lanzado hacía más de diez años: «¿Qué hombre podría desear a alguien como tú?».

–¿Por qué? –inquirió en un hilo de voz.

–Porque te conozco. Porque confío en ti. Porque formamos un buen equipo.

–Sí, pero como compañeros, en un laboratorio…

–¿Y por qué no al frente de un país? –replicó él, encogiéndose de hombros–. ¿Qué diferencia hay?

–No estás ofreciéndome la vicepresidencia, Mateo: estás pidiéndome que sea tu esposa. Hay una gran diferencia.

–No tanta. Solo tendrías que estar a mi lado, apoyándome, ayudándome.

–Estás hablando de casarnos…

De pronto su mente conjuró unas imágenes totalmente fuera de lugar: la noche de bodas, un dormitorio a la luz de las velas, la piel bronceada de Mateo deslizándose contra la suya… No, eso solo pasaba en las novelas románticas que leía; Mateo no podía estar refiriéndose a un matrimonio en el sentido pleno de la palabra. Claro que… había mencionado que necesitaba proporcionar al país un heredero…

–Pues claro, eso es lo que he dicho, que quiero casarme contigo –le reiteró él.

Rachel lo miró con impotencia.

–Mateo, esto es una locura.

–Sé que es algo inesperado, pero…

–¿Algo inesperado? Tengo un trabajo –lo cortó ella–. ¿Qué esperas, que lo deje?

Había conseguido su plaza en Cambridge y su puesto de investigadora por sus propios méritos, no por ser la hija del eminente físico William Lewis y su distinguida esposa, Carol Lewis. ¿Esperaba que dejase atrás todo por lo que había luchado para convertirse en un florero?

–Soy consciente de que lo que te estoy pidiendo es un gran sacrificio –dijo Mateo–, pero como reina se te abrirían infinitas posibilidades: podrías promover entre las chicas las carreras de ciencias, financiar investigaciones científicas, dar apoyo a causas benéficas, viajar por todo el mundo como embajadora de la ciencia…

–¿De la ciencia o como embajadora política? –replicó ella con voz trémula por la enormidad de todo aquello.

–Ambas cosas –contestó Mateo–. Como rey una de mis prioridades será promover la investigación científica. Kallyria tiene una universidad en la capital, Constanza. No puede decirse que esté al nivel de Cambridge o de Oxford, por supuesto, pero goza de un gran reconocimiento entre los países del Mediterráneo.

–Ni siquiera sé dónde está Kallyria –admitió Rachel–. Creo que hasta ahora ni lo había oído.

–Es una isla, en la parte oriental del Mediterráneo. Fue colonizada por comerciantes griegos y turcos hace más de dos mil años, pero siempre ha sido independiente.

Rachel sentía que la cabeza le iba a explotar.

–Pero es que yo no…

Y entonces, de repente, se abrió la puerta principal y entró su madre, que los miró a Mateo y a ella con una suspicacia hostil.

–Rachel, ¿quién es este hombre?

Capítulo 4

 

 

 

 

 

MATEO observó con indiferencia a la señora mayor que tenía sus ojos clavados en él.

–Mamá –le dijo Rachel–, este es… –se quedó vacilante, y lo miró como si no supiera muy bien cómo presentarlo.

–Me llamo Mateo Karavitis –intervino él, dando un paso adelante y tendiéndole la mano–; soy un antiguo compañero de trabajo de su hija.

La madre de Rachel lo miró de arriba abajo. No parecía muy impresionada.

–¿Y por qué ha venido? –quiso saber. Pero sin darle tiempo a responder se volvió hacia Rachel y le dijo–: Tengo hambre.

–Te haré un sándwich a la plancha –le dijo Rachel, intentando calmarla–. Ve a tu habitación, que enseguida te lo llevo.

Le lanzó a Mateo una mirada medio exasperada, medio de disculpa, a la que él respondió con una sonrisa tranquila. No se había esperado que Rachel tuviera una madre dependiente, pero no era algo que fuese a desalentarlo. De hecho, aquello le serviría como un incentivo añadido para convencer a Rachel de que aceptara su proposición: podía ofrecerle a su madre los mejores cuidados en un centro especializado, ya fuera en Inglaterra o en Kallyria.

Claro que tampoco creía que Rachel fuera a necesitar muchos incentivos, se dijo mientras esta entraba en la cocina y su madre se alejaba hacia su habitación. A juzgar por lo que había visto de su vida fuera del trabajo hasta ese momento, no parecía que tuviese muchos motivos para quedarse.

Estaba convencido de que, una vez superado el shock inicial, Rachel aceptaría su proposición. ¿Cómo podría rechazarla? Se acercó a la cocina y se quedó apoyado en el marco de la puerta. Rachel parecía un poco estresada, cortando lonchas de queso a toda prisa.

–¿Cuánto hace que vive contigo tu madre? –le preguntó.

–Algo más de un año –contestó ella, mientras sacaba de la nevera el bote de la mermelada.

–¿Puedo ayudarte? –se ofreció él, entrando en la cocina.

–¿Qué? –balbució Rachel, visiblemente apabullada y cansada, con el pelo cayéndole sobre los ojos–. No, no es…

Mateo le quitó el bote de la mano, el cuchillo de la otra, y se puso a untar la mermelada en las tostadas que había puesto en un plato.

–Vas a hacerle un sándwich a la plancha de queso y mermelada, ¿no? –le dijo.

–¿Qué? –balbució ella de nuevo, mirándolo aturdida. Bajó la vista a las tostadas–. Ah, sí.

Cuando hubo terminado de montar el sándwich, Mateo lo colocó sobre la plancha caliente.

–Estará en un periquete.

–Ten cuidado de que no se te queme –dijo ella–. Voy a ponerle una taza de té también. ¿Tú quieres otra?

–No, a menos que sea con un poco de whisky.

–Me temo que no tengo nada de alcohol. Como no quieras acercarte un momento a la licorería de la esquina…

Mateo dio un paso hacia ella.

–También podría llevarte a cenar a algún sitio, para que podamos hablar con tranquilidad de la proposición que acabo de hacerte.

Rachel frunció el ceño.

–Mateo, no creo que sirva de nada que…

–Venga, Rachel, me parece que no es mucho pedir que vengas a cenar conmigo. Si es que tu madre puede quedarse sola un par de horas.

–Bueno, mientras tenga qué comer y la televisión puesta, estará tranquila –contestó Rachel, con palpable reticencia.

–Estupendo –dijo Mateo sacando su móvil del bolsillo.

Estaba hablando con sus escoltas, que lo esperaban fuera en un vehículo, a unos metros del coche con chófer que había alquilado, cuando empezó a salir humo de la plancha.

–Me parece que se está quemando el sándwich… –murmuró Rachel con sorna, enarcando una ceja, y Mateo se apresuró a rescatarlo.

Media hora después la madre de Rachel estaba acomodada frente al televisor, viendo un reality show, con una bandeja en el regazo sobre la que había un sándwich a la plancha, sin quemar, y una taza de té.

–Estaré de vuelta dentro de un par de horas como mucho, mamá –le dijo Rachel algo angustiada–. Si necesitas cualquier cosa, avisa a Jim.

–¿Jim? –repitió su madre–. ¿Quién es Jim?

–El señor Farley –le recordó Rachel con paciencia–. Vive en el apartamento de enfrente.

Su madre gruñó y Rachel le dirigió una mirada nerviosa a Mateo mientras salía del dormitorio y cerraba tras de sí.

–¿Hace falta que me cambie de ropa? –le preguntó.

Mateo la miró brevemente.

–No, así estás bien.

–Muy bien, pues vámonos y acabemos con esto cuanto antes.

No era un comienzo prometedor, pero Mateo no perdió la esperanza. Fuera el aguacero se había convertido en una fina llovizna y corría una fría brisa otoñal. Rachel se sorprendió cuando Mateo la tomó del codo y la condujo hacia el coche.

–¿No vamos andando?

–He reservado mesa en el Cotto.

–¿Ese restaurante tan elegante en el hotel Gonville? –exclamó ella espantada, apartándose de él–. Pero si es carísimo… Y no voy vestida para ir a un sitio así…

–Vas bien como vas. Además, he reservado un comedor privado, así que estaremos a solas.

Rachel sacudió la cabeza, abrumada.

–Un comedor privado, un coche con chófer… ¿Todo eso es necesario?

–Son precauciones necesarias para garantizar mi seguridad, y para que podamos tener un poco de intimidad –le explicó él–. Cuando se sepa que soy el heredero al trono de Kallyria…

–No puedo evitar pensar que te has vuelto loco cada vez que dices eso –murmuró Rachel.

Mateo esbozó una pequeña sonrisa.

–Te aseguro que no; estoy perfectamente cuerdo.

El chófer se bajó para abrirles la puerta. Subieron al coche y tras un breve trayecto se detuvieron ante la elegante fachada georgiana del Gonville. En cuanto entraron y llegaron al restaurante, Rachel observó aturdida el obsequioso comportamiento del maître con Mateo, que parecía emanar un aura de autoridad con cada gesto y cada mirada.

–Nunca te había visto así –observó mientras se quitaba el abrigo y la bufanda, cuando se quedaron a solas en el comedor privado.

Era una sala pequeña, pero muy elegante, con las paredes revestidas de madera y una mesa para dos dispuesta con cubiertos de plata y la más fina porcelana.

–¿Así cómo? –inquirió él.

Le acercó la silla y Rachel murmuró un «gracias» antes de sentarse.

–Pues… es que nunca te había visto comportarte con tanta autoridad, como si fueras el dueño y señor del lugar –se explicó mientras Mateo se sentaba frente a ella–. En fin, siempre has sido un poco arrogante –lo picó, apoyando la barbilla en la mano–, pero creía que era solo por tu privilegiado cerebro.

Mateo resopló divertido.

–No sé si debería sentirme ofendido.

–Pues claro que no; en el fondo lo que te he dicho es que eres inteligente.

–Entonces no me ofenderé.

–Aunque… me parece que la idea que has tenido no es muy inteligente –añadió Rachel–. Jamás podría ser reina; no tienes más que mirarme.

–No estoy de acuerdo, en absoluto –le dijo Mateo, frunciendo el ceño–. No entiendo por qué te menosprecias de esa manera.

Rachel apretó la mandíbula. Hacía mucho que había aceptado qué era… y qué no era. Sí, lo había aceptado a pesar del daño que Josh le había hecho, a pesar de su falta de confianza en sí misma, a pesar de la decisión que había tomado de no volver a abrigar esperanzas de encontrar un día el amor. Mirándolo por el lado bueno, podía decir que era inteligente, que le encantaba su trabajo y que tenía buenos amigos.

–No me menosprecio –replicó–. Solo estoy siendo realista.

–¿Realista? –Mateo enarcó las cejas–. ¿Cómo puedes saber si serías una buena reina o no?

–Pues lo sé porque… se me da fatal hablar en público –balbució ella. Era lo primero que se le había ocurrido.

Mateo volvió a enarcar las cejas.

–No es verdad. Te he visto hacer presentaciones de tus trabajos de investigación ante un auditorio lleno de gente infinidad de veces.

–Sí, pero eran sobre mi trabajo, sobre química.

–¿Y qué?

Rachel suspiró.

–Pues que es un tema que domino.

–No es solo por eso. Te vuelcas al cien por cien en lo que haces –añadió Mateo–, y estoy seguro de que desempeñarías con la misma pasión y dedicación el papel de reina.

Rachel resopló.

–¿Qué tal si pedimos? –propuso, tomando la carta para dejar el tema.

–No será necesario; lo hice cuando llamé para reservar mesa. Supongo que nos han puesto la carta por si queremos pedir algo más.

–¿Que has pedido por mí? –repitió ella, herida en su pundonor feminista.

Mateo sonrió divertido.

–Lo he hecho por ahorrar tiempo, porque sé que te preocupa que tu madre esté sola, y porque sé lo que te gusta.

–¡Si nunca había venido a este restaurante!

–Está bien, deja que te lo demuestre –dijo Mateo. Se echó hacia atrás, se cruzó de brazos y una sonrisa guasona asomó a sus labios, esos labios que de repente Rachel no podía dejar de mirar–. Échale un vistazo a la carta y dime qué pedirías.

–¿Para qué, si ya lo has hecho tú por mí?

–Venga, mujer, concédeme ese capricho. Y sé sincera. Si me dices que pedirías el suflé de parmesano y trufa negra, sabré que estás mintiendo porque detestas las trufas.

¿Cómo sabía eso?, se preguntó Rachel sorprendida. Bueno, suponía que habría salido en alguna de sus conversaciones en el laboratorio, o en el pub al que iban a veces después del trabajo. Bajó la vista a la carta, sintiéndose repentinamente cohibida y vulnerable aunque solo estaban hablando de comida.

Al levantar la vista un momento, vio que Mateo seguía mirándola con esa sonrisita irritante, como si estuviera muy seguro de haber acertado con lo que había pedido para ella. Bajó la vista de nuevo y hojeó la carta.

–Muy bien –murmuró, dejándola sobre la mesa y lanzándole una mirada altiva–. Para empezar, tomaría la ensalada de remolacha y queso de cabra, y como plato principal pediría el risotto con espárragos.

Al ver a Mateo sonreír de oreja a oreja, Rachel sintió un cosquilleo en el estómago que la alarmó. Creía que tenía más que superada la atracción que había sentido por él años atrás. Se había obligado a ignorar esa atracción porque no podía trabajar un día tras otro con él, encaprichada de él como una adolescente, cuando estaba claro que Mateo no sentía nada por ella.

–¿Qué? ¿Es eso lo que me has pedido? –inquirió con cierta aspereza para ocultar lo incómoda que se sentía.

–No sé, averigüémoslo –dijo él con una nueva sonrisilla.

Y justo en ese momento entró un camarero con dos platos cubiertos con sendas tapas plateadas en forma de cúpula. Los colocó frente a cada uno, y cuando levantó la tapa del suyo, Rachel se sintió absurdamente irritada al ver que era la ensalada de remolacha y queso de cabra.

–Parece que te conozco bien, ¿eh? –la picó Mateo cuando se marchó el camarero.

–Lo que pasa es que estás obsesionado con ganar –replicó ella, tomando el tenedor–. A saber cuántas horas te pasas practicando la tabla periódica solo para ganarme.

Era un juego tonto que se le había ocurrido a ella una vez estando en el pub –ver quién era capaz de recitar más deprisa y los elementos de la tabla periódica– y con el que se picaban el uno al otro.

–¡Ja!, ¡como si me hiciera falta practicar!

Rachel sacudió la cabeza mientras pinchaba una hoja rizada de achicoria.

–Puede que sepas lo que me gusta comer, pero no sabes nada de mí. Nunca hemos hablado de nuestra vida privada.

Mateo se encogió de hombros antes de cortar una fina loncha del carpaccio que había pedido.

–Bueno, pues hablemos. Dime qué necesito saber de ti.

–Si quieres te doy mi currículum y acabamos antes.

–Ya he visto tu currículum.

Rachel sacudió la cabeza de nuevo.

–Diez años trabajando juntos y seguro que no sabes ni… –trató de pensar en algo significativo–… ni mi segundo nombre.

–Anne –contestó Mateo de inmediato. Y al ver la sorpresa de ella, añadió–: Lo pone en tu currículum.

Rachel puso los ojos en blanco.

–Muy bien, pues dime alguna otra cosa que sepas de mí, algo que no aparezca en mi currículum.

Mateo ladeó la cabeza.

–Difícilmente puedo saber algo de ti que tú no me hayas dicho, así que esto no tiene sentido, pero sé mucho más de ti de lo que imaginas.

Rachel se removió incómoda en su asiento, pensando en cuánto podría intuir Mateo sobre ella por haber trabajado juntos durante diez años, por sus manías, sus idiosincrasias, lo que la molestaba…

–Si es que ni siquiera se trata de eso –se apresuró a añadir–. No se trata de que me conozcas bien o no.

–¿Y entonces de qué se trata?

Rachel lo miró con impotencia. No iba a decirlo. No iba a humillarse señalando las más que evidentes diferencias entre ambos.

–De lo que se trata es de que no quiero casarme contigo –le respondió en el tono más cortante que pudo–. Y de que no quiero ser la reina de ningún país.

Una expresión que no supo interpretar cruzó por las apuestas facciones de Mateo, que respondió:

–Aunque naturalmente aceptaré tu decisión si es eso lo que sientes, creo que no lo has considerado lo suficiente.

–No, ni pienso considerarlo, porque es lo más absurdo que me han propuesto nunca.

Mateo se inclinó hacia ella con una sonrisa lobuna.

–Puede, pero me parece que ahora me toca a mí presentar mis argumentos.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

RACHEL era una persona inteligente y centrada, y Mateo se sentía a gusto con ella. Y lo mejor de todo era que, aunque tenía la impresión de que sí podría sentirse físicamente atraído por ella, sabía que no pasaría de eso. Ni emociones apabullantes, ni un deseo desbordado, ni algo más profundo. Y si no sentía nada después de diez años trabajando con ella, estaba claro que jamás lo sentiría. Lo cual era estupendo.

–Muy bien –dijo Rachel cruzándose de brazos–: a ver esos brillantes argumentos.

–Yo no he dicho que fueran brillantes –replicó Mateo–. Aunque lo son, por supuesto –añadió con una sonrisita.

Rachel puso los ojos en blanco.

–Por supuesto…

Mateo se quedó callado un momento, sopesando la mejor manera de abordar el asunto.

–Creo que la cuestión más importante es por qué crees que no deberíamos casarnos –dijo finalmente.

–¿Que por qué no deberíamos casarnos? –repitió Rachel con incredulidad–. Has vuelto para convencerme de que me case contigo, pero teniendo en cuenta que en los diez años que hace que nos conocemos no hemos tenido ni una sola cita ni me has pedido salir, dudo mucho que haya sido el amor o la atracción física lo que te ha empujado a pedirme que me case contigo.

–Es verdad –concedió Mateo.

–Por lo tanto, las razones por las que quieres casarte conmigo deben ser de carácter más bien práctico –apuntó Rachel–. Deja que adivine: nos llevamos bien y nos entendemos más o menos bien, lo que imagino que es importante si fuéramos a dirigir juntos un país –sacudió la cabeza–. No puedo creer que haya dicho eso.

–Mi única objeción es a lo de «más o menos bien» –observó Mateo, con una sonrisilla que la hizo sonreír a ella también.

–De acuerdo, sí, nos entendemos bien. Puede que hasta muy bien.

Él asintió con la cabeza.

–Gracias.

Rachel suspiró.

–Pero no me parece que eso sea razón para casarnos.

Mateo enarcó una ceja.

–¿Por qué no?

–Porque si fuera así, deberías haberle pedido a Leonore Worth que se casara contigo –le espetó ella con cierta brusquedad.

–¿A Leonore? ¿Y por qué haría yo algo así?

Leonore Worth era una catedrática de Biología de la universidad, una mujer guapa, aunque flacucha y con una risa irritante, a quien había acompañado en una ocasión a un evento de la facultad. No había vuelto a cometer ese error.

–Pues porque es… –masculló Rachel sonrojándose–… más apropiada que yo para ese papel.

Mateo la miró desconcertado.

–¿Y cómo has llegado a esa conclusión?

Rachel sacudió la cabeza. Parecía cansada; incluso enfadada.

–Venga ya, Mateo –murmuró–: déjalo.

–¿Que deje qué?

–Deja de fingir que no sabes de qué estoy hablando.

–La verdad es que no, no lo sé. ¿De qué estamos hablando?

Rachel lanzó los brazos al aire.

–¡Pues de que no tengo lo que hace falta para ser reina!

–Define «lo que hace falta para ser reina» –le pidió Mateo.

–¿Para qué? –exclamó Rachel irritada–. No voy a casarme contigo. No voy a dejar mi trabajo…

–¿Ya no te parece tan mal tener a Simon de compañero? –la interrumpió él–. Creía que habías dicho que estabas pensando en irte a otro sitio…

–No lo decía en serio.

–Venga, Rachel, te estoy ofreciendo una gran oportunidad.

–¿Cuál?, ¿pasarme la vida colgada de tu brazo? –le espetó ella con una risa desdeñosa.

–Por supuesto que no. Si quisiera una mujer florero, habría escogido a una de las candidatas de la lista que ha hecho mi madre.

Rachel puso unos ojos como platos.

–¿Ha hecho una lista?

–Sí, y espera que escoja a una de esas mujeres. Pero yo no quiero a alguien que cumpla todos los requisitos que se supone que debería cumplir la futura esposa de un rey. Quiero a alguien en quien pueda confiar, alguien que me haga reír. Alguien que, a riesgo de parecer un sentimental, me comprenda.

Para horror suyo, los ojos de Rachel se llenaron de lágrimas. Había intentado explicarse con humor, pero parecía que había sonado de lo más cursi.

–Rachel…

–¿Por qué tienes que ponérmelo tan difícil? –le preguntó ella en un murmullo, parpadeando para contener las lágrimas.

–Porque quiero que me digas que sí.

Rachel se mordió el labio.

–¿Y si lo hiciera?

El corazón de Mateo palpitó con fuerza. Casi podía paladear la victoria. Rachel parecía un poco triste, quizá incluso derrotada, pero estaba empezando a considerarlo.

–Lo organizaría todo para que viajaras de vuelta a Kallyria conmigo cuanto antes. Nos casaríamos en la Catedral de Santa Teodora. Todos los miembros de la familia real se casan por el rito de la Iglesia ortodoxa griega. Espero que eso no suponga un problema para ti.

–Mateo, estaba hablando en términos hipotéticos.

Él se encogió de hombros.

–Y yo.

–Muy bien. ¿Y después de la boda, qué?

–Viviríamos juntos como marido y mujer. Tú me acompañarías a los actos de Estado, en los viajes al extranjero, decidirías a qué instituciones benéficas quieres apoyar…

–Y tendría que darte un heredero, ¿no? –lo cortó ella, sosteniéndole la mirada aunque le ardían las mejillas–. Esa es una parte que aún no has mencionado.

–No, es verdad –asintió Mateo. Se preguntaba por qué se había puesto colorada, si sería porque estaban hablando indirectamente de sexo, o si habría alguna otra razón–. Supongo que porque me parecía que era evidente.

–¿El qué?, ¿que sería un matrimonio… en el sentido estricto de la palabra?

–Bueno, si con eso te refieres a si tendríamos que consumarlo, sí.

De pronto una serie de imágenes danzaban en la mente de Mateo, imágenes con las que nunca se habría permitido fantasear, imágenes de Rachel en ropa interior de seda y encaje, tumbada en una cama con dosel, sonriéndole, con el cabello ondulado desparramado sobre la almohada.

–¿No te parece que esto no es algo como para tomárselo a la ligera? –le espetó Rachel.

En ese momento entró el camarero para retirarles los platos, y Mateo esperó a que se hubiera marchado para contestar.

–Está bien, tienes razón; hablémoslo.

Mateo era como una apisonadora, empeñado en tumbar todas sus objeciones, pensó Rachel. Y ella, entretanto, se sentía como si estuviera atravesando un campo de minas.

–No te sientes atraído por mí –le dijo a las bravas.