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Había llegado el momento de que se hiciera justicia con el hijo de la sirvienta Lázaro Marino no se iba a detener hasta llegar a la cumbre. Había escapado de la pobreza, pero todavía le faltaba una cosa: subir al escalón más alto de la sociedad. Y Vannesa Pickett, una rica heredera, era la llave que abría la puerta de ese deseo. Con su negocio en horas bajas, Vanessa estaba en una situación límite. Casarse con Lázaro era lo más conveniente para los dos. Pero el precio de aquel pacto con el diablo sería especialmente alto para ella.
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Seitenzahl: 166
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Maisey Yates. Todos los derechos reservados.
PACTO AMARGO, N.º 2179 - agosto 2012
Título original: The Argentine’s Price
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0732-7
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
POR QUÉ estás comprando las acciones de mi empresa?
Vanessa aferró el bolso que llevaba en la mano e intentó hacer caso omiso del calor y de la tensión que sentía en el estómago. El hombre alto y de traje negro al que había formulado la pregunta era Lázaro Marino, su primer amor, su primera decepción amorosa y, al parecer, el responsable de un intento de OPA hostil a la empresa de su familia.
Lázaro la miró y dio su copa de champán a la rubia esbelta que se encontraba a su izquierda. Se la dio de un modo tan desdeñoso como si la tuviera por poco más que un posavasos con un vestido caro. Vanessa lo notó y se dijo que, por lo menos, ella era algo más para él; aunque solo fuera porque habían estado a punto de acostarse en cierta ocasión.
Al pensarlo, su mente se llenó de imágenes tórridas y sus mejillas se tiñeron de rubor. Lázaro tenía ese efecto en Vanessa; llevaba treinta segundos a su lado y ya había conseguido que extrañara su cuerpo.
Nerviosa, clavó la vista en el cuadro que adornaba la pared para escapar de sus inteligentes y oscuros ojos; pero siguió sintiendo la fuerza de su mirada y tuvo la sensación de que la sangre le hervía en las venas.
A pesar del tiempo transcurrido, la presencia de Lázaro la arrastró a un verano muy concreto de su adolescencia, cuando ella tenía dieciséis años y todas las mañanas se sentaba y se dedicaba a observar al chico que trabajaba en el jardín.
El chico con el que le habían prohibido que hablara.
El chico que, al final, le infundió el valor necesario para romper las normas impuestas por su familia.
Por desgracia para Vanessa, aquel chico se había convertido en un hombre que aún tenía la capacidad de acelerarle el pulso. Se excitaba por el simple hecho de ver una fotografía suya en alguna revista. Y si lo veía en persona, era peor.
–Hola, señorita Pickett…
Un mechón del cabello de Lázaro cayó hacia delante. Vanessa tuvo la certeza de que no había sido un accidente. Tenía aspecto de haber dormido poco y haberse arreglado a toda prisa. De hecho, cualquiera habría pensado que se había limitado a pasarse una mano por el pelo y a ponerse un traje de mil dólares.
Y, por alguna razón, le resultó increíblemente sexy.
Tal vez, porque al preguntarse por el motivo de sus prisas matinales, imaginó lo que habría estado haciendo en la cama y deseó haberla compartido con él.
Pero no quería pensar en esos términos. No podía cometer el mismo error. Ya no era una adolescente inexperta que confundía el deseo sexual con el amor; ni Lázaro, por otra parte, tenía ningún poder sobre ella.
Ahora, el poder era suyo.
–Por favor, Lázaro, llámame Vanessa… al fin y al cabo, somos viejos amigos.
Él soltó una risotada profunda y ronca.
–¿Viejos amigos? No es precisamente la definición que yo habría elegido, pero si te empeñas… está bien, serás Vanessa para mí.
Vanessa notó que su acento había mejorado bastante, aunque todavía pronunciaba su nombre como antes, acariciando las sílabas con la lengua y consiguiendo que pareciera asombrosamente sexy.
Además, los años le habían sentado bien. Era más atractivo a los treinta que a los dieciocho. Su mandíbula era más fuerte y sus hombros, más anchos. Pero en todo lo demás era igual, sin más excepción que su nariz, ligeramente hundida.
Vanessa supuso que se la habrían partido en una pelea. Siempre había sido un hombre apasionado, en todos los sentidos posibles. Ella lo sabía muy bien; porque al final, después de esperar mucho tiempo, había conseguido sentir toda la fuerza de aquella pasión.
Solo se habían acostado una vez, pero Lázaro consiguió que se sintiera la única mujer del mundo y el ser más precioso de la Tierra.
Vanessa dio un paso atrás, aferró el bolso con más fuerza que antes e intentó que su voz sonara tranquila y natural.
–Me gustaría hablar contigo –dijo.
Él arqueó una ceja.
–¿Hablar? Pensaba que estabas aquí para socializar.
–No, he venido para hablar contigo.
Lázaro le dedicó una sonrisa irónica.
–Pero a pesar de ello, estoy seguro de que habrás donado algo a la organización del acto… te recuerdo que es una gala benéfica.
Vanessa se mordió el labio inferior y redobló los esfuerzos por mantener la compostura. De haber podido, habría alcanzado una copa de champán y le habría tirado su contenido a la cara; pero no estaba allí por eso.
–Por supuesto que sí, Lázaro; he dejado un cheque al entrar.
–Qué generosa…
Vanessa lanzó una mirada rápida al grupo de mujeres, todas preciosas, que estaban junto a él. Reconoció a algunas, aunque no las había tratado mucho. Su padre siempre se había opuesto a que se relacionara con personas de lo que él consideraba una clase social inferior.
Personas como el propio Lázaro.
–Tenemos que hablar –insistió ella–. Sin público.
–Como quieras. Por aquí, querida…
Él le puso una mano en la espalda y ella se maldijo para sus adentros. Había elegido un vestido tan abierto por detrás que la mano de Lázaro entró en contacto con su piel. Una mano cálida que todavía entonces, a pesar de tantos años de trabajo de oficina, mantenía las durezas del trabajo físico. Una mano que recordaba perfectamente porque le había acariciado la cara y todo el cuerpo, de arriba abajo.
Vanessa se estremeció, pero su reacción le pasó desapercibida a Lázaro porque acababan de salir del edificio y hacía fresco.
La enorme terraza del museo de arte estaba iluminada por los farolillos de papel que habían colgado para decorarla. En las esquinas más oscuras se veían parejas que aprovechaban la intimidad del lugar para besarse o charlar en privado; pero era una intimidad ficticia, porque había periodistas e invitados por todas partes.
Vanessa pensó que su padre le habría prohibido que asistiera a un acto como aquel. La discreción siempre había sido el elemento central de su escala de valores. Y también lo era de la escala de valores de su hija.
Pero estaba allí de todas formas. No tenía más remedio. Necesitaba hablar con Lázaro sobre Pickett Industries, porque sospechaba que no estaba comprando las acciones de la empresa por puro altruismo.
Al llegar a la barandilla, él se apoyó y dijo:
–¿Tenías algo que preguntar?
Ella se giró hacia él y adoptó una expresión lo más natural posible.
–¿Por qué estás comprando las acciones de mi empresa?
–Ah, ¿ya lo sabes? –Lázaro sonrió–. Me sorprende que te hayas dado cuenta tan pronto.
–No soy estúpida, Lázaro. De repente, todos mis accionistas están vendiendo sus títulos a tres corporaciones diferentes que tienen un apellido en común: Marino.
–Veo que te he subestimado…
Lázaro la miró con intensidad, como si esperara un estallido de indignación. Pero Vanessa no le iba a dar ese placer.
–No me importa que me subestimes; de hecho, me da igual lo que pienses de mí. Solo quiero saber por qué te has empeñado en tener tantas acciones de Pickett Industries como mi familia y yo.
La sonrisa de Lázaro adquirió un fondo cruel y completamente carente de humor, aunque no perdió ni un ápice de su devastador atractivo.
–Pensé que apreciarías la ironía…
–¿La ironía? ¿Qué ironía?
–Que yo, precisamente, me convierta en copropietario de tu empresa. Que una sociedad tan antigua y tan respetada entre la élite pase a manos del hijo de una simple criada –respondió–. Es maravilloso, ¿no te parece?
Ella lo miró a los ojos y se quedó sin aliento al reconocer la profundidad y la oscuridad de sus emociones. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se había metido en una trampa. Y sintió el deseo de huir y de olvidar para siempre a Lázaro.
Pero no podía. Pickett Industries era responsabilidad suya. Ella era la única persona que podía encontrar una solución.
Su padre había sido muy claro al respecto. El asunto estaba en sus manos. Si no convencía a Lázaro, lo perderían todo.
–¿Insinúas que estás comprando las acciones por diversión? ¿Por el simple placer de satisfacer tu sentido de la ironía?
Él rio.
–No tengo tiempo para hacer ese tipo de cosas por diversión, Vanessa. No habría llegado adonde estoy si fuera tan irresponsable… Quizás no lo recuerdes pero, a diferencia de ti, yo no heredé mi dinero ni mi posición social. No me los sirvieron en bandeja de plata.
Vanessa pensó que Pickett Industries tampoco había sido un premio para ella. Bien al contrario, era una carga que había asumido por el bien de su padre y, sobre todo, por Thomas; porque sabía que su hermano habría asumido la dirección de la empresa con la profesionalidad, la dignidad y la amabilidad que había demostrado siempre.
–Entonces, ¿por qué lo haces?
–Pickett se hunde, Vanessa; lo sabes de sobra. Tus beneficios han caído tanto en los tres últimos años que ahora estás en números rojos.
–Son cosas que pasan, cosas cíclicas –se defendió–. Además, es lógico que nuestra producción se reduzca en tiempos de crisis económica.
–El problema no es la economía, sino que Pickett Industries está anclada en el pasado. Los tiempos cambian…
–Ya. Pero, dime, si realmente crees que mi empresa se está hundiendo, ¿por qué inviertes tu dinero en sus acciones?
–Porque es una oportunidad y porque soy un hombre que no desaprovecha las oportunidades –contestó.
Vanessa supo que sus palabras tenían un sentido doble y se estremeció. Al hablar de oportunidades, Lázaro no se refería únicamente a su empresa, sino también a ella.
–¿Y qué pretendes hacer con mis acciones?
–Eso depende… supongo que las podría usar para echarte de la dirección.
Vanessa se sintió como si le hubieran tirado un cubo de agua fría.
–¿Echarme? ¿Por qué?
–Porque Pickett Industries es demasiado para ti. Esa empresa no ha dejado de tener pérdidas desde que asumiste el cargo… Los accionistas necesitan a un persona que sepa lo que hace.
–He estado trabajando en un plan que cambiará las cosas.
–¿Durante tres años? –ironizó–. Me sorprende que tu padre no te haya echado.
Ella se puso tensa.
–No me puede echar. Cuando me nombraron directora, firmó un acuerdo para evitar ese tipo de situaciones. A los miembros de la junta directiva les pareció que ese tipo de diferencias no serían buenas para nadie.
Vanessa sabía que no era un genio de los negocios, pero dirigía la empresa con dedicación y lealtad absolutas. Lo hacía por su padre, que en general no tenía queja de su trabajo. Y, sobre todo, lo hacía por Thomas, su difunto hermano.
Jamás olvidaría el día de su muerte. Ella tenía trece años cuando su padre la llamó para que fuera a su despacho. Allí le informó de lo sucedido y le dijo que las responsabilidades de Thomas serían suyas a partir de ese momento.
Y Vanessa no le podía fallar. No iba a permitir que Pickett Industries se hundiera. Al fin y al cabo, había sido el sueño de su hermano de sonrisa fácil, del hermano que siempre tenía tiempo para ella, del que siempre le había demostrado su afecto.
–El mercado ha cambiado y la competencia es más dura que nunca –continuó–. Admito que la empresa de mi familia está pasando por un momento difícil, pero no vamos a trasladar nuestra producción al tercer mundo. Nos quedaremos aquí y mantendremos los puestos de trabajo de nuestros empleados.
–Una intención digna de elogio, aunque poco práctica.
Vanessa pensó que Lázaro tenía razón. Las empresas como Pickett Industries no podían competir con los salarios bajos de otros países. Sabía que estaba luchando por una causa perdida; pero la mayoría de sus empleados llevaban veinte años con ellos y no quería dejarlos en la estacada.
–Puede que sea poco práctica, pero no se me ocurre nada mejor.
–¿Que no se te ocurre nada mejor? Eso me intranquiliza, Vanessa. Te recuerdo que ahora soy accionista de Pickett Industries.
Ella entrecerró los ojos.
–¿Qué quieres de mí, Lázaro?
–Sinceramente, nada. Aunque me divierte el hecho de que tu empresa se encuentre ahora en mis manos.
–¿No decías que no estabas comprando las acciones por diversión? –replicó.
–Por supuesto que no. Esto es un negocio –replicó con firmeza–. Pero tiene su gracia, ¿no te parece? Cuando éramos niños, mi madre era la criada de tu padre, que le pagaba un sueldo de miseria… y ahora, en cambio, tengo dinero de sobra para comprar vuestras propiedades y vuestra empresa.
–Ah, comprendo. Estás comprando esas acciones porque nos quieres someter a tu voluntad.
–¿Como Michael Pickett con mi madre y con tantos otros?
Ella se mordió el labio. Conocía a su padre y sabía que había sido un hombre implacable, pero era todo lo que tenía, toda la familia que le quedaba.
–No voy a decir que sea perfecto, pero ahora es un anciano y… bueno, Pickett Industries significa mucho para él.
Lázaro la miró en silencio durante unos segundos y dijo:
–¿Qué es más importante, Vanessa? ¿El negocio? ¿O la tradición?
Vanesa pensó que, si le hubiera preguntado a su padre, probablemente habría contestado lo segundo. Se había casado con una mujer de la aristocracia y quería que su hija mantuviera su estatus social y se casara con un hombre de su misma clase. A los hombres como él no les importaban ni la integridad ni el trabajo. Solo querían mantener un modo de vida que estaba tan anticuado como sus prácticas empresariales.
–El negocio, sin duda. Pero estamos hablando de Pickett Industries –le recordó–. Mi familia la ha dirigido durante décadas… si nosotros nos vamos, no sería lo mismo.
–Claro que no sería lo mismo. Se convertiría en una empresa nueva y moderna, justo lo que tu padre no pudo conseguir. Vuestros sistemas no han cambiado nada en treinta años. Están completamente anticuados.
Ella carraspeó.
–Tal vez. Pero no sé qué más puedo hacer.
A Lázaro no le sorprendió que Vanessa confesara su impotencia con tanta facilidad. No era precisamente la típica directiva de una empresa grande. En más de un sentido, le seguía pareciendo la chica encantadora de dieciséis años que se sentaba en el gigantesco jardín de la casa de su familia, con un biquini rosa que despertaba sus fantasías juveniles, y se dedicaba a observarlo.
Lázaro sabía que se sentía atraída por él, pero suponía que era un gesto de rebeldía contra su padre. Nada podía molestar tanto a Michael Pickett como el hecho de que su hija se encaprichara de un chico pobre y, además, inmigrante.
Desgraciadamente, la dulzura y la belleza de Vanessa terminaron por seducirlo. Pero tardó poco en descubrir que había estado jugando con él. Lo dejó bien claro la noche en que lo rechazó. Y esa misma noche, aunque más tarde, se despertó en un callejón con la nariz rota. Unos matones de Michael Pickett le dieron una paliza como advertencia, para que no se acercara nunca más a su heredera.
Al día siguiente, Michael despidió a la madre de Lázaro, logró que la desahuciaran de su piso y la dejó en la calle sin trabajo y sin esperanza de conseguir otro. Fue el principio de una etapa muy dura para los Marino. Sin embargo, él no se quejaba; con el tiempo, había llegado a la cumbre. Su madre nunca había tenido esa oportunidad.
Al pensar en su madre, apretó los puños con fuerza e intentó contener la rabia. Aquella familia le había hecho sufrir un infierno.
–Pickett Industries se puede salvar. Y yo sé cómo.
Ella entrecerró los ojos.
–¿Lo sabes?
–Naturalmente. He hecho mi fortuna a base de salvar empresas que parecían acabadas. Aunque te supongo al tanto.
–¿Cómo no? Casi no hay día en que tus logros no aparezcan en la portada de la revista Forbes…
–En cualquier caso, la puedo salvar.
–Sustituyéndome por otra persona…
–No necesariamente.
–¿Ahora vas a tener piedad de mí? –ironizó Vanessa–. Discúlpame, pero no te creo.
El corazón de Lázaro se aceleró. Allí, delante de él, con su cabello castaño recogido en un moño cuya discreción contrastaba con el corte increíblemente sexy de su vestido de noche, estaba la clave de su plan maestro. El último paso que le faltaba para que se le abrieran las puertas de la alta sociedad.
Lázaro era millonario, pero necesitaba los contactos de los Pickett para que su poder fuera absoluto. Además, quería ver la cara de Michael cuando tomara posesión de su empresa y de su hija.
Por fin se le presentaba la oportunidad de vengarse. Del hombre que los había dejado a su madre y a él en la calle, sin dinero y sin casa, condenados a los rigores del invierno de Boston. Del culpable de que su madre perdiera lentamente sus fuerzas y falleciera en un refugio para personas sin hogar.
Apretó los dientes y pensó en todo lo que podía conseguir si se casaba con Vanessa. A lo largo de los años, había considerado muchas veces la posibilidad de casarse con alguna mujer de la élite de Estados Unidos; pero siempre rechazaba a las candidatas. En el fondo de su corazón, seguía enamorado de aquella adolescente de biquini rosa y de los besos que se habían dado una noche.
Ahora podía matar dos pájaros de un tiro. Daría satisfacción a su necesidad de llegar a lo más alto y al deseo que sentía por ella.
Porque deseaba a Vanessa. No la había dejado de desear en ningún momento de los doce años transcurridos desde que se vieron por última vez. La había deseado cuando se acostaba con otras mujeres y la había deseado en sus días de soledad.
Y estaba a punto de ser suya.
–Te ayudaré, Vanessa.
Ella lo miró con desconcierto.
–¿Me ayudarás?
–Sí, pero mi ayuda tiene un precio.
Vanessa alzó la barbilla, orgullosa.
–¿Qué precio?
Lázaro dio un paso adelante. Después, llevó las manos a su cara y sintió una descarga de energía tan intensa que se excitó de inmediato. Por lo visto, Vanessa todavía tenía poder sobre su cuerpo. Pero él también lo tenía sobre el de ella, como pudo comprobar por el rubor de sus mejillas.
–Que te cases conmigo.
ES QUE TE has vuelto loco?
Vanessa lanzó una mirada rápida hacia atrás para asegurarse de que nadie los estaba mirando. Si su padre llegaba a saber que se había reunido con Lázaro Marino, se enfadaría tanto que la repudiaría como hija y encontraría la forma de quitarle la dirección de Pickett Industries.
–En absoluto.
–Lo digo muy en serio, Lázaro. ¿Es que te has dado un golpe en la cabeza? Nunca fuiste el hombre más refinado del mundo, pero parecías lúcido.
–Y lo soy. No te finjas ajena a la idea de casarte con alguien por conveniencia.
Vanessa no tenía intención de fingir. Su padre le había presentado a todos los hombres con los que había salido. En algún lugar de su despacho, siempre había un sobre con un nombre adecuado para ella, de la familia correcta, con las credenciales correctas y la reputación correcta.