4,99 €
Pájaros en la cabeza es una antología de cuentos que reúne relatos que hablan de sueños, pesadillas, miedos, angustias, alegrías, amores. Cada cuento está precedido por un pájaro que le da vuelvo propio para mostrar la realidad cotidiana desde una mirada detallada y reflexiva. Personajes como Amanda, una vecina que hace las veces de madre; Mara, que no puede escapar a una relación clandestina; Felipe, un niño incomprendido, entre otros, van poblando las páginas de este maravilloso libro que busca —desde el encuentro con el lector— movilizar, perturbar y hasta incomodar las propias emociones.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Legales
Dedicatoria
Prólogo
Citas
La casa de Amanda
Salida al Bosque Rojo
Berta y el mundial
Ciudad Los Aromos
El tiempo justo
De compras
El cumpleaños de Paz
El secreto de la colorada
E-mail Celestial
El espejo
Esa estancia
Dos horas por guardia
Familia Esmeralda
La confesión de Verónica
Ramal 19
Sonia, la cajera
La glorieta y Esteban
La bicicleta
Salvate Beatriz
Mis amigas, las hormigas
¿Con o sin sexo?
Un turno para Tomás
Casting que me hiciste mal
En tinieblas
El geriátrico
Final de este vuelo
Sobre la autora
Pájaros en la cabeza
© de los textos: Laura Eugenia Moreno, 2022
© de esta edición: Editorial Tequisté, 2022
Coordinación editorial: M. Fernanda Karageorgiu
Corrección: María Belén Lacentra
Diseño gráfico y editorial: Alejandro Arrojo
1ª edición: agosto de 2022
Producción editorial: Tequisté
www.tequiste.com
ISBN: 978-987-8958-09-5
Se ha hecho el depósito que marca la ley 11.723
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su tratamiento informático, ni su distribución o transmisión de forma alguna, ya sea electrónica, mecánica, digital, por fotocopia u otros medios, sin el permiso previo por escrito de su autor o el titular de los derechos.
LIBRO DE EDICIÓN ARGENTINA
---
Moreno, Laura Eugenia
Pájaros en la cabeza / Laura Eugenia Moreno. - 1a ed. - Pilar : Tequisté. TXT, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8958-09-5
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
Para Amanda. Desde el cielo sabe porqué.
Para mi familia, mi mágico sostén.
Y para aquellos que siguen viendo
fantasmas en un montón de ropa apilada.
Parece mentira que una “pandemia” pueda servir de algo. Una pandemia que modificó nuestras costumbres y nuestros hábitos, que se trasladó a otro espacio y lugar, que llegó para desestabilizar hasta la partícula más ínfima de nuestro interior. Una pandemia dolorosa que nos condujo por la oscuridad, la incertidumbre, la empatía.
En mi caso en particular, una vez que pude asimilar el virus, sus consecuencias, su comportamiento, sentí que no podía paralizarme. Tenía la obligación de seguir andando. Se trataba de un tiempo de aprendizaje, de reinvención. Un tiempo de (construcción-deconstrucción). Recién ahí pude transitar por un camino (que ya había comenzado) de exploración y descubrimiento personal.
Claramente, sentí la necesidad de contar, de escribir. Estaba convencida de que al hacerlo iba a comenzar a “sanar”. Además, podía dar otro aporte a la mediación cultural (como escritora), ya que soy docente. Así nació mi primera novela: Corazón de Rubí. La vida en tiempos de pandemia.
En este contexto me permití crear, jugar, imaginar, elegir palabras, dejar que afloren los textos internos que todos albergamos. Tomar mis silencios para dejar que se expresen en boca de mi narradora. En épocas de cambios, necesitaba escribir, y más y más. Sentirme viva (a salvo), apagada del caótico mundo exterior, en un perfecto estado de sonambulismo.
Dar valor a las cosas pequeñas, dejar que mi camino lector se retroalimentara por las historias, las canciones, los refranes, las poesías, los dichos que me habitaban y lo siguen haciendo, y que, por más cruel que se nos ofreciese la vida, (por decirle de alguna manera), encontraba otro puente de comunicación.
Ese era —y es— mi estado de escritura, así que me zambullí y entré. De ahí, siguió el estado de lectura y relectura. Asimismo, descubrí un universo en el que me transformaba en artesana de la palabra. Andaba así, de estado en estado. El de casada seguía su curso normal.
Luego, siguieron las mil y una razones para escribir (ya había publicado). Entonces, llegaron los concursos literarios, las redes sociales, los videos para enviar a foros, ferias del libro, preparar talleres, entre otras propuestas. Es decir, alguien había abierto una jaula, y todos los pájaros estaban en mi cabeza.
Y lo estaban, de día y, más, de noche. De madrugada. Cuando viajaba, cuando iba a controles médicos, a hacer las compras, a pagar impuestos. Observaba más que antes, cada detalle. Y lo tomaba. Y lo guardaba. Entrenaba mi mirada y la reflexión. Pero hacía un recorte. No todo servía para lo que iba a contar o para los versos que irían a salir.
En tal sentido, es como nos dice Hebe Uhart: “La literatura es lo particular, son los detalles”; y, como tal, agrega que el que escribe tampoco se debe centrar en su propia historia, tiene que salir al exterior. Al escribir, se miente un poco. Eso lo sabemos todos ¿o no?
Regreso al asunto de mis pájaros volados porque es así. Dice Gustavo Roldán, refiriéndose a los cuentos que ruedan de boca en boca: “Tal vez por envidia, tal vez como venganza por sus fracasos, algunos hombres inventaron la jaula para pájaros”.
Cuenta que es viejo y repetido el sueño de los hombres por volar. Es así que los pájaros fueron el motivo principal de las historias milenarias. De tal manera, tomo ese vuelo (mi propio vuelo) para hablarles de mis sueños, pesadillas, miedos, angustias, alegrías, amores. Para escribir de todo. Y sí, cuando sucede “ese encuentro”, sepan que un escritor o una escritora puede perturbar, movilizar y hasta incomodar sus propias emociones, ya que de eso se trata la literatura.
Cabe resaltar que comparto con el escritor Haruki Murakami el hecho de que al escribir ocultamos la intención de curación de uno mismo. Cualquier acto de creación encierra la idea de corrección. Por ese motivo, decidí conectarme con mis propios pájaros, con la sensación de que vuelan y llegan muy lejos. No tienen techo. Porque es la única forma de vivir que conozco.
Antes de concluir, les comento que preparé esta antología de cuentos, con diversos géneros que irán descubriendo. Intento, tal como afirma Dorothea Brande, en Para ser escritor, persuadir a mis lectores, a ustedes para que vean el mundo con mis ojos, concuerden en alguna situación emocionante o trágica, o que perciban la clave humorística. Esto, sabiendo que cada recorrido lector es íntimo, individual y trasciende mi propia persuasión de lo que les quiero comunicar.
Espero que disfruten, y sepan que ya he vivido dos veces. Una fue cuando, al comenzar este escrito, les dije que saliendo al mundo exterior me llené de detalles al vestirme de nuevo, desvestirme otra vez, me he entrenado. Y, al revivir todo, al escoger mis personajes, el estilo, el ambiente, las temáticas, el ritmo, la musicalidad, le di consistencia. El mundo ha pasado delante de nosotros, delante de mí, y me he dado cuenta. Esto me lo ha enseñado Natalie Goldberg.
Soy una afortunada.
L. M.
“Si lo que escribimos no toca
el corazón de nadie
aún no se ha escrito.
Si lo que dibujamos no
enciende una mirada
aún no se ha dibujado”
Jorge Luján
“Me hago y me deshago continuamente.
Diferentes personas sacan palabras diferentes de mí”
Virginia Woolf
“Si lo miras bien,
la pena se parece al invierno.
Un día se va, y tú te das cuenta
de que sirvió de algo”.
Liliana Bodoc
Amanda fue mi salvadora cuando era muy pequeña. Mamá tenía que trabajar en una fábrica textil, de doble jornada. Un día le pidió a mi vecina si podía cuidarme; y, desde ese momento, entablamos una relación entrañable.
Ella madrugaba; yo, también. Me envolvía en una manta, y me dejaba en su casa. Todavía era oscuro, lo recuerdo muy bien, Amanda salía con su bata, y me tomaba en sus brazos. Mamá se iba con lágrimas en los ojos. Esto último me lo supo contar esta señora a la que amé con toda el alma.
Quién sabe cómo me entretenía, pero les aseguro que ese lugar significaba un mundo. Me cantaba canciones de cuna y recitaba poemas. Le imploraba que me repitiera una y otra vez uno de mis preferidos. Ella, incansable, decía:
“Veinticinco años que tengo,hijo de un gobernador,nunca he vistoun gato negrocon hebilla de pantalón”
No sé qué cosa me causaba tanta gracia. Si era su voz, sus ojos celestes, o pensar en ese gato. Luego, me sentaba por horas en una pelela e íbamos a comprar, eso sí (con los pañales colgando). Le decían: “Pero, qué linda esa nieta”
Y ella lucía esa palabra (la de “nieta”) con desmesurado orgullo. Se había ganado ese lugar —y no importaba si era o no legítimo—, aquel lazo sanguíneo. De niñera a segunda mamá, solo un paso. Y ya lo habíamos dado…
Su casa estaba inundada con aromas. Cultivaba tomillo, orégano, albahaca. Ahí crecí. Tenía un jardín repleto de hortensias y una Santa Rita. Hasta tuvo que sacarla cuando descubrió que me ocasionaba urticaria. Era alérgica. Me tuvieron que rapar la cabeza.
Una tarde la descubrí diciendo:
“Con la nena no, Santa Rita. No te metas con ella”.
Lo único verdadero es que, gracias a Amanda, la ausencia de mi madre fue llevadera. Yo la había apodado “Yaya”. Ahí, en su casa, era feliz a mi modo. Me pasaba la vida queriéndola; y ella, a mí. Nos dejábamos querer.
No les puedo explicar lo que sentí cuando tuve que entrar por última vez. Ya era toda una mujer, Amanda tenía noventa años y, como vivía sola, representaba un peligro para los hijos (esos que nunca la iban a visitar; y si iban, era para sacarle dinero). Había comenzado a dejar el gas encendido; durante horas la puerta de la heladera permanecía abierta; se le quemaban las ollas, la comida. Además, desde la calle, le tiraban gatos. Como sentía pena, los metía a dormir con ella. No los podía abandonar.
Recuerdo que llegó a tener catorce. Y para todos los gustos. Le hacían caca en la cama. Si abrías el ropero, te saltaba uno. Si te sentabas, saltaba otro. El olor era muy fuerte, y se enojaba si le decía algo. Es que también eran compañía, atrapasueños de soledad.
Sin embargo, lo más triste es que “gente de mal vivir” se le metía a la cocina. Por no llamarlos delincuentes. Últimamente, dejaba también (olvidadiza como andaba) la ventana del patio abierta. Le sacaban lo poco que tenía. La asustaban, y se iban.
Una noche contó que le pusieron una navaja en el cuello. Nunca supe si fue verdad. La casa no tenía nada de valor, ni oro ni plata ni electrodomésticos lujosos. Tampoco encontraban billetes, había alguna que otra moneda. Algún que otro collar, cintos, chucherías.
Amanda almorzaba pan con ajo y manteca. Otras veces, mate cocido o sopa. Cenaba si podía. Si había. No sabía pedir. “Antes muerta”, me decía. Se arreglaba con lo que le llevábamos los fines de semana; y, con la ayuda que le brindaba su vecina Mabel (creo que así se llama). Se acercó mucho a ella cuando su marido la cambió por un modelo más nuevo. Luego, murió de tristeza. ¡Pobre Mabel!