Para protegerte y amarte - Liz Fielding - E-Book

Para protegerte y amarte E-Book

Liz Fielding

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Beschreibung

Hq moments 60 Una esposa de conveniencia... y un amor inconveniente. En cuanto Francesca Lang entró en la habitación, Guy Dymoke se quedó completamente cautivado. El problema era que estaba embarazada del hermano de Guy... por lo que él había tenido que ocultar sus sentimientos desde entonces. Pero ahora Francesca estaba viuda y, de acuerdo con el testamento de su difunto marido, había quedado al cuidado de Guy... ¡y debía casarse con él! Guy estaba deseando darles a Francesca y a su hijo todo el amor del mundo; pero también necesitaba decirle cuánto la quería. Sin embargo, decidió esperar a que ella también lo amara.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2004 Liz Fielding

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Para protegerte y amarte, n.º 60

Título original: A Wife on Paper

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedadde Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin EnterprisesLimited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-481-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Su hermano llegaba tarde, el restaurante estaba lleno, esa clase de local que tanto detestaba en el que solo importaban las apariencias, y Guy deseó haber puesto alguna excusa y ceñirse a su plan original, tomándose un bocado en su despacho mientras trabajaba durante la noche.

La puerta de la calle se abrió a su espalda y una ráfaga de aire frío acompañó un sentimiento de esperanza de que ese suplicio terminara pronto, pero al volverse no vio a Steve, sino a una joven que se refugiaba de la lluvia.

La mujer se detuvo un instante, enmarcada en la entrada, mientras su figura se destacaba a contraluz por la iluminación brillante de la barra.

El tiempo se dilató, la tierra dejó de dar vueltas y todo se ralentizó a su alrededor. Guy tuvo la sensación de que podría contar cada gota de lluvia que relucía en su dorado pelo trigueño.

Llevaba el cabello revuelto, enmarañado por el viento racheado que parecía que hubiera llevado consigo al interior del local, ya que todos los comensales se giraron bruscamente para mirarla. Y no apartaron la vista de ella. Quizá fuera porque estaba riéndose, como si hubiera decidido pasearse bajo la lluvia por pura diversión. O porque era un soplo de aire fresco…

Levantó ambas manos para retocarse el pelo con los dedos y, al hacerlo, el vestido se subió y dejó al descubierto parte del muslo. Cuando bajó los brazos y el dobladillo volvió a su sitio, el amplio escote del vestido se abrió, ofreciendo un destello de lo que sugería la tela ajustada a su figura.

No había nada en ella que resultase plano. Todo semejaba una invitación para que sus manos describieran el contorno de su cuerpo y acariciasen las curvas sinuosas de su perfil. No era una mujer especialmente guapa; la nariz carecía de la perfección clásica y tenía la boca demasiado grande, pero sus ojos plateados brillaban con una luz interior tan intensa que eclipsaba al resto de las mujeres del local.

Y, en el momento en que el presente se instaló de nuevo entre ellos, su cuerpo reaccionó como si ella hubiera encendido la mecha de su pasión.

Notó el pulso acelerado y se le dispararon todos los mecanismos físicos del cuerpo, pero había algo más, era como si se hubiese encontrado cara a cara con su destino. Sentía que se había topado con la razón de su existencia.

Mientras se levantaba despacio, ella le vio, sus miradas se cruzaron y, durante una décima de segundo, la sonrisa se congeló en sus labios y él pensó que ella también lo había sentido. Entonces apareció su hermano, cerró la puerta, cortó la corriente de aire frío y rompió la conexión entre ellos cuando tomó a la chica de la cintura, atrayéndola hacia él.

Guy experimentó un repentino y ardiente sentimiento de posesión y quiso apartar a Steve y preguntarle qué demonios estaba haciendo. Resultaba obvio: estaba diciéndole al mundo, a él, que esa era su chica. Y, como si el gesto no hubiera bastado, sonrió satisfecho.

—Guy, me alegro de que hayas podido venir —dijo—. Estoy deseando que conozcas a Francesca.

Miró a su pareja con la expresión de un hombre que hubiera ganado la lotería.

—Se traslada a mi casa —prosiguió—. Está embarazada…

Y eso lo convertía en un hombre doblemente afortunado.

—Señor Dymoke… —se despertó cuando notó una leve presión en el hombro, abrió los ojos y vio cómo la azafata se inclinaba sobre él, sonriente—. Vamos a tomar tierra.

Se frotó la cara con las manos en un esfuerzo para disipar la persistencia de un sueño que, al cabo de tres años, seguía atormentándolo.

Levantó el respaldo de su asiento, se abrochó el cinturón y miró la hora. Llegaría justo a tiempo.

 

 

Guy Dymoke fue la primera persona que vio cuando se bajó del coche. Eso no la sorprendió. Era la clase de hombre que siempre destacaba en una multitud. Era alto, de espalda ancha, estaba bronceado y el sol se reflejaba en su espeso pelo negro. Producía un efecto hipnótico. Captó esa fascinación en la gente que lo rodeaba. Todavía tenía que blindarse frente a ese efecto.

Tampoco le sorprendía que hubiera sacado tiempo, en su ajetreada vida, para desplazarse desde cualquier punto del globo donde hubiera instalado su actual residencia para asistir al funeral de su hermanastro.

Era un hombre que se tomaba muy en serio cada trámite, cada gestión. Consideraba que todo debía formalizarse conforme a la legalidad y las buenas maneras. No había ocultado su malestar ante la decisión que Steve y ella habían tomado al eludir la boda. Y lo había demostrado al desentenderse por completo de sus vidas como si ellos no fueran asunto suyo.

Pero, lo que de verdad le asombraba, era que tuviera el descaro de presentarse después de tres años en los que no se habían visto ni había tenido noticias suyas. No lo lamentaba por ella, pero Steven…

Pobre Steven…

Afortunadamente, no tuvo que esforzarse para ocultar sus sentimientos cuando sus miradas se cruzaron por encima de las cabezas de familiares y amigos. Su expresión gélida no reflejaba nada, porque no había nada que mostrar. Tan solo un enorme vacío, un abismo que se abría frente a ella. Sabía que nunca superaría esa situación si se permitía un solo pensamiento, una mínima emoción. Pero, mientras pasaba junto a él sin mirarlo, Guy pronunció su nombre en un susurro.

—Francesca…

Fue muy dulce, incluso tierno. Hubiera jurado que estaba preocupado. El dolor en la garganta se intensificó, y la máscara de su rostro amenazó con romperse en mil pedazos…

La ira acudió al rescate. Fue como una descarga de energía, ardiente y sobrecogedora.

¿Cómo se atrevía a presentarse en semejante ocasión? ¿Cómo osaba ofrecerle su consuelo cuando no se había molestado siquiera en telefonear mientras Steve estaba vivo y su gesto hubiera tenido un verdadero significado? ¿Acaso esperaba que ella se detuviera? ¿Creía que escucharía sus huecas palabras de condolencia? ¿Pensaba que le permitiría acompañarla del brazo a la iglesia y sentarse junto a ella…?

No era más que una pose.

—Hipócrita —replicó ella con la mirada fija al frente, cuando pasó junto a él.

 

 

Parecía tan frágil y quebradiza como el vidrio. Estaba tan alterada que no había nada en ella que recordase a la joven cuya contagiosa vitalidad le había cambiado la vida con una simple mirada.

La tenue luz del sol de otoño iluminaba la palidez de su cabello y remarcaba la blancura de su piel mientras recibía, de pie en la puerta de la iglesia, las condolencias de todos los que se habían acercado para presentarle sus respetos. Y los invitaba a su casa en señal de agradecimiento. Actuaba con serenidad y guardaba la compostura. El único momento en que había parecido real había sido cuando la rabia había coloreado sus mejillas después de que él hubiera pronunciado su nombre. Guy pensó que todo lo demás no era más que una representación para sobrellevar la pesadilla que estaba viviendo.

Un solo golpe y se quebraría…

Se quedó atrás hasta que los demás se hubieron marchado y solo entonces emergió de entre las sombras. Ella sabía que estaba allí, pero Guy le había dado la oportunidad de alejarse e ignorarlo. Pero ella aguardaba que dijera lo que tuviera en mente. Quizás aguardase una explicación, pero ¿qué diría?

No había palabras que pudiesen expresar lo que sentía. La pérdida, el dolor, el remordimiento de que la última vez que vio a su hermano, Steven había estado en su peor momento. Había sido algo premeditado, desde luego. Un truco para enojarlo. Y había mordido el anzuelo como un crédulo…

Ninguno había salido victorioso de ese encuentro.

Pero ella había perdido al hombre que amaba. Al padre de su hijo. Tenía que ser infinitamente peor para ella…

—Lamento no haberme presentado antes, Francesca —dijo tras dar un paso al frente.

—Diez días —replicó—. Hubiera creído que era tiempo más que suficiente para llegar desde cualquier sitio.

—Ojalá hubiera podido evitarte la carga que ha supuesto organizar todo esto —dijo con una voz distante.

—¡Oh, por favor, no te disculpes! Tu secretaria telefoneó para ofrecerme ayuda. Supongo que el abogado de Steven llamó a tu despacho. Pero un funeral es un asunto de familia. No es algo para extraños.

Guy no estaba refiriéndose al funeral, sino a los meses previos en los que Steve se había ido consumiendo mientras él trabajaba en la otra parte del mundo, ajeno a la tragedia que se cernía sobre todos ellos. Pero, cuando había recibido la noticia de que su hermano estaba al borde de la muerte, ya había sido demasiado tarde.

—Tardé varios días en llegar a un aeródromo cuando recibí el mensaje del estado de Steve —señaló, pero sintió que estaba buscando alguna excusa—. He venido directamente desde el aeropuerto.

Finalmente, ella se volvió para mirarlo. Y reconocerlo.

—No hacía falta que te molestases. Hemos sobrevivido perfectamente sin tu ayuda los últimos tres años. Los últimos seis meses no cambian nada.

El tono de su voz era frío. Cada palabra era como una daga helada que se clavaba en su corazón. Pero no se trataba de él ni de sus sentimientos.

Por el momento, solo le preocupaba ella. Deseaba confesarle que había sido su única preocupación durante los últimos tres años. Pero cambió su discurso.

—¿Estarás bien?

—¿Bien? —repitió ella lentamente, mientras intentaba adivinar el significado de la pregunta—. ¿Cómo demonios podría estar bien? Steven está muerto. El padre de Toby está muerto…

—En el aspecto económico —prosiguió, consciente de que estaba empeorándolo todo.

O quizá no. ¿Cómo podían ir peor las cosas?

Sus ojos de color gris plata le dirigieron una mirada de profundo desprecio.

—Tendría que haberme imaginado que solo te interesarías por los detalles prácticos. Querías asegurarte que hacía todo según las reglas. Nunca te han importado los sentimientos, ¿verdad, Guy? Solo cuentan las apariencias.

Eso contestaba a su pregunta. Pero contuvo el dolor y continuó.

—Hay que hacerse cargo de la cuestiones prácticas, Francesca.

¡Menudo discurso! Tendría que estar rodeándola con sus brazos, ofreciéndole consuelo, compartiendo el peso de su aflicción. Pero, puesto que eso le estaba negado, se estaba comportando como un abogado. Y si hubiera sido abogado habría tenido una disculpa…

—Por favor, no te preocupes por nosotros, Guy. De acuerdo con tu punto de vista, estoy todo lo bien que puedo estar. La casa. Un seguro de vida… ¿Te refieres a eso, verdad?

Entonces, Francesca se volvió y se dirigió a la limusina que aguardaba enfrente. El conductor sostuvo la puerta, pero no subió. Se quedó ahí, de pie, la cabeza hundida mientras reunía fuerzas para enfrentarse al suplicio que se avecinaba. Al cabo de un momento se irguió, volvió la cabeza para mirarlo y se encogió de hombros.

—Supongo que deberías acompañarme a casa —dijo—. Para cubrir las apariencias.

Entonces se montó en el coche y esperó que subiera tras ella.

Guy no malinterpretó esa invitación, pero abandonó el coche que había ido a buscarlo al aeropuerto sin dudarlo.

—Gracias —dijo mientras subía junto a ella.

—No busco tu agradecimiento. Era tu hermano. No lo he olvidado, aunque tú sí lo hayas hecho —y se acomodó en el otro extremo del coche, marcando las distancias.

Guy no deseaba agobiarla con su presencia ni ofrecerle un consuelo que ella no deseaba. Pero tenía que decirle algo.

—Lamento no haber estado aquí —señaló.

Eso le reportó otra mirada gélida que le heló la sangre.

—Te sientes culpable, Guy. Si realmente te hubiera importado, no te habrías apartado de él. ¿Por qué lo hiciste? —y, durante un breve intervalo, lo retó.

Entonces, en la penumbra que reinaba en el interior de la limusina, apreció un leve rubor que coloreó sus pálidas mejillas antes de que, acompañado de una inapreciable sacudida de los hombros, desapareciera.

—Fue un cáncer muy virulento. Se propagó más deprisa de lo que habían previsto los médicos. Le pregunté si quería que te llamase, pero me aseguró que le quedaba mucho tiempo —agregó.

De un modo instintivo, Guy alargó la mano para consolarla como habría hecho con cualquier persona en esa misma situación, pero la mirada de Francesca centelleó en señal de alerta. Fue como un golpe a gran velocidad. Algo doloroso, espeluznante.

Solo había querido tranquilizarla, pero comprendió que cualquier cosa que hiciera o dijese solo avivaría su rencor ante la evidencia de que él siguiera vivo, mientras que el hombre que amaba había muerto. Estaba claro que pensaba que él no sentía nada salvo culpa. Y únicamente durante un tiempo.

—Steven estaba convencido de que aparecerías —susurró ella.

—No soy vidente.

—No. Sencillamente, estabas ausente.

Reprimió la urgencia de defenderse. Ella necesitaba desfogarse con alguien y él era el blanco perfecto. Si era lo único que podía hacer para ayudarla, aceptaría la culpa.

Ella apartó la vista y fijó la mirada en el paisaje urbano que desfilaba ante la ventanilla, como si cualquier cosa resultase más agradable que mirarlo. O hablarle. Tan solo dejó escapar un breve suspiro, preñado de rencor, cuando giraron en la esquina de la calle con sus elegantes mansiones de estuco blanco, donde ella y Steve habían establecido su hogar.

El sonido resultó mucho más hiriente que cualquier palabra.

La limusina se detuvo junto al bordillo y Guy salió de coche, dividido entre la idea de ofrecerle su mano y la certeza de que ella ignoraría el gesto. Pero, en el momento en que ella bajaba del coche, sus piernas se doblaron y ninguno de los dos tuvo muchas alternativas. Sujetó a Francesca por el codo. Ella se notó frágil e ingrávida mientras permitía que, durante unos instantes, él fuera su apoyo.

—¿Por qué no te tomas un respiro? —dijo—. Yo puedo ocuparme de todo.

Quizás, si se hubiera tratado de otra persona, Francesca habría delegado en ella y hubiera cedido el control. Pero se rehízo enseguida y se liberó de su apoyo.

—Steven se las arregló sin ti —dijo—. Yo también puedo hacerlo.

Subió los escalones que conducían a la puerta principal y se reunió con los invitados.

 

 

Francesca se detuvo en el umbral del salón mientras recuperaba el aliento. Nunca se había sentido tan sola en toda su vida e, incapaz de reprimirse, volvió la mirada hacia el vestíbulo, donde Guy estaba quitándose el abrigo. Sus miradas se encontraron un instante y ella vislumbró su dolor. Pero enterró el sentimiento de culpa. Había querido herirlo, culparlo por haberse mantenido alejado. Y no lo lamentaba solo por Steven. Entonces alguien dijo su nombre, un brazo rodeó su figura y ella se entregó a ese espectáculo de cariño por parte de auténticos desconocidos, pese a la superficialidad de sus sentimientos y la vacuidad de sus palabras.

Pero la huella de los dedos de Guy todavía ardía en su piel y se frotó el brazo. Sacudió la cabeza para que su imagen se desvaneciera. Procuró concentrarse. Ella no era la única afectada en esa tragedia. Había más personas involucradas, gente que necesitaba cierta seguridad acerca de sus empleos y el futuro de la empresa de Steven. Había permitido que la marcha del negocio recayera en manos del personal durante los últimos meses. Tendría que recuperar el control y tomar algunas decisiones. Pero no era el día. Ahora tenía que ocuparse de que Steven tuviera una despedida elegante, asegurarse de que todo el mundo tenía una copa, de que había suficiente comida, que recordasen a Steve.

Y tenía que evitar a Guy Dymoke.

—¿Fran?

Se sobresaltó cuando una voz, a su espalda, rompió la burbuja de su pensamiento. Regresó de forma brusca al presente y se encaró con la aterradora perspectiva del momento que le había tocado vivir.

—¿Ha ido todo bien?

Ella bajó la vista y forzó una sonrisa tranquilizadora para su prima.

—Sí. Ha sido un funeral precioso. Muchas gracias, Matty.

—Tendrías que haberme permitido que te acompañara.

—No, de verdad. Necesitaba que Toby se quedara con alguien de su confianza, y no quería que Connie se distrajera mientras preparaba los canapés —dijo y, al instante, añadió con algo de pánico—. ¿Dónde está Toby? ¿Está bien?

—Estaba un poco revoltoso, así que Connie ha subido para acostarlo. Quizás, con un poco de suerte, duerma hasta que todo esto termine.

—Eso espero —asintió.

Una hora más y la reunión habría terminado. Solo una hora más. Podía soportarlo. Se había mantenido entera durante mucho tiempo. Podía aguantarlo una hora más. No iba a desmoronarse en ese preciso instante. Y menos delante de Guy Dymoke.

 

 

 

Guy la observó mientras ella procuraba consuelo a los asistentes, tomaba de la mano a una joven postrada en una silla de ruedas con la que intercambió algunas palabras, abrazaba a la gente y permitía que expresasen su pena. Actuaba como la perfecta anfitriona, asegurándose de que no faltase comida ni bebida para nadie, al tiempo que mantenía la distancia con él sin una sola mirada en su dirección. Era como si tuviera un sexto sentido que la avisara de cuándo estaba acercándose a él.

Decidió facilitarle la tarea y buscó a los amigos de su hermano que había conocido en el pasado para ponerse al día con ellos. Se presentó ante aquellas personas que no conocía. Confirmó los preparativos para la lectura del testamento con el abogado de la familia, Tom Palmer. En calidad de albacea, tendría que estar presente. Además, quería asegurarse de que Francesca y su hijo quedaran en buena posición.

—No está comiendo nada.

Se volvió y se encontró a la mujer en la silla de ruedas, que le ofrecía un plato de canapés.

—Gracias, pero no tengo hambre.

—Esa excusa no sirve. Forma parte del ritual —dijo la joven—. Es la reacción natural del hombre ante la muerte. Una confirmación de que la vida sigue adelante. Ya me entiende… Comemos, bebemos y damos gracias porque no nos haya tocado a nosotros.

—En mi caso —replicó Guy—, creo que habría resultado mucho menos trágico si yo hubiera pasado a mejor vida. Es una forma de verlo, claro.

—¿En serio? —la mujer enarcó las cejas en señal de su creciente interés—. En ese caso supongo que tú eres Guy Dymoke. El hermano mayor, rico y triunfador, del que nadie habla en esta casa. No te pareces a Steven.

—Éramos hermanastros. Hijos del mismo padre y de distinta madre.

—¿Crees que está bien hablar mal de un muerto en su propio funeral? —y, sin aguardar una respuesta, prosiguió—: Soy Matty Lang, prima de Francesca. Bueno, ¿cuál es el secreto? ¿Por qué no nos hemos conocido hasta hoy?

—No hay ningún misterio. Soy geólogo. Me paso la mayor parte del tiempo en el extranjero, en países remotos —apuntó, pero cambió el rumbo de la charla porque no deseaba dar explicaciones acerca de sus ausencias cuando recalaba en Londres—. Seguro que Francesca agradece mucho tenerte cerca. Creo que sus padres viven en el extranjero, si no me equivoco.

—Así es. Están en hemisferios distintos para que no haya derramamiento de sangre. Y, por lo que respecta al resto de la familia, todos están demasiado ocupados para acercarse a un funeral que no les reportaría beneficio alguno —lanzó una significativa mirada a su alrededor y, entonces, volvió sobre él—. Creo que era una de las cosas que Francesca y Steven tenían en común.

—Me sorprende que su madre no haya venido —dijo—. El negro le sienta bien.

La madre de Steven era una actriz de segunda categoría que había pasado por media docena de maridos y amantes desde que su padre había desembolsado un dineral para deshacerse de ella. Desde entonces, nunca desaprovechaba una oportunidad para retratarse.

—Ha enviado un ramo de flores y una tarjeta de disculpa. Parece que está rodando una serie de amores apasionados en el norte de África. Estaba segura de que Fran lo entendería. Quizá te parezca cínica, pero creo que ante la idea de que Francesca copase toda la atención, ha decidido alejarse antes que admitir que tenía un hijo suficientemente mayor para ser abuela.

—Eso no sería bueno para su imagen —admitió él, esforzándose para que su voz no revelase su amargura—. Nunca estuvo preparada para convertirse en abuela. Y tampoco para la maternidad, de hecho.

Cada vez que Steve se había metido en un lío, cada vez que se había prometido que esa sería la última vez que lo ayudaría, había recordado a su madrastra gritándole a su padre, furiosa porque había tenido que renunciar a una película por culpa de su embarazo. Y había recordado a ese niño que, entre sollozos, había comprendido finalmente que su madre no volvería.

Y él no era mucho mejor. También se había alejado. Se había dicho que Steve ya no lo necesitaría, ahora que tenía una familia. Pero solo había sido una excusa.

—Me alegro de que estés aquí para apoyar a Francesca en este trance —dijo Guy.

—Ella estuvo a mi lado cuando me enfrenté a la muerte —sonrió con cierta ironía—. En mi caso, una peligrosa combinación entre el coche, la velocidad, una placa de hielo y un muro de ladrillo. Claro que, desde que vivo en el sótano, no he tenido que esforzarme mucho para asistir al funeral.

—¿El sótano? —y Guy torció el gesto.

—Supongo que el término correcto sería la planta baja —ella había malinterpretado la expresión de Guy—. No es tan terrible, te lo prometo. Se trata de un sótano en la parte delantera, donde tengo la cocina y el dormitorio. Hay una puerta principal para las visitas que pueden bajar escaleras, pero en la parte trasera hay una suave pendiente. El despacho y la sala están al nivel del suelo, así que tengo acceso directo al jardín, al garaje y al coche. No puedo andar, pero todavía conduzco.

—Conozco la distribución de la casa —aseguró, aunque la referencia del despacho lo había sorprendido—. Mi abuela materna vivió aquí.

—¿De veras? No sabía que la casa perteneciese a la familia. Creía que Steven había pagado… —pero decidió que estaba inmiscuyéndose en asuntos demasiado personales—. Bueno, quiero decir que soy una persona independiente, y a veces paso varios días sin verlos.

Se detuvo, consciente de que ya no tenía sentido que utilizase el plural.

—Fran convenció a Steven, argumentando que la reforma incrementaría el precio de la casa si se añadía un apartamento independiente —dijo Matty.

—Seguro que estaba en lo cierto.

—Es mucho más lista de lo que parece. Claro que pagué las obras.

—Por supuesto —asintió Guy.

—¿Seguro que no puedo tentarte con uno de los bocaditos sorpresa de Connie?

—¿Quién es Connie?