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El mundo de comienzos del siglo XXI, la composición de las sociedades que lo integran, no es el mismo que los que justificaron la forma de "hacer" Historia hasta hace bien poco, marcada por la reducción a un relato único y a menudo con una clara perspectiva eurocéntrica. En una línea similar a la que propugnan Guldi y Armitage en su "Manifiesto por la Historia", orientada a recuperar la historia a largo plazo y a establecer un diálogo constante entre pasado y presente para intentar alumbrar el futuro, esta importante obra de Serge Gruzinski rompe una lanza a favor de la historia global, que amplía la escala de estudio y conecta compartimentos separados. El análisis que en él lleva a cabo de la expansión portuguesa y española en los siglos XVI y XVII provee un ejemplo práctico de la utilidad que tiene estudiar episodios pasados para iluminar los mecanismos, ideas y actitudes del presente, así como sus posibles consecuencias.
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Seitenzahl: 291
Veröffentlichungsjahr: 2018
Serge Gruzinski
¿Para qué sirve la historia?
Presentación
Prefacio
1. Todos los presentes del mundo
2. Una superabundancia de pasados
3. La ilusión de la transparencia
4. Los aprendices de brujo
5. ¿A mundo globalizado, historia global?
6. Nacimiento de Europa
7. Cuando los hombres empezaron a mezclarse
8. Los eslabones humanos
Epílogo: ¿Qué historia enseñar?
Apéndice: El historiador y los colegiales
Agradecimientos
Créditos
Para Solange Alberro, que tanto me ha enseñado, con todo mi afecto
«Papá, explícame para qué sirve la historia». Con esta aparentemente ingenua pregunta de un joven hijo a su padre –profesor de historia– Marc Bloch decidió plantear en su póstuma e inconclusa Apologie pour l’histoire ou métier d’historien (1949) el problema de la utilidad de esta disciplina al poco de iniciarse la Segunda Guerra Mundial. Antes que deseo de conocimiento, para el cofundador de la Escuela de los Annales la historia producía una gran satisfacción y placer. Sin embargo, estos atractivos no eran suficientes para justificar el esfuerzo intelectual que requería el dominio de dicha materia. Para Bloch, y en contraposición a lo que pensaban no pocos de sus colegas de oficio y generación, la historia se caracterizaba por su capacidad de establecer relaciones explicativas entre fenómenos diversos solo comprensibles mediante una clasificación racional y una inteligibilidad progresiva. El «buen» historiador no era un anticuario, sino un científico social comprometido con su especie de pertenencia, parecido al ogro de los cuentos infantiles: «Donde olfatea carne humana, ahí sabe que está su presa». Estudiar el presente resultaba fundamental para comprender el pasado. Para decirlo con sus propias palabras: «La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente»1.
Entre la segunda mitad del siglo XX y esta primera década del XXI, además de guerras y violencias, se han producido importantes cambios en el planeta que habitamos: mundialización americana, revolución digital, resurgir de China, despertar del Islam, deterioro medioambiental, etc. Como otras ciencias, con su conocimiento del pasado la historia ha intentado ofrecer algunas respuestas al surgimiento de estos fenómenos estudiándolos y analizándolos desde diferentes ángulos y perspectivas. Así, pese a ser formulada en un contexto histórico e historiográfico diferente, la pregunta que abre estas líneas y que hiciera célebre Marc Bloch al inicio de su ya aludida Apologie sigue siendo igual de oportuna y relevante hoy, casi setenta años después, atrayendo a historiadores nacidos dentro y fuera de Europa. ¿Para qué sirve la historia actualmente? Es más, ¿qué historia debemos enseñar a las nuevas generaciones nacidas entre finales del siglo XX y principios del XXI? O mejor aún: «¿Qué pasado exponer ante unos alumnos que son en parte herederos de los vencedores españoles de la Reconquista(contra el islam), mientras que otros lo son de la Conquista (de América)?».
La respuesta a estos interrogantes tiene en parte que ver con aquello a lo que aplicamos la etiqueta «historia», señala Serge Gruzinski en este sólido trabajo que, en esta versión española, comparte el elocuente y atractivo título –procedente de su original francesa– de L’histoire, pour quoi faire? No se trata tanto de subrayar que nuestra manera de considerar el mundo actual parece con frecuencia propia de otra época como de indicar que en los últimos cuarenta años se han producido notables cambios y perturbaciones que socavan el eurocentrismo en el que cómodamente estábamos instalados desde que a principios del siglo XIX surgieran los Estados-nación. La historia no puede reducirse a un relato único, a una especie de «marcha forzada hacia la nación». Tampoco se trata de trocar el viejo y autocomplaciente eurocentrismo de las historias nacionales europeas por un sinocentrismo no mucho más atractivo pero si en auge gracias al bestseller de Gavin Menzies 1421: El año en que China descubrió el mundo (2002). Hoy es imposible interpretar todo desde un rincón del mundo, subraya Gruzinski siguiendo la estela de los postcolonial studies. Comprender de qué está hecho el presente es tan complicado como reconstruir un pasado solo con los fragmentos que se han conservado de él. Por eso hay que comenzar con un trabajo de localización y de rigurosa contextualización en el que la imagen, con su particular léxico y sintaxis, nos proporciona imprescindibles pistas para perseverar.
Serge Gruzinski, que no hace mucho tiempo fue galardonado con el Gran Premio del Comité Internacional de Ciencias Históricas (2015) por sus originales aportaciones al desarrollo de los estudios de historia global, no resulta desconocido para la historiografía española. Sin embargo, quizás no se han resaltado suficientemente algunas de sus importantes contribuciones a la historia colonial de España de los siglos XVI, XVII y XVIII. Historiador perteneciente a la cuarta generación de Annales, la del llamado «giro crítico» reivindicado por el fallecido Bernard Lepetit, durante las aproximadamente cuatro décadas que viene trabajando en la historia de la América española y portuguesa nos ha enseñado que las mezclas de poblaciones no son en modo alguno un fenómeno espontáneo. Todas ellas están relacionadas con las múltiples mutaciones que han trastocado las relaciones entre la Vieja Europa y los llamados «Nuevos Mundos». A desentrañar todo ello, desde una inestimable perspectiva antropológica y cultural, ha dedicado casi veinte libros, traducidos a múltiples idiomas, entre ellos el chino, y entre los que sobresalen Les Hommes-dieux du Mexique. Pouvoir indigène et société coloniale, XVIe-XVIIIe siècle (1985), La Colonisation de l’imaginaire. Sociétés indigènes et occidentalisation dans le Mexique espagnol, XVIe-XVIIIe siècle (1988), La Guerre des images. De Christophe Colomb à Blade Runner, 1492-2019 (1990), La Pensée métisse (1999), Les Quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation (2004), Quelle heure est-il là bas? Amérique et islam à l’orée des Temps modernes (2008), L’Aigle et le Dragon, Démesure européene et mondialisation au XVIe siècle (2012), y La machine à remonter le temps. Quand l’Europe s’est mise à écrire l’histoire du monde (2017).
¿Para qué sirve la historia? no es un ensayo de historiografía al uso, uno de tantos textos escritos con más o menos fortuna por los profesores de historia llegado el final de su vida académica, como fruto de reflexionar largas y solitarias horas sobre la práctica de su profesión. Esa no es la ambición que persigue su autor. Para que este libro se convirtiera en lo que no es sería «necesario volver a los orígenes del historicismo europeo a fin de entender mejor su potencial invasivo, las conquistas sucesivas, las ataduras y los filtros que impone», insiste su autor. Al igual que algunos de los textos indicados, este nuevo trabajo de Serge Gruzinski es la resultante de discutir sobre un problema vigente (qué historia debemos enseñar en el actual contexto de creciente globalización) con colegas y alumnos matriculados en los cursos que imparte en Europa (EHESS de París), Estados Unidos (Princeton University) y América del Sur (Universidad de Belém do Pará, Brasil). Estamos por tanto ante una materia extraordinariamente viva, gestada en la interacción entre teoría y práctica, actual, que nos introduce de pleno en la ya aludida cuestión de la enseñanza de la historia en un tiempo global gracias a un fluido y bien construido discurso que une con rigor pasado, presente y futuro.
Sobre esta y otras importantes cuestiones de naturaleza similar ya venía reflexionando Gruzinski desde hace algún tiempo. Ello se demuestra a poco que leamos los títulos que han ido saliendo a la luz a partir del 2000, uno cada tres o cuatro años, escritos al cobijo de sus intereses en los seminarios anuales impartidos fundamentalmente en París. La mencionada perspectiva antropológico-cultural, desgraciadamente no muy atendida en España si la comparamos con la económica y la política, viene a demostrar que los mestizajes y la circulación cultural, a una escala global, además de estar presentes hoy también lo estuvieron en el pasado. Por limitarnos solo a América Latina, laboratorio privilegiado de experimentación histórica de Gruzinski, el autor no deja de «asombrarse» cuando señala que en 2008, en una población de la Amazonia remota, un joven caboclo le ofreciese a precios ínfimos un selecto surtido de DVD piratas de películas asiáticas «todavía desconocidos en las [mejores] salas parisinas». Semejanzas históricas existen, como la que proporciona un sacristán indio de nombre Antón, que fue detenido en Zacatecas (México) en 1561 por hurtar un libro prohibido. Fascinado por las imágenes que ilustraban los textos españoles, los indios como Antón no pirateaban los libros pero ya sabían cómo comerciar con ellos: vendían las obras a amigos tan intrigados como él por su contenido. Separados por algo más de cuatro siglos y por miles de kilómetros, ambos ejemplos demuestran que lo «local» y lo «global» están ligados. El presente no es un reflejo del pasado y del futuro, como proclamaba en sus apocalípticos sermones el jesuita portugués António Vieira, que vivió entre Europa y el Brasil colonial en el último tercio del siglo XVII, sino un ente dotado de múltiples rostros y profundidades que varían según el lugar. Cabe preferir, señala Gruzinski, que se ignoren estas huellas y vestigios, e incluso aparentar que nunca existieron. No obstante, a poco que las tomemos en serio nos daremos cuenta de que sientan «las bases de una historia global que se inició en el siglo XVI entre México y las prensas del Renacimiento europeo, antes de que Brasil se enfrentase, cinco siglos más tarde, a los grandes estudios asiáticos».
Un gran impulso para el desarrollo de este tipo de estudios y análisis globales resultó ser la celebración del XIX Congreso Internacional de Ciencias Históricas celebrado en Oslo en 2000, así como la conmemoración en París, en 2004, del primer centenario de nacimiento de Fernand Braudel (1904-1985), uno de los historiadores más notables de la segunda mitad del siglo XX, y heredero del legado de Annales tras la muerte del citado Marc Bloch y Lucien Febvre, cofundador de esta corriente de pensamiento histórico. En ambos foros de debate se puso de manifiesto la importancia de cuestionar ciertos axiomas eurocentristas sobre la modernidad de Europa defendidos en algunos trabajos sobre la expansión europea elaborados a mediados de la pasada centuria por historiadores franceses, belgas, alemanes y anglo-norteamericanos2. Las monarquías ibéricas, unidas por una carambola del destino entre 1581 y 1640, se presentaron como un banco de pruebas ideal para pergeñar investigaciones a medio y largo plazo con el firme propósito de sopesar el alcance de la circulación (de saberes, creencias y mercancías), los mestizajes y las conexiones político-culturales y económicas que protagonizaron las llamadas «gentes sin historia» en todas esas «maravillosas posesiones» «descubiertas» por Vasco de Gama, Cristóbal Colón y Fernando de Magallanes3.
Desde luego adentrarse en toda esta maraña de enredados problemas históricos no es una tarea sencilla, pues supone un conocimiento de varias lenguas y de los distintos depósitos de archivos y bibliotecas, europeos o no, que sin duda está al alcance de muy pocos investigadores. Leer e interpretar las ricas y diferentes fuentes que emanan de los contextos análogos, para reproducir desde su propia matriz el discurso original, libre de nuestras anteojeras presentistas, calzándonos, como se suele decir, los propios zapatos de los protagonistas –con barro incluido–, en constante y constructivo diálogo entre el hoy y el ayer y viceversa, narrando los caminos que finalmente se eligieron y aquellos que no se contemplaron, da lugar a una nueva escritura de la historia, mucho más polifónica que la que todavía se lee en algunas caducas historias nacionales, y en la que el telescopio y el microscopio se engarzan como resulta corriente encontrar ya en los trabajos del mencionado Serge Gruzinski, así como en los de Sanjay Subrahmanyam y Giuseppe Marcocci. Todos ellos, ya se ocupen del mestizaje en México y Perú, del comercio en la India portuguesa o de las misiones jesuitas en Ultramar, reivindican en sus investigaciones volver al largo plazo (la famosa longue durée braudeliana), pues, como nos indican Jo Guldi y David Armitage, «hay un mundo por ganar, antes de que sea demasiado tarde». Es más, John H. Elliott, nada sospechoso de subirse al carro de las modas historiográficas, ya se había anticipado hace algunos años acerca de estos asertos cuando, en el prefacio de su España, Europa y el mundo de ultramar: 1500-1800 (2010), afirmó que «la búsqueda de conexiones es parte esencial de la empresa historiográfica y también un modo de contrarrestar el excepcionalismo que emponzoña la escritura sobre historia nacional». Para el veterano maestro de historiadores afincado en Oxford, un mundo en proceso de globalización necesita de una historia auténticamente global, y esto requiere liberarse de prejuicios e ideas preconcebidas, generalmente occidentales, pues la modernidad, que no se debe identificar mecánicamente con la occidentalización, no es singular sino plural4.
Como ya se ha dicho, una relevante perspectiva de análisis histórico es la que proporciona la historia global, una historia que amplía la escala de estudio pero que a su vez conecta compartimentos anteriormente aislados y no considerados por otros científicos sociales, pese a que ya existieron llamamientos en esta línea como los proporcionados por Marc Bloch, Fernand Braudel, Pierre Chaunu y Frédéric Mauro. Para Gruzinski el historiador es un creador, y la materia con la que trabaja no tiene por qué ser ajena a las circunstancias que nos rodean. El historiador tiene que estar siempre en estado de alerta, atento en definitiva al mundo en el que vive, pues en él a veces se encuentra la llave maestra que nos abre las puertas del pasado. Sin embargo, el culto de lo escrito, indica Gruzinski, «ha amordazado durante mucho tiempo a la imagen para convertirla en auxiliar de los textos». Ahora bien, cuando nos ponemos delante de un documental o una película realizada por un autor como Aleksander Sokurov, somos conscientes de que tales creadores, a semejanza de los historiadores, también pueden producir pasados. Sus obras son algo más que una sucesión de bellas imágenes inconexas. Al igual que algunos de los mejores libros de historia que se han escrito, películas como El arca rusa de 2001 (inmersión en el mundo zarista de Pedro I «el Grande» hasta Nicolás II) demuestran que no debemos confundir los documentos con los acontecimientos de los que son emanación o reflejo5.
A semejanza de otros libros publicados anteriormente, ¿Para qué sirve la historia? decide volver a fijarse en la expansión portuguesa y española de los siglos XV y XVI para comprender y entender los efectos que se derivan de la mundialización actual. Su mirada se detiene en la conquista de los océanos y territorios, en la circulación económica y cultural, así como en los ya aludidos mestizajes. Este «giro» de la Europa del sur hacia el Oeste que se produce en el Renacimiento no es solo una cuestión de carabelas y «descubrimientos», escribe Gruzinski. Es la fuente de lo que conformará las dimensiones humanas, materiales e imaginarias de Occidente. Explica el recurso masivo a la esclavitud de los negros y de los indios, la construcción de las primeras sociedades coloniales con sus conocidas consecuencias fatales, la explotación de los recursos naturales y mineros, pero también la gestación de una humanidad mezclada sin equivalente y sin precedente en el resto del mundo. En este punto es de recibo resaltar la importancia que, en la consecución de algunas de estas conclusiones, han tenido la lectura crítica de estimulantes obras como la del polémico jurista alemán Carl Schmitt (El nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Ius Publicum Europaeum, 1950) o la de su compatriota el filósofo Peter Sloterdijk (Esferas, 1998, 3 vols.). Para el primero, la expansión ibérica en el mundo transformó la imagen que se tenía del globo y esbozó los fundamentos del primer derecho internacional, reconsiderando las relaciones entre espacio y política. El fundamental incentivo que proporcionó a los iusnaturalistas europeos Hugo Grocio no surgió de la nada, pues tuvo sus precedentes directos en autores tan competentes como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Fernando Vázquez de Menchaca, punta de lanza de la segunda escolástica española. De resultas de ello, durante los siglos XVI y XVII se impuso reflexionar sobre el poder en términos planetarios o globales6. Del mismo modo, y ahondando en las consecuencias que se derivan de este hecho trascendental en el que se vieron involucrados los portugueses y los españoles, Gruzinski extrae una importante cita de Sloterdijk en la que se afirma que «el acontecimiento principal de los tiempos modernos no es que la tierra gire en torno al Sol, sino que el dinero gire en torno a la Tierra». El «descubrimiento» de América y, por ende, el de otros espacios inexplorados por los europeos, rápidamente fue sinónimo de riqueza y estímulo para las distintas ramas del saber7.
¿Para qué sirve la historia? no solo es útil por lo que nos enseña de historia, que es mucho, sino porque, como ya hemos dicho, relanza al público el necesario debate sobre el uso que deberíamos darle los historiadores a aquello que hacemos a diario. El historiador no puede vivir encerrado en una torre de marfil leyendo y escribiendo para sí, de espaldas a los problemas que afectan a la gente de su tiempo, pues el conjunto de la sociedad ha hecho mucho por estar donde él está. Do ut des. Pero no solo por mencionar esto ya es suficiente su lectura, sino también por recordarnos los desfasados métodos de enseñanza y estudio que todavía se siguen practicando en algunas de nuestras universidades europeas. Uno de tantos es el de explicar separadamente la Historia de España y Portugal y la de América, Brasil y las colonias de África y Asia. Basta con un vistazo rápido a algunos de nuestros más difundidos manuales de Historia Moderna de España, Portugal y Europa para darnos cuenta de que hasta que no incorporemos el mundo colonial ibérico (no impostado en uno o varios epígrafes o apartados, sino dentro del discurso interno de la obra) seguiremos dando una imagen incompleta y deficiente del mundo de la época. ¿Acaso se puede entender la Revolución Científica del siglo XVII sin tener en cuenta los hallazgos en materia náutica y matemática que realizaron los exploradores españoles y portugueses en las centurias precedentes? Tan insuficiente es la realidad del mundo de Ultramar que se refleja en algunos manuales de Historia de la España Moderna que ya ciertos protagonistas de la época parecían apercibirse del lugar que les tocaría ocupar en la historia cuando, en las cartas y discursos que le enviaban al rey, subrayaban «que lo de aquí –España– era pintado en relación con lo de allí –el mundo colonial–, variado, lleno de vida y difícil de aprehender»8.
De lo mucho que se aprende cuando tratamos con rigurosidad historias paralelas da buena cuenta la representación teatral del 28 de mayo de 2013 puesta en escena por los alumnos del Liceo Jean Rostand de Roubaix con la que se abre y cierra este trabajo. En esta pieza, resultado de adaptar un libro de Gruzinski (L’Aigle et le Dragon, Démesure européenne et mondialisation au XVIe siècle, 2012), se recrean y se conectan –como también se hace en el texto que la dio origen– dos historias simultáneas que se desarrollan a comienzos del siglo XVI: la incursión de los portugueses en la China de los Ming y la conquista de México por los españoles liderados por Hernán Cortés. La primera resulta fallida y cae en el olvido, mientras que la segunda es el germen de una América latina y mestiza. Pero las conexiones no deberían ser solo históricas, sino también, y como se insinúa en ¿Para qué sirve la historia?, entre profesionales que revelan la misma especialidad de estudio aunque en distintos niveles de la docencia. La implicación del profesor de historia con su profesión y sus alumnos, independientemente de los cursos a los que se dedique, sigue siendo la pieza básica y fundamental para que sus estudiantes estén al día, comprometidos con su tiempo y con un zócalo sólido sobre el pasado más remoto, en continuo diálogo con él. Esta enseñanza recibida les acompañará siempre. Este gran libro, obra de un passeur persévérant, como se nos ha recordado en un merecido homenaje a este maestro de historiadores que es Serge Gruzinski9, sin duda hará lo mismo por todo potencial lector, proponiéndole además infinidad de retos desde la historia, la literatura, la música y el cine.
José Antonio Martínez TorresDepartamento de Historia ModernaUniversidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid.
1. Marc Bloch: Apologie pour l’histoire ou métier d’historien, Librairie Armand Colin, París, 1952, 2.ª edición, passim.
2. Véanse las diferentes tesis que, sobre este aspecto particular, defendieron ya hace algún tiempo Arnold Toynbee y Oswald Spengler.
3. Serge Gruzinski, «Les mondes mêlés de la Monarchie catholique et autres “connected histories”», Annales. Histoire, Sciences Sociales, 56-1 (2001), pp. 85-117; Sanjay Subrahmanyam, «Holding the World in Balance: The Connected Histories of the Iberian Overseas Empires, 1500-1640», The American Historical Review, 112-5 (2007), pp. 1359-1385; Carlos Martínez Shaw y José Antonio Martínez Torres (dirs.), España y Portugal en el mundo, 1581-1668, Ediciones Polifemo, Madrid, 2014; José Antonio Martínez Torres et al., «Concurrencias imperiales. España y Portugal en África, América y Asia», Melanges de la Casa de Velázquez, 48-2 (2018), en prensa.
4. Jo Guldi y David Armitage, Manifiesto por la historia, Alianza Editorial, Madrid, 2016, p. 227; John H. Elliott, Haciendo historia, Taurus, Madrid, 2012, p. 237, y la bibliografía que allí se cita. Un convincente trabajo, que aborda con solvencia estas cuestiones, es el de Josep Fontana: Europa ante el espejo, Crítica, Barcelona, 1994. Asimismo, Kenneth Pomeranz, The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, Princeton University Press, Princeton, NJ, 2001.
5. Interesa también consultar el libro de Peter Burke Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico, Crítica, Barcelona, 2001.
6. Anthony Pagden, Señores de todo el mundo: ideologías del imperio en España, Inglaterra y Francia en los siglos XVI, XVII y XVIII, Península, Barcelona, 1997; Giuseppe Marcocci, L’invenzione di un impero. Politica e cultura nel mondo portoghese (1450-1600), Carocci, Roma, 2011; José Antonio Martínez Torres, «“Gobernar el mundo.” La polémica Mare Liberum versus Mare Clausum en las Indias Orientales (1603-1625)», Anuario de Estudios Americanos, vol. 74-1 (2017), pp. 71-96.
7. Recordemos que, según Adam Smith (An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth ofNations, 1776): «El descubrimiento de América y el del paso a las Indias Orientales por el cabo de Buena Esperanza son los dos acontecimientos más importantes que registra la historia de la humanidad» (Adam Smith, La riqueza de las naciones, Alianza Editorial, Madrid, 2011, p. 620).
8. Biblioteca Nacional de España, R/14.034, «Memoriales y discursos de Pedro de Baeza» (1607-1609). También ha abundado en este punto John H. Elliott: «Mundos parecidos, mundos distintos», en Gregorio Salinero (ed.), Mezclado y sospechoso. Movilidad e identidades, España y América (siglos XVI-XVIII), Casa de Velázquez, Madrid, 2005.
9. Carmen Bernand, Eduardo França Paiva y Carmen Salazar-Soler (coordinadores), Serge Gruzinski, le passeur persévérant, CNRS, París, 2017.
Se hablaba entonces de Roubaix como la «Roma del socialismo». También se decía de ella que era la ciudad de las «mil chimeneas», la «Manchester francesa», con sus factorías textiles en las que penaban miles de obreros [...]. Todo eso ha pasado: hoy las ruinas de la Lainière, fundada en 1910 por Jean Prouvost y cerrada en 2000, yacen en terrenos devastados, como vestigios de una prodigiosa vitrina industrial de Francia.
Blog de Michel David, El mundo se mueve, 2011
«¿Para qué sirve la historia?» ¿Podría haberme imaginado que la pregunta me fuese formulada en mi tierra natal, en esas ciudades de Tourcoing y Roubaix de las que me fui en septiembre de 1967, con el bachillerato en el bolsillo, para proseguir mis estudios en París, antes de zarpar hacia América Latina? ¡Cuál no sería mi sorpresa, decenios más tarde, al recibir la carta en la que un profesor del liceo Jean Rostand de Roubaix me proponía ir a charlar con sus alumnos y verlos después en el Teatro Pierre de Roubaix, donde presentaban un espectáculo el 28 de mayo de 2013, a última hora de la tarde10!
Los jóvenes actores, cuyas edades estaban comprendidas entre los quince y los dieciséis años, habían trabajado sobre materiales extraídos de uno de mis libros, El Águila y el Dragón11. En principio esa obra no iba destinada a ellos, pero trataba un asunto que respondía a las exigencias del programa de seconde12: «Nuevos horizontes geográficos y culturales de los europeos en la Edad Moderna». En ella se narran dos historias paralelas que se desarrollan al comienzo del siglo XVI: la conquista de México por los españoles y la incursión de los portugueses en China. En aquellas tierras lejanas un puñado de europeos «descubren» sociedades que en ese momento se cuentan entre las grandes civilizaciones del planeta. La expedición portuguesa resulta fallida y cae en el olvido. La expedición española se torna una conquista de la que surgirá una América Latina y mestiza.
El profesor del liceo Jean Rostand comenzó por extraer del libro mapas y documentos con los que enriquecer sus clases de historia. Después pidió a sus alumnos que pusieran palabras a los intercambios que habían reunido o enfrentado a los europeos con sus huéspedes. Durante dos meses los estudiantes redactaron diálogos que debieron aprender de memoria y todos ellos participaron en la puesta en escena de estas dos historias, ciertamente muy alejadas de sus preocupaciones. Unos se convirtieron en chinos o en aztecas; los otros, en portugueses o españoles; una joven musulmana aceptó, no sin reticencia, subir al escenario para encarnar a La Malinche, la compañera india de Cortés que fue una valiosa intermediaria entre los conquistadores y los aztecas. Los alumnos interpretaron episodios dramáticos, como la muerte del emperador Moctezuma a manos de los suyos o la detención de los portugueses por las autoridades chinas, pero el espectáculo también reflejaba los momentos de observación y de intercambio que enfrentaban a Moctezuma con sus huéspedes castellanos, o al emperador chino Zhengde con sus visitantes portugueses13.
De no ser por la labor paciente realizada por el profesor, nunca habrían resonado en el Teatro Pierre de Roubaix los ecos de aquellas antiguas historias. Pero ahí no radica lo esencial. De principio a fin esos adolescentes se apropiaron de un doble escenario histórico que les hizo enfrentarse a cuestiones transcendentales: el descubrimiento del otro, o mejor dicho de los otros, las divergencias entre sociedades y civilizaciones, las empresas de conquista y de colonización, el sentido y los objetivos de la expansión europea, las reacciones de las poblaciones agredidas. Mediante la invención de los diálogos, la investigación de los componentes del decorado y su confección, la elección del vestuario, las indagaciones sobre prácticas exóticas –el sacrificio humano entre los aztecas– o engañosamente familiares –los juegos de mesa entre los chinos e hindúes–, los adolescentes de Roubaix se fueron familiarizando con otros universos. Una vez que pisaron el escenario, al identificarse con los diversos protagonistas, se aproximaron a esos pasados mejor que en cualquier aula. La interpretación y, por ende, la encarnación de las situaciones resultaron determinantes. Cabe recordar La escurridiza (2004), de Abdellatif Kechiche: la película enfrentaba a adolescentes del extrarradio con una obra de Marivaux y mostraba el impacto que sobre los alumnos tenía la asunción de sus papeles. Pero El Águila y el Dragón no es una ficción interpretada por actores de cine, sino un espectáculo montado en el contexto de un aprendizaje de la historia y en condiciones reales, las de una ciudad: Roubaix.
Esta ciudad, de la que se dice que es la más pobre de Francia, ocupa un lugar singular en la historia de las poblaciones francesas surgidas de la inmigración. La antigua metrópolis textil del siglo XIX nunca se ha recuperado de su declive industrial. La experiencia pedagógica realizada en el liceo Jean Rostand se ha desarrollado en un entorno urbano que no es ya en absoluto el de la edad de oro del capitalismo. El barrio del Épeule y del Alma, que yo solía atravesar en bicicleta a principios de los años sesenta para asistir a las clases de la Escuela Dominical con el sentimiento de pertenecer a una minoría inmersa en un océano católico, cuenta ahora con una población de mayoría musulmana que acude a mezquitas de diversa denominación. La «Meca del socialismo revolucionario» que fue el santuario del «guesdismo»14 –durante mucho tiempo la corriente dominante del socialismo francés– se ha convertido, según dicen, en el municipio más musulmán de Francia. La crisis social afecta especialmente a poblaciones francesas de origen magrebí, que a menudo buscan en el islam una identidad que ya no encuentran ni en la acción sindical ni en los ideales de la República. Desde los años noventa Roubaix ha sido regularmente noticia15. Básicamente porque la ciudad asiste al ingreso en política de los hijos e hijas de los inmigrantes, y ello suscita en la clase política un interés creciente por esa nueva clientela electoral que irrumpe en el paisaje francés planteando cuestiones –el laicismo, el lugar que ocupa lo religioso en la vida social, las relaciones entre la religión y la política– que se creían resueltas desde la Belle Époque.
Los alumnos del liceo Jean Rostand lo han entendido: la historia no puede reducirse a un relato único, tanto si se trata de la saga nacional como de las sagas comunitaristas. Al proyectarse unos en la ciudad de Cantón y otros en la de México, también se han dado cuenta de que ciertos pasados desconocidos y lejanos no estaban tan muertos como ellos imaginaban. Han explorado sociedades cuyos destinos siguen teniendo peso en el mundo contemporáneo16. Si se añade que la mayoría de esos alumnos proceden de la inmigración y que buena parte de ellos son musulmanes, no faltan razones para preguntarse por qué ha despertado tan intensamente su curiosidad, e incluso un interés apasionado, el relato de esas empresas europeas y las reacciones que suscitaron cuando los dos mil años de nuestra historia nacional –por no hablar de una memoria europea que sigue siendo inasequible– ciertamente no les inspiran gran cosa.
La respuesta tiene en parte que ver con aquello a lo que aplicamos la etiqueta «historia» o la palabra «pasado». En un momento en que se puede acceder a cualquier información en cualquier lugar del mundo –como ocurre con cualquier blanco en los países en guerra–, a menudo nuestra manera de considerar el mundo parece propia de otra época. No ya por sus lagunas –que siempre las tendrá–, sino porque parece cada vez más desfasada con respecto a las cuestiones que se plantean hoy en día y por tanto radicalmente inadaptada a nuestro entorno. Sin embargo hace ya una veintena de años que la mundialización, la revolución digital, el deterioro de la supremacía de Occidente, el despertar de los mundos del islam, el retorno de China o el empuje de los grandes países emergentes modifican irremediablemente nuestros horizontes. Sin olvidar, más cerca de nosotros, la recomposición de las poblaciones europeas que se observa tanto en el campo de la Italia del norte y las ciudades de Holanda como en los barrios otrora proletarios de Roubaix-Tourcoing.
Esas perturbaciones socavan el confortable eurocentrismo en el que nos instalamos durante la última mitad del milenio y alteran las referencias heredadas tanto de la Ilustración como del XIX. A la luz de esas nuevas circunstancias, a veces las ciencias humanas, como Europa, han envejecido mal. Esto se aplica a la sociología, la antropología e incluso a la geografía. La historia también forma parte de ese conjunto. En un momento en que se acelera la mundialización, ¿qué cabe hacer con esa disciplina a la que se acusa, a menudo con razón, de reducirlo todo a Europa y a su pasado? ¿Puede aspirar todavía la voz de Occidente a la universalidad? Uno puede tranquilizarse pretendiendo creer que así es y obstinándose en razonar acerca del Hombre en general sin reparar en que, una vez más, solo nos estamos refiriendo al hombre europeo u occidental, por no hablar de la mujer. Más que el retroceso intelectual de Europa o las críticas emitidas por corrientes posmodernistas como los Subaltern Studies, es el espectáculo reiterado de los otros mundos, tanto entre nosotros como en otros ámbitos, lo que nos enseña que ya no se puede describir todo, interpretar todo, desde este rincón del planeta. Pero ¿hemos sido alguna vez capaces de hacerlo?
En el siglo XIX y a comienzos del XX, la disciplina histórica contribuyó, primero en Europa y luego en todas partes, al surgimiento de los Estados nacionales. Políticos, investigadores, programas escolares y universitarios, difundidos por editoriales y periódicos, se dedicaron entonces a meter en la cabeza de la gente relatos que interpretaban la Historia como una marcha forzada hacia la nación. Por muy criticables que hayan sido sus fundamentos, la disciplina siempre ha funcionado a pleno rendimiento, con las mortíferas derivaciones que se le conocen.
A la historia le ha ido algo peor durante los últimos cincuenta años, cuando se ha tratado de construir y escribir el pasado de Europa. A pesar de intentos tan estimables como aislados17, el salto colectivo que implica ese desafío todavía se hace esperar, porque la mayoría de las opiniones públicas europeas han permanecido fieles a la visión nacional, cuando no se han dispersado en torno a mil localismos.
La historia de Francia –escribe el profesor de Oxford Sudhir Hazareesingh– sigue siendo un relato nacional de sesgo positivo, impregnado de nostalgia conservadora, que sirve para halagar el particularismo francés y el sentimiento de pertenencia. La inflexión de la memoria que se ha producido a finales del siglo XX forma parte de la continuidad de esta tradición»18.
El repliegue de los historiadores españoles sobre la historia regional es un ejemplo más. El abandono del bilingüismo entre sus colegas belgas, otro. En Barcelona o en Valencia se le reprocha a un historiador francés que emplee la lengua castellana; en Amberes se prefiere que se exprese en español antes que en su lengua, una lengua que sigue sin embargo siendo la de la mitad de Bélgica. La historia, esa hija de Europa, parece no ser capaz de elevarse a la escala continental. Tras haber sido estigmatizada en ciertos campus americanos y asiáticos como una mera lectura del pasado impuesta por Occidente y como un sumidero de memorias, ¿habrá perdido acaso su razón de ser?19.
Este libro no es un ensayo de historiografía. Para ello sería necesario volver a los orígenes del historicismo europeo a fin de entender mejor su potencial invasivo, las conquistas sucesivas, las ataduras y los filtros que impone. Su ambición no es esa. Los debates entre historiadores, por muy indispensables que sigan siendo, con frecuencia se plantean más redefinir territorios y viejos cotos reservados que arremeter contra las rutinas académicas. Por lo general solo conciernen a círculos de especialistas que hoy en día van menguando a medida que uno se aleja de los mundos contemporáneos.
