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En este libro original, complemento y, a su vez, plasmación de las reflexiones formuladas en ¿Para qué sirve la historia?, publicado en esta misma colección, Serge Gruzinski aborda una luminosa indagación acerca del mundo atlántico que experimentó una primera mundialización en el siglo XVI. Se sirve para ello de la figura de Muñoz Camargo, mestizo de Nueva España, epítome del poblador que se iba haciendo corriente en tierras de México, y de una conversación ficticia con él entablada a partir de fragmentos de su obra Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala (1584). Explorar el pasado, interrogarlo, dibujarlo para explicar el presente, identificar puntos de referencia perdidos o desaparecidos, tal es, y no es poco, la misión de la historia y su importancia para el hombre moderno.
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Seitenzahl: 447
Veröffentlichungsjahr: 2022
Serge Gruzinski
Conversación con un mestizo de la Nueva España
Presentación, por José Antonio Martínez Torres
Conversación con un mestizo de la Nueva España
Agradecimientos
Introducción
1. Un americano del Renacimiento
Un americano del Renacimiento
¿Por qué Diego?
El hombre interior
2. Un mestizo en Tlaxcala
¿En qué punto anda México en 1580?
Una ciudad de provincias
En Tlaxcala reina el orden
Un mundo de notables
La plebe de los macehualtin
Las epidemias
«En todas partes de Tlaxcala, muchas personas pretenden ser pilli»
3. ¿Quién es Diego Muñoz Camargo?
El nombre del padre
Diego, «natural de Tlaxcala»
¿Mestizo, indio o español?
4. Un enjambre de relaciones
Familias
Clérigos y letrados
Intérpretes y nahuatlatos
Una intelligentsia en ciernes
Un hombre que sabe de todo
El mundo de Guermantes
Un hombre sin par
Los negocios
«Todos los tlaxcaltecas son hidalgos»
¿Y los indios que no pertenecen a la nobleza?
5. ¿Para qué sirve la historia?
Saberlo todo sobre Tlaxcala
¿Un tropismo indígena?
6. Esa gente que llega de fuera
La polémica de los orígenes
Pasando estrecheces
Las Siete Cuevas
La larga marcha de los fundadores
La mirada del anticuario
Los chichimecas
Las maravillas de la Creación
La tierra prometida
La guerra civil
7. ¿Diego se cree lo que cuenta?
Dios según Diego y los indios
¿En qué creían los tlaxcaltecas?
¿Fuentes fiables?
La verdad según Diego
El vaso mágico
El prisma de lo antiguo
El ojo del geógrafo
8. El nacimiento de un mundo global
Esos pobres insensatos
La «pacificación» de México
Rumbo a las especias y a China
Los espejismos de América del Norte
¿Por qué dirigirse hacia el norte?
China y más allá
La ruta del Perú
Los desastres de Florida
El auge de la ganadería
Crisis
La Monarquía Católica
9. «Hemos de ser todos uno»
Acto I. «Hemos de ser todos uno»
Los salvadores de los españoles
Acto II. El chantaje de la conversión
Acto III. Las reacciones de las élites
Diálogos de amor
De tal caballería, tal otra
Amistades caballerescas y diplomáticas
Los tlaxcaltecas son los «putos» de los españoles
Hermafroditas o bardajas
¿Qué pasa cuando se rechazan el amor y la amistad?
10. La hora del crimen
Una etapa fundacional de la conquista
El desencadenante
La versión tlaxcalteca frente a la versión mexica
11. Lo local y lo global
La «patria» o lo local según Diego
El «universo mundo» o lo global según Diego
Puesta en imágenes –y en palabras– del mundo
¿Lo local frente a lo global?
Lo global interior
Los entramados de la mundialización
Relojes, puentes y viajes
12. ¿Quién hoy o mañana seguirá pensando en ti?
Ese hombre que se nos escapa
El amor a la patria
«Este apetito del mandar, tener y señorear»
Un sujeto americano
Puntos de referencia
Conclusión. Los mestizajes del siglo XVI
Cronología
Bibliografía
Créditos
Si pudiéramos reducir el siglo xvi a un rasgo único y característico, ese, sin ningún género de dudas, sería el de la asistencia al nacimiento de una historia eminentemente global. Esta nueva manera de narrar los acontecimientos que surge en esta época entre los historiadores más célebres que habitaban en las principales poblaciones del mundo «civilizado» es la resultante de incorporar a las historias de las monarquías, repúblicas y ciudades-Estado las exploraciones y conquistas realizadas en las «cuatro partes del mundo» por los portugueses y españoles. Espoleadas aquellas por la carencia en Europa de oro, plata y especias tras los estragos de la crisis de la Baja Edad Media y por un exacerbado espíritu de cruzada contra el enemigo «infiel», lo cierto es que los conquistadores ibéricos –probablemente los más experimentados de toda esta centuria– protagonizaron una «mundialización» –la primera antes de la americana que se origina después de la Segunda Guerra Mundial– en las relaciones interculturales. Naturalmente, esta manera de relacionarse y ejercer el dominio del mundo servirá de modelo o no a aquellos imperios (Holanda, Inglaterra y Francia) que decidan proseguir con las empresas trazadas por los exploradores del sur de Europa.
En este singular proceso histórico que actualmente es materia de reflexión y debate académico, tuvo un papel de primera magnitud la imprenta, inventada en 1440 por el alemán Johannes Gutenberg, tanto las que se fundaron ya en las primeras décadas del xvi en los territorios más punteros de Europa como las que se empiezan a desarrollar a mediados de ese siglo en los nacientes virreinatos de Nueva España y Perú, Turquía, China y Japón. Sea como fuere, lo cierto es que las noticias de pueblos remotos y sus costumbres circularon abundantemente porque había un público ávido de este tipo de informaciones, y lo que no es menos relevante, sirvieron de inspiración a famosos pensadores del momento, como Michel de Montaigne (Essais). Solo en 1500, el conjunto de prensas que trabajaron en el continente europeo produjo algo más de veinte millones de volúmenes diversos. Ciñéndonos al caso americano, las imprentas que había en Ámsterdam, Londres, París, Madrid, Lisboa y Venecia no pudieron evitar el proporcionar una imagen distorsionada de aquel continente que todavía era fruto de una mezcla de fantasía, mito y conocimientos reales. Hasta principios del siglo xvii, la mayor parte del mundo, salvo Australia, Nueva Zelanda y otras islas del Pacífico, ya era familiar gracias a los libros de viajes, mapas e historias que salieron publicados en las prensas de las ciudades europeas mencionadas. No es por tanto arriesgado indicar que el Renacimiento fue una época de «descubrimiento» del hombre por el hombre y en el que las referencias comparativas había que buscarlas en el propio sustrato ideológico de cada civilización en particular. Si, por seguir con el ejemplo americano, para los aztecas los conquistadores españoles –tocados y ataviados con sus brillantes y pulidos yelmos y corazas– eran lo más parecido a los dioses que mencionaban sus legendarias profecías, para los españoles la gran ciudad de México-Tenochtitlán, rebosante de elevados edificios sagrados y con innumerables canales, se asemejaba a las mezquitas y palacios que había en las poblaciones musulmanas.
Pero esta aludida historia unificada del mundo que encuentra en la América ibérica probablemente su mejor exponente de resultas de las gestas de los conquistadores del sur de Europa y de la expansión de la imprenta y un público consumidor de noticias allende los mares, también queda definida por un «impacto microbiano» causado por la llegada de enfermedades procedentes de las poblaciones europeas, como el tifus, la viruela, el sarampión y la gripe. Es cierto que las estimaciones sobre la población precolombina varían enormemente, según historiadores y escuelas historiográficas. Sin embargo, hoy estamos en condiciones de poder afirmar que México, con casi 20 millones de personas antes de la campaña de Hernán Cortés de 1519-21, redujo su población un 90 % en el siglo siguiente a causa de las muertes causadas por la violencia de la conquista y las enfermedades importadas. Y sumas similares encontramos para las campañas posteriores que se desarrollaron en Perú y Chile, reflejadas, como no podía ser de otra manera, en testimonios pictóricos y literarios hoy de gran valor. Naturalmente, esta violencia desmedida, además de alimentar la «leyenda negra» de España en Europa, trajo pareja la supresión de las formas religiosas indígenas a manos de frailes dominicos y franciscanos. En poco más de una década, entre 1524 y 1536, cuatro millones de conversiones fueron registradas en México, todo lo cual nos permite hablar de una verdadera «conquista espiritual» paralela a la territorial.
Serge Gruzinski, reputado profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, historiador de algunos de los procesos y dinámicas señalados y autor de este imprescindible libro, ha expresado mejor que nosotros el extraordinario «momento estelar» al que asistimos. La cita es larga, pero merece reproducirse en su total integridad:
El siglo xvi ibérico es un espejo del que las memorias europeas no podrían prescindir. Al mismo tiempo es una mina, una mina más rica que todas las del Perú y México juntas, pues rebosa de experiencias humanas: indígenas, europeas, africanas, asiáticas y, sobre todo, mestizas. Sumergirse en tales experiencias es hacerlo en un universo que, en ciertos sentidos, anticipa el nuestro, toda vez que la mezcla de hombres y mujeres no tardó en alcanzar entonces una intensidad y una escala anteriormente desconocidas. La inmersión provoca una toma de distancia, ya que nos alejamos de la superficie del agua y de las cosas de nuestro mundo. También facilita la escucha y la reflexión, y con el tiempo, incluso la empatía con las otras vidas.
Fiel a estos asertos de método, Gruzinski decide otorgarle voz –por medio de un diálogo ficticio– a Diego Muñoz Camargo (1530-1599), un interesante historiador mestizo de Tlaxcala (México) del que sabíamos pocas cosas. No obstante, para que esta operación intelectual fructifique resulta fundamental romper la sucesión lineal de algunos de los escritos de Muñoz Camargo (la Descripción de Tlaxcala y la Historia) y confrontarlos con otros pasajes, pues solo así podremos ver aspectos inéditos e imprevistos. El Diego Muñoz Camargo que deriva nos es más conocido que antes, y desde luego no existiría sin las redes instauradas tras la conquista española por los misioneros y mercaderes. Así, gracias a este libro de Gruzinski hoy sabemos que Muñoz Camargo, además de historiador, fue también «alcalde mayor» y que, en 1584, decidió cruzar el océano Atlántico para entregar en las propias manos del poderoso monarca Felipe II una de las primeras historias de Tlaxcala, su patria de origen. Si la primera mitad de esta notable obra está dedicada a describir la historia, ritos y costumbres de Tlaxcala, «aquel señorío que los aztecas nunca lograron dominar», en la segunda parte, relativa a la conquista española, Muñoz Camargo se convierte en defensor de los conquistadores, pues, como hijo de uno de ellos, se considera parte del grupo. Su admiración por Hernán Cortés y los religiosos que le acompañaron es evidente, y no duda en presentar al primero como un hombre lleno de «compasión» hacia aquellos a los que iba a «reducir», pero también consciente de su misión, que no era otra que la de «cobrar amigos y darles nueva ley y doctrina de parte de aquel gran señor que era el Emperador Carlos V y quien le había enviado».
Muñoz Camargo también ve con buenos ojos la deferencia con la que Cortés acogió a los primeros franciscanos que llegaron a Tlaxcala, así como a fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México. En su opinión, los religiosos españoles hicieron todo lo posible para que la conversión de los nativos y la desaparición de la idolatría se hiciese «sin escándalo ni alboroto ninguno», silenciando así los castigos e incluso la tan temida pena de horca en que incurrieron todos aquellos que persistieron en sus prácticas idolátricas. Evidentemente, el punto de vista de Muñoz Camargo es el de un cronista de la segunda generación, es decir, el de aquellos a los que la evangelización parece que no les planteó demasiados problemas de conciencia, pues ya habían sido educados dentro de la religión católica. No obstante, sabemos que no sucedió lo mismo con algunos indios contemporáneos a la conquista española. En este sentido, es harto significativa la respuesta de los sacerdotes aztecas a los doce primeros franciscanos que trataban de convertirlos:
ieh mah ca timjqujcan
que se nos deje morir
ieh ma ca tipolihujcan
que se nos deje perecer
tel ca teteu in omjcque…
pues nuestros dioses han muerto…
A Serge Gruzinski no le interesa escribir una biografía de Diego Muñoz Camargo. Lo relevante para él es la reconstrucción del «hombre interior», la simbiosis que surge entre lo que pensó y escribió Muñoz Camargo. Qué duda cabe de que este procedimiento proporciona una visión más compleja y enriquecedora del «choque de civilizaciones» que se produjo en el Renacimiento entre la América azteca y el Occidente católico. Y lo que no es menos destacable, nos obligará a revisar la binaria visión de la conquista española de América, hoy más presente que nunca en el debate historiográfico a tenor de los fastos, declaraciones y publicaciones (muchas de ellas de dudosa calidad científica) que han ido apareciendo como respuesta a la conmemoración de los 500 años de la llegada a México de Hernán Cortés. No existen dudas, para Muñoz Camargo –que ha asumido el rol de intérprete de un mundo que trata de mantenerse a flote ante la irrupción de Occidente–, de que el universo indígena queda relegado a una antigüedad, a una cosa de otra época, mientras que el mundo cristiano que le sucede será «el último de ellos». Basta con encontrarse en el «lado debido», y Diego Muñoz Camargo lo está.
En definitiva, los resultados que se desprenden de leer este libro son relevantes y de una gran altura de miras. Pero no solo porque, como nos dice Serge Gruzinski, Diego Muñoz Camargo es el personaje del siglo xvi con el que más horas de estudio ha pasado. En nuestra opinión, los resultados son relevantes y de gran altura porque apuntalan aún más una brillante y dilatada trayectoria investigadora de algo más de cuatro décadas dedicadas a la historia de la América española y portuguesa enseñándonos que la mezcla de poblaciones no son en modo alguno un fenómeno espontáneo. Todas ellas están relacionadas con las múltiples mutaciones que han trastocado las relaciones entre Europa y los llamados «Nuevos Mundos». Conversación con un mestizo de la Nueva España –del que no quiero revelar más claves de lectura, pues creo que cada potencial lector debe encontrar las suyas propias– insiste en esta correcta dirección. No me cabe ninguna duda de que no defraudará ni a los historiadores especializados ni al público culto en general, ya que otro valor no menor de esta obra es una elegante y esmerada escritura que ha sido traducida con interés.
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José Antonio Martínez Torres
Profesor Titular de Historia Moderna. UNED. Madrid.
Investigador Correspondiente del CHAM. Universidad Nova de Lisboa.
Para mi muy querida Estrella de Diego.
Para José Antonio Martínez Torres, colega y amigo.
Empresario consumado, historiador y hombre culto que flirtea con la mundialización, el mestizo mexicano que constituye el objeto de esta obra no tardó en fascinar a mis alumnos de Princeton, algunos de los cuales hoy operan en el ámbito de las finanzas internacionales. Este libro está, a todas luces, en deuda con ellos, del mismo modo que se ha enriquecido con los debates que continúan celebrándose en el marco de mi seminario de la EHESS, en el Museo del Muelle Branly-Jacques Chirac. Que todos los participantes encuentren aquí la expresión de mi amistad. También Stéphane Martin, quien lleva años ofreciéndome su hospitalidad en esta orilla del Sena. ¿Es necesario añadir que la editorial Fayard y su equipo han permitido, una vez más, que estas reflexiones tomen la forma de un libro, más valiosa que nunca en estos tiempos de epidemia? Concretamente Marion Corcin sabe bien cuánto debo a su ayuda repetida de libro en libro, siempre eficaz y segura. Por último, esta obra se ha alimentado –igual que las anteriores– del diálogo incesante que mantengo con Décio Guzman.
Los del reino de México eran algo más civilizados y más artistas que los otros pueblos de aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin, fundamentándose en la desolación que nosotros allí llevamos. […] Sobre lo que opinan de la manera como este sol desaparecerá, nada sabe mi autor.
Michel de Montaigne, Ensayos,libro iii, capítulo vi, «De los vehículos»1.
–Te estaba esperando. ¿Qué tenías en la cabeza cuando te pusiste a escribir la historia de los indios?
–Hice principio a la obra con el más claro lenguaje que he podido, dibujando también en ella algunas cosas que me parecieron dignas de saberse, y poniendo en diversas partes algunos nombres propios en la lengua que los naturales hablan.
–Según Montaigne, los indios consideran que «el universo está próximo a su fin».
–Tienen por muy cierto que ha de haber otra fin, y que ha de ser por fuego, y que la tierra se ha de abrir y tragarse a los hombres, y que todo el universo mundo se ha de abrasar2.
–¿Quién desencadenará este apocalipsis?
–Han de bajar del cielo los dioses y las estrellas, […] y personalmente han de destruir a los hombres del mundo y acabarlos; y las estrellas habían de venir en figura de salvajes, y este es el último fin que ha de haber del mundo.
–¿Los indios interpretaron así la invasión de los conquistadores?
–Cuando los nuestros3 llegaron a esta provincia, […] entendieron que era llegada la fin, según las señales y apariencias tan urgentes y tan claras que veían.
–¿Quién los había advertido?
–Como nuestro Dios y sumo bien tuviese ya tanta piedad y misericordia de tanta multitud de gentes, comenzó, con su inmensa bondad, de enviar mensajeros y señales del cielo para su venida, las cuales pusieron gran espanto a todo este Nuevo Mundo4.
–¿Por qué este pánico generalizado?
–Todas estas señales, y otras que los naturales veían, les pronosticaban su fin y acabamiento, porque decían que había de venir la fin y que todo el mundo se había de acabar y consumir, y que habían de ser creadas otras nuevas gentes y venir otros nuevos habitadores del mundo.
–¿En qué estado se encontraban los indios?
–Andaban tan tristes y despavoridos, que no sabían qué juicio sobre esto hubiesen de echar, ni sobre cosas tan raras y tan nuevas, nunca vistas ni oídas5.
–¿Y qué pasó?
–Notoria cosa es y bien sabida que, en veinte días del mes de abril, viernes de la Semana Santa que llamamos Viernes de la Cruz, año de 1519, llegó el dicho Cortés con sus invencibles e ilustres compañeros y capitanes al puerto de San Juan de Ulúa.
–El mundo de los indios se derrumbó. Fue absorbido por el nuestro.
–Era necesario para que se consiga la universal conversión destas nuevas gentes y para que el demonio, enemigo del género humano, sea vencido y desbaratado.
–¿Te refieres a los indios de México?
–De todas las naciones del mundo6.
El hombre al que estamos preguntando se llama Diego Muñoz Camargo. Es un contemporáneo de Michel de Montaigne. Nació en México en la época del Renacimiento. Hace, por tanto, ya más de cuatro siglos que dejó de existir. Como a los muertos no está bien molestarnos sin motivo alguno, tenemos que empezar justificándonos.
Cuando recoge las Memorias póstumas de Blas Cubas, el gran novelista brasileño Machado de Assis permite que su héroe se exprese al antojo de su fantasía, pues la ficción le deja las manos libres7. El historiador, sin embargo, se ve más restringido. Y su audacia no vale sino en virtud de los guardarraíles que lo rodean8.
1 Cita en trad. esp. de Constantino Román y Salamero, París, Garnier, 1912, pp. 285-286. [N. del T.]
2 Diego Muñoz Camargo, Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, ed. de René Acuña, México, UNAM, 1981, fol. 152 v.º (en adelante D 152 v.º).
3 Es decir, los españoles.
4 D 158 v.º.
5 D 161 v.º.
6 D 68 v.º.
7 Joaquim Maria Machado de Assis, Memorias póstumas de Blas Cubas, trad. esp. de José Ángel Cilleruelo, Madrid, Alianza Editorial, 2018. (La edición original apareció en 1881 en Río de Janeiro, Tipografía Nacional).
8 Para el resto de escritos de Diego Muñoz Camargo, véase la introducción de la Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, edición facsímil del Manuscrito de Glasgow con un estudio preliminar de René Acuña, México, UNAM, 1981, pp. 21-31.
Privada […] de las consignas y de los puntos de referencia que definían mi lugar en el mundo, ya no sabía cómo situarme ni qué había venido a hacer a la tierra.
Simone de Beauvoir,Memorias de una joven formal 1.
«Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin», escribía Montaigne. Hace cinco siglos, para un ojo cristiano convencido de la importancia del acontecimiento y preocupado por darle un sentido, la conquista de América y las grandes transformaciones que esta implicaba evocaban la hora bíblica y última de la cena, «los últimos tiempos muy cercanos al fin del mundo»2. Cristiana y colonial, la sociedad que iba absorbiendo una a una a las poblaciones vencidas se presentaba entonces como la conclusión de la Historia.
El fin se demoró. Cinco siglos más tarde, la culminación se ha producido, pero el mundo no se ha cristianizado. Occidente parece haber quemado todo su carburante metafísico. Ha destruido la biodiversidad y ha liquidado los fundamentos cristianos de su construcción y de su expansión a medida que el planeta se iba occidentalizando. Y hoy resulta que se desmorona ese último habitáculo al que llamamos «modernidad». La modernidad es la época del fin y el último de los mundos posibles, teniendo en cuenta que, por definición, después de ella no podría venir nada.
¿A qué agarrarse en este Occidente que pierde fuelle mientras el planeta no deja de globalizarse y da incontables signos de mala salud? Para intentar contestar a esta pregunta, en lugar de analizar las realidades contemporáneas vamos a prestar oídos a una vida que apareció, en un siglo lejano, al otro lado del Atlántico.
La historia que vamos a recorrer es la que dio inicio con la mundialización ibérica, aquella primera etapa de la expansión de Occidente durante la cual España y Portugal construyeron imperios que unían o «conectaban» las cuatro partes del mundo3. El siglo xvi ibérico es la época en que todo empezó para nosotros, quienes en el siglo xxi vivimos en Europa y otros sitios. La socavación de la cristiandad occidental y el avance tentacular de los europeos han multiplicado unos choques y cortocircuitos en serie que han afectado a la mayor parte de las grandes religiones del globo.
«Choques», «cortocircuitos», «mundos conectados»…, estas palabras denotan procesos gigantescos, pero no nos explican la manera en que tales procesos han sido experimentados por las mujeres y los hombres de la época. Y sin embargo, las fuentes están ahí. Las tomas de contacto, los desembarcos y las invasiones provocaron reacciones en cadena en todos aquellos y todas aquellas que se encontraron ante la intrusión de los europeos. Algunos dejaron vestigios escritos gracias a los cuales hoy podemos imaginar cómo lograron adaptarse y evolucionar –incluso sobrevivir– en unos contextos vueltos del revés por la irrupción de los colonizadores y por las sacudidas continuas que dicha irrupción produjo.
En el siglo xvi, unos procesos igual de incontrolables que de impredecibles transformaron la existencia tanto de los invasores como de los invadidos. La idea de occidentalización, si bien sugiere la magnitud de los cambios desencadenados por esta mundialización, no deja de ser abstracta. Denota, en efecto, un proyecto de alcance planetario y de dinámicas complejas, pero ¿qué nos enseña de la conciencia que los individuos tenían de aquellas transformaciones?
Esta pregunta se hace eco de nuestras preocupaciones: ¿qué sacamos en claro nosotros de la mundialización, más allá del aluvión de discursos que constantemente suscita en los medios? ¿Qué impacto tiene en nuestras memorias, en nuestra manera de vivir unos con otros? ¿Cómo reaccionamos a tamaña expansión de nuestros horizontes, a semejante abolición del espacio? ¿De qué claves o de qué herramientas disponemos para enfrentarnos a esta mutación cuando se diluyen las certezas de las que el siglo xix europeo se había provisto, certezas que dicho siglo había creído poder inculcar al resto de la humanidad? La cuestión de los puntos de referencia resulta, por tanto, crucial. Porque nos creamos puntos de referencia, pero también los podemos perder. Su desaparición, que siempre se lamenta, lleva en el aire ya un tiempo. En Francia, por ejemplo, ¿no se ha explicado el desasosiego de las nuevas generaciones con la desaparición de tales puntos de referencia? ¿No se ha propuesto, de hecho, remediar esta situación ni más ni menos que instaurando un «servicio nacional universal»?4.
El siglo xvi ibérico es un espejo del que las memorias europeas no podrían prescindir. Al mismo tiempo es una mina, una mina más rica que todas las del Perú y México juntas, pues rebosa de experiencias humanas: indígenas, europeas, africanas, asiáticas y, sobre todo, mestizas. Sumergirse en tales experiencias es hacerlo en un universo que, en ciertos sentidos, anticipa el nuestro, toda vez que la mezcla de hombres y mujeres no tardó en alcanzar entonces una intensidad y una escala anteriormente desconocidas. La inmersión provoca una toma de distancia, ya que nos alejamos de la superficie del agua y de las cosas de nuestro mundo. También facilita la escucha y la reflexión y, con el tiempo, incluso la empatía con otras vidas.
Estos motivos nos han llevado a preguntar a un americano del siglo xvi. Este americano se llama Diego Muñoz Camargo. «Nacido en aquel Nuevo Orbe»5, probablemente hacia 1530, vive en México, que en ese entonces se llama Nueva España. Su padre es un conquistador, y su madre, una india. En los libros de historia aparece como autor de un documento español que data de 1583, y que cae en la categoría de las «relaciones geográficas».
En el último cuarto del siglo xvi, la Corona de Castilla, preocupada por conocer mejor sus posesiones americanas, ordenó confeccionar una lista impresionante de preguntas que abarcaban todo tipo de temas. Aquellas preguntas dieron lugar a una gigantesca labor de indagación en tierra americana cuyo objetivo consistía en informar al soberano de las riquezas de sus reinos de las Indias6. El rey en cuestión era Felipe II; el reino que nos atañe, la Nueva España. Los responsables de las diversas circunscripciones de la región pusieron manos a la obra y sus respuestas –de mayor o menor enjundia– afluyeron al Consejo de Indias. Por primera vez en época moderna, una zona remota del mundo debió rendir cuentas a una nación europea.
En el corazón del Altiplano de México –en Tlaxcala–, el alcalde mayor, que es la más alta autoridad local, encomienda esta tarea a Diego Muñoz Camargo, quien termina por tomarse el asunto en serio y redacta un largo documento en el que disecciona la provincia: refiere su pasado, realiza el inventario de sus recursos y rememora, por supuesto, su participación militar en la conquista española. Diego habría podido limitarse a enviar respuestas breves y estereotipadas, como de hecho abundan en el resto de relaciones geográficas de la misma época. Pero él prefiere sustraerse a las rutinas burocráticas y a la palabrería, incluso a riesgo de extralimitarse. Y efectivamente, acaba convirtiendo aquel encargo en un libro de historia7.
¿Por qué convertirse de repente en historiador de su región, de México y aun de una parte del mundo? El desafío es, en efecto, notable. Tanto más, cuanto que Diego Muñoz Camargo, designado intérprete de una embajada de indios tlaxcaltecas enviada a Madrid, entregará en mano una copia del documento especialmente cuidada al mismísimo Felipe II. ¿Fue esta alentadora perspectiva lo que lo animó a redoblar sus esfuerzos y a exceder con creces lo que se le pedía? Diego parte de México en 1584 y está de vuelta en 15868. La visita al rey debió de producirse entre marzo y mayo de 15859. En opinión del historiador Charles Gibson, ambos hombres se habrían encontrado incluso en varias ocasiones10. Si así fueron las cosas, resulta sorprendente que a un soberano a tal extremo agobiado por sus obligaciones pudiera interesarle tanto conversar con Diego. ¿Quién podía ser aquel hombre singular nacido en el otro mundo?11.
Diego vive en una América dominada por la España cristiana. No hay que perder de vista el contexto de comienzos de la década de 1580: de Florida a Chile, se está empezando a ejercer una nueva forma de dominio a escala intercontinental y americana. Está en proceso de consolidación un orden económico de miras planetarias mientras herencias milenarias se derrumban en bloque, como icebergs devorados por el deshielo. De telón de fondo funge la revolución de la escritura alfabética y del libro, comparable por su impacto a nuestra revolución digital.
Diego nos arrastra al meollo de un proceso doble: la construcción de la primera sociedad colonial de la Europa moderna –México– y el despegue de la mundialización ibérica. ¿Qué puntos de referencia, qué defensas se forjó este hombre para sobrevivir –y hasta para vivir bastante bien– en el México colonial de finales del siglo xvi? Su trayectoria y sus escritos nos obligan a revisar nuestra visión binaria de aquella época, fosilizada en una confrontación entre españoles e indios. Los tópicos que saturan la historia de México son multitud, concretamente en los debates sobre la suerte de los indígenas, en los que las preguntas que se plantean no siempre son las adecuadas, o directamente constituyen condenas tendentes a tranquilizar nuestras conciencias inquietas. Los contextos económicos, demográficos o sociales son ciertamente indispensables, pero aprisionan el pasado en una rigidez que este nunca tuvo. La political correctness obliga, y esas categorías tan cómodas de «indios», «españoles», «negros» o «mestizos» terminan por alimentar ideas ficticias que sacrifican la complejidad de las sociedades coloniales y las convierten en universos anónimos, exóticos y lejanos. Es con hombres y mujeres del siglo xvi con quienes yo quisiera dialogar aquí, no con cifras o estadísticas. Una mundialización también puede medirse a escala humana e individual y, en consecuencia, en un plano forzosamente local, por más que al mismo tiempo se manifieste a través de procesos intercontinentales.
Marguerite Yourcenar habla del «hombre interior» cuando Montaigne se preocupa por descubrir los «humores privados»: «Me inspira curiosidad singular el conocimiento del espíritu y los juicios ingenuos de mis autores»12. ¿Cuál es la relación entre lo que Diego escribe y lo que piensa? Las circunstancias de su muerte se nos escapan. Nada sabemos de sus rasgos, del color de su piel, de sus inclinaciones, por no hablar de su forma de expresarse, ya que no lo conocemos sino a través de sus escritos. ¿Por qué obstinarnos, entonces, en saber «lo que creyó y quiso ser y lo que fue»?13.
«Una de las mejores formas de recrear el pensamiento de un hombre consiste en reconstruir su biblioteca, en proyectar sobre esa existencia otras luces, otras sombras»14, escribía Marguerite Yourcenar a propósito de Zenón, el héroe de su Opus nigrum (L’oeuvre au noir). Pues bien: yo también he ido, en la estela de esta novelista que juega a ser historiadora, a la caza de las lecturas de Diego por los cientos de páginas que dejó escritas. En cuanto a las luces y a las sombras, son los diversos contextos que este hombre atravesó y las contradicciones que afloran en sus propósitos.
Voy a tomarme, por tanto, una licencia respecto a las reglas de la historia académica en la medida en que le devuelvo la palabra a él. (Cosa que hago por mi cuenta y riesgo). Escuchemos de nuevo a Marguerite Yourcenar: «En las conversaciones con el prior, las propias palabras se sitúan en el ámbito de referencia del prior –incluso cuando Zenón contradice a este– y únicamente vemos una cara del personaje, el ángulo de refracción y el ángulo de incidencia con su tiempo»15. No hay que olvidar, en efecto, que las palabras de Diego y, por consiguiente, en parte también sus pensamientos reflejan o desvían las preguntas de una encuesta destinada a la Corona de Castilla. Los dos textos firmados por Diego de que disponemos –la Descripción de Tlaxcala y la Historia– no nos ofrecen sino una faceta del personaje, «el ángulo de refracción y el ángulo de incidencia con su tiempo». Lo que hacen es compilar las respuestas directas o indirectas que le inspiraron las preguntas de los agentes del rey. Es mucho para una época tan lejana, pero es igualmente muy poco16.
Sea como sea, es suficiente para imaginar las preguntas a las que sin duda quiso responder, o las preguntas que él mismo se hacía. Esta conversación con Diego vuelve a insuflar vida a su escritura. Permite distinguir mejor lo que verdaderamente dijo, y lo que deriva de mis intervenciones e interpretaciones. Cosa que no elimina el riesgo de preguntas anacrónicas o improcedentes. ¿Qué lectura podría situarse, sin embargo, fuera del tiempo? No hay que perder de vista este límite. Hay que sacarle, de hecho, partido, pues los condicionamientos del hoy, de nuestro mundo globalizado, nos incitan a acercarnos al pasado con otra mirada.
Para hacer hablar a Diego, tendremos que desmontar sus textos sin volver a juntar los pedazos en la secuencia en que han llegado hasta nosotros. Romper la sucesión lineal de sus escritos, confrontarlos con otros pasajes, aporta en ocasiones luces inéditas o imprevistas.
Distinguiremos, por tanto, entre los temas sobre los que Diego se manifestó, y aquellos que dejó al margen. (Incluso a riesgo de imaginar qué pudo suponer, por así decir, retención de información, o bien simple prudencia política frente al olvido o, más impenetrable aún, frente a lo no pensado). ¿Cómo acotar los límites intelectuales y afectivos del personaje? ¿Cómo traspasar las pantallas de su (falsa) modestia? ¿Cómo separar lo que en una sociedad, en un medio social y en un tiempo resulta pertinente, de lo que resulta insignificante o accesorio?
Tlaxcala y el valle de México
1 Hay trad. esp. de Silvina Bullrich, Memorias de una joven formal, Barcelona, Edhasa, 2018. [N. del T.]
2 Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana, tomo i, ed. de Joaquín García Icazbalceta, México, Conaculta, 1997, p. 119.
3 Serge Gruzinski, Les quatre parties du monde. Histoire d’une mondialisation, París, La Martinière, 2004.
4 Iniciativa puesta en marcha en 2019 en Francia por el gobierno de Emmanuel Macron, el servicio nacional universal (Service national universel) está concebido para sustituir indirectamente al servicio militar y se dirige, según reza el proyecto de ley todavía sujeto a debate, a «fortalecer el compromiso de nuestros conciudadanos más jóvenes con la vida de la ciudad», así como a «promover la noción de compromiso y fomentar un sentimiento de unidad nacional en torno a valores comunes». (N. del E.)
5 D 1 r.º.
6 Serge Gruzinski, La machine à remonter le temps. Quand l’Europe s’est mise à écrire l’histoire du monde, París, Fayard, 2017, pp. 253-263.
7 Sobre el manuscrito –ms. Hunter 242, Historia de Tlaxcala, conservado en Glasgow–, véase http://special.lib.gla.ac.uk/manuscripts/search/detail_c.cfm?ID=34997.
8 Ana Díaz Serrano, «La república de Tlaxcala ante el rey de España», Historia Mexicana, vol. 61, 3, enero de 2012, pp. 1049-1107, aquí p. 1091.
9 El manuscrito se conservó en la Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial hasta la muerte de Felipe II (1598). Pasando de mano en mano, terminó llegando a la biblioteca de Glasgow. Se trata de la copia de un original hoy desaparecido y carece de la firma del alcalde mayor. Es probable que el autor se quedara en posesión de una copia, o incluso del original sobre el que hubiese estado trabajando para componer su Historia de Tlaxcala hasta 1592.
10 Charles Gibson, «The Identity of Diego Muñoz Camargo», The Hispanic American Historical Review, vol. 30, 2, mayo de 1950, pp. 195-208, p. 203.
11 D 1 r.º. Para el resto de escritos de Diego Muñoz Camargo, véase la introducción de la Descripción de la ciudad y provincia de Tlaxcala, edición facsímil del Manuscrito de Glasgow con un estudio preliminar de René Acuña, México, UNAM, 1981, pp. 21-31.
12 Michel de Montaigne, Ensayos, trad. esp. de Constantino Román y Salamero, París, Garnier, 1912, libro ii, capítulo x, «De los libros», p. 355.
13 Marguerite Yourcenar, Œuvres romanesques, París, Gallimard, La Pléiade, 1982, p. 536.
14Ibid., p. 524.
15Ibid., p. 875.
16 Hay escritos de Diego Muñoz Camargo que se han perdido, mientras que en su Descripción integró piezas que en principio no le pertenecían. Aquí hemos preferido atenernos a sus dos textos principales, siendo la Historia una amplificación de la Descripción.
Coger una vida conocida, terminada y fijada por la historia –si bien una vida es imposible fijarla–, de manera que podamos abarcar su curva entera de un golpe.
Marguerite Yourcenar,Cuaderno de notas de «Memorias de Adriano»1.
En 1582, Diego reside en Tlaxcala. En esta fecha, la conquista ya no supone sino un recuerdo lejano. La mayor parte de sus actores han desaparecido de la escena: Hernán Cortés entregó el alma en España en 1547, casi cuarenta años antes; sus conquistadores y sus aliados indígenas le precedieron o le siguieron a la tumba. Si es que siguen aún en el mundo, los hombres y las mujeres que en el momento de la invasión tenían veinte años escasean o están en las últimas.
En 1521, sobre los escombros de la ciudad de México se erigió a duras penas el reino de Nueva España. Comprende la provincia indígena de Tlaxcala y se integra en un complejo político de dimensiones sin precedentes: desde 1580, la Monarquía Católica domina Europa y una parte del globo, ya que el Imperio español y el Imperio portugués están reunidos bajo una misma Corona. Tlaxcala y Sevilla, Amberes, Nápoles y Milán, Goa, Macao y Manila obedecen, todos, al rey Felipe II.
La Corona española ha sometido a los vencidos a un sistema político y jurídico, a unas instituciones y a unas formas de explotación económica, pero también a un universo de certezas y creencias de origen ibérico. La Iglesia ha intervenido en la colonización de las conciencias y los cuerpos2. México ha atravesado unas revoluciones sin precedentes y simultáneas: el salto del Neolítico a la Edad del Hierro, el advenimiento de la imagen europea y, por consiguiente, la representación del espacio en tres dimensiones y la adopción de un modo de expresión basado en la escritura alfabética, el libro y la imprenta. La inserción del reino en los circuitos intercontinentales que la mundialización ibérica mantiene no es la menor de estas grandes transformaciones. Sus consecuencias son incalculables.
Lo cierto es, sin embargo, que el México indígena nunca recibe pasivamente las imposiciones que llegan del exterior. En cualquier caso, la Administración española no tendría los medios necesarios para reproducir en América las instituciones y las políticas que exporta desde la península Ibérica. En México, igual que en otras partes, la sociedad colonial es el producto –en ocasiones caótico– de dictados, ajustes y compromisos que van cambiando en función tanto de las relaciones de fuerza locales, como de impulsos llegados del otro lado del Atlántico.
¿En qué mundo vive Diego? La batalla de Lepanto de 1571, la revuelta de los Países Bajos en 1579, el asesinato de Guillermo de Orange en 1584 y la hostilidad de Isabel I de Inglaterra, que trata con los rebeldes de los Países Bajos: este es, a grandes rasgos, el contexto europeo, al que no escapan ni la ciudad de México, ni las ciudades de provincias (entre ellas Tlaxcala). Las costas de la Nueva España temen, cada vez más, la amenaza de los corsarios holandeses e ingleses por la zona de Veracruz, y otros herejes ya infestan los litorales solitarios de América Central. Desde hace poco, la Europa católica se enfrenta a la Europa protestante en el Nuevo Mundo. El islam, por el contrario, ha pasado a constituir un espantajo lejano. Por el momento, los navíos berberiscos y otomanos han respetado las Indias Occidentales. ¿Quién sabe, sin embargo, qué les depara el futuro?3.
En el otro hemisferio, la ruta de la China despliega sus irresistibles encantos como las sirenas de la Odisea: «La grita era que iban a la China, y con esta se animaban muchos a ir porque sabían que era muy rica y que allí habían de enriquecer»4. Pero el mar del Sur –el Pacífico de los españoles– se traga a no pocos candidatos a la gloria y la riqueza.
¿Cómo comportarse en un entorno atravesado –y a menudo puesto patas arriba– por tantas fuerzas tan tremendas? ¿Dónde colocarse cuando se pertenece a varios mundos a la vez –al México indígena, a la Nueva España y a la Europa ibérica– y se navega a ojo en el seno de una sociedad que se levanta sobre bases heterogéneas, en parte reunidas y en apariencia irreductibles? Pertenecer a dos mundos –como en el caso de Diego– significa ser producto de las dos sociedades que la conquista y la colonización han yuxtapuesto brutalmente para, tras ello, imbricarlas de manera inextricable. La realidad es que, en un momento en el que los mestizos todavía no suponen sino una ínfima minoría de la población, todos los habitantes del territorio mexicano pertenecen, con independencia de su origen, simultáneamente a varios mundos: tanto los españoles –quienes en su inmensa mayoría se han visto forzados por las circunstancias a romper los vínculos con su tierra natal–, como los indios, que se descubren sometidos a unos modos de vida y a unas maneras de creer, obedecer y trabajar que son el resultado de una evolución de varios milenios en la que ellos no han tenido parte alguna porque se ha producido al otro lado del Gran Océano.
Fue en Tlaxcala donde Diego recibió el encargo de responder al cuestionario de la Corona5. Esta ciudad es la capital de la provincia indígena homónima, que se extiende al este del valle de México. El actual paisaje árido y seco de esta zona apenas hace justicia al que había antes de la conquista. En el siglo xvi, la irrupción de grandes hatos de rumiantes que introdujeron los españoles tuvo rápidas y nefastas consecuencias. Estas bestias recién llegadas, a menudo dejadas a su aire, pisoteaban los campos de maíz. En otras zonas arruinaron la cobertura vegetal. Si creemos a Diego, sin embargo, en 1580 aquella seguía siendo «la más fértil provincia y abundosa de maíz y otros mantenimientos y legumbres que hay en toda esta Nueva España»6. Nuestro hombre exagera, pero es indudable que el cuadro que pinta está más cerca del paisaje que él tenía ante los ojos, que no del que el turista actual descubre. Lejos, hacia el este, más allá de las montañas, los caminos descienden hacia las tierras tropicales del llano de Veracruz, bañadas por las tibias aguas del golfo de México. Al oeste se extiende el rico valle de México, sede de las autoridades coloniales (la Audiencia y el virrey)7.
Al encontrarse en el camino que va a la ciudad de México, Tlaxcala acogió a los conquistadores antes incluso de que Moctezuma los alojara en México-Tenochtitlán. Tras unos primeros contactos bastante violentos, invasores y tlaxcaltecas en seguida entienden sus intereses comunes y forjan una alianza por cuya virtud estos indígenas desempeñarán un papel de relieve en la destrucción de Tenochtitlán y en la conquista de México. Los nobles de Tlaxcala jugaron la baza que hoy llamaríamos «colaboracionista», sin presentir las consecuencias irreversibles que tendría su posicionamiento del lado de los invasores. Una vez echada la suerte y sometido México a España, no les quedará otra que explotar dicha baza, que les confiere un estatus único dentro de las posesiones americanas de Castilla: un estatus basado en privilegios que eximen a esta provincia del tributo al que está sujeto el resto del mundo amerindio, le garantizan una Administración indígena propia y mantienen, más o menos –con el tiempo, cada vez menos–, a los españoles y a los europeos a una distancia respetuosa de las tierras y los recursos de la comarca. Oficialmente, Tlaxcala depende directamente de la Corona, pero realiza aportaciones a la Iglesia y a los conventos, y participa sobre todo en la construcción de la primera catedral de Puebla.
La ciudad del siglo xvi es una creación reciente. Se remonta a una iniciativa de los franciscanos, quienes fundaron un asentamiento de tipo español junto al río Zahuatl. Según los cálculos de Diego, la población ocupa su lugar desde hace aproximadamente cuarenta y cinco años8. Es en la década de 1540 cuando la ciudad nueva de Tlaxcala se convierte en la capital de la provincia y pasa a ser la sede de un gobierno que se confía a un gobernador –obligatoriamente indígena– y a los representantes de los cuatro principales señoríos. Entre el pasado prehispánico y la década de 1580 ya se ha interpuesto, por tanto, un primer pasado colonial que comienza a fungir de pantalla entre las realidades del momento y los sucesos de la conquista. Conviene llevar en la cabeza esta cronología para entender a Diego y los juegos de su memoria.
Como sucede en el resto del país, la población indígena de Tlaxcala no tiene nada de homogéneo. Aquí el pueblo llano coexiste con familias de notables y clanes de aristócratas. En 1541, cuando Diego es todavía un niño, se calcula que en la provincia vivían más de tres mil «principales», o sea, nobles9.
El sistema político tlaxcalteca contrasta con el del resto de señoríos mexicanos, hasta el punto de que en seguida atrae la atención de los observadores europeos y da lugar a unas descripciones igual de idealizadas que de simplistas. En la compilación que dedica a la geopolítica del mundo, el monje agustino Jerónimo Román y Zamora hace explícita su admiración por esta sociedad prehispánica:
La república de Tlaxcala no era gobernada por monarca, que es por rey, mas por la aristocracia, que quiere decir gobernación por pocos y buenos. Estaba dividida en cuatro cantones y señoríos. […] Destos cuatro, o de la familia dellos, salían los que comúnmente administraban según las leyes y establecimientos que habían ordenado sus pasados10.
(Adviértase que la palabra «cantón» sale igualmente de la pluma de Román y Zamora cuando describe la Suiza de su época). En Tlaxcala, la conversión a la fe cristiana no hizo sino confirmar estos buenos principios, a los que añadió una práctica nueva: las elecciones. Las cuales tienen lugar el primero de cada año en una atmósfera de recogimiento: el día previo se cantan las vísperas del Espíritu Santo «con mucha música de voces e instrumentos», y el día en cuestión los religiosos celebran una misa solemne. A los afortunados elegidos los conducen a la iglesia bajo los sones del himno del Espíritu Santo. Para Román y Zamora, tanto antes como después de la conquista, en Tlaxcala reinan la paz y el orden11.
Las viejas élites locales –«los muy nobles señores, gobernador, alcaldes y regidores de esta ciudad»–12 conservan posiciones sólidas. En principio, el poder político se concentra en manos de un consejo municipal formado por individuos que eligen, para los puestos de responsabilidad, a los candidatos que prefieren. A lo largo del siglo xvi, las élites se reservaron todos los cargos que la Corona introdujo, imprimiendo su estilo en las estructuras que se les imponían. En tiempos prehispánicos, el territorio se dividía al menos en cuatro grandes zonas o cabeceras, dotada cada una de una dinastía local. A partir de la década de 1540, los jefes de esas cuatro casas monopolizan, como hemos visto, los puestos de dirección en el ámbito de la municipalidad; se trata de los «regidores perpetuos». El resto de miembros se eligen. El título de gobernador va rotando, en efecto, cada dos años entre los representantes de las cuatro cabeceras; las elecciones movilizan a un cuerpo electoral de más de doscientos notables. El soberano de Castilla tiene, con todo, la última palabra a través de su virrey y de su representante en la provincia, el alcalde mayor, que es quien confirma al afortunado elegido.
Esta forma de tetrarquía había de durar hasta el final del siglo. Controla a un número impresionante de funcionarios, todos ellos igualmente indígenas. Muchos de estos notables dedican el grueso de su tiempo a la política y a la Administración ejerciendo alternativamente los cargos de alcalde, regidor o gobernador. Nos los imaginamos negociando atareados y deliberando en la gran sala de la cámara municipal bajo las miradas de la Virgen y San Juan. Se van haciendo, poco a poco, con esta manifestación insidiosa de la occidentalización: la burocracia colonial. Una burocracia quisquillosísima que nada tiene que envidiar a su modelo castellano: ya ha tenido su rodaje en los decenios que preceden a la redacción de la relación geográfica que nos ocupa. Los notables no son niños: indios o no, un tomín es un tomín. (El tomín es una moneda de ese entonces). La menor petición del alcalde mayor se examina con lupa, ya se trate de la contratación de un criado o de una cocinera. No es posible hacer nada sin nada: eso plantean incansablemente las autoridades indígenas, que llevan desde 1555 reclamando un salario –por módico que sea– para el gobernador, los alcaldes, los cuatro representantes de las casas señoriales y todos los regidores13. A cambio, todos se aplican a seguir el mismo código de conducta: queda totalmente prohibido –so pena de sanción– difundir al exterior el contenido de las deliberaciones. La obligación de guardar silencio es una regla de oro. Es asimismo implanteable que una mujer aspire al título de tlatoani o dirija un teccali, esto es, una casa señorial. El viejo orden debe mantenerse a toda costa14.
¿Podemos abrirnos paso hasta lo que esta fachada europea disimula? El rey y el virrey reciben, igual que los cuatro representantes de sendas casas señoriales, el título de tlatoani, que es un modo de traducir la palabra española «señor» en el que resuena el poder prehispánico. Tequitl, por su parte, designa el cargo, el oficio que ejercen tanto los funcionarios indígenas como los representantes españoles de la Corona. Pues bien: tanto tequitl como tlatoani connotan formas de organización social, de organización del trabajo y de responsabilidad heredadas del mundo anterior a la conquista15. Por lo demás, basta observar la manera en que actualmente funcionan la burocracia y las elecciones en cualquier país latinoamericano para entender que los notables tlaxcaltecas son todo salvo dobles de sus homólogos castellanos.
