Pasión en Río de Janeiro - Sólo quiero tu amor - Jennie Lucas - E-Book

Pasión en Río de Janeiro - Sólo quiero tu amor E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Pasión en Río de Janeiro Jennie Lucas En el sensual calor de Río y de su carnaval, Ellie sucumbe a los encantos de su jefe, Diogo Serrador. Pero, una vez le roba su virginidad, el multimillonario brasileño no quiere nada más con ella… ¡hasta que descubre que está embarazada! Diogo no se conformará con menos que convertir a Ellie en su esposa. Su matrimonio es apasionado durante las noches, pero vacío durante el día. Solo quiero tu amor Emma Darcy Cuando Tammy Haynes accedió a ser dama de honor en la boda de una de sus amigas, no sabía que tendría que bailar con el multimillonario Fletcher Stanton. Él se la llevó a la cama después de dejar clara una cosa: que lo suyo sería solo una aventura; el matrimonio no era una opción para él. Pero, fruto de su pasión, Tammy se quedó embarazada. Y entonces él empezó a replantearse sus prioridades…

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Seitenzahl: 353

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 417 - mayo 2021

 

© 2009 Jennie Lucas

Pasión en Río de Janeiro

Título original: Virgin Mistress, Scandalous Love-Child

 

© 2009 Emma Darcy

Solo quiero tu amor

Título original: Ruthless Billionaire, Forbidden Baby

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-398-0

Índice

 

Créditos

Índice

 

Pasión en Río de Janeiro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

 

Sólo quiero tu amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

 

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

EMBARAZADA.

Cuando Ellie Jensen salió de la boca de metro todavía estaba temblando. No se percató del hecho de que tras un largo y gris invierno, finalmente Nueva York se había rendido a una brillante primavera.

Pero ella estaba helada. No sentía los dedos de los pies ni de las manos desde que aquella misma mañana había visto los resultados de la prueba de embarazo… aquellas dos rayitas rosas.

Embarazada.

Se iba a casar en seis horas y estaba embarazada.

Del bebé de otro hombre.

Del bebé de su jefe.

Se detuvo en seco delante del edificio Serrador. Miró la trigésima planta y sintió cómo el pánico se apoderó de ella.

Diogo Serrador, el oscuro y despiadado magnate del acero para el que llevaba trabajando un año, iba a ser padre.

Todavía recordaba cómo, durante la apasionada noche que habían pasado en el Carnaval de Río, él le había dicho que no la podía dejar embarazada. Le había susurrado al oído que no se preocupara ya que sería imposible.

¡Y ella le había creído!

No comprendía cómo había sido tan estúpida. Había sido presa del tópico más antiguo del mundo; una inocente chica de pueblo que se muda a la gran y peligrosa ciudad para dejarse seducir por su arrogante, rico y extremadamente sexy jefe.

Debía haber dejado la empresa en Navidades, cuando lo hizo Timothy. Pero había seguido trabajando allí, como si algo fuera a impedir que perdiera la ciudad que amaba, la vida que le encantaba, al hombre que…

Dejó de pensar en eso y se dijo a sí misma que sólo había sido un encaprichamiento. Un salvaje encaprichamiento al que le había seguido una seducción.

Sabía que la noticia de su embarazo no convertiría a Diogo en padre. El famoso playboy tenía infinidad de mujeres a su disposición, mujeres a las que trataba como reinas cuando le apetecía para luego tratarlas como si fueran basura. Seguramente que ya se había olvidado de ella, una chica que llevaba ropa barata y que no tenía un aspecto muy atrayente.

Diogo Serrador… ¿un padre decente?

Lo más probable sería que le ofreciera dinero para que abortara.

–Oh… –dijo, cubriéndose la cara con las manos y maldiciendo a Diogo en voz alta.

Aunque aquel embarazo era muy inconveniente, había llegado a querer mucho a aquel bebé. Era su hijo. Su familia.

Pero sabía que Diogo tenía el derecho de conocer la noticia.

Entró en el edificio y se dirigió hacia los ascensores, donde tomó uno que la llevó a la trigésima planta. Al llegar se dirigió con mucha determinación hacia las oficinas.

–Llegas tarde –espetó Carmen Álvarez cuando la vio–. Los números que me diste anoche no eran correctos. ¿Qué es lo que te ocurre, muchacha?

Ellie sintió cómo el suelo se movía debajo de sus pies al embargarla una sensación de náusea. Ya se había sentido mareada en dos ocasiones mientras se dirigía hacia allí en metro desde su pequeño apartamento en Washington Heights. Aunque en realidad llevaba sufriendo mareos desde hacía meses. Aquello debería haberle advertido, pero se había dicho a sí misma que su menstruación no era muy regular. No podía estar embarazada. ¡Diogo Serrador le había dado su palabra!

–¿Estás enferma? –le preguntó la señora Álvarez, frunciendo el ceño–. ¿O has estado de fiesta toda la noche?

–¿De fiesta? –contestó Ellie, riéndose levemente. Aquella mañana, cuando finalmente había sido capaz de subir la cremallera de su falda negra de tubo y de abrocharse los botones de su entallada camisa blanca, se había dirigido a una farmacia abierta las veinticuatro horas. Allí había comprado una prueba de embarazo–. No, no he estado de fiesta.

–Entonces es algún hombre –dijo Carmen–. Ya he visto esto antes. Espera ahí –ordenó la secretaria antes de contestar al teléfono–. Oficina de Diogo Serrador…

Otra de las secretarias que trabajaban allí se acercó a Ellie para darle unas palmaditas en el hombro.

–¿Has visto la fotografía del señor Serrador en los periódicos de esta mañana? –preguntó Jessica–. Llevó a lady Allegra Woodville a la cena benéfica de anoche. Es tan guapa y elegante, ¿no te parece? Pero claro, proviene de una familia de clase alta, al igual que él.

Ellie apretó los dientes y pensó que jamás debía haber confesado su encaprichamiento de Diogo… ni cuánto había sufrido tras haber estado con él en Río.

Jessica había esparcido unos malintencionados rumores por la oficina. En aquel momento, todo el personal que trabajaba para Diogo la consideraba una cazafortunas. ¡Ella, que nunca antes había besado a un hombre! ¡Había sido él quien la había tomado en brazos en Río!

Pero finalmente había renunciado a sus sueños y se había percatado de que su abuela tenía razón.

Su corazón no era lo suficientemente duro ni moderno como para sobrevivir a la vida en la gran ciudad. Se había dado por vencida.

Hacía tres semanas le había dicho que sí a Timothy. Éste había dejado su prestigioso trabajo como abogado en las oficinas Serrador para marcharse a trabajar al pequeño pueblo de ambos y abrir un bufete. Había insistido en que Ellie se marchara con él, pero ella se había negado.

Pero después de aquel día no tendría que volver a ver Nueva York… ni a Diogo. Se iba a casar con un hombre respetable que la amaba. Un hombre en el que podía confiar.

Claro, eso sería asumiendo que Timothy todavía la quisiera al enterarse de que estaba embarazada del hijo de otro.

La señora Álvarez colgó el teléfono y la miró.

–No sé qué has estado haciendo en tu tiempo libre, pero tu trabajo ha sido inaceptable. Ésta es tu última oportunidad…

La profunda voz de Diogo la interrumpió. Éste habló por el interfono de la oficina.

–Señora Álvarez, venga inmediatamente.

El pánico se apoderó del cuerpo de Ellie al oír aquella voz. Se le revolucionó el corazón.

–Sí, señor –contestó la secretaria ejecutiva. Entonces miró a Ellie de arriba abajo de manera crítica–. Necesito que hagas un nuevo análisis a conciencia de…

–No –susurró Ellie.

–¿Qué has dicho? –preguntó la señora Álvarez con el enfado reflejado en la cara.

Temblando pero muy decidida, Ellie miró a la mujer a la cara.

–Tengo que verlo.

–¡Desde luego que no! –espetó la secretaria.

–Déjala pasar –terció Jessica–. En cuanto la vea vestida con ese horrendo conjunto seguro que la despide.

Ignorando aquel hiriente comentario, Ellie comenzó a dirigirse al despacho del jefe.

–¡Detente inmediatamente! –le ordenó Carmen, poniéndose delante de ella–. Aquí no eres nadie y ya he soportado demasiado tu incompetencia. ¡Tu insolencia! Agarra tus cosas. ¡Estás despedida!

Desesperada, Ellie logró pasar por un lado de la señora Álvarez y entrar en el despacho de su multimillonario jefe.

 

 

Diogo Serrador estaba teniendo una semana infernal.

Tras un año de duro trabajo y de gastar millones de dólares, su hostil toma de poder sobre Trock Nickel Ltd había fallado.

Porque había perdido su aliado entre los directores de aquella empresa.

Porque no había acudido a una importante cita.

Porque una de sus secretarias no había escrito correctamente la hora…

Y aquél sólo era el último de los errores de Ellie Jensen. Durante las anteriores semanas había observado cómo el trabajo de ella caía en picado hasta llegar a unos niveles ridículos. La había visto llegar tarde, marcharse antes de tiempo, alargar mucho la hora de comer y pasar demasiado rato en el cuarto de baño.

Maldiciendo, se levantó de su escritorio y comenzó a andar por delante de los grandes ventanales desde los que se veían los rascacielos de Manhattan y el parque Battery. A pesar de la inexperiencia de la señorita Jensen y de la manera en la que la había contratado… simplemente basándose en la recomendación del que había sido su jefe de abogados… se la había llevado consigo a Río para cubrir un importante acuerdo, ya que la señora Álvarez había estado enferma. Y Ellie Jensen había estado en camino de convertirse en una empleada muy valiosa para su empresa.

Pero había cometido el error de seducirla…

Apretó los dientes y se dijo a sí mismo que jamás debía haberla llevado a Río. Debía haberla despedido en Navidades junto con su traicionero abogado.

Se puso tenso al recordar la pálida cara de Timothy Wright cuando éste supo que él había descubierto lo que había hecho.

–Debería darme las gracias, señor Serrador –había dicho el hombre–. Le he ahorrado millones de dólares.

¿Darle las gracias? Lo que se merecía Wright era arder en el infierno.

Pero tuvo que admitir que quizá le gustaba tener a Ellie por la oficina. Al contrario que otras muchas secretarias, ella siempre había actuado de manera alegre y amable. No se había involucrado en los cotilleos y había añadido vitalidad a la oficina.

Hasta que se había acostado con ella.

Había sabido que la muchacha venía de un pueblo, pero como tenía veinticuatro años en ningún momento se le había pasado por la cabeza que fuera virgen. Si lo hubiera sabido, jamás la habría tocado. Las vírgenes se tomaban demasiado en serio las relaciones sexuales y lo veían como el comienzo de una relación. Además, normalmente eran aburridas en la cama.

Pero Ellie Jensen había sido encantadoramente sensacional, con aquellos preciosos ojos azules y aquel angelical pelo rubio. Había tenido un cuerpo tan fantástico que él había asumido que tenía mucha experiencia. Movido por el calor y la lujuria del Carnaval de Río había actuado en un impulso. Y había sido una noche maravillosa… Se excitaba con sólo recordarlo.

Pero había otras muchas mujeres bellas en el mundo y no estaba interesado en romper corazones inocentes.

Oyó cierto alboroto fuera de su despacho e, irritado, volvió a presionar el botón del interfono.

–¿Señora Álvarez? ¿A qué se debe el retraso?

La puerta del despacho se abrió abruptamente y Diogo se puso tenso.

–Por fin. Por favor, escriba lo siguiente…

Pero al levantar la vista, en vez de ver a su competente secretaria ejecutiva, vio a su cruz… la mujer que con su belleza e inocencia le había costado un acuerdo de un billón de dólares.

–¡Tengo que hablar contigo! –gritó ella, forcejeando con la señora Álvarez–. ¡Por favor!

–Señorita Jensen –espetó él. Entonces la miró detenidamente.

Ellie llevaba el pelo agarrado en una despeinada coleta y tenía ojeras. Su aspecto era realmente horrible y la arrugada ropa que llevaba le hacía parecer más gorda. Se preguntó qué le había ocurrido a su alegre y arreglada secretaria.

Sin duda la chica pretendía confesar su amor por él y suplicarle un compromiso… precisamente lo que él había tratado de evitar. Le habría gustado tenerla como amante durante más de una noche, pero se había negado a sí mismo aquel placer. La había ignorado deliberadamente con la intención de que la muchacha se percatara de que no tenía ningún futuro con él.

Le había sido difícil, sobre todo trabajando en la misma oficina. Muchas veces, al verla sentada en su puesto de trabajo, había deseado llevarla a su despacho y hacerle el amor sobre su escritorio, contra la pared, en el sofá de cuero… Pero se había contenido. Había tratado de ser noble.

Y aquél era el resultado; tres meses sin tener a ninguna mujer en su cama y la pérdida de un acuerdo de un billón de dólares.

–Lo siento, señor –se disculpó, jadeando, una furiosa Carmen Álvarez–. Traté de detenerla…

–Déjenos solos, señora Álvarez –contestó él.

–Pero, señor… –comenzó a responder la mujer.

Diogo la miró de tal manera que provocó que la señora Álvarez se marchara de inmediato y que cerrara la puerta tras de sí.

–Siéntese, señora Jensen –ordenó entonces él.

La muchacha no se movió. Con los brazos cruzados, lo miró amargamente.

–Creo que deberías comenzar a llamarme Ellie, ¿no te parece?

¿Ellie? Él nunca sería tan poco profesional como para tutear a un miembro de su personal.

–Siéntese –repitió.

En aquella ocasión Ellie obedeció. Se sentó en la silla que había frente al escritorio de él. Tenía un aspecto muy infeliz, como si estuviera enferma. Su mirada provocó que Diogo se sintiera culpable e intranquilo.

Obviamente el silencio de él no le había dejado las cosas claras a aquella mujer. Iba a tener que ser muy brusco y decirle que no tenía intención de tener ninguna relación seria.

Con suerte, Ellie aceptaría su decisión y volvería a ser una secretaria eficiente. Tenía que darle la oportunidad… ¡aunque si hubiera sido otro miembro de su personal el que le hubiera hecho perder un contrato tan importante lo hubiera echado sin pensarlo dos veces!

Pero no le podía hacer eso a Ellie. No después de haberla seducido en Río. No después de haber pervertido la inocencia de la única chica verdaderamente buena que había conocido en Nueva York.

–¿De qué quiere hablar conmigo, señorita Jensen? ¿Qué puede ser tan importante como para que casi se haya peleado con la señora Álvarez?

–Tengo… algo que decirte –contestó Ellie, tragando saliva.

–¿Sí?

Diogo esperó. Supuso que ella le iba a decir que lo amaba, que no podía vivir sin él…

–Me… me marcho –fue lo que dijo Ellie–. Dimito. De inmediato.

El alivio se apoderó del cuerpo de él. Pero a continuación sintió un profundo arrepentimiento.

Se sentó en su silla.

–Siento oír eso. Pero comprendo por qué quiere marcharse. Le escribiré una carta de recomendación que conseguirá que cualquier empresa de la ciudad la contrate.

–No –Ellie negó con la cabeza–. No comprendes. No necesito ninguna carta de recomendación. Me voy a casar.

Muy impresionado, Diogo se quedó mirándola.

–¿Se va a casar? –dijo, sintiendo cómo el pecho se le quedaba frío–. ¿Cuándo?

–Esta tarde.

–¡Qué rápido! –exclamó él, apretando los puños.

–Lo sé.

Diogo respiró profundamente. Durante los meses anteriores ella no había parecido estar muy abatida por lo que había ocurrido con él. Se percató de que no la había herido al seducirla y de que ella se había distraído con un nuevo romance. Debería sentirse feliz.

Pero algo parecido a una furia ciega se apoderó de su cuerpo. Por alguna razón, sintió ganas de darle un puñetazo al hombre que en poco tiempo tendría a Ellie Jensen en su cama todas las noches…

–¿Quién es él? –preguntó.

–¿Realmente te importa? –quiso saber ella, sentándose erguida en la silla.

–No –contestó Diogo, poniéndose tenso–. No.

Ellie se quedó mirándolo durante largo rato.

–Es cierto, ¿verdad? –dijo por fin, susurrando–. Para ti las mujeres son intercambiables. Las utilizas para organizar tu rutina, para que te hagan el café o para que te calienten la cama.

Él pensó que nunca antes había experimentado la sensación de que una mujer a la que todavía deseaba lo dejara. Se sintió furioso.

–Pues debe saber, señorita Jensen, que lo distraída que ha estado usted con su nuevo novio me ha costado perder el acuerdo Trock…

–¡Te he dicho que me llames Ellie! –gritó ella–. ¡Y no he terminado!

Diogo se cruzó de brazos y se forzó en esperar.

Ellie se levantó despacio de la silla en la que estaba sentada. Tenía los ojos acuosos y parecía estar muy emocionada.

–Siento lo del acuerdo Trock, Diogo, pero hay algo que debes saber –dijo en voz baja–. Voy… a tener un bebé.

¿Un bebé? Él se quedó helado. Ellie estaba embarazada del hijo de otro hombre.

Durante un momento le costó incluso respirar. Oyó el eco de una voz de mujer que le suplicaba en portugués…

–¿Te casarás conmigo, Diogo? ¿Lo harás?

Y más tarde la voz de un hombre que le hablaba en el mismo idioma.

–Me temo que está muerta, senhor. La han golpeado hasta matarla…

–¿Diogo?

La voz de Ellie le hizo volver al presente.

Embarazada. Aquello explicaba que hubiera ganado peso y su palidez. Había estado en la cama con otro hombre. Se preguntó cuántas veces habrían hecho el amor para que ella se quedara embarazada. ¿Tres veces a la semana? ¿Tres veces al día? El enfado que sentía se hizo aún más intenso. Desde que habían regresado de Río, él había sido tan célibe como un monje ya que había estado luchando día y noche para materializar el acuerdo Trock. Y mientras que él había estado culpándose a sí mismo por haber destruido la inocencia de aquella pobre muchacha, ella se había metido en la cama de otro hombre con toda tranquilidad.

–Ellie, eres una buena actriz, ¿verdad? –no pudo evitar decirle, mirándola. Comenzó a tutearla–. Haces muy bien el papel de la dulce chica inocente. Pero cuando te diste cuenta de que entregarme tu virginidad no iba a conseguir que me quedara contigo, te marchaste con otro hombre a toda prisa, ¿no es así? Y te quedaste accidentalmente embarazada. Supongo que será muy rico. Enhorabuena.

Ellie se quedó con la boca abierta y lo miró con los ojos como platos.

–¿Crees que me he quedado embarazada a propósito? –susurró–. ¿Que he forzado a un hombre a casarse conmigo?

–Creo que eres muy lista –contestó él con frialdad–. Durante todo este tiempo he pensado que eras muy diferente al resto de las mujeres… pero eres incluso peor. Biskreta, eres la mejor actriz que conozco.

–¿Cómo puedes siquiera pensar eso?

–Sólo tengo curiosidad por saber la identidad del pobre tonto –dijo Diogo despiadadamente–. Dime… ¿quién es el idiota que se dejó atrapar por ti?

En ese momento los ojos de Ellie se llenaron de lágrimas. Pero él acorazó su corazón frente a aquellas lágrimas de cocodrilo. No iba a permitir que le tomara el pelo. ¡Nunca más! Había estado preocupándose por sus sentimientos durante tres meses. Incluso se había contenido de llevarla a la cama por protegerla. ¡Y durante todo aquel tiempo lo único que había buscado Ellie había sido tener un anillo en el dedo!

–Tú crees que sólo un idiota se casaría conmigo, ¿no es así? –dijo ella.

–Efectivamente –contestó él fríamente–. Sólo unos pocos tontos se casarían con una mujer que los ha atrapado deliberadamente con un bebé.

A Ellie comenzaron a caerle las lágrimas por las mejillas.

–Eres una actriz envenenada –murmuró Diogo–. Has realizado una actuación maravillosa.

Ella lo miró y se rió.

–Tú jamás dejarás embarazada a ninguna mujer, ¿verdad, Diogo? –espetó–. ¡Te has asegurado de ello!

–Sim, así es –respondió él–. Jamás he conocido a ninguna mujer en la que pudiera confiar durante más tiempo del que conlleva seducirla.

–¿Eso es todo lo que tienes que decirme? –preguntó Ellie, susurrando–. ¿Después de que me sedujeras y de que me robaras la virginidad? ¿Después de tres meses de silencio no tienes otra cosa que decirme que no sean insultos?

Diogo sintió cómo un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Pensó que Ellie Jensen era una cazafortunas y que era ridículo que le sorprendiera. Había muchas como ella.

–Tengo una pregunta que hacerte –dijo mordazmente–. ¿Por qué estás todavía aquí, en mi despacho? Has renunciado a tu trabajo sin previo aviso. Aunque la verdad es que te has convertido en una secretaria tan mala que me alegro de que te marches. ¿Pero por qué sigues aquí? ¿Tienes miedo de que tu futuro marido no te vaya a complacer en la cama y estás tratando de buscar un amante? Pues lo siento, pero yo no salgo con mujeres casadas.

–¡Eres detestable! –espetó ella, secándose las lágrimas.

–No, querida. Eso lo serás tú. Como empleada mía, te respeto. Pero me equivoqué contigo. Márchate, Ellie. Simplemente márchate.

–No te preocupes, Diogo –dijo ella con suavidad–. Jamás me volverás a ver.

En ese momento alguien llamó a la puerta y él se dirigió a abrir. Se encontró con un guardia de seguridad.

–La señora Álvarez me ha llamado, señor Serrador.

–Sí, acompañe a la señorita Jensen a la salida –contestó Diogo, dándose la vuelta–. Márchate, Ellie. Buena suerte.

–Buena suerte –repitió ella–. Adiós.

Una vez estuvo solo, Diogo trató de trabajar. Pero no pudo. Después de una hora se dio por vencido. Telefoneó a una actriz bellísima y la invitó a comer.

Sólo fue mientras comían que se le ocurrió que el hijo que estaba esperando Ellie podía ser suyo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERA EL DÍA perfecto para una boda.

Cuando Ellie se bajó de la limusina que habían alquilado, perfumadas flores caían de los árboles. Podía oír cómo piaban los pájaros y observó lo azul que estaba el cielo.

Era el día perfecto para comenzar una nueva vida, su vida como esposa feliz y futura mamá. El día perfecto para olvidarse de la existencia de Diogo Serrador.

Se preguntó por qué se sentía tan abatida y por qué había estado llorando durante las anteriores seis horas, mientras se había dirigido hacia su pueblo por la autopista de Pennsylvania.

–Tranquila –dijo su abuela, tomándola del brazo al llegar a la puerta de la iglesia. Lilibeth miró a su nieta–. ¿Estás preparada?

–Sí –contestó Ellie entre dientes. Pero en realidad no estaba preparada en absoluto.

Le había dejado a Timothy ocho mensajes en su contestador automático durante su viaje desde Manhattan, pero éste no había contestado a su teléfono móvil. Seguramente estaba dejando todo arreglado en su despacho antes de que partieran hacia Aruba en su luna de miel.

Timothy le había dicho que estaba dispuesto a hacerse rico para ella. No la creía cuando le decía que no necesitaba ser rica. Todo lo que quería era sentirse segura.

Segura… y que no le volvieran a romper el corazón.

Pero no podía casarse con Timothy sin decirle que estaba embarazada. No podía hacerlo. Tenía que darle la opción de cancelar el matrimonio. En ese momento se percató de que parte de ella incluso deseaba que lo hiciera…

–¡Ten cuidado… las flores! –protestó su abuela.

–Lo siento –respondió Ellie, cuyo corazón se aceleraba más y más según pasaba el tiempo. Estaba comenzando a sentirse mareada–. Me prometiste que primero ibas a encontrar a Timothy.

–¿Estás segura? –preguntó Lilibeth Conway, echándole una miradita a su nieta–. Trae mala suerte que un hombre vea a su novia antes de la boda.

–¡Por favor, abuela!

–Está bien, está bien. Hoy es tu día –concedió la señora Conway, suspirando.

Entonces la guió hasta una antecámara que había dentro de la iglesia.

–Espera aquí.

Ellie esperó. Y esperó. Miró por la pequeña ventana que había en la sala y vio los verdes bosques que rodeaban la iglesia. Flint, Pennsylvania, estaba sólo a cuatro horas de Manhattan, pero parecía que entre ambos lugares había un mundo de diferencia.

Tanto Timothy como ella habían crecido siendo pobres en aquel pueblo. Al haber regresado las anteriores Navidades siendo un acaudalado abogado, él había sido recibido como un héroe. Timothy incluso ya había comprado la mansión más bonita del lugar y la estaba arreglando para ella. Le había dicho que haría lo que fuera para conseguir que lo amara. Lo que fuera.

Pero antes de casarse tenía que decirle que estaba embarazada. Y dejarle que decidiera.

Si tenía que ser sincera consigo misma, en realidad la idea de convertirse en esposa de aquel hombre no le parecía correcta. Pero sus instintos no acertaban mucho.

Al haber estado cuidando de su madre durante la larga enfermedad de ésta, había pasado muchas noches oscuras deseando experimentar aventuras en tierras remotas. Había deseado besos apasionados de hombres fogosos. Pero haber estado en los brazos de Diogo le había llegado al corazón…

–Ellie –dijo Timothy de manera afectuosa desde el otro lado de la puerta–. ¿No sabes que tenemos a trescientas personas esperando? ¿De qué quieres hablar conmigo?

–Timothy –ella estaba temblando. Se forzó en respirar profundamente y se dijo a sí misma que tenía que olvidarse de Diogo–. ¿Puedes entrar aquí un momento, por favor?

–No… traería mala suerte.

–¡Eso es sólo una superstición!

Ellie oyó cómo él se reía.

–He tardado tanto en convencerte de que te cases conmigo que no voy a correr ningún riesgo.

–¡Por favor! ¡Realmente tengo que hablar contigo!

–Sea lo que sea lo que tengas que decir, estoy deseando oírlo –contestó Timothy–. Espera unos minutos y podrás decírmelo todos los días durante el resto de nuestra vida.

Horrorizada, ella se percató de que él creía que finalmente le iba a decir que lo amaba.

–Timothy, no comprendes…

–Espera –ordenó él con firmeza.

A ella no le quedó otra opción que decírselo desde el otro lado de la puerta.

–¡Estoy embarazada!

Hubo una pausa. Entonces la puerta se abrió de par en par.

Timothy estaba pálido, pero parecía que echaba chispas. Cerró la puerta tras de sí con fuerza y la agarró de la muñeca.

–¿Cómo puede ser posible? –espetó–. ¿Cuándo nos hemos acostado juntos tú y yo?

Asustada ante aquella actitud de él, Ellie dio un paso atrás.

–Lo siento –susurró–. Fue un error. Nunca pretendí hacerte daño…

–¿Quién es el padre? –exigió saber él, agarrándola con más fuerza.

–No importa. Jamás volveré a verlo –contestó ella.

–¿Quién es?

–¡Me estás haciendo daño!

Timothy le soltó la muñeca.

–Así que fue por eso por lo que repentinamente accediste a casarte conmigo, ¿no es así? Porque estabas embarazada y tu amante te había abandonado.

–¡No!

–Pero cometiste un error si pretendías hacer pasar a este bebé como hijo mío –dijo Timothy con desdén–. Ni siquiera yo soy lo suficientemente estúpido como para haber creído que este bebé es mío… ¡nunca me has dejado tocarte!

–¡Ha sido un error! –gritó ella–. ¡El peor error de mi vida! Y ha sido esta mañana cuando he descubierto que estaba embarazada. ¡Jamás pretendí engañarte!

–Ya –contestó él con sarcasmo. Se acarició su brillante pelo rubio–. Seguro.

Abatida, Ellie lo observó.

–Comprendo por qué quieres suspender la boda. Seguramente sea lo mejor…

Timothy la miró con fiereza.

–¿Qué quieres decir? No voy a suspender nada.

–Pero…

–No te vas a echar atrás. Embarazada o no… –advirtió él– te vas a casar conmigo. Hoy.

–Y el bebé…

–Yo me ocuparé de él –contestó Timothy, esbozando una mueca.

Tras decir aquello salió de la antecámara.

Ellie pensó en lo que había dicho él; que se iba a ocupar de su bebé.

Se preguntó si realmente estaba dispuesto a criar a su hijo como propio.

Mareada, salió a su vez de la sala. Había pensado que Timothy iba a suspender la boda. Pero no lo había hecho y eso significaba…

Que se iba a casar. En pocos minutos sería la esposa de Wright… para el resto de su vida.

Él se había gastado una fortuna en aquella boda. Había invitado a casi todo el pueblo para que los viera casarse, como si quisiera que cualquiera que en el pasado los hubiera tratado mal los viera coronarse como rey y reina de Flint.

Lilibeth se acercó a ella. Le dio un beso en la mejilla antes de bajarle el velo y cubrirle la cara.

–¡No he podido evitar oírlo! –confesó. Parecía muy alegre–. ¡Embarazada! ¡Oh, Ellie, estoy tan contenta por ti, querida!

¿Contenta de que su nieta se casara con alguien a quien no amaba? ¿Contenta de que el hombre al que realmente había amado fuera un egoísta y amoral malnacido que no merecía ser el padre de ningún bebé?

–Pero, abuela… –comenzó a decir Ellie dulcemente– no amo a Timothy.

–Lo harás –aseguró Lilibeth con tono de eficiencia–. Vas a tener un hijo suyo.

Las puertas que daban a la nave central de la iglesia se abrieron y la marcha nupcial embargó a Ellie como una ola. La gente comenzó a darse la vuelta en sus asientos para verla.

–Anda –le susurró su abuela, esbozando una sonrisa. La tomó del brazo.

Sintiéndose muda, Ellie empezó a andar con Lilibeth a su lado.

Todo aquello le parecía una equivocación, pero no podía confiar en sus propios sentimientos. Su instinto la había llevado por el mal camino. Se había enamorado del peor hombre posible.

Oyó los cuchicheos de la gente que había conocido desde pequeña. La señora Abernathy, la cual le había asegurado que nunca llegaría a ser nada. Candy Gleeson, antigua animadora del colegio, quien siempre se había burlado de sus ropas. Pero en aquel momento todos la observaban con envidia ya que habían creído el cuento de hadas.

Cuando llegaron al altar, Lilibeth le entregó su nieta a Timothy. Él le agarró la mano con fuerza y la miró con una expresión muy extraña reflejada en sus ojos azules claros.

–Queridos hermanos, estamos aquí reunidos para…

Las bonitas palabras del cura no tenían nada que ver con cómo se sentía Ellie por dentro. Ella… ¿la esposa de Timothy? ¿Iba a tener que amarlo? ¿Compartir su cama? ¿Criar a sus hijos?

Sí. Las cosas tenían que ser de aquella manera. Debía aprender a disfrutar de los sobrios besos que él le daba e iba a ganarse su perdón… aunque tardara una vida entera.

Pero cuando cerraba los ojos, los recuerdos de la noche que había pasado con Diogo todavía la agobiaban. La manera en la que la había besado, cómo le había robado la virginidad, la pasión con la que había actuado la había derretido por completo.

Desesperada, apartó aquel pensamiento de su mente. Agarró el ramo nupcial con fuerza para tratar de calmarse.

–¿Timothy Alistair Wright, aceptas por esposa a Ellie Jensen…?

¡Ni en su propia boda podía dejar de pensar en Diogo!

–¿… por el resto de vuestras vidas?

Timothy la miró. La brillante luz que se colaba por las ventanas de la iglesia le iluminó la cara.

–Sí, acepto.

El sacerdote se dirigió entonces a ella.

–Y tú, Eleanor Ann Jensen, aceptas por esposo a Timothy Wright…

Las puertas de la iglesia se abrieron de par en par…

–¡Deténgase!

Los invitados gritaron y Ellie se dio la vuelta.

Diogo.

Estaba vestido tal y como lo había dejado en Nueva York, con un traje gris y corbata azul. Pero no tenía el aspecto de un hombre civilizado de negocios.

–¿Cómo te atreves a venir aquí, Serrador? –exigió saber Timothy–. No tienes ningún derecho…

–Tú… –Diogo se quedó mirando a Timothy y a continuación emitió una risotada–. Debería haberlo supuesto.

Ellie vio algo oscuro reflejado en los ojos del multimillonario brasileño.

–Márchate de aquí, Serrador –espetó Timothy–. Esto no es asunto tuyo.

–¿No? –contestó Diogo, dirigiéndose a la novia–. ¿Es asunto mío, Ellie?

Ella respiró profundamente. No podía decirle a su ex jefe que era el padre de su bebé. Timothy finalmente la perdonaría, pero no lo haría si descubría que el verdadero padre era Diogo. Ambos hombres habían tenido un problema en Navidades, problema desconocido por ella.

Pero lo que sí sabía era que Diogo Serrador era tan insensible y duro como el diamante que ella tenía en el dedo…

–¿Es cierto, Ellie? –preguntó Diogo, acercándose a mirarle directamente a los ojos.

Mordiéndose el labio inferior, ella apartó la vista. Pero Diogo le quitó el velo de la cara.

Ellie gritó debido a la impresión y vio lo cerca que Serrador estaba de ella. Éste la agarró con la brutalidad de un bárbaro vikingo que reclamaba a su esposa.

–Dime la verdad.

Ella agitó la cabeza, incapaz de hablar. El tacto de la piel de él sobre la suya le hacía sentir electricidad por todas sus terminaciones nerviosas. Diogo acercó su cara aún más a ella, que supo que la iba a besar… ¡allí mismo, en la iglesia!

Pero no fue capaz de detenerle. Le temblaron las rodillas y se le cayó el ramo al suelo.

–¡Dímelo, maldita sea! –exigió él, agarrándola con fuerza de los hombros–. ¿Soy yo el padre del hijo que estás esperando?

Trescientas personas gritaron a la vez y Ellie oyó cómo su abuela emitía un pequeño sollozo. Podía sentir las miradas de los invitados sobre ella. Pero lo peor de todo fue que pudo sentir cómo Timothy la miraba con los ojos desorbitados y con la furia reflejada en la cara.

Sintió cómo le quemaban las mejillas.

–No tienes derecho a humillarme de esta manera –susurró–. Tú eres el malnacido, Diogo. Tú eres el mentiroso.

–¿Él? –preguntó Timothy con la rabia reflejada en la mirada–. ¿Me has estado rechazando todos estos años para poder entregarte a Serrador?

–Ah –dijo Diogo, relajándose–. Así que él ni siquiera te ha tocado. Es una manera extraña de atrapar a un hombre para que se case contigo…

–Yo no he atrapado a nadie –espetó Ellie, enfurecida–. Timothy me ama. No le importa que esté embarazada. ¡Ha dicho que se encargará de todo!

Diogo frunció el ceño. En sólo un instante se convirtió en un hombre completamente distinto.

–¿Que se encargará de todo? –repitió, agarrándole el brazo a Ellie–. ¿A qué te refieres con que se encargará de todo?

Ella sintió cómo una chispeante sensación le recorría el cuerpo. No comprendió cómo podía ocurrirle aquello y a la vez estar tan asustada. Trató de apartar el brazo.

–¿Qué diferencia supone? No es hijo tuyo. No puede ser. Tú no puedes dejar embarazada a ninguna mujer, ¿no es así? –provocó.

–Yo soy el padre –aseguró Diogo, mirándola con sus oscuros ojos negros–. ¿Puedes negarlo?

Ellie no podía. Pero sabía que Diogo Serrador no había ido allí para hacerse responsable del bebé que había creado, sino que no podía soportar que otro hombre pisara su territorio. Creía que tenía derecho a poseer todo y a todos.

No se merecía ser padre.

–Respóndeme –Diogo movió la mano hacia su cuello, hacia su clavícula y hacia la curva de uno de sus pechos.

Ella comenzó a jadear. Vio a su abuela, que estaba muy pálida. Lilibeth había sido la única persona que siempre había creído en ella. Había apoyado a su nieta durante los años en los que ésta había cuidado a su madre. Sentía como propio el éxito de Ellie.

Y en aquel momento todo se había echado a perder. Lilibeth jamás volvería a tener la cabeza alta. Por su culpa…

–Yo… yo… –comenzó a decir Ellie, mareándose–. Creo que… me voy a…

No pudo terminar la frase antes de que las rodillas le fallaran. Diogo la tomó en brazos para evitar que cayera al suelo.

–¡Déjala en el suelo! –le ordenó un furioso Timothy.

Diogo ni siquiera lo miró, sino que clavó su oscura mirada en Ellie, en lo más profundo de su corazón.

–El bebé –dijo en voz baja–. Dime la verdad.

–No –gritó ella.

Diogo miró a los invitados que les observaban desde sus asientos.

–Tá bom –dijo.

Entonces se dio la vuelta y, con ella en brazos, se dirigió hacia la entrada de la iglesia.

–¡Vuelve aquí! –ordenó Timothy. Los siguió–. ¡Ella es mía, malnacido brasileño! ¿Me has escuchado? ¡Mía!

Ignorándolo, Diogo abrió las puertas de la iglesia y salieron. Dos de sus guardaespaldas cerraron las puertas tras ellos, dejando allí encerrados a los invitados. Entonces él dejó a Ellie con mucho cuidado en el suelo.

Pero ella se encontró cara a cara con Timothy, que había logrado salir de la iglesia.

–No puedo creer que hayas hecho esto –dijo Wright. Tenía los ojos rojos–. Esperé por ti casi diez años e hice todo lo que pude para ganarte. ¿Y tú te abriste de piernas para Serrador, que trata a sus mujeres como prostitutas?

Cada una de aquellas palabras era como una puñalada en el corazón para Ellie.

–Yo…

–¡Tú eres mía, Ellie! –gritó él, acercándose para agarrarla–. Mía…

Pero Diogo se puso en medio de los dos. Apretó los puños y separó las piernas en una postura que dejaba claro que estaba dispuesto a todo. Incluso vestido con aquel estiloso traje parecía un guerrero que podía luchar, y matar, a su antojo.

–Ellie no es tuya. Ni su bebé tampoco. ¿Qué estabas planeando, Wright?

La cara de Timothy palideció y reflejó miedo. Se apartó de ella.

–Ahora… –le dijo Diogo a Ellie– dime el nombre del padre del hijo que esperas.

–Tú juraste por tu honor que no podías dejarme embarazada –contestó ella–. Por tu honor…

Los oscuros ojos de Diogo analizaron la cara de Ellie y la hicieron sentirse vulnerable y desnuda. Entonces la agarró con más fuerza.

–Yo soy el padre, ¡dilo!

–Te odio –contestó ella, gimoteando.

–¡Dilo! –exigió él.

–¡Está bien! –espetó Ellie, llorando–. ¡Eres el padre!

Timothy gimió en alto. Ella se dio la vuelta hacia él.

–Lo siento tanto. Tanto…

Trató de tocarlo, pero él le apartó la mano. Se dirigió a Diogo amargamente.

–Llévatela y malditos seáis los dos. Está embarazada de un hijo tuyo. Me repugna. Otra prostituta para ti. Otro bastardo…

Diogo le dio un puñetazo en la mandíbula. Ellie gritó al ver a Timothy caer sobre la hierba.

El brasileño se dirigió entonces a ella, que al ver la furia que reflejaban sus ojos se echó para atrás, asustada y confundida. Él parpadeó y, repentinamente, sus oscuros ojos parecieron tristes, como si estuvieran siendo acechados por sombras del pasado.

Entonces se dio la vuelta bruscamente sin decir una palabra. Ante la señal que les hizo, los chóferes de dos coches negros que había aparcados en la calle arrancaron y se acercaron. Al abrirle la puerta uno de los guardaespaldas, Diogo empujó con delicadeza a Ellie dentro del asiento trasero del vehículo. Entonces la sujetó contra el respaldo y le abrochó el cinturón de seguridad. Ella trató de resistirse, pero él la había agarrado con mucha fuerza.

Cada vez que la tocaba, Ellie sentía como si el fuego le recorriera las venas. Se preguntó cómo podía luchar contra su propio deseo. ¿Cómo?

–Timothy…

–Tendrá dolor de cabeza –dijo Diogo–. Aunque se merece mucho más.

Ella se preguntó qué sería lo que había hecho Timothy.

–¿Adónde me llevas?

–Al aeropuerto –contestó él, sentándose a su lado al arrancar el coche. A continuación esbozó una pícara sonrisita–. Ahora… me perteneces a mí.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

CUANDO el avión privado aterrizó en Río de Janeiro, a Ellie no le quedaba ninguna duda de que Diogo era un salvaje desalmado sin un ápice de misericordia.

Habían salido de un pequeño aeropuerto en Pennsylvania, donde él la había llevado en brazos a un enorme avión privado que allí les esperaba. Ignorando las preguntas de ella y sus exigencias, la había encerrado en una pequeña sala que había en la parte trasera del avión. Había estado sola desde que éste había despegado. Durante dieciséis horas no hizo otra cosa que llorar y dormir. También comió algún tentempié que tomó de la pequeña nevera de la sala.

Se preguntó qué pretendía él hacer con ella.

Se estremeció. Diogo había dejado más que claro que no tenía ninguna intención de casarse y le había demostrado que ella no le gustaba ni le caía bien. Que no la respetaba. Y su estilo de vida de playboy apenas era compatible con ser padre.

Por todo ello no comprendía por qué la había secuestrado. No sabía adónde la llevaba.

Se puso las manos sobre la tripa y pensó que en sólo un día había llegado a querer más a aquel bebé que a su propia vida. Juró que trataría a su hijo, o hija, por alguna razón creía que era niña, de manera muy distinta a como su propia madre la había tratado a ella. Iba a protegerla.

Apretó los puños. Quizá Diogo pensara que podía darle órdenes, pero ya no era su empleada. Pronto se daría cuenta de que las cosas habían cambiado entre ambos…

Oyó cómo alguien abría la puerta de la sala. Diogo entró y ella se percató de que se había afeitado y cambiado de ropa. Llevaba puestos unos pantalones negros de vestir y una camisa blanca que le hacían parecer más relajado. Sin duda había estado durmiendo plácidamente. No como ella.

–Bienvenida a Río de Janeiro –le dijo, esbozando una sonrisa–. Supongo que habrás dormido bien, ¿no es así?

Ellie se levantó de la cama y se cruzó de brazos. Frunció el ceño.

–¿Río? ¡No! ¡Llévame de vuelta a casa!

–¿De vuelta con tu preciado novio? –preguntó Diogo–. No, te quedarás conmigo hasta que el bebé haya nacido. Pensé que lo había dejado claro.

–No puedes mantenerme aquí contra mi deseo –aseguró ella–. ¡Me voy a marchar a mi casa en la primera oportunidad que tenga!

–Ahora éste es tu hogar –dijo él–. Pero Río puede ser peligroso. Debes quedarte cerca de mí. Por tu propia seguridad.

Ellie se preguntó quién la iba a proteger de él…

–¡No me voy a quedar contigo! –espetó, mirando la puerta que había tras él.

–Aquí no tienes dinero ni amigos. Ni siquiera hablas portugués. Me intriga… ¿cómo pretendes escapar?