Pasión intacta - George Steiner - E-Book

Pasión intacta E-Book

George Steiner

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Beschreibung

«George Steiner encarna el gran humanismo que se marchita. Es el último europeo».Borja Hermoso, Babelia, El País Con su reconocida erudición y su incontenible instinto narrativo, George Steiner nos adentra con este cautivador volumen en temas tan jugosos y variados como las peculiaridades de la «cultura americana», la historicidad de los sueños, la interpretación que Wittgenstein hiciera de Shakespeare, así como diferentes visiones sobre el enigma de la revelación en el lenguaje. Volver a construir el «arte» y el «acto» de la lectura en un tiempo en el que estos se ven sometidos a una enorme presión por parte de los más recientes movimientos de crítica literaria; indagar sobre el estatus del libro, sobre el judaísmo y su trágico destino; abordar el problema de la traducción poética y del poder creador de la mentira desde una perspectiva completamente novedosa; apostar por la trascendencia de la palabra en una sociedad que asiste perpleja a una revolución técnica mucho más radical que la iniciada por Gutenberg… Estos son algunos de los temas que reaparecen en Pasión intacta, reelaborados en forma de apasionantes reseñas y conferencias. «George Steiner recoge sus brillantísimas ideas de todas partes y nada se le pasa por alto». The New York Times Book Review

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Seitenzahl: 694

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Edición en formato digital: enero de 2025

Título original: No passion spent

En cubierta: ilustración © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© George Steiner, 1996

© De la traducción, Menchu Gutiérrez y Encarna Castejón

© Ediciones Siruela, S. A., 2025

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 979-13-87688-10-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

PASIÓN INTACTA

El lector infrecuente (1978)

Presencias reales (1985)

Una lectura contra Shakespeare (1986)

Tragedia absoluta (1990)

¿Qué es literatura comparada? (1994)

Llamando a las puertas de la justicia: Péguy (1992)

Santa Simone: Simone Weil (1993)

La confianza en la razón: Husserl (1994)

Un arte exacto (1982)

La historicidad de los sueños (dos preguntas a Freud) (1983)

Tótem o tabú (1988)

Notas sobre El proceso de Kafka (1992)

Sobre Kierkegaard (1994)

Los archivos del Edén (1981)

El texto, tierra de nuestro hogar

A través de ese espejo, en enigma (1991)

La gran tautología (1992)

Dos gallos (1992)

Dos cenas (1995)

Introducción

Los ensayos y artículos contenidos en esta colección fueron escritos en un tiempo en el que el arte de la lectura y el estatus del texto se veían sometidos a una gran presión. Cada uno a su manera, movimientos como la «teoría crítica», el «posestructuralismo», la «deconstrucción» y el «posmodernismo» ponían en duda la relación entre palabra y significado, y «descomponían» no solo el concepto de las intenciones de un autor —en relación con lo que este quiere expresar—, sino la identidad misma de cualquier tipo de auctoritas o individualidad creativa.

La deconstrucción, en concreto, niega la posibilidad de verificar un «sentido final» en el discurso escrito, al margen de la dificultad de descifrarlo, y al margen de lo mucho que este dependa del consenso histórico. El «significado» no es más que un juego pasajero de posibilidades interpretativas, que se disuelve en la autosubversión en el momento mismo del ilusorio desciframiento. Los «textos» son «pre-textos» casuales de infinitas y arbitrarias apropiaciones, ninguna de las cuales puede aspirar al privilegio de la verdad. En cierta forma, estas estrategias de la diseminación (que en gran medida tienen su origen en la rebelión contra la imposición milenaria de los textos legislativos e inspirados del judaísmo) son nihilistas. Hablan de un epílogo en nuestra desconcertada cultura. En otro sentido, son a menudo, conscientemente o no, un ejercicio seductor y paradójicamente «reconstructivo» que pretende devolver a los estudios literarios y a la hermenéutica una pasión y un reto intelectual perdidos.

La segunda presión fundamental es de naturaleza técnica. La revolución sufrida en el ámbito de la creación, la comunicación y la conservación del material semántico, y producida por los ordenadores, el intercambio electrónico a escala planetaria, el «ciberespacio» y (pronto) la «realidad virtual», es mucho más radical y tiene un alcance mucho mayor que la iniciada por Gutenberg. Resulta bastante evidente que el libro, tal como lo hemos conocido desde los rollos de pergamino de los presocráticos, sobrevivirá solo con un formato y con una función más o menos especializados. Los libros impresos serán, cada vez más, instrumentos de erudición, de distribución local y específica (la «producción electrónica casera» y la «publicación» son ya posibles); serán instrumentos de lujo, igual que lo fueron los manuscritos iluminados (sorprendentemente numerosos) después de la invención de la imprenta.

La cultura de masas, la economía del espacio y el tiempo, la erosión de la privacidad, la supresión sistemática del silencio en las culturas tecnológicas del consumo, el desahucio de la memoria (del ejercicio de aprender de memoria) en el aprendizaje escolar acarrean el eclipse del acto de la lectura, del libro mismo. El pathos y el lamento nostálgico serán fatuos. El desarrollo en esta escala histórico-social trae consigo tanto la pérdida como la ganancia, la destrucción y la oportunidad. La importancia y el prestigio hebreo-helénico del logos esencialmente occidental de la palabra revelada y establecida se han visto precedidos y han estado siempre rodeados de una poderosísima «contrailustración» oral y pictórica. Desde 1914, el mundo occidental se encuentra en un obvio estado de crisis. Las «inhumanidades» provincianas han reafirmado su fuerza incesante e instintiva. Paradójicamente, los nuevos medios de la comunicación instantánea y abierta de la «interfaz» entre texto y recipiente pueden resultar más resistentes frente al despotismo, el oscurantismo y la inhumanidad.

Volviendo a algunos puntos que traté en «El abandono de la palabra» (1961), los primeros ensayos de este libro tratan de definir el acto de la lectura en su forma clásica y de evocar los presupuestos teológico-metafísicos de este acto (las implícitas «presencias reales»). Con voluntaria banalidad, se aplica este intento de definición a tres actos arquetípicos y fundacionales del lenguaje de nuestra civilización: la Biblia, Homero y Shakespeare. Se incluyen a continuación nuevos ejemplos de «lectura aplicada», sobre Kierkegaard y Kafka, y sobre la forma más creativa de leer: la traducción poética.

De todos mis trabajos, «Los archivos del Edén» ha sido el texto que ha provocado más críticas y rechazos. Es posible que la intuición en la que se apoya demuestre ser un poco miope. Si incluyo este texto aquí es porque señala las diferencias esenciales entre un ideal de calidad «clásico» y otro «modernista-igualitario» en la vida de la mente. Europa y Norteamérica viven cada vez más separadas una de otra. Es posible que este ensayo tenga alguna utilidad como ejemplo de «mala traducción».

Indagar sobre el estatus del «libro» y sobre el enigma de la revelación en el lenguaje significa toparse una y otra vez con el judaísmo y su trágico destino. No es difícil entrever este leitmotiv en los textos sobre Péguy, Simone Weil y Husserl. En los últimos ensayos esta idea es patente. Nos adentramos cada vez más en la cuestión fundamental: la de la herencia de Jerusalén y Atenas, la de la «textualidad» hebrea y helénica. Nuestra identidad occidental y la riqueza de nuestra condición moral e intelectual nacen de la interacción entre estos dos mundos del espíritu. Pero esta interacción contenía también semillas de desastre.

Los últimos ensayos contienen reiteraciones y algunas ideas solapadas. Utilizando las analogías y los desacuerdos entre Sócrates y Cristo, entre la incipiente cristiandad y sus orígenes judíos, intento también hacer algunas preguntas sobre el futuro. No creo que la cultura europea pueda recuperar su energía interna, el respeto a sí misma, mientras el cristianismo no responda de su propio papel seminal en el surgimiento de la Shoah (el Holocausto); mientras no reconozca su hipocresía e impotencia en el momento en el que la historia europea permanecía envuelta en las nieblas de la noche. Desde una perspectiva, tales cuestiones pertenecen a una dimensión distinta a las de la ilustración; desde otra, son inseparables. Confío en que esta colección de textos, a menudo muy relacionados entre sí, podrá aclarar este punto.

Algunos de estos textos aparecieron por primera vez en Salmagundi, a mi juicio, la «revista pequeña» más escrupulosa y digna de confianza que conozco. Gran parte de este libro pertenece a sus editores, Robert y Peggy Boyers. Una vez más el entusiasmo y la agudeza de Elda Southern han sido de un valor incalculable. Por otra parte, si tengo alguna idea sobre la amenaza inspiradora de la inminente época del CD-ROM y de Internet, es gracias a los joviales reproches que mi hijo David hace a su padre antediluviano (escribo con pluma).

A aquellos a quienes Pasión intacta está dedicado no les gustaría que dijera nada más. La generosidad de sus corazones y de su inteligencia, su conocimiento entusiasta de muchas de las obras sobre lenguaje, arte y música a las que hago referencia, me han abierto mundos. A menudo, son una garantía de esperanza.

G. S.

Cambridge-Oxford 1995

PASIÓN INTACTA

 

A George y Maria Embiricos

El lector infrecuente

Le Philosophe lisant de Chardin fue terminado el 4 de diciembre de 1734. Se cree que es un retrato del pintor Aved, un amigo de Chardin. El tema y la composición —un hombre o una mujer leyendo un libro abierto sobre la mesa— son frecuentes. Ambos forman casi un subgénero de los interiores domésticos. La composición de Chardin tiene antecedentes en las iluminaciones medievales, en las cuales la figura de san Jerónimo o de algún otro lector ilustra en sí misma el texto que ilumina. El tema continúa siendo popular hasta bien entrado el siglo XIX (sirvan como prueba el celebrado estudio de Courbet sobre Baudelaire leyendo o los lectores retratados por Daumier). Pero el motivo de le lecteur o de la lectrice parece haber sido objeto de mayor atención durante los siglos XVII y XVIII, y constituye un vínculo —del que toda la obra de Chardin fue representativa— entre el gran período de los interiores holandeses y el tratamiento de los temas domésticos de la escuela clásica francesa. En sí mismo, por tanto, y en su contexto histórico, Le Philosophe lisant no deja de consistir en un tema frecuente realizado de forma convencional (aunque por la mano de un maestro). Considerado en relación con nuestro tiempo y con nuestros códigos de percepción, sin embargo, esta representación «corriente» apunta, en casi cada uno de sus detalles y significados, a una revolución de valores.

Consideremos en primer lugar el traje del lector. Es sin lugar a dudas formal, incluso ceremonioso. La capa y el sombrero de pieles sugieren el brocado, una sugestión que nace del brillo mate pero áureo de la coloración. Aunque evidentemente se encuentra en su casa, el lector aparece «cubierto», una palabra arcaica que implica la obligada nota de lo que casi sería una ceremonia heráldica (que la forma y el tratamiento del sombrero forrado de pieles derive casi con toda seguridad de Rembrandt es un motivo de interés solo histórico-artístico). Lo que importa es la elegancia enfática, la deliberada importancia que el traje tiene en ese momento. El lector no se encuentra con el libro vestido de manera informal o desaliñada; está vestido para la ocasión, una forma de proceder que dirige nuestra atención hacia la construcción de valores y hacia la sensibilidad en el sentido tanto de la «vestidura» como de la «investidura». La primera característica del acto, de la autoinvestidura del lector ante el acto de la lectura, es una característica de cortesia, un término representado solo de forma imperfecta por «cortesía». La lectura aquí no es un acto fortuito o casual. Se trata de un encuentro cortés, casi cortesano, entre una persona privada y uno de esos «invitados importantes» cuya entrada en la casa de los mortales es evocada por Hölderlin en su himno «Como en un día de fiesta», y por Coleridge en una de las glosas más enigmáticas que añadió a La balada del viejo marinero. El lector se encuentra con el libro con una obsequiosidad de corazón (eso es lo que cortesia significa), con una obsequiosidad, una atención y una actitud acogedora, de las cuales la manga bermeja, quizá de terciopelo o velludillo, y la capa y el sombrero forrado de pieles son los símbolos externos.

El hecho de que el lector lleve sombrero tiene claras resonancias. Los etnógrafos todavía nos tienen que decir qué significados generales pueden aplicarse a la distinción entre aquellas prácticas religiosas y rituales en las que el participante debe ir con la cabeza cubierta y aquellas en las que este debe ir con la cabeza descubierta. Tanto en la tradición hebraica como en la grecorromana, el adorador, el que consulta el oráculo o el iniciado llevan la cabeza cubierta cuando se acercan al texto sagrado o al augurio. Lo mismo sucede con el lector de Chardin, como si quisiera dejar claro el carácter numinoso de su acceso y posterior encuentro con el libro. El sombrero forrado de pieles —y es en este punto en el que el eco de Rembrandt puede ser pertinente— sugiere de forma discreta el tocado del erudito cabalista o talmúdico que busca la llama del espíritu en la fijeza momentánea de la carta. Visto en conjunto con el traje de pieles, el sombrero del lector implica precisamente esas connotaciones de la ceremonia intelectual, del tenso reconocimiento del significado llevado a cabo por la mente, que induce a Próspero a vestirse elegantemente antes de abrir sus libros mágicos.

Fijémonos ahora en el reloj de arena que aparece junto al codo derecho del lector. Una vez más nos encontramos ante un motivo convencional, pero con uno tan cargado de significado que un comentario exhaustivo debería comprender casi una historia del sentido occidental de la invención y la muerte. El reloj, tal y como Chardin lo coloca en el cuadro, establece la relación entre el tiempo y el libro. La arena corre rápidamente a través del estrecho paso del reloj (un correr cuya tranquila finalidad Hopkins invoca en un punto clave de la turbulencia mortal de «El naufragio del Deutschland»). Pero al mismo tiempo el texto perdura. La vida del lector se cuenta en horas; la del libro, en milenios. Este es el primer escándalo triunfal proclamado por Píndaro: «Cuando la ciudad que celebro haya muerto, cuando los hombres a quienes canto se hayan desvanecido en el olvido, mis palabras perdurarán». Es este el concepto al que el exegi monumentum de Horacio dio expresión canónica y que culmina en la suposición hiperbólica de Mallarmé, según la cual el objeto del universo es le Livre, el libro final, el texto que transciende el tiempo. El mármol se rompe en pedazos, el bronce se deteriora, pero la palabra escrita —aparentemente el más frágil de los medios— sobrevive. Las palabras sobreviven a quienes las engrendraron. Flaubert se quejaba de esta paradoja: mientras él moría como un perro sobre la cama, esa «zorra» de Emma Bovary, su criatura, nacida de unas letras sin vida garabateadas en una hoja de papel, continuaba viva. Hasta ahora, solo los libros han escapado a la muerte y han conseguido lo que Paul Eluard definió como la principal compulsión del artista: le dur désir de durer (los libros pueden incluso sobrevivirse a sí mismos, y saltar por encima de la sombra de su propio origen: existen traducciones vivas de lenguas muertas hace mucho tiempo). En el cuadro de Chardin, el reloj de arena —una forma doble que sugiere el símbolo del toro o el número ocho del infinito— oscila, exacta e irónicamente, entre la vita brevis del lector y el ars longa de su libro. Mientras lee, su propia existencia se extingue. Su lectura es un eslabón en la cadena de la continuidad performativa que suscribe (un término al que merece la pena volver) la supervivencia del texto leído.

Aunque la forma del reloj sea binaria, su valor es dialéctico. La arena que cae por el reloj habla tanto de la naturaleza que desafía al tiempo de la palabra escrita como del poquísimo tiempo del que se dispone para leer. El lector más empedernido solo puede leer una fracción de minuto de la totalidad de textos que hay en el mundo. El que no haya experimentado la fascinación llena de reproches de las grandes estanterías llenas de libros no leídos, de las bibliotecas nocturnas de las cuales Borges es el fabulador, no es un verdadero lector, un philosophe lisant. No es un lector quien no ha escuchado en su oído interior la llamada de los cientos de miles, de los millones de volúmenes contenidos en los fondos de la Biblioteca Británica o de la Biblioteca Widener, que piden ser leídos. Porque en cada libro hay una apuesta contra el olvido, una postura contra el silencio que solo puede ganarse cuando el libro vuelve a abrirse (aunque, en contraste con el hombre, el libro puede esperar siglos el azar de la resurrección). Todo lector auténtico, según el esbozo de Chardin, arrastra consigo el eco regañón de la omisión, de las estanterías de libros por las que ha pasado a toda prisa, de los libros sobre cuyos lomos ha pasado los dedos con ciego apresuramiento. Yo me he dejado escurrir una docena de veces por la gigantesca historia de Sarpi sobre el Concilio de Trento (uno de los trabajos capitales en el desarrollo de los argumentos político-religiosos de Occidente), o por las opera omnia de Nicolai Hartmann lujosamente encuadernadas; nunca conseguiré leer las dieciséis mil páginas del diario (profundamente interesante) de Amiel publicado recientemente. Hay tan poco tiempo en «la biblioteca que es el universo» (en la mallarmeana frase de Borges). Los libros no abiertos, sin embargo, nos llaman de forma tan silenciosa e insistente como el correr de la arena del reloj. Que el reloj de arena sea una clave tradicional de la Muerte en el arte y la alegoría occidental destaca la doble significación de la composición de Chardin: la vida del libro después de la muerte, la brevedad de la vida del hombre sin la cual el libro yace enterrado. Repetimos: las interacciones de significado que se producen entre el reloj de arena y el libro son tales que en ellas se basa gran parte del contenido de nuestra historia interior.

Fijémonos a continuación en los tres discos de metal que aparecen frente al libro. Casi con toda seguridad, son medallas de bronce que se utilizaban para mantener estirada la página (en los infolios, las páginas tienden a arrugarse y a levantarse en sus bordes). No creo que sea extravagante pensar que estas medallas porten retratos, divisas o emblemas heráldicos, función esta propia del arte numismático desde la antigüedad hasta la acuñación conmemorativa o las medallas de hoy. En el siglo XVIII, como en el Renacimiento, el escultor o grabador utilizaba estas pequeñas circunferencias para concentrar en ellas (hacer incisivo, en su sentido literal) una celebración de renombre cívico o militar, para otorgarle un valor alegórico, lapidario, moral, mitológico y duradero. Así, en el cuadro de Chardin encontramos la exposición de otro importantísimo código semántico. El medallón es también un texto. En este texto pueden fecharse o recomponerse palabras e imágenes de gran antigüedad. El relieve o grabado de bronce desafía la mordaz envidia del tiempo. Igual que el libro, está sellado con un significado. Puede haber vuelto a la luz —como las inscripciones, los papiros, los rollos del mar Muerto— tras una larga vida en la oscuridad. Esta textualidad lapidaria queda muy clara en el duodécimo de los MercianHymns de Geoffrey Hill:

Monedas tan bellas como las de Nerón, pesadas y de buen metal. Offa Rex de plata resonante, y los nombres de sus acuñadores. Monedas acuñadas con gran tacto. Podrían alterar el rostro del rey.

La exactitud del dibujo impedía la falsificación; mutilación para quien, ante esto, no se detenía. Metal ejemplar, maduro para el comercio. Valioso para unos pocos, avaros y aves de rapiña.

Pero el «metal ejemplar», cuyo peso, cuya gravedad literal mantiene sujeta la página frágil que quiere levantarse, es, como dijo Ovidio, efímero, poco resistente al paso del tiempo, si lo comparamos con las palabras de la página. Exegi monumentum: «He levantado un monumento más duradero que el bronce», dice el poeta (recuérdese la incomparable paráfrasis de Pushkin sobre la frase de Horacio), y al colocar las medallas delante del libro, Chardin invoca exactamente la antigua pregunta y la paradoja de la longevidad de la palabra.

Esta longevidad queda afirmada por el mismo libro, que constituye el foco y centro compositivo del cuadro. Es un infolio, ornado de forma que ofrece un sutil contrapunto a las vestiduras del lector. Su presentación es majestuosa (en la época de Chardin, es muy probable que un infolio fuera encuadernado especialmente para su propietario y que llevara la divisa de este). No es un objeto apropiado para llevar en el bolsillo o para el vestíbulo de un aeropuerto. La posición del segundo infolio, situado detrás del reloj de arena, sugiere que el lector está examinando una obra de varios volúmenes. El trabajo serio a veces requiere varios tomos (los ocho volúmenes, no leídos, sobre la gran historia diplomática de Europa y la Revolución francesa de Sorel me persiguen). Otro infolio asoma por detrás del hombro derecho del lecteur. Los valores y hábitos constitutivos de la sensibilidad son evidentes: comportan grandes formatos, una biblioteca privada, el encargo y posterior conservación de la encuadernación, la vida de la letra en forma canónica.

Delante de las medallas y del reloj de arena, vemos el cálamo del lector. La verticalidad y el juego de la luz sobre las plumas enfatizan la función compositiva y esencial del objeto. El cálamo hace cristalizar la obligación primordial de la respuesta. Este objeto define la lectura como acción. Leer bien es contestar al texto, ser equivalente al texto, «una equivalencia» que contiene los elementos cruciales de respuesta y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio total («maduro para el comercio», dice Geoffrey Hill). La doble condensación de la luz, en la página y en la mejilla del lector, nos habla de un hecho fundamental en la percepción de Chardin: leer bien es ser leídos por lo que leemos. Es ser equivalente al libro. La obsoleta palabra «responsion», que se emplea todavía hoy en Oxford para designar el proceso de examen y respuesta, puede utilizarse para abreviar los diversos y complejos estadios de lectura activa inherentes al cálamo.

El cálamo se utiliza para escribir las notas marginales. Estas acotaciones son los primeros indicios de la respuesta del lector hacia el texto, del diálogo entre el libro y él mismo. Son los indicadores activos de la corriente discursiva interior —laudatoria, irónica, negativa, potenciadora— que acompaña al proceso de la lectura. Las notas marginales pueden, en extensión y densidad de organización, llegar a rivalizar con el texto mismo, y apoderarse no solo de los márgenes propiamente dichos, sino de la parte superior e inferior de la página y de los espacios interlineales. En nuestras grandes bibliotecas, existen verdaderas contrabibliotecas formadas por las notas marginales y por las notas marginales de las notas marginales que sucesivas generaciones de auténticos lectores taquigrafiaron, codificaron, garabatearon o pusieron por escrito con elaboradas y floridas expresiones a lo largo, encima, debajo y entre los renglones del texto impreso. A menudo, las notas marginales son el eje de una doctrina estética y una historia intelectual (véanse las de Racine en su copia de Eurípides). Sin duda, estas pueden formar una verdadera obra de creación, como sucede en el caso de las notas marginales de Coleridge, que serán publicadas próximamente.

La anotación puede aparecer también en el margen de un libro, pero pertenece a una naturaleza distinta. Las notas marginales pretenden ser un discurso o disputa impulsiva, quizá quisquillosa con el texto. Las anotaciones, a menudo numeradas, tienden más bien a ser de carácter formal o colaborador. Aparecen, cuando es posible, en la parte inferior de la página; aclaran este o aquel punto del texto, y citan a otras autoridades contemporáneas o posteriores. El escritor de las notas marginales es, de forma incipiente, el rival del texto que lee; el anotador es el sirviente del texto.

Este servicio encuentra su expresión más precisa y esencial en el uso del cálamo del lector para corregir y enmendar. Aquel que pasa por encima de errores tipográficos sin corregirlos no es un mero filisteo: es un perjuro del espíritu y del sentido. Es posible que en una cultura secular la mejor forma de definir una condición de la gracia sea decir que es una en la cual el lector no deja sin corregir ni los errores literales ni los errores importantes del texto que lee y pasará a manos de otro. Si Dios, como Aby Warburg afirma, «vive en el detalle», la fe vive en la corrección de los errores tipográficos. La corrección, la reconstitución epigráfica, prosódica y estilística de un error en un texto válido es una tarea infinitamente más onerosa. Como A. E. Housman escribía en su texto sobre «The Application of Thought to Textual Criticism», de 1922, «esta ciencia y este arte requieren de quien los aprende algo más que una simple mente receptiva; y lo cierto es que no se pueden enseñar en absoluto: criticus nascitur, non fit». La combinación de aprendizaje y sensibilidad, de empatía con el escrúpulo original e imaginativo que produce una corrección justa es, como dijo Housman, del orden más raro. La recompensa es importante y ambigua: Teobaldo pudo ganar la inmortalidad cuando sugirió que Falstaff murió «hablando de tonterías». ¿Pero es justa esta corrección? El editor del siglo XX que ha sustituido «el brillo cayó de su pelo» por «el brillo cayó del aire»* de Thomas Nashe puede estar en lo cierto, pero, sin duda, pertenece al grupo de los condenados.

Con su cálamo, le philosophe lisant transcribirá del libro que está leyendo. Los extractos que haga podrán oscilar entre la cita más breve y la transcripción más larga. La multiplicación y diseminación del material escrito, después de Gutenberg, aumenta de hecho la extensión y variedad de la transcripción personal. El escribano o el caballero de los siglos XVI y XVII escribe en su cuaderno, minuta de acontecimientos memorables, en su florilegium personal o breviario, las máximas, «frases de oro», sententiae, giros de elocución y tropos ejemplares de los maestros clásicos y contemporáneos. Los ensayos de Montaigne son una ola viva de ecos y citas. Hasta muy entrado el siglo XIX —un hecho del que dan testimonio las memorias de hombres y mujeres tan diferentes como John Henry Newman, Abraham Lincoln, George Eliot o Carlyle—, era corriente entre los jóvenes y entre los lectores comprometidos transcribir a lo largo de sus vidas extensos discursos políticos, sermones, páginas en verso y prosa, artículos de enciclopedia o capítulos de narraciones históricas. Este ejercicio de copia tenía múltiples propósitos: la mejora del estilo personal, el almacenamiento consciente de ejemplos de argumentación o persuasión, el fortalecimiento de una memoria certera (un punto esencial). Pero, por encima de todo, la transcripción comporta un compromiso absoluto con el texto, una reciprocidad dinámica entre el lector y el libro.

Este compromiso absoluto es la suma de los distintos modos de respuesta: la nota, la anotación, la corrección textual, la enmienda y la transcripción; juntos generan una continuación del libro que se lee. El activo cálamo del lector pone por escrito «un libro en contestación a» (resulta pertinente recordar la relación original entre «respuesta» [reply] y «réplica» [replication]). Esta respuesta puede abarcar desde el facsímil —que equivale al acuerdo total— y el constante desarrollo afirmativo hasta la negación y el contraenunciado (muchos libros son anticuerpos de otros libros). Pero la verdad principal es esta: en cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta. El intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un lápiz en la mano.

Envolviendo al lector de Chardin, a su infolio, a su reloj de arena, a sus medallones grabados y a su cálamo dispuesto, está el silencio. Igual que sus predecesores y contemporáneos en las escuelas de pintura de interiores, nocturnos y naturalezas muertas, especialmente del norte y del este de Francia, Chardin es un virtuoso del silencio. El artista nos lo hace presente, le otorga un peso táctil por medio de la calidad de la luz y de la textura. En el caso particular de su pintura, el silencio es palpable: en el grueso paño del mantel y de la cortina, en el equilibrio lapidario de la pared del fondo, en el brillo apagado de las pieles del ropaje y del sombrero del lector. La lectura genuina exige silencio (en un famoso pasaje, Agustín dice que su maestro, Ambrosio, fue el primer hombre capaz de leer sin mover los labios). Leer, según el retrato de Chardin, es un acto silencioso y solitario. Es un silencio vibrante y una soledad poblada por la vida de la palabra. Pero la cortina está corrida entre el lector y el mundo (aunque gastada, la palabra clave es «mundanidad»).

Existen otros muchos elementos en el cuadro sobre los que se podría hablar: el alambique o retorta, con sus implicaciones científicas y su fuerza definitiva en la composición del cuadro; la calavera en la estantería, un elemento convencional en los estudios de eruditos y filósofos, y, quizá, un icono adicional en la articulación de la mortalidad humana y la supervivencia textual; la posible interacción (no estoy en absoluto seguro sobre este punto) entre el cálamo y la arena del reloj, arena que se utiliza para secar la tinta de la hoja escrita. Pero incluso una mirada superficial a los principales elementos de Le Philosophe lisant de Chardin nos habla de una visión clásica del acto de la lectura, una visión que podemos documentar y detallar en el arte occidental desde las representaciones medievales de san Jerónimo hasta las postrimerías del siglo XIX, desde Erasmo en su facistol hasta la apoteosis de le Livre de Mallarmé.

¿Qué pasa con el acto de la lectura en nuestros días? ¿Cómo se relaciona con los procedimientos y valores implícitos en el cuadro de Chardin de 1734?

El motivo de la cortesia, del encuentro ceremonioso entre el lector y el libro, implícito en las vestiduras del philosophe de Chardin, más que remoto resulta irrecuperable. Si lo encontramos es en funciones tan ritualizadas, tan inevitablemente arcaicas como la lectura del Evangelio en la iglesia o el acceso solemne a la Torá, cabeza cubierta, en la sinagoga. La informalidad es nuestra contraseña, aunque la agudeza de Mencken es realmente venenosa: hay muchos que se creen a sí mismos seres emancipados cuando lo único que han hecho es desabotonarse la ropa.

Mucho más radicales, y de tan largo alcance que no pueden resumirse correctamente, son los cambios de los valores de temporalidad que se ponen de manifiesto en la forma en que Chardin coloca estas figuras, que son el reloj de arena, el infolio y la cabeza de la muerte. La relación entre el tiempo y la palabra, entre la mortalidad y la paradoja de la supervivencia literaria, crucial para la gran cultura occidental desde Píndaro hasta Mallarmé, sin duda fundamental en el cuadro de Chardin, ha cambiado. Esta alteración afecta a los dos elementos esenciales de la clásica relación entre el autor y el tiempo, por una parte, y entre el lector y el texto, por otra.

Es muy posible que los escritores contemporáneos sigan abrigando la escandalosa esperanza de la inmortalidad, que sigan poniendo por escrito palabras con la esperanza de que estas sobrevivan no solo a su propia decadencia, sino a los siglos venideros. El concepto, tanto en su sentido común como en su sentido técnico, todavía resuena, aunque con su doblez característica, en la elegía a Yeats de Auden. Pero, si es cierto que esas esperanzas perviven, no se expresan públicamente, ni mucho menos se proclaman a los cuatro vientos. El manifiesto de la inmortalidad literaria pindárico-horaciano-ovidiano, repetido una y otra vez en el sílabo occidental, ahora chirría. La misma noción de fama, de la gloria literaria conseguida como refutación de la muerte y a despecho de la muerte, avergüenza. No hay una mayor distancia que la que existe entre el tropo exegi monumentum y el reiterado descubrimiento de Kafka, según el cual la escritura es una lepra, una enfermedad opaca y cancerosa que debe mantenerse alejada de los hombres con sentido común. Sin embargo, es la propuesta de Kafka, no importa su calidad ambivalente y estratégica, la que mejor define nuestra percepción de la inestable, y quizá patológica —tanto por su origen como por su posición—, obra de arte moderna. Cuando Sartre insiste en que incluso el más vital de los personajes literarios no es más que un conjunto de marcadores semánticos, de letras arbitrariamente colocadas en una página, quiere desmitificar de una vez por todas la fantasía herida de Flaubert sobre la vida autónoma, la vida después de su muerte, de Emma Bovary. Monumentum: el concepto y sus connotaciones («lo monumental») se convierten en ironía. Este pasaje está marcado, con tristeza maestra, en «This Scribe, My Hand» de Ben Belitt, por su reflexión sobre las tumbas de Keats y Shelley en Roma, junto a la pirámide de Cestio:

Escribo, de forma póstuma,

sobre una lápida mortuoria

con la tinta de un cantero, como tú;

una fecha de antólogo y un asterisco,

un paréntesis en el gas

de los constructores de las pirámides,

un obelisco rodando con Vespas

en un venenoso desfile de automóviles.

Fijémonos en la exactitud de la expresión «de forma póstuma»; no la voie sacrée al Parnaso que el poeta clásico traza para sus obras y, por inferencia exaltada, para él mismo. «El gas de los constructores de las pirámides» permite, realmente invita a una interpretación vulgar: «el aire caliente de los constructores de las pirámides», su grandilocuencia vacía. No son las abejas de Platón, cargadas de retórica divina, las que escoltan al poeta, sino las ruidosas y contaminantes Vespas («avispas»), cuyo ácido aguijón descompone el monumento del poeta, igual que los valores tecnológicos de masas que encarnan descomponen el aura de su obra. Ya no vemos los libros, excepto como artificios de mandarines, como una forma de negar la muerte personal. «Todo es precario», dice Belitt:

Un maníaco

espera en las calles. Nadie escucha.

¿Qué puedo hacer? Escribo sobre agua...

Esta frase desolada, por supuesto, pertenece a Keats. Una frase negada de inmediato por la inmortalidad que asegura Shelley en «Adonais», negación en la que Keats confió y que, de alguna forma, anticipó. Hoy este tipo de negaciones suenan vacías («el gas de los constructores de las pirámides»). El lector participa también de este deterioro. Para él también la idea de que el libro que está frente a él sobrevivirá a su propia vida, de que prevalecerá contra el reloj de arena y la caput mortuum de la estantería, ha perdido inmediatez. Esta pérdida recorre todo el tema de la auctoritas, del estatus normativo y prescriptivo de la palabra escrita. Identificar el ideal clásico de cultura, de civismo, con el de la transmisión de un sílabo, con el del estudio de textos sibilinos o canónicos por cuya autoridad muchas generaciones ponen a prueba y validan su conducta ante la vida (las «piedras de toque» de Matthew Arnold), no es una simplificación excesiva. La polis griega se veía a sí misma como el medio orgánico de los principios, de las tensiones de precedentes político-heroicos derivadas de Homero. No es posible separar el vigor de la cultura e historia inglesas de la ubicuidad en esa cultura e historia de la Biblia del Rey Jaime, del Libro de Oraciones y de Shakespeare. La experiencia colectiva y la experiencia individual encontraron su reflejo en un ramillete de textos; su realización personal fue, en todo el sentido de la palabra, «libresca» (en el cuadro de Chardin la luz cae sobre el libro abierto y se proyecta desde este).

La capacidad de leer hoy en día es difusa e irreverente. Buscar una orientación oracular en un libro ha dejado de ser un acto natural. Desconfiamos de la auctoritas —el manuscrito o el texto religioso, el núcleo de lo canónico en la profesión de autor clásico— precisamente porque aspira a la inmutabilidad. Nosotros no escribimos el libro. Incluso nuestro encuentro más intenso y penetrante con este es una experiencia de segunda mano. Este es el punto crucial. El legado del Romanticismo es de un enérgico solipsismo, el desarrollo del yo lejos de la inmediatez. Un credo único de espontaneidad vitalista nos lleva desde el enunciado de Wordsworth, según el cual «el impulso de un bosque joven» vale más que la suma de bibliotecas polvorientas, hasta el eslogan de los estudiantes radicales de la Universidad de Fráncfort en 1968: «Que desaparezcan las citas». En ambos casos la polémica reside en el enfrentamiento entre la «vida de la vida» y la «vida de la letra», entre la primacía de la experiencia personal y lo derivado de la emoción literaria más profunda. Para nosotros la frase «el libro de la vida» es antinomia sofista o cliché. Para Lutero, quien la utilizó en un punto decisivo de su versión de la Revelación, y sospechamos que también para el lector de Chardin, esta frase era una realidad concreta.

El mismo libro ha cambiado también como objeto. Salvo académicos o expertos en el mundo antiguo, pocos de nosotros nos habremos encontrado, ni mucho menos utilizado, un libro parecido al que examina el lecteur de Chardin. ¿Quién tiene hoy en día libros encuadernados a mano? El formato y la atmósfera que transmite el infolio que aparece en el cuadro sugieren la idea de una biblioteca privada, una pared llena de estanterías, escaleras, atriles..., el espacio funcional en el que transcurrieron las vidas de Montaigne, de Evelyn, de Montesquieu, de Thomas Jefferson. Este espacio, a su vez, sugiere relaciones sociales y económicas claras: como la que se establece entre el sirviente que limpia el polvo de los libros y los engrasa y el señor que los lee, entre la privacidad santificada del erudito y el terreno más vulgar en el que la familia y el mundo exterior viven sus vidas ruidosas y filisteas. Pocos de nosotros conocemos bibliotecas como esas, y menos aún las poseemos. La economía, la arquitectura del privilegio en el que tenía lugar el acto clásico de la lectura está muy lejos de nosotros (cuando visitamos la Biblioteca Morgan de Nueva York, o alguna de las bibliotecas de las grandes casas de campo inglesas, nos encontramos, aunque en una escala magnificada, con lo que una vez fue el marco de la afición a los libros). El apartamento moderno, evidentemente diseñado para los jóvenes, no cuenta con espacio, con paredes limpias para colocar estanterías de infolios, libros en cuarto, los numerosos volúmenes de las opera omnia entre los cuales el lector de Chardin ha seleccionado su texto. Es en verdad sorprendente hasta qué punto el mueble del tocadiscos y las estanterías para los discos ocupan el lugar que antaño estaba reservado para los libros (la sustitución de la lectura por la música es uno de los factores más complejos e importantes que afectan a los cambios producidos en la forma de sentir occidental). Donde hay libros habrá, en mayor o menor grado, libros de bolsillo. No puede negarse que la «revolución del libro de bolsillo» ha sido una pieza tecnológica liberadora y creativa que ha extendido el alcance de la literatura y permitido el acceso a áreas de conocimiento antes totalmente inaccesibles, incluso en el terreno esotérico. Pero existe la otra cara de la moneda. El libro de bolsillo es, físicamente, efímero. Acumular libros de bolsillo no es reunir una biblioteca. Por su misma naturaleza, el libro de bolsillo lleva a cabo una tarea de preselección y recopilación en antologías que extrae de la totalidad de los textos literarios y de pensamiento. No podemos contar, o raras veces podemos contar, con las obras completas de un autor. No podemos contar con lo que la moda del momento considera productos inferiores. Sin embargo, solo cuando conocemos a un autor en su totalidad, cuando nos inclinamos con especial, cuando no quisquillosa, solicitud hacia sus «fracasos», y de esta forma construimos nuestra propia visión de su vigencia, el acto de la lectura es auténtico. Con las puntas dobladas en nuestro bolsillo, desechado en el vestíbulo del aeropuerto, abandonado entre sujetalibros de fábrica, el libro de bolsillo es al mismo tiempo una maravilla de envase y negación de la largueza de forma y espíritu intencionadamente expresadas en el cuadro de Chardin. «Y vi en la mano derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos». ¿Puede un libro de bolsillo tener siete sellos?

Subrayamos (especialmente si somos estudiantes o críticos absortos); algunas veces garabateamos una nota en el margen. Pero qué pocos escribimos notas marginales como las de Erasmo o Coleridge, qué pocos hacemos ricas y rigurosas anotaciones. Hoy en día solo el epigrafista profesional, el bibliógrafo o el erudito textual llevan a cabo la tarea de corregir; es decir, quien se encuentra con el texto es una presencia viva cuya continua vitalidad, cuya esencia dependen de un compromiso de colaboración con el lector. ¿Cuántos de nosotros estamos preparados para corregir ni el más craso error en una cita clásica, para descubrir y enmendar el más pueril error de acentuación o medida, aunque tales disparates y erratas abunden en las más reputadas ediciones modernas? ¿Y quién entre nosotros se molesta en transcribir, en poner por escrito, por placer personal y por afán de memorizarlas, las páginas que se han dirigido a él de forma más directa, que le «han leído» de forma más penetrante?

La memoria es por supuesto el factor fundamental. La «equivalencia» con el texto, la comprensión y respuesta crítica a la auctoritas de las que nos hablan el acto clásico de la lectura y la representación de este acto por Chardin dependen estrictamente de las «artes de la memoria». Le Philosophe lisant, igual que los hombres cultivados que le rodean en una tradición que va desde la antigüedad clásica hasta casi la Primera Guerra Mundial, conoce textos de memoria. Estos hombres conocen de memoria un considerable número de fragmentos de las Escrituras, de la liturgia, de versos épicos y líricos. En este sentido, las formidables dotes de Macaulay —incluso de niño se había comprometido a memorizar gran cantidad de poesía en latín e inglés— eran solo un ejemplo, si bien notable, de una práctica generalizada. La habilidad para citar las Escrituras, para recitar de memoria largos fragmentos de Homero, Virgilio, Horacio u Ovidio, reconocer al instante una cita de Shakespeare, Milton o Pope, forma la estructura común hecha de ecos, de reconocimiento y reciprocidad intelectual y emotiva, en la que se funda el lenguaje de los políticos, las leyes y las letras británicas. La memorización de las fuentes latinas, de La Fontaine, de Racine, de los clarines de Victor Hugo, es responsable de la fuerza retórica de la estructura de la vida pública francesa. El lector clásico, el lisant de Chardin, sitúa el texto que lee dentro de una multiplicidad resonante. El eco contesta al eco, la analogía es precisa y contigua, corregir y enmendar justifican un precedente recordado con exactitud. El lector replica al texto a partir de la articulada densidad de su propio acopio de referencias y recuerdos. La idea de que las musas de la memoria y de la invención son una sola es antigua y poderosa.

La atrofia de la memoria es el rasgo dominante de la educación y la cultura de la mitad y las postrimerías del siglo XX. La mayor parte de nosotros no puede identificar, ni mucho menos citar, ni los pasajes clásicos más importantes, que no solo son la base de la literatura occidental (desde Caxton hasta Robert Lowell, la poesía inglesa ha llevado en su seno el eco implícito de la poesía anterior), sino el alfabeto de nuestras leyes e instituciones públicas. Las alusiones más elementales a la literatura griega, al Antiguo y al Nuevo Testamento, a los clásicos, a la historia antigua y europea, son ahora herméticas. Breves fragmentos de texto descansan de forma precaria sobre un gran aparato de notas a pie de página. La identificación de la fauna y flora, de las principales constelaciones, de las horas y tiempos de la liturgia, de los cuales tan íntimamente depende, como demostró C. S. Lewis, la comprensión esencial de la poesía, el drama y el romance occidental desde Boccaccio hasta Tennyson, es ahora un conocimiento especializado. Ya no aprendemos de memoria. Nuestros espacios interiores han enmudecido o están obstruidos por estridentes trivialidades. (Que no se pida a un estudiante relativamente bien preparado que responda ante el título de «Lícidas», que te diga lo que es una égloga, que reconozca una de las alusiones o ecos horacianos en Virgilio o Spenser que dan sentido a los cuatro primeros versos del poema, su significado del significado. En el aprendizaje de hoy, especialmente en Estados Unidos, la amnesia ha sido planificada).

El vigor de la memoria solo puede sostenerse allí donde hay silencio, el silencio tan explícito en el retrato de Chardin. Aprender de memoria, transcribir fielmente, leer de verdad, significa estar en silencio y en el interior del silencio. En la sociedad occidental de hoy, este orden de silencio tiende a convertirse en un lujo. Los historiadores de la consciencia (historiens des mentalités) tendrán que evaluar la contracción de nuestra capacidad de atención, la desaparición de la concentración producida por el simple hecho de que nos haya interrumpido el timbre del teléfono, por el hecho subordinado de que la mayoría de nosotros, salvo cuando actuamos con resolución estoica, contestamos al teléfono, no importa lo que estemos haciendo. Estudios recientes sugieren que aproximadamente el setenta y cinco por ciento de los adolescentes de Estados Unidos leen con un sonido de fondo (una radio, un tocadiscos, una televisión a sus espaldas o en la habitación de al lado). De forma creciente, los jóvenes y adultos confiesan su incapacidad para leer un texto serio sin un sonido de fondo organizado. Sabemos muy poco sobre la forma en la que el cerebro procesa y asimila estímulos que compiten simultáneamente como para decir cuál es el efecto que esta potencia de entrada produce en los centros de atención y conceptualización implicados en la lectura. Pero es al menos plausible suponer que la capacidad para comprender de manera rigurosa, la capacidad de retención y de respuesta que teje nuestro ser con el ser del libro, debe sufrir un enorme desgaste. Al contrario del philosophe lisant de Chardin, tendemos a ser lectores a media jornada, lectores a medias.

Sería absurdo confiar en la restauración del conjunto de actitudes y disciplinas útiles para lo que he llamado «el acto clásico de la lectura». Las relaciones de poder (auctoritas), la economía del ocio y del servicio doméstico, la arquitectura del espacio privado y la custodia del silencio, que sostienen y rodean este acto, son más que inaceptables para los fines igualitarios y populistas de las sociedades de consumo occidentales. De hecho, este es el origen de una anomalía perturbadora. Existe una sociedad o un orden social en el cual muchos de los valores y hábitos de la sensibilidad implícitos en el lienzo de Chardin son todavía operativos; en el cual los clásicos se leen con apasionada atención; en el cual hay pocos medios de comunicación de masas que compitan con la primacía de la literatura; en el cual la educación secundaria y el chantaje de la censura inducen a una memorización constante y a la transmisión de textos de recuerdo en recuerdo. Existe una sociedad libresca, en su sentido más arraigado, que argumenta su destino mediante una constante referencia a los textos canónicos, y cuyo sentido de registro histórico es a un tiempo tan compulsivo y tan vulnerable que comporta una verdadera industria de falsificación exegética. Naturalmente, estoy aludiendo a la Unión Soviética. Y solo este ejemplo bastaría para recordarnos perplejidades tan antiguas como los diálogos de Platón sobre las afinidades entre el gran arte y el poder centralizado, entre la cultura elevada y el absolutismo político.

Pero, hasta donde nos es posible ver, en el oeste democrático y tecnológico la suerte está echada. El infolio, la biblioteca privada, la familiaridad con las lenguas clásicas o el arte de la memoria pertenecerán, cada vez más, a unos cuantos eruditos. El precio del silencio y de la soledad aumentará. (Parte de la ubicuidad y del prestigio de la música deriva precisamente del hecho de que se puede escuchar en compañía de otros. La lectura seria excluye incluso a los íntimos). Las disposiciones y técnicas simbolizadas por Le Philosophe lisant son ya, en el sentido exacto del término, académicas. Se producen en las bibliotecas públicas, en los archivos, en los estudios de los catedráticos.

Los peligros son obvios. No solo gran parte de la literatura griega y latina, sino numerosos textos europeos, desde la Comedia hasta «Sweeney Agonista» (un poema que, como otros muchos de T. S. Eliot, es un palimpsesto de ecos), han dejado de estar a nuestro alcance natural. Tema de conversación del erudito y de la consulta ocasional y fragmentaria de estudiantes universitarios, obras en otro tiempo presentes en la memoria literaria, ahora llevan la vida melancólica y agonizante de los mudos Stradivarius en las vitrinas de la Colección Coolidge de Washington. Nadie reclama largos tratados que una vez fueron materia fértil de estudio. ¿Quién sino el especialista lee a Boiardo, a Tasso o a Ariosto, ese engranado linaje de la épica italiana sin el cual los conceptos de Renacimiento y Romanticismo no tienen demasiado sentido? ¿Ocupa Spenser el lugar prominente que en el repertorio del sentimiento ocupó para Milton, Keats o Tennyson? Las tragedias de Voltaire son, literalmente, un libro cerrado; solo el erudito puede recordar que estas obras dominaron el gusto y el estilo declamatorio durante casi un siglo; que es Voltaire, y no Shakespeare o Racine, quien domina los escenarios de Madrid a San Petersburgo, de Nápoles a Weimar.

Pero la pérdida no es solo nuestra. La esencia del acto absoluto de la lectura es, como hemos visto, una esencia de reciprocidad dinámica, de respuesta a la vida del texto. El texto, al margen de su inspiración, no puede tener una vida significativa si no se lee (¿qué clase de vida tiene un Stradivarius que no se toca?). La relación entre el verdadero lector y el libro es creativa. El libro tiene necesidad del lector igual que este la tiene del libro, una paridad de expectativas que aparece fielmente reflejada en la composición del cuadro de Chardin. Es en este sentido tan concreto en el que todo acto de lectura genuino, toda lecture bien faite, colabora con el texto. Lecture bien faite es un término definido por Charles Péguy en su incomparable análisis sobre la verdadera ilustración (en el Dialogue de l’histoire et de l’âme païenne, de 1912-1913):

Une lecture bien faite... n’est pas moins que le vrai, que le véritable et même et surtout que le réel achèvement du texte, que le réel achèvement de l’œuvre; comme un couronnement, comme une grâce particulière et coronale... Elle est ainsi littéralement une coopération, une collaboration intime, intérieure... aussi, une haute, une suprême et singulière, une déconcertante responsabilité. C’est une destinée merveilleuse, et presqu’effrayante, que tant de grandes œuvres, tant d’œuvres de grands hommes et de si grands hommes puissent recevoir encore un accomplissement, un achèvement, un couronnement de nous... de notre lecture. Quelle effrayante responsabilité, pour nous.

Como dice Péguy: «Qué aterradora responsabilidad», pero también qué inconmensurable privilegio, saber que la supervivencia de incluso la más grande de las obras literarias depende de une lecture bien faite, une lecture honnête. Y saber que este acto de la lectura no puede dejarse bajo la sola custodia de los todopoderosos especialistas.

Pero ¿dónde encontrar verdaderos lectores, des lecteurs qui sachent lire? Confío en que sabremos formarlos.

La posibilidad de crear «escuelas de lectura creativa» es una idea que siempre me acompaña («escuela» es una palabra demasiado pretenciosa; una habitación silenciosa y una mesa bastarán). Tendremos que empezar por el nivel de integridad material más sencillo y, por tanto, más preciso. Debemos aprender a analizar frases y la gramática de nuestro texto, porque, como Roman Jakobson nos ha enseñado, no es posible acceder a la gramática de la poesía, al nervio y a la energía del poema, si permanecemos ciegos a la poesía de la gramática. Tendremos que volver a aprender la métrica y aquellas reglas de escansión que eran familiares para los escolares ilustrados de la época victoriana. Tendremos que hacerlo no por pedantería, sino por el hecho abrumador de que en toda poesía, y en una gran proporción de obras en prosa, el metro es la música que controla el pensamiento y la sensibilidad. Tendremos que despertar los entumecidos músculos de la memoria, redescubrir en nuestros vulgares yos los enormes recursos de memorización precisa, y el placer que procuran los textos que hemos alojado para siempre en nuestro interior. Buscaremos aquellos rudimentos de reconocimiento mitológico y escritural, de recuerdo histórico compartido, sin los cuales es casi imposible —salvo con el apoyo constante de notas a pie de página cada vez más elaboradas— leer correctamente una línea de Chaucer, de Milton, de Goethe o, para dar un ejemplo deliberadamente modernista, de Mandelstam (uno de los maestros del eco).

Una clase de «lectura creativa» tendría que proceder paso a paso. Empezaría con el grado próximo a la dislexia de los actuales hábitos de lectura. Intentaría obtener el nivel de competencia informada prevaleciente entre las personas cultas de Europa y de Estados Unidos, digamos que en las postrimerías del siglo XIX. Aspiraría idealmente a ese achèvement, a esa realización y coronación de las que habla el texto de Péguy, y de las cuales los actos de lectura absolutos llevados a cabo por Mandelstam sobre Dante, o por Heidegger sobre Sófocles son ejemplares.

Las alternativas no son tranquilizadoras: la vulgarización y el ruidoso vacío intelectual, por un lado, y la retirada de la literatura hacia las vitrinas de los museos, por otro. El «perfil argumental» chillón o la versión predigerida y trivializada de los clásicos, por un lado, y la ilegible edición anotada, por otro. La ilustración debe luchar por recuperar el término medio. Si no lo consigue, si une lecture bien faite se convierte en un artificio con fecha de caducidad, nuestras vidas se verán invadidas por un gran vacío, y nunca más experimentaremos la tranquilidad y la luz del cuadro de Chardin.

 

 

 

 

 

 

 

*Hair, «pelo»; air, «aire». (N. de las T.).

Presencias reales

El cambio de siglo fue testigo de una crisis filosófica en el fundamento de las matemáticas. Lógicos y filósofos de las matemáticas y de la semántica formal, como Frege y Russell, investigaron el tejido axiomático del razonamiento y la comprobación matemática. Las antiguas disputas lógicas y matemáticas para discernir la verdadera naturaleza de las matemáticas —¿es arbitrariamente convencional? ¿Es una construcción «natural» que se corresponde con realidades existentes en el orden empírico del mundo?— volvieron a despertar y encontraron una rigurosa expresión filosófica y técnica. La conocida prueba de Gödel sobre la necesidad de una adición «exterior» para todos los sistemas matemáticos de coherencia intrínseca y las reglas operacionales tuvo una significación formal y aplicada que fue mucho más allá de los dominios estrictamente matemáticos. Al mismo tiempo, es justo decir que algunas de las cuestiones planteadas a finales del siglo XIX y comienzos del XX en relación con los fundamentos lógicos, la coherencia interna y las fuentes psicológicas y existenciales del razonamiento y de la comprobación matemáticos siguen abiertas.

Una crisis comparable es la que actualmente viven el concepto y la comprensión del lenguaje. De nuevo, las lejanas fuentes de la problemática y del debate son las del pensamiento platónico, aristotélico y estoico. La gramatología, la semántica, el estudio de la interpretación del significado y de la actual práctica interpretativa (la hermenéutica), los modelos de los posibles orígenes del habla humana, el análisis formal y pragmático y la descripción de los actos y la representación lingüísticos tienen su precedente en el Crátilo y el Teeteto de Platón, en la lógica aristotélica, en las artes clásicas y posclásicas y en la anatomía de la retórica. No obstante, si tenemos en cuenta que el actual «giro del lenguaje» no solo afecta a la lingüística, a las investigaciones lógicas de la gramática, a las teorías de la semántica y la semiótica, sino también y en gran medida a la filosofía, a la poética y a los estudios literarios, a la psicología y a la teoría política, este cambio supone una ruptura radical con la sensibilidad y las premisas tradicionales. Las mismas fuentes históricas de la «crisis del sentido» son complicadas y fascinantes. Solo puedo aludir aquí a ellas de forma sumaria.

Aunque en muchos aspectos conservadora, la revolución kantiana llevaba en sí misma la semilla de una revisión y una crítica fundamentales de las relaciones entre palabra y mundo. La ubicación lógica y psicológica de las percepciones fundamentales que Kant sitúa en la razón, su convicción de que «la cosa en sí», la última sustancia de la realidad «exterior» (out there), no podía definirse o demostrarse analíticamente, por no decir articularse, sentaron las bases para el solipsismo y la duda. La disociación del lenguaje y la realidad, de la designación y la percepción, es ajena al idealismo del sentido común de Kant, pero está implícita potencialmente en su discurso. En un principio serán la poesía y la poética, y no la lingüística o la lógica filosófica, las que se adueñarán de este potencial. Nuestros actuales debates sobre las gramáticas generativo-transformacionales, sobre los actos del habla, sobre los modelos estructuralistas y deconstruccionistas de la lectura textual, en una palabra, nuestro enfoque actual sobre «el significado del significado», derivan de la poética y la práctica experimental de Mallarmé y Rimbaud. El período comprendido entre la década de 1870 y la mitad de la década de 1890 define el programa de nuestro actual debate, que sitúa el problema de la naturaleza del lenguaje en el mismo centro de las sciences de l’homme filosóficas y aplicadas. Después de Mallarmé y Rimbaud sabemos que una antropología seria tiene una teoría o una pragmática del logos como núcleo formal y sustantivo.

El intento programático de disociar el lenguaje poético de referencias externas, de fijar los de otra forma indefinibles, irrecuperables, textura y olor de la rosa en la palabra «rosa» y no en una ficción de correspondencia y validación externas, es un esfuerzo que nace con Mallarmé. El discurso poético, que es de hecho un discurso esencial y lleno de sentido (meaning-ful), constituye una estructura, o serie, internamente coherente, infinitamente connotativa e innovadora. Este discurso es más rico que el de la sumamente indeterminada e ilusoria experiencia sensorial. Su lógica y dinámica han sido internalizadas: las palabras se refieren a otras palabras; su «dar nombre al mundo» —esa presunción adánica que es el mito y la metáfora primordial de todas las teorías occidentales del lenguaje— no es una cartografía descriptiva o analítica del mundo «exterior» (out there), sino, de forma literal, una construcción, una animación y un despliegue de posibilidades conceptuales. El lenguaje (poético) es creación. El Je est un autre de Rimbaud está en la base de todas las posteriores historias y teorías de la dispersión de la individualidad, del eclipse histórico y epistemológico del ego. Cuando Foucault anuncia el fin de la identidad clásica o judeocristiana, cuando los deconstruccionistas rechazan la noción de auctoritas personal, cuando Heidegger ordena el habla desde una fuente ontológica anterior al hombre, quien es solo el médium, el instrumento más o menos opaco del significado autónomo, están, cada uno en su propio marco táctico, intentando desarrollar y sistematizar el manifiesto anárquico de Rimbaud, su dérèglement extático de la tradición y del realismo inocente.

Esta dispersión, esta diseminación de la identidad, esta subversión de la ingenua correspondencia entre la palabra y el mundo empírico, entre la enunciación pública y lo que realmente se dice, quedan acentuadas por el psicoanálisis. La visión y el uso freudianos del discurso humano, de los textos escritos (de inconfundibles analogías con las técnicas talmúdicas y cabalistas del desciframiento en profundidad, del descenso revelador a ocultos niveles de la etimología y de la asociación verbal), dislocan y socavan radicalmente la antigua estabilidad del lenguaje. El sentido común —atención a esta frase— de nuestras palabras habladas o escritas, el orden y los valores visibles de nuestra sintaxis, aparecen como una superficie encubridora. Bajo cada estrato de conciencia, de significado léxico, yacen nuevos estratos de significados más o menos conscientes, manifiestos o intencionales. Los impulsos de la intencionalidad, de la significación declarada y secreta, se extienden desde la frágil superficie hasta las profundas, insondables y nocturnas estructuras o preestructuras del inconsciente. Ninguna adscripción de significado puede considerarse definitiva, ninguna secuencia o campo asociativo de posible resonancia llega a término (este es el punto fundamental del desacuerdo de Wittgenstein con Freud). Los significados y las energías psíquicas que los enuncian o, más exactamente, que los codifican se encuentran en perpetuo movimiento. «¿Debemos significar lo que decimos?», pregunta el epistemólogo. «¿Podemos significar lo que decimos?», pregunta el psicoanalista. Y ¿en qué consiste esa ficción de identidad estable que, después de Rimbaud, titulamos «yo» o «nosotros»?